Reporte Sexto Piso No. 40

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Reporte Sexto Piso Publicación mensual gratuita • Diciembre de 2017

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NOVEDADES DECEMBRINAS DE SEXTO PISO BELLEZA NEURÓTICA Morris Berman

«La fuerza del libro de Berman y su visión de hacia dónde se dirige Japón radica en su tono francamente cándido y de amplio alcance».

J.J. O’DOnOghue, The Japan Times

QUEMAR LAS NAVES

LOS CUENTOS COMPLETOS

Angela Carter

«Angela Carter parecía estar siempre a punto de conferir algo: un talismán, un símbolo que permitiría atravesar el oscuro bosque, las palabras mágicas necesarias para abrir una puerta encantada».

margareT aTWOOD

RÉQUIEM POR EL SUEÑO AMERICANO Noam Chomsky

«Un análisis intuitivo y revelador sobre las fuerzas que conducen a los Estados Unidos a la desigualdad».

publishers Weekly

MUNDO CRUEL

WONDER PONDER

Ellen Duthie y Daniela Martagón

«Si Mundo cruel resulta tan impactante y divertido, si combina tan sabiamente lo lúdico y el horror, si se mueve con tanta facilidad de un ámbito a otro, es porque sus autoras miran el mundo desde los ojos de los niños».

el país

CHE. UNA VIDA REVOLUCIONARIA LIBRO 3. EL SACRIFICIO NECESARIO

Jon Lee Anderson y José Hernández

Con este tomo se cierra la trilogía de novelas gráficas basada en la biografía de Ernesto Che Guevara. En él se narran los últimos dos años del revolucionario argentino en su constante búsqueda por un nuevo orden mundial basado en la «revolución socialista».

BOLA NEGRA Mario Bellatin y Liniers

En este libro se conjuga el talento de dos grandes artistas de nuestro tiempo: Mario Bellatin, escritor; y Liniers, dibujante de historietas. Surge de la pasión del segundo por las historias del primero, y de la amistad y el respeto mutuos.

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Índice

El país misterioso de Gustave Moreau  |  37 Marcel Proust

El diablo de las   |  4

Muslámenes | 43

Emiliano Monge

Prisiones: ¿la caída de los muros?  |  6 Michael Foucault

La calle  |  44

Felipe Rosete

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Luna Miguel

Odunacam | 15 Liniers

Contribución a la historia universal de la ignominia  |  17 Despiece | 18 Rodrigo Márquez Tizano

Glissandos en el laboratorio global  |  25 Carmen Pardo

Espacio negativo  |  25 Abraham Cruzvillegas

¿Cuánto son un millón de pasos?  |  26 Diego Rabasa

Una ética de la sexualidad. Entrevista con Judith Butler  |  28 Eric Fassin y Michel Feher

Desarrollismo | 43 donDani

Poder y democracia  |  12 Nada puede destruir esta pureza   |

Daniel Saldaña París

Claudina Domingo

La pared blanca de la habitación  |  47 Carlos Manuel Álvarez

Obstinaciones democráticas. Entrevista a Jacques Rancière  | 52 Stany Grelet, Jérôme Lèbre y Sophie Wahnich

Psycho Killer  |  55 Carlos Velázquez

La turba  |  56 Eduardo Rabasa

Libre de libros  | 63 Juan Gerardo Aguilar

Sexto Piso Times  |  65 El buzón de la prima Ignacia  |  67 Portada de este número: Ilustración de José Hernández en Che. Una vida revolucionaria. Libro 3. El sacrificio necesario (Sexto Piso, 2017)

Reporte Sexto Piso, Año 5, Número 40, diciembre de 2017, es una publicación mensual editada por Editorial Sexto Piso, S. A. de C. V., París #35-A, Colonia Del Carmen, Coyoacán, C. P. 04100, Ciudad de México, Tel. 5689 6381, www.reportesp.mx, informes@sextopiso.com. Editor responsable: Eduardo Rabasa. Equipo editorial: Rebeca Martínez, Diego Rabasa, Felipe Rosete, Ernesto Kavi. Diseño y formación: donDani. Reservas de Derechos al Uso Exclusivo No. 04-2017-071710465800-102. Licitud de Título y Contenido No. 16768, otorgado por la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Impresa en Editorial Impresora Apolo, S.A. de C.V., Centeno 150-6, colonia Granjas Esmeralda, Iztapalapa, C.P. 09810, Ciudad de México. Este número se terminó de imprimir en noviembre de 2017 con un tiraje de 10,000 ejemplares. Las opiniones expresadas por los autores no necesariamente reflejan la postura del editor de la publicación. Queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial de los contenidos e imágenes de la publicación sin previa autorización del Instituto Nacional del Derecho de Autor.


