Cartas a una joven desencantada con la democracia, adelanto

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Cartas a una joven desencantada con la democracia JosĂŠ Woldenberg


Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, transmitida o almacenada de manera alguna sin el permiso previo del editor.

Copyright © José Woldenberg, 2017 Primera edición: septiembre de 2017 Diseño de portada Alejandro Magallanes Copyright © Editorial Sexto Piso, S.A. de C.V., 2017 París #35-A Colonia Del Carmen, Coyoacán, C.P. 04100, Ciudad de México Sexto Piso España, S. L. c/ Los Madrazo, 24, bajo A 28014, Madrid, España. www.sextopiso.com Diseño Estudio Joaquín Gallego Formación Quinta del Agua Ediciones ISBN: 978-607-9436-68-1 Impreso en México


Para Laura, una vez mรกs.



La democracia es un conjunto de reglas que intentan traducir en términos reales algunos valores importantes como la paz, la pluralidad, la libertad, la igualdad; lo hace mal, muy mal, pésimamente mal. Pero hasta ahora, sin esas reglas no han existido más que tiranías, dictaduras, autocracias, totalitarismos, que resultan, por lo menos, mucho peores que la peor de las democracias… Luis Salazar Carrión en una entrevista que le hicieron Sergio Ortiz Leroux y Jesús Carlos Morales para la revista Andamios, enero-abril de 2016.



I

México, D.F., 16 de enero de 2017 Estimada: Recibí tu carta. Muchas gracias por los buenos deseos. Sabes que son recíprocos. Y entro al asunto que planteas sin rodeos. Tu carta expresa de manera inmejorable un estado de ánimo muy extendido que, a falta de mejor nombre, llamaría «desencanto con la democracia», con los instrumentos que la hacen posible (partidos, políticos, gobiernos y congresos), y si me apuras, incluso con la política, una actividad necesaria para darle cauce a la vida pública pero de manera inercial vilipendiada, incomprendida, maltratada. Déjame ir por partes. El repliegue hacia la vida privada, dándole la espalda a los asuntos públicos (como se desprende de tu malestar) siempre será una posibilidad. Millones de personas en el mundo han tomado esa ruta. La distancia en la que transcurren los debates de la política, el laberinto en el que se procesan diferentes iniciativas, pero sobre todo, el hartazgo con eso que denominamos política hace que muchos se refugien en «los asuntos que les conciernen» directamente y construyan un muro para desatender los temas que incumben a la comunidad (sea barrial, municipal, estatal, nacional e incluso internacional). Es una opción y es legítima. Pero vale la pena subrayar que cuando uno se autoexcluye, serán otros los que tomen las decisiones. No hay escape. No creo que exista una obligación moral (bueno, de esto no estoy del todo seguro), ni menos política, de participar. Si uno quiere –insisto– puede recluirse en sus asuntos privados.


Pero ello hace la vida menos plena, más estrecha, menos interesante. Porque cuando el campo de visión se reduce a «nuestros asuntos» normalmente perdemos buena parte de la riqueza de la vida, que sin duda se encuentra depositada en lo que le sucede, más allá de nuestro estrecho círculo familiar o de amigos o compañeros de trabajo, a los otros. Hace ya muchos años Albert O. Hirschman, discutiendo con algún rat choice (es decir, un representante de esa corriente académica que supone que los individuos solamente orientan su conducta para «maximizar sus utilidades o beneficios»), decía algo que creo hay que tomar en cuenta. Para quienes estudian los fenómenos sociales a través de la opción racional, que por supuesto puede ser un buen método analítico, mucha gente se abstiene de participar en los asuntos públicos por una simple y sencilla razón: mucho de lo que se puede alcanzar en esa esfera también los beneficiará, pero se ahorran el tiempo y el esfuerzo que demanda cualquier fórmula de participación. Ello, dirían, es lo que explica –y algunos dirían hasta justifica– que existan muchos free riders: beneficiarios que no movieron ni un dedo. Lo que Hirschman les decía es que la participación porta su propia recompensa. Que el premio no es (o no sólo es) el logro del fin proclamado (un aumento salarial, la construcción de una escuela, la preservación de un área verde, etc.), sino la participación misma, en la cual se entra en contacto con otros, se tejen redes de amistad y solidaridad, se experimenta el gusto por la acción (desde la confección de volantes, cadenas en las redes, hasta las marchas, plantones o huelgas), se vive intensamente, se valoran causas, personas, instituciones. Es decir, el involucrarse en la vida pública tiene en sí una recompensa: el ser parte de un colectivo, con lo cual la vida se hace más intensa, más interesante. Pero por supuesto, como te decía antes, la participación es opcional. Y si quieres ver los toros desde la barrera, pues adelante. Y si incluso quieres no verlos, estás en tu derecho. Disculpa, por lo pronto, que no me extienda más, pero tengo que salir. Además, no creas que estoy acostumbrado a mandar cartas. Saludos. Pásala bien. 12


