Voladas 6

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VOLADAS

Año 2, nº 6


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VOLADAS

Año 2, nº 6



Voladas Año 2, Nº 6

Voces, palabras, miradas… Aparente nevada de copos frágiles, no hechos de cristales fríos, sino de largos filamentos como espinas blandas. Pequeña bolita de algodón que navega por el aire, se posa sobre una rama, pisa de puntillas una flor y llega como un regalo entrando por la ventana. Ejército de ángeles que recorren las calles como prehistóricos bólidos, girando sus frágiles ruedas igual que pompas de jabón. Se dejan atrapar como animalillos dóciles que no muerden ni hacen daño. Igual que alas de mariposa, cógelos con suavidad, entre las yemas de tus dedos y ponlos en libertad con un simple soplo para que surquen los cielos. Voladillo es nuestra mascota que toma hoy el vuelo, para encaramarse entre las hojas del árbol de nuestras letras. Además de Voladillo, en este vuelo despliegan sus alas los seleccionados en el concurso en el que proponíamos un final: Rosa Freyre del Hoyo, Lourdes Couñago Mora, José Antonio Herrera Márquez y Rosa de la Corte. Volazadas, los autores que amablemente comparten páginas, en este número, son: Mariano Hernández de Ossorno: granadino de por allá del año cincuenta, escribí para Lumen Usos del Diccionario. Sólo me gusta publicar cuando los amigos me lo piden. Creo, todavía, en la poesía, por esto mismo, aún sigo sin tomarme a mí mismo en serio. Maldigo a todos los de Voladas por ponerme en este compromiso. José Miguel Domínguez Leal, nacido en Cádiz, doctor en Filología Clásica, traductor y poeta. Mantiene el blog Memoria Métrica. Verano Cero es su último libro. Alejandro Cabrera, de nuevo con nosotros. Jesús Gallego, con un doble homenaje, dibujado y escrito, al poeta arcense Julio Mariscal Montes. Las ilustraciones pertenecen a Rosario Siles Jaén, roteña de nacimiento. Entusiasmada con la naturaleza, autodidacta y con hobbies como la jardinería, los bonsáis, la micología, la restauración, el bricolaje, el dibujo o la cerámica. [1]


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BLANCA FERNÁNDEZ SÁNCHEZ Déficit HOSTIL, a veces la vida nos somete a una pérdida feroz y constante, a una tensa sucesión de miserias que minan poco a poco un caído ánimo en el que echa raíz la frustración. Se escurren de las manos los deseos, tampoco están disponibles los sueños y no acude la memoria robada. Debemos rehacer los fríos días con retazos de otros imaginados. Qué pena de repente más profunda, qué calladas y apagadas las horas, qué distancia entre nuestra pretensión y conquista. No. Las cifras no cuadran. Abocados a ser espectadores, sin acomodar los pasos al ritmo del mundo, resignados al azar, sufrimos por lo que pudo haber sido y no fue. ¡Ay, a menudo la vida nos mira desde la desierta noche!

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Bajo la luna de una noche de verano ESTÁBAMOS convencidas de que sería una velada perfecta. Con ese ánimo y todo el entusiasmo del mundo preparamos una cena de despedida de soltera a nuestra amiga Pilar que, por circunstancias familiares, no había podido celebrar la que en su día tuvo programada. Y así, un jueves por la noche, Carmen, Raquel, Charo, Julia y yo, a dos días de la boda, nos reunimos con la futura esposa para cenar en un agradable chiringuito situado a las afueras del pueblo, a orillas del mar. Creíamos que el sitio elegido era el idóneo para ese momento, pues aunque el comedor no resultaba demasiado distinguido, una suave brisa y cientos de diminutas estrellas sobre nuestras cabezas lo convertían en el lugar perfecto. Se avecinaba una noche espléndida en todos los sentidos. La velada comenzó muy bien. Pilar se mostró muy agradecida por nuestro gesto y estábamos encantadas recordando aventuras que habíamos compartido en el pasado. Nos quitábamos con urgencia la palabra y reíamos sin parar. Brindamos por los futuros esposos en varias ocasiones y el vino empezó a correr alegremente, teníamos mucho que festejar. Dimos cuenta de unos sabrosos aperitivos y un primer plato en tal estado de gracia y embeleso que nos parecía que estábamos en el paraíso. Mientras esperábamos el segundo, que se hacía de rogar, sin pensárselo apenas y yo diría que medio en broma, Carmen exclamó: – Pilar, ¿tú estás segura de casarte? – ¡Claro que sí! –respondió ésta con avidez– ¿Por qué lo dices? – Por nada en particular. Se me ha ocurrido de repente – exclamó Carmen con cierto azoramiento, como si hubiera sido pillada en falta. [3]


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– ¡Qué pregunta más tonta en vísperas de la boda! –exclamé tratando de ponerme seria, aunque en el fondo estaba también de guasa y pensando que mi compañera se lo tomaría como tal, pero no resultó así pues, aunque Pilar no habló, sí lo hizo Carmen y, con cierto tono de reproche, me dijo: – Pues no te enfades tanto que ayer mismo lo comentaste tú. – No te enfades tú tampoco, Carmencita, que lo he dicho en broma –respondí–. No sé si has notado que trataba de ocultar una sonrisa. Y sí, te lo comenté ayer, pero no refiriéndome a Pilar, sino hablando de las bodas en general. – No me dio esa impresión –apostilló ella un poco molesta y dispuesta a salirse con la suya. – Venga, vale ya, que estamos para divertirnos –atajó conciliadora Raquel. Mientras nos dedicábamos estas palabras Pilar nos miraba ansiosa pero no abrió la boca. No sé lo que pasaría por su cabeza en ese momento pero dejó pasar la cuestión. Llegó oportunamente el segundo plato y las seis nos dedicamos a él como si no hubiéramos comido nada con anterioridad. Evidentemente era una excusa para aliviar la tensión generada por la pregunta, pero la semilla de la duda que había plantado mi amiga estaba a punto de germinar pues Pilar, bastante seria y con cara de pocos amigos, volvió a la carga: – Carmen, dime sinceramente si tú sabes algo de Antonio que yo deba saber –exclamó con cara afligida. – No, no. En serio –se apresuró a responder ésta–. Fue una pregunta estúpida lanzada al tuntún. Perdona si te ha molestado. – Y tú, Clara, ¿por qué se lo comentaste ayer? –siguió Pilar. – Por la misma razón que te acaba de decir ella –respondí con amigable franqueza–. O pensando quizás en mí misma, no sé… El matrimonio supone un gran cambio en la vida de una persona. – Pues vosotras no pensabais así antes –nos respondió [4]


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mirándonos fijamente , como si nos quisiera taladrar con la mirada–. Es más –continuó con determinación e irguiéndose en el asiento todo lo que pudo como para imponernos su presencia– , siempre que hemos hablado del tema habéis dejado claro que os gustaría casaros. – Sí, es verdad, pero llegado el momento, no ahora mismo – respondí con actitud resignada pues quería zanjar el tema. Terminamos el plato hablando de cosas intrascendentes: de la noche tan extraordinaria, de la suavidad de las olas, de lo gustoso del pescado, del tiempo… pero la conversación fue languideciendo poco a poco y parecía que la magia de la noche se había esfumado. Para romper el hielo y recuperar un poco el tono festivo, pregunté a las demás si ya tenían preparados sus vestidos y los accesorios, pero mi pregunta no prosperó, el ambiente parecía cada vez más enrarecido. De buenas a primeras, Pilar, bruscamente, se levantó de la mesa y, hecha un mar de lágrimas, echó a correr hacia los lavabos, seguida de Raquel que fue tras ella. – Hija, Carmen, siempre metes la pata –le recriminó, exasperada, Julia. – No creo que sea para tanto lo que he dicho. Estará mal por algún disgusto que desconocemos o habrá discutido con Antonio, vete a saber, porque no es normal que reaccione así a mi pregunta –le respondió con viveza–. Además lo he dicho sin ninguna intención. Hablar por hablar… – Pero has sido muy inoportuna –siguió aquella–. Precisamente tú, que no hablas nunca de tus cosas. – ¿Qué yo no hablo de mis cosas? ¿Qué tontería es esa? –le preguntó incrédula y resentida. – Sí, eres la más reservada del grupo –prosiguió–. No comentas tus inquietudes, ni tus alegrías, ni lo que te preocupa de verdad. Eres muy introvertida. [5]


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– ¿Yo, que no paro de hablar? –repitió airada. – Sí, no paras de hablar, es verdad, y conocemos tu opinión sobre casi todos los temas –le dijo con paciencia–, pero jamás hablas de tus sentimientos. – ¡Me lo dices tú, que si no te llamamos alguna de nosotras eres incapaz de levantar el teléfono! Y sin esperar respuesta se encaminó hacia la barra. Julia, Charo y yo nos mirábamos con aprensión y bastante disgustadas. Los comensales de las mesas cercanas ya se habían percatado de nuestra discusión y empezaban a mirar sin disimulo, por lo que nos sentimos mucho peor y bastante culpables. – ¿Qué está pasando? –comenté en alto, sin esperar respuesta. – Los sentimientos, que están a flor de piel. Será cosa de la luna llena –comentó, como para sí, Julia. – Di mejor del vino –murmuró Charo. “O de Oberón y Titania, con su corte de duendecillos y hadas haciendo de las suyas tras las dunas” pensé en voz baja, pero exclamé: – Los típicos nervios y dudas previos a la boda. Regresaron más calmadas las tres amigas y nos dispusimos a tomar unos pastelillos variados con los que nos había obsequiado la casa. Terminados éstos, el camarero nos ofreció un chupito de licor, que también aceptamos. Y se conoce que el alcohol abrió la veda. Nos enzarzamos en una lucha sin cuartel en la que ninguna salió indemne. – Me preparáis una cena de despedida y a la par me la amargáis sin ningún miramiento. ¡Vaya amigas! –nos escupió la futura esposa, sin titubear y con bastante inquina. – No nos achaques a nosotras tu mal humor y si tienes problemas con tu novio o con quien sea, no es de nuestra incumbencia – exclamó Carmen. [6]


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Raquel, que hasta ese momento intentaba mantenerse al margen y jugueteaba con su cuchillo tratando de desmenuzar las ya minúsculas migas de pan que había sobre el mantel, se volvió hacia ella con una luz extraña en sus ojos y sinceramente exclamó: – Lo hemos hecho con la mejor intención. Julia, de natural tranquilo, parecía descompuesta y a punto de echarse a llorar. Fue incapaz de articular palabra. Elena, azorada, y sin esperar respuesta, le recriminó a su vez: – ¡Qué injusta eres! Yo también te creía mejor amiga. – Calma, calma, chicas –exclamó Charo poco convincente. – Vamos a calmarnos todas –repitió también Carmen–, pero sus conciliadoras palabras quedaron ahogadas por la airada respuesta que recibió de la novia. – Tú, cállate, mosquita muerta. – No creo que estés hablando en serio –protesté, con cara de circunstancia y aparentando una calma que no sentía, para tratar de reconducir. – No, si ella es así –explotó Carmen, que estaba muy enfadada. Pilar no se tranquilizó en absoluto, al contrario, se envalentonó aún más y mirándonos desafiante, prosiguió con cierto aire de triunfo en la mirada. – No, si lo que ocurre es que os da rabia que sea yo la primera en casarse. – ¡Pero, qué tontería! –exclamó, exasperada, Raquel. – Déjate de bobadas –exclamé a la par. – ¡Lo que nos faltaba! –se atrevió Charo. – Por si lo has olvidado, te recuerdo que yo también tengo novio y puedo casarme cuando quiera –saltó Julia al instante. – ¡Tendrá primero que encontrar trabajo! –le contestó hiriente. [7]


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Fue el colmo. Julia, desde el otro extremo de la mesa, le lanzó una mirada tan incendiaria que saltaron chispas y levantando la voz como si estuviera hablando para toda la sala (y en realidad era así pues desde hacía rato seguía con regocijo nuestra disputa) le dijo con tristeza: – Estás demasiado agresiva esta noche, supongo que serán los nervios ante la boda y no voy a seguir discutiendo contigo, pero que sepas que es muy cruel lo que acabas de decirme –y, levantándose, se dirigió a la barra a pedir una bebida con evidente cara de disgusto. No regresó inmediatamente. Se tomó la copa con unos conocidos. – Venga, vamos a dejarlo, que el vino nos está haciendo efecto y mañana vamos a arrepentirnos de todo lo dicho –exclamó Carmen con su mejor intención, para evitar que la cena terminara como el rosario de la aurora. Pero los astros no nos eran favorables esa noche, pues la futura esposa no solo no se tranquilizó sino que descargó sobre nosotras, con más saña aún, su amargura, su malhumor o lo que fuera que le ocurriera aquella noche. Dirigiéndose a ella le soltó: – Primero me ofendes y ahora me dices que me calme. Tú, como siempre, tirando la piedra y escondiendo la mano. Estás amargada desde que Cristian te dejó por otra. Los negros ojos de Carmen se convirtieron en dos candelas y parecía que en ese instante los fantasmas del pasado hubieran vuelto a su vida, pero dominando su rabia, con una calma inusitada dadas las circunstancias, le contestó: – Sí, me dolió que mi novio de tres años me dejara por otra de la noche a la mañana y sufrí mucho en su día. Pero ya lo tengo superado. Es más, a la vista de su comportamiento actual, fue lo mejor que pudo ocurrirme. Tuve suerte. Carmen, incapaz de sofocar unas lágrimas rebeldes, se levantó y también se dirigió a la barra. [8]


