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Sueño grupi de una noche de otoño
Dicen que el enculamiento nace del sexo y el amor, pero yo creo que también nace de la música.
Uno sabe que se trata de querencia verdadera cuando hay algo que realmente te sobrecoge. Es una sensación que empieza en las tripas, sube por el esófago juligans picaculos, sino porque decidí apartarme de la pany se hace nudo en el cogote; una emoción que muere cuan- dilla y caminar solo rumbo al escenario indicado. do se acaban el sexo y el amor, pero permanece cuando se Así fue como de pronto me vi justo donde deseaba estar trata de la música. Por eso es que los enculados y los grupis desde aquel 1993: en la primera fila, aguardando a que sase parecen tanto. liera Suede y con un nudo en el cogote que no lograba des-
El gusto por las personas es transitorio, no así lo que hacer sin importar cuánta cerveza bebiera. sientes por ese grupo al que, por lo regular desde la ado- Luego vino la expectación y la incógnita respecto al setlescencia, juras ser fiel en la salud y en la enfermedad; en list, el nervio, el nudo en la tripa, la emoción pura que deslas buenas, en las malas y en las peores. Aquel grupo cu- bordó cuando abrieron con «She», que arrancó un chingo yas canciones estarán en tus playlist públicos y privados, de gritos y coros por parte del respetable. y por el que harás todo lo posible por cumplir tus sueños En una de esas se me ocurrió voltear hacia atrás y no de grupi, cualesquiera que estos sean. alcancé a ver el final del gentío. Todo grupi sabe qué se Yo me enculé con Suede desde 1993, cuando lanzaron siente ver al objeto de deseo musical yendo de un lado a su disco homónimo bajo el sello Nude Records y escuché otro por el escenario. Así me pasó con Brett Anderson. por primera vez «So Young». La letra, la guitarra feroz y desgarbada de Bernard Butler y el registro vocal de Brett Verlo bailar, moverse y entregarse Anderson captaron mi atención —confieso—, muy por en vivo durante una hora no hizo encima de las propuestas de Blur y Pulp, a quienes ya estaba escuchando en la escena britpop de inicios de los más que ratificar mi enculamiento noventa. con ellos. Entonces vino lo inespeA partir de entonces, se enquistó en mí el deseo ferviente de escucharlos en vivo. Sin embargo, tuvieron que rado y al mismo tiempo esperado pasar diecinueve años para que mi sueño de grupi no solo para mis adentros: el encore con se cumpliera sino que fuera rebasado por mucho. Era 2012, una época en que el Corona Capital aún era accesible para «Saturday Night» y Brett Anderson los bolsillos de muchos provincianos quienes veíamos en bajando a convivir con la perrada ese festival la peregrinación musical más importante del año. En cuanto se hizo oficial el anuncio de que Suede ven- que estábamos escuchándolo. dría por primera vez a México, me resultó poco menos que Luego, el corazón en pleno acelere y la sensación imposible disimular la emoción. De inmediato contacté a la de que se salía de la caja torácica cuando Brett hi-
Marrana para decirle que estaba listo para largarnos a hacer fila zo una pausa justo frente a mí y tuve la oportunidesde meses antes si era necesario con tal de estar ahí viendo a mis papacitos tocando las rolas que durante casi dos décadas acompañaron el desgarriate que tengo por vida. —Bájale, no es pa’ tanto —me dijo—; también vienen New Order y los Black Keys. —Me vale madre —respondí.
Ese concierto quedó grabado en mi memoria no solamente porque la Marrana y yo nos agarramos a chingadazos con unos
dad de estrechar su mano por un momento. No me avergüenza decir que se me salieron las de San Pedro. Aquel momento quedó captado en video y sigue anclado en la parte más chingona de mis recuerdos.
Al final, caminé solo hacia la camioneta para reunirme con el resto de la pandilla. Jamás me había parecido tan corto un trayecto de cuarenta y cinco minutos a pie. Cuando por fin di con ellos seguramente todavía llevaba el resabio de la energía que me insufló ese agarrón de manos con Brett Anderson, porque la Marrana me miró y me dijo: «Te ves muy fresco y muy radiante, puto; ni parece que estuviste todo el perro día en un concierto».
Y, en efecto, así mero me sentía, con la dicha que solo se siente cuando ves cumplido tu sueño grupi de una noche de otoño. • No me queda duda de que donde se escucha la peor música del mundo es en los gimnasios. He asistido a distintas variedades en los últimos veinte años. Ni un solo día he tenido ganas de ir, pero voy. Tres veces a la semana, cuatro cuando mucho. Lo único que me gusta de hacer ejercicio es cuando termino. Por lo demás, no me gusta la gente que va, ni su entusiasmo, ni el cuerpo de los instructores, ni bañarme cerca de otras mujeres, pero lo tolero. Lo único que jamás he tolerado es la música. ¿A quién mierdas se le ocurrió que poner «High Energy» era una buena idea? Tracks repetitivos cuyo beat va subiendo a velocidades absurdas que ni siquiera pueden servir para marcar un trote medianamente decente. Mezclas acompañadas por sonidos que asemejan el graznido de un buitre en ácido y que escalan y escalan cada vez más rápido, cada vez más agudo, cada vez más molesto y culminan, por lo general, en un orgásmico pujido femenino. Y todo vuelve a empezar. También he escuchado con frecuencia en lugar del gemido una voz masculina muy grave que incita a pelear y a bailar con el diablo: «Fight, and dance with the devil!». Es más vieja que el Diablo mismo pero además, ¡nadie está bailando!: estamos en licras cargando pinches pesas, no en un rave comiendo tachas.
Dejé el gimnasio algunos años y volví. La selección de música había cambiado pero no era mejor, ahora el reggaetón estaba en su apogeo. Ciertamente va más con el tempo de las series de pesas que haces, las lagartijas, los martillos, laterales y curl (argot propio del gym). Sin embargo, bajo el «tun-tu-cun» ad nauseam, estás escuchando puras escenas de nalgas, culo, ron, calentura en escenarios paradisiacos —«Ay Dió mío ¡qué rico!»—, mientras estás tirada en el piso haciendo «supermanes» y resoplando detrás del cubrebocas. Nada digno ni sensual. Para no aburrirme mientras camino o hago bicicleta, leo un libro. Tal vez piensen que es ridículo o absurdo, pero se me pasan más rápido los insufribles veinte minutos de cardio. Pensarán que soy una imbécil si pretendo que me pongan música ambiental o clásica para acompañar mi lectura, pero no. De hecho, no soporto la música clásica. Toda mi infancia me la pasé escuchando a Brahms, Chopin y Bach. No por elección, sino por mi mamá.
En mis últimos meses de primaria el soundtrack en el camino de la casa a la escuela era «La flauta mágica» de Mozart. Todos los días. Pensarán que era una gran idea para mi formación cultural, pero no. Cuando por fin alguien del salón me invitó a una fiesta y tuve el valor de ir, todas cantaban «Change of Heart» de Cindy
Lauper o «Bazar» de Flans. Todas sabían bailar, menos yo. Claro, yo sabía quienes eran Sarastro, Pappageno y La reina de la noche, ¡pero lo que necesitaba saber era quiénes eran Ilse, Ivonne y Mimí! Caraja mierda. En mi más reciente regreso al ejercicio tuve la fortuna de que la empresa de telecomunicaciones en la que trabajo proveyera a