Voladas 7

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Año 2, nº 7



VOLADAS

A ño 3, nº 7



Voladas Año 2, Nº 6

Voces, palabras, miradas… MAGIA, no es más que la magia que surge cuando unos garabatos impresos con mimo en un papel atraviesan el aire y, aunque mudos, resuenan en otros corazones. Quizás queden vagando por los bosques de farolas y tendidos eléctricos, quizás se pierdan en el bramido de las olas, quizás, por casualidad, alcancen el agrado de otros ojos, quizás no salgan de ese ataúd pequeño de las páginas cuando no se abren. Ahí quedarán, anhelando, gritando en silencio, incitando a otras manos a pasar las páginas, a aventurarse con otras letras, a continuar la secta de los que no tenemos más remedio que remendar nuestras vidas con zurcidos de tinta y lágrimas. Por la primavera, Volazadas son Julio Herranz Benito y Paco Ramos Torrejón. Julio Herranz, roteño de nacimiento y residente en la bella Ibiza, fue miembro fundador de la revista Pandero, donde publicó su primer libro de poemas, al que continuaron otros como El ángel yuxtapuesto hasta llegar al que tiene preparado y del que nos ofrece un avance inédito. El gaditano Paco Ramos tiene recentísimo su El aprendizaje del miedo que confirma su densa actividad literaria, impartiendo Talleres de Escritura Creativa (El Fontanero del Mar Ediciones), organizando el festival poético Versalados y las Jam Session Poéticas del Café Gadir, en Madrid. Las ilustraciones nos las regala Mery Márquez Caballero, joven artista gráfica roteña, diplomada en turismo, licenciada en publicidad, máster de profesorado, técnico auxiliar en diseño gráfico, amante de la lectura, el cine, la música y la escritura. En nuestro concurso las miradas, las palabras y las voces recaen sobre una silla. Han sido voces poéticas que han desvelado sus historias Gema Estudillo, Feliciano Castaño Villar, y dos conocidos de Voladas, Rosa Freyre y Alejandro Coronas. Con todos ellos hemos conjurado la magia de las palabras, confiando en que la pócima escrita surta sus efectos en aquellos a los que Voladas alcance.

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Voladas Año 2, Nº 6

BLANCA FERNÁNDEZ SÁNCHEZ Rezo una oración a tu medida A mi hija SÉ que es absurdo, pero a veces me veo exigiendo al mundo que se adapte a ti. Y hablo a la espuma de la ola para que se refugie en tu regazo, reclamo a las calles su inocencia, a las palabras un punto de ternura. Grito a la noche que aleje sus pasos. Sé que es absurdo, pero exijo al viento que ande de puntillas. Con mis manos aparto la niebla, deshago el silencio y hago acopio de luz para entregártela. Será absurdo, pero rezo una oración a tu medida: ruego al tiempo que encienda para ti la primavera, a la alegría que instale un verso en tu boca, a la voz que escriba una caricia. Qué absurdo, ¿verdad? Pero si no veo la vida rendida a tus pies no podré ser feliz.

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La joven de los ojos verdes LOS rostros con los que me cruzo cada mañana en la cola del autobús parecen apagados, ausentes. No es momento de charla o de concesiones. Lo comprendo, todos quisiéramos continuar bajo las sábanas a hora tan intempestiva. Apenas despunta el sol y la luz acaba de dar sus primeros pasos y, aunque somos diez o doce personas las que coincidimos en esta parada todos los días, nadie muestras interés por entablar conversación u otro tipo de acercamiento. Tampoco yo he hablado con ningún pasajero, más allá del “buenos días”, “qué frío…” (A mí, que he nacido en una pequeña ciudad donde casi todos nos conocemos, me extraña este comportamiento y me ha costado cierto trabajo acostumbrarme a tanto desapego y al poco interés que se muestra por conocer a los vecinos.) Como el trayecto es largo y me sé de memoria los edificios por los que pasamos diariamente, me distraigo imaginando historias y elucubrando sobre la profesión de cada cual. Creo que los tengo a casi todos catalogados. Solo dos personas se me resisten. Una de ella es un señor mayor, que por edad debe estar jubilado, por lo que no comprendo qué hace a esta hora en el autobús, y la otra una chica joven despampanante. El señor no me intriga. A falta de una hipótesis mejor, he llegado a pensar que irá a casa de algún hijo o hija que trabaje para hacerse cargo de los nietos. La que suscita mi interés es la joven de preciosos y soñadores ojos verdes. Aunque he tenido en cuenta sus rasgos, su forma de vestir, sus manos y varios detalles más, no he llegado a ninguna conclusión ni puedo imaginar qué clase de trabajo ejerce. Es un misterio para mí. Me he sentado a su lado en el autobús más de una vez y he intentado entablar conversación. Vano intento. Ni siquiera se ha [3]


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preocupado de ser educada conmigo. Me ha contestado con algún monosílabo para zanjar mi iniciativa y ha apartado la vista con desdén, como hacen las divas del celuloide cuando quieren decir a alguien “no me importas en absoluto”. Como imaginaréis, eso me ha intrigado aún más y estoy emperrado en conocer su secreto, porque alguno esconde. Barajo varias teorías: desde que tiene una novia oculta que no quiere que sus padres conozcan y vuelve a casa después de una noche de amor, hasta que es una pobre chica a la que algún sinvergüenza ha embaucado y chantajea. Es verdad que no tengo datos que avalen tales hipótesis, pero estoy casi seguro de que los tiros deben ir por ahí. Como se baja un par de paradas antes que yo, la semana pasada, a riesgo de llegar tarde a mi oficina, me bajé cuando ella y la seguí. No me sirvió de nada. Entró en una céntrica cafetería a desayunar. Decepcionado por no poder completar el seguimiento, regresé deprisa a la parada para continuar mi camino. También he pensado en levantarme un sábado, que no trabajo, y coger el bus a la misma hora, por si ella lo hace y poder seguirla hasta su destino, pero, de momento, no se me ha ocurrido una excusa convincente para mi novia, con la que convivo. Ya he notado que está un poco pensativa. Ayer mismo me preguntó si me ocurría algo. Tuve que mentir, decirle que me dolía un poco la cabeza. A ver, no le voy a soltar: “Cariño, estoy obsesionado por el secreto que esconda la hermosa joven de los ojos verdes” Estoy un poco obcecado, lo reconozco. Tengo que solucionar el problema cuanto antes. ¡Si hasta he llegado a pedirle a Laura, mi novia, aprovechando que su madre estaba un poco indispuesta, que pasara un fin de semana en casa de sus padres para estar yo libre y realizar mis pesquisas! Tengo que reprimirme pues también voy a levantar sospechas entre mis compañeros de viaje, pues, con el propósito de conseguir [4]


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información y como quien no quiere la cosa, he comentado a más de uno lo guapa que es y lo enigmática que parece, pero ninguno la conoce ni sabe de nadie que lo haga. Y no solo entre ellos voy a levantar las sospechas, porque Laura, que es muy perspicaz, me ha vuelto a preguntar si tengo problemas en el trabajo… Creo que anda con la mosca detrás de la oreja y sé que no comprendería esta estupidez. Ella es demasiado práctica y juiciosa. Se mofaría o, lo que es peor, pensaría que me he enamorado de la desconocida. Y no creo que se anduviera con paños calientes… Me propuse enmendarme y dejar de lado tan absurda investigación, pero poco me duró la promesa, pues a la mañana siguiente la lánguida y hermosa joven no cogió el autobús. Preso de gran agitación al notar su ausencia, temí que mi preciosa joven hubiera sufrido algún descalabro a manos de su desaprensiva pareja. Más preocupado que nunca bajé en su parada y me dirigí a la cafetería donde la había visto desayunar, por si hubiera ido más temprano, pero tampoco estaba allí y volví al trabajo temiendo lo peor. Por más razones que me di y por más veces que me llamé insensato, no pude olvidarme de su ausencia, a la que, en mi delirio, atribuí a causas no naturales. Ya veis en qué punto estaban las cosas y cómo se torcieron mis días por una desconocida. Muy a mi pesar, pues no podía evitarlo, me convertí en un quijote del siglo XXI al rescate de una hermosa Dulcinea, a la que suponía en manos de algún truhan y encerrada en alguna siniestra habitación. Al cuarto día volvió a coger el autobús sin dar muestra de que hubiera sufrido daño alguno. Respiré tranquilo y estuve tentado de preguntarle la causa de su ausencia. De hecho me levanté y me dirigí resuelto hacia ella. Me frenó en seco. Sus ojos me frenaron en seco. La fría mirada y el gesto desdeñoso que me dedicó me echaron para atrás. Me senté dolido y desilusionado, pues yo me creía su caballero andante aunque ella no lo supiera. [5]


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A los pocos días del incómodo encuentro y harta de verme absorto, como reconcentrado, Laura me puso las cartas sobre la mesa: o le contaba de qué se trataba o se volvía a casa de sus padres pues suponía que había dejado de quererla. Reaccioné. Sus palabras supusieron tal mazazo que olvidé de golpe las tonterías. No podía perderla. Estaba completa y felizmente enamorado. No me atreví a contarle la historia real en aquel momento, no sé si algún día lo haré, pues intuí que no estaba el horno para bollos y era mejor no echar más leña al fuego, por lo que me inventé un falso problema en el trabajo y salí más o menos airoso. Por supuesto, cambié de actitud. Me obligué a sentarme en los primeros asientos del bus para no volver a las andadas y poco a poco fui perdiendo interés por aquella ingrata desconocida que jamás me había dedicado una sola sonrisa. Y el azar, un mes después, me aclaró el misterio que tanto me había sugestionado: Mi Dulcinea, la dulce e inocente joven de hermosos ojos tristes a la que yo suponía presa de algún trágico amor, me sonreía con ojos de tigresa y afiladas uñas desde la carátula de una película porno. No había duda. Me dio tal vuelco el corazón que estuve a punto de llorar. No por ella, como podréis suponer, sino porque había estado a punto de perder al amor de mi vida por mi locura. Ya más calmado, y aprendida una lección que espero me sirva de por vida, me dirigí al mostrador y pregunté acerca de aquella actriz. El encargado me dio pelos y señales de su vida, obra y milagro, hasta la dirección, cercana a mi casa, pues la conocía. Insistió en que me llevara la película. Decliné la oferta. No me interesaba en absoluto.

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Del corazón QUIEN dijera que el corazón no duele no debió padecer condena o tener una roca finamente tallada en el pecho. Atormenta un corazón abandonado, quema un corazón roto, tirita un corazón solitario. Y, mientras se resquebraja la dicha en las manos, rugen llorosas las emociones, delira enferma la sangre, puñales de hielo se descuelgan de la mirada. La soledad, al acecho de latidos huidizos, se instala con premura en la piel. Ni siquiera la luz de la mañana lleva a entenderte con el día. Una palabra de mármol te corteja, se pasea retadora por la tarde desierta, presagio firme de una noche insomne. Conocer por qué se sufre no mitiga el dolor. Negociar con la vida carece de sentido.

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Encontrar una disculpa AL despertar, sobre todo al despertar, cuando la luz se despereza ufana y despliega su manto inocente sobre el cielo, necesito aligerar la sombra que cubre mi conciencia y busco en el desorden de la memoria una defensa que ordene las sinrazones, una disculpa que limpie el barro de las manos, la conjetura que endulce las torpezas, un alegato que contagie de brisa mis actos. Mendigo un espacio en blanco, con las cosas en su sitio, y el altar de la conciencia impoluto.

Sin sobresaltos DESDE una distancia prudente (no conviene que el corazón esté cerca) mejor por la mañana, con el cielo a punto de abrirse, mientras la luz es intensa y aún estás en ti. Ese es el momento de la confesión. Quizás así la vida se muestre ordenada, el alma no se desnude, las palabras conserven cierto equilibrio y el papel aguante sin romperse. [8]


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La luz camina en sentido contrario CUANDO la memoria se detiene en una escena del pasado descubres las migajas de lo que fue. El paisaje se ha quedado a oscuras y las imágenes nos hablan desde una frialdad de hielo. La luz camina en sentido contrario y se diluye en la distancia. Los recuerdos deambulan por nuestros ojos deformados e inertes y un cruel desengaño trastoca la cándida inocencia del ayer. Nos llega furtiva, claramente oxidada, la voz de lo que fue una sonrisa. ¡Ay ese pellizco de melancolía que entra por la puerta…! De nada sirve mirar hacia atrás. Te lanzas a un abismo opaco.

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Devuélveme las horas robadas DEVUÉLVEME las horas robadas, entrégame mis sueños, recoge los despojos que con afán atesoras y aléjate de mí. No eres mi amigo. Me traicionas a la menor oportunidad, pones en jaque cada día mi cordura, te adueñas del tiempo que me pertenece. Rompes sin escrúpulos mi conciencia, desquicias mis noches con torpes devaneos, añades a mi pesar una suma de tristeza ilógica. Como ladrón de guante blanco, te adentras sinuoso en mi ánimo y trastocas con tu desvarío extremo la cándida inocencia de la oscuridad. No quiero saber nada de ti. Puedo vivir sin tu ayuda. Queda dicho: renuncio a mi subconsciente.

BLANCA FERNÁNDEZ SÁNCHEZ

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CONCHI CASTELLANO GARCÍA La razón es cadáver LA muerte carece de razones si viste la noche con cenizas de miedo y las risas de abominable tragedia. El mundo no está en sus cabales, los monstruos habitan los sueños y guardan silencio mudo las palabras, forradas de frío y fanático acero. La muerte derrama sus razones y llena de dudas las aceras, de rojo odio llenas. La muerte carece de razones. La razón, hace tiempo que es cadáver.

