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Política e inocencia

Ernesto Kavi

1.

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En septiembre de 1940, cuando París ha sido ya ocupada por los nazis, Walter Benjamin se marcha de la ciudad, decidido a abandonar Europa, presintiendo que su vida y su obra corren peligro, y que la guerra total está próxima. Después de un largo viaje, llega a Marsella, enseguida se dirige a Port-Vendres y, de ahí, emprende por las montañas una agotadora travesía ¿La naturaleza humana ha hasta llegar a Portbou. Su único equipaje es una maleta en la que lleva su último sido, es y seguirá siendo manuscrito. Lisa Fittko, una judía viene- por siempre la inocencia, a la Gestapo, que lo envíen a un campo sa que se encarga de ayudar a todos los perseguidos a atravesar la frontera hacia España, le pregunta a Benjamin qué lleva o ha sido manchada hasta el final de los tiempos de concentración y, sobre todo, que su manuscrito desaparezca. Junto con sus acompañantes, toma una habitación en en esa maleta: —Ahí dentro va mi nuevo manuscrito —responde Benjamin. por el pecado de Adán? La respuesta a esta pregunta, el poblado para pasar la noche. Al día siguiente, el 27 de septiembre, a las siete de la mañana, después de escribir una carta —Pero, ¿por qué se ha traído consigo que desató batallas feroces para Theodor W. Adorno, Benjamin inesa maleta… si solo vamos a explorar el terreno? entre los hombres más erugiere una gran cantidad de morfina, la suficiente para quitarle la vida. Sus perte—Mire, esta maleta es para mí lo más ditos, la conocemos bien. nencias quedan al resguardo del juez, con importante de todo. De ninguna manera puedo perderla. Es necesario que este La consecuencia de esa resinstrucciones de enviarlas al Consulado de Estados Unidos en Barcelona. manuscrito se salve. Es más importante puesta la pagamos aún hoy Se ha especulado mucho sobre el maque yo mismo. El día en que llegan a Portbou, las auen día: la creación de la nuscrito que llevaba consigo Benjamin al momento de morir. Gershom Scholem, su toridades españolas instruyen a los guar- idea del «pecado original». amigo más cercano, cree que se trataba dias fronterizos a no dejar pasar a nadie del llamado Libro de los pasajes (Das Passque no pueda probar su nacionalidad. Benjamin no lleva con- agen-Werk). Otros más especulan con que se trataba de las sigo documentos, solo un papel emitido por la Embajada de tesis Über den Begriff der Geschichte. Estados Unidos. Los guardias le niegan el paso hacia España. Benjamin teme lo peor, que lo denuncien, que lo entreguen 2 . En 1942, Adorno editó en una oscura revista universitaria, la Zeitschrift für Sozialforschung (Revista de investigación social), un texto que cambiaría el rostro de la filosofía política por

siempre: las tesis Sobre el concepto de historia (Über den Begriff der Geschichte), de Walter Benjamin, el manuscrito que probablemente llevaba consigo al momento de darse la muerte, y que quedó incompleto. La primera de las tesis, una de las más herméticas, habla de un enano jorobado, maestro de ajedrez, que está escondido bajo una mesa y mueve secretamente las piezas del tablero, venciendo a todos. Ese enano jorobado es la teología, «la misma que hoy —dice Benjamin—, como se sabe, además de ser pequeña y fea, no debe dejarse ver por nadie».

Benjamin, con esa curiosa imagen del enano jorobado, nos decía que la teología es quien está detrás de todos nuestros movimientos, los más ordinarios y los más grandes, los estéticos y los políticos, a pesar de ser la disciplina pequeña y fea que nadie quiere ver. Desde la publicación de ese texto, muchos filósofos y escritores han sabido entrever la mano de la teología que, secretamente, sigue moviendo los hilos de nuestras vidas: Jacob Taubes, Carl Schmitt, o, más cerca de nosotros, Giorgio Agamben. La última muestra de ese trabajo es El Reino y el Jardín, un libro muy breve pero cuyo alcance, cuyas consecuencias, si las llevamos hasta el final, podrían cambiar la faz del mundo occidental. En este trabajo trata de reconstruir y explicar los mecanismos y los dispositivos a través de los cuales la teología cristiana comienza el proceso «que llevará al paraíso, de ser un lugar de delicia y de justicia originaria, a ser solo el ambiguo escenario del pecado y de la corrupción».