Recomendación de los editores

El diablo de las

Emiliano Monge

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n la última novela de Juan Cárdenas, un biólogo entrado en los treinta, regresa a su ciudad-pueblo natal, donde aprenderá a respirar por la herida y sonreír sin desprecio, tras haber vivido varios años de exilio voluntario en Europa. Europa: aquel sitio —explicará el biólogo apenas arrancada la novela, mientras trata de aceptar la realidad de su regreso y del trabajo que le ofrecen— donde el fracaso ni siquiera es una opción, pues se ha convertido en la condición existencial y cotidiana por antonomasia. Pero mejor empiezo de nuevo: en la última novela de Juan Cárdenas, publicada por Editorial Periférica —al mismo tiempo que Zumbido, recuperación de la primera de sus obras—, un biólogo, que en realidad es un naturalista, vuelve de su exilio voluntario y se establece en su ciudad chica, su casipueblo, donde el único trabajo que le ofrecen es enseñando en un instituto de señoritas. Maestro de niñas ricas, católicas y precoces, entre las cuales, a pesar de su corta edad, habrá un montón de embarazadas: éste es el trabajo que toma el biólogo. Un trabajo de mierda, en el que lo más emocionante que enseñará el genial personaje de Cárdenas será la monografía de los gonfoterios, esa especie de elefantes gigantes que hace varios millones de años recorría los bosques centroamericanos y sudamericanos, comiendo aguacates y dispersando sus semillas. Centroamérica y Sudamérica: el sitio al que el biólogo ha vuelto y donde el fracaso, por lo menos, sigue siendo una puerta de llegada, un último lugar, pero un lugar al fin y al cabo. Un sitio en el que todavía algo se dirime, aunque sea el saber si uno acabará siendo una víctima o un verdugo, si uno terminará transando o no transando. Centroamérica y Sudamérica: donde todavía puede aspirarse a un final.

Pero mejor empiezo de nuevo, nuevamente: me estaba acercando peligrosamente a una conclusión, a un final posible. Y aspirar, como todos lo sabemos, no es ni ha sido nunca lo mismo que obtener. Saber, lo que se dice saber, nunca sabremos si somos el filo de un machete o la gota de sangre que lo calma. Y es que en El diablo de las provincias los finales, aunque aparezcan esbozados, aunque los veamos a manera de potencias, no existen como existen los cuerpos, los escarabajos, los dolores, el pasto, los fantasmas o la risa. Así son, finalmente, todas las fábulas. Y eso es lo que El diablo de las provincias es en último término: una fábula extraordinaria, hipermoderna y poscolonial. La fábula que se trata de sí misma, es decir, de que no será posible, para nadie, terminarla: ni para su autor ni para su personaje-narrador ni para su editor ni para todos nosotros, sus lectores. Tal como sucede con todas las historias que en Latinoamérica contamos: hemos engordado demasiado los comienzos y los nudos, los rumores y los hechos paralelos. Hemos multiplicado los reflejos. Y hemos olvidado que, aquello que observamos, es siempre un fragmento, lo que nos muestra el ojo de la cerradura de un viejo baúl: no sabemos, para colmo, si estamos dentro o fuera.

Saber, lo que se dice saber, nunca sabremos si somos el filo de un machete o la gota de sangre que lo calma. Y es que en El diablo de las provincias los finales, aunque aparezcan esbozados, aunque los veamos a manera de potencias, no existen como existen los cuerpos, los escarabajos, los dolores, el pasto, los fantasmas o la risa.

El periodista de El Liberal, con el léxico particular de los reporteros de la provincia, escribió una última nota sobre el caso de su hermano (del biólogo) en la que concluía: no hay mejor forma de matar una historia que volviéndola cada vez más complicada, ahogándola de información inútil y desconcertante. La atención del lector se va dispersando en las mil y una ramificaciones de una trama cada vez menos tensa, cada vez menos interesante y es de esta guisa, señoras y señores,


es con estas mañas de culebreros y Cuentacuentos, como se fabrican las impunidades en este país.

Pero mejor empiezo de nuevo, por última vez: en la última novela de Juan Cárdenas, escrita con esa prosa traslúcida, exacta y transfigurada en oralidad que dotara de identidad inconfundible a sus obras anteriores, un biólogo regresa a su pueblo-enano natal, para descubrir que el mundo, a él, le guardaba un solo lugar: la frontera entre el mundo racional y el mundo de la fe, una fe fermentada por. O no. Y es que, más bien, en la última novela de Cárdenas, donde el lenguaje vuelve a ser materia, esa materia primigenia que es la imagen, un naturalista recién llegado de su exilio voluntario enseña en una escuela de señoritas, donde descubre que éstas están embarazadas o que han parido hace muy poco. Y que los bebés nacen con la cabeza llena de escamas y con. Mejor aún: en la última novela de Cárdenas, un biólogo que lleva poco tiempo de haber vuelto, lucha por juntar el valor necesario para enfrentar lo que sucede en el colegio donde trabaja, para ponerle límites a su madre, para ir a visitar a su tío y para enfrentar al fantasma de su hermano marica, fallecido en condiciones tan sospechosas como. O así: en El diablo de las provincias, un naturalista que lleva ya varios meses viviendo en su lugar de origen, lo que busca, en realidad, es el valor necesario para renunciar al primer trabajo que consiguió tras haber vuelto y para aceptar o rechazar, de pronto esto da igual, ese otro trabajo que le ofrece su exnovia de juventud: esa chica que perdió una pierna en un accidente terrible y cuya prótesis. El impacto fue tan fuerte que el bordillo de contención del puente se rompió y ambos carros volaron por los aires, girando como trompos. Pero nadie ve los hechos mismos de un accidente, decía la carta, permitiéndose una reflexión, nadie puede acceder a esos hechos. Ni siquiera yo, que estuve allí, puedo decir que viví todo eso. Un accidente de esas características no le sucede a nadie. No hay sujetos en un accidente así. Sólo objetos.