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Un salto al vacío NO sabía si lo había pensado mucho o poco, porque estas cosas o se piensan mucho o no se piensan nada. Estaba cansado de que todos le creyeran un necio, por eso, de un tiempo para acá, algo le rondaba la cabeza y, también por eso, se encontraba, allí, de pie sobre el pretil del edificio más alto de los alrededores con una única idea: demostrar a todos que podía lanzarse al vacío. Metió la mano en su bolsillo y sacó el papel donde había anotado, a un lado, con grandes letras azules, las razones por las que debía tirarse y al otro, en rojo, aquellas que le decían por qué no. Al principio, le dio igual que la columna del “no” fuera más larga, pero bajo la tenue luz de la luna, el papel –como si fuera un pañuelo teñido de sangre– se convirtió en una imagen que se le antojaba premonitoria, porque hay que reconocer que, cuando estás a cientos de metros del suelo, las cosas se ven con otro cariz. Miró al vacío y torció el gesto al vislumbrar un destello fugaz de su propio cuerpo tendido en el suelo. Dudó y volvió a pensarlo con la mirada fija en el frío asfalto, al cabo de unos segundos, dio un paso atrás y se sentó en el suelo frotándose las manos, nervioso. El miedo o un simple atisbo de sentido común in extremis le hizo ser consciente del error que podría estar a punto de cometer, pues ¿qué ganaba con aquello? Se levantó, se acercó nuevamente al pretil y volvió a mirar la ciudad, aún dormida, mientras el cielo iba ya mostrando las primeras claridades del día. Sonrió para sí y, más tranquilo, se quitó el traje con alas y el paracaídas, lo metió todo bien doblado en la mochila y se sentó un buen rato al borde del abismo contemplando la ciudad despertarse con calma. [12]


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La madre de Augusto El día que Augusto se marchó de casa dejó a su madre llorando y la antena rota, por eso no le quedó claro si su madre lloraba por su marcha o porque no podía ver la televisión. Lo cierto es que a su madre le dio un ataque de esos que le daban a ella y tuvo que pasar una noche en el hospital. Allí, una vieja conocida le presentó a su hermano, un solterón de buen ver. El hecho de que ambos fueran solitarios empedernidos provocó cierta simpatía entre ellos y quedaron para verse una vez que ella se repusiera de su dolencia. Y aunque su verdadera intención era que su hijo se enfadara por salir con un hombre, Augusto no insinuó nada y ahora se veía sentada frente a un completo desconocido. Sin embargo, al cabo de un rato se sorprendió por lo cómoda que se encontraba, pues su acompañante resultó ser un hombre con recursos y muy agradable. Hacía tiempo que no experimentaba aquella sensación, incluso se irritó consigo misma; pues todos estos años de exclusiva dedicación hacia su pequeño solo le habían obsequiado con un adulto desagradecido, un mal hijo que la abandonaba porque –según él– ya era hora de ser independiente. “Independiente –le comentaba a su acompañante–, como si no lo fuera ya, como si no pudiera serlo en casa junto a la única mujer que lo querría por siempre.” Ahora todo eso acabó. Estaba segura de haber encontrado a alguien con el que percibía cierta conexión. Alguien que, al parecer, podía entender a la perfección su desencanto. Pero antes de que pudieran empezar con el postre, su acompañante miró el reloj y, con cara de espanto, dijo que tenían que marcharse. No se había dado cuenta de lo tarde que era y su hermana no veía con buenos ojos que trasnochara. [13]


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Miedo HAY una voz calmada que adormece un temblor de cuchillos y cierta cobardía a la desolación del espejo. Hay una voz penosa, malgastada y extraviada en lo lento, en el reflejo de una luna que expele soledad.

Vacío Eres lo que no tengo. Un eco hecho verso y en mi propia herida eternizado. Hacia dentro crece el llanto, la necesidad y esa melancolía que nunca duerme. Y yo no sé qué hacer con todo esto. No sé qué hacer contigo, sin ti. [14]


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La conjura del sueño EL sueño conjura certezas vidriosas y alimenta con cierta pesadumbre los días. Reconocer su mentira –o parte de ella– será solo un derroche de espacios y espejos.

Extrañamiento TE sabías extraña como hecha de algún material incierto. En ti había un color invernal, un gesto amargo trazaba inútilmente una sonrisa en los labios. Eras distinta. Habías construido un lenguaje secreto con restos de otra tú –quizás aún más vieja–. Estabas tan fuera de todo que ni si quiera viste que dejabas de ocupar un lugar en tu propio cuerpo. [15]


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Compás de lluvia LA lluvia impone su compás a la ciudad. Todo se apacigua ante su paso. Lo cotidiano se deshace a ciegas, lento. Y se derraman las voces. Y ella mantiene su soniquete, como una réplica casi burlona. Y luego, el mundo continúa.

El paso de los días IGUAL que el viento, el día se entretiene con su propia transparencia. Avanza cauteloso mostrando sus desnudos abrazos y vertiendo en la intemperie la esencia intangible de su eco errante. Así recorrerá el mundo, fingiendo que nada más existe. [16]


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Pacto de futuro EL tiempo promete –en falso acuerdo– que aquello que ha de venir será afín a la paciente verticalidad de un faro que grita obstinado su luz. Promete ponerlo todo en su sitio cuando el alba traspase su horizonte. Es la lógica que infunde sentido a las cosas. Es atar lo perenne a lo transitorio.

Vivir UN presagio de olvido ensombrece un cielo de cristal, donde asoma el reflejo de lo cierto. Nadie atiende al rumor escondido tras su límite. Es el gozo que encierra volar a ciegas. [17]


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Hay alguien en la puerta Hay alguien en la puerta. Dice que no tiene nombre, aunque recuerda que un día muchos lo llamaron por uno. Hace mucho de eso, cuando su luz aún bordeaba desfiladeros, cuando sobre el suelo aún danzaba su sombra. La lluvia lo borró todo, incluso su plegaria. Hay alguien en la puerta y su silencio es una espesa niebla que hiela la más profunda de las evidencias.

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Donde todo se pierde LE sorprendió que la llamara. No lo esperaba porque un día se fue siguiendo los pasos de un invierno envuelto en el frío viento del norte. Fue entonces cuando apagó todas las luces y creó nuevas mentiras para no saber de ese lugar donde todo se pierde. Después de tanto tiempo le asombró su voz, calmada y triste. Incluso le pareció más transparente de lo que nunca había sido y, sin embargo, no podía evitar que todo le resultara extraño pues, después de tanto tiempo esperando, algo se produjo en su interior. Fue como un clic en su cabeza y, en un segundo, el mundo dejó de estar desdibujado, dejó de ser sólo un par de sílabas en la boca de alguien. Fue como si su llamada hubiera roto el sortilegio de estar atrapada en el oscuro rincón donde se había quedado en espera tras su marcha. Entonces, con el teléfono pegado a la oreja y hundida en el butacón donde cada día había esperado su regreso y había sentido cada final de invierno como una guerra perdida, dejó de escuchar. Tampoco habló ni colgó. Se levantó, colocó el aparato sobre el butacón sin dejar de mirarlo y luego se marchó cerrando tras de sí la puerta, dejando con él su silencio. Necesitaba su llamada, pero para entender que ya no estaba dispuesta a decir lo que él quería oír, aunque llorase jurando que las lágrimas borrarían su cuerpo; pues sabía, a ciencia cierta, que nadie se diluía con el llanto.

CONCHI CASTELLANO GARCÍA

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JAVIER GALLEGO DUEÑAS Las gramáticas del tiempo EL tiempo escribe con caracteres de ruina, de brotes y frutos, de colores deslucidos, de arrugas, sobre el cuaderno de la memoria, sobre el lienzo de la piedra, sobre el abanico de matices de la primavera. Pretende, en vano, su mano húmeda escribir sobre el vaho de los espejos y resbala en ellos. A su dictado nos sometemos los humanos y todo cuanto hay en la tierra. Entendemos mal y creemos que comete faltas de ortografía y dicción. Son nuestros oídos sordos al dictado del tiempo. Los copiados del tiempo están en las fotografías, que procuran con buena caligrafía dar el ejemplo a las líneas que siguen y nuestra mano torpe emborrona.

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Las gramáticas del tiempo utilizan el cuaderno pautado de las estaciones, los aniversarios, las placas conmemorativas, los homenajes, para no salirse de la línea gruesa. Los libros de historia ensayan pasar a limpio sus frases inconexas reescribiendo y reescribiendo. Y aspiramos, con ansia adolescente, a que las palabras del tiempo completen nuestra frase, la que tenemos en la punta de la lengua. Y no entendemos, y nos obstinamos en enmendarle la plana al tiempo. El tiempo habla con palabras llenas de polvo y viento, con la lenta sucesión de nubes y lluvias, con el amanecer claro de una fría mañana de invierno.

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[El vaho del frío acompaña silencioso…] EL vaho del frío acompaña silencioso al lento desperezarse de la mañana mientras mariposas de escarcha se aferran, indolentes, al cristal del dormitorio. Un sordo rugido más allá del mar inunda, arrogante y desvergonzado, el aire. Las gaviotas aúllan como un ejército flotando en el furioso levante. El ancho horizonte se descorcha derramando las nubes como si un hábil pintor quisiera enmarcar un trozo de cielo. Todo es tan bello, tan nuevo, que las gotas de rocío lo guardan, lo protegen como plásticos de burbujas y no te atreves a levantarte de la cama. Es imperioso demorar cinco minutos la madura decisión de abandonar el delirio de las sábanas.

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Escenas íntimas de lucha de clases ENTERRAMOS todas las luchas para así gozar de la vida. Borramos préstamos valientes de generaciones antiguas y aspiramos a heredar todo sin sacrificios ni peajes. Reseteamos la memoria como si no existiera nada y sólo a nosotros debiéramos lealtad, amor y cuidado. Y preferimos hablar sólo de sentimientos excelsos, dolor, decepción y orgullo, un corazón robado, un alma, la inmortal ternura de un beso. No entendimos bien que lo personal es político. Olvidamos que en cada roce hay una revolución oculta, que acaso la lírica sea combate, que toda metáfora es también un acto de traición, y cada verso, desobediencia.

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[Paseamos por una ciudad que no existe…] PASEAMOS por una ciudad que no existe mientras la vista se pierde entre multitudes insomnes. Esperamos, aunque sea de noche, que un filo de luz fabrique la sombra en una esquina. El tiempo pasado, las hojas del calendario y la distancia en una ciudad que no existió, aunque anduviéramos quizás las mismas calles, aunque el vacío álbum de fotos siga vacío y los sueños se hayan quedado por teléfono. Por una estrecha calle de adoquines, donde apenas pasaba nadie, hoy se acumulan escombros y deshechos.

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La piel que habito LA vida debería ser más que la lucha diaria por construirte un personaje acorde con los tiempos que te han tocado vivir, que no desentone, que no ofenda, que pase casi desapercibido; un personaje que se ajuste como un abrigo perfecto, de tu talla, una segunda piel; un disfraz que no te tire de la sisa, ni te haga marca; de buena calidad, elegante caída, un poco multiusos, de entretiempo, que no sea estridente más que lo necesario, que pueda pasar de moda y te permita reinventarte. Un personaje que te guste a ti mismo ante el espejo, que no se arrugue por la noche. Que llene de seducción discreta. Sí, la vida debió ser algo más. Madurar es darte cuenta de que el traje que habitas es tu propia piel, llena de arrugas, mal planchada, con manchas, algo gastada en los puños, de otra temporada sólo lo justo, y cómoda para poder dormir. [25]


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[El paisaje y todo cuanto le pertenece…] El paisaje y todo cuanto le pertenece escamotea el paso del tiempo. Ni las torpes avenidas, ni las umbrías farolas, ni las nubes fugaces cartografían el imperceptible surco de la memoria. Todo permanece, acaso sutiles grietas, brotes. El óxido garabatea versos nuevos, certifica que no somos los mismos a pesar de la tenaz conciencia de lo vivido.

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Los placeres y los días LA alegría de tus labios me transporta a un universo de azahar y primavera, cuando tú y yo sólo éramos tú y yo y el mundo podía desaparecer tras la ventana. Admirar tus curvas me distrae de pensar en muchas cosas, de sentir el peso del mundo y de los años. Me alivia tu piel de los dolores que el paso del tiempo derrama implacable. La alegría de tu figura caminando mientras el universo gira inconsciente alumbra sin duda mi esperanza de no perder la ruta consignada en el destino y, cogido de tu mano, como un náufrago, ansío la arena cálida de tu piel junto a las sábanas. Me imagino muchas veces en medio del océano, arrastrado por las corrientes y las olas; y es tu recuerdo la única luz, la única vela que puede llevarme a tierra firme. No hablo del pasado, hablo de ahora mismo, de un trabajo apenas a dos pasos, pero cada minuto para mí supone un mar sin misericordia. La alegría de saber que estás ahí, al otro lado [27]


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del teléfono, de los mensajes, de la calle consigue apaciguar la bruma salvaje que atenaza en cada segundo la angustia de no tenerte. Hay otras partes en las que me recreo, otros lugares en la geografía imposible de tu cuerpo. Hay secretos y hay diáfanos rincones donde me asomo y ahora no nombro. Sentir un júbilo apenas ocultado que la realidad no derrota. Y alegrarme el paso mientras miro con deseo el mechón de pelo que apenas insinúa la tersura de tu nuca. El tacto, la sensualidad de un perfume que abraza, mece y acuna, que dispara el ardor y transporta la plena felicidad de estar contigo. Disfrutar de la eterna primavera que brota en tu cuerpo cada instante: así se marca el paso de mis días.

JAVIER GALLEGO DUEÑAS

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JULIO HERRANZ BENITO Un lujo a tus años LO demorabas, lo demorabas con pretextos y prejuicios poco solventes, pero que a tus ojos eran una coartada que delataban tu pereza crónica a la hora de enfrentarte al esfuerzo que te supone el verso: ya no tienes edad, la poesía dejó de ser ese clavo ardiendo al que te aferrabas, tenaz, para entender mejor tu desasosiego por vivir en precario y justificarlo ante el mundo ajeno. Había pasado la hora de la impaciencia y hecho las paces con tus demonios íntimos. Qué necesidad tenías, pues, de sumar más páginas a tu obra lírica cuando ya era cumplido tu pacto con las musas. Jubilado del castigo de ganarte el pan, tu bien ganado tiempo de ocio lo ibas llenando de tirones dispersos acordes con una inquietud serena y sin agobios: lecturas, relecturas, algo de deporte para frenar achaques, amistades, la Red, recitales líricos, aportes en prensa… La vida hoy, si subvencionada, entretiene como nunca hizo antes.