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– Se ha hecho tarde. ¿Vamos recogiendo? –exclamé convencida de que la velada ya no tenía arreglo. Mi sugerencia no prosperó pues Pilar no había terminado su particular expiación y en esta ocasión le tocó el turno a Elena y dirigiéndose a ella, no sin cierta cólera y disgusto, le soltó: – Tú estás muy callada esta noche, como si nunca hubieras roto un plato, pero que sepas que mi primo todavía está sufriendo por lo que le hiciste. A Elena le cogió de improviso tal reproche y por un segundo apareció un rictus de dolor en su rostro, pero con tranquilidad le respondió: – Lo suyo no era amor, era obsesión y me asfixiaba. Fui honrada al dejarle. Era imposible seguir adelante con la relación. Y que conste que no le abandoné por otro, como se dijo en su momento. Eso vino después. – ¡Venga ya! ¿Vas a decirme que te enamoraste de otro de la noche a la mañana? ¡Qué poco le querías entonces! ¡Lo que ocurre es que tu nuevo novio es rico y por su dinero no te importó dejar tirado a mi primo, como si de una colilla se tratara! – ¡No te consiento que digas eso! –soltó, enfurecida, Elena inclinándose hacia adelante y apoyando con furia los puños sobre la mesa–. Cuando me enamoré de tu primo era muy joven y pasamos unos años muy felices. Pero el amor se acabó, como a lo mejor podrá sucederte a ti algún día. – ¡No me compares contigo! Yo no creo que los hombres sean de usar y tirar. Creo en el amor. Yo me caso para siempre. – ¡Pues asegúrate antes del sábado de que tu Antoñito piensa lo mismo! ¡Y no me vuelvas a ofender! ¡Mucho menos a sugerir que uso a los hombres! ¡Y yo que te consideraba una amiga! – enfurecida, dando un tirón del bolso, también abandonó la mesa. Con los nervios a flor de piel y para escapar un poco de la presión, me levanté a su vez para dirigirme a la barra. Mientras [9]


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buscaba el dinero con el que pagar mi consumición y, con actitud conciliadora, se me ocurrió comentar a la novia: – ¿Estás preocupada por algo? ¿Has discutido con Antonio? No captó mi buena intención. Con la mirada nublada y más desafiante aún si cabe, se dirigió a mí para decirme con un deje de amargura: – Estás muy interesada en saberlo. Claro, como has estado toda tu vida enamorada de él, lo que quisieras es que no me casara. No me lo esperaba y me dolió tanto su respuesta que no pude o no quise reprimirme y le solté con rabia lo que durante tanto tiempo había ocultado: – Que sepas que tu querido novio me echó los tejos hace tiempo, después de haber empezado a salir contigo. Es más, me besó a la fuerza. No quise decirte nada entonces por no hacerte daño y porque la cosa no fue a más. Y que sepas también que siempre he estado evitándole. ¡Eso es lo que deberías haber notado! – exclamé furiosa. Se hizo un silencio sepulcral. Yo me levanté sin mirar a nadie y sin darles tiempo a reaccionar recogí mis cosas y di por terminada la velada. Llamé a un taxi en el que regresé sola y desconsolada a casa. Sé por mis amigas que el último brindis se realizó a orillas del mar, ya de madrugada. Al final se arrepintieron de todo lo que se habían escupido mutuamente y terminaron llorando. Al día siguiente llamé a Pilar.

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Bajo la higuera LATE el corazón de mi infancia bajo aquella higuera centenaria de ramas cómplices y hospitalarias. A su sombra, sobre un tapiz de tibia hierba virgen, resisten los juegos de aquella edad no fingida. Sin el misterio del mundo en la mirada, con la luz entre mis manos, la vida tenía un color distinto. Se alzaban las tardes tan diáfanas, abrasaba el aire de tan limpio, se acercaba tan manso el ocaso, que resultaba hermoso vivir.

18 de octubre EL alba me ha sorprendido contando estrellas y el hielo de mis manos ha enfriado aún más esta mañana que parece avanzar bajo agua hacia un lugar incierto. El aire de octubre, a menudo tan lleno de vital lluvia fresca, me regala hoy un aliento desvalido, agrio. Tengo frío. Y qué poco arropan los consejos cuando un viento gélido se aferra a tu ventana. Ojalá la vida fuera como una tarde de visita. BLANCA FERNÁNDEZ SÁNCHEZ [11]


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CONCHI CASTELLANO GARCÍA Hasta ahora SIEMPRE no existe porque nada es para siempre, porque siempre también tiene un final; uno amargo la mayoría de las veces. Guárdalo. No quiero tu siempre, solo un sencillo hasta ahora.

Invierno SU piel arrugada y fría envuelve la soledad de los pájaros. En el aire se deshoja un silencio transparente y lento, hecho de retazos de sueños que aún palpitan en la memoria y en las sienes. Y en el cielo, un sol marchito fingirá una luz clandestina. [12]


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Contra corriente NO sé cómo parar para no ir contra corriente, pero el mundo crece y arremolina los días igual que arremolina la arena. Y sólo puedo ir contra corriente, porque todo es confuso incluso las palabras, porque la noche no puede esconder ya más despojos bajo la absurda luz de las farolas.

Tuve en mis manos TUVE en mis manos un tiempo infinito, la quietud esculpida en una piedra. Mío era todo el campo y todo el mar. Mía la luz sin secretos, sin sombras negras. Ahora, estoy aquí. El viento sopla y yo –absurda obsesión– intento detenerlo sin más. [13]


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El laberinto del cielo HOY el cielo no quiere ver su reflejo en el asfalto ni en el mar. Tampoco quiere conversar con el viento. Está perdido dentro de su laberinto. Hoy, sin saber por qué, el cielo se siente solo un espacio incomprendido que dibuja nubes y estrellas en los perfiles de los muros. Puede que por eso quiera simplemente ser cielo, cielo sin ningún pretexto y, en toda su extensión, infinito.

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El mar EL mar se despierta límpido las mañanas de verano y mis pies hundidos en sus horas, en la lejanía de su cielo eterno. Cuando se mira al mar los días parecen igual de transparentes que sus aguas, igual de líquidas que sus horas. Todo se reduce al azul y blanco de sus sueños, al lienzo enorme e infinito de un cielo compartido con sus aguas que me aleja por un tiempo –muy ínfimo– de esta tierra fría y dura.

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La mínima existencia DENTRO del aire se abandonan por igual besos y palabras. Vagan como un torbellino de estrellas. Silenciosas, furtivas, casi invisibles. La mayoría agonizan y mueren como fantasmas sin cuerpo.

Tras la luz TRAS la luz desaparecerán también el desorden y los errores. El día será imposible, el silencio eterno y las horas se habrán doblegado al paso del tiempo. Será entonces cuando la lentitud y el sosiego devuelvan un espacio recién nacido cuajado de mañanas. Tras la luz, simplemente la vida cubrirá, de nuevo, las calles. [16]


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Fuera del tiempo y del espacio NO sé si fuera del tiempo y del espacio la luz también se propaga. No sé si la tierra sigue girando, si la vida no se para y la noche es esponjosa y blanda como un algodón de azúcar. Tampoco sé si fuera del tiempo y del espacio las flores aún tienen que entregarse al otoño.

Todo es ruina TODO es ruina y ni el tiempo lo arregla. Todo se ha vuelto unos ojos cerrados al desamparo, al vacío, a la indiferencia. Habría que buscarse otro cielo para recomponer el día, otro tiempo para llenar el hueco de la vida y librarse del viento que custodia el invierno. Eso, o ejecutar a la inversa la vida y existir de otra manera. [17]


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Tras el espejo HUBO un día en que los espejos empezaron a devolver todas las imágenes que habían sido prendidas con anterioridad. Aquellos que se asomaban a su cristal lanzaban un grito de terror al contemplar sus pavorosas representaciones. Por eso todos estuvieron de acuerdo en que ninguna de aquellas imágenes podían ser el reflejo de una realidad, sino el artificio de un ser maligno. Solo hubo alguien que no sintió miedo al mirar, tan solo al ver con qué facilidad se había producido el olvido.

Etérea existencia LE gustaban los atardeceres al pie del mar. La enamoraban el tono rojizo del cielo, el roce casi místico entre el sol y la luna, el murmullo triste de sus sombras. Era aquel espejismo el que alimentaba su realidad y cuando se alejaba, su desesperación era irreparable. Por ello decidió permanecer allí apartada, en el lugar donde una noche entregó sus ojos al cielo y al mar su voz. Nunca quiso ser solo un cuerpo. [18]


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Imponerse al día A veces el día renace para recorrerlo cuesta arriba. Su luz parece estar más allá en la distancia. Cada movimiento es un sin sentido tan agónico como el peso de una roca, pero habrá que imponerse a la desesperanza del no puedo a la pereza del no movimiento. Habrá que imponerse al mismo día y a la zozobra de todas sus sombras.

CONCHI CASTELLANO GARCÍA

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JAVIER GALLEGO DUEÑAS La intimidad del WhatsApp VORAZ, espero el sobresalto tenue de los leves destellos del piloto. Una nueva mirada clandestina: no hay mensajes de ti. En vano envío botellas de náufrago, alertas, monosílabos, emoticonos, una perdida: el corazón que solicita no se encuentra disponible. Deletreo a dos dedos un suspiro, una mirada de soslayo, una lágrima, media sonrisa, los hilos de un olvido tenaz encargado por catálogo, el tejido de los sueños. Ya no hay romanticismo, dicen; ya no recorre el correo del zar la estepa rusa, cartas de amor no se escriben. Confiamos la elocuencia a una mueca en una pequeña cara amarilla para que las tripas acusen recibo y el pulso salvajemente esprinte con dos puntos y un paréntesis. Aturdido, me enfrasco en la hermenéutica, la inmediata labor de descifrar con decimales tu ánimo preciso, la diáfana intención de tus palabras: [20]


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palabras que hablan de más, que susurran añoranza, impaciencia, ansia, urgencia, indiferencia y hastío, derrotas y penas; silencios que aúllan, cobertura insuficiente, el doble check azul que no me llega. Un zumbido repentino me despierta del sutil limbo donde te desespero. Una plegaria atendida.

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La esperanza LA esperanza entró en la UCI a las 14:35 de un 20 de marzo. El pronóstico es reservado. Dicen las enfermeras que la atienden que se encuentra estable, dentro de la gravedad; que está sondada y que pretenden un no sé qué de un bypass o inducirle un coma. Los familiares temen en el pasillo el desenlace inminente, aunque no es la primera vez, (ya lleva cinco infartos). Y siempre, al final, sube a planta, se recupera. Es de naturaleza fuerte, comentan a menudo. Sobrevive la esperanza. La esperanza entró en la UCI. Pronóstico: reservado.

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El mapa y el territorio el mapa mentirá: ya sin nosotros no existe este hotel… Antonio Rivero Taravillo

CUANDO viajamos hacemos nuestro el ambiente fingido de los monumentos, la impostura de ciertas calles de adoquines. Recomponemos el mosaico de las postales y las guías, aunque falte siempre alguna pieza. Y, al volver, mentirán los mapas si no hallamos enmarcados en ellos los recuerdos de esquinas, de museos, de plazas. Mentirán si no muestran sus dobleces como condecoraciones, como heridas de guerra Nuestras vidas se perderán en esos mapas que olvidan pasos, respiraciones, sudor y asombro.

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[Añoro la ligereza de mis pies…] AÑORO la ligereza de mis pies sobre la arena, no la juventud, tesoro estúpido, sino la inconsistente fluidez de mis discursos. No necesito morder el pasado, no volvería jamás en el tiempo para acaso recomponer errores y olvidos. De sobra sé que cometería los mismos tropiezos, iguales despistes, mayores desmanes. Pasan los años y la vida se convierte en un avejentado registro de logros y desgracias, un reguero de oportunidades perdidas y una escueta lista de ínfimas victorias. Lo que me desespera es esta lentitud de mente y cuerpo, mi torpe tropiezo con sillas y con trastos, objetos que acumulé durante años como piedras en un riñón del alma.