Mejor así: en la nueva novela de Juan Cárdenas, un biólogo, que es en realidad un naturalista, duda entre seguir en ese trabajo que lo obliga hasta ayudar a parir a sus alumnas —de entre cuyas piernas emergen esos capullos-niño procreados por la disolución del progreso en las aguas de lo arcaico y por la simiente del caballero de la fe, quien, al parecer, sólo desaparece si te das un baño a oscuras y te entregas a la inmensidad de lo minúsculo— o tomar ese otro trabajo que lo hará poner fin a la plaga del escarabajo picudo, que está acabando con esa otra plaga que es la palma africana —monocultivo que, como los edificios de concreto que levantan alrededor del pueblo-enano, terminará por—. O: en la última novela de Cárdenas, un biólogo, que es en realidad un naturalista y un revolucionario, mientras se ve obligado a decidir si su país es o no es el país más feliz del mundo y mientras sigue dudando qué trabajo le conviene, consigue el valor necesario para volver a su casa de la infancia y para enfrentarse al fantasma de su hermano,

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El diablo de las provincias Juan Cárdenas Periférica 2017 • 184 páginas

tras haber soñado que intercambiaba con éste sus papeles y tras haber ensoñado, una y otra vez, ese otro tiempo en que su tío lo bautiza en las lecciones de Humboldt y en el canto de las aves, pero también en las fronteras del universo de lo salvaje y del universo de lo. Mejor aún: en la última novela de Juan, un biólogo, que es en realidad un naturalista y un revolucionario porque cree que sólo así se puede ser un latinoamericano de verdad, tras atestiguar el racismo y el negacionismo ante el cambio climático, tras contemplar las maravillas que le descubre un museo de arte sacro y tras burlarse despiadadamente de las teorías de la conspiración —éstas, que son siempre farragosas, eligen explicaciones demasiado simples para fenómenos demasiado complejos, asevera—, es secuestrado, montado en un auto y encerrado en un cuarto lleno de frascos de formol y de comida para. O, finalmente, así: en El diablo de las provincias, el personaje principal, cuando por fin sea liberado del cuarto en el que estaba encerrado, tras haber sido secuestrado, se enfrentará a su captor, un hombre enigmático que, además de explicarle que en este mundo cada ser humano tiene un frasco, lo invitará a aceptar el trabajo en contra del escarabajo picudo, lo hará entender si es o no es un técnico, le contará la historia de un machete que cantaba y lo hará elegir de qué lado vivir el resto de su vida: del lado de los. Perdonen, les dijo, este machete era mi herramienta de trabajo. Con este machete ajusticié vaya a saber a cuánta gente de este pueblo. Ustedes saben. Me tocó. Era lo que me tocaba hacer. Y aunque lo tengo allí colgado, casi inútil porque ya no lo uso sino para desyerbar y tumbar monte, de vez en cuando el machete se despierta y se pone a cantar, sobre todo delante de alguien apetitoso. Pero no se preocupen. Lo único que hay que hacer es darle de beber una gotica de sangre de la persona que lo hizo cantar, o sea, una gotica de sangre de esta niña tan hermosa. •


Michel Foucault

Prisiones:

¿la caída de los muros? Conferencia en la Universidad de Montreal

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E

s inútil decirles que estoy contento de estar aquí; pero también es inútil decirles mi incomodidad —cuánto me incomodó— cuando me dijeron que debía hablar de las alternativas a la prisión y que lo hiciera en el marco de una semana consagrada al fracaso de la prisión. Me incomodó por dos razones: primero, debido al problema de la alternativa y, después, debido al problema del fracaso. Alternativas a la prisión: cuando me hablan de ello tengo inmediatamente una reacción infantil. Tengo la impresión de ser un niño de siete años al que le dicen: «Escucha, porque de cualquier forma serás castigado, ¿qué prefieres, el látigo o quedarte sin postre?». Creo que a la pregunta por una alternativa a la prisión tenemos que responder primero con un escrúpulo, con una duda o con una carcajada, como ustedes quieran. ¿Y si no quisiéramos ser castigados de ningún modo? ¿Y si, después de todo, no fuésemos capaces de saber realmente lo que quiere decir castigar? ¿En qué consisten todos esos establecimientos que se presentan como alternativas a la antigua prisión? Me parece que esos establecimientos, mucho más que alternativas a la prisión, son una especie de tentativa para hacer asumir, a mecanismos, a establecimientos, a instituciones diferentes de la prisión, las funciones que hasta ahora ha cumplido la prisión misma. Esencialmente podemos decir las cosas de la manera siguiente: en todas esas nuevas prácticas, la operación penal que buscamos es una operación centrada en el trabajo; es decir, que sólo se trata de perfeccionar la vieja idea, tan vieja como el siglo xix o el siglo xviii, de que el trabajo tiene en sí mismo una función esencial en la transformación del prisionero y en el cumplimiento de la pena. Creo, también, que en esos establecimientos alternativos a la prisión funciona el principio que llamaría el principio de refamiliarización, es decir, siempre encontraremos puesta en marcha, a través de diferentes medios, pero siempre puesta en marcha, la idea de que la familia es el instrumento esencial para la prevención y la corrección de la criminalidad. En estos establecimientos contemporáneos se busca que los mismos detenidos, los consejos de detenidos, etc., participen en la elaboración del programa penal. Creo que, en el fondo, se hace participar al individuo castigado en los mecanismos mismos de su castigo. Lo ideal sería que el individuo castigado, ya sea individualmente, ya sea

