Reporte sp Número 3 • Noviembre de 2014
Publicación mensual gratuita de Editorial Sexto Piso
Eduardo Rabasa
La seducción
del abismo
Nadie hay que no se incline a despreciar al prójimo, y en el hervidero de lo despreciable, siempre renovado, sin nombre ni palabras, trasluce el conocimiento que tiene el hombre de su propia impotencia por ser humano, su preocupación por su dignidad, que le es concedida sin que pueda llegar a poseerla.
Hermann Broch, La muerte de Virgilio
T
oda historia que pretenda dar cuenta de cualquier suceso humano es por definición parcial e incompleta. Un poco a la manera del mapa de Borges, que en su afán de exactitud total terminó por ser del mismo tamaño que aquello que representaba, la única manera de que una historia pudiera aprehender algún fenómeno consistiría en que fuera tan exhaustiva como el fenómeno mismo, y entonces ya no estaríamos en presencia de la historia, sino del fenómeno como tal. De ahí que, en ocasiones, la literatura y su capacidad para crear alegorías que funcionan como microcosmos nos permitan aproximarnos de una manera más fidedigna (y a menudo también más hermosa) a determinados episodios que de otra manera nos dejan perplejos. Mediante el pacto implícito que realizamos como lectores, es como si renunciáramos a la exhaustiva comprensión racional, a cambio de sentir la presencia plena de algo que intuimos en nosotros mismos, pero que si se nos pidiera no podríamos precisar. En ese sentido, pocos temas tan enigmáticos y elusivos como lo que, a falta de un mejor término, comúnmente conocemos como el mal. Por más que repasemos las distintas motivaciones y circunstancias que pueden conducir a individuos, grupos, o incluso a sociedades enteras, a infligir dolor y sufrimiento a otros seres humanos, sin mayor fin aparente que el de dar rienda suelta a las propias pulsiones que conducen a actuar de esa manera, queda un residuo infranqueable para la razón. De ahí que quizá por eso las representaciones del mal a menudo sean grandilocuentes, amparadas en un intrincado plan para propagarse y materializar sus designios. Al idealizar y demonizar a los malvados, nos apartamos implícitamente de ellos, pues nosotros, los justos, bajo ninguna circunstancia haríamos jamás algo así. ¿No se encontrará debajo de este mecanismo un miedo secreto a descubrir que el mal y sus infinitas posibilidades se encuentran más próximos a nuestra alma de lo que quisiéramos aceptar?
como la vuelta a la tierra, el rechazo de las máquinas y de la usura, así como el rescate de la tradición y la sabiduría populares, hasta cubrir las mentes de los individuos con una capa de odio tan inquebrantable que precisamente estaría lista para presenciar y colaborar con algunas de las atrocidades más grandes que se hayan registrado en la historia humana. El narrador es un médico rural en un paradisiaco pueblo alpino, que tiempo atrás renunció a la vanidad científica y profesional a cambio de una vida más simple: «¿Por qué dejé de sentir el orden de la ciudad como orden y comencé a percibirlo más bien como hastío del ser humano frente a sí mismo, como una penosa ignorancia, mientras que aquí me siento lleno de interés? Abandoné el conocimiento para buscar un saber que debe ser más fuerte que el conocimiento…». Sin embargo, la apacible vida del pueblo se ve turbada por la llegada de un extranjero nómada llamado Marius Ratti, quien desde el principio ejerce un peculiar magnetismo a causa de su impasibilidad y desapego hacia lo cotidiano, exponiendo su desprecio por las máquinas y los comerciantes, abogando por una vuelta a la tierra y a la sabiduría tradicional masculina, sin escatimar en los medios necesarios para la gradual imposición en el pueblo de ese nuevo orden cuya justicia le parece tan evidente. Conforme se desarrolla la novela, Broch registra un sutil encantamiento en las almas de los habitantes, seducidos por las ideas y métodos de Marius, al punto de que pronto dejará de estar claro hasta dónde son víctimas de su influjo, y en qué punto podemos empezar a hablar de complicidad. Incluso cuando la espuma de la demencia se eleva hasta desembocar en salvajes episodios sangrientos, el doctor reconoce en sí mismo el germen del delirio colectivo que lleva a los demás a actuar de maneras que a él le parecen abominables: «Sin darme cuenta me vencieron una lasitud y una decepción atroces, quizás por extremo agotamiento, quizás por hambre, quizás por tristeza, quizás más bien por impotencia y porque no podía comprender el sentido de una locura de la cual yo mismo, inmerso en una horrorosa esperanza fantasmagórica, también había sido partícipe». Con gran maestría, Broch contrapone en todo momento la tensión del drama social con la majestuosidad de un entorno natural frente al cual los hombres y sus locuras no pueden sino parecer ridículos títeres de su propio destino. Y es que cuando leemos pasajes como «Hay días en que el mundo es como una habitación totalmente amueblada y decorada: el cielo es un cielo raso pintado de colores alegres, las montañas son un empapelado color verde claro y sobre el colorido tapiz de la vida van rodando todos los juguetes haciendo sonar su musiquita dulce y pueril», es imposible no preguntarnos por qué la belleza de un paisaje, así como los placeres domesticados a los que accede el hombre, no son capaces para prevenir el eterno retorno del infierno en la Tierra una y otra y otra vez. Y quizá ahí nos hallemos frente al gran tema abordado por Broch en El maleficio: esa inagotable angustia humana, derivada en última instancia de la conciencia del carácter perecedero y efímero de su existencia, que subyace a toda ideología de odio y desprecio por lo
… pocos temas tan enigmáticos y elusivos como lo que, a falta de un mejor término, comúnmente conocemos como el mal.