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Sólo que no bastaba, y a ratos sentías mala conciencia por tu largo silencio poético, tal si fuera una deuda pendiente que pide ser saldada. Y para no escuchar más su impertinente eco, volviste al redil de los renglones cortos y la espera paciente. Eso sí, distante y distinto; tal un juego en diálogo irónico con el sufrido tú al que sobreviviste de milagro. Aún te quiere bien y eso alivia reproches. Lo curioso es sentir su mirada por encima del hombro, libre ya de su ayer tortuoso cuando Cupido y Eros confundían sus flechas y le desquiciaban. A veces sonríe melancólico y se diría que te agradece ese ajuste de cuentas tardío. Reconciliados entre dos siglos tan veloces, intensos y rotos en desgracias, ambos tenéis mucho que agradeceros mutuamente.

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Tampoco te quejes tanto POR muy sabrosos, y dignos del gourmet más exquisito, que fueran aquellos alimentos que gozó tu cuerpo desde la intransigencia de tu espíritu, el recuerdo de ayer no sacia el hambre que sientes hoy por las carencias de la dicha encarnada. Que podrías calmarla, si más no, al menos con venales sucedáneos, de no ser por tu repudio a tan consolador comercio. Es lo que tiene, dices vanagloriándote, haber volado a tanta altura; que no te conformas con hacerlo ahora a ras de suelo. Pues entonces tampoco debieras quejarte tanto, que tu memoria tiene sobrados réditos para colmar de orgullo tu capital sentimental. Que pocos podrían presumir como tú de sus trofeos en batallas de amores; y antes deberías agradecer al fin que el deseo te perdone la vida que añorar su fulgor cuando aún queda tiempo. A ver, repasa tu fichero y reverdece hitos no marchitos: la entrega de aquel ángel de provisión que encendió como nadie tu placer piel adentro con salidas de perversa inocencia. La incontinencia sensual de aquel otro que bebía los vientos [31]


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de tus versos beso a beso y con glotonería. Los viajes por tus rutas amadas con el más ilustrado de tus amantes, quien tanto sabía de hoteles, camas y gastronomía. O la timidez del de más allá, tan casto él camuflando lujurias en coartadas de coñac. La lista, recuerda, excede de largo en calidades, y hasta se diría en cantidad, a la de los grandes amadores que en el mundo han sido. Por lo tanto, querido, guárdate tus quejas para quien no sepa de tu biografía y agradece las cotas logradas sin más lamentos. Además, que nunca se sabe: aún no está dicha tu última palabra.

JULIO HERRANZ BENITO

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PACO RAMOS TORREJÓN El triunfo de Narciso He visto en el agua las razones de Narciso para ahogarse y ninguna era la belleza. El alma habita el cuerpo y perece tanto como se rehace. El cuerpo no, el cuerpo sólo es casa, morada, refugio que se vuelve pasto de las llamas. Narciso amó mucho a Eco pero no supieron entenderse. Narciso era un gorrión cencido junto al cuerpo de su amada, y busca en el estanque un recoveco, una corriente submarina que le dirija a la cueva donde Eco guarda su locura. La muerte debe ser la soledad del bosque, las plácidas aguas son pura esperanza, y Narciso se asoma. [33]


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See you soon, ma cherie. El amor duele en un lugar de alma Por eso Narciso se lanza, y no sabe nadar, no quiere nadar, Narciso se lanza, y Narciso no nada, no nada, nada. Cuando se apaga el sonido del leve chapoteo y las ondas dejan de irradiar el estanque, Narciso ya no existe. Nada. Y la muerte le enseña que prescindir del cuerpo no es morir. En lo profundo de una cueva Eco repite sus últimas palabras: Adiós, adiós, adiós… Narciso la abraza.

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Canto a Janis Joplin Siempre quise escribir una canción como Chelsea hotel sin ninguna intención de cantarla sobre un escenario, sino para perpetuar el melancólico recuerdo de la silueta de Janis Joplin tumbada entre mis piernas mientras me la chupa sobre las sábanas de un decadente hotel neoyorquino. Maldito Leonard, tú y tu bastarda voz rasgada y susurrante abandonados a su pericia. Maldito Cohen, dejaste escrito el momento para que todos sangráramos nuestra envidia. Querida Janis Joplin, sólo eras una niña a tus veintisiete años y te fuiste sin maullar Cry Baby sobre mi oído. A menudo creo encontrar a Janis en los ascensores de Madrid cuando la soledad hace estragos tras la puerta de un viejo hotel donde las putas malgastan su tiempo de espera sin que haya canciones que hablen de nosotros. Siempre odié a Leonard Cohen, pero me consuela su melancolía de animal herido.

PACO RAMOS TORREJÓN [35]


Voladas Año 2, Nº 6

Especial ‘La silla’

GEMA ESTUDILLO La silla Háblame aquí de antes. Bajo las ramas copadas de soles del membrillo. Háblame del mundo antes del tiempo. Antes del polvo suspendido en las imágenes en blanco y negro. Había un hombre joven que empuñaba un sable y palabras grandes que envenenaban la sangre nueva de los pueblos. Cuéntame qué se siente con un arma en la mano. Siéntate aquí en el patio y calienta tu cuerpo al calor anaranjado del otoño. Déjame que escuche las historias que le murmuras a tu asiento. Háblame de los niños que jugaban a la guerra. Había un caballo y un sargento. Jugaremos como antes a cortar la fruta madura con tu navaja. Cantaremos hoy también bajo el membrillo: “ Mingo Mingo está colgando. Mango, Mango está mirando. [36]


Voladas Año 2, Nº 6

Si Mingo Mingo cayera...” Déjame que me siente de nuevo a escuchar tus secretos. Había un hombre joven a caballo con un arma en la mano y la fiebre le calaba los huesos. Había un monte expuesto al viento y una mujer joven que bordaba su ajuar con el rostro escondido. Dime a qué sabe la hiel amarga. Dime por qué te sientas a veces a mirar tus manos. Hoy el sol calienta más que entonces. Déjame que te cale el sombrero y cuéntame por qué le murmuras a la silla tus secretos. Había un baile de lobos y una mujer joven que danzaba a orillas de un río. Cuéntame otra vez la historia. Cuando levantaste esta casa y tiraste el sable a los cimientos. Hay un dulzor áspero en esta fruta. Hay un murmullo de viento entre las hojas que tú no oyes. Una mujer anciana en la cocina que prepara dulce de membrillo. Háblame aquí de antes. Bajo las ramas copadas de soles. Sacaremos más tarde la silla al fresco y verás pasar a la gente como a ti te gusta.

GEMA ESTUDILLO

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Especial ‘La silla’

ROSA FREYRE DEL HOYO Reflexiones de una silla SOY una silla y así me “siento”, con la impresión de ser diferente a las demás. A esta conclusión he llegado a base de mi rutina, y conocer cómo me forjaron para que cumpliera mi cometido, sin permitirme el más mínimo error. Mis materiales son fuertes y resistentes, pues nunca, jamás, he de fallar en mi función. Es para mí motivo de satisfacción que la ingeniería humana haya concebido mi existencia. Es más, cualquiera no tiene acceso a ocuparme, solo unos elegidos, y no por el azar, sino por otros a su vez elegidos, por humanos, como los que me crearon. Sí que echo en falta la compañía de otras sillas, estoy sola a menudo, salvo cuando llega el momento en que soy la protagonista de un espectáculo, a mi buen “entender”, por el hecho de que numerosas personas se congregan frente a mí; en sus rostros observo expresiones que parecen de emoción. Y ocurre, cuando una persona se sienta sobre mí. –Vaya, por fin, llegó el día– me digo. –Ya era hora de que alguien me hiciera una visita, aunque sea corta–. Y, sinceramente, no sé por qué se niegan a ocuparme, si yo, como silla, pues no les he perjudicado. Todo transcurre en unos minutos, en tanto en cuanto a mi ocupante le colocan una especie de gorro, comprobado está que sin él no funciono.

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Mi “inquilino”, por llamarle de alguna manera, se estremece en mis brazos, grita, maldice, llora reza, a veces, permanece mudo. Es mi misión la de abrazarle con toda mi energía, hasta acabar con la suya. Hay alguien que mira un reloj y toma nota. Me pone un diez, seguro. Ya terminó mi trabajo. Y hasta la próxima. Soy una silla, sí, y pese a ello, en algún lugar de mi circuito algo me confirma que amén de “eléctrica”, no debería de existir. Nunca.

ROSA FREYRE DEL HOYO

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Especial ‘La silla’

FELICIANO CASTAÑO VILLAR Ensalmo al refectorio de la ostentación ADIÓS, padrastro inmundo, palacio de siervos y dones; adiós, coronas de gloria; adiós, invitados resplandecientes; tal vez los diez mil kilómetros de mudanza y venta me libren de tus centinelas; de las posaderas que todo lo falsean, de sus delincuentes que sólo apuntan la sospecha hacia el otro sin miramiento alguno sobre sí mismo. Adiós, existencia sin tu peso y consistencia de tu alago; adiós, carne punzada de mentiras y hedionda de injusticias; adiós, palabras, palabras y palabras, ausentes de significado; tal vez otro hogar me aligere de banquetes y sobremesas intestinales, me exima de dinastías y planificaciones perversas. Adiós, fingimientos naturales y pieles acartonadas de servidumbre; adiós, silencios sin alegría; adiós, suntuosidad sin potencia ni destino; tal vez un futuro inteligente y sensible diluya las cruzadas contra los otros; y la insaciabilidad de adueñarse del mundo. Adiós, almanaque aristocrático, coagulado con el hastío de cada mes y el tedio de cada día; adiós, al primer y segundo mandamiento del vestíbulo, triunfar y ser feliz; adiós al regente y gerente, especialista en especular con el honor; tal vez en otro paisaje aniden pajarillos y prosperen frutos auténticos; y se cante al amanecer igual que a todo lo bueno de la vida. Adiós, botarates almidonados, casa del señorío y mayordomos; adiós vientres excelsos del alimento desposeído en otros huertos; adiós nalgas anacaradas, traseros almibarados; tal vez toda la masa del océano Atlántico me proteja de todos tus defraudadores de la vida. Adiós, creativos del autobombo que [40]


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entierran su expediente de muertos; adiós, aniquiladores de soluciones comunes y sutiles homicidas siempre galardonados; adiós, banderas, himnos y patrias; tal vez bajo otra luz me absuelvan de tener un precio y de tener que dar la talla. Adiós engendro civilizatorio, armado de miles de razones y carente de sueño e ideal alguno; adiós machistas incapacitados; adiós libido dominandi; tal vez sane el odio en otra lluvia, pero si es para dar asiento a un nuevo padrastro inmundo no seguiré arrastrándome sobre cuatro patas. La silla de ébano

FELICIANO CASTAÑO VILLAR

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Especial ‘La silla’

ALEJANDRO CABRERA Y CORONAS Letra al fuego ¿Cuántas vidas he salvado? ¿A quién he enseñado lo pobre que se ha arrostrado el encargo de desechar mi memoria? ¿Y qué clase de hombre soy, dónde están mis argumentos? Los versos escribo al cielo, al infierno envío cantos que coso hacia la mitad de cada novela triste que hollará mañana el suelo. Mas no es hora hoy de escribir (ayer sí soñar solía) ni de vida filoética en barbecho: quizás, día de pensarnos tras otorgar el oído (sumar, domar una bestia insaciable, maquillar estos cien monstruos con marfil en los caireles -aireados navegantesde estas mis epifanías) a lo nunca imaginado. Observo un rito ancestral [42]


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hace décadas parido, por el cual no amortajar papeles hueros: cuando mi abuelo partió (labrador y carpintero) mis hermanos, codiciosos, dejaron en una esquina, despreciada por su instinto de ave vieja, tan sólo una antigua silla: cuadrúpedo de madera, exoesqueleto y serrín. Sobre el asiento del tonto (escribidor o poeta: afanoso instinto en base, esquinas, roces, lamento), mi silla entona sus rezos callada y respetuosa: impostura de escuchar largo silencio. Soporta el trasero del miedo, los horrores y las risas ese viejo cachivache. Soy un tipo solitario acompañado por todos y amortajado por mieles del amor y de la vida: quizás sólo me acompasen, marquen ritmos y cadencias. Y el que escribe letras rasas se sienta frente al crujido del apaciguado fuego y se apresta a esparcir a las cenizas [43]


Voladas Año 2, Nº 6

aún calientes los rostros que de sí fueron a la espera de un albor o un sacrificio, entregando a ancianas llamas todo aquello (tinta y láminas de mí, mis sobras, mis desperdicios) que alimente a la avutarda y al grajo, tan nobles en su pereza. Rasgo así, desde esta silla achacosa, los años y del cajón las estelas (por inseguro decoro o por pudor inocente) la esencia del calamar: esperar la buena muerte aposentado y observando el tornasol (reducción, vertedero, ascuas), la gaviota devorando todo signo que la tinta confundió con tanto esmero; contar huellas repintadas sobre arena, rúbricas impermanentes de alígero depredador y el aplauso de las manos de los pájaros. Limpio así la vanidad, lo fútil de cuánto empeño. Y en un profundo embeleso desde aquí (fuego, océano) respóndome aquellas preguntas y cierro: ninguna, a nadie, cero.