3.

Imaginemos a un niño que, en el año 354, nace en Thagaste, la actual Souk Ahras, en Argelia, cerca de la frontera con Túnez. El imperio romano está en agonía, viviendo sus últimos años. Es un extraño mundo, plural, viejo y nuevo a la vez, donde se mezcla la cultura griega, la latina, el judaísmo, el cristianismo naciente, y las tradiciones de los pueblos bárbaros que poco a poco comienzan a invadir el imperio. Ese niño se educa en la periferia, pero gracias a la ayuda de su padre, quien le pagará costosos estudios, logra entrar en los centros universitarios más importantes de África: Madaura y Cartago. Más tarde, una vez terminada su formación, a pesar de la oposición de su madre, ese joven, imaginando una nueva vida, atraviesa el Mediterráneo, y se instala en Roma y más tarde en Milán, donde será profesor de retórica y de literatura de jóvenes tan ambiciosos como él. Regresará a África años después, donde será nombrado obispo de Hippo Regius, lugar en el que morirá el 28 de agosto del 430, en una ciudad asediada, destruida y saqueada por los vándalos. Roma había caído ya veinte años antes, bajo el ejército de Alarico el visigodo. Ese hombre se llamó Agustín de Hipona, y transformaría por siempre la vida de toda la cultura occidental, hasta límites inimaginables.

4.

Debemos saber que Agustín nunca tuvo en sus manos la Biblia tal y como nosotros la conocemos. No leía el hebreo, y el griego lo leía con dificultad. Su único acceso a las fuentes bíblicas era a través de las diversas traducciones latinas —poco rigurosas y fiables— de la Septuaginta, es decir, de la Biblia hebrea traducida al griego. Jerónimo de Estridón, su contemporáneo y con quien tuvo muchas disputas, estaba traduciendo en ese momento la versión de la Biblia que conocemos hoy en día. En ese contexto, la interpretación de los pasajes bíblicos, traducidos de una lengua a otra por personas que no siempre conocían las fuentes originales, era una de las principales actividades de los teólogos. Tanta confusión solo podía generar grandes polémicas. Una de ellas, sin duda la más importante, fue el debate en torno a la naturaleza humana: ¿la naturaleza humana ha sido, es y seguirá siendo por siempre la inocencia, o ha sido manchada hasta el final de los tiempos por el pecado de Adán? La respuesta a esta pregunta, que desató batallas feroces entre los hombres más eruditos, la conocemos bien. La consecuencia de esa respuesta la pagamos aún hoy en día: la creación de la idea del «pecado original». El ser humano, antes de haber cometido cualquier acto, desde el nacimiento, es culpable. Y toda su vida, si quiere encontrar la salud, la salvación y el perdón, deberá dedicarla a expiar esa culpa originaria. Esta historia la conocemos bien. Lo que casi todos ignoran es que la creación del pecado original es obra de ese joven ambicioso que, un día, partió de Argelia, enseñó literatura en Milán y, a la mitad de su vida, se convirtió al cristianismo naciente. Los mecanismos a través de los cuales Agustín crea la doctrina del pecado original son muy sutiles, tanto que aún ahora los teólogos discuten su procedimiento. Todo está en unas cuantas palabras mal traducidas intencionalmente, para así generar una interpretación forzada de un fragmento de

la Epístola a los romanos (5, 12), de Pablo de Tarso. Agustín, con estos mecanismos, trata de combatir a toda la tradición cristiana anterior a él, que no consideraba la existencia de un pecado original. Antes de Agustín se creía que el pecado no era una sustancia que se transmitía de forma natural, sino obras y gestos que el ser humano podía o no acometer. Si los acometía, entonces la caída se repetía en cada uno, como si cada ser humano fuese cada vez expulsado del paraíso «de algún modo inenarrable». ¿Y si el ser humano, liberado de la culpa, siempre en