¶ El maleficio, novela póstuma del gran escritor austriaco Hermann Broch, es una imponente y polifacética obra en la que a lo largo de sus más de cuatrocientas páginas asistimos a la incubación subrepticia pero constante de las ideas y prácticas que constituirían la columna vertebral de uno de los regímenes político-militares más escalofriantes en la historia de la humanidad: el nazismo. Sin embargo, Broch se ocupa de dicha incubación a un nivel microscópico, alejado de la gran maquinaria propagandística, bélica, de la organización del exterminio, como si todo ello fuera una consecuencia de algo mucho más simple e inocuo: la sedimentación de ideas en apariencia nobles,
diferente. Con su alegoría sobre la incubación del nazismo en los campesinos comunes y corrientes, Broch sugiere que antes del régimen demoniaco, el caldo de cultivo que lo hace posible es ante todo una disposición mental, una inclinación al odio que permite a la gente no lidiar con la responsabilidad de su propia angustia: «Cosas como que la gente se esforzara tanto en vano por adquirir un saber para luego quedarse atascada en medio de algún pensamiento sin poder soltarse; que tironearan violentamente y que finalmente, por torpeza, por desesperación, por borrachera de sueño, se hicieran daño los unos a los otros». Y conforme el péndulo se inclina hacia la adopción de las nuevas ideas y el nuevo orden, se invierte también la relación entre locura y cordura, pues cuando lo demencial adquiere mayoría, entonces la cordura se convierte en rareza a partir de su nueva posición marginal. Como posibles vías de redención, Broch nos ofrece la belleza, la amistad, y sobre todo el amor, al que retrata como una especie de encuentro posible entre distintos infinitos, donde el miedo y la incertidumbre de la vastedad de la propia soledad encuentran un reconfortante placer en el perderse en la enigmática profundidad del ser amado. Aun así, en última instancia, las únicas respuestas posibles se hallan en nosotros mismos, pues ni los usos políticos del odio, y ni siquiera la redención en el amor, nos eximen de la responsabilidad de lidiar con esas múltiples fuerzas, deseos, anhelos, temores, impulsos, que constituyen lo que entendemos como nuestro yo: Sólo en el centro de nuestro ser se halla lo sagrado, lo sagrado de nuestra vida, de esta vida tan breve que se acorta noche tras noche, que no es éxtasis ni máquina, sino un crecimiento que florece, que se va abriendo como se abren las hojas, un proceso de crecimiento que va desde la oscuridad hacia la oscuridad, desde lo que aún no ha nacido a lo que aún no ha nacido, un renacer…
Pero, si la esquiva historia aún puede enseñarnos algo, es que por más que el ser humano cuente en potencia con la posibilidad de ponerle fin a la locura que él mismo ha creado, probablemente eso jamás ocurrirá pues, como dice en algún momento Hermann Broch en esa obra maestra que es El maleficio: «Es que el mundo vuelve a asirse de lo insensato, porque se cansa de su sensatez» •
El maleficio Hermann Broch Adriana Hidalgo Editora • 2002 • 422 páginas
La portada de Reporte SP 3 se ilustró con un extracto de la novela gráfica El Sistema (Sexto Piso, 2014), de Peter Kuper.
El Señor Cerdo
E
l Señor Cerdo, alma sensible si alguna vez ha existido alguna, se encuentra verdaderamente indignado con el caso del secuestro y presunto asesinato de los estudiantes de la normal rural de Ayotzinapa. O sea, ¿cómo se le ocurre a esa bola de nacos, indios bajados del cerro a tamborazos, bloquear la súper carretera que la gente como el Señor Cerdo usa para ir a departir con Gente Como Uno a Aca? Por culpa de esos losers, el Señor Cerdo estuvo atrapado en un embotellamiento de más de cinco horas y no pudo llegar a la fiesta de quince años de su prima Cuki en el Baby’O. Al Señor Cerdo se le estrujaban las tripas tan sólo de pensar en toda esa gente preciosa que seguro pasaba la velada de sus vidas en el Baby, mientras él tenía que soportar las consignas y volantes de los mismos rijosos de siempre, que nada más no quieren subirse al tren del bienestar y del progreso. En un ejercicio de introspección, el Señor Cerdo tuvo que reconocer que en parte también él era culpable de la situación, pues su tío Bobby lo invitó a que se fueran a Aca en su avión privado, pero el Señor Cerdo quiso evitar el tráfico de la ciudad, y terminó saliéndole peor el caldo que los frijoles. Y no es que el Señor Cerdo no sea capaz de sensibilizarse ante los problemas de nuestra sociedad, pero, o sea Hellooooo, ya existe el Twitter, el Facebook, Change.org y muchas otras plataformas virtuales para ejercer nuestro derecho ciudadano a la protesta, sin tener que fastidiarle la vida a la gente quitándole un producto tan valioso como lo es su tiempo. Por suerte, el Señor Cerdo alcanzó aunque sea a disfrutar un pedacito del fin en Aca, y una vez que estuvo crudeando en el yate de su amigo Joe, la vida ya no le parecía tan injusta. El problema es que a su regreso el Señor Cerdo se topó con que su pesadilla no había terminado, pues en la radio, en los periódicos, en la tele, y en el internet, la gente no para de hablar del mismo tema. Enough is enough!, se dice para sus adentros el Señor Cerdo. O sea, qué mala onda y toda la cosa, pero pues por cuarenta y tres pelados en un país de más de cien millones de habitantes tampoco se justifica que estén quemando el palacio de gobierno, tomando las calles, y arruinándole la vida a los demás. Y además, les explica el Señor Cerdo a sus seres queridos, esas cosas de que el Che Guevara y la lucha de clases y todo eso por suerte son cosa del pasado. Y una cosa más: si en verdad fueran estudiantes y se dedicaran a estudiar para conseguir un trabajo que les permitiera ganarse la vida de manera decente, pues tampoco les andarían pasando estas cosas. Precisamente por eso, The future is ours, se dicen el Señor Cerdo y los de su estirpe, porque por más bondadosos que sean y les sigan tendiendo la mano a los topiles subdesarrollados, cuando la gente no quiere progresar y pasarse del lado de los winners de la historia, por triste que sea, ni el Señor Cerdo ni nadie más puede hacer absolutamente nada. •
