Fred Cabeza de Vaca

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INTRODUCCIÓN

Pues en este tiempo estaba en mi prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna, Peter quiso acompañarme a una de las inauguraciones más nauseabundas a las que hemos asistido nunca, y eso que sobre dramaturgias socioculturales pestilen­ tes teníamos largo camino recorrido. El acto tenía lugar en una de esas ciudades de provincias del norte de España donde siempre parece que acaba de llover; el patrocinio de la muestra corría por cuenta corriente de un banco con medio consejo de administración procesado por evadir fondos a paraísos fisca­ les; la autoridad más sobresaliente era un alcalde, condenado pocos meses después por corrupción inmobiliaria, siguiéndole en orden jerárquico una delegada del Ministerio de Cultura ya por entonces investigada por acoso laboral; el curador había obtenido el comisariado acostándose con el artista y, para no terminar, el artista había conseguido la sala entregando una pieza bajo cuerda al funcionario del Ayuntamiento encargado del cronograma expositivo de los espacios municipales. Todas esas componendas y cada uno de los repulsivos detalles eran comentados por el respetable con sonrisa de así está todo y, de paso, cómo va lo tuyo, chorreando la hiel risueña en los corrillos agrupados alrededor de mesitas de mantel blanco que alojaban el champán y los canapés de sucedáneo de caviar –o quizá de caviar, quién sabe, pues el banco pagaba–; los rumores eran comentados también por los artistas locales, rabiosos por ha­ berse quedado fuera del Acontecimiento Regional del Año y reconocibles por el ceño fruncido y la acelerada frecuencia en la ingestión de bebida; los artistas foráneos, en el entretanto, preguntaban dónde conseguir coca o, en su defecto, el teléfono del representante de la entidad bancaria. Nosotros no éramos


mejores, claro que no; tampoco podíamos dar lecciones, en absoluto, pero el nivel de espanto ambiental alcanzaba tales cotas que nos quedamos mudos, aferrados a las delgadas copas de espumoso como si fueran finísimas barras de un autobús de transporte colectivo que nos despeñaba a todos barranco abajo; soportábamos con estoicismo la tormenta de lugares comunes y Peter, cariacontecido y grave, anonadado ante la mendacidad de lo real, ante lo abrupto y lo mostrenco de lo real; ante la pornografía, la acedía y la mercancía de lo real; ante la artrosis, la adiposis, la halitosis y la Apocolocyntosis de lo real; ante el oscurantismo, el gregarismo, el matonismo, el positivismo y el desarrollismo de lo real; ante la indolencia, la omnisciencia, la violencia, la contundencia, la impenitencia y la inclemencia de lo real; ante la anamnesis, la partenogéne­ sis, la hipótesis, la prótesis, la génesis, la ortesis y la hetero­ poiesis de lo real; ante la errancia, la disonancia, la arrogancia, la inconstancia, la jactancia, la reluctancia, la intemperancia y la superabundancia de lo real, levantó su brazo diestro, mo­ viéndolo con enormes aspavientos de derecha a izquierda frente a sí, como intentando borrar una pizarra imaginaria, o pasar pantalla en algún dispositivo gigante e invisible, como si esa connivencia infame del arte con la política y la merca­ dería fuese un vídeo incrustado en una superficie frente a él y con el movimiento espasmódico de su mano pudiera borrar pizarra, ir a la siguiente imagen, cambiar pantalla, pasar la pá­ gina, correr el telón.

Creí oportuno comenzar la presente biografía de Fred Cabeza de Vaca con sus propias palabras, y escogí las anteriores por parecerme apropiadas como preámbulo, por varios motivos; en ellas late el carácter provocador del artista, fueron escritas en su madurez y, además, muestran varias coordenadas que serían medulares en su obra y su persona: el gusto por la es­ critura, su difícil convivencia –arte y parte– con el sistema ar­ tístico español y contra él, y su sentido del humor, entre cínico 16