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Ubrique, 1999-2004 QUISISTE atender con cuidado el mimoso devenir de la vida, en tu regazo atesoraste los momentos que el día desperdigaba sin querer. Los recuerdos que asomaron por el pequeño balcón iluminaron con el rumor de un río escondido todas las estancias del pasado. Añoras, sin embargo, una tranquilidad que jamás habitó, que nunca fue completa, que se escapaba con la brisa. Las montañas enjaularon la tristeza, que ágil se escurría con las sombras de luces de hospital, de farolas marchitas, de lunas veladas por las cimas.

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Un gato de nieve UN gato de nieve mira a través de la penumbra de una tarde que, sin más, acontece. Deambulamos, acaso perdidos, de un lado a otro de la casa. Un gato de nieve, fijamente observa la lenta sucesión de los días: el declinar de las tardes y el sol de las mañanas. Los aspersores no lo asustan, ahí sigue, un gato de nieve, que nos recuerda el implacable paso de las horas. La augusta sabiduría de un gato de nieve que intuye, adivina, predice, conduce nuestros movimientos como un ballet de autómatas con rostro humano. El rostro de un gato de nieve expresa más en su quietud que todos los ademanes, imperfectos, acomodados, aprendidos con dificultad de un guion escrito mucho tiempo atrás. El peso de las sombras, las herencias, los suspiros recitados, las pasiones congeladas ante un gato de nieve.

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Daimon ESE pequeño demonio que me acompaña y me protege de todo mal, me oculta de mí mismo, me miente, entierra pruebas de delitos, corre las cortinas y envuelve, con tupida tela de raso, recuerdos y penas. No estoy seguro de que obre bien. El pequeño ángel que vela por mí permite que me asolen los temores, remordimientos con formas arcaicas, colores abstractos, voces enjauladas entre las sábanas y la almohada.

Rendirme al pecado de tu boca SENTIR tus tenues labios suspirar, abdicar de todo sentido o culpa, que mis manos no encuentren otra piel que tus hombros desnudos o tu nuca. Morirme con la salvaje emoción eléctrica al fundirme entre tus sombras, perderme en el estanque de tus ojos y rendirme al pecado de tu boca. JAVIER GALLEGO DUEÑAS [27]


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JESÚS GALLEGO Pequeño tributo Pasan hombres oscuros con su miseria a cuestas Julio Mariscal Montes

SEÑOR, deja los muertos donde están En la sombría vereda del recuerdo. Mirlo perseguidor de nuestra vida. Solo el carril de tus palabras leves Sostienen el hilo tenso del verso. Furtivos los deseos bajo la tierra. Mordernos los labios por el beso Y sufrir el látigo de las miradas, Del rumor y la cómplice sonrisa. Dicen que eran otros tiempos, mentira. Desterrados del futuro cercano Aunque en la oscuridad escriba: ¡Cómo no poder decir ni tu nombre! Y tener que poner la a en la o. Septiembre, 2015

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JOSÉ MIGUEL DOMÍNGUEZ LEAL Hölderlin “MI corazón pertenece a los muertos”, dijo el poeta;

el mío no tiene siquiera sustancia que ser transmitida. Los muertos egregios son literatura, espejo de cuervos, y honra de horas petrificadas en vaso de cieno. En cambio, mi yo vagaroso se queja del mínimo mundo, de sus certezas de voces unánimes hacia la nada.

Últimas horas de Maiakovski La vista se cansa bajo la pluma el papel se desgarra garabateado la pantalla del ordenador ni seduce ni incita los gestos, antaño preparatorios, sólo alimentan sospechas, ahora, de sinsentido, payaso del tedio: el arte ya no espesa el vacío, ni las envidias propias y ajenas bruñen espejos. Es la pistola metáfora aguada, coda irreversible, fiel y brutal corrector de la desolación programada.

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ALEJANDRO CABRERA Constante, la impermanecia ES el hoy un largo tomo que se escribe con palabras del ayer y que acaba de marchar hace una letra, o una coma, o un suspiro; y de enterrarse, olvidado y por completo enmudecido, tras cada punto y aparte.

El galgo de tu memoria EN el rubio arcaduz de tu tristeza naufraga un niño que nunca llegaste a querer conocer. En la roja balconada de tu risa yace un hermoso fulgor que se llama con el nombre de la tersura extraviada que disfrazó un día tu piel. En los rotos dormitorios de tu calma tan sólo me queda por ver el galgo de tu memoria. Pero éste nunca llega.

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MARIANO HERNÁNDEZ DE OSSORNO Soleares SI me quieres condenar sólo tienes que dejarme arrimao a tu portal a puntito de arrastrarme. Si me tienes mal querer deja una vez de mirarme, que en la vida hay que tener buen perder para quedarse. Quien entra en un agujero ya ni con suerte sale. De todos los agujeros, menos del de los ojales. Con esa cara que tienes a las seis de la mañana, qué poquito me conviene levantarme de la cama. Mira tú qué mal me quiere esa mujer de mi empeño: que cada vez que la pretendo a ella también le entra el sueño. Derechito que venía torcidito que se fue. Que la vida lo volvía del derecho y del revés. [32]


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Las reflexiones inoportunas I ¿A qué gastar los días de la vida

en la escritura solemne de un poema que os cuente de mí y de las cosas mías? Mas si vosotros quisierais hablarme, yo guardaría silencio. II

Y si es el dolor lo que nos hace crecer tan alto, ¿por qué no doler eternamente? Doler como un pájaro al que le han vedado el vuelo. Como la orilla de un río o la esquina de una calle. Como los ochocientos primeros peldaños de una escalera interminable. Aunque quizás haya quien prefiera, noblemente, una cosa más ligera. Que duela, si acaso, como las piedras y los temores de subir a un avión. Que duela como el olvido y el dolor que se pega a las sombras: Hasta el asomar del día siguiente o que se enciendan, de noche, las farolas. MARIANO HERNÁNDEZ DE OSSORNO

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Especial concurso ROSA DE LA CORTE EN la terraza reinaba un ambiente selecto, la gente que allí se congregaba era distinguida y, aunque el local se encontraba lleno, no se percibía más que un leve murmullo de conversaciones tranquilas. Me senté en la única mesa que quedaba libre. Pedí un rioja, deposité el ramo de rosas en la silla de al lado y encendí el puro que había reservado para la ocasión. Faltaban diez minutos para las nueve, la noche ya se había instalado y mi inquietud iba creciendo por segundos. Comencé a preparar la conversación con ella, no sabía qué iba a decir ni hacer. Mi mente se negaba a visualizar un guion que me sirviera para evitar malos entendidos. La vi llegar con un vestido elegante y sus cabellos rizados con filamentos de oro idénticos a los que poseía cuando la conocí. Solo desentonaba en su perfecta imagen un cuerpo peludo que llevaba agarrado en su brazo derecho. Recordé todos sus placeres y todos sus vicios. Vi a Marina escrutar cada rostro y yo no podía reaccionar de emoción. La amaba, siempre la había amado, deseaba volver con ella. Cuando me divisó, avanzó entre las mesas devorándome con la mirada, queriendo reconocer al hombre que tenía a pocos metros. – Hola –me dijo, besándome la mejilla, escondiendo la emoción que la embargaba – ¿Cómo estás? –pregunté. – Bien –respondió con voz seca. El silencio que flotó entre ambos, favoreció que [34]


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pudiéramos contemplarnos despacio. Permanecimos inmóviles unos segundos, mirándonos en el espejo del otro para apreciar con cuánta crueldad nos había tratado el tiempo desde la última vez que nos vimos. De pronto, me di cuenta de que había otro par de ojos escrutándome con la misma curiosidad que los de su dueña. El caniche era idéntico a Fifí, la perrita que ella tenía cuando la abandoné un día antes de nuestra boda. Me pregunté si sería ella. No, imposible. De esto hace casi quince años, me dije. Sólo cuando le cogí la mano que sostenía al diminuto animal, noté la calidez de su lana y reconocí su tacto; era Fifí. En ese instante fue cuando le dije: – Marina, perdóname. Fui un imbécil. – No importa. Lo pasado, pasado está. Solo quiero una cosa, devolverte el regalo del último cumpleaños que pasé contigo. Me quedé de piedra, muy sorprendido cuando plantó a Fifí en mi regazo. – Sabes –continuó diciendo–, nunca me han gustado los perros. ¿El ramo es para mí? – Sí, sí, claro... Alargó su brazo para coger las rosas rojas, se levantó y se fue tranquilamente por donde había venido. De repente, Marina volvió la cabeza para decirme: – Querido, ¿tampoco recuerdas que me gustan las rosas amarillas? No puedo decir que las cosas hayan salido al final como yo había planeado, porque ¿qué hago yo aquí, fumando un puro con un caniche en una terraza de Marbella? ROSA DE LA CORTE [35]


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Especial concurso LOURDES COUÑAGO MORA Y llegó el final. Qué raro todo. Pero ya perdí la capacidad de sorpresa, el derecho al pataleo, las ganas de preguntar. Cuando supe que solo habría la callada por respuesta ante mis “Quienes son ustedes”, “Qué hago yo aquí”, “Qué está pasando”, decidí dejarme llevar y que la cosa fuera como fuera. Era mi vida. Solitaria y escondida desde que ella me abandonó. Demasiado ocupado en mis negocios y mis relaciones sociales. Demasiado. Y algo saltó en mi mente, un interruptor que apagó el deseo, la ambición, lo que era todo, que pasó a ser nada. Busqué un pueblo perdido, y perdido quedé en una casa abandonada, alejado del mundanal ruido, autosuficiente, huraño y solo. Ni televisión, ni radio, ni prensa. Solo yo y mi dolor. Bueno, y mis gallinas. ¿Qué habrá sido de ellas? Porque aquel día iba a casa del molinero, necesitaba grano, unos minutos de charla, intercambio por huevos y vuelta a lo que ya consideraba mi hogar. Era mi vida. Solitaria y escondida. Pero mía. Desde ese día no me pertenece. Me estaban esperando. Recuerdo la bolsa en la cabeza, los golpes, los gritos, los empujones para meterme en el coche. Vinieron tiempos de preguntas y silencios. Pasé momentos [36]


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de miedo, de ira, de súplica demencial y absoluta. Y cuando ellos supieron mi voluntad anulada, comenzó lo inexplicable. Me observaban, me analizaban, hablaban delante de mí como si yo no existiera. Me cebaron hasta que me salió esta espantosa papada, me obligaron a repetir palabras que nunca hubiera dicho, retahílas y dichos absurdos con tonos de voz forzada. Y movimientos, como un orangután inmenso. Querían que fuera como el hombre del video, no su doble sino él. Y aquí estoy. Solo salí de mi vida de ermitaño para comprar grano para mis gallinas. Y ahora casi no recuerdo quien era. Porque ya solo soy el hombre del video, un tal Jesús Gil. No puedo decir que las cosas hayan salido al final como yo había planeado porque ¿qué hago yo aquí, fumando un puro con un caniche en una terraza de Marbella? LOURDES COUÑAGO MORA

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Especial concurso ROSA FREYRE DEL HOYO Revolución ABANDERADO del anticapitalismo, defensor de todo tipo de causas sociales, en primera línea, abogando por aquellas revoluciones planteadas en situaciones extremas. Ése era yo, un chico de izquierdas, antisistema, acostumbrado a la manifestación pública, con la exigencia de lo que consideraba justo para una sociedad libre, igualitaria. Como muchos que no conocen otro tipo de "revolución". Porque revoluciones las hay, y muchas.... Mi aspecto me delataba, vaqueros, camisetas, zapatillas deportivas..... Mi discurso la política, la corrupción, la falta de líderes.... Y, ella, que me había visto en unas imágenes por televisión, me localizó, recursos no le faltaban. Era una chica bien, de familia burguesa acomodada, de las que se dicen pijas, con la vida resuelta, y con unos padres que le habían dado de todo, y lo que aún era mejor, continuarían dándoselo. Fue que mis ojos recalaron en los suyos, azules, en su pecho, pequeño, pero bien moldeado, en esas larguísimas piernas enfundadas en unos pantalones de marca, rematadas por unos pies de uñas rojas, calzados con stilettos..., y ese cigarrillo que sostenía el aire. Y yo como que entonces reconocí en mí cierta aptitud, la de la adaptación hacia todo tipo de movimientos, y los de ella [38]


