Reporte SP - Especial Feria Internacional del Libro de Guadalajara 2014

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Reporte sp Número 4 • Diciembre de 2014 • FIL Guadalajara

Publicación mensual gratuita de Editorial Sexto Piso

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Índice Del otro lado  |  4 Claudio Magris

La escritura como hurto  |  7 Entrevista a Fabio Morábito

La cara del tiempo o la realidad de lo falso  |  9 Diego Rabasa

Retrato de Mussolini con familia  |  12 Mario Bellatin

El Señor Cerdo  |  15 Instrucciones a los patrones  |  15 Escalar las cumbres mentales  |  17

Borges y el cuerpo  |  23

La máquina de hacer hijos  |  38

Margo Glantz

Lina Meruane

Para cada tiempo hay un libro  |  25

Rafael  |  40

Alberto Manguel/Álvaro Alejandro

En el reino de los muertos vivientes  |  27 Felipe Rosete

Woorakone  |  29 Antoine Volodine

Los latinoamericanos de Marcel Proust  |  31 Rubén Gallo

¿Ya no me importa el arte contemporáneo?  |  32

Abraham Cruzvillegas

Bambú  |  41 Eduardo Halfon

Manuel Puig: nuestro primer escritor «argenmex»  |  44 Sandra Lorenzano

Guardián de las chinampas  |  47 David Lida

What became of Pampa Hash?  |  48 Jorge Ibargüengoitia

David Byrne

El buzón de la prima Ignacia  |  51

Juicios a las brujas  |  19

Un fantasma llamado Facebook  |  35

Neoliberalismo para dummies  |  51

Walter Benjamin

Eduardo Rabasa

Dd&Ed

Entrevista con Simón Elías Barasoain

Reporte SP • Año 1 • Número 4 • Diciembre de 2014 • Publicación mensual gratuita de Editorial Sexto Piso • www.sextopiso.mx Impresión: Offset Rebosán • Editores: Diana Gutiérrez, Diego Rabasa, Eduardo Rabasa, Felipe Rosete • Diseño y formación: donDani Portada: Ilustración de Gabriel Pacheco para Moby Dick, de Herman Melville (Sexto Piso, 2014).

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Del otro lado Claudio Magris a Guido Morpurgo Tagliablue

C

onocí a Zs., que ahora disfruta de su pensión y del aprecio de los estudiosos que elogian sus escritos, en una universidad alemana, en la que, al igual que yo, impartía clases en calidad de visiting professor, uno de los no muchos que, en ese entonces, arribaron de algún país de Europa del Este. Era cultísimo, amable y despiadado consigo mismo y con los demás. Convencido de lo irrelevante de toda existencia, estaba dispuesto, con igual indiferencia, a sucumbir o a golpear. Galante y libertino, siempre con el estilo del gran señor. Era un neurofisiólogo, se ocupaba de neurocibernética y cultivaba, con el gusto y la preparación de un homme de lettres, los humaniora; creo que le hubiera gustado tener una cátedra de literatura bítica, de esa literatura creada y producida, según un cuento de Stanisław Lem, no por los hombres, sino por las inteligencias artificiales. Pero detrás de esas combinaciones abstractas, que dominaba con perfecta precisión, se advertía una muy contenida pasión por otra cosa, acaso por las cosas tiernas y fugaces que centelleaban más allá de la tabla de signos, el color de una violeta, el olor del mar. Le interesaban las relaciones matemáticas en las cuales su intelecto resolvía y disolvía las cosas, la frecuencia de la onda luminosa y los procesos fotoquímicos que se verifican en la retina cuando la viola tricolor aparece en un campo visual, aunque probablemente amaba la violeta, la inexistente y ficticia violeta, su reticencia y su humildad inventadas por la pseudoconciencia de las metáforas. Tenía bloquedada la piedad, incluso hacia sí mismo, pero detrás de esa antipática dureza se escondía la ingenuidad del estoico que se obliga a no derramar ni una lágrima, el conmovedor cinismo de quien sofoca las razones del corazón, tan exhibidas por aquellos que no las conocen y que nunca las han experimentado. Se había educado en la incapacidad de llorar como Aquiles y de escapar como Héctor, y observaba con perpleja reserva los resultados de su autoaprendizaje. Su lucidez, jamás turbada por rencores o extravíos, me aclaraba muchas cosas, y a nuestras conversaciones, que continuaron a través de un epistolario que ya asumía proporciones respetables, les debo una cierta inteligencia del mundo. La naturaleza, a un cierto punto, lo escogió como objeto de experimentos archisabidos y banales, pero no por eso menos desagradables, tratando de acelerar el proceso de deterioro de su existencia, y poniendo en movimiento varias mutaciones regresivas de sus órganos. Como un espadachín, él le respondía golpe tras golpe; esquivaba cualquier mandoble que parecía ya insalvable con un imprevisto truco in extremis, sanando por ejemplo de una pancreatitis avanzada, y volviendo a ganar terreno, cada vez que sufría una pérdida, en otra dirección, como cuando se recuperaba de un enfisema pulmonar precisamente mientras comenzaban algunas molestias cardiocirculatorias. Me enteraba de estos partes médicos, muy de vez en cuando, a través de su hijo, que era ingeniero en Debrecen; en sus cartas no dejaba traslucir nada acerca de todas estas

fastidiosas enfermedades, pertinentes a la mera inmediatez sensible. No tomaba nota de esto, al igual que no tomaba nota de su secreción sudorífica. Hasta donde puedo saberlo, ni siquiera su imaginativa osadía erótica, a la cual no le dedicaba mucha consideración, parece haber sido muy afectada por estos incidentes. Nuestra correspondencia, hasta ahora frecuente y regular, era y está dedicada, ciertamente en tonos cortos y jocosos, a discusiones impersonales, a problemas objetivos. Sus cartas —despachadas desde una pequeña localidad en las cercanías de Baja, donde es dueño de una casa sobre el río— son unos fecundos y agradabilísimos ensayos, llenos de rigor y de gracioso humorismo. Todas menos una, a la cual le debo un imprevisto y brevísimo viaje a Budapest. Me la escribió antes de uno de sus ingresos al hospital de la capital, el cual, por otra parte, fue de breve duración. La paráfrasis de esa carta no puede ser más que penosamente inadecuada, como si estuviese en la escuela y, según la costumbre de una época, el maestro me exigiese la versión en prosa, como se decía una vez, de los últimos poemas de Hölderlin, oscilantes en un abismo desconocido. La carta iniciaba con la narración de un incidente de auto, es más, del control en una estación de servicio, efectuado poco antes del incidente mismo. Entre esas líneas se eleva repentinamente un viento gélido, de un hielo que no existe en Siberia o en la Antártida, sino acaso en un planeta sin vida y lejano del sol, Neptuno o Plutón, o en la fórmula del cero absoluto, en la cual ya no es cuestión de frío o de calor. Leyendo la carta, uno se topa de golpe con un páramo desconocido, que invalida cualquier consuetudinario proceso de percepción. Todo está inmóvil, eterno, radicalmente es otro, mudo; la estación de servicio, el empleado de la gasolinera arrodillado junto al automóvil con su rígida sonrisa de replicante, las herramientas y los tornillos, la soledad del paisaje, el brillo llamativo del automóvil, los frenos que no responden a la presión del pie, el choque silencioso, como si faltaran algunas condiciones necesarias para que se verificase un elemental fenómeno físico como la transmisión del sonido. La carta es detallada, traslucida, un exacto delirio. Es una narración de ciencia ficción entremezclada con un mito griego, un género literario híbrido entre la novela policiaca y la tragedia, una conjura cósmica organizada como un delito de la mafia. La física, como ha dicho Schlegel, aparece cual nueva y verdadera mitología; sus dioses son despiadados como Apolo que desuella a Marsias e inhumanos, inimaginables como las explosiones atómicas sobre el sol y la fuerza absorbente de los hoyos negros. Con una claridad absoluta, la carta da a entender que no hay escapatoria, que para ninguno de nosotros puede haber escapatoria. En cierto momento Zs., la testaruda víctima de los dioses del big bang, se encuentra en la orilla del lago Balatón, en un bochornoso día de verano. Está recostado sobre la arena, entre las hileras de las casetas para los bañistas. De golpe se hace un silencio en torno a él, los juncos del agua y los gestos de los bañistas se detienen en una fijeza eterna, como los cuerpos alcanzados por la lava de Pompeya y suspendidos en su pose extrema. En

Entre esas líneas se eleva repentinamente un viento gélido, de un hielo que no existe en Siberia o en la Antártida, sino acaso en un planeta sin vida y lejano del sol, Neptuno o Plutón, o en la fórmula del cero absoluto, en la cual ya no es cuestión de frío o de calor.

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El coloquio de los pájaros • Peter Sís • Sexto Piso

lo alto, el cielo bermejo del atardecer, entre las hileras de las casetas, es un río de fuego, muchos ríos de fuego, desde las aguas del lago se advierte que está por levantarse un torbellino descomunal. Todo puede suceder; se advierte la presencia cercanísima y concreta de lo impensado, de eso que de otra manera no se puede pensar y por lo tanto no puede suceder. Me asomaba, leyendo la carta, a otro universo, en el cual Zs. había entrado rompiendo una pared del espacio-tiempo, saliendo de las modalidades y de las categorías con las cuales el pensamiento construye el mundo. No entendía si era una broma, una invención literaria, o una breve y grandiosa novela-parábola, o si era la desnuda e insoportable experiencia de otro estado —como buen lector de El hombre sin atributos, me preguntaba si me encontraba ante la locura de Clarisse o ante Musil narrándola—. Si esa alteridad era simulada por la técnica narrativa, la simulación era tan completa como para devenir identificación total, olvidándose de ser simulación y de haber nacido como tal. Si no era Clarisse o el señor Gojadkin, Zs. era entonces un escritor todavía más grande que Musil y Dostoievski, porque había quemado todavía más radicalmente toda defensa y toda estructura retórica. En el tono con el cual me ponía en guardia contra él, contra el contagio de su destino, exhortándome a mantenerme lejos, ni siquiera percibía una sombra de esa convención y de esa regla de juego sin las cuales no existe ficción literaria, no existe literatura, ni pequeña ni grande. Para utilizar el lenguaje de mi trastabillante y proba normalidad, temía que Zs. hubiese enloquecido, que estuviese viviendo sin mediaciones su horripilante paranoia, su aventura de hombre que ha sido arrojado hacia el otro lado. Unos días después yo me encontraba en Budapest, en la clínica en la cual él había sido internado y que estaba por abandonar. Lo encontré como siempre: amable, irónico, extremadamente preciso y ajeno a toda excitación y a toda tergiversación emotiva de las cosas. Esperaba que me hablase de la carta, de la advertencia que me había lanzado, pero, dado que no decía palabra al respecto, intenté entrar en el tema. Con una pizca de perturbación rápidamente reprimida

desvió el discurso, insinuando evasivamente que era una broma, un divertissement literario, y pasó de inmediato a otra cosa. Probablemente había abierto una puerta a un abismo, a la pura nada, pero luego había logrado cerrarla, o por lo menos entrecerrarla, y había regresado, como se regresa a una sólida lógica de la pesadilla de un sueño. El río de su vida, después de haber saltado sobre ese otro lecho, había regresado a su matriz y había vuelto a correr ordenadamente, como todos los demás, hacia la desembocadura, hacia esa nada en la que, por un instante, ya se había aventurado. Han pasado algunos años, Zs. es un anciano que va debilitándose conforme las acostumbradas leyes biológicas, pero sigue sanando de sus achaques y ya casi está sano. Su reciente libro sobre algunos aspectos particulares de la cibernética de los procesos neuronales ha sido alabado en revistas especializadas internacionales. Conmigo, en sus cartas, discute —dada mi ignorancia— de argumentos más accesibles a los profanos, se detiene por ejemplo en la cultura vienesa de la cual nació la psicología de la Gestalt, y sobre algunos personajes injustamente olvidados. De esa carta jamás volvimos a decirnos una palabra, tal y como uno se cuida de hacer alusiones de una desdicha conyugal que ya regresó a la normalidad. • Copyright © Claudio Magris, 2014 Traducción de María Teresa Meneses

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El Conde y otros relatos Claudio Magris Traducción de María Teresa Meneses Sexto Piso-dgp Conaculta • 2014 • 92 Páginas

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La escritura como hurto E

n El idioma materno, vinculas la génesis de tu escritura con episodios infantiles relacionados con la traición y con el hurto. ¿Consideras que en el acto de escribir subsisten para ti hasta la fecha vestigios de ambas conductas?

Creo que sí, porque la escritura me sigue pareciendo una actividad un poco furtiva y denigrante, para la cual se paga un precio vital muy alto, que es antes que nada la conciencia de no enfrentar la vida plenamente y con todos sus riesgos. Por eso nunca me ha interesado conocer a los grandes escritores. Excepto quizá Kafka, con quien me hubiera gustado intercambiar unas palabras, nunca he tenido especial interés en las personas de los escritores. Tal vez mi relación furtiva con la escritura se deba en parte al hecho de que escribo en una lengua que no es mi lengua materna. Escribo como bajo permiso y tal vez temo oscuramente que en cualquier momento me vayan a quitar la licencia para escribir. Así que escribo muy temprano, cuando la mayoría de la gente todavía duerme En varios de los textos se advierte la escritura como una necesidad casi fisiológica, como una especie de mandato que literalmente te levanta de la cama muy temprano para que le entregues al menos las primeras horas de tu día. Además del goce estético, ¿experimentas un lado tiránico o menos amable por parte de la vocación de escritor?

Desconfío de los escritores que dicen que escriben porque les gusta hacerlo. Me gusta mucho leer, pero no escribir. Escribir es una tarea ingrata y llena de frustraciones. De hecho me gusta viajar porque cuando viajo no escribo. Benditos los viajes, que me dispensan de escribir. Sin embargo, cuando estoy escribiendo me considero tocado por la suerte. La alegría que me produce la hechura de un buen poema o de un buen cuento la he encontrado en muy pocas cosas. En cierto sentido, es común que los escritores mantengan una relación fetichista tanto con la lectura como con los autores admirados que los han influenciado. Sin embargo, en tu caso, a pesar de que mencionas la lectura y a ciertos autores como referencias importantes, lo haces desde una perspectiva un tanto desmitificadora, considerando por ejemplo sospechoso que un escritor tenga demasiados libros, o burlándote con ironía del afán de capturar el contenido de un libro mediante subrayados incesantes. ¿Hay una crítica intencionada a la excesiva reverencia que pueda tener la lectura en el discurso público de los escritores?

El primer texto que escribí para El idioma materno se llama «El libro en llamas» y en él está el espíritu de todo el libro. Resumo brevemente la anécdota. Una noche, siendo yo adolescente, me encontraba en una playa en compañía de unos amigos, alrededor de una hoguera que habíamos encendido para calentarnos. La hoguera fue perdiendo vigor y no había leña a la mano para avivarla. Yo traía una novela conmigo, de la que había leído sólo la mitad, y ante la amenaza de la extinción del fuego no lo pensé dos veces para arrancar unas páginas del libro y echarlas a las llamas. Entonces, surgida de quién sabe dónde, apareció una mujer de unos cuarenta años, de aspecto nórdico,

Eduardo Rabasa entrevista a

Fabio Morábito

con cara de profesora, que se abalanzó sobre la hoguera y rescató las hojas que yo acababa de echar al fuego. «¡No se queman los libros!», exclamó con verdadera indignación. Me arrancó el libro de la mano, fue a sentarse en la arena a unos cuantos metros de nosotros y allí, en la oscuridad, reconstruyó el libro parcialmente quemado con un cuidado impresionante. La hoguera se apagó a los dos minutos. Detesté a esa mujer y me detesté a mí mismo por haberle permitido arrancarme mi libro de las manos. Ahora estábamos sin fuego, pero el libro estaba a salvo. La detesté, porque adiviné en ella ese apego ciego a la palabra escrita que es el origen de tantos fanatismos; pero, por otro lado, la admiré por su coraje. Esta ambivalencia que hace del libro un objeto venerable, por todo lo que salva del olvido, pero también detestable, porque apaga el fuego en lugar de avivarlo, es lo que disparó todas mis reflexiones de El idioma materno. Hay también en El idioma materno hermosas reescrituras o reinterpretaciones de pasajes de los poemas homéricos, o incluso de historias como la de Pulgarcito. En ese sentido, ¿son los clásicos para ti textos «vivos», que son susceptibles de distintas metamorfosis conforme pasa el tiempo y se vuelven a leer y releer en distintos momentos tanto históricos como vitales?

Hay muchos textos en mi libro que son divertimentos, sobre todo aquellos que reescriben historias canónicas como el sitio de Troya. Es una virtud de las historias canónicas suscitar en nuestra imaginación otros caminos posibles que pudieron haber tomado. En el fondo lo que hacemos todo el tiempo es reescribir la media docena de argumentos arquetípicos que nos provee la tradición. Acabo de entregar al Fondo de Cultura Económica una antología de cuentos populares mexicanos, que reescribí a fondo para darles una unidad estilística. En los años que dediqué a esa tarea habré leído más de mil cuentos orales de todas las regiones de México y pude comprobar cuán escasa es la originalidad de aquello que nos contamos. Unas cuantas historias básicas vuelven una y otra vez, transformadas en mil variantes. Creo que la explicación de esto es que no nos gusta leer algo totalmente nuevo. Cuando escuchamos o leemos una historia, necesitamos, para emocionarnos, que nos evoque otras ya conocidas. ¿En verdad son las maletas Samsonite una mayor influencia en tu poesía que cualquiera de los poetas consagrados de tu preferencia?

El periodista que propagó ese rumor escuchó mal. Yo le dije en una entrevista que mi mayor influencia literaria ha sido Gregorio Samsa, el protagonista de La metamorfosis de Kafka, y él escuchó Samsonite. Ha sido un equívoco atroz. •

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Roger Bartra

Juan Villoro Juan Villoro Hugo Hiriart

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La cara del tiempo o la realidad de lo falso Diego Rabasa

And you may find yourself living in a shotgun shack And you may find yourself in another part of the world And you may find yourself behind the wheel of a large automobile And you may find yourself in a beautiful house with a beautiful wife And you may ask yourself, «Well, how did I get here?» The Talking Heads, «Once in a Lifetime»

«Y

es que te hacen eso: te fantasmizan», le explica Asher a la joven Aurora tratando de transmitirle cómo es que ha pasado de ser un exitoso guionista hollywoodense, capaz de amasar un patrimonio lo suficientemente importante como para no tener que preocuparse por dinero el resto de su vida, a un hombre desempleado al que no le toman el teléfono ni para rechazarlo cortésmente. Al mismo tiempo que es fantasmizado, Asher decide averiguar de una vez por todas hasta dónde llega la relación de coqueteo que su esposa y otro jugador de tenis del club que frecuentan sostienen en sus narices. Se esconde en la cajuela del auto de su mujer, se agazapa frente al porche del amante potencial y observa cómo comienza a desmadejarse una velada romántica que tiene como clímax la hábil manera en la que el tenista le quita el corpiño a su mujer con una sola mano. Reducido hasta umbrales casi infrahumanos en cuanto a dignidad se refiere, despojado de su figura social, desterrado de los olimpos corporativos del entretenimiento, Asher decide cambiar la costa californiana por la fría ciudad de Nueva York, la ciudad de su infancia, buscando la forma de reconfigurar aquello que nos permite levantarnos de la cama cada mañana y obviar el sinsentido y el despropósito: el anhelo. Alfred Hayes nació en Londres en 1911. A los tres años se fue a vivir a Nueva York con su padre (barbero, violinista y apostador, en distintas facetas de su vida). Al terminar la carrera fue contratado como reportero en medios como The Daily News y New York American, Comenzó su carrera literaria de forma más seria publicando poemas en revistas como The New Yorker. A comienzos de los años cuarenta, durante la Segunda Guerra Mundial, fue enviado a Roma para participar en operaciones en la oficina de servicios especiales del ejército norteamericano. Ahí conoció al director de cine Roberto Rossellini y al joven Federico Fellini, con quien compartió una nominación al Oscar por el guión de Paisà, una de las películas más importantes de Rossellini. Al volver a los Estados Unidos encontró un terreno fértil en la pujante industria cinematográfica de Hollywood. Quizá por tener una obra demasiado abundante, o por sus continuos escarceos con la industria del entretenimiento masivo, Hayes fue relegado a un segundo plano dentro de la vastísima y muy rica literatura norteamericana de mediados del siglo xx. El sello argentino La Bestia Equilátera se ha propuesto recuperar parte de su obra. Primero apareció Los enamorados (2010) y luego Que el mundo me conozca (2012). Mi perdición (2013) es el tercer título de Hayes publicado por La Bestia

Equilátera. Las tres obras forman parte de una tetralogía (que comienza con el único título que no ha sido retraducido hasta ahora, The Girl on the Via Flaminia) que explora el desamor, el fracaso, la desilusión romántica y la humillación de manera franca, despiadada y poderosa. Hayes es un escritor que se mueve a distintas velocidades: sabe trepidar con vértigo por las instancias más apasionantes y exultantes de las emociones humanas, y sabe reptar con pesadez y languidez por las zonas más oscuras. La relectura de su obra, no sólo en castellano sino también en su lengua madre, lo ha restituido como una voz valiosa y potente, original y significativa dentro de la literatura anglosajona. En Nueva York, Asher decide visitar a una tía muy entrada en años quien le pide como favor especial —y dado que él es el único miembro de la familia que ha logrado experimentar en carne propia las caricias del éxito— que reciba a su hijo: un chico con aspiraciones literarias. Cruel destino que esconde sus designios detrás de cándidos paisajes. Michael y su mujer Aurora, de ascendencia italiana, con temperamento latino y un escultural cuerpo que amenaza con permanecer siempre joven, urden una siniestra broma que habrá de mostrarle a Asher cuán largo puede ser el camino al infierno. Cuando Alfred Hayes murió a los 74 años, su nombre había pasado de moda. Mi perdición refleja con escalofriante premonición el futuro de un hombre que deposita toda su energía de juventud en cumplir con las exigencias de una sociedad para la que el yo social supeditado a los cánones del American Way of Life lo es todo. «Yo estaba condenado a una ficción de mí mismo. A un bienestar falso.