colectivamente, acepte él mismo, como si fuese un consejo, el procedimiento de castigo que se le aplica. Y si se le da una parte de la decisión en la definición de la pena, en la administración de la pena que debe asumir, si se le da una cierta parte de la decisión, es precisamente para que la acepte, es precisamente para que la haga funcionar él mismo. Es necesario que se vuelva el gestor de su propio castigo. Hasta cierto punto se libera al delincuente, pero yo diría que, junto a él, se libera también otra cosa; se liberan funciones carcerales. Las funciones carcerales se socializan a través del trabajo, a través de la familia y a través de la autoculpabilización, esa resocialización ahora ya no está localizada sólo en el lugar cerrado de la prisión sino también en esos establecimientos relativamente abiertos. Se intenta expandir, difundir, esas viejas funciones en todo el cuerpo social. En un sentido podemos decir que la puesta en cuestión de la prisión, su demolición parcial, la apertura de ciertos fragmentos del muro de la prisión, podemos decir que todo eso libera, hasta cierto punto, al delincuente del encierro estricto, completo, exhaustivo, al que estaba abocado en las prisiones del siglo xix. Imponer una deuda a un individuo, cancelarle un cierto número de libertades, como la de desplazarse, es una forma de fijarlo, de inmovilizarlo, de volverlo dependiente, de sujetarlo a una obligación de trabajo, una obligación de producción, o a una obligación de vida en familia… Es, sobre todo, una infinidad de maneras de difundir fuera de la prisión las funciones de vigilancia, que van a ejercerse no ya simplemente sobre el individuo encerrado en su celda o encerrado en su prisión, sino que van a expandirse sobre el individuo en su vida aparentemente libre. Un individuo en libertad condicional es un individuo vigilado en la plenitud o en la continuidad de su vida cotidiana, en todo caso en sus relaciones constantes con su familia, con su oficio,

Imponer una deuda a un individuo, cancelarle un cierto número de libertades, como la de desplazarse, es una forma de fijarlo, de inmovilizarlo, de volverlo dependiente, de sujetarlo a una obligación de trabajo, una obligación de producción, o a una obligación de vida en familia…


Creo que debemos responder a esa pregunta si queremos ver lo que puede significar, actualmente, ese movimiento de búsqueda de una medida alternativa a la prisión. Me gustaría comenzar formulando una especie de hipótesis, una hipótesis paradójica porque, a diferencia de la hipótesis verdaderamente científica, no estoy seguro de que mi hipótesis pueda ser verificada con argumentos perfectamente «completos». Pienso que es una hipótesis de trabajo, pienso que es una hipótesis política, digamos que es un juego estratégico, y debemos ver hasta dónde puede llevarnos. Esa hipótesis es la siguiente. La pregunta sería ésta: ¿una política penal tiene efectivamente la función, como lo pretende, como se dice, de suprimir las infracciones? De todas las instituciones que producen ilegalidades, que producen infracciones, la prisión es sin duda la más eficaz y la más fecunda. La prisión como hogar de las ilegalidades, tenemos mil pruebas de ello. Primero, por supuesto, las que ya conocemos, es decir, que de la prisión se sale siempre más delincuente de lo que se era. La prisión, a todos los que ha reclutado, los aboca a una ilegalidad que, en general,

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Ilustración de Sofí Grivas

con las personas que frecuenta; es un control que va a ejercerse sobre su salario, sobre la manera en que utiliza ese salario, en que maneja su presupuesto; es también una vigilancia sobre su entorno. Las formas de poder que eran propias de la prisión: todo ese sistema alternativo a la vieja detención, todas esas formas alternativas, tienen por función difundir esas formas de poder, difundirlas como una forma de tejido canceroso, más allá de los muros mismos de la prisión. La pregunta que querría hacer es la siguiente: de estas dos cosas, ¿cuál es la que debemos decir? Primero, podemos decir esto: aparentemente la prisión desaparece, pero como las funciones esenciales que la prisión debía asegurar son asumidas por nuevos mecanismos, en el fondo nada cambia. Habría entonces que decir esto: como la prisión ha desaparecido, entonces las funciones carcerales, que ahora se expanden fuera de los muros, ¿acaso no van a estar sujetas, poco a poco, a una regresión, al estar privadas de su punto de apoyo? ¿acaso no van a desaparecer? Dicho de otra forma, ¿acaso el órgano no comienza por desaparecer para que, finalmente, la función también desaparezca?



sociales eran rivales pero, también, casi siempre, cómplices, en esas ilegalidades. El contrabando, por ejemplo, que permitía vivir a todo un estrato de las clases populares, ese contrabando servía también a la burguesía; y la burguesía nunca hizo nada, en el siglo xvii y en el siglo xviii, para reprimir el contrabando popular de la sal, del tabaco, etc. La ilegalidad era uno de los caminos de la vida política y del desarrollo económico. Cuando la burguesía llegó —no exactamente al poder en el siglo xix, pues ya lo tenía desde hacía mucho tiempo— a organizar su propio poder, a crear para sí misma una técnica de poder que era homogénea y coherente con la sociedad industrial, es evidente que la tolerancia general a la ilegalidad no podía seguir siendo aceptada. Creo que debemos tener muy presente un hecho. Es verdad que la prisión comienza a entrar en regresión, no sólo gracias al efecto de las críticas externas que vienen de medios que pueden ser más o menos de izquierda, o más o menos movidos por una filantropía cualquiera; creo que si la prisión está en regresión y si los gobiernos aceptan que la prisión entre en regresión, es porque en el fondo la necesidad de delincuentes ha disminuido en el curso de los últimos años. El poder ya no necesita delincuentes como pudo haberlos necesitado hasta hace poco. Cada vez se siente menos la necesidad urgente de impedir todas esas pequeñas ilegalidades que eran tan intolerables para la sociedad del siglo xix, todas esas pequeñas ilegalidades menores como, por ejemplo, el robo. Antes, era necesario aterrorizar a las personas frente al mínimo robo. Pero ahora se sabe cómo practicar una especie de control global, se busca mantener al robo en un número límite tolerable, se sabe calcular el costo de la lucha contra el robo, y lo que costaría el robo si fuese tolerado, se sabe por tanto establecer el punto óptimo entre una vigilancia que impedirá que el robo atraviese un cierto límite, y una tolerancia que permite al robo desarrollarse en unos límites que son económica, moral y políticamente favorables. Creo que la delincuencia, en todo caso la existencia de un medio delincuencial, ha perdido mucho de su utilidad económica y política. Veamos, por ejemplo, lo que ocurre con la sexualidad. Antes, el lucro con la sexualidad se lograba a través de la prostitución. Ahora se han encontrado otras formas, mucho más eficaces, para obtener una ganancia con la sexualidad: la venta de productos para la contracepción, las terapias sexuales, la sexología, la psicopatología sexual, el psicoanálisis, la pornografía, todas esas instituciones son formas mucho más eficaces y, hay que decirlo, mucho más divertidas que la aburrida prostitución para obtener dinero a través de la sexualidad.