ALEJANDRO CABRERA Y CORONAS [44]


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JUAN GONZÁLEZ CASTELLANOS EN la barriada del Molino en Rota, mirando a la playa del Chorrillo, heredó el marido de Luisa, la hermana del sacristán, de Luna y de Eduarda, una casa con un inquilino americano, un jubilado de la segunda guerra mundial, artista del pincel, domador de pulgas y amante de las sustancias volátiles. Durante sus viajes alucinatorios garabateaba sobre las paredes las figuritas místicas que le acompañaban en las travesías del desvarío. De entre todas, destacaba un Cristo de mirada reposada que arraigó con fuerza en el alucine húmedo del cemento cal hasta que un día la cirrosis, cansada de tanto garabato, mató al tipo. De ese modo, quedó la vivienda sitiada de vírgenes y santos que fueron desapareciendo con la cal aplicada por Luisa. Pero el Cristo se volvió impertinente, renaciendo de entre las manos de la caliza una y otra vez, con fe ciega. Los hermanos deciden cambiarse de vivienda y se mudan a la que les deja Luisa. Eduarda y Luna, las dos hermanas de la mano, andan en dirección a la casa que está al otro lado del pueblo. José, el marido de esta última, empuja el carrillo que le han prestado en una carpintería y, sobre este, pasean el inventario de sus insignificancias en forma de pertenencias. Su hijo Juanito, de diez años, juega encima del carrillo confundiéndose con los bultos. Ese día, Luisa, para que sus hermanas afronten la mudanza de forma más llevadera, prepara en su casa un caldito, una inmensa sartén de filetes en salsa y una gran talega de pan. En especial tiene que cuidar de su hermana Edu, la soltera, que sufre una crisis nerviosa que le dura ya muchos años. Arrastra un cuerpo soñoliento por los ansiolíticos y es un objeto roto. Entre todos los hermanos quieren reflotarla de la depresión con la ayuda de su fe

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Voladas Año 2, Nº 6

en Dios. Martín, el sacristán, la ha ido adoctrinando a diario con un lavado de cerebro que poco a poco va dando sus frutos. José es el primero en abrir el portón de la casa que se arranca en un quejido ronco. Detrás, empujando, entra Juanito perseguido por una jarana de carreras infantiles, sepultando el silencio de misal que se había instalado durante tanto tiempo. Luna abre los grifos, enciende las luces y medita en la cocina la tristeza de su hermana. Como un espectro entra Eduarda, vagando en una perpetua noche de luto sin decir nada, ya ha perdido el hilo de la vida. Luna la inquieta confundiéndola sobre cosas efímeras, como los suelos y las humedades de los cuartos, a lo que Eduarda asiente para revolver su morada, de cabeza gacha, y echarse a llorar amargamente abrazándose a su hermana. En su estado no hay alivio para sus demonios, lo mismo le da por reír que por llorar, morir que seguir viviendo. –Ven, Eduarda, vamos al cuarto donde vas a dormir tú. La puerta, que se ha atorado por la humedad, no se puede abrir. Luna, con el hombro, le da empellones pero nada de nada. Edu se coloca de lado sobre el parapeto y golpea con su culo hasta que, repentinamente, esta cede, dejándola pasar para trastabillar y caer al suelo. La puerta, por el retroceso del fuerte empellón, vuelve a cerrarse con la misma voluntad. Se queda sola con el único inquilino del cuarto, sin lugar donde sujetarse, acomoda las rodillas delante de la pared y se enfrenta cara a cara con un Cristo que la mira, retador, a los ojos. Es abducida por su imaginación, que empieza a hablarle a su subconsciente. –Mira, Eduarda, no tengas miedo. Confusa, percibe en su ser la bendición celestial, pasan diez segundos y son como si hubiera estado toda una vida junto a Él. Ella lo conoce del sufrimiento, de las plegarias, del dolor y de la amargura. Ya [46]


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no existe el mundo, solo Él y ella. Con fervor lo seguirá hasta el final. Detrás de la puerta, Luna se inquieta sin saber cómo se ha vuelto a cerrar. Le da un fuerte empuje y abre la tranquera, que cede para mostrar a su hermana de rodillas mirando a la pared. Ella también ve al Cristo reflejado sobre el muro y es asaltada por la misma voz. –Ven, Luna, siéntate a la derecha de tu hermana. Con cuidado, se acerca y se coloca a la derecha de Edu para quedar en trance, las dos de rodillas miran al Cristo. José anda por la azotea con el Juanillo rebuscando con la mirada en las casas anexas, asomándose al pretil y proyectando palomeros. Al bajar, se percata de que el silencio ha vuelto, algo no marcha bien. Mira en una de las habitaciones y allí están, de rodillas las dos mujeres, ve también al Cristo. Él nunca se ha metido en los tejemanejes misteriosos que se traen entre los hermanos. Debe avisar a su cuñado, las dos mujeres están en estado de shock, o eso le parece. Su hijo Juanito queda impactado, se altera al ver a su madre y a su tía, atribuyendo al hecho virtudes celestiales, esas de las que tanto habla su tío Martín y que él escucha pacientemente durante los rezos familiares. Confuso, mira a su padre cuando este le dice: –Juanito, corre a casa de tita Luisa y avisa a tito Martín. Disparado, sale para casa de su tía y repite por el camino a todos los chiquillos que encuentra, que su madre está viendo al Señor. Al hablar con su tío, no sale de una bulla de comentarios inconexos: que si la tita Edu, que si el Señor. Martín reconoce una de las crisis de su hermana Eduarda en las palabras del niño y, tomando el canasto con la comida que tenía preparada Luisa, corre para la casa junto con su hermano y el niño. Juanito por la calle pregona alegre una feria de milagros, Cristos y apariciones, arrastrando una tropa de curiosos que de a poco se va volviendo multitud. Luisa ya ha cogido al niño de la [47]


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mano, pero este sigue con una algarabía de mil demonios hasta que la tía, incomodada por tanto escándalo, amenaza con arrearle si no deja de llamar a la gente. Pero Juanito sigue erre que erre, montando una fiesta de arrabal. Luisa, cansada del escándalo de Juanito, empieza a darle trompazos en la cabeza para que se calle. “Milagro coscorrón, aleluya cate, Cristo mamporro, aparición guantazo”. José, expectante, permanece contemplando a las mujeres desde la puerta sin querer entrar. Sale a la calle y ve una multitud que se acerca en tropel. Al llegar la congregación a su altura, ve el follón que se trae su hijo y se acerca susurrándole al oído un disparate por los nervios desatados. –Ya te estas callando, mojonero. Este se aplaca y se sitúa detrás del padre, más serio que una bibliotecaria. Y todo contemplado por una comitiva de viejos aburridos, vecinas escandalizadas y niños sin colegio. En la habitación, Edu salmodia en un estado de ansiedad, gritándose interiormente, convenciéndose a sí misma. Esta es la señal que tanto le ha vaticinado su hermano, es la aparición divina de Cristo eligiéndola a ella. Martín, que ha dejado el canasto con los filetes en la cocina, irrumpe en la habitación y, sin mediar palabra, alza los brazos al cielo y exclama con voz potente: –Yo soy el camino y la verdad, la vida eterna. Él es la salvación, ya no tendremos nada que temer. Aunque ande en valles de miseria y sombras de muerte, nada temeré, Tú estarás siempre a mi lado. Tú, señor, ¡oh, Santo! Hace unos meses cayó en sus manos unos escritos sobre el poder de la mente y la potencia alquímica del exorcismo que le han dado una idea: intentará impresionar a su hermana Eduarda y desterrar la amargura a la que está sometida. Quiere sobresaltarla fuertemente, como el que da un susto al que tiene hipo, y de ese modo cambiar el [48]


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rumbo de su vida, hacer que vuelva a la realidad, despertarla del dolor. Pero el sacristán no es consciente del populacho que lo contempla en sus labores de encantamiento. La turba curiosa que se ha ido congregando se cuela en el salón y mira por las ventanas comentando sobresaltada. El clérigo saca una cruz de madera que lleva siempre con él, la besa y la deposita a los pies de la imagen. Sin perder tiempo, sigue gritando con los brazos en alto, señalando a Eduarda. Edu, extraviada en el laberinto de la aparición pictórica, comienza a ventilar el oxígeno cada vez más escaso en su celebro por la emoción, llegando a un punto de desfallecimiento. Martín espera unos instantes a que sus palabras hayan cumplido su efecto, toma su crucifijo, lo besa de nuevo y se lo coloca a Eduarda sobre la frente esperando que despierte. La reacción de ella lo confunde, cuando se derrumba como una torre dinamitada y da un fuerte cabezazo que asusta a todos los que contemplan el hecho. Luna, que ha despertado con tanto escándalo, sigue de rodillas mirando con el rabillo del ojo el golpetazo de descalabro que se ha metido su hermana, y que la ha hundido en un profundo sueño. Observa a toda la muchedumbre que se ha congregado sobre las ventanas y no le queda más remedio que seguir con el paripé, sin saber cómo ha llegado hasta allí. Un acicate, una sacudida para la depresión de su hermana es lo que busca el sacristán y ahora ocurre todo esto. Pero hay que seguir con el exorcismo y no es el momento de parar. Martín besa de nuevo la cruz, y la deja ahora sobre la frente de Luna, que se descoyunta sobre el suelo como una muñeca de trapo en un sueño de mentirijillas. El susto se le ha escapado de las manos, solo le queda meditar un poco para saber cómo salir del embrollo en que se ha metido. Ordena a todos que se salgan a la calle y tapa las ventanas. Llevan a Luna a uno de los cuartos y esta se deja arrastrar, como si de un fardo se tratara. Al entrar [49]


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en la habitación y, ante la sorpresa de su marido que la creía dormida, se despierta encarándose con su hermano. –¿Qué hacemos ahora con toda esa gente que espera? Los de la calle empiezan a intranquilizarse por el secretismo y la gente atrae a más gente. Unos osados golpean la puerta esperando una respuesta, ver y conocer. Martín medita a los pies de Eduarda e intenta organizar sus ideas cada vez más confusas. Una tormenta lo fustiga haciéndole perder la chaveta y, alocado por la imagen, se siente frenético, poseído de un resplandor especial. El alma le duele y toma la decisión definitiva, consigue calmarse y se pregunta. ¿Y sí es verdad lo que ha visto su hermana? Una idea estalla en su cabeza como si la imagen le hubiera confesado lo que tiene que hacer. Con los ojos vacíos por el prodigio, sube a la azotea ante la cara espantada de su cuñado José. Desde el pretil contempla en silencio el rebaño que ha congregado su Dios. Los que están abajo le gritan dándole ánimos. Él alza los brazos y consigue que todos callen. Vuelve a coger el crucifijo que ahora brilla sobre su pecho y se arranca en un discurso. –¡Aleluya! Hoy el Hijo ha venido a mi familia y a mí. Mis hermanas han visto al Dios viviente y pronto todos podréis ser partícipes de esta grandeza. Desata su palabrería para que algunas mujeres se postren y recen. Otros, los más viejos, se ríen del escándalo del sacristán que, con la frente retorcida por la agresividad, los marca, inquisidor, con el crucifijo y les grita: –Postraos. Como podéis ver, poco ha tardado la duda en anidar en vuestras almas. Seréis los primeros impuros, seréis los necios, los envidiosos. Estos deberán rechazar de sus mentes cualquier tipo de especulación hacia nuestro Señor. Absteneos de toda crítica al Divino, solo amad y seréis correspondidos con el amor de vuestro Señor. Id a [50]


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pregonad la nueva dicha, gritad a los cuatro vientos la revelación divina de Cristo. Los que se guasean han claudicado ante las exigencias de su discurso. De este modo, su pregón es un pistoletazo que difunde el prodigio de la casa vieja, y, en pocos minutos, arrasa el pueblo con un murmullo de sorpresa por lo ocurrido a la familia del sacristán. Justo cuando baja la escalera lo está esperando José. –¿Pero, tú estás loco? ¿Qué estás haciendo? Mira lo que has conseguido. Martín, con la cara llena de estrellas, se encara a su cuñado José, amenazándolo como si él fuera la aparición viviente. –Cree en mí y tendrás la vida eterna. Pero tú en especial José, pronto serás reconducido, recuerda mis palabras. El pastor te traerá al redil, de vuelta con los tuyos. José se echa las manos a la cabeza pensando que su cuñado ha sucumbido a la demencia y, atormentado, se dispersa por el salón dispuesto a esperar que se calme la tormenta mística que azota a toda la familia de iluminados. Juanito, cansado de tanta palabrería de adulto, sigue su instinto que le lleva de refugiado a la cocina. Allí, sobre la fría encimera, descubre la talega de pan y la sartén de filetes huérfanos y, en silencio, embiste el sartén con muy malas intenciones, dispuesto a darse un atracón de obispo. Fascinada por el olor de los filetes se despierta Edu. Le lanza un beso al Cristo con la mano y, más blanca que una cebolla, irrumpe en el salón con la mirada de una novia en su primer día de amor. Martín, al verla, da un grito de aleluya que sobresalta a José, que casi se atraganta. José no aguanta más. Tiene la impresión de que la imagen inocente se había convertido ahora en un laberinto que sepultaba a toda la familia de su mujer y contagiado por la tensión estalla. En la entrada de la cocina les grita: “¡Locos, [51]


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chiflados!, ya me lo decía mi padre, no te cases con esa mujer porque al final terminaras como toda su familia”. Ignorándolo, los hermanos empiezan a orar entre las migas de pan y los goterones de aceite. Martín encabeza los rezos con los ojos desorbitados por el brillo del misticismo y la cabeza llena de las chinches heredadas. Edu, al terminar de comer, se dedica a recorrer la casa, perseguida por Martín, a la espera de que diga algo, pero sigue muda sin contestar al interrogatorio de su hermano. Este la atosiga para que desvele lo que le ha dicho el Cristo, pero ella, desestimándolo con la mirada, coge una silla y se sienta junto a la imagen haciendo croché con los dedos y ojeándola timorata. El día corre loco como nuestros protagonistas, la explanada que está frente a la vivienda queda desierta de curiosos, que vuelven después de la cena con ímpetu familiar. Aquella noche, ni la tele se oponía al pasatiempo de la aparición. Los más jóvenes se dedican a recolectar forraje de la explanada y no tarda en aparecer la primera fogata que ilumina la fachada con sombras fantasmagóricas. Afuera, muchas familias traen sus propias sillas, los hombres se dedican a fumar haciendo un círculo al calor de las hogueras y las mujeres se apiñan en la puerta para ir rezando en un murmullo suave. Los preparativos para mostrar la imagen agitan la vivienda en un trajín de peines y acicalado de los visionarios. Luisa, que encuentra en su casa dos cirios morados del Nazareno, los coloca escoltando la imagen del Cristo aparecido. Una luz de vela agónica difumina la estampa de forma asombrosa. El reflejo dota al Cristo de la habilidad de aparecer y desaparecer de entre los destellos de las velas. Antes de salir, Juanito coloca en la puerta del cuarto, donde está el Cristo, una especie de palangana que encontró tirada en la azotea. La puerta se abre y la expectación acalla a los congregados. Los hombres dejan automáticamente de fumar para acercarse a la vivienda. El cortejo está presidido por Martín vestido de negro sacristán. En procesión marchan sus hermanas, que, engalanadas [52]


