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Fotosíntesis

Fotosíntesis: he aquí la palabra clave que elegiría para esta era que nos obstinamos en llamar «Antropoceno». La fotosíntesis corresponde a una secuencia compleja de procesos electroquímicos. Esos procesos generan gradientes de energía a través de membranas densamente plegadas en los cloroplastos simbióticos de las plantas (Margulis y Sagan, 2000). Los esquemas clásicos de los manuales escolares de nuestros cursos de biología de la preparatoria son representaciones simplistas de ese proceso alquímico, absolutamente mágico y totalmente cósmico, que vincula la vida vegetal terrestre a una forma de atención respetuosa, rítmica, hacia la fuente solar de la tierra. Los seres fotosintéticos —esas criaturas verdes que conocemos con el nombre de «cianobacterias», «algas» y «plantas»— son adoradores del sol y magos terrestres. Bebiendo la luz solar, aspirando el dióxido de carbono, bebiendo el agua y expulsando el oxígeno, las plantas, literalmente, crean el mundo. Transformando el aire impalpable en materia, nos enseñan las lecciones más finas sobre aquello que nos porta y aquello que importa. Lo que son y lo que hacen tiene grandes consecuencias de orden pla-

netario. Decir que la fotosíntesis es una palabra clave para estos tiempos de desastre es un recordatorio crucial de que no estamos solos. Otras potencias, épicas y epocales, están entre nosotros. Los organismos fotosintéticos forman una fuerza biogeoquímica de una magnitud que todavía no hemos comprendido del todo. Hace más de dos mil millones de años, microbios fotosintéticos provocaron el acontecimiento que hoy conocemos con el nombre de catástrofe del oxígeno, o la Gran Oxidación. Esas criaturas alteraron considerablemente la composición de la atmósfera, asfixiando a las antiguas bacterias anaeróbicas con vapores tóxicos de oxígeno (Margulis, 1998). Vivimos en la estela de lo que deberíamos llamar el Fitoceno. Los seres verdes hicieron este planeta habitable y respirable tanto para los animales como para nosotros. Prosperamos gracias a la astucia de las plantas con respecto a la síntesis química. Todas las culturas y todas las economías políticas, locales como globales, tienen relación con los ritmos metabólicos de las plantas. Las plantas fabrican los azúcares ricos en energía que son nuestro combustible y nos alimentan. Fabrican las poderosas sustancias que nos curan, nos drogan, nos embellecen, así como las fibras resilientes que nos visten y nos resguardan. ¿Qué son las energías fósiles, y los plásticos, sino el producto de los cuerpos petrificados de quienes antaño fueron creaturas vivas fotosintéticas? Hemos prosperado y morimos quemando sus acreciones energéticas. Por tanto, no es exagerado decir que existimos solo porque ellas existen. El espesor de esta relación nos enseña el sentido de la palabra im-plicación.

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Las plantas son una fuerza y una potencia con las que debemos contar. Pero destruimos los bosques para remplazarlos por monocultivos industriales y plantaciones (Gordillo 2014, Tsing 2004), para cubrir con cemento las tierras agrícolas (Bellacasa 2015), para tapar los pantanos, las zonas húmedas y las turberas (McLean 2011) y acidificar los océanos (Helmreich 2009).

Las plantas tienen una capacidad remarcable de desplazamiento sobre las grandes superficies, sin embargo, no pueden correr lo suficientemente rápido como para seguir la cadencia del cambio climático. Lo peor es que con la fetichización de las cuotas de emisión de carbono global como métrica última de la salud del planeta y de futuros vivibles, las plantas y los árboles se convierten, en ciertas visiones de las cosas, en criminales climáticos. El argumento es el siguiente: en la medida en que el cambio climático hace que los bosques sean más vulnerables al fuego y a las invasiones de insectos, dejan de ser pozos de carbono y se transforman en fuentes infinitas de emisiones.

Pero las bases de estas afirmaciones son frágiles: no conocemos bien la forma en que los bosques secuestran o liberan el carbono, ni cómo vigilar o cuantificar esos procesos (Buchholz et al. 2013), y mucho menos la forma de analizar los otros ciclos complejos y entremezclados que constituyen el metabolismo de los bosques. Por tanto, modelos y datos muy pobres se integran a cálculos que justifican —en nombre de la acción climática— lo que en realidad es una vasta acumulación, en crecimiento constante, de recursos. En uno de los ejemplos más flagrantes de la utilización abusiva de datos climáticos, el antiguo gobierno conservador de Canadá modificó la política forestal del país, arguyendo que los bosques antiguos debían ser talados para dar lugar a bosques jóvenes bien administrados que, según los modelos, absorben mayores cantidades de carbono de la atmósfera (Myers 2015c). Una científica de la Universidad de Yale, especialista en la atmósfera, intenta

incluso hacer valer la necesidad de dejar de plantar árboles si queremos atenuar el cambio climático. Las plantas, afirma, son las primeras fuentes emisoras de esos compuestos volátiles y nefastos que contribuyen al gas de efecto invernadero. La deforestación, promete, nos ayudará a refrescar el planeta.