II

México, D.F., 22 de enero de 2016 Estimada: Antes de que siguiera con mi rollo me llegó tu respuesta. Gracias de verdad. Ahora lo que me dices va más allá del hartazgo. Si mal no te entendí, crees que la democracia es algo anodino, menor y, por algunas de tus frases, hasta algo prescindible. Permíteme empezar su defensa por el inicio. Aunque quizá te parezca que doy un rodeo innecesario. Pero la pertinencia de los regímenes democráticos tiene que ver con la forma en que se concibe a la sociedad. Seguramente has oído y leído a oradores que hablan en «representación» de la sociedad, el pueblo, la sociedad civil o cómo gusten y manden. Te pido que te detengas a pensar en ello. ¿Realmente alguien puede tomar la palabra a nombre de un conjunto tan grande, abigarrado, contradictorio como la sociedad? Y sin embargo, con una frecuencia que alarma (por lo menos a mí), políticos, periodistas, académicos, empresarios, líderes sociales y seguramente muchos de tus amigos, con una facilidad pasmosa toman la palabra a nombre de ese océano de tensiones y contradicciones a los que por economía de lenguaje llamamos pueblo. Pues bien, todos los regímenes autoritarios, dictatoriales y totalitarios hablan a nombre de ese conjunto inmenso al que denominamos sociedad (o pueblo o los trabajadores o…). Una sociedad monolítica, sin fisuras, sin contradicciones, sin intereses diversos, sin sensibilidades distintas, sin aspiraciones encontradas. Una sociedad compacta de la que por supuesto


ellos son los representantes. Y el corolario de esa posición es que aquellos que no comparten ese ideario, esas políticas, esas iniciativas no son más que la encarnación del anti-pueblo. Sobra decir que ese lenguaje, esa concepción, es propia lo mismo de regímenes autoritarios o dictatoriales de derecha que de izquierda. Déjame transcribirte el inicio del discurso de toma de posesión de ese energúmeno que es Donald Trump. Trump dijo en su primer discurso como presidente (20 de enero de 2017): «Nosotros, los ciudadanos de Estados Unidos, nos unimos ahora en un gran esfuerzo nacional para reconstruir nuestro país y restaurar su promesa para todo nuestro pueblo […] La ceremonia de hoy tiene un significado muy especial. Porque hoy no estamos simplemente transfiriendo el poder de una administración a otra, o de un partido a otro, sino que estamos transfiriendo el poder de Washington, D.C., y devolviéndoselo a ustedes, el pueblo estadounidense. Durante demasiado tiempo, un pequeño grupo en la capital de nuestra nación ha cosechado los frutos del gobierno mientras el pueblo ha sufragado los costos [...] Los políticos prosperaron, pero los empleos desaparecieron y las fábricas cerraron. El sistema se protegió a sí mismo, pero no protegió a los ciudadanos de nuestro país […] Todo eso cambiará a partir de aquí y ahora mismo […] Lo que realmente importa no es qué partido controla nuestro gobierno, sino si nuestro gobierno está controlado por el pueblo. El 20 de enero será recordado como el día en que el pueblo se convirtió en el gobernante de esta nación nuevamente…». ¿Cuántos entre nosotros todos los días substituyen Washington por partidos, políticos, congresos, gobiernos y hablan y gesticulan como si representaran a esa masa informe y contradictoria a la que unifican bajo el nombre de «pueblo»? La fórmula es sencilla y pegadora. Por eso triunfó Trump, y en todo el mundo surgen imitadores o similares que filtran la compleja vida política con un lente simplificador: los políticos por un lado, los ciudadanos por el otro. Los primeros son la fuente del mal, los segundos el manantial de la virtud y, curio14