Hayes es un escritor que se mueve a distintas velocidades: sabe trepidar con vértigo por las instancias más apasionantes y exultantes de las emociones humanas, y sabe reptar con pesadez y languidez por las zonas más oscuras.

Ilustración de Michal Rovner para El abrazo, de David Grossman (Sexto Piso, 2013).

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A un éxito de mentira», confiesa Asher después de que su farsa existencial se ha derrumbado. «Parecía decir que éramos infelices […] porque algo en el modo en que ahora vivíamos nos impedía llevar vidas cuyo resultado fuese sentir felicidad», reflexiona el protagonista mientras trata de encontrar si ha sido él quien ha fracasado o es el tiempo, la ciudad y su gente, quien lo ha traicionado. Antes de que el eterno retorno de lo trágico se le presentara a Asher de nuevo, éste vive unas cuantas semanas de idilio; el castillo de felicidad, una vez más erguido sobre el aire, encuentra su culmen cuando este hombre cincuentón contrata a Michael, su sobrino, para que camine con él por las mañanas a través de los parajes de su infancia, andando por los senderos de la memoria y por las tardes lleva al cine a Aurora, va a tomar tragos con Aurora, convence a Aurora de que vaya con él a su cuarto de hotel y lo espere fuera del baño, descalza, mientras él se ducha. Por unos instantes el guionista caído en desgracia recupera la voluntad de vivir. Consciente de la desventaja que le supone su edad ante su joven y cínico interlocutor, por unos momentos cree que puede forzar la realidad a su antojo incluso modificando el pasado: «Además me descubrí (quizá por causa de Michael) retocando el pasado. Maquillando, pese a mi deseo de no hacerlo, la cara del tiempo». Cuando la realidad le reclama a Asher que pague la cuenta de esta nueva representación escénica que ha montado, éste se ve obligado a dejar la impostura como intermediario ante el mundo. Se ve obligado a mirarse en su ridícula y minúscula proporción. Se ve obligado a ca-

En dosis diarias 2 • Alberto Montt • Sexto Piso

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librar el pulso de su época en su justa medida. Lo que queda cuando todas las máscaras han sido despojadas es una sensación de desasosiego y de redención. Desasosiego por la decadencia implícita en la realidad de lo falso, oxímoron que encarna los aspectos más abyectos del espíritu norteamericano, y redención porque esa violenta exigencia, ese imperativo lacerante de ser alguien en el mundo ha, por fin, llegado a su fin. Lo que queda no puede ser ni más doloroso ni más humillante que el fallido intento por reclamar un derecho a existir. Lo que queda es silencio, contemplación y espera. •

Mi perdición Alfred Hayes Traducción de Martín Schifino La Bestia Equilátera 2013 • 192 Páginas


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El 1 de diciembre a las 19:30, en el Salón B del Área Internacional de la FIL de Guadalajara, Cynan Jones estará platicando con Emiliano Monge y Damián Tabarovski sobre La tejonera

PASEN Y LEAN, ENTREN CON NOSOTROS EN EL CUARTO DE LAS MARAVILLAS DE TURNER, EL GABINETE DE CURIOSIDADES DE LA CASA Editorial Turner

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Retrato de

Mussolini con familia Mario Bellatin

L

a fantasía de que todo llegará cuando sea demasiado tarde. Como aquella frase recurrente de que el amor aparece o muy temprano o cuando ya el tiempo pasó. Seguramente, el ardid que me tiene preparado la vida se manifestará en el momento de mi extremaunción. Cuando el sacerdote convocado arda de amor correspondido.

hubiese dejado intacto, como si de una roca inamovible se tratara, cualquier asunto relacionado con el corazón. Las moscas comienzan a arremolinarse.

Algunas jornadas atrás el enfermo había solicitado llevar ropa de enfermo: una suerte de premortaja que había mandado confeccionar previendo un trance semejante.

El sacerdote se arrodilla para colocar los brazos sobre el cuerpo inerte.

En esa ocasión ordenó siete premortajas iguales.

Lo más seguro es que aquel trance se extienda durante una media hora en total, quizá menos.

La sotana, el crucifijo, el pantalón y la ropa interior han quedado arrumbados en una esquina del cuarto.

Era su costumbre.

Es el tiempo que calculo dure esa incomprensible historia de amor.

Se aprecia entonces a un sacerdote ya desnudo, aunque indeciso aún en si llevar o no su repentino arrebato amoroso al nivel de la carne.

Ambos, el sacerdote y yo, comprenderemos en ese lapso lo que verdaderamente significaba ese sentimiento que, desde que tengo uso de razón, se presentó en mi vida como una quimera constante. El sacerdote de la pequeña maleta de los santos óleos y yo. El ambiente cargado de la habitación. El olor penetrante de la enfermedad. Las palabras pronunciadas en latín cortadas de pronto por una especie de aullido amoroso proveniente casi como de la nada. Una imagen espectacular. La escena de un sacerdote desnudo al lado del consumido cuerpo del hombre de un sólo brazo a punto de entrar en estado de rigor mortis.

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Un sacerdote cegado e incapaz de discernir en qué momento ese cuerpo dejará de ser un cuerpo enfermo para convertirse en un cadáver del cual habrá que deshacerse lo más pronto posible. Un sacerdote negado a comprender la naturaleza del efecto que produjo en su alma el instante en el cual un moribundo le lanzó la breve mirada que bastó para inflamar la llama de un amor imposible. Parece que alcanzaron a besarse con pasión. Se arrancaron las ropas. Mejor dicho, el sacerdote fue el encargado de llevar adelante aquella tarea por los dos. Realizó el trabajo de manera algo alterada y, sin embargo, metódica.

¿Aparecerá de esta manera finalmente el amor?

El enfermo no contaba con fuerza ni para desvestirse.

Espero que sí. Que de alguna manera exista una reconciliación aunque sea in extremis.

Aunque hizo los movimientos mínimos necesarios.

Es difícil aceptar que una vida completa haya transcurrido dentro de los altibajos propios de la existencia y, sin embargo, se

No le quitaron un pijama, como hubiera sido fácil imaginar.

Siempre utilizaba la misma ropa, en apariencia idéntica, hasta dar la doble impresión de que ese uniforme se extendía hasta un infinito constante o que se trataba de uno solo, usado y vuelto a usar hasta la saciedad. Luego de despojar al enfermo, el sacerdote procedió a hacer lo mismo con su propio atuendo. El acto de desnudarse fue llevado a cabo, ahora sí, de manera desenfrenada. Dejó luego el bulto, como se sabe, amontonado en una esquina de la habitación. El enfermo empezó a experimentar entonces, como proveniente del útero materno donde fue engendrado, una serie de sensaciones. Era algo que se presentaba de pronto para luego esfumarse de manera misteriosa. Un movimiento que, de cierta manera, guardaba relación con la falta de control sobre su cuerpo —imposibilidad de manejar con corrección los esfínteres o las palabras que deseaba pronunciar—, señales con las que había comenzado la enfermedad que ahora lo conducía a la muerte. En un principio, la víctima creyó que lo experimentado en ese momento podía tratarse de algún efecto secundario causado por las sustancias químicas contra el dolor, que los encargados de su salud le habían ido inyectando con cada vez mayor frecuencia.


Únicamente el espectáculo que empezó a llevar a cabo el sacerdote delante de su cama de enfermo le permitió al hombre de un solo brazo reconocer que se trataba de un sentimiento que brotaba de su propia naturaleza.

advertir que la no respuesta era producida por la falta de vida en el objeto del deseo.

Que era producido por la fricción física que se comenzó a establecer, un roce entre carnes, con aquel extraño que de un momento a otro había irrumpido sin mayor preámbulo en su habitación de moribundo.

Se negó a dejar abandonado un cuerpo que entendió, desde el minuto inicial en el que ingresó en la habitación, no era otro que el del Amado.

Para el enfermo fue claro el instante en que el sacerdote colocó el cuerpo, cuan largo era, al lado de su cuerpo desnudo. Dos impulsos, uno junto al otro. No es casual que el enfermo hubiese recordado entonces el útero materno como el punto más cercano a la sensación que lo tomaba en ese momento. Expiró poco después. El enfermo murió sin separarse de aquel desconocido. Parece ser que lo último que sintió fue la lengua de aquel hombre hurgando una y otra vez dentro de su cavidad bucal. Ni siquiera cuando lanzó el último suspiro, el sacerdote dio por finalizada la tarea que llevaba a cabo con creciente ardor. A aquel sacerdote —entrenado en asistir en trances semejantes a cientos de fieles agonizantes— le costó esfuerzo comprender cuál de los suspiros del doliente fue el último que lanzó. Se le hizo difícil advertir cuándo debía despegarse de una boca que algunos minutos antes parecía haber dejado de responder a sus impulsos. Desde el principio, cuando empezó a ejercer una serie de débiles intentos por introducir su lengua en una cavidad no preparada para semejante ímpetu, en una boca reseca por la enfermedad, el sacerdote percibió débiles respuestas.

El sacerdote no quiso separarse hasta que las evidencias empezaron a tornarse un tanto desagradables.

Amante y Amado en los tiempos finales de la vida. El enfermo podía ya reconciliarse con ese útero materno —no era causal que las sensaciones del origen y final de la vida contasen con una similitud semejante—, porque fue precisamente esa madre quien con su presencia, tanto física como simbólica, daba la impresión de haber sido el impedimento para que el hombre de un solo brazo experimentase aquello que se conoce como amor. Apenas nació, la madre asumió un sentimiento de culpa tan intenso que sólo lo pudo soportar realizando un curioso juego de proyección mental: estableció de manera rotunda que el hijo jamás le iba a perdonar haber sido dado a luz de esa manera. La madre decretó entonces, ante esa criatura indefensa, que los actos que realizase el hijo a lo largo de su vida iban a estar dirigidos únicamente a reprochar el agravio. Desde el momento mismo de su nacimiento el infante, ahora muerto y besado sin tregua por un sacerdote desnudo y desquiciado, se preparaba para ser el tirano que no le daría a la madre ni un segundo de respiro ni satisfacción. Como es lógico, la madre muy pronto —apenas tres o cuatro días después del parto— tomó cartas en el asunto y se dispuso a protegerse de la ira sin fin que su hijo le tenía preparada.

La madre se acorazó en un mundo propio y comenzó a tratar al hijo como si fuera una alimaña dispuesta a inyectarle en cualquier momento un veneno de índole mortal.

Casi de inmediato obtuvo la complicidad del hombre con quien había procreado a la criatura. «Nunca nos va a perdonar», le dijo mirándolo a los ojos mientras se encontraban de pie al lado de la cuna. «¿Has visto a lo largo de tu vida a un recién nacido semejante?». «No lo niegues. Siempre supimos que después del asesinato del Duce cualquier cosa nos podía ocurrir». Ante la falta de respuesta del padre, quien continuaba observándola como si no comprendiera del todo las palabras y, sin embargo, dando muestras sutiles de estar de acuerdo con lo que iba expresando la mujer, la madre prosiguió hablando. «Es más. El recién nacido ya nos culpa. Esos llantos nocturnos no pueden ser normales». «Entre otras cosas, he notado que se hace el que siempre tiene hambre porque llora después de haber tomado a sus anchas la leche en polvo que le ofrezco». «Como bien sabes, y has aceptado desde el primer momento, no me atrevo a darle el pecho. Estoy segura de que es capaz de hacer como que tiene ansiedad por tomar más y más del líquido que me rebosa y de esa forma producirle a mi pezón un daño irreparable». «Alfredo», le dijo al padre finalmente, «sería bueno que salieras a la farmacia para comprar uno de esos aparatos para desaguar la leche de las parturientas y arrojar luego el contenido, ese líquido curioso que proviene de mis entrañas, por el excusado». •

Pero el tira y afloja tradicional se llevó a cabo en una pasmosa desigualdad de condiciones. Pese a todo, el sacerdote entendió que de alguna forma era correspondido. Aquella certeza engrandeció tanto su sentimiento que el sacerdote se vio impedido de

Ilustración de Zsu Szkurka para Jacobo reloaded, de Mario Bellatin (Sexto Piso, 2014).

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El Señor Cerdo

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l Señor Cerdo es una persona muy valiosa, que desde que se revolcara en su mierda con sus Hermanos Cerdos sabía que estaba destinado a abandonar ese chiquero y convertirse en una persona on the move, perteneciente a la vanguardia que alumbra como faro los nuevos senderos por donde debe transitar la humanidad en su camino hacia la emancipación y el progreso. Ahora, la gran mayoría de los compañeros de corral del Señor Cerdo no pasan de ser unos viles gutierritos, con trabajos vidas coches vacaciones esposas e hijos normales, entregados a existencias mediocres y sin brillo de las que el Señor Cerdo no quiere saber nada. Pensando como siempre en potenciar su ser hasta el máximo de sus capacidades, el Señor Cerdo se preguntaba cómo hacer para expresar su luminosidad, al mismo tiempo que pudiera aprovechar las oportunidades que ofrece la libertad de nuestros tiempos, en especial para gente pilas como el Señor Cerdo. Como nunca está de más dejarse aconsejar por profesionales, el Señor Cerdo contrató a un financial and time planner, que le aconsejara cómo potenciar su marca y cómo optimizar el manejo de su tiempo. Luego de someterlo a rigurosos y científicos tests estandarizados, Mr. Planner le sugirió que abocara sus talentos hacia la escritura, por lo que el Señor Cerdo tomó un curso online de escritura creativa, impartido por un maestro que era primo de la esposa del secretario adjunto a la coordinación del programa de escritura creativa de Iowa, con lo que el Señor Cerdo supo que estaba en la senda de una carrera literaria exitosa.

Sin embargo, el Señor Cerdo no quería exponerse al capricho de esos guardiansuchos de quinta que tienen los días contados, los editores, que llevan décadas decidiendo quién accede y quién no al paraíso de la fama literaria, las groupies en las ferias del libro y las becas y premios para poder vivir del cuento. Por lo tanto, el Señor Cerdo contrató por internet un paquete de marketing que le garantiza más de treinta reseñas positivas de usuarios en Amazon, diseñadas para que el inteligentísimo algoritmo que decide cuáles son los libros que se destacarán en esa angelical página web coloque el libro del Señor Cerdo en los primeros lugares. Con esta inversión en sí mismo, el Señor Cerdo busca combatir esa visión que es sooooo last century de que los artistas encima deben de morirse de hambre. No el Señor Cerdo, y por eso no permitirá que ningún editor con parches en las mangas de su saco lo embobe con esa tontería del prestigio, pues al Señor Cerdo el prestigio le importa un bledo, y se asume desde el principio como un escritor al que le gustan mucho los negocios. Ahora sí, ya con todas las bandas del tablero cubiertas, al Señor Cerdo sólo le falta el pequeño detalle de escribir la obra maestra con la que tomará al mundo literario y no literario por asalto. Por si acaso, el Señor Cerdo ya registró en la oficina de derechos de autor la rúbrica de su pezuña, para poder mandar a hacer un sello y no perder el tiempo firmándoles en persona su libro a los millones de fans que aunque aún no lo saben terminarán por adorarlo e idolatrarlo. •

Instrucciones a los patrones • Por Johnny Raudo

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odo buen patrón sabe que vive en una guerra perpetua con sus empleados, y que no hay ningún recurso o estrategia a escatimar con tal de velar por esa entidad sagrada a la que con toda justicia ha consagrado su existencia: la empresa. En ese sentido, los mejores patrones recorren el camino de ida y vuelta en lo que sus empleados —y algunos de sus aliados, que se empeñan en hacer pasar a los patrones como villanos cuando en realidad son el motor inmóvil que mueve a nuestras sociedades— apenas traman cómo atentarán ahora contra la productividad de la empresa. Por eso, como si fueras un judoca corporativo, asegúrate de estar pendiente de todas las mañas utilizadas en tu contra para volteárselas sin misericordia a la primera oportunidad. La sinceridad y candidez de algunos patrones ha sido abusada por un grupúsculo autodenominado The Yes Men, que con todo tipo de argucias ha suplantado y personificado a importantes patrones, todo con el fin de abrirse paso a reuniones corporativas ultrasecretas, para sembrar el caos y buscar obtener información confidencial, que sólo los patrones más supremos manejan. Entonces, róbales la idea y crea tu propio grupo secreto, que perfectamente podría llamarse The No Men, y colócalos como infiltrados en cada uno de los eslabones de la cadena productiva de la empresa, para darles a esos potenciales subversivos que son tus empleados una sopa de su propio chocolate. Verás que de ese modo pronto quedará sembrada la confusión hasta que no les quede más remedio que rendirse a tus pies con dócil obediencia. Utilizando los principios de la psicología inversa, haz que tus No Men te insulten frente a los demás empleados, o pídeles que

propaguen rumores falsos como el de que te acuestas en la cama con unos clips que impiden que se te cierren los ojos, de modo que toda la noche estás viendo tablas y cifras sobre el rendimiento de la empresa, con lo que literalmente velas noche tras noche por el bienestar de todos. También puedes pedirle a tus No Men que siembren y siembren pelos en la sopa que se sirve en el comedor de empleados, hasta que el cocinero sea linchado y con eso se desfoguen los ánimos rencorosos que puedan llevar incubados tus empleados por cualquier otro tipo de motivos. Si estás dispuesto a invertir un poco más en asegurar la disciplina al interior de tu empresa, puedes contratar a tus No Men de una compañía de hombres strippers, y pedirles que acudan a trabajar con camisas de licra tan entalladas que casi les corten la circulación en sus propios músculos, con lo que tus empleadas estarán tan embobadas con ellos que podrán tenerlas prácticamente esclavizadas. Adicionalmente, puedes organizar en tu empresa concursos de fisicoculturismo en los que el ganador obtenga un cupón vitalicio para canjearlo por jugo de arándano en la cafetería de la empresa, y así conseguirás que tus empleados se empeñen tanto en ponerse tan mameys como los strippers, que ya tampoco tendrán ni tiempo ni energía para andar de revoltosos peleando por mejores condiciones laborales. Así es, no es nada fácil ser patrón en estos tiempos globalizados, donde en vez de gratitud a menudo los de nuestra estirpe recibimos acusaciones infundadas que condenan prácticas laborales que ya casi todos los gobiernos del mundo avalan. Pero, mucho ánimo, que los mártires de todas las épocas siempre han tenido un camino accidentado hacia la verdad y la iluminación, y no hay ningún sacrificio que no valga la pena con tal de que los beneficios de la empresa puedan incrementarse aunque sea sólo un poco más. •

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Escalar las cumbres

mentales Julián Lacalle entrevista a

Simón Elías

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l montañero Simón Elías (Logroño, La Rioja, España, 1975) escribe con asiduidad sobre viajes, alpinismo, lugares y personajes remotos. Ha dirigido los equipos masculino y femenino de alpinismo de la Federación Española de Montaña durante seis años. Y fue galardonado con el Piolet de Oro —una de las mayores distinciones dentro del mundo de la montaña— en 1995, cuando contaba con tan sólo diecinueve años. Actualmente vive en Chamonix, en los Alpes franceses. Su nuevo libro, Alpinismo bisexual, que reúne sus más celebrados escritos, se nos antoja profundamente divertido y con pensamientos de largo alcance a medio camino entre la crónica de viaje, la reflexión sobre la escalada, el golferío nocturno, la filosofía del superviviente y la épica del deporte de nulo rendimiento. No se trata de un libro para especialistas, ni mucho menos, sino que más bien es un libro que nos sitúa, hasta a los lectores más profanos, muy cerca de las cumbres más altas del planeta. ¿Qué le cuesta más esfuerzo: contar una historia o escalar una cumbre?