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de forma puritana, cubren sus cabezas con velos. El séquito formado por una fila está secundado por Juanito, al que han arreglado de comunión, y que se dedica a mirar de un lado a otro, sin poder aguantar la risa. Martín, de nuevo, se vuelve a subir a la silla y las tres hermanas lo flanquean de rodillas. Las mujeres van pasando a las posiciones delanteras y arrodillándose para acompañarlas. Entre todas forman una media luna, siendo el sacristán el centro de sus miradas. Los hombres, detrás de las mujeres, siguen la misa atentos a que los niños no formen mucho escándalo. Al terminar un simulacro de homilía, se dirigen a la entrada de la puerta en una pequeña marcha que, desordenadamente, empieza a agolparse entre los empujones, conatos de discusiones e intentos de atropello. En el tumulto está “El Coleta”, un pedigüeño de cuerpo enfermizo que lleva todo el día sin comer. Cansado del alcohol como está, le da un telele. Entre unos cuantos hombres lo meten en la casa, dejándolo sobre el suelo de la cocina. Luisa y Luna, con mucho mimo, le refrescan la cara para que se recupere y, al verlo más espabilado, le endiñan un plato de puchero y un bocadillo de filetes en salsa que le levanta el ánimo. Reconquistado su maltrecho espíritu, le amanecen los colores de la cara, recobrándose de tantas borracheras seguidas. Los que esperan para entrar, al verlo aparecer con la cara de recién nacido, se asombran de las cualidades curativas del Cristo. En el cuarto, Eduarda y Luna sujetan los cirios que marcan una estela de humo negro, que, indolente, les va empañando la cara de tizne. Al entrar los hombres, Martín los aguarda, ofreciéndoles la cruz que religiosamente todos besan, y que él va limpiando. Al salir, el primer hombre deposita en la palangana un billete, y como ninguno quiere ser menos, los óbolos llenan rápidamente el improvisado cestillo. Juanito, que desde la puerta ve como se llena la cesta, empieza a dar codazos al costado de su padre, señalando la jofaina. José, atónito, mira como la palangana se llena de billetes y monedas. Martín, con la [53]


Voladas Año 2, Nº 6

mirada, le ordena que retire parte del dinero, y tan rápido como es vaciada vuelve a llenarse. José, más animado, recompone su postura, ahora en una solemne y alegre, incluso se atreve a cantar algún Ave María. Cuando terminan de pasar casi todos los hombres, el dinero recaudado nubla los ojos de la familia. Las mujeres entran en pequeños grupos arrodillándose y rezando el rosario. Algunas, estresadas de tanto barullo y al ver la imagen entre la niebla de los cirios, se quedan plantadas sin poderse mover. Martín, diligente, se acerca con la cruz a la que da un beso y la deposita en la frente de la mujer inmóvil, mientras le dices. –Hermana, salva tu alma pecadora. Las mujeres, como si fueran guillotinadas, se derrumban entre saltos y convulsiones. En la calle ya se ha formado una patrulla de hombres que se encargan del orden y de entrar en la vivienda para sacar a las señaladas por Dios y depositarlas sobre la acera. Recogidas por sus familiares, son retiradas a sus casas en un frenesí desenfrenado. Avanza la noche y la madrugada recoge a las familias, dejando a los iluminados, agotados del largo día. Ya solos, los hermanos en la casa se disponen a contar el dinero que han depositado los creyentes. Nunca habían visto tanto dinero junto. Ahora la peste del dinero camufló la frialdad que había envuelto durante tanto tiempo aquella casa. Cuando terminó de contar, Martín acosó directamente a José: –¿José, reconoces ahora al Señor, Tu Padre? Ni Él, ni yo te abandonaremos. Es solo el primer paso para la victoria ante la miseria. No vuelvas a equivocar tus pasos. El camino es Él, con sus señales nos ha elegido. Recuerda, no vuelvas a renegar. José ratifica las palabras con su asentimiento.

JUAN JOSÉ GONZÁLEZ CASTELLANOS [54]


Voladas Año 2, Nº 6

MARÍA DEL CARMEN DOMÍNGUEZ DOMÍNGUEZ

El tiempo ME robaron la vida, gritaba desde el centro de la plaza. Las gentes la miraban como si estuviese loca y cambiaban el paso a ligero y de dirección si era necesario con tal de no acercarse a ella. Me robaron la vida, seguía gritando y, en cada grito, se oía también un lamento dentro de ese respirar descompasado al que se había agarrado para seguir viviendo. Hacía ya varios años que en su vida se había instalado la tristeza, ella que de joven reía a carcajada limpia por lo más mínimo que ocurriera a su alrededor. De niña tenía tantas cosas y amigos con los que jugar que no entendía el paso de los días, de hecho, ella no le daba la más mínima importancia. Todos los días eran felices. Detrás de su mirada hoy tenía un dolor contenido, un sufrimiento hundido en las entrañas que la quemaba como lava viva. Tenía tesón y se aferraba con garras de ánimo a la tierra que la vio nacer, aunque todo en vano, el tiempo se terminaba. Hoy hacía ya un año que su enfermedad la había hecho un harapo, por dentro y por fuera, sus ojos hundidos en las cuencas y todos los huesos del esqueleto mostrándose tras esa piel blanquecina. La tenía contenida e inmovilizada en esa silla de ruedas. En la plaza donde la dejaban un rato para que el sol la revitalizara, su tristeza aumentaba desmesuradamente. Hoy sus ojos amanecieron turbios y así veía su vida, mientras permanecía sentada en la plaza. Su media ceguera hacía que la oscuridad se instalara en su mente ya para siempre. [55]


Voladas Año 2, Nº 6

Me robaron la vida, gritaba con desesperación, como si el amargor de sus palabras cubriese el cielo de nubes grises. Un último grito, que hizo eco en las paredes de los edificios, llenó por completo el lugar: Me robaron la vida y morir hoy será mi mayor felicidad. Cuando la juez vino a levantar su cadáver todos pudieron ver una última sonrisa en su rostro. Su tiempo había terminado y ella lo supo en su último suspiro.

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Voladas Año 2, Nº 6

Un café sensual UN hombretón sentado en el café de la plaza mira de soslayo a la señorita que acaba de entrar, ella, con un contoneo insinuante, sabiéndose conocedora de todas las miradas, se dirige sensualmente a la barra. Su traspié fue fenomenal y su hermoso contoneo, junto con su cuerpo, acaba de salir en una bolsa oscura y cerrada después de abrirse la cabeza con el riel de metal de la barra reposapiés. El hombretón se termina su café y sale detrás de ella.

Las pesquisas SOLTÓ el revólver cuando sonó la detonación y la bala impactó en su pecho. Se colocó a su lado y bebió su última dosis de cianuro. Sus manos, enlazadas y enfundadas en guantes de cuero, dieron muchos quebraderos de cabeza a la policía criminalista.

Sopa de remolacha LA sopa era de remolacha, yogur agrio y unas gotas de aceite. No se lo pensó dos veces y se tiró de cabeza a por ella. La olla era demasiado honda, no pudo salir a tiempo y salvar su vida. Durante el almuerzo, un grito sorprendió a todos: ¡Agggg, qué asco, hay una mosca en mi sopa!

La brevedad de la vida NOS sorprendió a todos con su primera palabra: “Adiós” –dijo, y exhaló su último suspiro. [57]


Voladas Año 2, Nº 6

Camaleón CASI azulado, asoma a las diez de la mañana, verde limón, aparece a las tres de la tarde, es solo a las siete, con el crepúsculo, cuando muestra su gama más cromática, sus ojos saltones giran 180 grados para ver el sol desde lo alto del pino piñonero.

Alma pérfida El dolor lo consumió hasta vérsele el alma ennegrecida.

El lunar ÉL siempre contaba que tenía solo un lunar en su cuerpo, pero según decían, le cubría toda la piel.

El saco Otra vez en la calle de noche, solía hacerlo para no encontrarse con los niños que de día jugaban y alborotaban gritándose unos a otros. Una vez más se había perdido el amanecer y el crepúsculo. No entendía por qué, cuando aparecía él, salían corriendo y decían: ¡Corre, corre que ahí viene el hombre del saco!

La caricia CADA vez que rozaba su piel, un trozo de su cuerpo se agitaba, como si la fiebre le subiese de golpe. [58]


Voladas Año 2, Nº 6

Refugiados Mudan sonrisas por lágrimas a cada paso, dejándolo todo atrás con dolor, encuentran la miseria y la incomprensión humana. Los animales se refugian en una naturaleza sabia, llena de escondites perfectos. Marcar líneas y fronteras en defensa de la libertad es mancillar el honor de aquellos que pierden su paz por culpa de las guerras de otros.

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Voladas Año 2, Nº 6

El azar EN el pueblo todos salieron a la plaza donde pusieron una pantalla HD gigante mientras se escuchaba la cantinela de los Niños de San Ildefonso: “Cuarenta y dos mil quinientos veintidós, mil euros”, “siete mil doscientos cuarenta y seis, mil euros”; “veinticinco mil trescientos setenta y tres, mil euros”. Ella, sentada detrás de la ventana del salón, escuchaba el murmuro de la gente que, aglomerada en la plaza, esperaban un toque de suerte. Jamás la ventura les había sonreído, su lucha contra la vida incómoda se había instalado desde que a sus padres los desahuciaron y todos tuvieron que venir al norte para trabajar en la fábrica textil, la que está ubicada en las afueras del pueblo. Ese frío del cierzo les había calado la piel desde que se vinieron de su Cádiz natal. Su madre había caído en una depresión profunda y su padre se dedicaba al exclusivo cuidado de su mujer, olvidándose así del resto de la familia. Su marido, que hacía el primer turno en la fábrica, había tenido que buscarse un segundo empleo por la noche, de guardia jurado, trabajando en unos grandes almacenes del centro comercial. Sumida en su melancolía, había perdido toda esperanza de que la vida le ofreciera un atisbo de felicidad. La sentencia era firme y sabía que, en unos días, tendrían que dejar el piso. Con los chicos en la universidad, no les daba para cubrir los gastos. Se estiró en la silla que ocupaba desde hacía un rato, pensó en su edad y la de su marido, no llegaban entre los dos a los ochenta años y ya vivían una vida decrépita. El pequeño acababa de empezar en el instituto y ella sabía que, al igual que su hermano, tenía intención de continuar estudiando. Habían tenido mucha suerte con sus hijos, desde niños fueron buenos estudiantes y, entre sus esfuerzos y las becas, [60]


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habían conseguido, de momento, sus sueños. Al mayor le quedaba este año para convertirse en químico y tenía el trabajo asegurado en un laboratorio de Alemania al que, después de presentar aquel proyecto, pudo ir cada verano y continuar becado hasta el final de su carrera. En la plaza seguían los murmullos y ella, mientras miraba el billete de lotería que le habían enviado unos amigos gaditanos por navidad, la cantinela le hizo estallar en llantos de alegría. Los niños de San Ildefonso acababan de cantar el “treinta y dos mil cuarenta y tres, doscientos millones de euros”. Salió a la plaza dejando a sus padres en casa, fue directamente hacia el director del banco, que salía en ese preciso momento de tomar su café matinal, y le comunicó que, a la mañana siguiente, liquidaría el total de la hipoteca contraída por la compra del piso. Lo miró muy seria y le prometió que jamás la volvería a ver. Ya en su casa, vio a su marido desde la ventana del salón que llegaba corriendo y casi sin respiración. Al entrar a la casa le dijo a su mujer vacilante que en la fábrica le habían comunicado acerca de su llamada telefónica, cosa que le alarmó muchísimo, ya que era la primera vez que le llamaba allí por teléfono. Pero que lo que más le sorprendió fue la segunda parte del comunicado. Marisa lo abrazó poniendo la sonrisa más amplia de su vida y le dijo: –Cariño, el azar, solo ha sido el azar. A partir de mañana nos volvemos al sur y no quería que dejases nuestra foto de novios en la taquilla.

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En tu memoria, Pilar Castro Robles NO creías en el cielo ni en la tierra cuando las lágrimas brotaban cual saltos de agua dolientes. No mirabas la distancia cuando la juventud eterna aún parecía perpetua. Siempre quisiste vivir intensamente, incluso ansiabas ser mayor de golpe, un día cualquiera, como si la vida se fuese a terminar en una fecha fija a modo tal que no existiese el futuro. No creías en la falsedad, sí en el cariño cuando te contaban leyendas fútiles, aquellas que no aportaban nada, sonreías porque llenaban los días. No mirabas de lado a nada cuando vivir lo significaba todo para ti. Hoy el destino te obligó a dejarnos. Sin lágrimas llevabas el dolor de tu muerte a rastras cuando la distancia más lejana estaba al borde de tu cama. Esa muchacha vital que se hizo mayor de golpe, ese futuro que contabas al segundo, tú, mujer, madre, hermana, amiga, siempre creías en los momentos compartidos, por eso nos diste tantos. La soledad de tu enfermedad se hizo mental, tu cuerpo pudo verse rodeado de calor humano y sabemos que lo sentías, allá en lo más profundo de tu ser. No querías dejarnos, de ahí tu mal humor, de ahí que tu vida se quedara corta [62]


Voladas Año 2, Nº 6

para lo que querías haber vivido, nos quedaremos con tu sonrisa y la viveza de tu alma. Presentes las personas que te acompañaron, que te quisieron; también tus risas y tus bromas tus pensamientos profundos, tu comunicación, tus querencias y tus logros, todos ahora en nuestros corazones. Nos duele la despedida en este momento, tus recuerdos son nuestros recuerdos y por eso ahora y siempre estarás entre nosotros.