Los modelos, evidentemente, son siempre modelos de modelos de modelos, y así sucesivamente (Edwards 2010). Sin embargo, la simulación temporal del ciclo global del carbono hecha por la NASA, vista durante un año, podría ofrecer un medio para comenzar a traducir la fuerza y la potencia de las plantas sobre el planeta. En esa representación podemos ver el dióxido de carbono acumularse con una intensidad alarmante, dibujado en rojo para subrayar la urgencia. Hay que remarcar los flujos y las circulaciones que toman forma en los hemisferios norte y sur. También la distribución desigual de los picos masivos de carbono generados en las zonas densamente industrializadas. Hay que poner una atención particular en lo que ocurre, mes a mes, mientras las estaciones cambian y los bosques del norte comienzan la fotosíntesis en verano. Debemos aprender a leer esta simulación, no para que los datos alimenten una lógica económica que solo considera a las plantas y a los árboles como un servicio ecosistémico de alto rendimiento, sino como un documento para recordarnos que no estamos solos.

Ciertamente no es el momento para crearse enemigos. Es la hora de lanzar un proyecto de solidaridad radical, donde afirmemos que provenimos de las plantas. Propongo que salgamos de ese trágico fantasma antropocéntrico (Haraway y Kenney 2015), para enraizarnos firmemente en esta época que quiero nombrar Plantropoceno. El Plantropoceno nombra una era ambiciosa, una era que debe estar marcada por un profundo compromiso en la colaboración. Este es un llamado para cambiar los términos de nuestros encuentros, para hacer de aquellos seres verdes nuestros aliados. Para logarlo, debemos renunciar al control y abandonar la idea de dominación de esos seres vivos (Myers 2015b). Debemos aprender a conocer íntimamente a las plantas, según sus propios términos. Necesitamos una plantropología (Myers 2015b) para documentar las ecologías afectivas que se dibujan entre las plantas y las personas, y así aprender a escuchar sus peticiones de tierra sin cemento y abrir un tiempo fuera del ritmo de la extracción capitalista. Debemos aprovechar su deseo de formas de vida que no están hechas para nosotros. Para hacer esto, necesitamos aprender a vegetalizar nuestro universo sensible demasiado humano (Myers 2014), e implicarnos con las plantas (Hustake y Myers 2014), con el fin de reconstituir un planeta apto para la «supervivencia colaborativa» (Tsing 2015). Si no lo logramos, su pérdida marcará verdaderamente nuestra pérdida. •

Traducción de Ernesto Kavi

Bibliografía

Bellacasa, Maria Puig de la. 2015. «Making Time for Soil: Technoscientific Futurity and the Pace of Care». Social Studies of Science 45, no. 5: 691–716. Buchholz, Thomas, Andrew J. Friedland, Claire E. Hornig, William S.

Keeton, Giuliana Zanchi, and Jared Nunery. 2013. «Mineral Soil

Carbon Fluxes in Forests and Implications for Carbon Balance Assessments». GCB Bioenergy 6, no. 4: 305–11. Edwards, Paul N. 2010. A Vast Machine: Computer Models, Climate Data, and the Politics of Global Warming. Cambridge, Mass.: MIT Press. Gordillo, Gastón R. 2014. Rubble: The Afterlife of Destruction. Durham,

N.C.: Duke University Press. Haraway, Donna, with Martha Kenney. 2015. «Anthropocene, Capitalocene, Cthulhucene». In Art in the Anthropocene: Encounters among

Aesthetics, Politics, Environments and Epistemologies, edited by Heather Davis and Etienne Turpin, 255–70. London: Open Humanities

Press. Helmreich, Stefan. 2009. Alien Ocean: Anthropological Voyages in Microbial Seas. Berkeley: University of California Press. Hustak, Carla, and Natasha Myers. 2012. «Involuntary Momentum:

Affective Ecologies and the Sciences of Plant/Insect Encounters». differences 23, no. 3: 74–118. Margulis, Lynn. 1998. Symbiotic Planet: A New Look at Evolution. New

York: Basic Books. _____, and Dorion Sagan. 2000. What is Life? Berkeley: University of

California Press. McLean, Stuart. 2011. «Black Goo: Forceful Encounters with Matter in Europe’s Muddy Margins». Cultural Anthropology 26, no. 4: 589–619. Myers, Natasha. 2014. «A Kriya for Cultivating Your Inner Plant».

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Davis y Etienne Turpin, 31–42. Londres: Open Humanities Press. ____. 2015c. «Amplifying the Gaps between Climate Science and Forest Policy: The Write2Know Project and Participatory Dissent» en

Canada Watch, número especial en «The Politics of Evidence», editado por Colin Coates, y editores invitados Jody Berland y Jennifer Dalton, Fall 2015: 18-21. Tsing, Anna Lowenhaupt. 2004. Friction: An Ethnography of Global

Connection. Princeton, N.J.: Princeton University Press _____. 2015. The Mushroom at the End of the World: On the Possibility of

Life in Capitalist Ruins. Princeton, N.J.: Princeton University Press.

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