Puede parecer extraño pero las dos cosas son muy parecidas. Ambos son ejercicios de reafirmación personal y ambos son intrascendentes en el ámbito de la producción. Es decir que tanto escalar montañas como escribir historias pueden estar catalogados en la lista de estupideces humanas relacionadas con la pasión y la expresión de los sentimientos. Ambas actividades, realizadas en el anonimato, generan individuos inadaptados socialmente, extraños, incluso peligrosos por no ajustarse a las corrientes imperantes. El reconocimiento de estas actividades consagra a sus autores, inadvertidos hasta ese momento en la soledad de la montaña o de su escritorio. Los consagra como enanos de circo. Roberto Bolaño dijo que «la verdadera victoria de la literatura pasa por no buscar la respetabilidad sino la libertad», y pienso que esto también se puede aplicar al alpinismo. Ambas actividades son igualmente estúpidas, pasionales, subversivas y valientes. Siempre y cuando se realicen bien. ¿En su infancia ya se subía a la copa de los árboles?

Tuve una infancia fuera de lo normal. Crecí en un santuario perdido en las montañas del Sistema Ibérico donde mis padres se habían retirado a estudiar a los últimos pastores trashumantes. Crecí solo entre ríos, pinares y riscos nevados. Crecí también acompasado por la música clásica que mi padre utilizaba para escribir sus libros de antropología, mientras sorteaba las pilas de libros que obstaculizaban el paso en las habitaciones de la casa. Así que podemos decir que no me quedó otro remedio que subir montañas y leer libros para luchar contra la locura desde una edad bien temprana. ¿Cómo se ve este mundo nuestro desde la cima de una montaña?

Cuando estás en la montaña sólo importa lo esencial: comer, dormir a cubierto, mantener la temperatura corporal, beber, sobrevivir. Desde esta perspectiva el mundo en los valles, principalmente en los valles occidentales, es un lugar disparatado, excesivo, lleno de borregos, dominado por estímulos que en lo abrupto de la naturaleza no valdrían ni el pedo de un roedor. Pero también es un lugar divertido con gente interesantísima que lucha contra la estupidez imperante. Encontrar el mundo divertido o terrible depende del estado de ánimo. Creo que

en Alpinismo bisexual he intentado encontrar el lado divertido de este lugar terrible. ¿Qué le parece que los sherpas se amotinen?

Cualquier tipo de motín me parece una excelente idea, lo que es extraño es que no ocurra más a menudo. Montaigne, en el libro primero de sus Ensayos, reflexiona sobre los caníbales. Cuenta el filósofo francés que estos bárbaros viajaron en comitiva a conocer a los hombres llamados civilizados. Cuenta que estos últimos les enseñaron grandes lujos y que al conocer los bárbaros a su rey joven y enclenque encontraron muy raro que tantos hombres barbudos, fuertes y bien armados se sometieran a la obediencia de un muchacho, y no eligieran uno de entre ellos para que los mandara. Cuenta también Montaigne en su historia que cuando los bárbaros observaron que había muchas personas colmadas de riqueza y que los otros mendigaban, les parecía singular que los segundos pudieran soportar injusticia semejante y que no estrangularan a los primeros o no prendieran fuego a sus casas. Desafortunadamente, parece que con la desaparición del canibalismo hemos perdido también la capacidad de amotinarnos. Nos queda el arte como metáfora para estrangular al poder, pero a veces no es suficiente y necesitaríamos un poco de gasolina. ¿Qué opina de quienes convierten las montañas en un espacio para la competición y la acumulación de records?

Es absolutamente normal que esto esté ocurriendo. Durante años intentamos aprender en las montañas a ser mejores personas para trasladar esos valores a la sociedad y hemos conseguido lo contrario: la sociedad nos ha fagocitado y ha traído sus peores tendencias a la montaña. Que alguien quiera acumular records en montaña es tan normal como que un veinteañero quiera dejarse crecer la barba y ser otro hipster más. La sociedad nos arrastra y nos uniforma, ella decide las tendencias y por ende los comportamientos; pero esto es irrelevante, ha ocurrido siempre. Lo importante es ver quiénes no convierten las montañas en un espacio para la competición, ésta es la mirada inteligente, la búsqueda de esos personajes esenciales que nadan contracorriente. ¿Para qué irse tan lejos, si como reconoce en un texto precioso dedicado a su madre, la aventura puede encontrarse a la vuelta de la esquina?

Cierto es. La exploración es un estado mental, no un viaje transoceánico. Desde hace un mes paso mucho tiempo en una ciudad nueva y cada día me aventuro un poco más lejos en mi reconocimiento del espacio: esa taberna donde se juntan antiguos estudiantes de la universidad a tocar canciones con sus guitarras mientras el dueño del local fuma a escondidas bajo la barra, la sauna gay a la vuelta de la esquina, el restaurante chino de comida excepcional enmascarado dentro de una tasca, los travestis viejos que se prostituyen a dos o tres manzanas y que de vez en cuando son apresados por la policía y yo pienso: ¿les meterán en las celdas de hombres o de mujeres? Ese lugar aburrido y estandarizado por la rutina puede convertirse en un lugar ignoto, divertido y peligroso, encontrarlo es sólo una cuestión de enfocar bien la mirada. •

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Juicios a las brujas

Walter Benjamin

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a primera vez que escucharon hablar de las brujas fue tal vez en un cuento popular, como «Hansel y Gretel». ¿Y en qué pensaron al oírlo? En una mujer mala y peligrosa que vive sola y desocupada en el bosque, y en cuyas manos es mejor no caer. Seguro que no se rompieron la cabeza pensando en cuál es la relación de la bruja con el diablo o con Dios, de dónde viene, qué hace o deja de hacer. Durante siglos, la gente pensó de las brujas lo mismo que ustedes. Así como los niños pequeños creen en los cuentos de hadas, así es como creían por lo general en las brujas. Pero así también como muy pocos niños, no importa cuán pequeños sean, rigen sus vidas según los cuentos de hadas, tampoco los hombres de aquellos siglos pensaron en trasladar la creencia en las brujas a su vida de todos los días. Se conformaban con protegerse de ellas con algún símbolo sencillo: una herradura sobre la puerta, la imagen de un santo o a lo sumo una fórmula mágica que llevaban sobre el pecho, bajo la camisa. Así era en la Antigüedad. Cuando llegó el cristianismo no hubo muchos cambios al respecto, al menos no para peor, pues el cristianismo se oponía a la creencia en el poder del mal. Cristo había vencido al diablo, había descendido a los infiernos y sus seguidores no tenían nada que temer de los poderes malignos. Ese era al menos el credo cristiano más antiguo. Claro que ya por entonces se conocían mujeres con fama de brujas, pero éstas eran sobre todo sacerdotisas, diosas paganas, y no se creía seriamente en sus poderes de hechicería. Más bien se les tenía lástima, porque el diablo las había engañado a tal punto que ellas mismas se atribuían poderes sobrenaturales. Esto se fue modificando imperceptiblemente con el correr de pocas décadas, más o menos por el año 1300 después de Cristo, aunque nadie podrá explicarles con toda seguridad cómo ocurrió. Lo que sí constituye un hecho indudable es que luego de que la creencia en las brujas acompañara a todas las otras supersticiones durante siglos sin provocar menos perjuicios que otras supersticiones —pero tampoco más—, a mediados del siglo xiv se empezó a ver en todas partes brujas y brujerías, y poco después se dio inicio a su persecución. De golpe y porrazo apareció una doctrina oficial sobre las costumbres de las brujas. De pronto todo el mundo quería saber lo que hacían en sus reuniones, qué poderes poseían y a quién se la tenían jurada. Cómo se llegó a eso es algo que tal vez nunca lleguemos a descubrir del todo. Por eso lo poco que sabemos resulta mucho más sorprendente. Para todos nosotros, la superstición es una cosa que por lo general se encuentra difundida entre la gente simple, en quienes también está arraigada con mayor firmeza. La historia de la creencia en las brujas nos muestra que no siempre fue así. Justamente el siglo xiv, cuando esta creencia reveló su cara más rígida y peligrosa, fue un tiempo de un gran auge de las ciencias. Habían empezado las cruzadas, y con ellas llegaron a Europa las teorías científicas más novedosas, sobre todo de las ciencias naturales, en las que los países árabes estaban

mucho más adelantados que el resto. Y por muy improbable que suene, estas nuevas ciencias naturales fomentaron poderosamente la fe en las brujas. Eso ocurrió así: en el Medioevo, las ciencias naturales eran puros cálculos y descripciones, lo que hoy llamamos ciencias teóricas. Todavía no se habían separado de las ciencias aplicadas, como es el caso por ejemplo de la técnica. Esta ciencia natural práctica, por su lado, era la misma o estaba muy emparentada con la magia. Todavía era muy poco lo que se sabía sobre la naturaleza. La investigación y la utilización de sus fuerzas ocultas eran consideradas hechicerías. Pero era una hechicería permitida, si no se proponía objetivos malévolos, y para distinguirla de la magia negra se la llamaba simplemente blanca: la magia blanca. Así, lo que se descubría en la naturaleza terminaba favoreciendo, de manera directa o con rodeos, a las creencias mágicas, a la fe en la influencia de los astros, al arte de fabricar oro y cosas semejantes. Con el interés por la magia blanca creció también el interés por la magia negra. La ciencia natural no era la única ciencia que estaba trabajando para fomentar la horrible creencia en las brujas. Para los filósofos de aquel entonces (todos clérigos), la fe en la magia negra y el hecho de ocuparse de ella planteaban una serie de preguntas que hoy nos cuesta entender y que, cuando al fin las comprendemos, nos ponen los pelos de punta. Ante todo, lo que se quería aclarar de manera inequívoca era en qué se distinguía la hechicería que practicaban las brujas de otras artes mágicas malignas. Hacía tiempo que se sabía que los hechiceros malvados eran todos, sin distinciones, herejes, es decir que no creían en Dios o no lo hacían de la manera correcta. Los Papas lo habían predicado con frecuencia. Pero ahora se quería distinguir a las brujas y a los hechiceros de otros nigromantes. Todos los eruditos se pusieron a hacer elucubraciones con este objetivo. Esto hubiera sido absurdo y curioso, en lugar de horripilante, si un siglo más tarde, cuando los juicios a las brujas alcanzaron su apogeo, no hubieran aparecido dos hombres que se tomaron esta sarta de delirios con toda seriedad. Los compilaron, los compararon entre sí, sacaron conclusiones y los usaron como un instructivo para averiguar minuciosamente la verdad sobre aquellos que serían acusados de brujería. Este libro se llama El martillo de las brujas. Probablemente no exista nada impreso que haya traído mayor desdicha a los hombres que estos tres gruesos volúmenes. Pero veamos cómo definían estos eruditos a las brujas. Ante todo, decían que tenían sellado un pacto expreso con el diablo. Habían renegado de Dios y jurado cumplir todas las órdenes del diablo. A cambio, el diablo les habría prometido todos los bienes posibles (de la vida terrenal, por supuesto). Pero como se trataba de un embustero, casi nunca había cumplido y tampoco lo haría en el futuro. Había una infinita numeración de todo lo que las brujas obraban

En aquel tiempo, si se creía que alguno practicaba la brujería, no había nada que no reforzara esa sospecha, más allá de lo que hiciera o dejara de hacer.

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con el poder del diablo, cómo lo lograban y cuáles eran las prácticas que estaban obligadas a sostener. Pero no quiero contar ahora sobre la montaña del Brocken, donde se supone que las brujas se reunían todos los primero de mayo, ni de sus cabalgatas sobre los palos de escoba, con los que volaban hacia las chimeneas. Quiero contar un par de cosas más extrañas aún, que acaso no hayan leído ustedes en los libros de sagas. O sea: extrañas para nosotros. Porque hace algunos siglos, a la gente le parecía de lo más obvio que una bruja, cuando salía al campo y alzaba la mano hacia el cielo, pudiera hacer descender un temporal de granizo sobre los granos. O que pudiera embrujar a las vacas con la mirada, de forma que de sus ubres saliera sangre en lugar de leche. O perforar los sauces de tal modo que de la corteza manara leche o vino. O que pudiera transformarse en gato, lobo o cuervo. En aquel tiempo, si se creía que alguno practicaba la brujería, no había nada que no reforzara esa sospecha, más allá de lo que hiciera o dejara de hacer. Del mismo modo, no había por aquella época nada, ni en la casa ni en el campo, ni en las conversaciones ni en los hechos, ni en los servicios religiosos ni en los juegos, que no pudiera ser relacionado con la brujería por parte de gente maligna, tonta o loca. Todavía hoy existen términos alemanes que atestiguan cómo las cosas naturales más inocentes son relacionadas con esta creencia, como por ejemplo «mantequilla de brujas» (para las huevas de rana), «corro de brujas» (para los círculos de hongos), «esponja de brujas» (para un tipo de hongo) y «harina de brujas» (para ciertos polvos vegetales). Pero si lo que ustedes quieren es un breve resumen, una especie de guía a través de la vida de las brujas, entonces tienen que procurarse la obra Macbeth de William Shakespeare. Ahí verán también que al diablo se le concebía como un amo severo al que cada bruja debía

responder por los trucos malignos o los crímenes atroces que habían hecho en su honor. Todo lo que figura en Macbeth es lo que por aquel entonces sabía cualquier persona normal sobre las brujas. Claro que los filósofos sabían mucho más. Ellos podían dar pruebas sobre la existencia de las brujas, tan carentes de lógica que hoy no se las aprobarían a ningún alumno en un ensayo escolar. Uno de ellos escribió en 1660: «El que niega la existencia de las brujas también niega la existencia de los espíritus, pues las brujas son espíritus. Ahora bien, el que niega la existencia de espíritus también niega la existencia de Dios, pues Dios es un espíritu. De modo que quien niega a las brujas también niega a Dios». El error y el sinsentido son males suficientes. Pero sólo se vuelven muy peligrosos cuando se pretende imponerles orden y lógica. Eso es lo que ocurrió con la creencia en las brujas, y por eso es que la tozudez de los eruditos produjo un desastre mucho más grande que la superstición. Ya hemos hablado de los que practicaban las ciencias naturales y de los filósofos. Pero ahora vienen los peores: los juristas. Y con ello llegamos a los juicios a las brujas, la plaga más espantosa de aquella época, junto con la peste. También estos juicios se propagaban como una epidemia, saltando de país en país, y alcanzaban su apogeo para luego declinar momentáneamente. No se detenían ni ante los niños ni ante los ancianos, ricos o pobres, juristas o alcaldes, médicos o científicos. Los canónigos, ministros y clérigos debían subir a la hoguera tanto como los encantadores de serpientes o los actores de feria, por no hablar del número infinitamente más elevado de mujeres de todas las edades y clases sociales. Hoy nos resulta imposible determinar en cifras exactas cuántas personas perecieron en Europa por ser consideradas brujas o hechiceros, pero seguro que fueron por lo menos cien mil, tal vez varias veces ese número.

Ilustración de Jorge González para Memorias del subsuelo, de Fiódor Dostoievski (Sexto Piso, 2014).

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Ya les mencioné ese libro horrible, El martillo de las brujas, que apareció en 1487 y se reimprimió muchísimas veces. Estaba escrito en latín y era un manual para inquisidores. «Inquisidor», o sea «interrogador», se llamaba a los monjes que el Papa había dotado de poderes especiales para combatir la herejía. Como las brujas siempre eran consideradas también herejes, a los inquisidores les tocaba ocuparse de ellas. Una tarea que no por espantosa dejaba de despertar envidia. Había otras jurisdicciones que se morían por poder ocuparse de la lucha contra las brujas: los tribunales clericales de los sacerdotes y los tribunales de los jueces seculares. De estas dos jurisdicciones regulares, la segunda era la peor. El antiguo derecho eclesiástico no hablaba de quemar a las bujas. Por eso durante mucho tiempo los castigos para las brujas sólo eran la excomunión y la reclusión. Hasta que en el año 1532, Carlos v puso en práctica su nuevo código de leyes, el así llamado Carolina o Procedimiento para los juicios de crímenes capitales. En este código, la hechicería se pagaba con la hoguera. Al menos contaba con la restricción de que debía haber ocurrido un daño verdadero. Para algunos juristas y príncipes, la ley era demasiado clemente, y muchos prefirieron regirse por la ley sajona, según la cual los magos y las brujas podían ser quemados aun cuando no hubiesen causado ningún perjuicio. Todas estas jurisdicciones dieron como resultado una confusión tan tremenda que ya no era posible hablar de ley y orden. A esto se agregó que se tenía a las brujas por personas poseídas por el diablo. Como se creía entonces estar frente a la supremacía del Mal, se consideraba que todo estaba permitido para combatirla. Nada podía ser tan terrible o absurdo para que los especialistas en derecho de aquel entonces no le encontraran una definición, por supuesto que en latín. De ahí que denominaran a la brujería un «crimen exceptum», es decir un crimen extraordinario, en el que el acusado casi no podía defenderse. Por ejemplo, se le declaraba culpable ya desde el principio. Cuando tenía un defensor, tampoco podía hacer mucho. Por principio, un defensor demasiado vehemente de aquellos que estaban acusados de brujería se volvía él mismo sospechoso de ser un hechicero. Los juristas veían la cuestión de las brujas como un asunto estrictamente jurídico que sólo ellos podían juzgar. Su máxima más peligrosa era la siguiente: en crímenes de brujería, basta con la confesión del autor del delito, aun cuando no se encuentren otras pruebas del mismo. En aquel tiempo, la tortura estaba a la orden del día en los procesos contra las brujas, de modo que cualquiera puede imaginarse lo que significaba entonces una confesión de este tipo. Una de las cosas más asombrosas que nos encontramos en la historia de la humanidad es que hayan tenido que pasar más de doscientos años antes de que a los juristas se les ocurriese que las confesiones bajo tortura no tienen ningún valor. Tal vez se deba a que sus libros estaban tan llenos de las sutilezas más inverosímiles y espantosas que no podían concebir los pensamientos más simples. De ahí también que creyeran haberle descubierto el juego al diablo. Si por ejemplo una acusada se obstinaba en guardar silencio, porque sabía que cada palabra, aun la más inocente, sólo la arrastraría a una desgracia más profunda aún, eso se llamaba entre los juristas un «trismo diabólico», con lo que querían decir que el espíritu maligno tenía embrujada a la culpable para que no pudiera hablar. Para lo mismo servían las así llamadas «pruebas de brujería», con las que a veces se intentaban acortar los procedimientos. Estaba por ejemplo la prueba de las lágrimas. Cuando alguien no lloraba de dolor durante la tortura, se consideraba probado que el diablo estaba a su lado. Tuvieron que transcurrir de nuevo doscientos años hasta que los médicos hicieran la simple observación, o se animaran a expresarla,

de que una persona sometida a dolores muy fuertes no llora. La lucha contra los juicios a las brujas es una de las mayores luchas de liberación de la humanidad. Arrancó en el 1600 y necesitó cien años para triunfar, en algunos países incluso más. Empezó como empiezan con mucha frecuencia esas cosas, no por un darse cuenta, sino por necesidad. Algunos príncipes habían notado que en el curso de pocos años sus países se habían despoblado, pues bajo tortura cada uno siempre acusaba a otro. A un juicio le podían seguir cientos, que se iban sucediendo durante años. Ahí es cuando algunos príncipes empezaron a prohibir estos juicios. Poco a poco, la gente se animó entonces a reflexionar. Los clérigos y los filósofos descubrieron que la creencia en las brujas no había existido en la antigua Iglesia y que Dios nunca podría haberle concedido al diablo un poder tan grande sobre los hombres. Los juristas cayeron en la cuenta de que no se podía seguir confiando, como hasta ahora, en difamaciones y confesiones conseguidas a la fuerza mediante torturas. Los médicos informaron que había enfermedades por las cuales las personas podían creerse hechiceras o brujas, sin por eso serlo. Y por último apareció el sentido común y señaló las innumerables contradicciones en cada acta de los juicios a las brujas y en la propia creencia en las brujas. De todos los libros que se escribieron por aquel tiempo en contra de los juicios a las brujas sólo uno se hizo famoso. Es el del jesuita Friedrich von Spee. Este hombre había sido en sus años mozos confesor de las brujas condenadas a muerte. Un día un amigo le preguntó por qué le habían salido canas tan temprano, a lo que el jesuita le contestó: «Por la cantidad de inocentes que tuve que acompañar a la hoguera». Su libro Advertencia sobre los juicios a las brujas no es especialmente revolucionario. Friedrich von Spee cree incluso que las brujas existen. Pero en lo que no cree de ningún modo es en los delirios espantosamente eruditos y rebuscados por los cuales cualquier persona pudo ser presentada como bruja o hechicero durante siglos. Al horrendo galimatías latino-alemán de miles y decenas de miles de actas le contrapone una obra atravesada por el enojo y la emoción. Con esta obra y su efecto demostró cuán necesario es poner el humanismo por sobre la erudición y la perspicacia. •

La lucha contra los juicios a las brujas es una de las mayores luchas de liberación de la humanidad. Arrancó en el 1600 y necesitó cien años para triunfar, en algunos países incluso más. Empezó como empiezan con mucha frecuencia esas cosas, no por un darse cuenta, sino por necesidad.