La prisión es la ilegalidad institucionalizada. Por consiguiente, nunca debemos olvidar que en el corazón del aparato de justicia que Occidente ha creado con el pretexto de reprimir las ilegalidades, que en el corazón de este aparato de justicia, destinado a hacer respetar la ley, hay una maquinaria que funciona en la ilegalidad permanente.

los seguirá toda su vida: debido a los efectos de la desinserción social, debido a la existencia de los antecedentes penales, debido a la formación de grupos de delincuentes, etc. Todo eso lo conocemos. Pero también debemos subrayar que el funcionamiento interno de la prisión sólo es posible gracias a un juego, múltiple y complejo, de ilegalidades. Debemos recordar que los reglamentos internos de las prisiones son siempre absolutamente contrarios a las leyes fundamentales que garantizan, para el resto de la sociedad, los derechos humanos. El espacio de la prisión es una formidable excepción al derecho y a la ley. La prisión es la ilegalidad institucionalizada. Por consiguiente, nunca debemos olvidar que en el corazón del aparato de justicia que Occidente ha creado con el pretexto de reprimir las ilegalidades, que en el corazón de este aparato de justicia, destinado a hacer respetar la ley, hay una maquinaria que funciona en la ilegalidad permanente. La prisión es la habitación oscura de la legalidad. Es la camera obscura de la legalidad. ¿Cómo es posible que en una sociedad como la nuestra, que ha creado un aparato tan solemne y tan perfeccionado para hacer respetar su ley, cómo es posible que haya colocado en el centro de ese aparato un pequeño mecanismo que sólo funciona en la ilegalidad y que sólo fabrica infracciones, ilegalidades e ilegalismos? Creo que existen muchas razones para que las cosas ocurran así. Pero hay una que es, quizá, la más importante: no hay que olvidar que antes de que la prisión existiera, es decir, antes de que se haya elegido esta extraña y pequeña maquinaria para hacer respetar la ley a través de la ilegalidad, antes de que esta pequeña maquinaria fuese inventada a finales del siglo xviii, bajo el Antiguo Régimen, las mallas del sistema penal eran, en el fondo, muy amplias. La ilegalidad era una especie de función general y constante en la sociedad. Debido a la impotencia del poder, y también debido a que la ilegalidad era indispensable para una sociedad que estaba en vías de mutación económica. Entre el siglo xvi y el final del siglo xviii, las grandes mutaciones constitutivas del capitalismo pasaron, en su mayoría, por los canales de la ilegalidad, con respecto a las instituciones del régimen y de la sociedad. El contrabando, la piratería marítima, todo un juego de evasiones fiscales, todo un juego de extracciones fiscales, fueron también las vías a través de las cuales el capitalismo pudo desarrollarse. Desde este punto de vista, podemos decir que la tolerancia, la tolerancia colectiva de la sociedad a sus propias ilegalidades, fue una de las condiciones, no sólo para la supervivencia de esa misma sociedad, sino también para su desarrollo. Por otro lado, las clases

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No debemos sorprendernos del hecho de que se hayan inventado justo ahora esas famosas soluciones alternativas a la prisión de las que les he hablado. No es gracias a las presiones de una filantropía nueva, no es gracias a la luz de una criminología reciente que ahora aceptamos demoler los muros de las prisiones o, en todo caso, reducirlos de manera notable. Si ahora la prisión se ve afectada no es porque, por primera vez, reconozcamos sus inconvenientes, sino porque, por primera vez, sus beneficios comienzan a reducirse. Ahora ya no tenemos necesidad de fábricas de delincuentes; en cambio, necesitamos cada vez más, en la medida en que el control a través de la delincuencia profesional pierde su eficacia, remplazar esos controles por otros, más sutiles, más finos; y es el control a través del conocimiento, el control a través de la psicología, la psicopatología, la psicología social, la psiquiatría, la psiquiatría social, la criminología, etc. ¿Qué podemos concluir de todo esto? No concluiré con una propuesta porque no creo en el fracaso de la prisión, creo en su éxito, su éxito total hasta el punto que conocemos ahora, donde ya no tenemos necesidad de delincuentes; no está en bancarrota, simplemente ha sido puesta en liquidación normal porque ya no necesitamos de sus beneficios. Y, por otra parte, no existen alternativas a la prisión o, más bien, las alternativas que se proponen son precisamente una manera de asegurar, a través de otras formas, y sobre una escala de población mucho más grande, las viejas funciones que se pedían a la pareja rústica y arcaica de «prisión y delincuencia». Dicho esto sobre una alternativa a la prisión y sobre su fracaso, ¿qué podemos decir ahora desde un punto de vista práctico? Terminaré con dos o tres consideraciones que son específicamente tácticas. Diré esto: primero, hacer una regresión de la prisión, disminuir el número de prisiones, modificar el funcionamiento de la prisión, denunciar todas las ilegalidades que pueden producirse en ella… no está mal, podemos decir aun que está bien, que es necesario. Pero hay que ser muy claros, esa denuncia de la prisión, esa empresa para que retroceda la prisión, o para encontrarle, como se dice, alternativas, no es en sí misma ni revolucionaria, ni contestataria, ni siquiera progresista. Quizá ni siquiera es molesto, en el largo plazo, para nuestro sistema, en la medida en que necesita cada vez menos delincuentes, y que, por consiguiente, necesita cada vez menos prisiones. Es necesario ir aún más lejos. Hacer que retroceda la prisión no es ni revolucionario ni, tal vez, progresista; puede ser, en cambio, si no somos cuidadosos, una manera de hacer funcionar en toda libertad las funciones carcerales que, hasta ahora, se ejercían al interior de la prisión, y ahora existe el riesgo de que sean liberadas ellas mismas de la prisión y que sean asumidas por las múltiples instancias de control, de vigilancia, de normalización, de resocialización. Una crítica de la prisión, la búsqueda de una alternativa a la prisión que no desconfíe,