MARÍA DEL CARMEN DOMÍNGUEZ DOMÍNGUEZ

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MARÍA DEL MAR REYES FUENTES Decisión errónea –¡Yo me largo! –dijo él enfadado–. Soy muy joven todavía para morir. Con lo bien que iba todo hasta que a esta loca le entraron ganas de matarme. ¿Qué he hecho mal? Siempre he sido buena persona. De pequeño era muy bonachón, y guapo; la verdad es que fui un niño muy guapo y lo sigo siendo, aunque me esté mal el decirlo. Pero era muy pillo. Recuerdo que me gustaba llamar a los telefonillos de los bloques y esperar escondido a que me contestasen. Eso y saltar las vallas de los campos para coger uvas, naranjas y, a veces, rosas para mi madre. Sí, era muy guapo y el mérito es mío, no tuyo. Y no has de negar que también era muy inteligente, sacaba buenísimas notas sin estudiar casi nada. –Sí, pero tu adolescencia fue un caos –contestó ella –. No estabas de acuerdo con nada. Fuiste expulsado varias veces del instituto, tonteabas con porros e ibas con amigos de mala reputación. Tampoco te faltaron novias, pero no pasabas del coqueteo pues nunca te enamoraste en serio. Y con 20 años aún no habías comenzado ninguna carrera y el bachillerato lo concluiste yendo a estudiar en turno de tarde. Observar que tu vida no llevaba ningún rumbo terminó por cansarme y, lo peor era que sabía que no llegarías a buen puerto, así que decidí intervenir. –¡Sí, interviniste y de qué manera...! –No te quejarás, te conseguí una novia de lo más acertada. –Vale, ahí llevas razón. Pero acuérdate de que poco después decidí ingresar en la Policía. Estuve preparándome de forma concienzuda y no tuve problemas para pasar los exámenes. La verdad [64]


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es que siempre me gustó la aventura y el riesgo, y consideré que ese trabajo me iría como anillo al dedo. Y entonces encontré al amor de mi vida y me enamoré de una de mis compañeras. Por fin era feliz y todo me iba bien hasta que una mañana nos avisaron por radio de que se estaba produciendo un robo en una sucursal bancaria. Sonreí pensando que quien roba a un ladrón... y corriendo nos fuimos, con las luces y sirenas encendidas, hacia el banco. Entramos sin demora y vimos a los ladrones amenazando a la mujer que estaba detrás de la ventanilla. Uno de ellos se fijó en mí y en aquel preciso momento tuve claro que ibas a matarme, pues su pistola apuntaba directamente a mi sien. –Ya te lo advertí... –¡No!, ¡no! ¡Me niego! ¡Dejo este trabajo, me voy a cola del INEM y busco otro empleo menos arriesgado! Y en cuanto a ti, bonita, te buscas otro personaje para tu libro porque yo me largo.

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El banco LA plaza rebosa de vida en esta tarde primaveral. Los niños corren al pilla pilla o a la pelota... En la fuente, el agua se desliza eterna sobre la piedra en un viaje de retorno constante. Los árboles repletos de pío pío parecen contarse historias del día que termina. El banco situado al final de la plaza es ya centenario en historias que ha escuchado, de anécdotas pasadas de tiempos pretéritos que según los mayores fueron mejores. En esta tarde voy a situarme muy cerquita del banco para haceros participes de historias contadas en primera persona en la voces de Miguel de setenta y nueve años, Manuel de ochenta y cinco y José de ochenta y uno. A Manuel le encantan estas tertulias aunque a veces se vuelvan acaloradas. Los tres son amigos de siempre. Trabajaron juntos en el campo, una faena dura por un miserable jornal. Doblaron mucho la espalda para que sus hijos tuvieran un futuro mejor y no se viesen obligados a trabajar la tierra como ellos ¿y ahora qué? Cada tarde, Manuel debe regresar al centro porque sus hijos no pueden ocuparse de él. A los tres les encanta el fútbol, pero casi siempre es tema de discusión: los árbitros nunca lo hacen bien cuando sus equipos pierden; si gana el Barça, equipo del que es forofo José, aquello se convierte en una batalla campal ya que, aunque no tenga nada que ver, sale a relucir el tema de la independencia y comienza una animada discusión que termina pronto con un ¡Hasta mañana, quédense con Dios! Luego Miguel y José hablan de sus respectivas nueras e hijas. ¡No son malas, la verdad! Miguel dice que su nuera tiene poca paciencia, protesta mucho y, a veces, sus palabras dañan en lo más profundo. Siempre le recuerda que tiene más hijos para cuidarlo, esos que solo [66]


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vienen en fiestas y el resto del año no se acuerdan de que tienen padre, pero luego todos pondrán la mano para cobrar. Él piensa tanto en su mujer, le hace tanta falta... A veces cree que sus años deberían ser ya una eterna primavera en la que los huesos no doliesen tanto y tuviese un rinconcito donde su presencia no estorbase. También hablan de política o, más bien, de los políticos a los que catalogan de ladrones porque les tocan su pensión, pero de todas formas, un político es mejor que otro según el partido del que sea cada uno. A Miguel siempre le rellena la papeleta su yerno; José es de derechas, lo que no se entiende habiendo sido un campesino y Manuel hace años que no va a votar porque opina que todos son iguales y, al final, la conversación acaba con un ¡con Franco tampoco se vivía tan mal! Otra discusión importante se produce con el recuento de las pastillas. Uno dice que toma once pastillas al día, el otro contesta que él toma solo nueve, pero que son mucho más fuertes que las del anterior y el último no tiene muy claro el número porque se las da su hija, pero la gama de colores es un arco iris que ninguno de los otros dos son capaces de superar. Son peores que los niños, no les gana nadie en competición: ¿A quién le duele más los huesos? ¡A mí, a mí! ¿Quién trabajó más? ¡Yo, yo! Va cayendo la noche sobre la plaza. Los niños ya no juegan ni se escucha el discordante pío pío en los árboles. El agua sobre la piedra y el eco de las conversaciones de los ancianos van difuminándose suspendidas en el aire del anochecer.

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El huracán de los dioses ESTEFANÍA lleva un largo rato en la fila. Mira adelante y atrás, pero aquella cola no parecía querer acabar nunca. No entendía el porqué de tantos controles, pues aquel era un viaje sin retorno y no veía la necesidad de tan inútil registro. Llevaba una gran maleta, una mochila colgada en el hombro y un pequeño bolso de mano. La carta recibida unas semanas atrás había sido muy clara “sólo se permitían 30 kilos por persona”. Ella creía que su equipaje no alcanzaría dicho peso. Viajaba sola, sus dos hermanos aún no habían recibido aquella misiva; pero calculaba que no pasaría mucho tiempo hasta que se reuniera con ellos y con el resto de la familia. Por fin le llegó su turno para pesar su equipaje, 27'50 kg, no había calculado mal – pensó –. Y después de una infinidad de combinaciones, de enseñar el carnet varias veces y contestar a un sinfín de preguntas, Estefanía pudo ocupar su sitio. El lugar era grande, al menos había 250 asientos. Ella sabía que en la cola esperaban muchos más, pero la compañía lo tendría todo previsto, de hecho, varios aparatos seguían a la espera en diferentes pistas. Estiró las piernas, miró por la ventanilla y dejó que un sopor suave la arrastrase mientras a lo lejos divisaba numerosos edificios y parques vacíos con su césped seco y amarillento. Aquel verano había sido demasiado duro. Las temperaturas casi no bajaron de los 46º C, lo que había provocado numerosos y violentos incendios que hicieron que muy pocos árboles –sobre todos los más pequeños– continuaran en pie, más por testarudez que por la insuficiente savia que corría por su interior. En su infancia aquel paisaje fue muy diferente y le viene a la cabeza el cuento que tantas veces le contara su madre... [68]


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“Hacía mucho tiempo los dioses quisieron regalar a los hombres un lugar llamado Tierra y les envió una estrella que les iluminase y diese calor para permitir así la vida. Nacieron ríos caudalosos, bosques frondosos y un sinfín de animales que ocuparon agua, aire y tierra. El hombre vivió un largo periodo de prosperidad ayudado con sus grandes recursos. Creó e inventó, pero también contaminó, destruyó e hizo agonizar bosques, ríos, mares y todo lo que encontraban en su camino. “Los dioses se cansaron de observar tan inútil destrucción, de ver cómo el ser humano se había vuelto tan insensible a tanto daño como para hacer que sus ojos se acostumbraran a mirar el horror de frente e impasible a todo. Así decidieron enviar a la Tierra un fuerte huracán que arrasase todo a su paso. Hubo incendios, deshielos y el sol aumentó tanto su temperatura que hizo que la vida fuese prácticamente imposible.” ¿Acaso no se habría hecho realidad el cuento contado por su madre años atrás? ¿No se había demostrado que el ser humano era incapaz de cuidar el lugar regalado por los dioses? ¿No estaba ella sentada en aquel aparato rumbo a otro planeta? Y, ¿no ocurriría lo mismo en el nuevo destino? Un ring agudo sonó en la distancia. Estefanía se sobresaltó. ¿Dónde estaba? Y ese aparato, ¿hacia dónde viajaba? ¿Y, y, y? ¡Maldita sea! Se había quedado dormida. Era lunes, 9:15 y ella debía correr mucho si quería llegar a tiempo al congreso de “Congreso Internacional del Medio Ambiente”

MARÍA DEL MAR REYES FUENTES

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MERCEDES MÁRQUEZ BERNAL Niños suicidas A veces me derrumbo, no puedo más, alguien me hace daño y si no fuera porque me controlo, reaccionaría contra él con rabia. La vuelco al final contra mí, porque no quiero ser violento con los demás, me doy miedo cuando tengo fuertes deseos de pegar a alguien. Podría matarme en esos momentos para evitar convertirme en lo que no quiero, en una mala persona. Hasta he pensado diferentes fórmulas para hacerlo. Es algo que no siempre pienso, sólo en algunos momentos en los que me desespero, pero está ahí, latente como el sonido de mi corazón, el tic tac del reloj o los ojos amenazadores de mi maestro, contantemente recordándome su presencia. No tengo tanto miedo a la oscuridad de la noche, ni a las ruidosas tormentas y relámpagos, o a la soledad de mi cama como temo perderme en la cueva profunda y tétrica de mi cerebro. Los mayores no entienden que las cosas nos sobrepasen a los que somos aún pequeños, porque, desde su altura y fortaleza, son asuntos insignificantes y fácilmente sobrellevables. Pero nosotros no tenemos ni el peso de la experiencia ni el dominio que dan los años y nuestros problemas, aunque parecen simples y nimios, por el contrario, no están hechos a nuestra medida. Siempre son más grandes, largos y complicados de lo que podemos soportar por nosotros mismos, porque las exigencias son las de los adultos, las que ellos se imponen nos la trasladan a nosotros. Han entendido la vida de manera que, en realidad, nos hace a todos infelices, donde todo es una competencia brutal, una lucha incansable y el reto es tan elevado que, en mi caso, es imposible alcanzarlo. Estoy abrumado, corriendo hacia metas que no veo, en una

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maratón de la que desconozco su recorrido y reglas. Debo confiar en lo que mis padres me dicen, sin embargo, me desespero y exploto. Ellos creen que los niños no pensamos casi nunca en la muerte, a lo sumo en la de los viejos y, sin embargo, no saben que se hace nuestra aliada cuando ya no podemos más. Es nuestra amiga, la única que nos tiende la mano cuando nadie nos comprende, cuando nos sentimos abandonados, porque los adultos nunca entenderán nada de nuestro mundo, hace tiempo que perdieron la mirada de un niño, apenas recuerdan los hermosos paisajes de aquellos años que dejaron ya olvidados en su memoria, de sueños que creyeron poder hacer realidad algún día y se convirtieron en algo inalcanzable. Creen que es fácil llevar a cabo sus imposiciones, debemos trabajar con el mismo ahínco que ellos luchan en sus competitivas vidas y nos arrastran en sus obcecados proyectos de futuro. Dicen saber lo que necesitamos, lo que nos conviene, que hay que aprender a conseguir las cosas con empeño, que la vida es dura, porque a ellos la vida los trata de ese modo. Aunque sé que debo tener obligaciones, también quiero divertirme y despreocuparme de vez en cuando y, cuando estoy agotado, descansar, pero no puedo, tengo que seguir el ritmo trepidante impuesto. Quisiera correr por las calles, subirme a un árbol, tirarme al suelo, hacer cosas propias de mi edad y no tengo tiempo. Protestan que nos absorba un mundo que sólo ellos han creado, ningún niño ha participado en este progreso, nos dan tecnología y luego se asustan de nuestras obsesiones, que precisamente han alimentado. Se extrañan cuando lloro y grito, cuando escribo en una hoja de papel, que luego destrozo, que quiero morir. He pensado peregrinas posibilidades de aniquilarme, estudiados intentos que podría llegar a realizar, que quizás les harían reír, cogería mi catana de juguete o me tiraría escaleras abajo y hasta he pensado dejar de respirar. Pero lo que no saben es que rondan mi cabeza algunos itinerarios factibles, con los que hasta yo me asusto. [71]


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Los adultos no entienden nuestros miedos, ellos, que precisamente están llenos de preocupaciones absurdas, se burlan de las nuestras. No saben cómo me siento cuando lloro frustrado ante la presión que me supone llegar a algo que no alcanzo. Es tal la angustia que sufro, tal la pesadumbre y el fracaso que percibo, que se me hace insoportable. Escribo en mi libreta morir como una llamada de auxilio que nadie oye, porque todos están demasiado ocupados con sus obligaciones. Sé que es un grito unánime que está en el aire y que se dice con la ligereza del que trata un asunto trivial, pues hasta a mi madre se lo he escuchado cuando la ponemos de los nervios mis hermanos y yo, ella exhala, como un suspiro, su deseo maléfico, me quisiera morir, cuando lo que quiere decir es, dejadme tranquila. Pero yo no lo digo como una protesta más, banal y estúpida, como un exabrupto tonto, una queja torpe que escoge mal el verbo más apropiado, sino que, para mí, es la única solución posible ante mis demonios y mi impotencia e incapacidad. Soy un niño suicida porque desde que tengo uso de razón he tenido que escalar montañas, no soy demasiado fuerte o inteligente. Constantemente debo luchar contra mis imperfecciones, obligado a superarme sin descanso y me siento débil para afrontar tantas exigencias que, al parecer, tiene la vida, porque yo, que sólo soy un niño, si me dejaran, lo que me gustaría realmente, es ser feliz.