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producían en mí las más sublimes de las revoluciones, que terminaban en puro éxtasis. Y fue como, sin darme cuenta, satisfaciendo el impulso de la carne –que no conoce ideología–, me subí al tren del más férreo consumismo, y la verdad no me ha sido tan difícil. Cambié mis vaqueros y mis camisetas por ropa de marca, mis zapatillas deportivas por zapatos italianos, y mi pelo pulcro, siempre bien peinado, todo ello aderezado por el olor de una colonia, exclusiva e inconfundible. Me miré en el espejo y descubrí otro yo, al que había que darle una oportunidad. ¿Por qué no? Era justo. No puedo decir que las cosas hayan salido al final como yo había planeado, porque ¿qué hago yo aquí fumando un puro con un caniche en una terraza de Marbella? ROSA FREYRE DEL HOYO

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Especial concurso JOSÉ ANTONIO HERRERA MÁRQUEZ Lo había visto en muchas pelis LA crisis me había golpeado como al que más: sin trabajo, sin futuro, sin dinero… lo único que poseía era una hipoteca. ¿Cómo había llegado a esto? Siempre quise ser un gangster: fumar puros, beber whisky escocés de doscientos euros la botella y vestir traje hasta para ir a la playa. Siempre soñé con ser el sicario de una gran familia mafiosa, que todos me temieran y me respetaran. En algún momento me desvié de ese camino y me dediqué a la hostelería. Por eso, cuando respondieron a mi anuncio en Internet, no dudé ni un momento de que había llegado la hora de perseguir mi sueño. “Se ofrece hombre para cualquier tipo de trabajo, incluso como sicario”. Lo puse como una broma pero, para mi sorpresa, unos mafiosos de poca monta me contactaron. El trabajo era sencillo: matar a un anciano ruso en su mansión de Marbella. El tipo había sido un sanguinario jefe mafioso, responsable de más de cien muertes, por lo que me dije que no había nada amoral en quitarlo de en medio. Acepté. Lo había visto en muchas pelis. Estaba seguro de que podía hacerlo. El pago lo harían en dos veces: antes del trabajo y después. Cuando vi el fajo de billetes que me entregaron, decidí que había [40]


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estado perdiendo el tiempo toda mi vida. A partir de ahora no haría otra cosa que no fuese esa. A la noche siguiente llegué a Marbella, a la mansión del objetivo. Abrí la puerta con sigilo, me deslicé hasta el salón y allí le encontré. Parecía que me estuviera esperando, sentado, bebiendo una copa de lo que supuse que sería vodka. Sobre sus piernas tenía un perro, al que no dejaba de acariciar. – Haces mucho ruido, ¿lo sabías? –me dijo, con acento de película de submarino soviético. Le apunté a la cabeza, pero empezaron a temblarme las manos. No era capaz de disparar. Bajé el arma, derrotado. El viejo sonrió, se levantó y vino hacia mí. Me quitó la pistola y me dijo: – Cuida de mi perro. Y, acto seguido, se voló la cabeza. No puedo decir que las cosas hayan salido al final como yo había planeado porque ¿qué hago yo aquí, fumando un puro con un caniche en una terraza de Marbella?

JOSÉ ANTONIO HERRERA MÁRQUEZ

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JUAN JOSÉ GONZÁLEZ CASTELLANOS Escritor satírico MI madre anduvo masticando todo el verano un monólogo de peleas y luchas externas ante la desidia de mi padre. La casa se despellejaba por las humedades y este año tampoco la pintaría. Él, para evitarse tantos lamentos y, en un murmullo de boca cerrada, le dijo que se buscara un pintor. Ella no tardó en cazar al vuelo la comanda, satisfecha por los frutos del engorde de sus retahílas. Buscó y rebuscó hasta encontrar a un hombre que se dedicaba a hacer faenas encalando. Se sentía alegre. Yo la veía desde el patio mientras canturreaba por las ventanas que daban a los cuartos. Llegó una mañana de septiembre, sobre las nueve sonó el timbre. Allí estaba un individuo, consumido por la delgadez, con cara de miope y de aspecto impredecible. Cargaba una montaña de cubos, cañas, cepillos de encalador y escalera. – ¿Es usted el pintor? –le pregunté. – ¡No, niño!, yo soy un artesano. Detrás apareció mi madre, a él le cambió la cara y dijo enérgico: – Señora, soy el pintor, dispuesto a empezar la faena. Apilando todos los bártulos en el patio, interrumpió mis lecturas de señorito. Eso fue lo que le dijo a mi madre al verme leyendo. – Anda, que no está bien el señorito despatarrado en el sofá y leyendo sus tebeos. Desde el balancín lo veo deambular entre los tiestos, saliendo y entrando en un ajetreo de arrabal. Sujeta una brocha pelona para realizar su trabajo y se va, tirando más pintura [42]


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encima de la que aplica sobre la pared. La que le cae sobre las gafas de culo de botella, se las limpia con las manos. A medida que van pasando las horas, ve menos ante la niebla de suciedad que se le está formando en los anteojos. De ese modo, los brochazos que va dando tienen menos consistencia, cubriendo la pared de trazos impredecibles en un descuadre sin orden ni concierto. Aburrido, se asoma a la ventana para mirarme con ojos de chino, intentando atisbarme en su penumbra para volver al cuarto y soltar una carcajada de majaron. Luego, coge un lápiz diminuto, lo chupetea y escribe en una libretita enana que guarda en el bolsillo. Toda la mañana apuntando e intrigándome ante tanto escrito. Gradualmente se le fue aflojando el aplique de brochazos con una parsimonia digna del Culebrilla, un tonto que se creía un lumbrera y se pasaba de listo. Este vagaba con la tranquilidad de tenerlo todo hecho, acechando en todas las faenas del barrio. Aunque a él jamás se le conoció ocupación, solo la contemplación. Así andaba el tonto dando pildorazos con una frase que se había aprendido de memoria. – “Son tontos todos los que lo parecen y la mitad de los que no también.” Cuando mi madre sale para la calle, el pintor aprovecha para sentase a mi lado, enciende un cigarrillo, lo aspira con satisfacción, lo muerde y tiene la habilidad de hablarme con el pitillo en la boca. A la cuarta o quinta calada hace el amago de compartirlo, al ver que yo ni me inmuto desiste del intento. Entonces mete las narices en mis tebeos, sin enterarse de nada, para carcajearse sin sentido. Le pregunto por su libreta y me mira con cara de secretismo. – Yo soy un artista y quiero triunfar como escritor satírico. Por eso apunto todas las ideas que se me van ocurriendo. Si no, se me olvidan. [43]


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Con la charla me va preguntando a qué hora comemos. Cuando suena mi madre por el pasillo, corre saltando entre los cubos atareado. Sobre las doce aparece mi madre, con un plato de queso con picos y una cervecita que despacha rápido, terminando con el correspondiente cigarrillo del descanso para volver a su quehacer. A la hora de la comida, a él no se le termina la labor y le preguntamos si quiere comer. Es el momento que aprovecha para desencadenar un discurso mesiánico sobre el mal vivir, la soledad, la necesidad y el hambre de abandono que sufre en la soltería. Mi madre se traga la sarta de trolas que él le cuenta, apiadándose de su dolor y empatizando con su pena. Rápido, se asea para sentarse a la mesa frente a mí, tieso como un marqués. Se planta ante el plato de garbanzos con acelgas y lo ataca a sopón vivo de pan, pan y dos cervezas. Atiendo a todos sus gestos y me doy cuenta de que, cuando traga, el ojo izquierdo se le chinga en una mueca de satisfacción culinaria, desfigurándole la cara. De postre, flan de huevo. Este le hace repetir el tic con locura a cada cucharada. Con tantas mojigangas, me entra una risa desvergonzada que a él se le atraganta. Aprovechando un descuido de mi vieja, me suelta con descaro: – ¡Nene! ¿Tú de que te ríes tanto, nenito? Cuando la comida se acaba, da un brinco dispuesto a afrontar la faena con energías renovadas. Volátil, se apaga, paso a paso, para reducir el ímpetu inicial. Situado debajo de la escalera, empieza a contar los escalones. La ascensión se le hace imposible y realiza una estación sacramental en cada escalón. Al llegar a la cumbre, reposa agotado y levita un sueño de escalera con la habilidad de los años. La merienda se la sirven con café y un Tú-y-yo y, a las seis menos cuarto, da por terminado el día antes de que aparezca mi padre. Cuando llega mi padre, mi madre ya tiene preparado el café que recalienta para él. Sentados a la mesa, la trifulca no tarda en [44]


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saltar al dar comienzo el interrogatorio de preguntas inquisitorias sobre el pintor. Las pesquisas traen de vuelta las peleas y la discusiones al enterarse mi padre de quién es el flojo zopenco. Entonces, los dos se enzarzan en una pelea. Asoman trapos y trastos de veinte años atrás. Además, toda mi estirpe se lleva su repaso de burlas sarcásticas apareciendo primos y tíos inútiles. Me quedo sorprendido al descubrir la abundancia de tanto mamarracho en mi familia. Yo los escucho sin sacar las narices de mi tebeo, no sea que yo también reciba parte de las puyas. Así, irritados, se van quitando el uno al otro la palabra. – ¡Que te calles, que se va a enterar el niño! La jarana termina en un ultimátum de divorcios y amenazas incapaces de cumplir. Pero al enfado le siguió un silencio de tres días. En esos días, la vagancia llegó a ser notable y la faena quedó dormida en uno de los cuartos ante la incapacidad de mi madre de decirle nada al artista. El jueves mi padre llegó antes y al artesano el cuerpo se le enderezó por la inquietud. Mi padre, que traía la sangre envenenada de tanta reyerta, se dirigió a él muy seco. Le fijó una mirada de boxeador y lo amenazó con darle un mascazo si no desaparecía en el ínterin. El fenómeno salió espantado ante tanta cólera, escabulléndose con rapidez celestial. El viernes, llegó tarde con la excusa de recoger todos sus utensilios de trabajo y cobrar. Mi madre excusó a mi padre por su ira y le pagó cinco mil pesetas, regalándole una bolsa de pescado congelado que mi padre guardaba en la nevera. El sábado, por fin, mis padres terminaron con la pintura que me distrajo durante toda la semana. Con el susto, el novelista satírico se dejó entre los cubos la pequeña libretita donde tenía escrita la historia de un personaje juvenil, un tal Fran. Él ni siquiera preguntó por ella, aunque yo lo vi rebuscar con inquietud. [45]


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El Jimmy EL Jimmy es mi amigo, un chiquillo triste de soledad. Sus encierros lo volvieron inventor de historias rollistas con las que él mismo se iba sugestionando hasta hacerlas realidad en mi imaginación. Su madre fue bailaora y artista flamenca de Cádiz. Actuaba por todas las provincias de Andalucía hasta que se quedó embarazada del Jimmy. Volvió a un padre tradicional que se sintió deshonrado por las afiladas lenguas y se tragó el honor ultrajado. Él nació mulatito y la familia patriarcal la sentenció renegando de ella por descastada. Por eso, el odio le hizo abandonar la capital para venir a trabajar a Rota. Ahora ella se busca la vida en una barra americana de las que tanto abundaban en nuestro pueblo. A las seis de la tarde, cuando todos los niños jugamos en la calle, a él lo interna en su casa, prisionero. Ella no conoce a nadie que se haga cargo del niño, aunque, como ya tiene diez años, puede estar solo hasta que llega tarde del trabajo. Entonces, lo encuentra dormido delante del televisor. Con el consuelo del amor de su hijo, lo lleva abrazado a su cama para refugiarse en su cuerpo de ángel y colma con los únicos besos de ternura que da. Algunas tardes, desde la azotea de su casa, él nos llama. En ese púlpito improvisado nos reúne sobre la acera y nos grita un discurso de historias inverosímiles. Yo me ilusiono con todo lo que él me dice y, de vez en cuando, le voy preguntando por el trabajo de su madre. Con evasivas se zafa de las preguntas que ni él mismo sabe contestar. Los otros niños se ríen de sus fantasías y se marchan, pero yo me espero siempre un poco más. Cansado, le amago con irme, y él se ve intimidado por la soledad. Para que no me vaya me regala chicles americanos y caramelos Chimos que su madre le trae del trabajo. [46]