samente, el que eso afirma es, por supuesto, el representante de los segundos. Todos los partidos son iguales. Así lo dice Trump («lo que realmente importa no es qué partido controla nuestro gobierno»): él y el pueblo son una y la misma cosa (no importa que menos de la mitad del electorado de ese pueblo haya votado por él), los únicos beneficiarios del establishment son los políticos, siempre de espaldas a las necesidades de los ciudadanos (no importa que su gabinete esté compuesto por una serie de multi millonarios, beneficiarios precisamente de lo que retóricamente combate). La receta discursiva es sencilla, elemental, maniquea, incluso tonta, pero eso sí, más que efectiva no sólo en Estados Unidos sino en (casi) todo el orbe. Conecta de manera perfecta con una sensibilidad y unos prejuicios más que instalados, que además todos los días son reforzados por el conocimiento de otra ratería de algún político que queda impune, una carencia social más que lesiva o un proyecto que queda trunco o de plano resulta inútil. Es la pulsión antipolítica que proclama como ideal la imposible simbiosis entre gobernantes y gobernados, que reniega del laberinto de representación que acompaña a todo régimen democrático, que se ilusiona con una democracia directa sin esas feas criaturas que son los políticos, que explota las promesas no cumplidas de la democracia (que, por cierto, son muchas), para apostar por una figura salvadora, esa sí capaz de comprender, asumir y representar las aspiraciones del pueblo. Sin duda, son malos tiempos. Por Trump y lo que él significa. Pero también porque su lenguaje (donde empieza ya no digamos toda política, sino toda conversación) ha permeado hasta la médula y es compartido –en ocasiones de forma inercial– por millones de personas en el mundo. Pues bien, el ideal democrático se desprende de las antípodas del anterior: la sociedad no es un monolito, por el contrario, en su seno palpitan diferentes intereses, ideologías, sensibilidades, proyectos. Y la verdad es que resulta bastante sencillo constatarlo. Basta salir a la calle, platicar con la gente y, eso sí, tener los ojos abiertos y los oídos destapados. El 15


edificio democrático se construye para ofrecer un cauce de expresión, convivencia y competencia a esa diversidad de pulsiones. Porque se considera que en esa pluralidad reside algo muy valioso: las distintas formas de acercarse, pensar e intentar modular eso que llamamos la cosa pública. No se trata de una discusión académica. Ambos puntos de partida tienen importantes derivaciones políticas, es decir, impacto sobre nuestra vida en común. Porque mientras los demócratas intentarán construir normas e instituciones que permitan la coexistencia de la diversidad y una competencia entre ellas reglamentada y pacífica, el autócrata (ya no digamos el dictador o el líder totalitario) querrá construir una sociedad a su imagen y semejanza, por lo que todos aquellos que no compartan su visión, su política, su retórica, deben ser marginados, perseguidos, y en el extremo aniquilados. Es precisamente la forma en que valoramos la coexistencia de la pluralidad lo que bifurca las rutas de los demócratas y los demás: para los demócratas esa coexistencia es un valor que hay que preservar, para los autoritarios es un antivalor que hay que extirpar o extinguir. Bueno, es posible que lo anterior te resulte farragoso, pero lo cierto es que, y perdón por repetirme, el único régimen político que aprecia y ofrece un cauce a la pluralidad es el democrático. Los demás intentan exorcizar el pluralismo. Si me obligaran a definir qué es la democracia diría: el régimen político que busca ofrecer un marco institucional y normativo para la expresión, recreación, competencia y convivencia de la diversidad. Te mando un fuerte abrazo.

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III

México, D.F., 28 de enero de 2017 Estimada: Que nuestro intercambio sea por esta vía nos ahorra el correo. Imagina lo dilatado que hubiese sido en tiempos pasados este cruce de cartas, dado que uno debía estar atento a las rondas de los carteros. Pero en fin. Vuelvo de nuevo al tema pero ahora desde otro mirador, quizá demasiado conceptual, quizá, por ello, demasiado idílico. Pero se trata de subrayar los valores que ponen en pie el ideal democrático. Hay una serie de valores y principios de la democracia que se conjugan con procedimientos que al pensarlos aclaran el por qué de su superioridad en relación a otras formas de gobierno. Es posible que lo que a continuación escriba te resulte elemental, incluso obvio. Pero en ocasiones lo elemental es lo fundamental. Y si te aburre, sobra decirlo, puedes navegar por otros rumbos. De por sí no creas que me siento muy bien tirando netas o pseudo netas, una actividad propia de los que quieren conducir a legiones (créeme que no es mi caso). Lo cual no sólo me produce incomodidad sino bochorno. Pero en fin, aquí va… Como te decía en la carta anterior, la piedra fundacional es la del reconocimiento del pluralismo como un capital social que hay que preservar y robustecer. Si de verdad la sociedad tuviera una sola sensibilidad, una sola pulsión, un solo interés, todo el edificio democrático carecería de sentido. Sería no sólo artificial, sino innecesario. Pero como cualquier persona lo puede constatar por la vía más simple de hablar con sus familiares,