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Iris acusador A las doce, la casa quedaba en silencio como las plazas de los pueblos al anochecer y el vacío orificio amenazador de la boca, llena de intrigante sorpresa, paralizada en una rígida mueca. Los muebles crujían a la espera de algún acontecimiento y, en ese instante, el reloj de pesas del salón marcó con sonoras campanadas las doce, con sus cinco minutos de retraso acostumbrados. La viuda, de tareas hechas y asentadas en una solitaria rutina, se iba pronto a la cama despoblada, más amplia en su desierto y, por ello, aún más fría en aquel austero dormitorio amueblado con gusto conservador. Metía entre las sábanas de algodón una bolsa de agua caliente que preparaba antes de acostarse desde que su Alfonso querido la dejara sumida en aquel obligado abandono, perdida entre las paredes de una casa demasiado grande para ella, porque no quiso dios otorgarles la bendición de los hijos. Apenas tenía la viuda cumplidos los cuarenta, pero se había enamorado de aquel hombre mayor que la protegió hasta sus últimos días. La noche comenzó a rugir como monstruos prehistóricos, con un viento frío, y un perro ladró a lo lejos. En la alcoba el forcejeo quedó callado por el suave almohadón y la puerta se cerró con el delicado giro de una llave. A las ocho de la mañana, siguiendo el férreo mandato de la señora, almidonada en sus costumbres, Prudencia llegaba a la casa para comenzar el día de trabajo. Preparó en la cocina el desayuno previsto, una tostada con aceite y café cargado y bien caliente. Subió las escaleras con el pulso flojo por el peso y el paso cansado por los kilos. Prudencia trabajaba en la casa antes que la viuda entrara por sus puertas, con su aspecto lozano de niña mojigata pero con carácter y, aunque no le pareció en principio adecuada para el señor, su temperamento discreto, hizo honor a su nombre, bien mucho se guardó de entrar en habladurías [73]


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y cuestionamientos. A ella lo único que le importaba era llevar el jornal a su casa, cuatro hijos y un marido enfermo que no podía trabajar, así que ese dinero representaba la salvación para su familia y eso fue bastante motivo para aceptar lo que le viniera, con agrado y siempre servicial. Llamó a la puerta con tiento fino, un par de golpecitos, y no hubo respuesta. Volvió a insistir con uno sólo pero más fuerte y tampoco. Primero con una sonrisa pensó que la señora faltaba a su estricta disciplina, estar levantada para cuando Prudencia le sirviera el desayuno. ¡Anda que a esta se le ha pegado las sábanas hoy, ya empieza la viudita a soltarse la melena! Insistió con tres golpes seguidos y, al no hallar respuesta, la media sonrisa se le agrió en un pensamiento de preocupación. ¡Qué extraño es esto!, y, en un acto impulsivo, giró el picaporte, dejó la bandeja en el suelo, porque la estancia estaba toda a oscuras, las cortinas gruesas no dejaban entrar la luz. El conocimiento de años que ya tenía del dormitorio llevó sus pasos seguros hasta el gran ventanal, descorrió firme pero con cuidado las cortinas y, al girarse hacía la cama, un grito profundo, ancestral, se le ahogó en la garganta, mientras que sus piernas adquirieron la agilidad de una gacela perseguida por un león. Cuando llegó el juez de paz, certificó la muerte violenta y ya andaba por allí el cuerpo policial del pueblo, tomando huellas e indicios entre los muebles, los pomos de las puertas, indagando por los pestillos de las ventanas. Nada parecía haber sido forzado más que el cuerpo lívido de aquella mujer que yacía frágil, con aquel camisón medio subido entre las piernas, dejando ver sus muslos blancos donde se había dibujado un enorme cardenal de un azul intenso, que bajaron con pudor los agentes, intentando no ofender a la muerta y dejarla, ante la presencia de ellos, más decente. Un cuarto de hora más tarde hacía acto de presencia el inspector jefe de la comisaría del distrito que acababa de llegar de la ciudad, [74]


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acompañado por dos agentes de la especialidad científica en asuntos luctuosos provocados en extrañas circunstancias. Corriendo y sudoroso, llegó casi a la par el médico del pueblo, que se había retrasado por una cuestión totalmente distinta, un nuevo parroquiano había llegado al mundo. Así era la vida, unos se iban y otros llegaban. Pero del mismo modo, luchando, porque esta pobre mujer había entregado su último aliento en un combate a muerte, no se rindió hasta que le venció aquella mala bestia que la había atacado. El inspector dejó hacer a sus agentes, que sabían realizar bien su trabajo, y prohibió a los del pueblo que continuaran tocando las cosas, que dejaran a los expertos intervenir. Esto incomodó a los municipales, que tomaron aquello como un insulto y, con un saludo marcial inapropiado, se despidieron del inspector argumentando que tenían que seguir realizando su cometido por el pueblo. Con su permiso, seguimos nuestra ronda, dijeron sin más. El inspector, un hombre introspectivo y concentrado en sus divagaciones, levantó la mirada un instante y, con un gesto indiferente, continuó con sus pensamientos. Prudencia no paraba de llorar sentada en el sillón, secándose las lágrimas con el delantal, contestando por enésima vez cómo había sido la secuencia de todos sus actos desde que entró por la puerta aquella nefasta mañana. ¿Notó usted algo raro nada más entrar? No, señor, decía entre hipidos. ¿La puerta estaba forzada?, ¿estaban los muebles bien colocados?, ¿había algún objeto caído, algo que estuviera fuera de su sitio o de la normalidad? Y a todo contestaba, no, señor, no noté nada extraño, todo estaba como siempre, ya le he dicho que hasta que la señora no contestó a mis llamadas a la puerta de su dormitorio, nada me hizo pensar que ocurriera algo malo. Y seguía con sus sollozos. ¡Ay, pobrecita mi señora, qué sufrimiento más grande habrá padecido! Ella, que tenía su luto sagrado por el señor, haber sido violentada de este modo tan inhumano, mejor ha sido que le quitara la vida, ha entregado su alma a nuestro señor Jesucristo, porque, ante esta deshonra, de todas formas, no hubiera podía seguir viviendo. [75]


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Cuando el médico dio fe de toda la información pertinente, de la hora del óbito y de todas las señales de violencia que presentaba el cuerpo de la víctima, quiso cerrar los ojos del cadáver, pero las horas transcurridas desde el momento de la muerte habían dado el rigor mortis al cuerpo y los dejó tal como quedaron, abiertos en aquel espanto, viendo el rostro de su asesino. El inspector consultó a sus agentes si todo estaba analizado en el cuerpo de la pobre desgraciada. Sí, señor. Puede entonces la criada asearla ya y prepararla para la mortaja. Señora, deje usted de llorar, ya nada se puede hacer por ella, tan sólo darle la dignidad que se merece, prepare a la muerta. Prudencia bajó a por agua caliente a la cocina, compungida, encogida entre sus carnes orondas, con un dolor clavado en su corazón, un episodio en su vida hasta ahora corriente que jamás olvidaría. Puso la palangana sobre la mesita de noche y metió con esmero un paño blanco nuclear de fibra de algodón en el agua jabonosa de lavanda dispuesta a limpiarle su hermosa cara que, sin embargo, había quedado fija con aquella expresión de horror. Aquella mirada penetrante y reveladora que le atormentaría durante años y que la despertaría en pesadillas muchísimas noches a lo largo de su vida. El agua caliente, que goteaba levemente sobre la almohada antes de llegar a la cara de aquella infeliz mujer, se congeló como las gotas de lluvia convirtiéndose en hielo, como la sangre de Prudencia. En un alarido atroz, repetía, ¡don Tomás, don Tomás!, como una enajenada, sin parar, hasta que el inspector la agitó por los hombros con fuerza para que reaccionara. ¿Qué dice usted, mujer? ¡Don Tomás!, volvió a repetir. Pero, ¿quién es ese don Tomás?, ¿el marido? No, don Tomás. Fue el médico quién, aclarándole la duda, le respondió que don Tomás era el jefe de policía del pueblo. ¿Quién, el que no ha podido venir porque se encontraba enfermo? Sí, señor, ese mismo. [76]


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Cuando consiguieron calmar a la buena mujer, que parecía que tanto estrés la había trastornado haciéndole perder los nervios, le pidió que se explicara. Tartamudeando, la pobre Prudencia, que estaba teniendo su día más amargo, dijo, horrorizada: ¡sus ojos! ¿Qué ocurre con sus ojos?, hable usted de una vez claro. Señoría, se dirigió al inspector errando el trato por pura ignorancia, en sus ojos está el rostro de don Tomás. ¿Qué está usted diciendo? ¿Ha perdido la cabeza? No, señor, mírela, mire usted bien a mi pobre señora a los ojos, mírela, por dios bendito. El inspector se aproximó y, como su vista no era muy buena a pesar de sus gruesas lentes, tomó la lámpara de la mesita y acercó a los ojos de la muerta la luz. De un saltó echó hacía atrás. Era cierto, allí, en el iris de aquella mujer, como una impresión fotográfica, había quedado el rostro de un hombre, un semblante lleno de ira, un hombre de ojos oscuros y un bigotillo a modo de toldo sobre el labio superior. En los ojos de la víctima había aparecido grabada la imagen vil en el instante mismo de atacar a su presa. Cuando llegaron a la casa del jefe de policía, el asesino, metido entre las mantas, le dijo a su mujer que no estaba para visitas, ya fuera el señor inspector o el mismísimo rey. Pero de nada le sirvieron aquí sus privilegios, porque entrando con sus agentes, irrumpió con firmeza en el dormitorio, dejando entrar toda la luz, sacándolo del cobijo de su refugio que no le sirvió de defensa. Ante las miradas de aquellos extraños, mostrando los arañazos en la cara que no supo justificar, sabía que para él todo se había acabado. Su humillación arrastró sin remedio a toda su familia, tres pequeños agarrados a los faldones de la madre lloriqueando, viendo a su padre salir de la casa, sin uniforme y esposado, con la cabeza gacha recibiendo las increpaciones y desprecio de los vecinos. La historia, que no se supo nunca porque aquel hombre resabido de estos menesteres no contó para atenuar su pena lo más posible, que quedaron en cinco cortos años por buena conducta, por el atenuante de no haber forzado la entrada y por su condición social, fue que [77]


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aquella noche lúgubre de diciembre, con un viento frío proveniente de las montañas, cargado de malos presagios, él premeditó aquel encuentro, aunque no su desenlace, que no estaba en su ánimo en principio, pero estaba seguro de que si las cosas iban mal no dejaría testigo. Siempre le había atraído la viudita, y que ella se negara a sus chantajes de seducción aún lo ponía más ansioso por conseguirla y hacerla suya. Pero la muy zorra no iba más allá de un café con pastas alguna tarde que, ante su insistencia en quedar, ella lo invitaba. Aquella noche llamó a la puerta intentando no hacer demasiado ruido. Él sabía de las costumbres austeras de la damita y avispado por deformación profesional, supo acudir a la cita no programada en el justo momento cuando ella comenzaba a apagar las luces de la casa para dirigirse a su dormitorio. Ella escuchó los golpes secos en la puerta y le extrañó que quien fuera no tocara la aldaba, sino que daba con el puño de la mano. Al preguntar quién era, la voz de don Tomás la intranquilizó, pero no sospechó de él y, confiada, abrió a su asesino. Como no tenía excusa para su presencia, utilizó la artimaña más fiable y segura, que fácilmente podría relajar a la infortunada y dejarla más indefensa para el ataque. Se inventó una triquiñuela absurda: que el niño pequeño se había puesto enfermo, que si le podía dar algo de dinero hasta mañana, porque tenía que ir a la ciudad a comprarle un medicamento y, como no tenía en casa, si se lo podía dejar hasta que fuera al banco al día siguiente. La inocente mujer, creyendo a su verdugo, se dirigió al dormitorio donde guardaba algunos ahorros, él la siguió sin que se diera cuenta, saboreando su triunfo y, al entrar en la habitación, cerró la puerta tras de sí. Sigiloso, cuando ella se giró no le dio tiempo a reaccionar, le tapó la boca, la tiró sobre la cama y sus esfuerzos por zafarse quedaron enmudecidos con los aullidos del viento, el agitar de las ramas de los árboles contra los muros y los golpes de las contraventanas mal cerradas sobre los quicios. A las doce de la noche el crimen había sido ejecutado. [78]


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El curso del río ES el mismo paisaje y, sin embargo, no tiene el mismo color de entonces. Si serán mis ojos que ahora lo miran o mi boca que lo degusta con otra saliva más amarga, Perdida la dulzura de aquel almíbar que contenía las cosas, son mis venas las mismas carreteras que llevaban la energía de antaño, sustancias que me hacían recorrer los caminos con otra mirada. El tacto de las flores parecía aterciopelado y ahora temes más a la espina. Son los mismos nombres, pero te suenan distintos, y los cambios de las calles no tienen que modificar los mapas. Sólo el plano alteró su diseño. Pero la tierra donde todo se extiende, es la misma que dio antes estos frutos. Si soy yo el que ante este espejo se mira, no es ese que me observa mi verdadero reflejo. Mi cuerpo ahora siempre tiene frío cuando el calor quemaba entonces mi piel. Sin aviso llegaron las heladas, que primero fueron rocío, admirada belleza de simpleza divina. Hubo un tiempo en que no necesitabas nada para tenerlo todo Hoy no te basta, aunque lo aceptas como un regalo, o más bien, un privilegio para tus resignados deseos.