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Un día, desesperado por mi marcha, me enseñó una montaña de fichas desusadas que su madre le trajo. Él sabe que a mí me chiflan ese tipo de piezas, con sus colores rojos, verdes y amarillos, con incrustaciones en números dorados. Así fue como, por la reja de la ventana de su casa, le sacaba el aburrimiento para mi conveniencia en fichas de ruleta de casino que él me va dando. Las guardo como un tesoro y forman parte de mi colección de latillas y bolindres. Los sábados por la mañana, cuando su madre duerme agotada, organizamos memorables partidos de fútbol con las latillas. En la playa, por la tarde, sobre la arena, nos distraemos haciendo carreras ciclistas de chapas con circuitos curvos y saltos de montículos. A cada pieza le asignamos un nombre de ciclista famoso como Marino Lejarreta, Bernard Hinault o Laurent Fignon. Los jaleamos como si de verdad estuvieran con nosotros participando en esas competiciones. Este año la feria del Rosario está en la explanada del barranco donde siempre montan atracciones de feria. Allí me llevo toda la mañana, en los coches-choques, con el Jimmy, sobre dos barras de acero que hacen de asiento. Escucho música en inglés que no entiendo pero bailo para que las niñas vean lo molón que soy. A los americanos que entran para disfrutar de los coches locos, los acoso con mi amigo para que nos den fichas y poder poner en práctica nuestra pericia de conductores noveles de diez años. Un día, me di cuenta de que las fichas de la ruleta eran muy parecidas a las que se usan para el funcionamiento de los coches-choques. Sobre la acera de mi casa, sentado y contra el rasposo cemento, nos aplicamos limándolas con insistencia de estafadores, hasta que conseguimos el mismo molde de ficha plástica que se usa para activar los coches eléctricos. Con disimulo las probé, constando el éxito de nuestro trabajo de tramposos. Astutos, procuramos que la pista esté llena de coches [47]


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en funcionamiento para saltar sobre uno de ellos y activarlo con nuestros trucos simulados que funcionan de maravilla. Algunas de las piezas atoran el mecanismo de funcionamiento y el coche se vuelve turulato para regalarnos carreras sin descanso. Cuando suena la bocina yo disimulo colocando la mano sobre el cajetín para que los dueños no se percaten de nuestras argucias. La travesura nos estuvo funcionando durante unos días. El hombre, con aspecto de desarrapado y lleno de churretes que se dedicaba a aparcar los coches y a desatascar las máquinas para que volvieran a funcionar, empezó a vigilarnos con insistencia desde atrás, agarrado a la barra del carro eléctrico y subido sobre el protector de plástico que tenían los coches. Se dio cuenta de que las fichas que usábamos eran de pirata trapero. De un tirón sacó mi cuerpo de mico del coche en funcionamiento. El tío, envalentonado por mi miedo, me llenó de acusaciones justas y empujones de los que yo rehuía, temeroso de un revolcón o una torta merecida que me cayera por mi imprudencia. El Jimmy, valiente, saltó en mi defensa peleándose con el gigante a trompicones para que pudiera escapar. Yo siempre he sido un asustón y mi valentía se disipó en una carrera infantil para desaparecer tras mentir como un bellaco mi inocencia. Excomulgados de la atracción, nos dedicamos a otro tipo de trastadas. En una calle sin nombre ni salida hay un alto vallado que tiene un patio huerto con un bonito almendro. El Jimmy y yo saltamos silenciosos en busca de las almendras que llenan nuestros bolsillos en un robo de gamberro que la dueña nos espanta como a pajarillos. Descompuesta de tanto pillo, ha sembrado el pretil de afilados cristales de botellas multicolores. Con una alfombra vieja que encontramos en el vertedero, la echamos sobre las cuchillas para poder vadear de nuevo. El dueño, vigilante, salió hecho un basilisco con una vara de mimbre para fustigarnos con [48]


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la justicia, sin poder. Ante la inutilidad de las tajaderas, adoptó un perro con muy malas intenciones que nos amargó el almendro. Ayer nos pasamos desde las cuatro de la tarde subidos a las ramas de un bosque mágico que crece más allá del Picobarro. Entre sus ramas balanceamos nuestros delgados cuerpos de niño. Con la inercia, saltamos como heroicos trapecistas, emulando a Tarzán, para agarrarnos a otras ramas. Cuando nos falla el agarre, caemos a un suelo sin red ni lianas que amortigüen nuestras caídas de muñeco. Como si fuéramos de plástico, rebotamos riendo contra el suelo y los espinosos yerbajos. Inmunes a cualquier mal, volvemos a subir a las ramas e intentarlo de nuevo. Fue como una despedida, sin decirnos adiós, como si la vida fuera a seguir al siguiente día. Hoy por la mañana, El Jimmy ha desaparecido de mi vida dejándome su soledad, como si nunca hubieran existido sus aventuras. Su abuelo nunca sabrá de su valentía de hombre, ni su abuela saboreará sus besos alegres. Volaron lejos con las lágrimas de su madre y, con su dolor, se perdió en un país gigante para no volver. JUAN GONZÁLEZ CASTELLANOS

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MARÍA DEL CARMEN DOMÍNGUEZ DOMÍNGUEZ

La mota de polvo FLOTABA entre nubes, ella, una mota de polvo africana que el viento de levante elevó hasta alcanzar el firmamento tras una fuerte tormenta de arena. Llevaba mucho viaje recorrido en su corta vida. Durante días, se entretuvo volando entre el azul inmenso hasta cruzar el Estrecho, dejando su África natal muy lejos. En el golfo de Cádiz descubrió unos estratos algodonosos que la atrajeron cada vez más. Curiosa, se dejó llevar como un pájaro hacia ellos, hasta que un nimbo grisáceo la retuvo cubriéndola de humedad. Empezó a temblar de frío, nunca tuvo aquella sensación antes, ella, que procedía del desierto del Sahara, donde sus días transcurrían tumbados al sol formando parte de una inmensa duna. En aquel preciso momento, una gota de agua la envolvió, y sintió seguidamente cómo su cuerpo diminuto se transformaba, perdió la noción del tiempo y hasta el frío, que sentía por primera vez, contemplando cómo crecía hasta reformase cual mariposa salida de crisálida en una dendrita. Frágil y cristalino, su cuerpo, antes redondo y seco, se convertía en un precioso prisma traslúcido del que sin saber cómo le salieron seis brazos formando un hexágono de finas láminas. Ella, cada vez más asombrada, se dejaba crecer hipnotizada por la belleza de su cuerpo. La cantidad de sal y humedad del ambiente la transformó en un precioso cristal nevado que junto con otros muchos, cada uno geométricamente distinto, se dejaron caer despacio cubriendo de nieve la noche de la Sierra de Grazalema. El sol de la mañana hizo que su precioso cuerpo fuese perdiendo esa transparencia dura y frágil, como si llorase por tamaña belleza. Volvió a ser mota de polvo y cayó al cauce del río que la llevó en su curso cruzando a través de unos pinsapos y [50]


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alcornoques inmensos para llegar al mar y llegar a convertirse, una vez más, en otra vida distinta, formando, esta vez, parte del fondo marino que unía el Atlántico y el Mediterráneo. Su existencia no le dio a elegir su forma, pero sí supo darle caminos para descubrir la belleza que encierra la vida.

Instantes de soledad SE rompió el verso cansado, resignado y dolido tras la distancia obligada, sin luz ni vida, palideció. Las sombras ocuparon el espacio sin llamar, llenándolo todo tras tu partida de septiembre. La cordura ensombreció la mente dejando palabras enajenadas en el pensamiento ausente. Esa soledad que duele, ese dolor que apisona, ese estar sin vivir, llenando los días, esa ausencia tuya, saturando instantes de soledad. Perdida entre las sombras, la noche remata el cansancio inhóspito de tu partida, extenuada hasta el alba por luchar contra la distancia que se interpone una vez más entre tus idas y venidas. [51]


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Soñando el aniversario UN rayo de sol entra por la ventana del alma, despierta la razón con un brinco de alegría, hoy es un día especial. Tejiendo la luz matinal, como tela de araña aprisionando el alba, el corazón late al compás de esta fecha única, palpita suave, sin prisas, pero rebosante de alegría. Un cosquilleo desentumece los músculos aún dormidos en tus brazos, son tus mimos y besos matinales, los que evocan a diario una vida en común. Los sentidos desperezan aún más cuando la piel se hidrata bajo la ducha delicada de tus caricias, limpiando a diario mi melancolía. Ante un café humeante, las piernas se estiran, dispuestas al paseo matinal por la orilla del mar, llenando los sentidos de un regusto salobre. Salir al mundo a diario es todo un acontecimiento, hoy tiene una fecha señalada en nuestras vidas. La luna me lo susurró aquella noche, cuando acomodó las estrellas en tu piel dejando el firmamento pintado en tu cuerpo, cubriéndonos de sueños hermosos. Hoy es un día exclusivo, nuestra unión hace su puesta de largo, en la memoria, los recuerdos añejos tienen el sabor del buen vino. Los días que nos quedan por vivir volverán a llenarnos con la luz matinal, de caricias y besos, las tardes nos traerán ocasos hermosos y, de nuevo, la luna, como aquel astro plata de hace dieciocho años, iluminará nuestra noche, nos llenará la vida de ternura. Nuestra vida en común, esa que celebra hoy su puesta de largo. [52]


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Logan; Alexa, la Maga del Agua; y Connor, el Duende Zahorí COMO cada mañana, Logan se levantó. Su madre le tenía preparado el desayuno, unas buenas gachas con la leche de las vacas que pastaban en la pradera cerca de su casa. Después de desayunar, Logan salió corriendo a jugar. Aquella mañana hacía mucho calor, era un bonito día de julio. El niño cogió el balón que su abuela le había comprado en el mercado del pueblo la mañana anterior y empezó a darle patadas imitando a sus grandes ídolos. Tan fuerte le dio que el balón se alejó, sin darse cuenta, del jardín de su casa y, poco a poco, fue adentrándose en el pequeño bosque cercano. Con el desnivel, el balón cayó en el riachuelo, con tanta suerte que se quedó atrapado entre las piedras y unos maderos. – Menos mal, creí que iba a tener que mojarme para cogerlo. Al agacharse, oyó una vocecita suave y muy bajita que le decía: – ¡Logan, ayúdame! Mira, ¿me ves? Aquí, a este lado no, mira hacia el otro lado. Logan no hacía más que mover la cabeza de un lado a otro y no veía nada. De repente, vio algo pequeñito y resplandeciente. Algo brillante estaba junto a su balón, bueno, más bien atrapado en él. El niño agarró el balón con mucho cuidado y, según lo iba levantando, seguía oyendo su nombre. – Logan, Logan, ayúdame por favor. Logan, por fin cogió aquello pequeñito con sus dedos, y lo colocó en la palma de su mano. – ¿Qué eres? –preguntó Logan, que estaba asustado y sorprendido a la vez. – Uf, menos mal. Hola, soy la Maga del Agua. Me llamo Alexa [53]


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¿nunca has oído hablar de nosotras? – Pues no. ¿Qué sois?, ¿duendes? – Sí, somos algo así. – ¿Que te ha pasado?, ¿te caíste? –le preguntó Logan. – Bueno sí, más o menos. Estaba tomando el sol, esperando que mis hilos se secaran y pasó Connor, el Duende Zahorí, y me ha tirado con el viento que levanta a su paso. Siempre va corriendo. ¡Es un pesado! – ¿El Duende Zahorí? ¿Quién es? – ¡Vaya! ¿Tampoco lo sabes? – No –contestó el niño. – Pues es… ¡anda, qué tarde es! Bueno, me voy, que tengo prisa. Alexa, la Maga del Agua, se subió en una hoja seca y dejó que el río se la llevara. Logan estaba tan sorprendido que se quedó con la mano abierta mirando como la hoja se alejaba sin saber qué hacer. Tanto se distrajo que el balón se le escapó otra vez, pero ahora no podía recuperarlo, el río se lo llevó igual que a Alexa, la Maga del Agua. Logan no podía hacer nada más que ver como se alejaba. Se quedó triste, había perdido su nuevo juguete. Desolado, cabizbajo y pensativo se fue para su casa. – Abuela, ¿quién es Connor, el Duende Zahorí? – Ay, niño, ¿dónde oíste tú ese nombre? – Me lo dijo Alexa, la Maga del Agua. – Ay, Logan, por favor, deja de inventar historias. Los duendes no existen, son cuentos de la gente para asustar. – Sí, abuela, pero Connor, el Duende Zahorí, ¿quién es? La abuela le miró y sonrió. – Bueno, ven, siéntate aquí que te lo voy a contar, pero no vayas a decírselo a tu madre, ¿eh?, porque me dirá que te lleno la cabeza de pajaritos. Verás, desde hace mucho, mucho tiempo, [54]