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de la forma más escrupulosa, de esta redifusión de los mecanismos propios de la prisión, de su redifusión en el cuerpo social, sería una empresa políticamente nociva. El problema de la prisión no puede resolverse, y ni siquiera puede plantearse, en los términos de la simple teoría penal. No puede plantearse tampoco sólo en los términos de la psicología o de la sociología del crimen. No podemos plantear el problema de la prisión, y de su rol, y de su posible desaparición, más que en los términos de una economía y de una política o, si lo quieren, de una economía política de las ilegalidades. Las preguntas que debemos plantear al poder no son: ¿van a seguir permitiendo, sí o no, el funcionamiento de las detestables prisiones que hacen tanto mal a nuestra alma? —cuando nosotros no somos prisioneros y que las prisiones no hacen mal a nuestro cuerpo—. Hay que decir al poder: dejen sus habladurías sobre la ley, dejen su supuestos esfuerzos para hacer respetar la ley, díganos más bien lo que hacen con la ilegalidad. El verdadero problema es: ¿cuáles son las diferencias que ustedes, la gente en el poder, establecen entre las diferentes ilegalidades? ¿Cómo tratan las suyas y cómo tratan las de los otros? ¿Qué fin tienen las diferentes ilegalidades que ustedes administran? ¿Qué provecho obtienen de estas ilegalidades y de las ilegalidades de los otros? Y, finalmente, si queremos retomar la cantinela, quizá ya demasiado escuchada: no es posible la reforma de la prisión sin la búsqueda de una nueva sociedad; yo diría que, si realmente tenemos que imaginar otra sociedad para imaginar una nueva forma de castigar, creo que en ese sueño de otra sociedad, lo que es esencial no es imaginar una forma de castigo que sería particularmente suave, aceptable o eficaz. Antes tenemos que imaginar algo más esencial, algo mucho más difícil de inventar, pero que debemos buscar, a pesar de todos los ejemplos desastrosos que podemos tener ante nuestros ojos, a izquierda y a derecha, en todos los sentidos de las palabras derecha e izquierda; a pesar de todo eso, la pregunta que debemos hacernos es esta: ¿podemos efectivamente concebir una sociedad donde el poder no necesite la ilegalidad? El problema no es el amor de la gente por la ilegalidad, el problema es la necesidad que el poder puede tener de poseer las ilegalidades, de controlar esas ilegalidades, y de ejercer su poder a través de esas ilegalidades. Que la utilización de las ilegalidades se haga a través de la prisión o se haga a través del «Gulag», de cualquier forma el problema sigue ahí: ¿puede existir un poder que no ame la ilegalidad? •

El verdadero problema es: ¿cuáles son las diferencias que ustedes, la gente en el poder, establecen entre las diferentes ilegalidades? ¿Cómo tratan las suyas y cómo tratan las de los otros? ¿Qué fin tienen las diferentes ilegalidades que ustedes administran? ¿Qué provecho obtienen de estas ilegalidades y de las ilegalidades de los otros?

© Vacarme Traducción de Ernesto Kavi


Poder y democracia Felipe Rosete

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n la antesala de un nuevo proceso electoral en nuestro país, vale la pena discutir un poco acerca de la democracia, el régimen político bajo el cual estamos legalmente organizados. Tiene razón José Woldenberg cuando afirma, en Cartas a una joven desencantada con la democracia, que a pesar de todos los peros que se le pongan, ésta sigue siendo el mejor sistema político que pueda tener una sociedad, de entre los que se han registrado en la historia de la humanidad. Su argumento parece infalible: comparada con un régimen autoritario, dictatorial o totalitario, la democracia sigue permitiendo la pluralidad, es decir, da cabida a todo aquél que forme parte de la sociedad independientemente de sus ideas, creencias, origen, ingreso, color de piel, etcétera. Por otro lado, nos dice, si miramos en retrospectiva, hace apenas treinta años que nuestro país transitó de un régimen de partido único a otro donde se privilegia la pluralidad política y que cuenta con instituciones de regulación y arbitraje de los procesos mediante los cuales elegimos a nuestros gobernantes. Así que debemos ser pacientes con nuestra joven democracia. Aun así, continúa Woldenberg, la democracia requiere de la participación activa y organizada de los miembros que conforman la sociedad, que es como en última instancia se gestan las transformaciones históricas. A su juicio, esa es la única forma de que la igualdad política se transforme también en igualdad económica que, en un país con más de cincuenta millones de pobres, es una de las asignaturas prioritarias. Para que una democracia funcione como debería, es necesario paliar la desigualdad imperante, pues dado el estado de cosas actual, los políticos electos mediante el voto popular gobiernan a favor de los que más tienen, pues son éstos los que financian a sus partidos y les otorgan prebendas económicas justamente con ese fin. Una dinámica que muchos autores —Noam Chomsky, Slavoj Žižek, Hans Magnus Enzensberger, Thomas Frank, George Monbiot, Owen Jones, por mencionar sólo a algunos— han puesto al descubierto desde hace ya varios años, y que Marx había anticipado en su análisis del capitalismo, cuando a la cadena Capital-Mercancía-Capital acumulado, sumaba al Estado como el eslabón que, a partir de leyes, políticas públicas y la amenaza del uso de la violencia, promovería y garantizaría los ciclos de reproducción y acumulación del capital. En este sentido, la democracia va más allá de lo político. En todas las sociedades lo político se entrelaza con lo económico y lo religioso, las potencias que para Jacob Burckhart van definiendo la historia según se acomoden entre sí. La democracia tiene, por tanto, una dimensión económica y religiosa —o ideológica, si se prefiere— que en la época en la que vivimos, la pone al servicio del capital. Tras la