Reporte SP • Año 1 • Número 3 • noviembre de 2014 • Publicación mensual gratuita de Editorial Sexto Piso • www.sextopiso.mx Impresión: Offset Rebosán • Editores: Diana Gutiérrez, Diego Rabasa, Eduardo Rabasa, Felipe Rosete • Diseño y formación: donDani
El sabio
Morris Berman
americano Un orden violento es desorden; y Un gran desorden es un orden. Wallace Stevens, «Conocedor del caos»
L
ewis Mumford (1895-1990) fue uno de esos raros genios americanos a quien casi nadie le puso atención durante su vida. Estados Unidos tiene una tradición de ignorar (o incluso ridiculizar) a aquellos individuos talentosos que han sido críticos de su cultura dominante —materialismo e individualismo sin restricciones—, y que han ofrecido una alternativa frente a ésta, que podríamos llamar espiritual y comunitaria. De hecho, en mi libro Las raíces del fracaso americano, sostengo que la razón para dicho fracaso es que Estados Unidos marginó de manera consistente a los representantes de la tradición alternativa, comenzando por el capitán John Smith en 1616, y continuando con Emerson, Thoreau, Vance Packard y John Kenneth Galbraith, hasta llegar al presidente Jimmy Carter en 1979 (incluso, varios congresistas pensaban que Carter en realidad estaba loco). Lewis Mumford pertenece a esta lista claramente, y la mayoría de los estadounidenses que lo leyeron a lo largo de su vida consideraron que sus puntos de vista eran «preciosos» o «pintorescos», es decir, bienintencionados pero fuera de sintonía con el mundo real. Entonces, no debería sorprendernos que hacia el final de su vida Mumford, quien comenzó su carrera intelectual como una especie de «utopista realista», se hubiera vuelto pesimista, y un pesimista bastante deprimido. Y aun así, lo sorprendente es que si leemos su obra hoy en día, a primera vista nos damos cuenta de lo cuerdo que es. Para aquellos que afirman que las ideas de Mumford son irrelevantes para el mundo real, mi única respuesta es: ¿«real», según la definición de quién? ¿«Real», según la visión de Goldman Sachs, cuya meta es acumular miles de millones de dólares (¿con qué finalidad?)? ¿«Real», según la visión de Google, que busca digitalizar y hacer virtual cada rincón de nuestra existencia (humana, física)? Mumford no fue uno de esos que afirmaron que el «progreso» se trataba del último juguete tecnológico, la última innovación, y seguramente estaba de acuerdo con Octavio Paz en que necesitamos aclarar qué queremos decir con ese término. Si la visión de Mumford parece, por momentos, un tanto medieval, quizá nos sea útil recordar que en la transición de la Edad Media a la modernidad mucho se perdió: la tradición artesanal, una apreciación profunda de la belleza, la comunidad, el silencio y, sobre todo, el sentido de propósito espiritual. Éste es el tipo de valores que Mumford representaba, y por los que luchó para que fueran reintroducidos en la vida americana moderna. Al ser etiquetado como un nostálgico, o como un romántico sin remedio, su «fracaso» fue —dada la integridad de su obra— un gran éxito. El «éxito» (material) de Estados Unidos ha demostrado ser, a lo largo del tiempo, un fracaso (humano) colosal. Entonces, ¿quién era Lewis Mumford? Su carrera como escritor comenzó en el contexto del dinamismo capitalista de la década de 1920, con un libro llamado Historia de las utopías, que criticaba la tradición utópica occidental por ser unidimensional, al proyectar el futuro basándose únicamente en el desarrollo tecnológico. A esto le siguió The Golden Day [El día dorado], que tomó su nombre no tanto de las luminarias de la época, es decir, gente como Henry Ford y Frederick Winslow Taylor, sino de Oswald Spenger, cuyo Deca-
dencia de Occidente argumentaba que la cultura urbana del norte de Europa era un mundo «fáustico», caracterizado por el gigantismo y la racionalidad, que en su momento sería dominado por el soldado, el ingeniero y el hombre de negocios, como ocurre hoy en día con Estados Unidos. Esto, dijo Spengler, representaba el fin de la verdadera civilización, y todo lo que quedaba era la fosilización y la muerte. Mumford repitió este argumento, pero con un giro importante: pensaba que la trayectoria era reversible, a partir de una recuperación de la vida regional y orgánica. Algunos años antes, contribuyó a fundar la Regional Planning Association of America, cuya meta era promover el concepto de «ciudad jardín» del planeador urbano británico Ebenezer Howard. Esta idea enfatizaba comunidades de escala limitada que combinarían la casa y el trabajo en un solo lugar. No se trataba de suburbios en el sentido acostumbrado del término; no habría necesidad de desplazarse grandes distancias hacia el trabajo. (Mumford alguna vez describió el suburbio americano como «un esfuerzo colectivo por vivir una vida privada»). Las ciudades jardín estarían rodeadas por granjas y bosques, cuya propiedad sería