y desengañado. Este fragmento de sus inacabadas, o debería decir apenas comenzadas memorias, nos sitúa a la perfección ante la pregunta de quién fue Cabeza de Vaca. Uno de los ma­ yores artistas que ha dado el mundo en el siglo xxi, sí, pues así lo han reconocido museos, colegas, críticos y millones de amantes de su obra, pero también una persona con numero­ sas dimensiones y profundidades, algunas de ellas abismales. A pesar de los numerosos testimonios disponibles sobre Cabeza de Vaca, y de los profusos escándalos que llenaron por­ tadas y publicaciones con su imagen, nos queda la impresión de que el artista riojano fue un perfecto desconocido, alguien que logró mantener su personalidad oculta tras sus obras. Es increíble que una celebridad tan rotunda, que alcanzó su cénit en una época donde la exhibición propia y el control ajeno han eliminado cualquier forma de intimidad, pudiera conservar –quizá de forma estratégica, como veremos– tantos secretos. Un artista mundialmente conocido podía ser secreto de varias formas y modos, y materializar esa posibilidad fue otra lec­ ción ética de Cabeza de Vaca. Su vida íntima y sus peripecias biográficas son un misterio para la mayoría del público, que venera su figura artística y que sigue acudiendo en masa a re­ trospectivas de su obra. Esta biografía pretende acercar a los interesados la imagen de la persona siempre escondida detrás de sus piezas. Por todo ello, Fred Cabeza de Vaca pretende ser la primera biografía seria, rigurosa y documentada sobre «el artista es­ pañol más universal desde Picasso», según expresó, con tanta emoción como exactitud, el Presidente del Gobierno en el dis­ curso que pronunció en el sepelio de Cabeza de Vaca. Los in­ tentos anteriores de recapitular la vida del artista, que tendían más al escándalo morboso que al estudio integral y desapasio­ nado de la persona vista desde su trabajo artístico y no al revés, sólo han encontrado el rechazo de la crítica especializada y el desinterés de los lectores. Un monumento nacional como Ca­ beza de Vaca, con tantas aristas ocultas, a quien siempre per­ siguió la polémica, requiere de un esfuerzo extraordinario de 17


precisión, de imparcialidad revisora y de un proyecto biográ­ fico de más altas miras. En lo que sigue el lector encontrará un acercamiento a medias literario y a medias histórico, cuyo ob­ jetivo es situar al artista en sus contextos personal, familiar y social, con el fin de entender mejor algunas claves biográficas de su trabajo. No se intenta con ello caer en la temible falacia biográfica, sino ofrecer una perspectiva de análisis más amplia, a fin de que el lector interesado en la obra de Fred Cabeza de Vaca tenga acceso a todas las facetas de este poliédrico artis­ ta, premiado y reconocido a todo lo largo y ancho del planeta. Para dar una idea clara de su figura en orden cronológi­ co, dividiremos la presente obra en capítulos. El «Capítulo I. El origen», se dedica a la construcción –en lo posible– de la experiencia biográfica de Cabeza de Vaca durante sus difíciles primeros años. El «Capítulo II. Los aprendizajes», buceará en su formación académica y universitaria, amén de examinar el nacimiento de su inquietud artística. A lo largo del «Capí­ tulo III. Los diarios y la crítica de arte», estudiaremos la im­ portancia de la escritura para Cabeza de Vaca, quien la utilizó como instrumento clave tanto de su expresión autobiográfica y confesional (sus diarios primero y sus memorias en los últi­ mos años) y de su trabajo alimenticio (la crítica de arte). En el «Capítulo IV. La carrera artística y las rupturas personales», exploraremos la evolución de Cabeza de Vaca de crítico a ar­ tista, y nos preguntaremos si ese radical cambio profesional pudo tener que ver con su azarosa vida sentimental durante los mismos años y con los escándalos públicos que protagonizó. El «Capítulo V. La consolidación internacional», nos guiará por sus vivencias desde que se produce su salto a la fama y la gra­ dual difusión de su obra por los cinco continentes. Para ter­ minar, examinaremos en el «Capítulo VI. Las memorias y la consagración post-mortem» su pulsión evocadora y las huellas de su legado en las generaciones posteriores y el previsible eco en las futuras. En la rúbrica del Capítulo IV se detecta lo que será una constante a lo largo de todos ellos, cual es la imbricación 18


indistinta de cuestiones personales y profesionales; como de­ cíamos arriba, creemos que una perspectiva biográfica de Ca­ beza de Vaca no puede separarlas. El artista sufrió los golpes del destino desde edad muy temprana y los devolvió de adul­ to, lo cual no sirve para descargarle de responsabilidad, pero contextualiza sus acciones y contribuye a su mejor entendi­ miento. También incorporaremos a cada apartado una selec­ ción de escritos de su puño y letra, pues Cabeza de Vaca fue siempre proclive a la escritura; esos textos añadirán luz sobre sus preocupaciones y propósitos, puntuales unas veces, cons­ tantes otras. Antes de entrar en materia, quisiera agradecer a mis com­ pañeros del Departamento de Arte y Estéticas Emergentes de la Universidad Complutense el apoyo recibido para afrontar este proyecto; también debo mencionar a Rosario Martos, Jo­ sep Lerull y Ramiro Mecamp, por sus imprescindibles aportes y testimonios sobre la figura de Cabeza de Vaca, sin los cuales hubiera sido imposible siquiera plantear esta indagación. Y ahora, sin más preámbulo, comencemos por el principio. Natalia Santiago Fermi