caída del socialismo, el discurso dominante afirma que hoy la única democracia posible es la democracia liberal, es decir, aquella que pone el acento en la libertad, en detrimento de la igualdad. Se advierte entonces una contradicción entre estos dos pilares de la democracia moderna. A mayor libertad, menor igualdad, y viceversa. De ahí que, bajo una ideología anclada en la libertad, como lo es el neoliberalismo, se registren hoy los mayores índices de desigualdad en la historia reciente de la humanidad, y que, como afirma Byung-Chul Han, la libertad se haya convertido en auto explotación, generando sociedades de hombres cansados y deprimidos, incapaces de ejercer cualquier tipo de acción política para resistir al poder. Aquellos regímenes que han puesto el acento en la igualdad, sin embargo, tampoco han quedado muy bien parados en la historia moderna. Nacionalismo, socialismo, comunismo se plantearon como opciones políticas igualitarias, tan igualitarias que en algunos casos pretendieron la homogeneización de los individuos —por la vía de la guillotina y el campo de concentración en caso necesario—, en detrimento de su libertad y sus derechos. Lo ideal, por tanto, sería un equilibrio entre ambos elementos, cuyo ejemplo más cercano es el Estado de bienestar, considerado hoy inviable precisamente porque interviene en la economía y en la distribución de la riqueza. Pero con un Estado al servicio del capital y no de la sociedad, se antoja una empresa irrealizable. Nuevamente, la transformación mediante la actividad política organizada, o en última instancia mediante la lucha armada, parecieran ser las vías para lograr tal equilibrio. Aunque en la era del individuo, la metamorfosis tal vez debería empezar por uno mismo.

En una época en que la idea de revolución ha perdido validez, dadas las atrocidades cometidas por los regímenes emanados de las revoluciones políticas modernas, es menester pensar en otras vías de transformación, que necesariamente deben partir de la crítica de la realidad existente.

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* Más allá de esta contradicción entre libertad e igualdad, para entender la democracia a cabalidad es importante advertir su origen teológico, pues sólo así podemos entender el uso que el poder ha hecho de ella, del mismo modo en que antes hiciera uso de ficciones como «Los dos cuerpos del Rey», uno mortal en tanto humano y otro inmortal en tanto Dignidad, o del «Derecho divino de los reyes», que conectaba a estos directamente con Dios. Cuenta Giorgio Agamben en El reino y la gloria que cuando en la Baja Edad Media los teólogos se cuestionaban acerca de la relación entre providencia divina y libre albedrío —cuestionamiento que a la larga terminaría con la muerte de Dios—, la respuesta que dieron algunos de ellos, Bossuet, por ejemplo, fue que al actuar libremente, el hombre actuaba de acuerdo con la voluntad divina. «Dios nos hace tal cual seríamos si pudiéramos ser por nosotros mismos […] El estado de nuestro ser es ser todo lo que Dios quiere que seamos», afirma el clérigo francés. En otras palabras, señala Agamben, «Dios ha hecho el mundo como si éste fuera sin Dios, y lo gobierna como si éste se gobernara a sí mismo». De ahí a la noción de «voluntad general» de Rousseau, presupuesto de la democracia moderna, hay sólo un paso. «Y así como al dejarse gobernar por Dios los hombres dejan actuar a su propia naturaleza, así la soberanía indivisible de la Ley [que emerge de la voluntad general] garantiza la coincidencia de gobernantes y gobernados». Bajo esta idea, Rousseau intenta resolver el añejo conflicto entre poder y libertad, el cual desaparece si la voluntad general se concibe como la encarnación de las voluntades particulares libres. «Soberanía/gobierno, poder legislativo/poder ejecutivo, voluntad general/voluntad particular» son, según Agamben, los ejes sobre los cuales se transfiere todo el dispositivo teológico del gobierno del mundo (oikonomía) a la maquinaria política moderna. Es justamente esta coincidencia entre voluntad general y voluntad particular la que generará un poder soberano frente al cual no se puede estar en contra, pues sería como estar en contra de uno mismo. De ahí que la Revolución francesa, que puede leerse como la activación del principio de soberanía popular en la historia, casi de inmediato se haya transformado en el Terror, que a su vez se constituyó en el argumento del liberalismo político, cuya base es la protección de los derechos fundamentales del hombre y del ciudadano, particularmente el derecho a la propiedad privada, con todas las implicaciones que de ello se desprenden para el desarrollo del capitalismo. Así pues, nos dice Alexis de Toqueville en El Antiguo Régimen y la Revolución, el resultado de esta última fue «un poder central inmenso, que había atraído y engullido, en su unidad, a todas las parcelas de autoridad y de influencia, antes dispersas en una multitud de poderes secundarios, de órdenes, de clases, de profesiones, de familias