amigos, vecinos, compañeros de trabajo, vivimos con otros que suelen tener visiones, intereses e iniciativas distintas a las nuestras. Y como ya te decía, la diferencia mayor entre la democracia y otros regímenes de gobierno es precisamente que la primera reconoce la legitimidad de esas expresiones e intenta ofrecer un cauce para su expresión y convivencia. Por el contrario, los autoritarismos de izquierda y derecha intentan homogenizar lo que es diverso y sólo reconocen como legítimos a aquellos que se afilian a sus posiciones. Ahora bien, si el pluralismo es algo connatural a las sociedades (por lo menos a las modernas), hay que saber vivir con él. De la valoración positiva de la diversidad se desprende la noción de tolerancia. Si bajo esquemas integristas la pluralidad debe ser combatida, perseguida e incluso aniquilada, en democracia estamos obligados a «tolerar» a quienes no comulgan con nuestras convicciones. El derecho que los otros tienen a expresar puntos de vista singulares y contrarios a otros, a iniciar debates e iniciativas, es connatural a la naturaleza democrática de un régimen. Sin embargo, no se trata de una tolerancia absoluta. Se tolera, se convive con aquellos que han aceptado las reglas del juego democrático, es decir, que aceptan convivir con aquellos que no necesariamente se alinean con sus aspiraciones, tesis, convicciones. No obstante se trata de asentar un resorte que no es natural. Todos lo sabemos y todos conocemos a personas para las cuales sus ideas, análisis, ideología, intereses son los buenos y legítimos, y quienes los contradicen no son más que expresión de las fuerzas del mal. Esas personas, que suman legiones, no están capacitadas para vivir rodeadas de aquellos que las contradicen. Y ese resorte suele poner en acto también a organizaciones y partidos que se sienten poseedoras de la verdad y la luz. Creo que algunos llegan a la tolerancia por convicción, pero los más arriban a ella por necesidad: porque encuentran que en el día a día existen otros cuyos resortes son distintos a los propios y se resignan a vivir con ellos porque saben o intuyen que no aceptarlos sólo desencadenaría conflictos mayores. 18


Pero pluralismo y tolerancia son apenas los primeros eslabones de la cadena. Si todo mundo (personas, organizaciones, partidos, gobiernos) se plantara a la mitad del foro para desplegar cada uno su propio monólogo, estaríamos ante una especie de teatro del absurdo ingobernable. Se intenta entonces que los diferentes diagnósticos y propuestas que existen en una sociedad dada puedan expresarse y rivalizar entre ellos a través de una competencia regulada. Busca ser civilizada, es decir que reproduzca y valore los argumentos; pacífica y no violenta; con la participación de los ciudadanos y no que los asuntos que incumben a todos se resuelvan en lo «oscurito»; y para ello se construyen normas e instituciones que permitan y fomenten la convivencia y competencia de la diversidad, y posibilitando a individuos y asociaciones ejercer sus respectivos derechos. Precisamente porque la democracia trata de una competencia regulada entre diferentes propuestas, es que se requiere de un principio que permita decidir entre la diversidad de ofertas que se encuentran en juego. Es un valor procedimental que tiene una enorme carga estratégica. Se trata del principio de mayoría. Es decir, que aquella posición que logre el mayor número de adhesiones ciudadanas es la legitimada para (digamos) gobernar. Ese principio de mayoría no es sinónimo de tener la razón, pero ofrece la fórmula para decidir en asuntos controvertibles. La mayoría, en democracia, siempre es contingente. No como en los regímenes autoritarios en los que una fuerza o un partido se autonombran los representantes auténticos del pueblo de una vez y para siempre. Además, se trata de una mayoría que está obligada a actuar dentro de un marco constitucional y legal que fija sus alcances y límites. Por supuesto puede aspirar a modificar dicho marco pero tiene que hacerlo siguiendo los mecanismos y procedimientos fijados en la propia normatividad. Ese principio de legalidad es central. Porque en determinado momento una mayoría –insistimos en su carácter contingente– podría intentar acabar con las normas que hacen 19