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cuentan que Connor, el Duende Zahorí, es un enanito que habita en nuestros montes. Tiene fama de ayudar a los Maquis, que son los campesinos de la zona. Cuando las gentes de la tierra pierden alguna cosa que para ellos es importante, le llaman canturreando esta canción: “Duende, duende, duendecillo, una cosa yo perdí. Duende, duende, duendecillo, compadécete de mí.” Y con estas palabras, Connor, el Duende Zahorí, aparece ante la persona que le llamó y le ayuda a buscar sus cosas perdidas. – ¿Y tú le has visto alguna vez, abuela? – No, mi querido niño, eso son leyendas, cuentos de la gente. – ¡Pero yo he visto a Alexa, la Maga del Agua! – Anda, calla, calla, ¿ves como no puedo contarte nada? A la mañana siguiente, Logan salió corriendo como siempre. Fue hasta el arroyo donde esperaba encontrar su balón. Se sentó a la orilla y, mientras pensaba en lo que su abuela le había contado, decidió llamar a Connor, el duende Zahorí ¿Sería verdad que podía ayudarle? Quizás así encontraría su balón. – La abuela dijo que ayudaba a encontrar cosas, ¿no? Pues yo voy a probar –se dijo –, a ver ¿cómo era? Y empezó canturreando como hizo la abuela: – “Duende, duende, duendecillo, una cosa yo perdí. Duende, duende, duendecillo, compadécete de mí” Logan, dijo las palabras y empezó a mirar para todos los lados, pero allí no pasaba nada. – Es verdad, mi abuela tenía razón, son cuentos de la gente. [55]


Voladas Año 2, Nº 6

Triste, se levantó muy despacio y al darse la vuelta… – ¡Ay, qué susto! – ¿Por qué te asustas? Fuiste tú quien me llamó –le dijo un pequeño ser que estaba a su espalda. – ¿Yo? – Sí, tú. Soy Connor, el Duende Zahorí. ¿No me has llamado tú? Logan se agachó para ponerse a la altura del duende. Este era pequeñito y tenía cara de malas pulgas, pero, por el contrario, no hacía más que reírse y su risa era alegre y contagiosa. Tenía la cara redonda y una nariz larga, llevaba una zamarra roja y no paraba quieto un momento, andaba arriba y abajo, de un lado para otro sin parar. – Bueno, y tú, ¿qué quieres? – ¿Yo?..., yo perdí mi balón. – Sí, y ¿cómo fue? ¡Ah, bueno! No me digas, ¿se lo llevó el río? – Pues sí, se lo llevó y no pude alcanzarlo. ¿Me puedes ayudar a recuperarlo? – Pues, no sé, no sé… ¿eres un niño bueno? – Yo, sí –dijo Logan sin dudar. – Seguro, ¿no? –le preguntó el Duende Zahorí con su voz ronca y la cara muy seria. Tanto, que casi asustaba a Logan. – Sí, de verdad –le contestó el niño. – Veremos, ya veremos. Sígueme si quieres tu balón. Connor, el Duende Zahorí, empezó a dar vueltas, a ir de un lado a otro, todo deprisa y sin parar, subía y bajaba de las rocas, se escondía entre los arbustos, trepaba a los árboles y bajaba tan deprisa que apenas le daba tiempo a Logan de saber dónde estaba y seguirlo. El niño ya estaba preocupado, no podía seguir al Duende, corría y corría para todos los lados sin perderlo de vista. Estaba cansado con tantas carreras y brincos, pero aguantaba, quería conseguir su balón. [56]


Voladas Año 2, Nº 6

– Ven, Logan, creo que ya estamos cerca. – Sí, ¿tú crees? – ¿Qué pasa, no te fías de mí? – Sí, sí, lo que pasa es que vas muy rápido, casi no puedo seguirte. – Mira aquí. El Duende Zahorí le señaló a Logan unos matojos un poco alejados de la orilla. – Pero, ¿qué te pasa, vas a levantar los matojos?, ¿no ves que yo no puedo? Soy muy bajito, eso tienes que hacerlo tú sólo. – Sí, sí, lo voy a hacer, pero igual me caigo, están un poco lejos. – No, ven y haz lo que yo te diga. Toma este palo y levanta despacito uno a uno los matojos, con cuidado. Logan hizo lo que el Duende le indicó y, ¡oh!, sorpresa, ahí metido estaba su balón. Lo cogió y se dio la vuelta para agradecer al duende su ayuda. – Duende Zahorí, muchas gracias, otra vez podré jugar con mi balón. El Duende Zahorí lo miró y le dijo: – Gracias a ti, Logan, yo no he hecho nada, tú has sabido seguirme y te has fiado de mí. Recuerda siempre que el Duende Zahorí es un duende bueno y que sólo ayuda a las gentes de buen corazón. Pero si me intentan engañar, o no se fían de mí, castigo quitando aquello que se desea y regalándoselo a otra persona que lo necesite. Tú ayudaste a Alexa, la Maga del Agua, y creíste en mí, por eso cuando me llamaste yo acudí. Sigue siendo un niño bueno y si necesitas de mí, ya sabes cómo llamarme. Dicho esto, Connor, el Duende Zahorí, dio una voltereta y desapareció. Logan se fue contento a su casa dando patadas a su balón y deseando poder contarle a su abuela lo que le había pasado. MARÍA DEL CARMEN DOMÍNGUEZ DOMÍNGUEZ [57]


Voladas Año 2, Nº 6

MARÍA DEL MAR REYES FUENTES ¿Se llama amor? ANA se sienta cada tarde en el mismo banco del parque. Desde allí, observa a su nieta que sube y baja del tobogán, corre detrás de los pavos, bebe de la fuente o se monta en los columpios gritándole: ¡Abuela, paséame por favor! A su llamada, Ana se levanta y luego, mientras empuja el columpio, le va diciendo que mueva las piernas hacia adelante y hacia atrás. Piensa que su nieta lo que realmente quiere es sentirla cerca, notar su presencia para que le dé seguridad. Desde hace unos meses, un hombre se sienta en su mismo banco y ojea un periódico mientras fuma un cigarrillo. Al principio solo la observaba de reojo, después empezó a hablarle. Le comentaba las noticias de actualidad, le hablaba del paro, del problema de Grecia, de la subida de la gasolina... Charlaban de lo que había cambiado la vida desde aquellos años en los que fueron jóvenes. Ana le contó que tenía dos hijos, ambos casados, y que su nieta era de su hija la mayor que trabajaba por las tardes, por eso ella se encargaba de llevarla al parque. Pero no le importaba porque le servía de distracción. Era viuda desde hacía siete años y su nieta le había ayudado mucho en ese trance. Él le contó que también era viudo y que tenía un hijo al que casi no veía porque trabajaba en el extranjero. Le contó que alguna vez recibía una llamada o una carta, pero siempre eran breves. Él culpaba a su nuera de esta situación y si lo sentía era por sus nietos a los que apenas veía. Le entristecía estar perdiéndose su infancia, sus besos... Cuando llegaba ahí, dejaba [58]


Voladas Año 2, Nº 6

de hablar y se limpiaba los ojos con la mano, luego sonreía y seguía hablando de otra cosa. A veces, se tomaban un café aunque a Ana siempre le preocupaba el qué dirían o si la miraban o no. Por las noches se preguntaba si hacía bien en hablar con ese hombre, pero es que sentía algo por él aunque no sabía con exactitud qué. No sabía ponerle nombre a sus sentimientos, eran muchos los años vividos bajo el yugo de lo malo, lo pecaminoso y el que dirían. Lo que sí sabía era que se sentía joven y activa cuando estaba junto a él, que le encantaba cuando contaba cosas de su juventud y de sus viajes, que también le gustaba cuando callaba para revivir mejor su pasado y, sobre todo, cuando sonreía. Su corazón galopaba al encontrarse sus miradas y aunque no decían nada, lo decían todo; luego ella bajaba los ojos avergonzada y reflexiva. No sabía qué nombre poner a sus sentimientos. Puede que solo fuera cariño o amistad, o puede que, tal vez, se llamara amor.

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Voladas Año 2, Nº 6

Ahora que vamos... vamos a contar mentiras EXISTÍA un pueblo muy pequeño que apenas tenía casas y estaba situado entre montañas, su nombre era Rota ¡huy, se me escapó una verdad! El ayuntamiento trabajaba sin descanso por el turismo que abarrotaba el pueblo todas las estaciones del año. Tenía un gran museo donde todos podían conocer el pasado del municipio y se hacían visitas en las cuales el turista, además de conocer las calles y sus principales monumentos, podía tomar vinos y platos típicos de la tierra. Tenía un polígono alimentario donde se procesaban los frutos recogidos en el campo para ser envasados con su denominación de origen. Y aunque el pueblo era pequeño, contaba con una línea de autobuses que funcionaba de maravilla, con horarios inmejorables y con una comunicación con otros pueblos que era la envidia de toda la comarca. La sanidad se atendía desde un pequeño centro de salud en el cual se asistía la mayoría de las necesidades de la población y eran pocos los casos, y siempre debido a su gravedad, que se remitían a otros centros mayores. Las oficinas de las instituciones públicas habían olvidado el eslogan “vuelva usted mañana” y lo arreglaban todo en un mismo despacho sin obligarte a dar vueltas como una pelota. En los plenos los políticos no discutían porque pronto se llegaba al consenso ya que sabían que eran representantes de los ciudadanos, los únicos que tenían el poder de ponerlos y quitarlos.

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Voladas Año 2, Nº 6

Pero bueno tras tanta diatriba, he llegado a la conclusión de que este cuento no tiene trama ya que todo funciona perfectamente en este pueblo encerrado entre montañas. Entonces, ¿por qué seguir escribiendo esta historia...?

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Voladas Año 2, Nº 6

La chica de la calle ¡AY, qué me gusta el verano!, sobre todo sus noches que es

cuando mi colega y yo salimos de caza –tú ya me entiendes–, aunque en muchas ocasiones somos nosotras las cazadas. Aprovechamos que la gente mayor se sienta en sus sillas a la puerta de su casa para hablar del precio del butano, de lo difícil que es dormir con este insoportable calor, del ronquido de sus maridos –¡como si ellas no roncaran!–. ¿Y lo bueno que sabe un heladito sentados en una terraza sin prisas?, y es que en estos días parece que el amo y señor reloj no tiene ningún poder sobre ellos. Ver la playa desde el paseo marítimo, las luces de Cádiz que brillan en la lejanía y hacen que parezca más cercana la capital es toda una delicia. Me gustan esos paseítos que damos mis colegas y yo de esquina en esquina y, a veces, cruzando la calle. Las visitas también son lo nuestro aunque, la verdad sea dicha, no somos bien recibidas en ninguna casa y las mujeres son las que peor nos miran. Somos todas rubitas y causamos furor aunque esté feo decirlo, creo que por eso el colectivo femenino es el que más nos grita cuando nos ven. Nos sentimos perseguidas en muchas ocasiones... ¡Como en este momento! ¡Grrr, qué asco, una cucaracha! MARÍA DEL MAR REYES FUENTES

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Voladas Año 2, Nº 6

MERCEDES MÁRQUEZ BERNAL Noches blancas SERÍA bueno entrar en esa cafetería, abrir su puerta de madera, atravesar la estancia y buscar una mesa bien situada al lado de la cristalera, para mirar a la calle y también ser mirada. Pedir un café y puede que hasta algún pastelito de esos que tienen en la vitrina del mostrador. Sumergirme en el ambiente entre el murmullo de la gente charlando en compañía, tomándose el desayuno. Una atmósfera densa de calor humano y un fondo tintineante del roce de la loza y las cucharillas dejadas sobre los platos, la máquina del café bufando como un tren a vapor y expulsando el líquido negro como un pozo de petróleo, fuente de energía para afrontar la mañana. Después salir, girar a la derecha y dirigirme allí donde se encuentra una tienda que vende de casi todo. Es un edificio antiguo, de esos que ya apenas quedan, que permanecen como una curiosidad, una especie en extinción que hay que conservar. Algunos clientes lo visitan casi como un museo y siempre compran algo, más como una obra de caridad, que por necesidad, les hace ilusión participar y contribuir en su mantenimiento pero, sobre todo, porque también ellos necesitan de su presencia, todo lo que representa de su pasado, de otros tiempos que vivieron y ya dejaron de existir. En su gran escaparate, expuesto al estilo de antaño, ningún experto escaparatista ha tenido nada que ver en su diseño, se colocan los productos como se hizo siempre. Cualquiera se puede perder en su fondo, igual que ante una gran pantalla de cine, y que sus ojos recorran sus recónditos espacios y hallar desde embutidos y latas de conservas, piezas de bacalaos, membrillos, bolsas de legumbres; también cafeteras, ollas, cacharrería variada de aluminio, instrumental que [63]