MERCEDES MÁRQUEZ BERNAL [79]


Voladas Año 2, Nº 6

Reseña de Itziar Mínguez Arnáiz: Cambio de rasante. Baile del Sol, 2015 La flamante ganadora del I Premio Nicanor Parra, organizado por la editorial Isla de Siltolá nació en Barakaldo y compagina su actividad poética con la de guionista de televisión. Sus poemarios anteriores incluyen La Vida me Persigue (Renacimiento, 2006), Luz en Ruinas (Visor, 2007,), Cara o Cruz (Huacanamo, Barcelona 2009), Pura Coincidencia (Point de Lunettes, 2010) y Wikipoemia (Ediciones Oblicuas, 2014). Con su primera novela fue finalista del XII Certamen Literario de Novela Ciudad de Getafe, 2008. El título, Cambio de rasante, hace referencia a la sensación del estómago cuando se sube y baja una cuesta de las carreteras, y, como confiesa en una nota la autora, su “poesía experimentó un cambio de rasante, esa doble inclinación que hace que te sientas pegado al suelo y al mismo tiempo subido a él, como surfeando por un mar de asfalto”. La imagen que ilustra la portada ejemplifica ese cambio de rasante en un libro abierto. Su estilo está muy cerca de Karmelo Iribarren, con una depurada simplicidad expresiva, casi lacónica, prescindiendo de la puntuación incluso, donde cada palabra, cada objeto encierra en sí todo un universo de vida cotidiana, de connotaciones poderosas. Su poesía es la poesía de quien habla consigo mismo con la misma voz que con los demás. Con verso corto, más cortos en esta ocasión (frente a, por ejemplo Cara o Cruz) por longitud del poema y medida de los versos, certero, con sentido de humor; dándole vueltas a algunos temas como cuando no podemos dejar de pensar sobre algo. Por ejemplo, en Ósmosis, Rectificar es de sabios y O de tontos, se rumian las posibilidades expresivas de un paraguas abierto en una habitación: “Abrió el paraguas / en la habitación / y empezó a llover / en su interior”. La estructura circular de algunos poemas, trípticos y polípticos poéticos, poemas en serie (Teléfono, Anticlímax, Punto de giro; los Epitafios, Tormenta y David contra Goliat), permiten que se encadenen títulos: Rectificar es de sabios O de tontos; Flechazo, Igual que te digo lo uno te digo lo otro. La búsqueda del minimalismo, del aprovechamiento máximo del poema explica la utilización del propio título como parte del poema, dándoles sentido y completando su intención, irónica en muchos casos. Precisamente es ese uno de los rasgos más llamativos de la poesía de Itziar Mínguez: “Vivir [80]


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en el norte tiene muchas ventajas / entre otras / que la culpa de todo / siempre puede uno echársela / a este maldito tiempo” (Nacionalismos). La voz de la autora ronda el propio cuestionamiento y un escepticismo: “ni fumas / ni bebes / ni trasnochas / ¿qué clase de poeta eres? / te preguntas //.../ cualquier superficie / que sirva para secar lágrimas / u otras secreciones humanas / es digna de transformarse en poesía” (La poesía no se crea ni se destruye) “los jóvenes hacen botellón / bajo los soportales / a estas horas de la noche / con el frío que hace ahí fuera / y la lluvia calándoles hasta los huesos / … ellos sí que tienen huevos / y lo suyo sí que es poesía” (Salto generacional) “lo que haces no es poesía // ya / pero cuela” (Poéticamente incorrecto)

Su lenguaje poético participa del tono de sentencia del aforismo en la intención de encerrar sabiduría, fórmula que ya había llevado al extremo en Wikipoema: “Vivir perjudica seriamente la salud” (Epitafio 1). Huye, en cambio de la grandilocuencia y de las grandes verdades tratadas con solemnidad. El vocabulario de los poemas, como sus temas, pertenece a la cotidianidad, cualidades imprescindibles para un buen guionista (“un diario en verso puede leerse como una novela”): “No va a sonar / por mucho que lo mires / te repites / tratando de poner / un poco de sentido común / a tu vida / por una vez // y entonces / va y suena / el hijoputa” (Teléfono). La vida es algo digno de contarse (Resaca) y así lo hace. La lluvia es un tema recurrente: Nacionalismos, Denominaron de origen, Instantánea, Después de la lluvia, Una historia: “Un poema sin rima / todavía // pero sin lluvia / no es un poema” (Denominación de origen). También los cafés y el teléfono, objetos cotidianos que precisamente propician conversaciones. El paso del tiempo y de generaciones, cumplir la edad, el paso de hijo a madre (Veinte años ya son años, Formulario, Naturaleza, Salto generacional) apuntan su interés por la madurez. La poesía de Itziar Mínguez conecta de alguna forma con la poesía de posguerra de Blas de Otero o León Felipe. Puede llegar a ser irreverente, incluso existencialista: “vivir mata” (Epitafio 2), “Tenerlo todo / y no sentir nada” (Epitafio 3), “ese grito que no termina de salir (Intento). Sus poemas son en parte estética y en parte terapia. De manera individual habría que destacar Naturaleza y Cambio de Rasante.

JAVIER GALLEGO DUEÑAS

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Reseña de Manuel González: Interiores. Ed. Azul, 2015 A este poemario se le concedió el II Premio Nacional de Poesía Treciembre (José Luis Quintanilla Sagüillo). Manuel González es donostiarra de nacimiento aunque vive en Valladolid desde los 16 años. Ha publicado Eslabón roto (2011), Diario de una tristeza (Origami, 2014) y este mismo año Cicatrices en los tobillos (Amargord, 2015). El estilo de Manuel González huye de la grandilocuencia, ya sea hablándose a sí mismo, conversando en voz baja, con todos los “hijos malditos de Victor Hugo”, o dirigiéndose a “los olvidados, esos números primos / los actores de su show de Truman, / los que vivimos a la sombra de sus mesas de caoba”. Su poesía está indisolublemente ligada a la vida y aunque sospechemos que encarnada en la experiencia vital del poeta, nos sirve, representa y reconforta. En cierta forma esencia, la poesía es precisamente el arte de que el autor escriba desde su corazón y nosotros leamos nuestra historia, nuestra propia historia. En el plano formal sorprende la inclusión de un conciso caligrama y un texto en prosa poética. Se alternan versos certeros, completos en sí mismos, poemas, cortos, muy breves y otros de una mayor amplitud. Una profundidad solemne en el contenido, no así en la forma, cercana, con jerséis de cuello alto o jugando a las palas en la playa de La Concha. La tristeza y el pesimismo impregnan el tono de los poemas de Manuel González, su personal diario de una tristeza, que se mantiene en este volumen: “Esta manía mía”. Es la voz de un yo que sufre, zarandeado por la vida, arrojado a un tiempo y un espacio, el dasein heideggeriano, “Y me bajaron a la tierra”, una voz que busca la identidad en lidiar con su sufrimiento. El poeta concluye constatando que se resume en una lucha contra el propio yo como enemigo, “al final la vida era esto. / no devorarse a sí mismo”. Esa búsqueda de identidad la soluciona a través de la actividad como poeta, que da sentido, que ofrece el código con el que descifrar los acontecimientos de la vida, los buenos y los malos, el amor y el desamor, los aciertos y las culpas, y ofrece un horizonte, más allá del desenlace irremediable: “Busco consuelo / en encontrar al menos un poema / donde caerme muerto”, “A pesar de todo, los poetas nunca nos cansamos de vivir” [82]


Voladas Año 2, Nº 6

“¡Esta bendita locura / de disculparnos una y otra vez / sabiendo que todos los excesos merecían la pena / para alcanzar el poema perfecto”

La poesía puede dar sentido de la existencia. Manuel González consigue traducirlo todo a poesía, a veces, literalmente, otras escogiendo minuciosamente la imagen literaria como metáfora de la vida: “a que me pronuncia sin letra pequeña / y hacemos verdad del todo”, “desde entonces sé que te quiero / sin anotaciones al margen / porque nunca tienes prisa para mis letras”. No es de extrañar, pues, que se intuya en la obra poética de Manuel González la pasión juanramoniana de nombrar, “y creo que el nombre / que llevarme a la locura”, “Llama a cada piedra por su nombre. / Ver estallar los almendros / y la revolución pendiente de mi abuelo”. En Interiores, la mayoría de los poemas son, precisamente, de interior, de alcoba. Los paisajes evocados (la playa de la Concha, el mar) están vistos acaso desde el punto de vista subjetivo, evocados por el poeta. Consigue Manuel González encontrar la belleza de lo simple, lo complicadamente simple. Hay toda una arquitectura minuciosa en el último de sus versos, vacía verdad que una belleza, que a veces duele, a veces es cruel con el propio poeta. Pero, a pesar de los miedos del poeta, hay que amar la vida. Lo banal en la superficie presenta, sin embargo una hondura, todo tiene una hondura en sus poemas, hasta las novelas de Julio Verne. El objeto sirve como meditación, como significante poético del sentir del poeta, como hombre individual y como sentido. Iván Sánchez lo subraya bien en el epílogo, Manuel González habla con una “intemporalidad del lenguaje de las palabras de afecto”. A diferencia de su último libro, Cicatrices en los tobillos, donde habita un aliento más social y comprometido, encontramos en esta obra un romanticismo inapelable, donde el amor, incluso el amor carnal, tiene un lugar principal alrededor del cual gira el sufrimiento, giran los anhelos y los recuerdos, la claridad de una herida abierta desde el Diario de una tristeza, el peso del pasado en el presente (“Morí hace demasiados años”), la confrontación con la infancia, la dificultad de pasar página “y abriendo la herida... / de un pasado oscuro”, en suma, “sobrevivir al recuerdo de tus ojos”.

JAVIER GALLEGO DUEÑAS

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Voladas Año 2, Nº 6

Reseña de Stewart Mundini Galán: Y ya no hay nada más. Ediciones en Huida y La extraña matemática. Diputación Provincial de Cádiz. Col. alumbre. 2015 Los caprichosos dioses de la fortuna han colaborado para que coincida en el tiempo la aparición de dos volúmenes de poesía de Stewart Mundini. Y ya no hay nada más precede a La extraña matemática y, aunque tienen la evidente similitud de dos hermanos, presentan algunas diferencias apreciables. El poeta nació en Venezuela pero su familia lo trasladó desde muy pequeño a Algeciras, ciudad desde donde organiza su actividad poética. Desde muy joven participa en premios locales de poesía y publica antes de los 18 su primer poemario, Paleta de Pintor. Después llegarán, Jugando con las nubes (2000) y Consultas Externas (2013). Su activismo incluye la organización del ciclo de poesía “La poesía en el Café” y en la actualidad “El club de los poetas nuestros” junto a Antonio Martínez, con el que comparte Emegé Editores. Mundini se maneja muy bien navegando entre el verso libre y las más exigentes estrofas. Los más variados recursos para reforzar la musicalidad y el ritmo se encuentran en su poesía. Buena muestra de ello es el recurso a la salmodia, a la repetición de versos como estribillos o salmo. “Haces, con tus palabras, realidad mis palabras; haces, con tu silencio, mi realidad, silencio” (Milagro, La extraña matemática)

El tono puede ser desenfadado o serio, abarcando mediante el sentido del humor (Rebajas de enero, La extraña matemática) y la ironía muy lejos, sin embargo, de la sátira carnavalesca. Sus armas preferidas es la metáfora, donde consigue cotas importantes de originalidad sin caer en el virtuosismo vacío. Hace gala de cierta estética pop (Yo soy en Y ya no hay nada más remite a un tema del grupo asturiano Los Ilegales, Yo soy quien espía los juegos de los niños) que se aplica a una épica cotidiana, donde el héroe se debate en lo diario, evitando el nihilismo, pero con una sombría lucidez. Todo es mentira, pero hay que vivir. Es capaz también de combinar con acierto poemas de mayor envergadura con pequeños poemas de arte menor, con un tono de [84]


Voladas Año 2, Nº 6

conversación íntima. Habla y grita. Su vocabulario puede ser formal y puede volverse cotidiano, incluso soez, con el recurso al exabrupto y la palabrota sin por ello perder la cualidad poética sus versos. De vez en cuando recurre a ambos registros en el mismo poema, uno más gamberro y su, como él la llama, “voz de los domingos” (Aparecer, La extraña matemática): “Quise aprender a decirte: –Niña, ven a beber de este agua que mana como de una fresca torrentera, abrázate al amor que mis labios ofrecen como ofrece la primavera sus pigmentos; niña, vente a vivir conmigo a la locura”. (Amontonar palabras, La extraña matemática)

En La extraña matemática hay varios momentos en los que Mundini reflexiona sobre su actividad poética: “Amontonar palabras y silencios, eso es lo que hago” (Amontonar palabras), o en Este oscuro secreto (La extraña matemática). Podemos detectar influencias de la poesía amatoria del barroco actualizada, esquemas cercanos a Quevedo (Me juzgo, Y ya no hay nada más), pasando por Miguel Hernández, como también de Neruda o Kipling: “en este cuerpo mío nunca hubo / asomo de poder o rebeldía” (Cómo negar, Y ya no hay nada más) El tono de Y ya no hay nada más es algo más sombrío, donde la desidia, el existencialismo (evidente en Desde la náusea, Afasia de Broca, Manual de sicario o Fibromialgia) y la tristeza abundan en los poemas, con mayor presencia de la intuición de la muerte, lo que sorprende en un poeta tan joven. Es más íntimo que La extraña matemática, que adquiere un tono más conversacional. Los temas que más aparecen en este último son también el paso del tiempo, el amor, de pareja, erótica, el de padre (Duerme, duerme tranquila), la muerte (Entendiéndolo todo: “Algún desaprensivo ha olvidado / conectar los electrodos al pentagrama”). Se cuela la poesía reivindicativa, más presente en poemarios como Consultas Externas: Que no nos venza nada, se aplica a lo personal, lo político y lo social. “El miedo es no saber si llueve o si lloramos” (El miedo, Y ya no hay nada más)

JAVIER GALLEGO DUEÑAS

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Voladas Año 2, Nº 6

ÍNDICE Blanca Fernández Sánchez ………………………………..….. Conchi Castellano García ……………………………..………. Javier Gallego Dueñas …………………………………..……..

2 11 20

Volazadas Julio Herranz Benito ..………………….……………….. Paco Ramos Torrejón………………...…………………..

29 33

Especial Concurso “La silla” Gema Estudillo …….…………………………………….. Rosa Freyre del Hoyo ……..……………………………. Feliciano Castaño Villar ….……………………………... Alejandro Cabrera y Coronas ……… …………………..

36 38 40 42

Juan José González Castellanos ……………………………….. María del Carmen Domínguez Domínguez …………..…….. María del Mar Reyes Fuentes ………………………...……… Mercedes Márquez Bernal …………………………..………...

45 55 64 70

Reseñas Cambio de rasante, de Itziar Mínguez Arnáiz ……….. Interiores, de Manuel González ……………………..…. Y ya no hay nada más y La extraña matemática, de Steward Mundini ……………………………………...….

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80 82 84



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Depósito Legal CA 298 2014 ISSN 2444-9172 Impreso en Ulzama gráficas Rota, marzo 2016

Ars Longa, Vita Brevis


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