posible la reproducción de la pluralidad. Pero en ese momento estaría vulnerando uno de los pilares del edificio democrático. Debemos suponer que la legalidad es el dique que protege a los integrantes de una sociedad de los eventuales tratos arbitrarios y discrecionales por parte de las autoridades e incluso de la mayoría circunstancial. La mecánica democrática genera mayorías y minorías –repito– contingentes. Y si no existen las condiciones para que una minoría se convierta en mayoría es que algo está fallando. Porque las minorías no sólo tienen derechos sino que uno de los más relevantes es el de poder desplegar sus potencialidades para eventualmente lograr la adhesión de la mayoría. Las minorías en democracia, además del derecho a existir, a organizarse, a expresarse, tienen también el de poder convertirse en mayoría. Ése es un toque de orgullo de los sistemas democráticos. Mientras en los regímenes autoritarios las minorías son proscritas y se les conculcan sus derechos, el democrático está obligado a garantizarlos. Y es la mecánica entre mayoría y minorías la que define el funcionamiento de un régimen particular. Decía que la contienda política se da en un determinado marco de legalidad y para que éste sea democrático debe suponer la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley. Sin fueros, sin discriminaciones, sin exclusiones. Es una ley «peculiar» que pretende universalizar derechos y obligaciones. Porque en democracia se supone que ni la riqueza ni la propiedad ni el sexo ni la religión ni el color de la piel ni la ideología deben traducirse en privilegios. Cierto, las desigualdades sociales forjan situaciones extremadamente distintas e incluso en la práctica hacen que millones de personas no puedan ejercer sus derechos. Pero estoy hablando de un deber ser de la democracia según el cual todos los ciudadanos son iguales ante la ley. Una aspiración que trasciende las castas o las exclusiones por muy diversos motivos. Esa igualdad jurídica que no acaba con las desigualdades reales (y que algunas corrientes han considerado, por ello, una mera ficción), es el basamento a partir del cual se puede construir un entramado democrático. 20


Lo anterior es el prerequisito en la forja de una categoría que apareció junto con la democracia: la ciudadanía. Hombres y mujeres con capacidad de discernir racionalmente entre las ofertas que se les presentan y que pueden y deben ser sujetos de la acción política (no objetos). El ciudadano, pues, está capacitado para participar en los asuntos que a todos competen y es resultado de un largo proceso histórico. Los ciudadanos no aparecieron por arte de magia ni de la noche a la mañana. Son la desembocadura de los procesos de modernización y la expresión decantada de la idea de que los individuos –base del sistema político democrático– son sujetos con derechos y obligaciones. La democracia es el único sistema político que necesita e intenta ampliar y fortalecer los derechos de los ciudadanos. Por el contrario, en los regímenes autoritarios existe un resorte bien aceitado que de manera permanente intenta restringirlos a favor de las instituciones estatales. Es entonces en el conjunto de los ciudadanos donde reside la soberanía popular. Hoy esto resulta una verdad de Perogrullo. Pero no siempre fue así. Antes los gobiernos asumían su legitimidad por derivación de una entidad metafísica o gracias a un poder terrenal selectivo del que se excluía a la mayoría de las personas. Hoy, para la democracia la fuente de todo poder debe emanar de la voluntad popular, que es soberana. Te repito que estamos hablando en términos conceptuales. Y entre ellos y la realidad existe siempre tensión e incluso problemas de correspondencia. Pero vale la pena hacer visibles los valores y principios de la democracia, porque esos ideales la vuelven singular y reconocible. Sigo entonces con la retahíla. Si en teoría los gobernantes dependen de la voluntad popular, los primeros emanan de los segundos y están obligados a rendir cuentas. Es el voto de los ciudadanos el que los convierte en gobernantes o legisladores. Por ello se dice que son representantes. No es la herencia (como en las monarquías), ni la fuerza (como en las dictaduras militares), ni Dios (como en las teocracias), la fuente de la legitimidad para 21