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CAPÍTULO I. EL ORIGEN

Ahondar en la vida temprana de Cabeza de Vaca imponía como tarea inevitable visitar Albelda de Iregua, el pueblo riojano en el que Cabeza de Vaca pasó su niñez y buena parte de su ado­ lescencia durante las dos últimas décadas del siglo pasado. Mi propósito era destejer la capa de silencio que existía sobre esa etapa vital del artista al comenzar mi investigación, una fase cuando menos tan importante para él como para cualquier otra persona. Por extraño que parezca, ni en sus escritos (con una excepción, recogida más adelante), ni en cartas, ni en en­ trevistas se refirió nunca Cabeza de Vaca a su infancia, y tam­ poco he encontrado durante mi larga pesquisa sobre él, que comenzó en mi tesis de doctorado, noticia alguna referente a su estadía en su localidad natal. Albelda de Iregua, donde vino al mundo Cabeza de Vaca el 15 de agosto de 1980, es una localidad tranquila de apenas 4500 habitantes, situada en las estribaciones de una forma­ ción montañosa que da lugar al Valle de Iregua, de economía principalmente agropecuaria. Su población subió repenti­ namente en torno a 2022, al convertirse en un enclave de moda para turismo rural: centenares de familias se mudaron prime­ ro a los alrededores y, finalmente, al núcleo urbano, atraídas por su calma y su aspecto intemporal. Estos datos me los faci­ litó una amable maestra de escuela, con quien trabé conver­ sación en un bar recién llegada al pueblo. Había intentado, sin éxito, entrevistarme con el alcalde a fin de comprobar cuáles iban a ser los actos en recuerdo de Cabeza de Vaca en su lo­ calidad de origen, pero desde que llegué al Ayuntamiento no encontré más que dificultades y rodeos. El concejal de cultura no quiso reunirse conmigo, alegando que tenía una reunión


fuera, ni fijó tampoco una cita para otro momento, con la exó­ tica excusa de que «la muerte de Cabeza de Vaca ya ha tenido toda la publicidad necesaria, no hace falta más», rehuyéndo­ me luego como si fuese al cobro de algún recibo molesto o gra­ voso. El teniente de alcalde no supo o no pudo indicarme la existencia de ningún monumento o placa dedicado al artista en el pueblo, e ignoraba si existía documentación al respec­ to en el Archivo Municipal. Tampoco dio órdenes para que tal búsqueda se hiciera. No se movió un dedo. Nadie parecía sa­ ber nada, o nadie quería saber nada. Advertí algo extraño en el ambiente, como si el aire se combase por la tensión cada vez que aparecía el apellido del más ilustre de los hijos de Albelda de Iregua. Tras la improductiva visita al consistorio fui a un bar en los alrededores de Los Frailes a tomar un café, y en él coincidí con la maestra de escuela antes referida, que pudo y quiso dar­ me algunos datos respecto a la intrahistoria del pueblo, quizá por no ser ella tampoco oriunda de Albelda. Se había muda­ do pocos años atrás y no conocía a Cabeza de Vaca, aunque, al mencionar el nombre de la madre, dedujo que podría tratarse de una amiga de su propia progenitora, ya fallecida. Tomó su teléfono y mandó un mensaje a su tía, quien confirmó la iden­ tidad y le indicó la calle donde había vivido la familia del ar­ tista. La profesora tuvo además la gentileza de acompañarme hasta el lugar exacto. Cada casa de la calle Santa Isabel parece hecha en una dé­ cada distinta. Los estilos tradicionales se mezclan con los más modernos y el resultado es caótico: edificaciones de adobe conviven con ladrillo visto; muros de cal se alternan con ter­ minaciones de cerramiento o cierro metálico, solares tapiados siguen a balcones llenos de flores, y mamposterías encastra­ das de los años cuarenta dejan paso a fachadas funcionalistas de los sesenta y setenta. En una de esas casas vivió Fred Cabeza de Vaca. Me costó bastante trabajo encontrarla porque la ma­ yoría de los vecinos, muy simpáticos y hospitalarios al llamar a sus puertas, torcían súbitamente el gesto cuando surgía el 22