Fragmento del libro Juicios a las brujas y otras catástrofes. Radio para jóvenes, de Walter Benjamin, publicado por Hueders Libros.

Juicios a las brujas y otras catástrofes. Radio para jóvenes Walter Benjamin Traducción de Ariel Magnus Hueders Libros • 2014 • 156 páginas

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Borges y el cuerpo Margo Glantz

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l voluminoso Diario de Bioy Casares, publicado hace poco, muestra algunos aspectos poco conocidos de Borges. Un tema opacado en su obra, y sin embargo visible en el Diario, se realza: el del cuerpo, tema casi vedado para el gran escritor, sobre todo si se trata del cuerpo erótico. El erotismo, dice en El palabrero, es algo que no aparece en mis obras. Debe ser porque soy un hombre ingenuo. O no: tal vez porque me parece difícil lo erótico. Creo que Whitman lo ha logrado. Estoy pensando en un verso de Whitman realmente curiosísimo, pero no sé si podrá traducirse: «loveflesh, swelling and delicious Licking» [Carne de amor que se hincha y que deliciosamente duele]. Carne de amor, qué lindo, ¿eh? Yo he preguntado y me dicen que no se usa en inglés «loveflesh». Igual lo inventó Whitman. Llamar «carne de amor» al falo. Es lindísimo. Y eso en inglés es más fuerte porque es una sola palabra compuesta. Ahora «swelling» —no me gusta. Es demasiado grosero. En cambio «loveflesh» no es obsceno. Es amoroso, erótico. Sin embargo no puede ser más preciso. Yo creo que lo erótico presupone pureza. Por ejemplo, Quevedo no es erótico. Es obsceno, lo cual es otra cosa.

Curiosamente, en el Diario de Bioy, Borges pronuncia muy a menudo frases obscenas y no precisamente poéticas, usa las más picantes del lunfardo y se deleita inventando situaciones a medias escabrosas, o compone versos donde un área del lenguaje casi totalmente desterrada de su escritura se introduce como algo natural. Parece serle habitual hablar del «culo» de las señoras, de su sonsera, junto con el mal gusto de ciertos escritores, incluyendo a quienes elogia en sus escritos, como Alfonso Reyes o Pedro Henríquez Ureña. En uno de sus cuentos más famosos, «Tlön, Uqbar, Orbis Tertius», donde junto con sus amigos emprende investigaciones de tipo detectivesco para conseguir ediciones curiosas o inalcanzables, se pronuncia la famosa frase de un heresiarca que le da sentido al texto: «… los espejos y la cópula son abominables porque multiplican el número de los hombres». A Borges no le gusta su cuerpo, tampoco el sexo. Es curiosa por eso una escena relatada en el Diario: la novelista Estela Canto, de quien Borges estuvo muy enamorado y quien escribió un libro memorable sobre él, le exige, brutalmente, según Bioy: «Nuestras relaciones no pueden seguir así. O nos acostamos o no vuelvo a verte». Borges se mostró muy emocionado, y exclamó: «Cómo, ¿entonces no me tenés asco?». Y le pidió permiso para abrazarla. Y de Silvina Bulrich, la impertinente novelista oligarca de quien solía hablar mal con Adolfito, también estaba muy enamorado. «Un día», vuelve a contar Bioy, «ésta le preguntó “¿Qué hiciste anoche cuando volviste del Tigre”. Borges contesta: “Fui caminando a casa, pero pasé frente a la tuya; tenía que pasar por tu casa esta noche”. Silvina le preguntó a qué hora había pasado. Borges: “A las doce”. “A esa hora estaba en mi cuarto”, contesta, “en mi cama, con un amante”». La impudicia y la altanería con la que Borges califica o denigra a casi todos sus contemporáneos, tanto argentinos como extranjeros, exceptuando sin embargo a varios escritores ingleses, se transforma en humildad y en rubores de adolescente cuando corteja a una mujer que le apasiona: el sexo le da miedo.

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Yo también me acuerdo Margo Glantz Sexto Piso • 2014 • 383 páginas

Quizá su texto más paradigmático en este sentido sea el cuento «La intrusa», que un día le dictaba a su madre, según el mismo Borges cuando se lo relata a Antonio Carrizo en Conversaciones: dos hermanos, hombres de campo, muy unidos y silenciosos, se enamoran de una misma mujer, quien sin quererlo los separa. Para resolver el problema, uno de ellos decide matarla. En ese momento, confiesa Borges, todo dependía de la frase en la cual el mayor le dice al menor que ha matado a la mujer. «Yo no sabía cómo dar con esa frase. Mi madre estaba siguiendo el dictado, muy desagradada. “Vos siempre con tus guarangos y tus cuchilleros”, pero había entrado en el cuento. Yo le dije: “Ahora llega el momento… aquí está toda la suerte del cuento. Depende de las palabras con las cuales el mayor le dice al menor que ha matado a la mujer a quien quieren los dos”. Mi madre me dijo: “Déjame pensar”, y luego con una voz del todo distinta, agregó: “Como si hubiera ocurrido el hecho”. “Bueno, escribilo entonces”, le dije yo. Lo escribió y me lo leyó. “A trabajar hermano, esta mañana la maté”. Y ella encontró la frase. Y sin esa frase, que fue muy elogiada después, el cuento se hubiera caído a pedazos. Y era de ella. Luego me dijo: “Espero que esta sea la última vez que tratás esos temas”. Claro, sí, porque a ella no le gustaban, le parecía que era absurdo todo eso. Además me decía que todos los guapos eran flojos, que yo admiraba absurdamente a impostores».

En verdad, releyendo el cuento, absurdamente misógino, la Juliana, amante del hermano mayor, despierta entre ellos el espíritu cainita. Para combatirlo, Cristián comparte a la mujer con Eduardo. «Yo me voy a una farra en lo de Farías», le dice. «Allí la tenés a la Juliana, si la querés, usala». No es la solución buscada. Cristián decide venderla en un prostíbulo que ambos visitan sigilosamente para verla. Cristián piensa —¿es Borges quien en realidad lo hace o quien lo encuentra admirable?— que la única solución válida es deshacerse de ella, pues los separa, les estorba. La famosa frase cambia, es ligeramente diferente de la que sugirió la madre, doña Leonor Acevedo de Borges, pero causa mayor efecto: «Cristián tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro: —A trabajar hermano. Después nos ayudarán los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con sus pilchas, ya no hará más perjuicios». •

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Para cada tiempo hay

un libro E

l autor de Eclesiastés nos enseña que para todas las cosas «hay sazón» y que todo tiene su tiempo determinado; igualmente, sabemos que cada ocasión tiene su libro. Pero no todo libro, por supuesto, conviene a cualquier momento de nuestra vida. Compadezco al pobre lector que se halla con el libro equivocado en un percance difícil, como le ocurrió al pobre Amundsen, descubridor del Polo Sur, cuyo bolso de libros se hundió en los hielos y se vio obligado a leer, noche tras helada noche, el único volumen que pudo rescatar, un indigesto tratado del Dr. Gaudens titulado Retrato de Su Sagrada Majestad en Sus soledades y sufrimientos. Es que hay libros para leer después de hacer el amor y libros para armarse de paciencia en el aeropuerto, libros para la mesa del desayuno y libros para el cuarto de baño, libros para las noches de insomnio en casa y para los días de insomnio en el hospital, y no pueden ser intercambiados. Nadie, ni siquiera su propio lector, puede explicar cabalmente cuáles libros convienen a cierto momento y cuáles no. De manera misteriosa, algo inefable hace que ocasiones y libros se acuerden o se opongan. La lista de libros que Oscar Wilde pidió para acompañarlo en la cárcel de Reading incluyeron La isla del tesoro y un manual de conversación franco-italiano. Alejandro Magno partía a sus campañas con un ejemplar de la Ilíada de Homero. El asesino de John Lennon consideró que un buen libro para tener en el bolsillo al cometer un crimen es El guardián entre el centeno de J. D. Salinger. No sé si los astronautas se llevan a bordo las Crónicas marcianas de Ray Bradbury o si, por el contrario, prefieren Los alimentos terrestres de André Gide. El risueño Bernard Madoff condenado a la prisión ¿pedirá acaso La pequeña Dorrit de Dickens para enterarse de cómo el señor Merdle, ese sutil estafador, incapaz de soportar la vergüenza al ser descubierto, acaba cortándose el cuello con una navaja prestada? El Papa Benedicto XIII ¿se retirará a su studiolo en el Castel Sant’Angelo con Bubu de Montparnasse de Charles-Louis Philippe, para estudiar cómo la falta de preservativos ocasiona una epidemia de sífilis en el París de fin-de-siècle? Prosaico, G. K. Chesterton imaginó que, si estuviese naufragado en una isla desierta, desearía tener consigo un Manual de construcción de embarcaciones. No sé cuáles libros me serán permitidos en mi último viaje.

Alberto Manguel

belleza de Lesbia y Juvencio, y deseando, como Séneca, un retirado jardín para sentarme y leer en paz. Con la edad, buena parte de los textos esenciales se vuelven, en la memoria, casi lugares comunes, tal vez porque nuestra experiencia hace que ya no nos parezcan tan sorprendentes e iluminadores como aquella primera vez. A medida que pasa el tiempo, las reflexiones de los antiguos sabios se hacen nuestras, y las repetimos no ya como destellantes revelaciones, sino como una trillada confirmación de verdades, ay, demasiado evidentes: la vida es breve, la felicidad pasajera, la carne triste, los sueños de juventud frustrados, la miseria del mundo constante. La vejez nos convierte a todos en pequeños filósofos de una apabulladora banalidad. Los clásicos, en cambio, se renuevan siempre y siempre son originales. • Fragmentos del libro Para cada tiempo hay un libro, con textos de Alberto Manguel y fotografías de Álvaro Alejandro, publicado por Sexto Piso.

Para cada tiempo hay un libro Alberto Manguel / Álvaro Alejandro Sexto Piso • 2014 • 96 páginas

¶ Quizás sea la adolescencia la mejor edad para conocer a los clásicos. Recuerdo la sorpresa con la que, a los catorce o quince años, descubrí, en la ecléctica biblioteca de mi padre, los humorísticos diálogos de Platón, las intrépidas historias de Herodoto, los encendidos poemas de Catulo, los apacibles ensayos de Séneca. Sin nadie que me obligase a estudiarlos y sin nadie que me advirtiese que éstos eran clásicos, hojeaba en Buenos Aires los pequeños tomos de la colección Austral preguntándome, como Sócrates, cómo puede uno distinguir entre el sueño y la vigilia, asombrándome, como Herodoto, de que los escitas guerreasen sobre un mar de hielo, turbándome, como Catulo, ante la

Fotografía de Álvaro Alejandro para Para cada tiempo hay un libro, de Alberto Manguel (Sexto Piso, 2014).

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En la fil Guadalajara La suma de los ceros Eduardo Rabasa

Con la presencia de Sergio González Rodríguez, Gabriela Jáuregui y el autor Domingo 30 • 18:30 a 19:20 h Salón Mariano Azuela, planta alta

El post-exotismo en diez lecciones. Lección once Antoine Volodine

Con la presencia de Cristina Rivera Garza, Gabriela Jáuregui y el autor Martes 2 • 19:00 a 19:50 h Salón Alfredo R. Placencia, planta alta


Felipe Rosete

En el reino de los

muertos vivientes S

i algo pretende la filosofía del italiano Giorgio Agamben es desvelar la naturaleza y los mecanismos del poder moderno. A ello ha dedicado una serie, hasta ahora de cinco libros —Homo sacer, Estado de excepción, El reino y la gloria, El sacramento del lenguaje y Lo que queda de Auschwitz—, que lleva el simbólico título de Homo sacer. Y digo simbólico porque en él está contenida una de las contradicciones esenciales de la modernidad: por un lado, el encumbramiento del hombre a partir de la idea que de éste tiene el Iluminismo, que, al concebirlo como un ser perfecto en virtud de su razón, lo coloca por encima de todo lo existente y lo impulsa, por tanto, a dominar al mundo y a la naturaleza; y por el otro, su hundimiento cada vez mayor en una miseria material y espiritual, que lleva al autor a concebirlo no como una simple vida natural, sino como «vida desnuda» (nuda vida), que es precisamente el núcleo de la soberanía moderna. Cual arqueólogo del pensamiento, Agamben se encarga de hacer una criba de los textos griegos, latinos y medievales en los que se condensan la historia y la cultura de Occidente, con la finalidad de encontrar aquellos elementos del pasado que le otorgan forma a la modernidad política. Por ello, la idea de secularización, entendida como «una forma de remoción que deja intactas las fuerzas, limitándose a desplazarlas de un lugar a otro», atraviesa sus planteamientos de cabo a rabo. Son estos desplazamientos los que le permiten ese análisis tan deslumbrante de la realidad que constantemente está espejeando con conceptos, ideas e imágenes antiguos, como si en ellos pudiéramos apreciarnos mejor. Así ocurre con la idea de homo sacer, «el elemento político originario». Para los antiguos romanos, homo sacer era aquél a quien, tras ser juzgado por un delito, no era lícito sacrificarle pero cuyo asesinato no era considerado homicidio, justamente porque con tal acto se restituía esa vida a los dioses, a quienes ya pertenecía por haber delinquido. Cuando Agamben aborda el problema de la soberanía moderna, se percata, gracias a la lectura de Carl Schmitt, de que lo que caracteriza a ésta es la posibilidad de decidir el «estado de excepción», es decir, de suspender y restituir el orden jurídico y, en última instancia, decidir sobre la vida y la muerte de las personas. Soberano es, entonces, «aquel con respecto al cual todos los hombres son homini sacri, y homo sacer es aquel con respecto al cual todos actúan como soberanos». Ser ciudadano de un Estado moderno implica dejar de ser un «mero viviente», pero conlleva también poner nuestra «vida desnuda» a disposición del poder político. Como expresión pura del poder soberano, el estado de excepción señala «el punto de indiferencia entre violencia y derecho, el umbral en que la violencia se hace derecho y el derecho se hace violencia». Al homo sacer antiguo, que marcaba el poder que los dioses

tenían sobre la vida de los hombres, corresponde el homo sacer moderno, secularizado, en donde ese poder de los dioses grecorromanos es desplazado primero al Dios cristiano mediante la teología y luego al Estado soberano a través de la filosofía política y el derecho. Gracias a ello, el poder soberano, concebido por Schmitt como «la autoridad suprema, que no deriva de ninguna otra», puede ser equiparado al poder de Dios. Auschwitz como paradigma del campo de concentración es el ejemplo que Agamben utiliza para comprobar las tesis señaladas. Ahí la excepción se convierte en regla. En el señorío ilimitado de la potestas, el campo como laboratorio del poder, basado en el sometimiento de los presos al hambre, el trabajo forzado y la degradación, permite fundar un tercer reino entre la muerte y la vida, que implica la anulación total de lo humano, «una supervivencia separada de cualquier posibilidad de testimonio»: el reino de los muertos vivientes. El «musulmán» —que según Primo Levi era nombrado así porque lo único que le quedaba de humano era un movimiento similar al que los musulmanes hacen al momento de rezar— es el resultado de un poder que en el proceso histórico de secularización fue despojándose de sus antiguos límites y absorbiendo los atributos de éstos, en particular los de la auctoritas, entendida como una autoridad espiritual que hasta el advenimiento de la modernidad fue capaz de subordinar al poder temporal. ¿Qué debemos entender cuando Walter Benjamin, otra de las grandes influencias de Agamben, afirma que «la tradición de los oprimidos nos enseña que el “estado de excepción” en el cual vivimos es la regla»? Pues precisamente que, al igual que en el campo de concentración, el hambre, el trabajo forzado y la degradación humanas son la regla de las sociedades contemporáneas. Si no, preguntémosle a los millones de migrantes en el mundo que son obligados a trabajar en con-

Para los antiguos romanos, homo sacer era aquél a quien, tras ser juzgado por un delito, no era lícito sacrificarle pero cuyo asesinato no era considerado homicidio, justamente porque con tal acto se restituía esa vida a los dioses, a quienes ya pertenecía por haber delinquido.

Ilustración de Lynd Ward para Frankenstein, de Mary Shelley (Sexto Piso, 2013).

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Estado de excepción Giorgio Agamben Adriana Hidalgo Editora • 2007 • 176 páginas

El Reino y la Gloria Giorgio Agamben Adriana Hidalgo Editora • 2008 • 544 páginas

El sacramento del lenguaje Giorgio Agamben Adriana Hidalgo Editora • 2010 • 118 páginas

diciones deplorables y bajo sueldos irrisorios, cuyas muertes, muchas de ellas debidas a los propios trayectos y a las largas jornadas laborales, no son consideradas homicidios. O a los que padecen el síndrome de desgaste profesional o «burn-out», que literalmente quedan «fundidos» a causa de un trabajo al que consideran no sólo la fuente de su sustento sino de su realización personal, de su libertad. Y preguntémosle también a todos aquellos que diariamente «desaparecen» impunemente de la faz de la tierra en diversas partes del mundo: de China a Nigeria, de Siria a Ucrania, de Palestina a México. A las mujeres que son víctimas de tratantes de blancas o a los niños y niñas usados para producir pornografía infantil. O bien a todos los que, orillados por las deudas y la angustia de ser echados de sus propios hogares, o simplemente por la soledad, el abandono, la depresión y el peso de la existencia bajo su forma actual, han optado por el suicidio. O incluso, sin ir más lejos, a todos los que usamos los servidores de las principales compañías de comunicación por internet, que, bajo el argumento de la seguridad, podemos ser espiados no sólo por los gobiernos sino por los grandes capitales que rigen el mundo, siendo suspendidas nuestras sacrosantas garantías individuales. Ciertamente, el estado de excepción es «permanente» porque en cualquier momento nuestra vida puede ser restituida al poder, un poder que aparentemente ya no tiene nombre ni puede ser reconocido por lo que es. A reconocer y nombrar al poder —ya como estado de excepción, ya como oikonomía— se aboca buena parte de la obra de Agamben. Pues sólo a partir del nombre se puede conjurar y, mejor aún, profanar el poder. Por eso nos recuerda: «En un momento en que la política no puede sino asumir la forma de una oikonomía, es decir, de un gobierno de la palabra vacía sobre la vida desnuda, la indicación de una línea de resistencia y de cambio todavía puede venir de la filosofía, en la sobria conciencia de la situación extrema a la que ha llegado en su historia el viviente que posee el lenguaje». •


Woorakone

Antoine Volodine

H

En ese instante, mientras su madre se curvaba, encapuchonada, arrebujada, para luchar contra la borrasca, Wijeyekoon aún no tenía nombre. Fue más tarde, sólo hasta que llegó a la lamasería, el monasterio de lamas, cuando los monjes por fin lo bautizaron.

abía reconstituido todo, tal como le habían enseñado a hacerlo, hebra tras hebra. Primero su nombre, a partir de una sola hebra, de un vago recuerdo. El hielo se derretía en su espalda, escurriendo a lo largo de sus dedos, y un poco más abajo las gotas tintineaban sobre las baldosas, audibles sobre todo cuando cesaba el ruido de las voces. En los días precedentes la muerte lo había abrazado de muy cerca. Regadas al pie de la mesa, las pieles que lo habían envuelto relucían con un aire miserable. Tiesas y ennegrecidas, quemadas por el frío severo del desierto de Wook-Wook, yacían en el piso reducidas al estado de simples fibras. Había imaginado a su madre sentada en una piedra de la Gran Ribera. Para cobrar fuerzas antes del atardecer ella mascaba un trozo de pemmican. Había encendido, sin saber bien cómo, un fuego minúsculo. El humo nauseabundo de las algas que había amontonado en la llama. Cada tanto miraba la orilla del océano, congelado parcialmente. Quería constatar que ningún lobo marino se hubiese extraviado en el hielo. Una ensoñación apenas formulada de improbables carnes o grasas. Cada tanto, de igual forma, se deshacía del mayor de los abrigos, entreabría los demás e intentaba amamantarlo, durante sólo un minuto, no más. Se extinguía el fuego, caía la noche. Para no acabar cristalizada volvía a ponerse en marcha. El viento recorría la Gran Ribera, gemía. El viento también iba contando historias o evocando almas desaparecidas, almas venideras. En ese instante, mientras su madre se curvaba, encapuchonada, arrebujada, para luchar contra la borrasca, Wijeyekoon aún no tenía nombre. Fue más tarde, sólo hasta que llegó a la lamasería, el monasterio de lamas, cuando los monjes por fin lo bautizaron. Si Wijeyekoon se ponía frente a un espejo no se demoraba en detallar su reflejo de mutante cuyos rasgos desconcertaban a las más belicosas retinas. No, se daba a la tarea de ver más lejos, de auscultar la realidad de las cosas. Más allá de su cara torva aunque tranquila (estaba durmiendo), examinaba del otro lado del cristal las craqueladuras y los abotagamientos del azogue. La capa de la mano aplicada era lisa sólo al primer vistazo. Sus ojos seguían el dibujo de las estrías (las había trazado un pincel), de los pelos cuyo origen animal o artificial bien podría sopesarse. La laca, extendida siguiendo una técnica particular. A partir de ese momento intentaba definir qué fuerza había precedido el movimiento del artesano, qué lógica. Hacía suya esta lógica para modelar de nuevo la forma del brazo que había sostenido la manga unos centímetros más arriba el soporte del hombro, luego todo el hombro, y las formas de la inteligencia que había dirigido aquella carne y aquellos huesos. Deducir el resto era mucho más sencillo. Qué civilización había educado a esa inteligencia; qué historia había pesado sobre esa civilización.