Voladas Año 2, Nº 6

desconozco su uso, muñecos antiguos con trajes regionales, molinillos de café (quién muele ya café, en realidad, es cosa de los postmodernos, los únicos que pueden permitirse el esnobismo de lo antiguo). Una mezcolanza entre tienda de ultramarinos y un bazar chino, con el encanto de sus materiales gastados, su marco de madera verde oscuro, su suelo de tablas que crujen al andar, su largo mostrador también de madera con la piel marcada, como paso fronterizo entre el personal y los clientes. Los dependientes llevan delantales a la antigua usanza y todos son familia de sangre o de años, como Felipe, que entró de aprendiz siendo un crío de casi diez. Compraría un trozo de queso para comer esta noche y lo acompañaría con un vino dulce. Al lado, justo puerta con puerta, se halla una pequeña y acogedora librería, que también guarda el encanto del pasado, con estanterías y suelo de tablones de nogal, aprovechados todos sus rincones y altillos con escaleras de tres peldaños. El sonido de los pasos es lo único que se oye. Al fondo, en una vieja mesa, está sentado, cuando descansa de colocar libros, Manuel, con sus gafas bifocales a media altura de la nariz, con ojos redonditos como un pequeño ratón. A fuerza de mimetizarse tanto con el entorno, tiene una mirada asustadiza y un bigotillo que, de vez en cuando, se atusa. Es callado pero muy amable, busques lo que busques él te lo encuentra y, si no lo tiene, te lo pide con su ordenador, que no le quedó más remedio que adquirir y ha conseguido incluirlo en aquel paisaje exótico como si fuera una caja registradora de hierro. La verdad que no sé cómo lo ha hecho. Con el libro en mi mano, sin bolsa para tocar su piel, sentir su tacto, me dirigiré hacia una placita cercana, apenas unos bancos, algunos árboles y una fuente. Los niños, acalorados en sus juegos, se salpicarán y beberán para refrescarse. Cuando ese bullicio se aleje, bajarán de las ramas los pajarillos al charco [64]


Voladas Año 2, Nº 6

formado en el suelo y harán como los niños, beber y juguetear con el agua. Esta es la fauna que lo habita, madres y padres al cuidado de aquellos salvajes, también algunos viejos con aspecto cansado y aburrido otearán el panorama, cruzarán alguna frase y guardarán silencio. Allí me sentaré a leer, embeberme de ese mundo de papel y, en tanto en tanto, levantaré la mirada para entrar de nuevo en esa realidad, también virtual, porque la observo como una película ajena a mi propia vida. Y volveré al libro, a la historia que me tiene atrapada, y entraré en ella de cabeza, nunca mejor dicho, hasta que note el hambre en mi estómago y me dirija al supermercado de la esquina para comprar un bocadillo. Como en un descanso de recreo, lo saborearé distrayéndome con la gente, con lo que esté ocurriendo en ese momento a mi alrededor. Cuando la tarde empiece a caer, recorreré las calles de las tiendas de ropas, cafeterías y restaurantes, donde se concentra el público ávido de comprar. Miraré sus reclamos sin avaricia como el que mira un pececillo en una pecera y avanzaré sin rumbo pero sabiendo el recorrido de vuelta. Cuando el anochecer cubra el cielo, el ruido de las persianas de los escaparates y puertas cerrándose retumben en el vacío de sus calles, caminaré escuchando mis pasos. La gente ya saciada en su hambre consumista, ahora se concentrarán en los bares, en sus terrazas, eufóricas, con sus bolsas de compras apoyadas a su lado, sin perderlas de vista, como una mascota o más bien un objeto de deseo, satisfechas, felices por ahora. Cogeré calle abajo, casi no me cruzaré con nadie, llegaré a casa, cerraré la puerta, iré a la cocina y prepararé el queso y una copa de vino. Sentada en el comedor, veré un poco la tele, después descansaré en el sillón del rincón, al lado de la ventana. La noche ya será densa, tras el cristal, las luces amarillas de la calle, me impedirán ver un cielo probablemente estrellado. Hoy [65]


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no hay luna, pero el espectáculo es muy hermoso. Leeré un rato y me acostaré. Mañana miércoles espero a Sonia, mi asistenta social particular, una chica joven y muy simpática que trabaja de voluntaria. Viene para realizar las compras que necesito, alimentos, productos de limpieza o algún medicamento. De vuelta, siempre se queda un rato para charlar y para ver cómo me encuentro, intenta animarme a salir con ella, lo dice sin convencimiento, ya ha perdido la batalla conmigo, porque yo, desde hace siete años, no salgo de este apartamento donde me recluyo, esclava de mi enfermedad, esta agorafobia que ata mis pies a la soledad pero que me deja volar en un espacio imaginario, único estrés que mi mente puede soportar. Cada día, con el café en la mano, miro a través de la ventana y proyecto un camino distinto, soportable, por aquellos recorridos conocidos que un día hace ya tanto tiempo disfruté. Me niego a perder su belleza, sé por Sonia que todavía existen, aunque no todos, la librería cerró, desconozco qué habrá pasado con Manuel, puede que él también ande escondido por algún agujero de esta ciudad, lo mismo que yo.

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Voladas Año 2, Nº 6

No son ojos porque te miran, son ojos porque los ves LA casa de enfrente fue habitada hace ya casi medio año por nuevos inquilinos, una joven pareja. Ella siempre vigilaba tras la cortina, fuera la hora que fuera. Si la pillaba, intentaba ocultarse, la ignorante no sabía que la seguía viendo, porque se notaba que se escondía ahí, por un resquicio distinguía sus cabellos. Menuda idiota, no sé qué pensaría. Tal vez creía que fuera ella la que debía temerme, pero era a mí a quién me tenía preocupada esa indiscreción. Parecía una demente, le llegué a tener miedo a la jodida vecina, con la que no había llegado a cruzar ni siquiera un saludo. A veces, a él te lo encontrabas volviendo a casa por la noche vestido de uniforme militar. Como no soy ducha en eso de galones o condecoraciones, no tengo ni idea si era soldado raso o coronel. Por el estilo que llevaba, me daba la impresión de que andaría por un grado medio, eso que llaman cabo o algo así. A mí, como si era un golfo, porque yo no soy de esas a las que le importan las vidas ajenas, pero en este caso en particular, era tanta la provocación que me había obligado, en cierto modo, a prestarle más atención de la cuenta. Llegué a pensar, al principio, que aquella silueta perenne que yo sorprendía por casualidad, pudiera tratarse de alguna muñeca o artilugio para ahuyentar a ladrones. Un día salí de dudas: lo normal es que cuando advertía esa presencia, por educación o pudor, yo desviaba la mirada, sin embargo, me quedé fija en ella, con descaro, para que, si se trataba de alguien, se diera cuenta de que yo también la veía. Ya estaba bien de tanto cotilleo e intromisión en mi vida, aunque, por estar en el patio o la calle, no tuviese de esos derechos de privacidad. Y efectivamente, ahí comprobé que se trataba de una persona, pues [67]


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al quedarme parada mirándola desafiante, ella movió la cortina, aunque no lo suficiente para no darme cuenta de que seguía allí parada, observándome. Valiente grosera y maleducada, de dónde viene ésta niñata, pensé, además sé que es una mujer por su aspecto, pelo largo negro muy oscuro. No tenía más detalles físicos de su persona, pero parecía joven, claro que más lo deduje por la pareja, que era un chico jovencito, no creo que tuviera más de veintitantos años. Me ponía de los nervios, a veces, me entraban ganas de enfrentarme a ella y decirle, pero ¿qué te pasa?, ¿es que no tienes nada mejor que hacer que quedarte todo el día pendiente de mis movimientos? Porque, segundo que salgo, ahí la tienes, que no para, ¿es que no tiene cosas pendientes ni obligaciones, esta mujer? No limpia la casa, no come, no descansa, no duerme. El otro día lo hice a propósito: cogí y fui a tirar la basura, por lo menos, a las dos de la madrugada, y me dio un susto… ¡pues no que la puñetera me observaba! Así anda el marido, fuera todo el día, aguantar a esta loca cotilla tiene que desesperar a cualquiera, como me exasperaba a mí, que ya hasta el sueño lo tenía alterado. El otro día tuve una pesadilla y me desperté sobresaltada, por curiosidad, me asomé y allí estaba vigilando la luz de mi dormitorio. Eso era ya para preocuparse. ¡Ay, qué miedo pasé! Esto sí que era una pesadilla, pero de verdad. Estaba ya pensando en llamar a la policía, porque esto no era normal, a ver quién tenía este hombre en la casa: un monstruo, una deformidad, tal vez, una enajenada psicópata. Todo esto estaba acabando con mis nervios, hasta tuve que ir al médico a que me recetara algo para la ansiedad que me estaba provocando toda esta preocupación por sentirme observada. Pero vaya, yo ya la tenía calada y, de vez en cuando, para cogerla infraganti, ¡zas!, me lanzaba afuera, y con gesto de salirme con [68]


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la mía, pues ya ni me importaba que ella supiera que yo sabía que me controlaba, porque, por supuesto, quería demostrarle que yo soy capaz de hacer lo mismo para fastidiarla. Llegué al límite de comprarme unos prismáticos y me llevaba horas observándola, incluso de noche, hasta que yo caía rendida, porque ella se mantenía firme, la muy sinvergüenza y canalla, que me estaba poniendo mala de los nervios. Algo raro le pasaba, creí, porque nunca salía de la casa. Yo controlaba sus movimientos y nada, ni para comprar. Probablemente era su marido el que se encargase de todo. Una enferma mental, eso era lo que pensaba de ella, no sólo que estuviera impedida por algo, porque de haber sido así, no había necesidad de ese extraño comportamiento. Así he estado seis largos meses y, en honor a la verdad, debo decir que cualquiera en mi caso hubiese hecho lo mismo, quizás habría actuado con mayor agresividad o determinación que yo, porque eso sí, reconozco que soy un poco tímida y apocada. Es natural lo que ocurrió después cuando descubrí en realidad lo que pasaba. Una mañana, sentada en el patio, dejándome ver, pasó Juana, la casera que tenía alquilada la vivienda. Entró a la casa sin llamar, me extrañó, ¡qué raro!, pensé, la tipa seguía detrás de la cortina. Todo me resultaba confuso, estaba al límite del paroxismo. Qué ocurría allí, qué podría encontrarse la pobre Juana, cuando, en un movimiento brusco, alguien descorrió la cortina. Al fin se dejaría ver sin ocultamiento. La sorpresa fue inmensa al encontrarme con la figura reconocida de Juana. El rostro de aquella extraña mujer se disolvió como una nube en el cielo al descorrer el visillo y dejar el cristal despejado. Buenos días, Juana, ¿qué pasa?, le dije y ella me contestó que limpiaba para el nuevo inquilino, pues el anterior se había marchado. Casi [69]


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tartamudeando le pregunté qué fue de ellos. Cómo “de ellos”, me dijo, era sólo un chico. Pero, ¿y su mujer? ¿Qué mujer? Que yo sepa no tiene mujer, está soltero. A no ser que trajera algún ligue de noche… No supe reaccionar, estaba en shock, no quise insistir. Tampoco llegaba a comprender cómo entonces Juana no había visto a la mujer allí, que minutos antes estaba en la ventana. Me quedé estupefacta como comprenderéis. Aturdida me preguntaba, cómo, quién era esa persona ahí plantada, ¡por dios! Esta era la casa de los horrores. Era cierto que a él llevaba unos días sin verlo por aquí, pero pensé que estos militares salen de vez en cuando de maniobras o cosas de esas de entrenamiento para la guerra. O quién sabe si, aburrido de ella, la había dejado, ahí te quedas, loca, que yo me voy. Estaba asustada, perpleja, paralizada cuando Juana me dijo adiós con la mano, cerró la ventana y, volviendo a echar la cortina, la silueta regresó. Necesité varios segundos de reacción cuando al fin comprendí mi gran error, mi obsesión absurda, mi crimen imperfecto. No sabía si llorar o reír, tantos meses creyendo una ficción, tanto sufrimiento innecesario por una cosa tan estúpida, la situación era cómica. Tal vez sea lo que hace el aburrimiento: una sombra, una mancha, un dibujo en una cortina se convierte en una persona, un enemigo, una idea obsesiva, casi una cuestión de vida o muerte. Una mujer que yo, incluso, veía ocultarse, mi torturador, mi verdugo, era un simple estampado de flores. No es para reírse, ¿eh? Insisto, a cualquiera le hubiera pasado lo mismo, porque, desde esta distancia, y no porque sea un poco miope, todo el mundo vería lo que yo veía, una mujer, con su pelo y su cara, hasta parecía moverse, claro que sería el viento entrando por la ventana. Aunque eso lo entiendo ahora, es fácil cuando las cosas tienen su lógica, quién no pensaría como yo. Pero bueno, ya estoy más tranquila [70]