comunal. En oposición a la cultura dominante, la del oportunismo y la vida adquisitiva, estos centros promoverían la buena vida, que para él consistía en «el nacimiento y la crianza de niños, la preservación de la salud y el bienestar humanos, la cultura de la personalidad humana, y la perfección del entorno natural y cívico como el escenario donde se desempeñarían todas estas actividades». La gente experimentaría un sentido de pertenencia, una relación con la naturaleza, y podría dedicarse a un trabajo pleno de sentido. Si todo esto suena utópico, es importante mencionar que en 1928 realmente se desarrolló una comunidad con esas características, Sunnyside Gardens, en Queens, diseñada para trabajadores y para las clases medias-bajas. De alguna manera, hasta la fecha continúa existiendo. Las casas son pequeñas, y su fachada apunta hacia el interior, hacia un área verde comunal. Aún conserva una atmósfera como de pueblo, y en su momento representó una verdadera ruptura con el modelo de desarrollo inmobiliario comercial. Mumford vivió ahí durante muchos años, igual que el arquitecto Frank Lloyd Wright, y Mumford después describiría esa época como la más feliz de su vida. En un artículo publicado en The New York Times en 1972, Ada Louise Huxtable afirmó: La propiedad comunal de la tierra, uno de los fundamentos básicos de Sunnyside Gardens, hizo posible una comunidad planeada, en lugar de la explotación especulativa fragmentaria… era una planeación física bastante simple: el tipo de planeación humana, paternalista, bien pensada, que claramente tenía como prioridad encontrar una mejor forma de vida.
En breve, una vida «no americana»; verde por antonomasia. Desde luego, con el tiempo se convirtió en un santuario privado para las clases medias-altas, conforme la maquinaria de la cultura dominante (que al parecer nada puede detener) se fue apoderando de la comunidad. Wal-Mart, y no Sunnyside Gardens, terminaría por prevalecer. Para Mumford, todo esto requería que los americanos adoptaran un nuevo conjunto de valores. La nación, escribió, necesitaba desacelerar el ritmo de industrialización, y «dar un viraje a la sociedad para
alejarla de su febril preocupación con inventos diseñados para hacer dinero, productos, ganancias y ventas… hacia la deliberada promoción de las funciones más humanas de la vida». Si Mumford era el heredero de Spengler, también se encontraba en el linaje de Henry David Thoreau. De manera que en Técnica y civilización (1934), afirma el historiador David Horowitz, Mumford «avistó el reemplazo de una época demasiado comprometida con la tecnología, el capitalismo, el materialismo y el crecimiento, por una economía humana, que afirmara la vida, basada en los valores de regionalismo, comunidad y limitación». La única manera de inyectar vigor a la democracia, escribió Mumford algunos años después, era sustituyendo placeres materiales por espirituales, es decir, mediante una «economía del sacrificio». Instaba a sus lectores a dar la espalda al Sueño Americano, al que llamó «una engañosa orgía de expansión económica». En vez de ello, sugería comprometerse con «la cooperación y comunión humanas». Todo un utopista. En su libro The Condition of Man [La condición humana] (1944), influido por su estudio del Imperio Romano tardío, Mumford adoptó un tono (un poco) más realista. Afirmó que fue justamente la negativa de los romanos a examinar su estilo de vida, fundado en el «pillaje y el despilfarro», lo que condujo a la caída de Roma. ¡Esto no debe sucederle a Estados Unidos!, vociferaba; y al igual que con la construcción de Sunnyside Gardens, Mumford llevó su filosofía a las calles. Uniendo fuerzas con otros activistas, en 1958 lograron frenar a Robert Moses, el controvertido planeador urbano neoyorquino, en su empeño de construir una avenida de cuatro carriles que pasara por Greenwich Village. (¡Me estremezco de sólo pensarlo!). En un ensayo escrito el año anterior de ese suceso, Mumford fustigó a aquellos americanos que permitían que sus ciudades fueran destrozadas, al estilo de Moses, y después se marchaban a Europa a disfrutar de sus hermosos centros urbanos históricos. Pero Mumford se dio cuenta de lo que estaba por venir. Para 1975, su comentario sobre la ciudad americana era: «Hagamos que el paciente esté lo más cómodo posible. Es demasiado tarde para operarlo». Sin embargo, existió al menos una ciudad que, inspirada por sus ideas, intentó protegerse del modelo corporativo-comercial, a saber, Portland, Oregon. El éxito de Portland al respecto puede atribuirse a la influencia de largo plazo de Mumford. De hecho, los planeadores urbanos de Portland en la década de 1970 se apoyaron expresamente en el concepto de ciudad jardín. En 1938, Mumford pronunció una conferencia en el Portland City Club, y también redactó un memorando titulado «Planeación regional en el noroeste», que los urbanistas locales aún citan. El memorando recomendaba la construcción de una serie de «inter-regiones urbanas» que contemplaban el reverdecimiento del núcleo de la ciudad, y la interconexión de las zonas verdes, para aliviar el congestionamiento. Portland, escribió Mumford, necesitaría una autoridad regional para hacer cumplir su ley de urbanismo, a lo que llamaba «controles democráticos colectivos». El alcalde de Portland, Neil Goldschmit (elegido en 1972), incluyó varias de estas propuestas durante su gestión, y Mike Houck, encargado de crear un Sistema Metropolitano para la
Colección de libros de Lewis Mumford Pepitas de calabaza ed.