De esta forma acababa por construir sistemas cuya cultura y geometría resultaban ser, en la mayor parte de los casos, monstruosas. «Datos insuficientes», deploraba. «Continúa», le decía su maestro de escuela. «Vuelve a dormir y continúa». Él estudiaba en Woorakone desde su más tierna infancia. Cuando descubrió que era diferente a los demás, que era un mutante, que sus pupilas no parpadeaban frente a la nieve y que sus pupilas no disminuían al estar cerca de la llama, la madre de Wijeyekoon se había afligido. No podía soportar la idea de que tendría muy pronto que recuperar a su hijo colgado de alguna luminaria o clavado en una valla. Se lo ató a la espalda y caminó con él hacia el norte, siguiendo la costa, de Thanmanjee a Samarghee, luego de Samarghee a la estación minera de Khunungam. Más allá no existía nada, salvo una o dos bases secretas del ejército. Se había aventurado en el desierto ártico de Wook-wook aun en contra de las reconvenciones de los tenderos que le vendían desperdicios de piel e hilo alquitranado. Había confeccionado ropajes gruesos, inverosímiles. Tengo algo que hacer en la lamasería que hay por ahí, explicaba. Nadie conoce el camino, le aseguraban, va a perderse, y además lleva un niño. En la noche acabó por escabullirse, rodeada de la reprobación general. La leyenda situaba en el corazón de Wook-wook la gran ciudad monástica de Woorakone. Allá es a donde voy, se decía, una y otra vez. Y quince días de azarosa progresión entre el hielo y las agujas de basalto de la Gran Ribera, alimentándose exclusivamente de pemmican, de búhos de la nieve y de líquenes. Hasta que golpeó el aldabón broncíneo de una lamasería que al final resultó no ser Woorakone pero en donde aceptaron al niño sin erigir ninguna objeción. «Pensaba echármelo al plato antes de que la desgracia cayera sobre él y no tuve el valor. Se lo doy entonces, allá se dice que ustedes se ocupan de otros como él», había soltado cuando un maestro de la escuela la había ayudado a franquear el umbral. En sus manos sostenía a un ser que no estaba lejos de ser invulnerable. O más bien: frágil, vulnerable, pero cuya vida, cuya resistencia a la muerte se tejían siguiendo ciertos principios que, a decir verdad, no pertenecían al mundo de los animales. Los maestros deshicieron las pieles, las protecciones en las que estaba replegado, inerte, como un cuarterón de carne de borrego envuelto en tela. El hielo fundiéndose escurría en gotones gruesos sobre las baldosas grises. ¿Y existe entonces, Woorakone? quiso informarse la madre. Y ellos mucho más lejos, cerca del polo, aunque sólo es una leyenda, ¿sabe? ¿Y van a llevarlo hasta allá, a mi nene? ¿Tendrá compañeros? Y ellos sólo es una leyenda, lo vamos a educar aquí en la lamasería, son raros los niños que nos confían, la mayor parte son crucificados en las ciudades de la costa antes de que nos enteremos de

Cuando descubrió que era diferente a los demás, que era un mutante, que sus pupilas no parpadeaban frente a la nieve y que sus pupilas no disminuían al estar cerca de la llama, la madre de Wijeyekoon se había afligido.

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su existencia, y ella se iba poniendo exigente con el calor, las paredes, las voces sosegantes, ¿no estará en la escuela con niños de su misma edad? Y ellos pronto sabrá crear gente de su edad, el problema no es ese, en su cabeza hay lugar para todo un universo, y ella ¿cómo voy a volver al sur, sin él como razón para vivir? Y ellos vamos a conducirla en trineo hasta Samarghee, no se preocupe, su hijo será bien tratado. Y ella de nuevo ¿Woorakone no existe? Y ellos enigmáticos ni más ni menos que las estrellas inaccesibles. Como era usual, indemnizaron a la mujer. Entre el dinero que tintineaba en su palma abierta y el bebé enmudecido, amarillo y arrugado, todavía dudaba un poco. Después de haberla despedido, se escogió para el niño un nombre. En la lengua secreta de los maestros, wijeyekoon significaba: aquel que ha escapado a la hostil muchedumbre, a la madre y al hielo. Más tarde, cuando en verdad había abandonado la lamasería por el Gran Norte, se le precisó: entre los chismes que proliferan en la costa sobre el tema de los mutantes de Woorakone, algunos no son estúpidos, mas la malinquina y la ignorancia impiden ver con claridad. ¿La qué? La malinquina, mi doña: la malevolencia. Tuve un segundo de inatención. Ella tosió. La noche estaba fresca, bajo la niebla la marea retrocedía. «Los mutantes saben soñar, sí, de todas las maneras posibles, y bien que sueñan y bien que se desdoblan, sí, no vaya a creer que se desplazan físicamente hasta las estrellas, le decían. Y por lo demás, inútil hacerse ilusiones, no tienen poderes sobrenaturales. Tú vivirás, envejecerás y morirás, Wijeyekoon, como todos nosotros. Y de hecho no rebasarás ni un palmo el perímetro de Woorakone». Cada noche, Wijeyekoon levantaba la cabeza hacia las constelaciones que recalcaban cuán ilimitados eran los abismos del mundo, hacia esos puntos brillantes en torno a los cuales giraban los planetas, habitados por culturas incomprensibles, por colonias vivientes más o menos evolucionadas. Ahí respiraban pueblos unidos, divididos, ani-

mados por una inteligencia vasta y sensible o sometidos a los extravíos de una crasa ignorancia. Él imaginaba aquellas figuras innumerables, pícaras o grandiosas, aquella gente sencilla, aquellas administraciones, aquellos imperios que se edificaban por el terror —y a veces por el entusiasmo. Pensaba en los filósofos que eran quemados, en los poetas subversivos que eran ensalzados y cuya poesía con sabor a azufre acababa por ser convencional, meliflua y sosa. Pasaba largas horas interrogando al cielo que contenía, barajaba, trituraba tantos destinos extranjeros. «Serás un excelente escrutador, Wijeyekoon, cosas sorprendentes realizarás», recalcaban sus maestros, «mas nunca te le acercarás sino como una sombra, escondido en el sueño de otro. Con eso te habrás de contentar, Wijeyekoon». • Traducción de Iván Salinas Fragmento del libro Des enfers fabuleux, de Antoine Volodine, inédito en español.

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El post-exotismo en diez lecciones. Lección once Antoine Volodine Traducción de Iván Salinas Sur + Ediciones • 2014 • 215 páginas


Los latinoamericanos

de Marcel Proust Rubén Gallo

H

ace unos años, mientras hurgaba en uno de tantos archivos en los que paso mis horas libres, descubrí por casualidad que Marcel Proust había tenido un novio venezolano. El dato me sorprendió y me hizo pensar que ese pequeño detalle tenía el potencial de cambiar nuestra visión de la historia literaria. ¿Qué pasaría si en lugar de pensar en Proust como el arquetipo del intelectual francés, lo imagináramos andando por la vida acompañado de un novio latinoamericano? Ese novio venezolano nos ofrece otra visión del escritor, más fresca, más abierta, más perversa. Llegué incluso a pensar en escribir un libro que se iba a llamar El latin lover de Proust, pero mi novio censuró despiadadamente esa ocurrencia: «latin lover», me dijo, «suena a Ricky Martin y de ninguna manera permitiré que te asocies con eso» (así dijo: con eso). ¿Pero quién fue ese novio venezolano de Proust? Me propuse leer todo cuanto pude sobre Reynaldo Hahn y poco a poco descubrí que había sido uno de los compositores más famosos de la bella época. En su tiempo, Hahn llegó a ser más conocido que Erik Satie o que Claude Debussy. En Francia, sólo dos grupos —los proustianos y los musicólogos— se acuerdan de él y lo mencionan en sus estudios, pero apenas refieren —una nota a pie de página, una observación entre paréntesis— su origen venezolano y su condición de latinoamericano residente en París. Mientras leía e investigaba, fui descubriendo a otros latinoamericanos en el círculo de Proust: Gabriel de Yturri, un argentino que nació en Tucumán y llegó a París sin un centavo, a los veinte años. A los pocos meses de su arribo, sedujo al Conde Robert de Montesquiou —ese dandy excéntrico retratado por Huysmans en A contrapelo y transformado por Proust en el Barón de Charlus— y se convirtió en su secretario y amante. A diferencia de Hahn, que desembarcó en París a los tres años y hablaba un perfecto francés, Yturri siempre habló con un fuerte acento argentino que lo convirtió en objeto de burlas e injurias por parte de los amigos del Conde. Proust, en cambio, lo apreciaba mucho y lo veía con frecuencia. Cuando Proust comenzó sus andanzas con Reynaldo Hahn, los cuatro amigos salían juntos al teatro, a la ópera, a las fiestas: una versión decimonónica de lo que los estadounidenses llaman double dates. Marcel y Reynaldo, Robert y Gabriel: cuatro amigos y dos parejas unidas por una sensibilidad estética y una sexualidad excéntrica. Otro latinoamericano en el círculo de Proust fue el poeta JoséMaria de Heredia (que escribía su nombre a la francesa, sin acentuar el «María», y pronunciaba su apellido con esa erre francesa que suena a «egre»), que había nacido en Santiago de Cuba y fue primo del otro Heredia, autor de «La oda al Niágara». Durante su adolescencia, Proust veía en Heredia el tipo de escritor en que soñaba convertirse: rico, elegante, miembro de la Academia Francesa, amigo de las mujeres más elegantes de París y anfitrión de un importante

salón literario. Al igual que Hahn, Heredia llegó a Francia muy joven e hizo una carrera brillante en París. Siempre escribió en francés y sus poemas —recopilados en Los trofeos— fueron aplaudidos por la crítica y el público. Hasta hace pocos años, todos los niños franceses tenían que aprender de memoria un soneto de Heredia como parte de su educación secundaria. Las historias de la literatura francesa lo señalan como una de las figuras más importantes del movimiento parnasiano y apenas mencionan que nació en Cuba (en un ensayo, François Coppé se refirió a él como «un guapo creol de La Habana»).1 Hubo otro más: uno de los primeros críticos serios que se interesó en la obra de Proust fue el mexicano Ramon Fernandez (que perdió sus acentos al llegar a París), hijo de uno de los embajadores de Porfirio Díaz. Fernandez estudió con Henri Bergson, formó parte del comité de lectura de la nrf, la editorial que después se transformó en Gallimard, y publicó el primer análisis filosófico sobre la obra de Proust en 1943. También fue amigo del escritor y lo visitó en su último domicilio de la rue Hamelin hasta poco tiempo antes de su muerte. Reynaldo Hahn, Gabriel de Yturri, José-Maria de Heredia y Ramon Fernandez son los cuatro latinoamericanos que convivieron con Marcel Proust. El novelista mantuvo con estos cuatro amigos una correspondencia que nos permite reconstruir la percepción del escritor sobre estos latinoamericanos que eligieron a Francia como su país de adopción.

¿Qué pasaría si en lugar de pensar en Proust como el arquetipo del intelectual francés, lo imagináramos andando por la vida acompañado de un novio latinoamericano?

Fragmento del libro Los latinoamericanos de Marcel Proust, que será publicado en 2015 por Editorial Sexto Piso.

1 François Coppée, «Souvenirs sur les Parnassiens», Chroniques artistiques, dramatiques et littéraires: 1875-1907, Presses de l’Université de ParisSorbonne, París, 2003, p. 112.

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Máquinas de vanguardia Rubén Gallo Traducción de Valeria Luiselli Sexto Piso-dgp Conaculta • 2014 • 294 páginas

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¿Ya no me

David Byrne

importa el arte contemporáneo?

H

ay quienes pueden haber pensado que el fin de la pintura como forma artística había llegado con las abstracciones reduccionistas de Malevich hace aproximadamente cien años. ¿Cómo podría alguien pintar algo más minimalista que un cuadrado o un círculo? (No previó que los artistas del futuro tan sólo describirían con palabras su propuesta para pintar un cuadro). Bien, pues al final esas abstracciones no acabaron con la pintura, e incluso Malevich volvió en su momento a ella. Actualmente hay una maravillosa exposición de su obra en la Tate Modern de Londres, de la cual escribiré algo en otra ocasión. Pero por el momento, me pregunto si la economía logrará acabar con la pintura, junto con otros tipos de obras que en ocasiones consideramos como parte de nuestra cultura. Yo vivo cerca de las galerías de Chelsea, en la zona oeste de Manhattan. Cuando me mudé ahí hace no mucho tiempo, las galerías ya existían, pues habían desplazado a talleres mecánicos y establecimientos del estilo. Ahora, rápidamente se transforma en una zona de condominios de lujo. Para ser sincero, yo vivo en un condominio agradable, no es tan nuevo o lujoso como varios otros que están siendo construidos, pero es bastante agradable. Por desgracia, yo mismo podría ser considerado parte de esa tendencia hacia la «condominización» del barrio. Antes solía visitar las galerías durante mi horario de comida —me daba tiempo de ver algunas exposiciones más o menos rápido, porque las galerías están concentradas en una misma zona—, pero me doy cuenta de que he abandonado este placentero hábito. Recientemente he visto algunas exposiciones, destacando entre ellas la de un barrendero parisino ya fallecido, llamado Marcel Storr, en la Galería Andrew Edlin. Ya había visto las fantásticas obras de Storr en la Galería Hayward, en una exposición organizada por el Museum of Everything. (He aquí la liga para una reseña aparecida en el periódico británico, The Guardian: http://www.theguardian.com/artanddesign/2013/jun/16/ alternative-guide-universe-review-hayward). Storr pensaba que París corría el riesgo de ser destruido por un ataque nuclear, y sus dibujos eran, básicamente, planes para la ulterior reconstrucción de la ciudad. La reconstrucción se produciría con algunos ajustes. En todo caso, lo que me sorprendió recientemente es que no he realizado mis deambulaciones artísticas desde hace mucho. No es por falta de tiempo: puedo deambular por algunas galerías incluso cuando regreso de salir a correr, visitándolas mientras recupero el aliento. En realidad, lo que me ha detenido es mi falta de curiosidad en torno a lo que está sucediendo. Me pregunto: «¿Por qué es así?,

¿qué es lo que pasa?», y creo que la respuesta es económica; como mínimo, la raíz de mi actual falta de interés es económica. (Esta falta de interés es relativa: acabo de ver la exposición de Anselm Kifer en la Royal Academy aquí, en Londres). No es ninguna novedad que el mundo del arte está al servicio del 1% más rico del mundo. Es evidente que los escandalosos precios del arte contemporáneo implican que —aunque cualquiera puede mirar— tan sólo los muy ricos pueden permitírselo. Eso no es ninguna novedad. El progresivo destripamiento de la clase media ya ha afectado mi percepción. La implicación es que estas galerías ya no se dirigen a nadie más que a los muy ricos: todos los demás que alguna vez pudieron pensar que estas obras estaban a su alcance rápidamente se están desvaneciendo del espectro económico. Esa particular demografía de compradores potenciales y visitantes simplemente ya no existe —o ya casi no existe—. Los visitantes y los espectadores que no son sumamente ricos tan sólo pueden limitarse a contemplar el mostrador. Contemplar el mostrador es en realidad un rasgo agradable de las galerías. Proporcionan un lugar, un sitio, que alberga comentarios visuales sobre nuestro mundo, y cualquier persona puede visitarlas de manera gratuita. Es como si fueran museos gratuitos, y algunas galerías montan exposiciones equiparables a las de los museos. Si uno acepta la idea de que el arte puede ser iluminador y edificante —una vieja idea en la que yo en realidad ya no creo—, entonces las galerías proporcionan un servicio social y cívico. Pero, si no, entonces en realidad nos encontramos en el mundo de Desayuno en Tiffany’s. En realidad no puedo quejarme de que las galerías se encuentren al servicio de los ricos, ¿por qué no habrían de hacerlo? Así es como siempre han sobrevivido. A los demás nos ofrecen un panorama voyeurista de la mercancía, y la oportunidad de presenciar el remolino de actividad palaciega. Las relucientes ferias de arte, con sus fiestas y beneficencias —he estado en algunas—, son bastante inofensivas, agradables y entretenidas. No causan daño a nadie, si es que las obras aún conservan alguna profundidad y algo de alma. Y ésa es la parte que me preocupa: la economía ya está afectando la manera en la que aprecio el arte. Ahora me doy cuenta de que he empezado a considerar que las propias obras están siendo producidas, ya sea intencional o inconscientemente, para el servicio de ese 1%. Con razón o sin ella, cuando actualmente voy a una galería de inmediato pienso «chucherías inofensivas creadas para multimillonarios y para los museos que financian». Ya no encuentro ni el trabajo ni las ideas detrás de las obras, si es que existen algunas. Es posible que las ideas estén ahí. Es posible que los artistas se aferren a su integridad y

Con razón o sin ella, cuando actualmente voy a una galería de inmediato pienso «chucherías inofensivas creadas para multimillonarios y para los museos que financian». Ya no encuentro ni el trabajo ni las ideas detrás de las obras, si es que existen algunas.