nombre de la madre de Fred, y huían pasillo adentro en cuan­ to les era posible. Un afilador anciano que arrastraba su moto, cargada en su asiento posterior con la rueda y demás enseres del oficio, acalló su aguda chifla al oírme mencionar el apelli­ do y puso delicadamente su mano en mi hombro. –Venga conmigo, señorita, iba a tomarme un tinto. Pablo, pues así se llama el hombre, me acompañó a un bar cercano (los bares parecían los únicos lugares del pueblo don­ de la gente se dignaba a hablar conmigo), y respondió a algunas de mis preguntas. Del niño Fred, Federiquín para él, se acor­ daba: Siempre estaba jugando al fútbol en la calle con los demás críos; la portería era el garaje de la casa del Esteban, el portón siempre se quedaba abierto y la pared del fondo terminaba llena de redondeles de barro. De la madre de Fred prefería no acordarse. Luego me dio un dato que desconocía por completo: Se acabaron yendo del pueblo, es difícil convivir con un suicidio en un sitio tan pequeño, y cuando un hombre con hijos pequeños se suicida aquí, todos piensan que la culpa es de la viuda. ¿Por qué tiene que ser culpa de la mujer?, le pregunté yo, algo molesta. Porque, o no lo vio venir, o no habló con la Guardia Civil si lo viera, me respon­ dió el viejo, muy serio. Al principio no supe decir nada, aunque luego le pregunté: ¿Y si se suicida una mujer, es culpa del viu­ do? Pablo dijo: Las mujeres con hijos pequeños no se suicidan en Albelda, o, si alguna se mató, no conozco yo el caso. Confusa, vol­ ví a pedirle que hiciera memoria sobre la madre de Fred. Era una mujer extraña, miraba siembre esquinada, aunque la tuvieses enfrente. Tenía el pelo gris desde joven y nunca se lo tiñó, como si quisiera parecer vieja. De vieja no sé qué querría parecer, pues marchó a la capital. ¿A Logroño? No, a Madrid. Para Madrid arrean todos los que quieren empezar de nuevo por irles mal acá. El marido, Federico se llamaba, ¿no?, eso, correcto, Federico era bisuejo –biz­ queó los ojos cuando le pregunté qué significaba la palabra– y muy cabal, no se metía en problemas y era buen boticario. La gente li estimaba, aunque siempre andaba como perdido y triste, como marrado de hora o de vida. O de mujer, que malo es equivocarse de pueblo, pero peor es no acertar con la parienta. El defunto era noble 23


pero ella, usted me disculpará, no lo era mucho, o no sabía fingirlo. A mí me flojaba el duro de afilar con disgusto, como haciéndome un favor. Gente así no arraiga en el pueblo, porque la mala crianza se ve en las personas igual que en los puercos, no hay quien la esconda cuando llega el sanmartín. El niño quedó como atontado tras la muerte del padre, él tendría por entonces unos diez años; me contó mi sobrina Loles que el Federiquín comenzó a ir mal en la escuela donde ella enseñaba, no, no creo que pueda hablar con ella porque mudó a Zaragoza hace tiempo, cuando se casó, le decía que el niño traspieaba en las clases y hablaba diz que tonterías. Tiempo después del deceso, cuando la madre se encontraba a alguna persona que venía de la ciudad y que li preguntaba por Federico padre, ella solía responder que había muerto y, como ella callaba la razón, la otra persona se quedaba muda, pero sospechaba la causa, porque en los pueblos, cuando no se cuenta de qué ha muerto alguien, todos sabemos cómo se ha muerto. Y si Federiquín iba con ella, el zagal corregía a la madre y decía: «Mi padre se colgó de una viga en mi casa»; en el colegio lo contaba después muy risueño a los amigos, y cuando mi Loles li regañaba diciéndole que debía tener rancilla por esas cosas que decía, el niño muy puesto li contestaba que no pasaba nada, pues cualquier cosa que dijera li sería perdonada por ser un niño, y que su madre merecía la vergüenza. Ahí se paró don Pablo y se quedó mirando a un cartel antiguo de toros pegado a la pared del fondo del bar, como callándose algo. Le animé a decirlo. Él dudó, pero le sonreí para animarle. Al final lo soltó. La Loles lo quería mucho al Federiquín porque lo sentía muy solo. Pasaba ratos con él en la escuela para ayudarle con la tarea de clase y que no se retrasara en los estudios. Nos contó que una vez, tras haber estado en un sepelio la noche anterior, Federiquín le dijo a mi sobrina que se había fijado en que las mujeres compadecen mucho al hombre que sobrevive a su parienta, y que estaba deseando ya que cuando fuera mayor se le muriese alguna novia, para que todas las demás chicas sintieran pena por él y pudiera besarlas en la boca. Estuve a punto de atragantarme con el café. Hay otra persona con la que tiene usted que hablar, me dijo. Me llevó fuera del bar y me señaló el sillín trasero de su vetusta 24