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sabiendo que todo ha sido un error tonto, un asunto insignificante. ¡Vaya, que de todo se aprende! *** GUARDABA en el cajón montones de jaboncillos, geles y champús en bolsitas, peines, gorros de ducha y hasta esponjas para dar brillo a los zapatos. Un montón de porquería acumulada que quedó arrumbada en ese espacio desde que hace años mi marido muriera. Él ya no estaba y sin embargo, irónicamente, permanecían ahí todavía los dichosos productos con los que obsequian los hoteles a sus clientes para el aseo. Mientras limpiaba el cajón de la mesita de noche, de la que iba saliendo cosas inútiles y mucha suciedad, me pareció oír el motor de una furgoneta. Por curiosidad, me asomé a la ventana: era un camión de mudanzas. Con la incertidumbre en el rostro me acerqué a la ventana y quedé observando el trajín de muebles y de cajas. Estaba con los empleados un señor de mediana edad, veía sus canas desde allá arriba, tenía un porte elegante, era bien parecido, con el gesto fruncido no perdía detalle, y en mi mirada se dibujó un alargado interrogante. Bueno, ahora veremos, quién o quiénes ocuparán esta casa. Estoy por preguntarle a Juana, aunque ya vigilaré por mí misma. MERCEDES MÁRQUEZ BERNAL

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Reseña de Raquel Lanseros, A las órdenes del viento. Antología poética ampliada (2005-2015). Valparaíso Ediciones. Granada, 2015 Raquel Lanseros recupera aquí algunos de los poemas de sus libros anteriores, completados con una pequeña muestra de su obra última: desde Leyendas del promontorio hasta los muy notables Croniria y Las pequeñas espinas son pequeñas. La obraa de la poeta y traductora jerezana está impregnada de una cadencia musical que ha ido haciéndose más compleja con el paso del tiempo. Esta rara cualidad se complementa con una fascinación por la palabra en sí misma o a través de quien la dice (Bendita alegría, Contigo). La reflexión sobre la vida (y las vidas), sobre el amor (Croniria) y el erotismo (Tradición oral, Sobre una cama helada), el dolor, la memoria y el olvido (“el olvido está lleno de memoria”, El hombre olvidado), el paso del tiempo y la muerte (Al calor de un ángel) ocupan gran parte de la poética de A las órdenes del viento. Sin dejar de poseer algunos momentos de claro compromiso social (En mi hambre mando yo), la escritura de Raquel Lanseros es principalmente personal, subjetiva “aunque la libertad, ya sabes, es razón relativa” (Royan, Le Quatorze Juillet 1989). Este es, también, el punto de vista que adopta cuando se encarna en otros personajes. No podemos dejar de ver aquella necesidad de desdoblamiento que proclamaba Pessoa cuando tomaba la piel de los heterónimos: “Finjamos que no soy yo quien digo serme”, (La cadena) o cuando confiesa que “Yo nunca resistí las despedidas / porque en cada una de ellas se marchita la voz / de todas las personas que yo he sido / y ya no puedo ser” (En ocasión de todos los finales). Lanseros es capaz de tomar cuerpo de joven, de personaje histórico, de una mujer herida y un hombre cansado, de Eurídice o de la maestra Beatriz [72]


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Orieta. Sin embargo, reconoce que “Aunque no he cambiado mucho de color / sigo siendo camaleón / y no rama” (Limitaciones del mimetismo). Su poética es, en cierta forma, una interpretación del mundo. Un mundo que también la transforma. Los referentes expresos de la autora incluyen de Bécquer a los Rolling Stones, el malogrado bluesman Robert Johnson, Heráclito y Ray Charles, también, por supuesto a Machado, mitos clásicos, La Celestina… Podemos encontrar ecos tanto de la poesía de Benítez Reyes como de Mario Benedetti, aunque alcanza un tono ciertamente personal. Alterna la autora una reflexión sobre el paso del tiempo, casi histórico, en esos poemas más narrativos (Yago Bazal se deja ver dos horas), en los que se viste con una épica muy íntima (“Cada versión distinta de sí misma / que otras manos le han ido regalando / es una muerte de todas las vidas” Doña Juana), con una atención al momento esencial: Carpe Praesentem, “sentirme orfebre del instante” (Himno a la claridad), o El hombre que espera, “La belleza abrupta del vivir cotidiano” (Un joven poeta recuerda su padre). El tono oscila hacia cierto desencanto (como en el giro inesperado de La mosca), lucidez, incluso cierta ironía (Artimética). Una emoción que también contagia su compromiso: "que no crezca jamás en mis entrañas / esa calma aparente llamada escepticismo…” (Invocación). Quedémonos con la idea recurrente de que el amor, al menos durante un instante, puede vencer a la muerte: “cuando te encuentre morirá la muerte” (Hacia la luz), “Sólo quien ha besado sabe que es inmortal” (Entonces me besaste).

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Reseña de José Carlos Rosales, Y el aire de los mapas. Vandalia. Fundación José Manuel Lara. Sevilla, 2014 Con este volumen termina, por ahora, el proyecto poético que se inició con El buzo incorregible (1988) e incluye, salvo el tierno Poemas a Milena, la producción poética del granadino José Carlos Rosales. De ahí la conjunción “Y” de su sugerente título. La estructura de los poemarios de Rosales se asemeja en cierta medida a la manera en que los pintores insisten en una serie sobre un tema, una imagen, un paisaje, un concepto. Aunque cada poema es una pequeña joya absoluta en sí misma y pueda entenderse y disfrutarse por separado, el poeta ronda desgranando cada detalle, cada perspectiva, con sus variaciones en el leitmotiv. En El precio de los días, era el calendario, en La nieve blanca, el fenómeno meteorológico, en el caso que nos ocupa, el poeta se recrea en el aire durante la primera parte, los mapas en la siguiente y concluye, en la tercera, sintetizando ambos conceptos. La primera parte explora los paisajes (concepto querido que da nombre a su antología publicada en Renacimiento), entendiendo el lugar como algo que puede encontrarse en el interior o en el exterior del poeta: los sentimientos, las emociones, la expectación y la esperanza frustrada de un viajero: “El pasado no cesa aunque te vayas / la desidia prosigue cuando llegas”, concluye en los dos últimos versos, certeros, lapidarios con los que se cierra La escollera. Mecanismo usado por Rosales para sentenciar, a medio camino entre la moraleja y la conclusión lógica de gran parte de los poemas. La segunda parte, Los mapas, reflexiona sobre la decepción ante los proyectos, planificados, trayectos individuales o colectivos, con el mismo lúcido y triste aliento de Quevedo: [74]


Voladas Año 2, Nº 6

“Mira los mapas de tu patria antigua, / mapas que el viento desgajó del mundo, / si un día precisos, hoy desdibujados, / al tiempo frágil sometidos siempre” (Patria antigua). Por último, el aliento poético concluye en la falsedad de los mapas sin aire y la inutilidad del aire sin mapas. Desde arriba todo se ve claro, organizado, geométrico, como diría De Certeau; descendiendo a ras de suelo llega el caos, el desconcierto y la vida: “El aire de los mapas es aire imaginario, / pero el aire del mundo es tan turbio que estorba, / aire para cerrar la puerta, / quedarte solo, arrinconar los mapas” (El aire imaginario). La poesía de Rosales consigue una intimidad en la conciencia social, como si el yo transitara de lo común a lo particular, de la ciudad al corazón: “caminábamos solos, convencidos / del rumbo que seguíamos: nadie era / capaz de disentir, dudar, diferenciarse” (Aire sucio). Dos poemas, a mi juicio, resumen esta actitud de ilusión y desencanto que va de lo social a lo personal y que tanto tienen que ver con la realidad política de los últimos tiempos: Noticia (“Vuelve a nacer de nuevo la alegría, / más bien la tentación de la alegría:”) y : “Cambiaron los horarios y el nombre de las plazas, sonaban otras músicas, llegaron nuevos héroes, pero el mundo siguió como siempre había sido las mismas reglas con distintos números, palabras diferentes, análoga sintaxis.” (Mapa Idéntico)

A través de las palabras emociona y sorprende con lo cotidiano, como las imágenes de su blog pético-visual, Un paso de cebra. La conclusión, y a la vez inicio, tiene que ver con una frase del Andrés Rábago, El Roto: “Lo importante no es dónde están los sitios sino quién dibuja los mapas”. Y en nuestro caso José Carlos Rosales nos ha cartografiado no sólo la materia construida o los caminos, tenemos también el aire para respirarlos. [75]


Voladas Año 2, Nº 6

Reseña de José Luis Morante, Motivos personales. Isla de Siltolá, Aforismos. Sevilla, 2015. Inaugura esta colección de la Isla de Siltolá la segunda recopilación de aforismos de José Luis Morante, que, además de profesor de Secundaria en un instituto público madrileño, ha practicado y practica la poesía, el microrrelato, el haiku, las entrevistas y la crítica literarias, además de actualizar su blog, Puentes de papel. No son pocos los que hablan de cierto renacimiento del género en la actualidad, sobre todo en estos tiempos en los que los 140 caracteres parecen cercar el pensamiento transmisible. Señal de identidad del aforismo de Motivos personales es tanto la amplitud temática como los matices que es capaz de esculpir con una precisión concisa. Los motivos personales del autor abarcan reflexiones sobre la propia escritura, el mundo literario, cuestiones políticas, actualidad (masacre de Utøya), emociones; le sirven para ajustar cuentas (“con maldad lapidaria instaura nichos”), la propia vida en suma. Como reconoce en el texto que cierra el volumen: “La unidad de conjunto, si es que existe, comenta los argumentos de la vida al paso, la invitación a un viaje en el que casi nunca son ocasionales el desconcierto y la extrañeza. Habitamos en la contradicción, en una azarosa simetría de carencias y logros.”

En este segundo volumen de aforismos consigue el autor abundar en la concisión y poesía, como señala Luis Felipe Comendador en la contraportada, “zumo de poema”. El aliento poético se advierte no sólo en el uso de figuras líricas, sino en el ritmo intenso de algunos aforismos, auténticos poemas de un solo verso. El tercer componente del aforismo, la lucidez, rebosa entre las líneas escuetas de cada saeta. Una lucidez que no se circunscribe a la tristeza y al pesimismo. [76]


Voladas Año 2, Nº 6

José Luis Morante reconoce sus deudas con Nietzsche y con Elías Canetti, evitando la sentencia solemne tanto como el descreimiento; con Borges, poeta filósofo maestro también en condensar ambos mundos en un verso o en una sentencia; el estilo epigramático de Ángel González o el asombroso destello de ingenio de Gómez de la Serna (“Gotean las ubres de cristal de los carámbanos”), sin caer en la complacencia en el artificio, sirve de contrapunto la influencia de Antonio Machado. Las huellas de Juan de Mairena están tanto en el espíritu como en la forma (“Reconozco a distancia a los oradores expertos en discursos sobre la virtud”). También se citan a Carlos Barral, José Ángel Valente, Italo Svevo, o Nicanor Parra. Admite que “todo poema necesita las palabras de otros”, incluso que “la individualidad está hecha de otros”. Por un lado “las citas oportunas son cestas de víveres que nutren al escritor” pero “una erudición superflua convierte al libro en una funeraria”. Prefiere Morante no agrupar los epigramas por su temática, así se alternan las distintas cuestiones al hilo de lo que es la vida. Aprovecha estas reflexiones condensadas para desarrollar su poética: “La inteligencia convierte el poema en tierra labrada ”, aunque, advierte que “ el control cerebral –aplicación extrema de una inteligencia disciplinada– descarna la emoción”. En su rama menos autocomplaciente confiesa que “un rasgo de estilo es aprender a ocultar las carencias” y que “cuando escribo salta el buzón de voz del ensimismamiento”. Hay que agradecer a estas pequeñas píldoras, como a toda su poesía de José Luis Morante, que nos sirvan como un cálido cobijo: “versos, materiales para alzar contextos habitables.” JAVIER GALLEGO DUEÑAS

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Voladas Año 2, Nº 6

ÍNDICE Blanca Fernández Sánchez ……………………………….. 2 Conchi Castellano García …………………………………. 12 Javier Gallego Dueñas …………………………………….. 20 Jesús Gallego – Retrato de Julio Mariscal Montes

28

Volazadas Jesús Gallego ……………………………………….. 29 José Miguel Domínguez Leal …………………….. 30 Alejandro Cabrera …………………………………. 31 Mariano Hernández de Ossorno ………………….. 32 Especial Concurso Rosa de la Corte…………………………………….. Lourdes Couñago Mora ……………………………. Rosa Freyre del Hoyo ……………………………... Juan Antonio Herrera Márquez …………………..

34 36 38 40

Juan José González Castellanos ………………………….. María del Carmen Domínguez Domínguez …………….. María del Mar Reyes Fuentes …………………………… Mercedes Márquez Bernal ………………………………..

42 50 58 63

Reseñas A las órdenes del viento, de Raquel Lanseros ….. 72 Y el aire de los mapas, de José Carlos Rosales…. 74 Motivos personales, de José Luis Morante ………. 76

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Ars Longa, Vita Brevis


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