Pero, ¿por qué Agustín defiende con estado de inocencia, convirtanta ferocidad su nueva doctrina? Este es el punto que traza la frontera entre tiera el paraíso terrenal en el cristianismo «primitivo» y el que co- un paradigma político? Lo nocemos hoy en día. Para Agustín había una razón eclesiástica y otra teológica. que Agamben nos propone La razón eclesiástica es la siguiente: si es que imaginemos una el pecado se transmite de forma natural, desde nuestro nacimiento, entonces los forma de gobierno que coinsacramentos y, especialmente el bautis- cida, en términos teológicos, mo, son necesarios. Agustín afirma: «si la naturaleza humana puede ser justa, con el paraíso terrenal y con entonces Cristo murió en vano». Lo que la instauración del Reino. está en juego aquí es la necesidad de la Iglesia como institución y de sus sacramentos. Si el ser humano fuese justo, libre e inocente, no habría necesidad de ninguna institución encargada de salvarnos de nosotros mismos.

La razón teológica no es menos aterradora: el pecado debe implicar no solo al cuerpo del ser humano, sino también a su naturaleza y a su vida. La culpa no debe estar centrada en la acción o en la obra de un individuo, sino en la vida en sí misma y en todas sus funciones, sobre todo la reproductiva. De esta forma, todos los gestos, las obras y los pensamientos que tendremos a lo largo de nuestra vida estarán manchados por la culpa. Para salvarnos de ella solo tenemos un camino: entregarnos a la gracia divina, que es dispensada por la Iglesia a través de sus sacramentos. La Iglesia tendrá que gobernar nuestros gestos y nuestros pensamientos si queremos entrar en la economía de la salvación. La operación que aquí acomete Agustín tiene consecuencias devastadoras, aun para nuestro tiempo. El biopoder, es decir, los mecanismos con los cuales los gobiernos legislan y controlan nuestra vida y nuestros cuerpos, es la transposición directa, en nuestros días profanos, del pecado original.

5.

Giorgio Agamben, después de desmontar los engañosos mecanismos de la doctrina de Agustín, amparándose en diversas tradiciones heréticas, nos propone una alternativa: ¿y si el ser humano, liberado de la culpa, siempre en estado de inocencia, convirtiera el paraíso terrenal en un paradigma político? Lo que Agamben nos propone es que imaginemos una forma de gobierno que coincida, en términos teológicos, con el paraíso terrenal y con la instauración del Reino. «El Reino —dice— es necesario porque los hombres deben reencontrar en su misma condición terrenal la felicidad de la que fueron privados». No es el primero en imaginar esto, antes Walter Benjamin ya había afirmado que la sociedad sin clases de Karl Marx era la forma secularizada del Reino mesiánico. Sin embargo, la propuesta de Agamben va más lejos, y se centra en las consecuencias de un gobierno vinculado estrechamente con la idea del paraíso terrenal, es decir, un lugar donde el ser humano no sea culpable. ¿Podríamos imaginar por un instante todas las consecuencias políticas, jurídicas, económicas, sociales, estéticas, de una forma de gobierno donde no existe la culpa ni la deuda? La economía de la salvación se sustenta en la idea de una deuda que debemos pagar, y que contraemos al nacer. Pero, ¿y si no existiese esa deuda? La deuda, la culpa, han sido mecanismos utilizados para mantener un poder sobre poblaciones enteras. Pero tan solo son creaciones morales, que hoy hemos asumido como obligaciones legales o económicas, y que ponen en una posición de superioridad a los acreedores. Sin embargo, no debemos nada a nadie, ni somos culpables de nada. Ni los individuos, ni la comunidad, ni las naciones. «Solo el Reino da acceso al Jardín —nos dice Agamben—, pero solo el Jardín hace pensable el Reino». Dicho de otra forma: solo la política nos da acceso a la condición humana, pero solo la condición humana —inocente, sin culpas y sin deudas, en su naturaleza paradisíaca e incorruptible— hace posible la verdadera política. •

EL REINO Y EL JARDÍN

Giorgio Agamben

Traducción de Ernesto Kavi Ensayo Sexto Piso 2020 • 140 páginas

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