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mantengan su distancia del sucio negocio de la compraventa, pero al menos yo ya no consigo apreciarlo. El dinero, y la distancia que nos separa de él, se encuentran en la vanguardia ahora. He de decir que el arte abstracto es el que más manifiesta este rasgo, ya que es muy fácil verlo como una serie de objetos decorativos gigantes, objetos que acarrean consigo un gran estatus y que también son portadores de una marca. Ya lo sé: algunos de estos artistas realizaban estas obras antes de que todo esto sucediera; algunos se las vieron negras durante años, inmersos en una relativa oscuridad, pero en la actualidad todo eso es arrasado por el tsunami de dinero. Es una situación bastante triste. Antaño, yo lograba convencerme de que el arte contemporáneo era una especie de foro para la circulación de ideas y emociones sobre el mundo en el que vivimos. Pero, ¡un momento! ¡Eso es exactamente lo que es! Esas ideas y emociones ahora están relacionadas con el dinero, con la adulación hacia aquellos que lo tienen y que están dispuestos a desprenderse de una pequeña parte de sus fortunas. ¡Ése es el mundo en el que vivimos! Esas obras son entonces un comentario sobre nuestro mundo, pero las obras también son parte de ese remolino de ostentación. Es posible que la intención de los artistas sea irónica, pero cuando sus creaciones se asemejan a los objetos y al mundo que critican de manera tan perfecta, entonces la ironía se pierde. Una calavera hecha de diamantes puede ser un comentario sobre el lujo escandaloso que define al mundo del arte, pero en definitiva es más bien una parte de ese mundo. Si alguna vez existió la ironía, se pierde por completo. En la actualidad, se puede decir con bastante certeza que el arte abstracto no se trata de nada más que de su tamaño, de dónde puede colocarse, y de cuánto cuesta. Esto no es necesariamente una crítica de los artistas; se trata más bien de cómo ha cambiado mi percepción. Al igual que mucha gente, yo solía sentir que podía participar de manera vicaria, incluso si a menudo era considerado como un outsider al mundo del arte. Los artistas siempre eran receptivos, y estaban dispuestos a charlar conmigo sobre diversos temas. No les importaba que yo pasara la mayoría de mi tiempo en otro mundo. Me trataban más o menos como a un igual. También me parecía que sus obras eran a menudo vigorizantes e inspiradoras. Quizá debido a mi ingenuidad, me parecía apreciar una colisión de ideas, pasión, belleza y demencia. Ahora, es imposible ver nada, a causa de la brumosa y distorsionante pantalla del mercado. El mercado y la desigualdad de la riqueza lo ensucian todo. El mundo del arte se ha vuelto cada vez más como una de esas revistas de glamour: al pasar las páginas podemos apreciar a gente que la pasa bien mientras se da la buena vida. En el caso del arte, vemos a los oligarcas y a los financieros de Wall Street mientras compran y venden arte, acuden a ferias y toda la cosa, con los artistas como comparsas. No veo cómo esto pueda ser sustentable —cómo las obras pueden mantener su valor si más gente pierde el interés, al igual que yo—, pero es cierto que mientras el valor subjetivo exista (el arte no tiene ningún valor real), y en tanto estas obras mantengan su estatus, no existe ninguna razón para pensar que la burbuja habrá de reventarse. Al igual que las joyas, es posible que el arte mantenga su valor (o incluso que lo incremente, dependiendo de su rareza), y que pueda ser exhibido con orgullo cada tanto tiempo. Ojalá que no suceda igual que con los tulipanes, que pasaron a la historia como uno de los mayores ejemplos de burbujas especulativas que dejaron a mucha gente en la ruina. ¿Es posible que la pintura —el sine qua non de las chucherías artísticas— se vuelva irrelevante y deje de ser cool, pero no debido a una estética espiritual reduccionista (como la obra de Malevich), sino porque como medio termine por perder toda profundidad y relevancia humana, a causa de la alienación de inspiración económica? Me pregunto cómo la burbuja de los tulipanes puede haber afectado la percepción de la gente acerca de una inocente flor. • Traducción de Eduardo Rabasa

Cinismo ilustrado • Eduardo Salles • Tumbona Ediciones

Uncle Bill • Bef • Sexto Piso

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Un fantasma llamado Eduardo Rabasa

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Facebook

no de los rasgos comunes a toda revolución que impacte de manera decisiva el devenir humano es que instaura una especie de conciencia de una nueva época —la que estará marcada de ese momento en adelante por el cambio producido—, que se erige por encima de las etapas previas de la humanidad, tan desafortunadas por no contar con ese procedimiento político, con esa nueva práctica social o, para irnos acercando a nuestro tema y a nuestro tiempo, con esa tecnología sin la cual ya no podemos siquiera imaginarnos nuestra propia vida. Esos momentos de transición hacia un nuevo paradigma están marcados por una euforia autocomplaciente, por una sensación de que finalmente las cosas serán como siempre quisimos que fueran, gracias a esa innovación que sin duda hará mejores nuestras vidas. Con el paso de los años, conforme el polvo revolucionario se asienta, empiezan a perfilarse con mayor nitidez los efectos reales producidos por los cambios específicos, y generalmente nos damos cuenta de que la panacea fue más bien una fuente de nuevos problemas y nuevas soluciones, como si al bañarnos en las aguas del río de la Historia las aguas fueran otras pero nosotros en el fondo los mismos: siempre atrapados en un presente que no nos convence pero con la expectativa de que gracias a eso que tanto nos entusiasma ahora sí nos dirigimos hacia el futuro de emancipación y fraternidad. En la actualidad, esa nueva fuente de esperanza —que llevó incluso a que después de la Primavera Árabe la gente empezara a bautizar a sus hijos como Facebook o como Twitter— es lo que el César Rendueles llama «milenarismo digital», «ciberfetichismo», o «ciberutopía», para denominar la creencia de que las nuevas tecnologías digitales promoverán la democracia, la cooperación, la participación, el diálogo, etc., transportándonos a una nueva etapa donde el autoritarismo y la verticalidad política serán avasallados por la etérea jovialidad de las redes sociales. Según esta ideología, nunca se escuchó tanto la voz del ciudadano como ahora que puede hacer clic, dar like o retuitear una noticia en tan sólo fracciones de segundo. Las estructuras políticas tradicionales se derrumbarán frente a la dictadura del usuario, pero como el usuario somos todos, la noticia nos alegra. Estructuras de poder reales, ¡poneos a temblar!, pues nada hace frente al inexorable avance del ejército de clics. Sin embargo, y sin ninguna voluntad explícita de convertirse en aguafiestas, desde el principio de Sociofobia. El cambio político en la era de la utopía digital, César Rendueles nos recuerda que nuestra revolución tecnológica no se produce en un vacío, sino que surge dentro del contexto de un sistema sociopolítico, una filosofía de vida incluso, como es el neoliberalismo, cuyo fundamentalismo de mercado ha producido un «nihilismo social» que conduce a aceptar las desigualdades, la marginación y la muerte asociadas a dicho sistema como elementos inexorables de la organización sociopolítica. A través de una exposición cuidadosamente argumentada, Rendueles muestra cómo «la compraventa ha colonizado nuestros cuerpos y nuestras almas», de manera que incluso a nivel cotidiano lo que prima en nuestros actos es una especie de utilitarismo egoísta que la red potencia como nada más. Tres viñetas recogen de maravilla el etos de nuestro tiempo:

Según esta ideología, nunca se escuchó tanto la voz del ciudadano como ahora que puede hacer clic, dar like o retuitear una noticia en tan sólo fracciones de segundo. Las estructuras políticas tradicionales se derrumbarán frente a la dictadura del usuario, pero como el usuario somos todos, la noticia nos alegra. • Una guardería israelí empieza a cobrar multas a los padres que lleven tarde a sus hijos. En lugar de disminuir, se incrementa el número de retardos, pues los padres sienten que al pagar por ello tienen el derecho de llegar a la hora que les dé la gana. La guardería da marcha atrás con la medida, buscando apoyarse de nuevo en un sistema normativo tradicional, donde se exhorta a no llegar tarde en consideración al funcionamiento de la institución, pero ahora ya es inútil: una vez que se puso precio al derecho de levantarse unos minutos después ya no hay manera de revocarlo. • Una gasolinera de Estados Unidos cobra comisión por pagar con tarjeta de crédito, lo cual ocasiona un boicot por parte de los consumidores. La gasolinera elimina la comisión por el pago con tarjeta y en su lugar ofrece un descuento por pagar en efectivo. Fin del boicot de los consumidores. • Durante el movimiento de indignados en España, el 15M, se discute el horario óptimo para celebrar las asambleas, pues el calor del verano se vuelve insoportable como para continuar haciéndolas al mediodía. Gente con hijos pequeños sugiere que las reuniones se celebren los sábados a las diez de la mañana. Los jóvenes protestan horrorizados pues «ellos salían los viernes por la noche y semejante madrugón era inimaginable». ¿Qué tienen en común estos ejemplos? Son una clara muestra de un rasgo contemporáneo que Rendueles identifica con gran agudeza: la interiorización por parte de la sociedad entera de la cosmovisión de un reducido grupo de sus miembros: los economistas. Al trasladar al conjunto los presupuestos y postulados de una minoría (ciertamente no la más sabia, simpática ni agradable), hemos creado jaulas de hierro acotadas por lo instrumental y lo pragmático: La economía ortodoxa presupone que la racionalidad instrumental es la estructura básica del comportamiento humano. Sin embargo, un descubrimiento curioso de la psicología experimental es que uno de los pocos grupos que responden de forma sistemática a ese patrón son… los economistas, profesores de economía y estudiantes de economía. La enorme influencia que tiene esta comprensión de la conducta históricamente exótica y moralmente tóxica tiene que ver con el desorbitado poder que hemos otorgado a las pocas personas para las que es relevante. Algo en lo que en Occidente tenemos cierta experiencia. A fin de cuentas, la moral sexual dominante durante mucho tiempo la establecieron religiosos que habían optado por el celibato.

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Al situar a la revolución digital en este contexto, la gran lección de Sociofobia es que, ahí donde creemos que internet potencia nuestra veta anarquista, subversiva, antisistémica, comunitaria, cooperativa, altruista, etc., a menudo sucede exactamente lo contrario, y de hecho la red termina por ser una especie de comunidad fragmentada con vínculos débiles, que no exigen ninguna obligación ni ningún tipo de compromiso, bastante cercana al sueño neoliberal que se puede resumir en la histórica frase de Margaret Thatcher: «La sociedad no existe. Sólo existen los individuos». Lejos de que la red constituya una amenaza política real en el sentido de que pudiera ser fuente de transformaciones duraderas y profundas, el mismo fervor con el que un video o convocatoria a una manifestación se vuelve viral está presente en el momento de su disolución, o del tránsito hacia la siguiente moda hipster que permita palomear el rubro de la conciencia social, sin por ello tener que renunciar a una existencia social y materialmente cómoda, donde para efectos prácticos encarnamos y reproducimos aquellas estructuras que en primera instancia hacen necesaria la protesta social. Y es que, como bien dice Rendueles: «Es fascinante lo poco que se habla en los ambientes ciberutópicos de procesos que afectan a millones de personas, como el paro, la crisis de representatividad política, la desigualdad de género o la crisis del capital financiero». Podemos seguir insistiendo en utilizar de manera intercambiable los términos «masivo» y «democrático», pero sólo a fuerza de reconocer que entonces las expectativas deben de rebajarse: «Tal vez internet sea la realización misma de la esfera pública, pero entonces tendremos que aceptar que el objetivo de la sociedad civil es el porno casero y los videos de gatos. No es anecdótico. Las pruebas empíricas sugieren sistemáticamente que internet limita la cooperación y la crítica política, no las impulsa». O, dicho de otra forma mucho más sucinta y devastadora por el propio Rendueles: «El partido comunista chino ha descubierto que Lady Gaga es una aliada, no el enemigo».

El sistema • Peter Kuper • Sexto Piso

Conforme nos abrimos paso por la densa inmaterialidad de la red, se hace cada vez más evidente que el ciberfetichismo carece de toda sustancia, y que más bien desemboca en una especie de gatopardismo cibernético en donde todo cambia en nuestro muro de Facebook para que allá afuera, en el mundo de las estructuras de poder político y financiero reales, todo siga igual. A nivel individual, por más amigos virtuales que tengamos, por más que seamos followers de celebridades con enorme conciencia social, que desde su mansión en Malibú manifiestan su consternación por la violencia política de Sudán, asistimos al ascenso de una soledad creciente que pretende consolarse mediante «vínculos difusos y discontinuos pero aumentados, tecnológicamente potenciados. Aunque ya no tenemos familias extensas, amigos íntimos o carreras laborales, los círculos a los que se transmite la información son más amplios». En términos políticos, la fraternidad digital ha abierto una era pospolítica, donde la radicalidad adopta máscaras como potenciar el cambio a través de dar clic a innumerables causas en change.org, o recolectar miles de firmas para que no lapiden a una pobre mujer que vive quién-sabe-dónde, que por suerte queda bastante lejos de lo que cada quien entiende por «aquí». El yo posmoderno, fragmentado, de identidad líquida, que además puede parapetarse tras el anonimato para dar rienda a toda clase de fantasías y desprecios que en su vida real muy pocos estarían dispuestos a admitir, ha encontrado en la red un hogar inmejorable. El usuario navega por un océano alebrestado por tantas injusticias contra las cuales luchar, pero por favor que sea rápido, porque los videojuegos y el chat nos esperan, y son sumamente demandantes. Y es que, si la red nos permite fantasear con un mundo posmoderno como el que a continuación describe César Rendueles en un libro crucial como lo es Sociofobia, ¿para qué molestarnos en mirar a la terca realidad, siempre empeñada en venir a desinflarnos el globo virtual de nuestras ilusiones?: En realidad, la cooperación en la red se parece tanto a una comunidad política como una gran empresa se parece a una familia extensa. Internet es la utopía pospolítica por antonomasia. Se basa en la fantasía de que hemos dejado atrás los grandes conflictos del siglo xx. Los posmodernos imaginan que los cambios culturales y simbólicos nos alejan del craso individualismo liberal, para el que el interés egoísta en su sentido más grosero era el motor del cambio social. Y también que hemos superado la apuesta por un Estado benefactor que soluciona algunos problemas pero ahoga la creatividad en un océano de burocracia gris. Imaginan un mundo lleno de emprendedores celosos de su individualidad, pero creativos y socialmente conscientes. Donde el conocimiento será el principal valor de una economía competitiva pero limpia e inmaterial. Donde los nuevos líderes económicos estarán más interesados por el surf que por los yates, por las magdalenas caseras que por el caviar, por los coches híbridos que por los deportivos, por el café de cultivo ecológico que por el Dom Perignon. •

Sociofobia César Rendueles Capitán Swing • 2013 • 206 páginas

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Lina Meruane

L

La máquina

de hacer hijos

a máquina reproductora sigue su curso incesante: despide hijos por montones. Y muere gente por montones también, pero por cada muerto, por cada desahuciado, hay dos punto tres cuerpos vivos lanzados al mundo a probar suerte. Se rumorea que por todas partes la pulsión de los hijos es una respuesta instintiva contra la extinción que nos acecha. El llamado a sumar niños, que serán adolescentes, que se volverán algún día adultos, mantendría en marcha a la humanidad. Los hijos vendrían a ser entonces los escudos biológicos de una especie cuyo exceso consumista y contaminante en vez de proteger al planeta lo pone en riesgo: he ahí una paradoja. No tiene sentido la congoja por la aparente «crisis de fertilidad». Europa podrá acongojarse por el envejecimiento de su población, podrá fantasear con el surgimiento de una tropa de futuros europeos que active la industria, que sustente con sus ingresos la hiperactividad de los mercados y que sostenga, con sus prestaciones, un número desproporcionado de viejos que los decrépitos Estados poscapitalistas se niegan o se han vuelto incapaces de solventar. Pero Europa, si la miramos bien, si le ponemos encima una lupa y un ojo abierto, es apenas un pedacito de tierra con un puñado de gente. Un trozo minúsculo del globo que podría, si quisiera, si se creyera su propio relato apocalíptico y abriera sus vigiladas fronteras, solucionar el problema haciéndole hueco a tanta persona apretujada en otros lugares de la geografía. He ahí otra paradoja. ¡Son tantos los apretujados! Ahí están los hombres y mujeres del desborde poblacional de la India y de Indonesia y de China, que por ahora (me refiero a esta última) ha impuesto la cuota de un-hijo-por-pareja a su máquina de la fertilidad. Y están ahí también, no se pueden negar, los altos ín-

Sexo Jis Sexto Piso • 2014 • 176 páginas

dices de procreación en las naciones menos industrializadas. Difícil no poner en la lista a algunos pueblos de América Latina. Imposible no pensar en África como un enorme país parturiento (aun cuando pensemos, igualmente, en su alta tasa de muertos). El exceso de hijos en esos lugares forma parte de sus aprietos: ese es otro sinsentido. Que nadie se engañe, sin embargo. Aunque pudiera parecerlo, no abogo aquí por el cese absoluto de la industria filial. No suscribo las malpensadas tesis malthusianas. Ninguna clase de darwinismo poblacional. ¿Soluciones finales? ¡De ninguna manera! Y no es tampoco la intención de esta arenga defender el cruel arranque de un tal Herodes, ni el vengador filicidio de la tal Medea, que mató a sus vástagos como lo han hecho, también, fuera del mito y desde la antigüedad, tantas madres en los sufridos delirios del posparto (y tantas otras en su sano juicio). No escribo a favor del infanticidio por más que el recién nacido de al lado interrumpa mi sueño, por más que los menores de arriba zapateen mi techo y mi trabajo diurno. No defiendo la eliminación de ninguna vida (aunque estoy, eso sí, a favor de todas las formas imaginables de la anticoncepción que no pongan en riesgo la salud). Y aunque no he experimentado nunca por los niños ninguna índole de devoción, tampoco estoy en contra de la niñez. Es contra los hijos que redacto estas páginas. Contra el lugar que los hijos han ido ocupando en nuestro imaginario colectivo desde que se retiraron «oficialmente» de sus puestos de trabajo en la ciudad y en el campo e inauguraron una infancia de siglo veinte vestida de inocencia pero investida de plenos poderes en el espacio doméstico. Estoy, insisto, contra la secreta función disciplinaria


de los hijos-tiranos en estos tiempos que corren, veloces y desaforados como ellos. (¡Sobre mi cabeza y por el pasillo. A gritos escandalosos! Silencio, imploro, disimulando mi crispación: no hay quien trabaje en medio del bochinche). ¿Sobra decirlo? No es sólo contra los hijos que escribo sino también contra sus progenitores. Contra los cómodos cómplices del patriarcado que no asumieron su justa mitad en la histórica gesta de la procreación. Contra la nueva especie de padres dispuestos a colaborar dentro y fuera de la casa pero que parecen incapaces de pronunciar un educativo ¡no más!, un certero ¡basta! a sus hijos rebeldes; sin inmutarse les permiten pasar por sobre la paz de sus desesperados vecinos. Y por qué no agregar a mi perorata que estoy en contra de muchas madres. No de todas. Sólo contra las que bajaron el moño y renunciaron angélicamente a todas sus aspiraciones, contra las que aceptaron procrear sin pedir nada a cambio, sin exigir el apoyo del marido-padre o del Estado. Contra las que, en un reciclaje actual de la madre-sirvienta, se han vuelto madres-totales y supermadres dispuestas a cargar casa, profesión e hijos sobre sus hombros. Y no me olvido de las madres prepotentes que además de engendrar (y de darse importancia haciendo rodar el cochecito sobre nuestros pies) nos obligan a asumir a sus hijos como nuestros. Es mucha contrariedad la mía, es cierto, pero no es gratuita. Observo con alarma que la cuestión de los hijos no ha prosperado. Todo lo contrario. ¿Qué ha sucedido? ¿No nos habíamos liberado, las mujeres, de la condena o de la cadena de los hijos? ¿No habíamos dejado de procrear con tanto ahínco? ¿No conseguimos estudiar carreras y oficios que nos hicieron independientes? ¿No logramos salir de la casa dejando atrás las culpas? ¿No nos independizamos económicamente? ¿No habíamos logrado que los progenitores asumieran una paternidad consecuente? ¿No dejamos de tolerar infelices arreglos de pareja? ¿Acaso no es

HERE WE ARE

cierto que son las mujeres quienes, en una aplastante mayoría, piden ahora el divorcio? ¿No conseguimos la custodia? ¿No pudimos decidir cómo criarlos? ¿No les pusimos límites? ¿Cuándo fue que los hijos se volvieron nuestros impunes victimarios y los de sus padres? ¿Qué los transformó en los impunes dictadores que ahora son? ¿Los ejecutores enanos de un imperativo de servicio doméstico que continúa más vivo y coleando que nunca? A tantas preguntas agrego una última. ¿No habíamos concluido que ya estaba passé el feminismo, que podíamos olvidarnos de sus lemas porque habíamos vencido? Craso error, señoras y señoritas. Presten atención: a cada logro feminista ha seguido un retroceso, a cada golpe femenino un contragolpe social destinado a domar los impulsos centrífugos de la liberación. El viejo ideal del deber-ser-dela-mujer no se bate fácilmente en retirada, solapadamente regresa o vuelve a reproducirse tomando nuevas formas: su encarnación contemporánea agita los pies pelados entre pañales y chilla sin descanso junto a nosotras. • Fragmento del libro Contra los hijos, de Lina Meruane, publicado por Tumbona-Fonca.

Contra los hijos Lina Meruane Tumbona-Fonca • 2014 • 143 páginas

FRANKFURT BOOK FAIR LA FERIA DEL LIBRO DE FRANKFURT PRESENTA “LA CIUDAD GLOBAL DE LAS IDEAS”, UN NUEVO CONCEPTO DE EXPOSICIÓN PARA 2015. Reserve hoy su stand y aproveche la oferta ”early bird” registrándose hasta el 3 de diciembre durante la FIL de Guadalajara.