Protección de la Vida Salvaje, mencionó el legado de Mumford en su plan para diseñar un sistema interconectado de paisajes naturales, que incluiría una red de «avenidas verdes» para conectar a la gente. En 1992, el Servicio Distrital Metropolitano publicó una Guía para Mantener e Incrementar el Especial Sentido del Lugar de Portland, que incluyó una reimpresión de la conferencia de Mumford ante el City Club. Como resultado, en Portland se obtuvieron grandes logros. La ciudad transformó sus zonas, para crear barrios con diversidad de ingresos. Mientras otras ciudades se ocupaban de construir autopistas, Portland demolió una autopista de cuatro carriles y reconectó la ciudad con su costa. En 1975, se canceló una vía rápida ya planeada que habría devastado parte de la ciudad, y en su lugar colocó un sistema de tren ligero. También se estableció una Frontera al Crecimiento Urbano que prohibía la construcción de proyectos comerciales más allá de cierto punto. Se establecieron normas requiriendo que los edificios tuvieran sus ventanales al nivel de la calle, y se colocó un límite a la altura de construcción permitida, y al número de lugares de estacionamiento en el centro de la ciudad. El distrito de negocios tiene parques con fuentes y áreas verdes, y el centro es un sitio vibrante, plagado de bares y cafés. Desde luego, a partir de 2004 algunas de estas conquistas fueron echadas atrás, cuando los votantes de Oregon aprobaron un referéndum para abolir varias de las regulaciones sobre el uso de la tierra, en una defensa de los derechos de propiedad individuales, o al menos eso es lo que pensaban. Pero con las ideas de Mumford en mente, Portland realizó un intento decidido por moverse en una dirección «no americana». Entretanto, Mumford continuaba escribiendo. En Técnica y civilización había argumentado que el modelo tecnológico del «progreso» requería que los seres humanos se sometieran al culto de la máquina. En la Edad Media, señaló, la tecnología se utilizaba al servicio de la vida, por ejemplo, para la construcción de ciudades o catedrales. Pero en la «era paleotécnica», comenzando con la Revolución Industrial, la idea definitoria era la de someter el conjunto de la experiencia humana bajo un régimen tecnológico, proyecto que en última instancia terminaría por desequilibrar la vida entera. Mumford retomó esta argumentación varios años después en El pentágono del poder, en donde afirmó que la «megamáquina» estadounidense se fundamentaba en una premisa emponzoñada, es decir, que el individuo podía disfrutar de los beneficios del tecno-capitalismo si él o ella juraba lealtad incondicional al sistema. (Este argumento ha sido actualizado recientemente para la era digital por Dave Eggers en su brillante y deprimente novela, The Circle). La solución, dijo Mumford, era evidente: rechacemos el mito de la máquina, y la estructura completa se derrumbaría como un castillo de naipes. Sin embargo, para ese momento Mumford ya no creía que los americanos fueran capaces de dar un viraje así en sus valores y, al igual que Heidegger, manifestó (al menos en privado) que sólo un milagro podía salvarnos. «Me parece, a la luz de todo lo que ha sucedido en la última mitad de siglo», escribió a un amigo en 1969, «que es bastante probable que el barco se hunda». Es exactamente lo que presenciamos hoy en día.