Vespino, del que apartó la piedra de afilar para llevarla sobre sus rodillas. Mi madre condujo un ciclomotor igual de adoles­ cente, lo he visto en fotos; ni siquiera podía imaginarme que siguieran existiendo Vespinos con capacidad de rodar. Algo nerviosa por la fragilidad que mostrábamos encaramados a un vehículo sólo un poco más estable que un patinete, atravesé con el anciano el pueblo. Llegamos a una casa algo retirada, con un pequeño huerto delante lleno de tomates y brotes de judías. Don Pablo tocó a la puerta y apareció una mujer con el pelo recogido en un moño y secándose las manos en el mandil. Hablaron en voz baja, mientras yo me mantenía en el perímetro de la verja exterior. Ella cambió la cara y me miró tensa y desconfiada. «Sólo será un momento, no la molestaré», dije en voz alta. Ella entró en la casa dejando la puerta abierta y don Pablo regresó adonde yo estaba, se despidió de mí, le di las gracias, me dijo: «Re­ cuerde que, cuando intentamos moverlas, las cosas arrumba­ das nos pringan las manos de mugre», con una sonrisa triste, y tomó su moto para marcharse. Acto seguido salió de la casa un hombre de mediana edad muy furioso, y sin mirarme tomó caminando el sendero por el que se volvía al centro del pueblo. La mujer volvió a salir, con los ojos llorosos, y ensayando algo parecido a una sonrisa, dijo pase. Tras presentarse, me llevó al humilde salón de la casona, decorado con gusto dentro de la sencillez. Me senté mientras ella iba a la cocina para preparar una manzanilla. Mientras se entrechocaban los vasos la oía llorar de fondo. Se había secado los ojos cuando trajo la bandeja a la mesa. –Le ruego que me disculpe si la he… –Me ha dicho Pablo que Federico está muerto. –Muerto y enterrado, sí, desde hace algún tiempo. –Mejor así. –Yo… yo estoy haciendo una biografía sobre él, y para ello recabo documentación y entrevisto a personas que lo conocie­ ron. Por sus palabras, deduzco que Cabeza de Vaca y usted tu­ vieron algún tipo de relación estrecha. 25


–Nunca, jamás. Ése fue el problema. –No sé si la entiendo. –Desde que éramos niños, Federico intentó siempre pe­ dirme de salir, ya sabe, que fuésemos novios. Yo nunca le di el sí, y no porque no me gustara, que me atraía, como a todas, porque era el único chico del pueblo que parecía extranjero, como alemán, tan rubio y con esos ojos tan azules que tenía, sino porque era diferente de los demás niños, demasiado di­ ferente. La verdad, señora, es que siempre me dio un poco de miedo. –¿Miedo? –Sí, me daba la impresión de que no quería estar conmi­ go, sino utilizarme. A los chicos les gustaban los instrumentos, preferían los objetos a las chavalas. Él y sus amigos se servían de los escarabajos y lagartijas que se encontraban: los sujeta­ ban, les extendían las patillas o la cola, y buscaban palillos para abrirles los cuerpos por la mitad y examinarlos. Al hacerlo, no mostraban ninguna emoción. –No sé si la entiendo… –Yo no era tonta y tampoco éramos tan niños, ya sabía­ mos todos que no era la cigüeña la que traía a las criaturas al mundo. De modo que yo sospechaba que Fede quería abrir mi cuerpo también, y que cuando lo hiciera tampoco iba a sen­ tir emoción. Iba a ser para él como un experimento, una cosa que hay que hacer y punto. Yo hubiera sido el instrumento, ¿me entiende? Era un chico brusco y difícil, iba a por lo que quería y lo tomaba sin preguntar. Algo me atraía hacia él y algo más adentro, otra sensación más fuerte, me repelía y me alejaba de su lado, como si hediese a estiércol. Hice bien en rechazarlo y lo descubrí muy pronto: para fastidiarme, perdió la virgini­ dad con una de mis mejores amigas, para quien era su prime­ ra vez también, y la dejó tirada justo después de acabar. Al día siguiente no quería ni verla después de las clases del Instituto. Ella estuvo cuatro días seguidos llorando y yo tuve que conso­ larla. En ese momento entendí que debía mantenerlo lo más alejado posible de mí. 26


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