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Rafael

Abraham Cruzvillegas

M

ojado como el muchacho de la canción «Mil horas», o sea como un perro, pero de sudor y no de lluvia, y fumando de trenecito, Chucho se arrinconó en el quicio de una tlapalería que siempre cerraba temprano. Ese 18 de abril, aunque ya era de noche, el calor le persignaba desde el perineo, pasando por el esternón, hasta la pérgola de cabello que se le hacía en la nuca y que le creció en esas últimas desastrosas semanas, algo le cuidaba el pescuezo del solazo; meses atrás se había comprado en el tianguis amibomegalomaniaco que se instala en la cuenca del arroyo del río Santa Catarina una guayabera ligerona, le dijeron que estaba hecha en Filipinas, que no necesitaba plancharse y casi que ni lavarse, y así hizo, o no hizo, y ya la pobre camisa estaba luida de los lamparones que se extendieron de los sobacos hasta donde se doblaban sobre sí mismas las costuras, casi se podía ver a través de ella, y de su propietario espiritifláutico. Con un restregón se arrancó de la jeta unos diecisiete mililitros de sudor y miró cara a cara a su Timex de importación. Limpió la mano entre el muslo y la ingle, sobre la terlenka de su Topeka, y volteó en un tris del párpado hacia la parada del autobús, en la esquina de Arteaga y Gómez sin pensar nada, sólo se dirigió hacia allá. Traía un cuete y siete cargas en la fajilla que lo ceñía, era una cuarentaycinco, la misma que había usado en algunas expropiaciones. Muy tarde se dio cuenta de que lo andaban venadeando, y claro que lo sabía, pero lo recordó

justo en el momento en que el tipo se le abalanzó sujetándolo por el cuerpo después de quedarse mirándolo, escudriñándole el detalle del rostro, lo abrazó rodeando sus brazos para someterlo, más tardó en reaccionar cuando otro ya lo estaba cateando mientras forcejeaba con ambos. Lo único que pudo hacer fue morder el dedo índice de uno de sus captores. Se lo llevaron a las oficinas de la perjudicial de Monterrey, luego a un rancho, luego a la capital donde fue torturado bestialmente por órdenes directas de Miguel Nazar Haro, quien era entonces director de la Dirección Federal de Seguridad y creador de las Brigadas Blancas, decían que era miembro de la 23, que había participado en el intento de secuestro de Eugenio Garza Sada, en el que éste falleció. Chucho, quien entonces se hacía llamar Rafael, deambuló con otros individuos privados de la libertad por diversas cárceles —clandestinas y casas de seguridad— y en el Campo Militar número 1, y desde entonces ya no se supo nada de él. En 2015 se cumplen cuarenta años de su secuestro y su madre doña Rosario sigue buscándolo, pero —a través del Comité ¡Eureka!— también ha procurado y exigido la presentación con vida de todos los que han sufrido la desaparición forzosa, un ejercicio de la violencia y la ilegalidad por miembros de las fuerzas públicas que ha sucedido en México desde el año 1967 y que, como sucedió apenas en el estado de Guerrero —y vergonzosamente en muchos otros en los últimos años, y sin contar narcofosas—, al parecer seguirá pasando: un gobierno que secuestra, tortura, asesina y desaparece perniciosamente a sus estudiantes no merece respeto. Yo también quiero saber dónde está Chucho. • Te recomendamos de este autor:

La voluntad de los objetos Abraham Cruzvillegas Sexto Piso • 2014 • 432 páginas

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Bambú E

staba bebiendo café de olla de una vieja y oxidada taza de peltre azul. Doña Tomasa había puesto a mi lado una jarrilla del mismo peltre azul, sobre el suelo arenoso del rancho. No había mesas ni sillas. Las hojas de palma del techo estaban ya negras y agujereadas. La poca brisa hedía a pescado rancio. Pero el café de olla estaba fuerte y dulce y ayudó a despabilarme un poco, a desentumecer mis piernas tras las dos horas conduciendo hasta el puerto de Iztapa, en la costa del Pacífico. Sentí mi espalda húmeda, mi frente pegajosa y sudada. Con el calor también parecía aumentar la fetidez en el aire. Un perro macilento estaba olfateando el suelo, en busca de sobras o migas que hubiesen caído a la arena. Dos niños descalzos y sin camisas intentaban cazar un gueco que desde arriba cantaba bien escondido entre las hojas de palma. No eran aún las ocho de la mañana. Aquí tiene, dijo doña Tomasa, y me entregó una tortilla con chicharrón y chiltepe, envuelta en un pedazo de papel periódico. Se apoyó contra una de las columnas del rancho, restregando sus manos regordetas en el delantal, enterrando y desenterrando sus pies en la tibia arena volcánica. Tenía el cabello salpimentado, la tez curtida, la mirada un poco estrábica. Me preguntó de dónde era. Terminé de masticar un bocado y, con la lengua aturdida por el chiltepe, le dije que guatemalteco, igual que ella. Sonrió con gracia, quizás sospechosa, quizás pensando lo mismo que yo, y volvió su mirada hacia un cielo sin nubes. No sé por qué siempre me resulta difícil convencer a las personas, incluso convencerme a mí mismo, de que soy guatemalteco. Supongo que esperan ver a alguien más moreno y chaparro, más parecido a ellos, escuchar a alguien con un español más tropical. Yo tampoco pierdo cualquier oportunidad para distanciarme del país, tanto literal como literariamente. Crecí fuera. Paso largas temporadas fuera. Lo escribo y describo desde fuera. Como si fuera un migrante perpetuo. Soplo humo sobre mis orígenes guatemaltecos hasta volverlos más opacos y turbios. No siento nostalgia, ni lealtad, ni patriotismo, pese a que, según le gustaba decir a mi abuelo polaco, la primera canción que aprendí a cantar, cuando tenía dos años, fue el himno nacional. Me terminé la tortilla y el café de olla. Doña Tomasa, tras cobrarme el desayuno, me dio direcciones hacia un terreno donde podía dejar estacionado mi carro. Hay un letrero, dijo. Pregunte usted por don Tulio, dijo, y luego se marchó sin despedirse, arrastrando sus pies descalzos como si le pesaran, murmurando algo amargo, acaso una tonadita. Encendí un cigarrillo y decidí caminar un poco sobre la carretera de Iztapa antes de volver al carro, un viejo Saab color zafiro. Pasé una venta de marañones y mangos, una gasolinera abandonada, un grupo de hombres bronceados que dejaron de hablar y sólo me observaron de soslayo, como con resentimiento o quizás modestia. La tierra no era tierra sino papeles y envoltorios y hojas secas y bolsas de plástico y algunos restos de almendras verdes, machacadas y podridas. En la distancia un cerdo no paraba de chillar. Seguí caminando despacio, despreocupado, viendo a una mulata del otro lado de la carretera, demasiado gorda para su bikini de rayas blancas y negras, demasiado mofletuda para sus tacones. De pronto sentí el pie mojado. Acaso por estar viendo a la mulata, había metido el pie en un charco rojizo. Me detuve. Volví la mirada hacia la izquierda, hacia el interior de un local

Eduardo Halfon

oscuro y angosto, y descubrí que el piso estaba lleno de tiburones. Tiburones pequeños. Tiburones medianos. Tiburones azules. Tiburones grises. Tiburones pardos. Hasta un par de tiburones martillo. Todos como flotando en un fango de salmuera y vísceras y sangre y más tiburones. El olor era casi insoportable. Una niña estaba arrodillada. Su rostro resplandecía de agua o quizás sudor. Tenía las manos dentro de un tajo largo en la panza blanca de un tiburón, y sacaba órganos y entrañas. En el fondo del local otra niña regaba el piso con el débil chorro de una manguera. Era la cooperativa de pescadores, según decía un rótulo mal pintado en la pared del local. Cada mañana, supuse, todos los pescadores de Iztapa llevaban allí su pesca y allí esas dos niñas la limpiaban y troceaban y vendían. Noté que la mayoría de tiburones ya no tenía aletas. Recordé haber leído en algún lado sobre el mercado negro internacional. Aleteo, le llaman. Habría que tener cuidado más tarde, pensé, en el mar. Como que era día de tiburones.

El muchacho estaba dentro de una jaula de bambú, tumbado entre un charco de fango y agua o quizás orina. Logré escuchar el zumbido de todas las moscas que volaban a su alrededor.

¶ Lancé la colilla hacia ningún lado y volví al carro, con prisa, casi huyendo de algo. Mientras conducía, me di cuenta de que ya había empezado a olvidar la imagen de los tiburones. Se me ocurrió que una imagen, cualquier imagen, inevitablemente va perdiendo su claridad y su fuerza, aun su coherencia. Sentí un impulso de detener el carro a medio pueblo y buscar libreta y lapicero y escribirla, de dejarla plasmada, de compartirla a través de palabras. Pero las palabras no son tiburones. O tal vez sí. Dijo Cicerón que si un hombre pudiera subir al cielo y contemplar desde ahí todo el universo, la admiración que le causaría tanta belleza quedaría mermada si él no tuviera alguien con quien compartirla, alguien a quien contársela. Tras un par de kilómetros sobre una calle de tierra, por fin encontré el letrero que me había indicado doña Tomasa. Era el terreno de una familia indígena. La casa estaba hecha de retazos de chapa, ladrillos, bloques de cemento, tejas rotas, formaletas con los hierros oxidados aún expuestos. Había una siembra de milpa y frijoles, unas cuantas palmeras adustas, tristes. Gallinas corrían sueltas. Una cabra blanca masticaba la corteza de un guayabo, atada a ese mismo guayabo con un alambre de hierro. Bajo un rancho, echadas en el suelo, tres mujeres jóvenes limpiaban mazorcas mientras escuchaban a un evangélico predicar en una pequeña radio de mano. Se me acercó un viejo tostado y taciturno y aún fornido pese a sus años. ¿Don Tulio? Para servirle, dijo sin verme. Le expliqué que me había mandado doña Tomasa, la señora del rancho. Ya, dijo, rascándose el cuello. Un niño de cinco o seis años llegó a parapetarse detrás de una pierna del viejo. ¿Es su hijo?, le pregunté y don Tulio me susurró que sí, que el más pequeño. Al estrecharle la mano, el niño bajó la mirada y se sonrojó ante ese gesto de adultos. Abrí el maletero y me puse a sacar mis cosas y en eso, como surgidos desde un abismo, como sofocados por algo, acaso por la aridez o la humedad o por el sol ya inclemente, escuché unos gritos guturales. Me quedé quieto. Escuché más gritos. Lejos, atrás de la casa, logré ver a una señora mayor, que supuse la madre o quizás la esposa de don Tulio, ayudando a

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caminar a un muchacho gordo y medio desnudo que se tambaleaba y se caía al suelo puro borracho, que seguía gritando los gritos guturales de un borracho, y que se estaba dirigiendo directo hacia nosotros. Se esforzaba por caminar hacia nosotros. Algo quería con nosotros. La señora, valiéndose de toda su fuerza, estaba determinada en impedirle el paso. Aparté la vista, por respeto, o por pena, o por cobarde. Nadie más parecía muy preocupado. Don Tulio me dijo que veinte quetzales, el día entero. Saqué un billete de mi cartera y le pagué, aún escuchando los gemidos del muchacho. Don Tulio me preguntó si sabía cómo llegar andando a la playa, o si quería que me acompañara su hijo. Iba a decirle que gracias, que no sabía llegar, cuando de pronto el muchacho gritó algo para mí incomprensible pero que sonó rudo, doloroso, y don Tulio de inmediato salió corriendo. El muchacho, ahora desparramado en la tierra, convulsionaba al igual que un epiléptico. Finalmente el viejo y la señora lograron arrastrarlo y jalarlo hacia la parte trasera de la casa, fuera de vista. Aunque más suaves y distantes, todavía se escuchaban los aullidos. Le pregunté al niño qué estaba pasando, quién era el muchacho, si estaba enfermo o borracho o algo aún peor. Hincado, jugando con una lombriz, él me ignoró. Dejé mis cosas en el suelo y, despacio, con cautela, me dirigí hacia la parte trasera de la casa. El muchacho estaba dentro de una jaula de bambú, tumbado entre un charco de fango y agua o quizás orina. Logré escuchar el zumbido de todas las moscas que volaban a su alrededor. Éste me salió malito, susurró don Tulio al verme a su lado, pero no entendí si era un juicio ético o físico, si se refería a una conducta perversa o a una tendencia alcohólica, si a un padecimiento nervioso o un retraso mental. No quise preguntar. Observé al muchacho en silencio, a través de las gruesas varas de bambú. Tenía los pantalones mojados y semiabiertos. Tenía el mentón ensalivado de blanco, el pecho saturado de pequeñas

fístulas y llagas, los pies descalzos llenos de lodo y mugre, la mirada enrojecida, llorosa, casi cerrada. Pensé que la única opción que le quedaba a una familia pobre e indígena era apartarlo del mundo, sacarlo del mundo, construyéndole una jaula de bambú. Pensé que mientras yo podía tomarme un día libre y conducir dos horas de la capital a una playa del Pacífico para nada más darme un baño, este muchacho era prisionero de algo, acaso de la maldad, acaso de la bebida, acaso de la demencia, acaso de la pobreza, o acaso de algo mucho más grande y profundo. Me limpié el sudor de la frente y los párpados. Quizás debido a la luz tan diáfana del litoral, la jaula de pronto me pareció sublime. Su artesanía. Su forma y estoicismo. Me acerqué un poco y agarré con fuerza dos varas de bambú. Quería sentir el bambú en mis manos, la tibieza del bambú en mis manos, la realidad del bambú en mis manos, y así tal vez no sentir tanto mi indolencia, ni la indolencia de un país entero. El muchacho se agitó un poco en el charco, alborotando el enjambre de moscas. Ahora sus gemidos eran dóciles, resignados, como los gemidos de un animal herido de muerte. Solté las dos varas de bambú, di media vuelta, y me fui al mar. • Cuento extraído del libro Signor Hoffman, que será publicado por Libros del Asteroide en 2015.

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Manuel Puig: nuestro primer escritor «argenmex» E

ntrañable, irreverente, la literatura de Manuel Puig parte siempre del placer de escribir, de descubrirse escribiendo. Este narrador argentino —nacido en 1932 en General Villegas (Coronel Vallejos en sus obras)— era un enamorado de México. Por eso se dejó seducir por los colores y las texturas mexicanas, por las voces y la música; por eso se instaló en Cuernavaca, entre las bugambilias. Y en Cuernavaca murió, en julio de 1990. Es nuestro primer escritor «argenmex». Yo quería que el cine fuera la realidad, y por eso las horas que no podía pasar en el cine me gustaba pasarlas contando una película, para que todo el día fuera cine.1

Pueden considerarse dos escenas fundacionales en la obra de Puig. La primera tiene su momento inaugural cuando el padre lo lleva a una cabina de proyección desde donde ve La novia de Frankenstein, de Boris Karloff. Él tenía entonces cuatro años. El descubrimiento se convierte en pasión compartida con su madre; la pasión en ritual repetido cada tarde. La sala que va oscureciéndose poco a poco para dar paso al mundo glamoroso de Hollywood, mucho más atractivo que la cotidianeidad pobre y rígida de General Villegas, será el espacio de reunión de la ficción y la vida. Frente a una realidad opresiva, el cine de los años treinta y cuarenta puede ser visto como un fenómeno con cierto afán democrático. El American Way of Life es el canto a sí misma de una sociedad que se postula como el sitio donde todos pueden cumplir sus sueños, donde cualquier oficinista puede convertirse en estrella. En la Argentina, el fenómeno peronista —contexto en el cual vive su adolescencia Manuel Puig— alimenta esta fantasía a través de la construcción de sus propios mitos. ¿No fue Evita, acaso, una chica de pueblo que «llegó»? El tecnicolor iluminaba las monocromáticas vidas de la clase media, y con la promesa del desarrollo futuro todos soñábamos con bajar una gran escalera como Olivia de Havilland. Estaba planeando la escena de un guión en que la voz de una tía, en off, introducía la acción en el lavadero de una casa de pueblo. Esa voz tenía que abarcar no más de tres líneas del guión, pero siguió sin parar unas treinta páginas. No hubo modo de hacerla callar.2

La segunda escena fundacional, la que marca el nacimiento de la forma narrativa en Puig, es esta «aparición» de la voz de la tía que transforma el proyecto de un guión en el germen de su primera novela, La traición de Rita Hayworth. «Quizá le hubiera convenido filmar sus guiones —cuenta Xavier Labrada—, pero nunca se animó a dirigir por rechazo a las figuras de autoridad».3 Ese horror a las figuras de autoridad pasa de la imagen del director a la función del narrador. Crear una literatura «no autoritaria» será una de sus búsquedas. Es en este sentido que me interesa subrayar la fuerza inaugural de la voz de la tía, ya que serán precisamente las voces el elemento más importante de su narrativa; voces que se entretejen, en una aparente falta de jerarquías, sin un «yo» que las

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Sandra Lorenzano unifique; el narrador, o incluso el autor como idea de autoridad, han desaparecido. Para mí la cursilería no es una mala palabra, no es una vergüenza. Yo soy profundamente cursi y me diferencio de mis personajes porque soy consciente de eso y lo he asumido.4

Manuel Puig trabaja en sus obras a partir de esa cursilería. Su narrativa se instala en la tensión entre el regodeo y la distancia hacia lo cursi, con lo cual crea un espacio de equilibrio en el que la «cultura del sentimiento» no se opone a las técnicas experimentales de la narración. Como lo señaló Ricardo Piglia: «Puig fue más allá de la vanguardia; demostró que la renovación técnica y la experimentación no son contradictorias con las formas populares».5 Tangos, boleros, radioteatros transmiten su visión, la mayor parte de las veces desgarrada, unas pocas festiva, de los absolutos del sentimiento: Amor, Odio, Desesperación, todos con mayúsculas. Las criaturas de Puig se debaten entonces entre una existencia mediocre, convencional, y el afán de cumplir con esos imperativos categóricos. Nené, por ejemplo, en Boquitas pintadas, intenta escapar a la realidad de su desapasionado y clasemediero matrimonio con el recuerdo del romance que la ligó en su juventud a Juan Carlos. O Molina, que se refugia en el relato de las películas que ha visto para olvidar que está preso. Todos querrán vivir o haber vivido su «gran melodrama». Puig ve con ternura irónica la distancia entre la fantasía y la realidad; entre el inútilmente esperado galán de nuestros sueños y la vida cotidiana; entre los baños de burbujas hollywoodenses y las heladeras pagadas en cuotas. Con esta ternura incorpora tales elementos al entramado de sus novelas y abre así un camino inédito para la literatura de estas tierras. El enamoramiento que me produjo el cancionero mexicano me había hecho revivir. Tuve la impresión de que había encontrado una segunda patria…6

Las fantasías del viajero se mezclan en Puig con los dolores del exiliado; los límites entre ambos sentimientos son, muchas veces, borrosos. El exilio es también la opción estética del que prefiere ubicarse más allá de las fronteras, sean éstas geográficas o genéricas (de géneros sexuales y literarios). Ser exiliado es entonces buscar la libertad de creación por fuera de cánones y hegemonías impuestas. Me interesan los géneros «menores»… Creo que se desconfía de ellos porque dan placer, un placer inmediato, algo crudo. Del placer se desconfía, produce culpa.7

Y es ésta, seguramente, su mayor transgresión: buscar el placer, reivindicar el «mal gusto», seducir al público sin dejar de experimentar, «exiliarse» para poder enfrentarse a la violencia y al autoritarismo que dominan las relaciones sociales y la producción artística.


México era el cine, los boleros, las canciones de José Alfredo Jiménez y un cierto modo de relacionarse con la cultura popular que Puig sintió cercano al propio; menos rígido, más «cachondo», quizás, que el de la sociedad argentina. Por eso aquí decidió vivir. Entre las bugambilias de Cuernavaca. Porque hemos perdido la inocencia pero no las mañas, porque aprendimos que la cursilería puede ser también compleja, irreverente, transgresora, es que me animo a hacerle desde aquí un guiño a nuestro entrañable escritor argenmex. • Extracto del prólogo a La escritura es una película. Revisiones sobre Manuel Puig, Universidad del Claustro de Sor Juana. Formato e-book disponible en Amazon.

1 Manuel Puig en entrevista con Saúl Sosnowski, Hispamérica, año 1, núm. 3, Maryland, 1973. 2 Prólogo a La cara del villano/Recuerdo de Tijuana, Barcelona, Seix Barral, 1985. 3 «Manuel Puig en México. Entrevista con Xavier Labrada», en La literatura es una película, cit. 4 En Manuel Puig, Semana de autor, Madrid, Ediciones de Cultura Hispánica, 1991. 5 Ricardo Piglia, La Argentina en pedazos, Buenos Aires, Ediciones de La Urraca/Colección Fierro, 1993, p. 115. 6 Entrevista de Tununa Mercado, en Tiempo, México, 11 de septiembre de 1978, p. 61. 7 Entrevista en Tiempo, cit.