Pero resulta que esta historia no ha terminado del todo. Conforme Estados Unidos «se asienta en el molde de su vulgaridad/ensanchándose fuertemente hacia ser un imperio» (Robinson Jeffers, 1925), hay otras fuerzas en movimiento. Todos los días, más y más personas están dándose cuenta de que, desde el punto de vista ecológico, existen límites al crecimiento, y que la configuración del capitalismo tardío es inestable políticamente. Como ha escrito un planeador urbano, «la sociedad sustentable llegará, porque la alternativa es que la sociedad no exista más». Es bastante probable que tengamos que cambiar nuestros valores básicos, pero no porque seamos particularmente virtuosos, sino porque no nos quedará más remedio. Cuando Mumford publicó su primer tomo de El mito de la máquina, en 1967, la revista Time lo consideró como un llamado para volver a la cultura neolítica. Ésta es, desde luego, la típica salida fácil diseñada para hacer que lectores potenciales del libro lo desechen de antemano. Pero la palabra «retorno» no es del todo inexacta. Cuando Mumford escribió que la vida buena significa «el nacimiento y la crianza de niños, la preservación de la salud y el bienestar humanos, la cultura de la personalidad humana, y la perfección del entorno natural y cívico como el escenario donde se desempeñarían todas estas actividades», no se refería a la civilización neolítica, pero sí a una civilización anterior al frenesí tecno-capitalista, que ha sido prácticamente eliminada por todo lo que vino después. También se refería a los elementos de la vida sin los cuales los seres humanos no pueden vivir, al menos no a largo plazo. Si ya no es posible realizar alguna especie de restauración, entonces el futuro tampoco es posible. Es posible que la única esperanza sea el «realismo utópico».
Ideas como éstas han estado circulando desde hace algún tiempo. En 1975, el escritor americano Ernest Callenbach publicó un libro llamado Ecotopia, que se sitúa claramente en la tradición alternativa que he descrito con anterioridad. Fue rechazado por no menos de cien editores, hasta que Callenbach finalmente lo publicó por sí mismo, tras lo cual vendió más de un millón de ejemplares, con lo que se convirtió en una especie de clásico underground. Callenbach murió en 2012, y al poco tiempo su agente literario descubrió un ensayo inédito entre los archivos de su computadora. Los últimos dos párrafos establecen lo siguiente: Todas las cosas «van» hacia alguna parte: evolucionan, con o sin nosotros, hacia nuevas formas. Así que, conforme pasan las décadas, no siempre deberíamos intentar luchar sin éxito contra estas transformaciones. Como bien saben los japoneses, hay mucha belleza inadvertida en lo wabi-sabi, es decir, lo viejo, lo gastado, lo caído en desuso, aquellas cosas que comienzan su transformación hacia algo más. Podemos abrazar este proceso de devolución: embellecerlo cuando nuestras fuerzas lo permitan, aprender a amarlo. Hay belleza en la madera gastada y sin pintar, en los huertos demasiado crecidos, incluso en los autos abandonados que se incorporan a la tierra. Hay que aprender… a mandar «a dormir» los caminos desaconsejables o innecesarios, ayudar un poco en la sanación de nuestro entorno natural, la recomposición vegetal de las plantas nativas. Abracemos la decadencia, pues es la fuente de toda nueva vida y crecimiento.
¿Qué más se puede decir? Es posible que al final el futuro sea mumfordiano, nos parezca bien o no; y tras todas esas décadas de haber sido marginado, quizá sea Lewis Mumford quien ría al último. • Traducción de Eduardo Rabasa
Instrucciones a los patrones • Por Johnny Raudo
T
odo buen patrón sabe que Silicon Valley es la vanguardia tanto en tecnología como en prácticas laborales, de modo que debes estar atento a sus innovaciones para imitarlas, e incluso superarlas si es posible. Por lo tanto, es recomendable que cuentes como ellos con un cho, o un Chief Happiness Officer, quien es el encargado de hacer felices a los trabajadores de tu empresa. Entre las funciones del cho se encuentran asuntos como organizar comidas con chefs de renombre —como por ejemplo el gran Luigi Rissoto—, equipar la sala de videojuegos, u organizar excursiones a festivales de rock en donde todo el mundo se ponga hasta el zoquete. Sin embargo, los genios tecnológicos han ido un paso más allá esta vez, y han comenzado a ofrecer a sus empleadas (para que no digan que son misóginos ni machistas) la madre de todas las prestaciones: la congelación de óvulos para que puedan procrear en el momento más conveniente para su carrera laboral. Como patrón, debes recordar que si bien es importante promover la unidad familiar (incluso puedes sentar un precedente despidiendo a un empleado que se divorcie), el embarazo y los hijos son un franco atentado contra la productividad de la empresa, y con esta medida genial por fin la tecnología le pone freno a los esfuerzos de la biología por reducir los beneficios de la empresa. ¡Hasta que esos lindos retoños que retozan por ahí balbuciendo sinsentidos dejarán de llegar en momentos laboralmente inoportunos! Aunque cada vez que firmes el cheque de tu cho te sientas como un verdadero cretino que gasta el escaso dinero a lo tonto, recuerda que su función en última instancia es ayudarte a materializar la máxima contemporánea, que es la base de toda buena