gobernar, sino el pueblo, esa constelación contradictoria, que en democracia se expresa a través del voto. Así como al presidente, los gobernadores, los presidentes municipales, los senadores y diputados, se les considera representantes del pueblo, en determinado momento también les puede ser revocado el mandato. De esa manera, la representación está ligada a la democracia moderna. Dada la extensión de las comunidades nacionales y del número de ciudadanos que las integran no hay democracia que no sea representativa. Las fórmulas de democracia directa pueden coadyuvar en determinados momentos a consultar directamente a la comunidad, pero tanto por la densidad de la misma, como también por la complejidad de muchos de los asuntos que deben ser resueltos, la democracia representativa hoy es sinónimo de democracia a secas. Entonces, dado que los mandatos para gobernar o legislar surgen de la voluntad popular, esa misma voluntad puede ser cambiante. Todo gobierno democrático está sujeto a tiempos y procedimientos a través de los cuales es juzgado. Obtiene un mandato por tiempo determinado y luego la soberanía debe de nuevo pronunciarse. La democracia es un sistema de instituciones que perviven y de representantes que cambian. Y esa cualidad tiende a conjugar estabilidad y cambio, pero un cambio que en términos teóricos no tiene por qué conllevar inestabilidad (incluso en algunas constituciones existen mecanismos para revocar el mandato antes de que el período para el cual fueron electos los ejecutivos haya concluido). Si lo anterior se cumple, y debe cumplirse, quiere decir que la democracia permite la alternancia, el relevo en los gobiernos sin el costoso expediente de la sangre (como quería Popper). Los sistemas totalitarios, autoritarios, cerrados o excluyentes suelen generar un sentimiento de impotencia y desesperación entre los desplazados, y por ello las tensiones que se producen no encuentran un campo institucional para plantearse e idealmente resolverse. Por el contrario, en democracia los conflictos y las diferencias encuentran un campo 22


institucional para remediarse y las posibilidades de recambio por una vía pacífica y participativa pueden ensancharse. Eso –otra vez, en teoría– debe derivar en paz social. No la paz de los sepulcros a la que aluden los autoritarios, sino la paz en donde los conflictos encuentran una vía civilizada para resolverse. Es ese escenario institucional el que permite la convivencia de la diversidad de opciones políticas. La democracia no es un sistema que plantee el dilema de tú o yo, sino que intenta ofrecer un espacio a las diferentes corrientes de pensamiento y políticas construyendo un espacio para «nosotros» y los «otros». Es la «y» la que resulta crucial, porque la «o» sólo puede presagiar conflictos sin fin. Y como puedes ver, para que todo lo anterior adquiera cabal sentido, es imprescindible la participación ciudadana. Los regímenes autoritarios intentan que las personas se recluyan en la vida privada porque los asuntos públicos son asunto de unos cuantos. En democracia se supone que el sujeto fundamental de toda la mecánica es el ciudadano. Por supuesto, cuando se vota por los representantes, pero también cuando se proponen agendas y recetas en el escenario público, cuando se marcha o se realiza una huelga, cuando se discute y propone, cuando se generan agendas alternativas. Se supone que la democracia dilata el espacio público y existe la posibilidad de participación y condiciones para fortalecerla. Es esa participación la que logra que en el espacio público aparezcan las voces de intereses diversos. No una sola voz, una sola ideología, un sólo ideario, un sólo provecho, sino el abigarrado y denso concierto de voces discordantes que palpitan en las sociedades modernas. Lo cual, para ser efectivos, induce a la organización. Es en democracia y sólo en ella cuando vemos emerger con fuerza a la sociedad civil (es decir, una sociedad organizada) que porta sus propias preocupaciones e iniciativas. Y se asume que para hacerlas avanzar se requiere de un mínimo de organización. Si lo anterior se cumple estaríamos en presencia de una gobernabilidad construida con apoyo ciudadano. Y en ese marco también, se 23


supone otra vez, que los derechos individuales podrán ejercerse a plenitud. Como puedes ver, por lo menos en el plano de los principios y valores, la democracia resulta muy superior a otros arreglos de gobierno. Porque son esos valores y esos principios que palpitan en el planteamiento democrático los que convierten a la democracia en un ideal. Un ideal que quizá nunca se cumpla de manera completa en la realidad pero que sirve, como decía Sartori, para intentar acercar la realidad a él. Como en un rosario he tratado de engarzar nociones como pluralismo, tolerancia, competencia regulada, principio de mayoría, legalidad, derechos de las minorías, igualdad, ciudadanía, soberanía popular, relación de dependencia de los gobernantes con respecto a los gobernados, representación, revocabilidad de los mandatos, paz social, convivencia de la diversidad, participación, procesamiento de intereses diversos, inducción a la organización, gobernabilidad con apoyo ciudadano y derechos individuales, que en conjunto (creo) componen un fuerte collar de conceptos que quieren dar sentido a una fórmula de gobierno que hoy conocemos como democracia. Pero seguramente me dirás: el problema es que del dicho al hecho hay mucho trecho. Y tienes toda la razón. Porque entre el ideal democrático y la realidad democrática normalmente suele existir una fosa. Pero de eso, permíteme que te escriba en otro momento. No desesperes. Un abrazo.

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