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Macanudo 4 Liniers Sexto Piso • 2014 • 96 páginas


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David Lida

Guardián de

las chinampas

E

n los canales de Xochimilco, después de pasar la bola que anda en trajinera tras trajinera (como en el Periférico en la hora pico), ya en los canales más vacíos, casi cualquiera ve al paisaje como un oasis dentro de la caótica ciudad: un panorama resplandeciente con vegetación de mil tonalidades de verde. Una tranquilidad absoluta, donde uno puede descansar entre la bugambilia, la acacia, y la rosa, las garzas bajando en picada buscando un pez, las vacas pastando en las chinampas. El sosiego dura mientras uno renta los servicios del remero, hasta el regreso inevitable al bullicio de la metrópoli. El policía primero Rodrigo Martínez Rodríguez no comparte la bucólica visión. Para él, los 180 kilómetros de canales de Xochimilco son un semillero del crimen, o por lo menos, de crímenes potenciales. La lista de delitos cometidos en los treinta y cinco canales, las cinco lagunas y los diez embarcaderos turísticos es sorprendente para los que solemos mirar la zona como un paraíso pastoral: la caza furtiva de aves, el cultivo y la venta de drogas, el robo —de ganado y de cosechas de flores y plantas—, los asaltos a los turistas mientras andan en trajinera, los incendios forestales, la pesca con explosivos y, por supuesto, el uso ilícito de drogas y alcohol por menores de edad, mientras turistean en la zona. Y el deseo ocasional de bañarse en las aguas durante la borrachera. El chupe y el nado de pecho en conjunto, con demasiada frecuencia, resultan en la muerte. Martínez Rodríguez pertenece al grupo de Operaciones Ribereñas, que forma parte de Fuerza de Tarea, unidad élite de la policía metropolitana, dividida en cuatro grupos. Aparte de los elementos flotantes en Xochimilco, están los de Armas y Tácticas Especiales, de Antibombas y de Especialidades Diversas. Todos los policías de Fuerza de Tarea están entrenados en las cuatro disciplinas, pero suelen trabajar con un solo grupo. Martínez Rodríguez —que supervisa uno de los tres turnos de Operaciones Ribereñas— ha trabajado en los canales de Xochimilco desde la formación del grupo en 2002. Cuenta con setenta elementos, que serpentean por los canales en pequeños barcos con motores que se llaman balleneras. Antes de 2002, los únicos policías en Xochimilco andaban por tierra en los barrios de la delegación. Nadie patrullaba los canales. Es difícil hablar con exactitud sobre la incidencia delictiva en el área de las chinampas anteriormente. Lo cierto es que la presencia policiaca en los canales ha aportado a la bajada del índice delictivo de la delegación. A finales de 2013, Xochimilco registró una reducción criminal de un 16.3 por ciento comparado con el año anterior, según las estadísticas de la propia Secretaría de Seguridad Pública. Martínez Rodríguez dice que ahora casi nunca se ve la pesca con explosivos, el robo de pelícanos, o el abigeato. Cuando empezó con Operaciones Ribereñas, había gente sembrando mariguana en ciertos invernaderos, una actividad que la policía dice que ha desaparecido. Los «grupos subversivos» de «gente encapuchada» se marcharon desde que la policía empezó a moverse por la zona. Los números sólo son un indicador. Como en otras partes de la ciudad, los habitantes de Xochimilco no tienen la costumbre de la denuncia. «En la ciudad», dice Martínez Rodríguez, «en las colonias donde vive la gente con los niveles más altos de educación, son resistentes a denunciar. Aquí son campesinos. Parte del trabajo es educar a la gente, disminuir su inhibición».

Las llaves de la ciudad. Un mosaico de México David Lida Sexto Piso • 2014 • 212 páginas

Martínez Rodríguez, de cuarenta y un años, ha trabajado con la policía desde hace dieciséis. Si la muerte no es el pan de cada día, es más o menos el de todos los meses para él. Cuando Operaciones Ribereñas se formó en 2002, en cada año murieron entre treinta y cuarenta personas al caer de las trajineras al agua. El número se ha reducido. Entre abril de 2013 y marzo de 2014, hubo quince muertos en los canales. Las víctimas suelen ser chavos y, al momento de la muerte es habitual que estén borrachos. En una tarde calurosa, el chapuzón en el canal no es la idea maravillosa que para algunos parece. Mucha del agua de Xochimilco es tan lodosa y está tan llena de plantas que tiene una visibilidad de sólo diez centímetros. Es pesado nadar en el fango, y la temperatura fría del agua es chocante. Los músculos se ponen tiesos. Entre la torpeza y el susto, mucha gente se ahoga. Pocas veces la policía llega a tiempo para salvarles. Martínez Rodríguez y sus compañeros están calificados en el buceo para encontrar los cadáveres entre el lodo. Operaciones Ribereñas, trabajando con Sectur, ha intentado «cambiar la cultura cívica» y responsabilizar a los dueños de las trajineras y los remeros en caso de accidentes. Pero hasta la fecha, nadie ha ido a la cárcel, como a veces pasa cuando alguien se muere como resultado de un choque de coches. «Han ido a declarar en el Ministerio Público», dice Martínez Rodríguez. «Han impuesto multas, y les han sancionado durante ocho, quince o veinte días». El policía nunca podrá olvidar el caso de la pareja que se murió durante un recorrido nocturno. Según el testimonio del remero, habían tomado mucho, y se acostaban en la punta de la trajinera. La punta estaba coloreada con pintura brillante, pero estaba resbalosa. Los novios estuvieron abrazados y besándose. Las últimas palabras del chavo a su enamorada fueron, «Confía en mí», antes de que se cayeran al agua. Aquella trajinera salió del embarcadero de Nativitas alrededor de las once de la noche. Como consecuencia, durante una temporada breve, las autoridades intentaron imponer unas reglas muy poco populares. Cancelaron todas las trajineras después de medianoche, y no se permitía el consumo de bebidas embriagantes a partir de las seis de la tarde. Los pasajeros protestaban y anulaban los reglamentos. • Fragmento de Las llaves de la ciudad. Un mosaico de México, de David Lida, publicado por Sexto Piso.

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What became of

Pampa Hash? Jorge Ibargüengoitia

Cómo llegó? ¿De dónde vino? Nadie lo sabe. El primer signo que tuve de su presencia fueron las pantaletas. Yo acababa de entrar en el camarote (el único camarote) con la intención de abrir una lata de sardinas y comérmelas, cuando noté que había un mecate que lo cruzaba en el sentido longitudinal y de éste, sobre la mesa y precisamente a la altura de los ojos de los comensales, pendían las pantaletas. Poco después se oyó el ruido del agua en el excusado y cuando levanté los ojos vi una imagen que se volvería familiar más tarde, de puro repetirse: Pampa Hash saliendo de la letrina. Me miró como sólo puede hacerlo una doctora en filosofía: ignorando todo, la mesa, las sardinas, las pantaletas, el mar que nos rodea, todo, menos mi poderosa masculinidad. Ese día no llegamos a mayores. En realidad, no pasó nada. Ni nos saludamos siquiera. Ella me miró y yo la miré, ella salió a cubierta y yo me quedé en el camarote comiéndome las sardinas. No puede decirse, entonces, como algunas lenguas viperinas han insinuado, que hayamos sido víctimas del amor a primera vista: fue más bien el caffard lo que nos unió. Ni siquiera nuestro segundo encuentro fue definitivo desde el punto de vista erótico. Estábamos cuatro hombres en la orilla del río tratando de inflar una balsa de hule, cuando la vimos aparecer en traje de baño. Era formidable. Poseído de ese impulso que hace que el hombre quiera desposarse con la Madre Tierra de vez en cuando, me apoderé de la bomba de aire y bombeé como un loco. En cinco minutos la balsa estaba a reventar y mis manos cubiertas de unas ampollas que con el tiempo se hicieron llagas. Ella me miraba. «She thinks I’m terrific», pensé en inglés. Echamos la balsa al agua y navegamos en ella «por el río de la vida», como dijo Lord Baden-Powell. ¡Ah, qué viaje homérico! Para calentar la comida rompí unos troncos descomunales con mis manos desnudas y ampolladas y soplé el fuego hasta casi perder el conocimiento: luego trepé en una roca y me tiré de clavado desde una altura que normalmente me hubiera hecho sudar frío; pero lo más espectacular de todo fue cuando me dejé ir nadando por un rápido y ella gritó aterrada. Me recogieron ensangrentado cien metros después. Cuando terminó la travesía y la balsa estaba empacada y subida en el Jeep, yo me vestí entre unos matorrales y estaba poniéndome los zapatos sentado en una piedra, cuando ella apareció, todavía en traje de baño, con la mirada baja y me dijo: «Je me veux baigner». Yo la corregí: «Je veux me baigner». Me levanté y traté de violarla, pero no pude. La conquisté casi por equivocación. Estábamos en una sala, ella y yo solos, hablando de cosas sin importancia, cuando ella me preguntó: «¿Qué zona postal es tal y tal dirección?». Yo no sabía, pero le dije que consultara el directorio telefónico. Pasó un rato, ella salió del cuarto y la oí que me llamaba; fui al lugar en donde estaba el teléfono y la encontré inclinada sobre el directorio: «¿Dónde están las zonas?», me preguntó. Yo había olvidado la conversación anterior y entendí que me preguntaba por las zonas erógenas. Y le dije dónde estaban.

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Habíamos nacido el uno para el otro: entre los dos pesábamos ciento sesenta kilos. En los meses que siguieron, durante nuestra tumultuosa y apasionada relación, me llamó búfalo, orangután, rinoceronte... en fin, todo lo que se puede llamar a un hombre sin ofenderlo. Yo estaba en la inopia y ella parecía sufrir de una constante diarrea durante sus viajes por estas tierras bárbaras. Al nivel del mar, haciendo a un lado su necesidad de dormir catorce horas diarias, era una compañera aceptable, pero arriba de los dos mil metros, respiraba con dificultad y se desvanecía fácilmente. Vivir a su lado en la ciudad de México significaba permanecer en un eterno estado de alerta para levantarla del piso en caso de que le viniera un síncope. Cuando descubrí su pasión por la patología, inventé, nomás para deleitarla, una retahíla de enfermedades de mi familia, que siempre ha gozado de la salud propia de las especies zoológicas privilegiadas. Otra de sus predilecciones era lo que ella llamaba «the intrincacies of the Mexican mind». «¿Te gustan los motores?», preguntó una vez. «Te advierto que tu respuesta va a revelar una característica nacional». Adelanto del libro What became of Pampa Hash?, publicado por La Caja de Cerillos Ediciones.

Ilustración de Alejandro Magallanes para What became of Pampa Hash?, de Jorge Ibargüengoitia (La Caja de Cerillos Ediciones, 2014).

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El buzón de la prima Ignacia

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uerida prima Ignacia, el otro día iba cerca del Parque México paseando a mis perritos, Macchiato y Frapuchino, cuando al pobre Frapu le dieron ganas de hacer su popocita, y tuvimos la mala suerte de que se hizo junto a una mesa donde estaban comiendo unos gañancitos que se enojaron muchísimo y nos empezaron a gritar de cosas. Como yo estaba nerviosa por mi casting de la tarde, la verdad es que I lost it, y les contesté unas cosas bien horribles. Ahora, cada que paso por ahí con Maccho y Fraps siento que las meseras del restorán nos miran horrible, y noto que Maccholás y Frapuchón se deprimen aaaaaaños. ¿Crees que los deba llevar a una terapia de constelaciones para que lo puedan superar y salir adelante? Pola Olavarría

Ay Pola Pola Pola Pola Pola Polaaaaaaaaaaaaaaa: Pero, o sea, ¿qué no leíste lo que dice hasta abajo de mi biografía? Te lo voy a repetir clarito porque veo que no lo registraste. Yo les ofrezco mi sabiduría, mi experiencia, mi alma, mi corazón y todo mi ser, y sólo pido una cosa a cambio, sólo una, ¿sabes cuál? ¡que no me pregunten pen-de-ja-das! En buena onda, contéstame algo: ¿te parece mucho pedir de mi parte? Yo pienso que no, pero bueno, tú te lo buscaste: mira, para que me entiendas, si esos pobres perros están deprimidos debe ser más bien por esos nombres tan estúpidos que les pusiste, y pues también por tener que aguantar las cosas que ya me imagino que les dices todo el día. ¿O sea qué, cuando vas ahí por el Parque México con tus hot pants, sintiéndote la reina de la Condesa mientras dizque ensayas para tu casting, les gritas «Macchiato ¡ven aquí!» o «¡Frapuchino, sit down!»? Híjole, no me extraña que los animalitos se hagan de sus necesidades de la pura vergüenza. ¿Sabes qué? Te iba a dar más consejos, porque se ve que buena falta te hacen, pero ya me aburriste, así que bye bye y mejor suerte para la próxima reencarnación, porque en esta de plano llegaste muy tarde a la repartición de materia gris.

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uerida prima Ignacia, antes que nada quiero aclararte que yo no soy uno de esos pervertidos que se la pasan stalkeando a las celebridades. Lo mío es algo distinto, mucho más serio, yo sí estoy realmente enamorado de ellas como personas, no como objetos para presumir, y por eso llevo muchos años preparándome para la oportunidad. He tomado notas de todas esas entrevistas donde les preguntan qué buscan en un hombre, y como todas insisten en que lo importante es ser sensible, educado, inteligente, detallista, me volví todo eso y más. Con decirte que mis amigos me apodaron «el floripondio», pero a ver quién se ríe al último cuando la revista Caras me compre la exclusiva de mi boda. Yo sé que no soy famoso ni rico, y si te soy sincero estoy bien pinche feo, pero no encontré ni una entrevista en las que ellas dijeran que eso les importa. Después de mucho trabajo, siento que estoy preparado, así que quiero tu consejo para saber cómo dar el siguiente paso y hacer que la elegida por mí, Bibi Gaitán, finalmente se dé cuenta de que soy el amor de su vida y de que estamos hechos el uno para el otro. Telésforo Frías

que te puedo dar es que te metas a investigar en internet y encuentres una de esas compañías que están haciendo unas muñecas inflables tan avanzadas que ya ni se nota la diferencia, porque eso es lo más cerca que alguien como tú jamás llegará con un mujerón como la Bibi Gaitán. Mira, no es por ser mala contigo, pero los trastornaitors como tú siempre empiezan por ahí, por decir que no son unos trastornaitors, sino que en realidad están enamorados y toda la cosa, y luego siempre acaban con las órdenes esas que dictan los jueces de que no se pueden acercar a muchos metros de distancia y toda la cosa. Y es que además, o sea, ponte en el lugar de la Bibi. Si tú pudieras ser novia de un cuero como el Eduardo Capetillo o el Benny Ibarra, ¿a poco me vas a decir que le harías caso a un Telésforo cualquiera como tú? Esas cosas de que les gustan los detallistas y que se fijan en que tengan las uñas bien cortadas y no sé qué tonterías más, pues siempre las dicen en las entrevistas porque sus publicistas las obligan, pero piensa que las famosas son iguales a todas las demás, y pus sí, que te lean un poema de Fher el de Maná o te dediquen una canción de Luismi sí te hace sentir mariposas en la panza, pero al final del día, no nos hagamos, billete mata cursi, y pues no van a andar desperdiciando sus mejores días fijándose en cosas que no les dan la seguridad que toda hembra que se respete tiene como meta en la vida. Estudié Economía en el itam, Finanzas en Harvard y Karma en la Universidad Tibetana, pero el verdadero aprendizaje lo obtengo en esa loca maravilla llamada vida. Si quieres que lo comparta contigo, no lo pienses más y consúltame en el siguiente correo electrónico: ignacia@sextopiso. com (PD: No hay censura pero por favor sean recatados y no me vayan a andar preguntando puras pendejadas).

Neoliberalismo para dummies • dD&Ed

Querido Telésforo: Ay, ya sé que no debo, pero no me puedo aguantar las ganas de preguntarte si no eres nada de ese intensito que me escribe siempre, Wenceslao Gómez López, porque con ese nombrecito la verdad sería un desperdicio que ni fueran nada el uno del otro. Y bueno, ora sí que ya entrándole al toro por los cuernos, el mejor consejo

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Presentaciones del stand de Sexto Piso en la FIL 2014 Amor Pablo Curti • Hueders Libros Con la presencia de Rafael López Giral y el autor Sábado 29 • 18:30 a 19:20 h • Salón Antonio Alatorre, planta alta

El Conde y otros relatos Claudio Magris • Sexto Piso Con la presencia de Juan Bonilla y el autor Sábado 29 • 19:00 a 19:50 h • Salón 1, planta baja * Firma de libros a las 20:00 h. Módulo de firmas, Área Internacional

Sexo • Jis • Sexto Piso Con la presencia de Mariana H, Alejandro Magallanes y el autor Domingo 30 • 17:00 a 17:50 h • Salón 1, planta baja *Firma de libros a las 18:00 h. Módulo de firmas, Área Internacional

La suma de los ceros Eduardo Rabasa • sur + Con la presencia de Sergio González Rodríguez, Gabriela Jáuregui y el autor Domingo 30 • 18:30 a 19:20 h • Salón Mariano Azuela, planta alta

Cinismo ilustrado Eduardo Salles • Tumbona Con la presencia de Jis y el autor Domingo 30 • 19:30 a 20:30 h • Salón Antonio Alatorre, planta alta

Black is beltza Fermin Muguruza, Harkaitz Cano y Dr. Alderete • La Caja de Cerillos Con la presencia de Fermin Muguruza y Dr. Alderete Domingo 30 • 21:00 h • Palíndromo Café, Juan Ruiz de Alarcón 233, Lafayette, Guadalajara

El post-exotismo en diez lecciones. Lección once • Antoine Volodine • sur + Con la presencia de Cristina Rivera Garza, Gabriela Jáuregui y el autor Martes 2 • 19:00 a 19:50 h • Salón Alfredo R. Placencia, planta alta

Cómo funciona la música David Byrne • Sexto Piso Con la presencia de Fernando Romero y el autor Jueves 4 • 17:00 a 17:50 • Salón Enrique González Martínez, Área Internacional

Jacobo reloaded Mario Bellatin y Zsu Szkurka • Sexto Piso Con la presencia de Margo Glantz y los autores Jueves 4 • 20:00 a 20:50 h • Salón José Luis Martínez, planta alta

Los jardines estatuarios Jacques Abeille • Sexto Piso Con la presencia de Alberto Ruy Sánchez, Ernesto Kavi y el autor Viernes 5 • 17:00 a 17:50 h • Salón 4, planta baja

Jam de moneros. Duelo internacional de dibujantes Con la presencia de Liniers, Jis, Trino y Alberto Montt. Invitados especiales: Bef y Peter Kuper Viernes 5 • 20:00 a 20:50 h • Salón Enrique González Martínez, Área Internacional * Firma de libros a las 21:00 h. Salón Enrique González Martínez, Área Internacional

El idioma materno Fabio Morábito • Sexto Piso Con la presencia de Daniel Saldaña París y el autor Sábado 6 • 16:00 a 16:50 h • Salón José Luis Martínez, planta alta

El sistema Peter Kuper • Sexto Piso Con la presencia de Rulo y el autor Sábado 6 • 17:00 a 17:50 h • Salón Agustín Yáñez, planta alta

Macanudo 4 Ricardo Siri, «Liniers» • Sexto Piso Con la presencia de Alberto Montt y el autor Sábado 6 • 19:00 a 19:50 h • Salón 2, planta baja * Firma de libros al terminar el evento

Yo también me acuerdo Margo Glantz • Sexto Piso Con la presencia de Mauricio Montiel Figueiras y la autora Sábado 6 • 20:00 a 20:50 h • Salón 6, planta baja

Para cada tiempo hay un libro Alberto Manguel y Álvaro Alejandro • Sexto Piso Con la presencia de Emiliano Monge y los autores Miércoles 3 • 18:00 a 18:50 h • Salón 4, planta baja

En dosis diarias 2 • Alberto Montt • Sexto Piso Con la presencia de Trino y el autor Domingo 7 • 17:00 a 17:50 h • Salón Elías Nandino, planta alta

Estuve allá afuera Ronaldo Correia de Brito • Adriana Hidalgo Editora Con la presencia de Marcelo Ferroni, Gustavo Pacheco y el autor Miércoles 3 • 20:00 a 20:50 h • Salón D, Área Internacional

Uncle Bill Bernardo Fernández «BEF» • Sexto Piso Con la presencia de Carlos Velázquez y el autor Domingo 7 • 18:00 a 18:50 h • Salón 2, planta baja


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