empresa: «Trabajo, luego existo». Así, si cuentas con un buen cho, tus empleados se agasajarán una vez cada cinco años con los platillos más exquisitos, se emborracharán y drogarán a placer en las excursiones promovidas por tu empresa (recuerda que esto no es tan malo como pudiera parecer, pues los primeros obreros ingleses inventaron la tradición de embrutecerse con alcohol hasta no poder más, para afrontar su recién descubierta miseria material y espiritual), y hasta es posible que alguno le dé nombre a tu empresa al ganar un reality show de videojuegos o algo por el estilo. Ahora, por fin las empresas de vanguardia han emancipado a las mujeres de su condición de sexo débil, pues con la ayuda de tu fiel equipo de economistas podrán calcular perfectamente el momento perfecto para ser madres sin que esto afecte ni su carrera ni a tu bolsillo. Por si acaso, asegúrate de mantener los óvulos congelados en una bóveda de seguridad cuyo acceso tú controles, pues con ello evitarás cualquier intento de insubordinación o cuestionamiento de tus políticas, ya que por más ejecutivas y masculinas que puedan ser tus empleadas, al final del día siguen siendo madres en espera, y no arriesgarían el cuidado correcto de sus valiosos óvulos congelados. Por último, asegúrate de que al cho tampoco se le pase la mano y les proporcione demasiada felicidad a tus empleados, ya que un estudio de la Stanford Business School demostró que existe una relación directa entre el pánico y la ansiedad experimentada por los trabajadores, y su productividad. Acuérdate de que gracias a los antidepresivos y otros fármacos, siempre es posible tener entre tus filas a un ejército de zombies funcionales, y si el cho los hace demasiado felices, pueden empezar con esas tonterías de cuestionarse el sentido de la vida y otras cosas que irán tanto en contra de ellos como del de ese hogar y templo para todos que debe ser la empresa. •
El buzón de la prima Ignacia
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uerida prima Ignacia, creo que sólo tú, mon amie, podrás comprender lo que estoy viviendo. No sé qué pasa con mi vida, pero estoy deprimidísima, literalmente estoy en un hoyo. Me siento fatal sin tener ninguna razón, porque todo en mi vida es increíble, pero, no sé, a lo mejor son las hormonas, o el cumpleaños 40, o el tema de Juan… de verdad que no lo sé. Me separé de él hace tres años, y haz de cuenta que hubiera sido esta mañana. Lo vi dos veces en comidas de trabajo y, ¡patético!, ¡pa-té-ti-co! Como no lo quiero ver en las miles de fiestas a las que a mí también me invitaron, estoy pensando irme tres semanas a Perú a comer ayahuasca hasta quedar serena, ¿qué crees que debo hacer? Ivana Drago
Querida Ivana, Lo primero que quiero decirte es que acudiste al lugar indicado. La prima Ignacia es experta en lo que otros consideran dramonesexistenciales-de-gente-bien-hastiada-de-la-vida-sin-ninguna-razónespecífica, pero yo nunca pensaría que estás loca y que eres una ridícula, o sea, pero para nada. Y pus mira, no te voy a mentir, cumplir 40 está pero requetebien macizo, más que nada porque, a diferencia de los hombres, que lo único con lo que tienen que lidiar a partir de esa edad es con que, como decía mi abuelita, «Ya no Paraguay», en cambio nosotras tenemos que soportar esa otra máxima de mi misma abuelita, la de que «Todo se acaba… menos lo aguado». Y ¡ay de ti!, encima teniendo que ver a ese malnacido de Juan en las mismas fiestas. O sea, ¿cómo se atreve? ¡Si apenas hace tres años que se separaron! Y de seguro anda ahí riéndose y haciéndose el muy salsita, como si nada hubiera pasado. Pero lo bueno es que se ve que eres de esas que no tienen ni un pelo de mensa, porque esa solución de meterte ayahuasca hasta que se te fría el cerebro ni a mí se me hubiera ocurrido. Yo una vez me puse hasta las chanclas de Ribotril, y ahí fue cuando tuve la iluminación de abrir mi buzón de consejos, ¡y mírame ahora dónde estoy! Si hasta ya estoy por lanzar mi página web de estilo de vida para hacerle la competencia a la Gwyneth Paltrow, la Jessica Alba, la Reese Witherspoon y la Alicia Silverstone porque, francamente, ¿qué tienen ellas que no tenga yo? Y además me dijo una amiga que fue a Perú que si te concentras y no piensas que en realidad estás con un prietito chaparrón, puedes pasar las noches de tu vida por unos pocos dolaritos. ¡Vas a ver la serenada con la que regresas, que ni te vas a acordar del tal Juan!
A
preciada señorita Ignacia, soy un alto ejecutivo de un banco. Después de mucho insistirle a un cliente para que comprara un seguro de vida con nosotros, al final lo convencí explicándole que si las cosas no le salían bien y decidía pelarse de casquete, nuestra póliza también cubría suicidio. Lo siguiente que supe fue que ayer se presentó su hija de quince años a cobrar la póliza, y pues me encuentro en un dilema moral que no me deja ni dormir: ¿cree que le debo pedir abiertamente una comisión por el empujoncito que le di a su papá, o con que deje su dinero en el banco será suficiente con lo que ya les robamos por cada transacción que realizan? Atte. JP Morgan Goldman Sachs McKinsey Rothschild Rockefeller Botín III
Querido JP Morgan Goldman Sachs McKinsey Rothschild Rockefeller Botín III, Híjoles manito, ¡a ustedes los de los bancos sí que no se les va una! O sea, todavía que dejas huérfana a la cría, todavía que le cobras comisiones casi por respirar enfrente de uno de sus cajeros automáticos, todavía que seguro la tuvieron haciendo una fila infernal frente a la ventanilla mientras tú tratabas de verle los chones a la ejecutiva del escritorio de junto al tuyo, ¡todavía le quieres cobrar comisión por el seguro de vida de su papá! La verdad no se me hace padre (ay, qué risa, ¡me burlé sin querer de su desgracia!), y acuérdate de que en esta vida, al que le echa mucha crema a sus tacos, se lo lleva la corriente. Pero la verdad ni te preocupes, seguro que su papá era un nefastito que en una de esas le metía manopla a la escuincla cuando llegaba bien borrachote, así que en cuanto pasen las tonterías esas del duelo y todas esas cosas que se inventan los loqueros para cobrarle bien caro a la gente, ella misma te lo va a agradecer. Y entonces sí, con la gran sutileza y sensibilidad del alma que los caracteriza a ustedes los banqueros, sólo mándale una notita que diga algo como «Gracias a mí se peló tu papá, pinche escuincla», y seguro que capta el mensaje subliminal y ella solita te agradece de maneras que ni te esperarías. Estudié Economía en el itam, Finanzas en Harvard y Karma en la Universidad Tibetana, pero el verdadero aprendizaje lo obtengo en esa loca maravilla llamada vida. Si quieres que lo comparta contigo, no lo pienses más y consúltame en el siguiente correo electrónico: ignacia@sextopiso. com (PD: No hay censura pero por favor sean recatados y no me vayan a andar preguntando puras pendejadas).
(dirían los Kaiser Chiefs)
Ruffians on Parade
dD&Ed
Esta temporada Reporte SP te recomienda Alfabeto
La casa azul
Inger Christensen • Sexto Piso
Tyto Alba • Astiberri
«Christensen muestra en Alfabeto una fabulosa seguridad en el ritmo del lenguaje, nombrando el aleph borgiano del mundo. Es una buscadora de paraísos y nos deja el consuelo de su magnífico universo literario».
«La jugada de Tyto cumple dos funciones en su historia, mostrar que la ficción puede servir para embellecer nuestro propio pasado y la importancia de no perder la capacidad de practicar “el viejo arte de contar historias”».
Cecilia Dreymüller
Luis Carlos Sánchez, Excélsior
Contra los hijos
La moda negra
Lina Meruane • Tumbona Ediciones
Darian Leader • Sexto Piso
¡Un libro que debería venderse en las farmacias, al lado del condón y la pildora!
«Leader plantea una nueva forma de pensar acerca de la mente, y de nuestra manera de vivir. La moda negra es de lectura obligada». John Burnside, Daily Telegraph
El escritor en su paraíso
La vida sin armadura
Ángel Esteban • Periférica
Alan Sillitoe • Impedimenta
«Un libro para descubrir a los autores, como se lee un libro de relatos frente a una novela, para descubrir todos los paraísos que nos propone y todos los escritores que visita».
«Esta autobiografía de Sillitoe es más impresionante aún si cabe si pensamos que está narrada en un tono de una sencillez casi bíblica.» The Observer
Antonio Martínez Asensio, Tiempo de silencio
El problema son los super-millonarios
Monasterio
Linda McQuaig, Neil Brooks • Capitán Swing
Eduardo Halfon • Libros del Asteroide
«Una devastadora exposición del impacto mundial de la concentración de riqueza».
«El tema, en definitiva, de Monasterio es una valiente reflexión sobre la intolerancia religiosa y sobre la salvación, en su doble sentido, divino y secular.»
Naomi Klein
Matías Néspolo, El Mundo
Erotismo de autoayuda
Pilato y Jesús
Eva Illouz • Katz Editores
Giorgio Agamben • Adriana Hidalgo Editora
«Illouz demuestra que la terapia colectiva —sanadora aunque en Freud no lo sea— es el paradigma en que se asienta la televisión de sobremesa, la medicación infantil, las demandas por estrés postraumático o abuso sexual o la industria del New Age».
«La filosofía es una intensidad que, como sucede en un campo magnético o en un campo eléctrico, puede atravesar cualquier ámbito y cualquier disciplina». Álvaro Cortina, Télam Cultura
Jorge Carrión, ABC España
Escritos menores
Tiras Cómicas
Max Stirner • Pepitas de calabaza
Flannery O´Connor • Nórdica Libros
«Escritos nada menores reunidos para completar la breve, pero incisiva obra completa de Max Stirner, una de las cabezas de tormenta más brillantes y olvidadas».
«Tiras cómicas tiene todo el encanto esperable de una joven e ingeniosa O’Connor. Pero es más que un simple libro cómico. Permite comprender la vida personal de O’Connor, así como su burla de las pretensiones de su entorno social.»
Pablo Nacach, Babelia
Vanna Lee, Forbes
Extraños
Cómo funciona la música
Javier Sáez Castán • Sexto Piso
David Byrne · Sexto Piso
«Sáez Castán se está convirtiendo en un autor de referencia: en él se combinan la versatilidad y la imaginación del contador de historias y la habilidad del dibujante capaz de crear mundos de color, llenos de sutileza, de segundas lecturas y de referencias culturales». Antón Castro, El Heraldo de Aragón
«No es exactamente un libro de memorias. No es exactamente una serie de ensayos sobre música. Es un poco de ambos que con orgullo y sin vergüenza expone a Byrne y está dirigido a un público en particular: sus fans». John Rockwell, The New York Times