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y de individuos, diseminados por todo el cuerpo social». En otras palabras, la principal consecuencia de las revoluciones burguesas fue la renovación y el fortalecimiento del poder, un poder que dejó de atribuirse un origen divino para arraigar en el Pueblo, entidad aparentemente terrenal pero en el fondo igual de metafísica que Dios. Cuando este poder recae en la Asamblea, gracias al artilugio de la representación —«la más osada de las ficciones», según Mirabeu— se pasa de la soberanía popular a la parlamentaria. Una vez que el pueblo nombra a sus representantes cesa su papel como soberano y se convierte en súbdito. Debe acatar las órdenes de la Asamblea y los órganos de gobierno, pues éstas emanan de la voluntad general, es decir, de sí mismo. «No sería exagerado decir que estos representantes inventaron la soberanía del pueblo a fin de reclamarla para sí, y justificar su propia resistencia frente a un rey antes soberano», comenta el historiador Edmund Morgan en La invención del pueblo. Y por contradictorio que parezca, el paso de la Asamblea al Imperio en la Francia decimonónica estará marcado por esta misma idea, la de la coincidencia de las voluntades particulares con la voluntad general, lo que llevará a Napoléon Bonaparte a afirmar: «La Revolución ha concluido; sus principios se han materializado en mi persona. El gobierno actual es el representante del pueblo soberano. No puede haber oposición contra el soberano».

* Así que, aunque teóricamente funciona y es congruente, aunque ciertamente hoy cuesta trabajo pensar en un régimen mejor para articular la diversidad humana, aunque el fantasma del totalitarismo aparezca cuando se invoca su espíritu igualitario, lo que en realidad se ha constituido desde los orígenes de la democracia moderna es un poder separado de la sociedad, cada vez más ajeno a ella, hoy al servicio de la élite económico-política. Un poder que a lo largo de la historia ha usado diversos ropajes para seducir a sus súbditos y que aún hoy se viste de democracia y de libertad individual para volverse legítimo, aunque es cada vez más claro que lo que busca es, como diría Bertrand de Jouvenel, su constante crecimiento. No obstante, donde hay poder siempre hay también resistencia. En una época en que la idea de revolución ha perdido validez, dadas las atrocidades cometidas por los regímenes emanados de las revoluciones políticas modernas, es menester pensar en otras vías de transformación, que necesariamente deben partir de la crítica de la realidad existente. Sea de manera colectiva, a través de canales institucionales, organizaciones o movimientos sociales, o desde la trinchera de nuestra individualidad, resulta crucial resistir al poder, pues sólo así podrán lograrse, aunque sea de manera lenta y paulatina, las transformaciones que la sociedad requiere. Una sociedad, por cierto, que debe ajustar cuentas con un régimen político que se ha escindido de ella, a pesar de que afirma basarse en las voluntades de los hombres y mujeres que la conforman. •



Nada puede destruir esta pureza Luna Miguel (ii)

(i) si miro al cielo gris lleno de gaviotas grises no puedo hablar de dolor.
 he tenido pesadillas con gatos y con dedos. he soñado que me arrancaba la piel. las lecturas tristes son imprescindibles mientras tanto reímos y estuviste a punto de correrte dentro por qué no lo hiciste por qué. las gaviotas grises. el río.
 he escapado para masticar raspas y tragar sucio vino. escucha, hay forasteros y gorriones gordos, hay agua dulce y de pronto un océano.
 ¿iremos a la playa? ¿temeremos a los peces de largas espinas? ¿nos culparán por comerlos sin piedad en tabernas donde ya no azota la lluvia? existen todas esas imágenes porque existen todos estos latidos. hace días que no cantan las sirenas. se estarán sosegando.

Odunacam • Por Liniers

piensa: naomi ginsberg.
 imagina un mundo en el que todas las madres estuvieran muertas. ¿quién quedaría?
 ¿las gatas estériles de pelaje tricolor? ¿los hombres de penes arrugados? ¿las palomas recién nacidas?
 ¿yo? piensa: una gaviota cagando a cierta altura —quizá la de una iglesia, o la de una farola apagada en la noche de oporto— sobre mi cabeza ahora mojada, viscosa, qué asco, digo, qué puto asco. piensa: mi rostro lleno de placer mi vientre deseando vida y tú no. tú no. piensa: que un poeta huérfano no es un poeta sino un artefacto cargado de pólvora caliente. ahora me pregunto si los gatos eran más felices cuando no estábamos. aquí todo es estéril. aquí todo está vivo.

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Contribución a la historia universal de la ignominia Fue una broma. Yo estaba en la fila de atrás. Fue un juego de ellas. No fue una seña homofóbica, sino un juego. Él es un patán. Habría que evitar que gente como Ariel venga a la Cámara. Hay dos o tres de Morena preparados, pero lo que vienen es a buscar bulla. Creo que no podemos aspirar a un cargo de elección popular sin un título profesional. Carolina Monroy del Mazo, ex secretaria general del pri y secretaria de la Comisión de Igualdad de Género de la Cámara de Diputados, ofreciendo su opinión sobre el grito de «Eeeeh, puto», espetado por sus compañeras de bancada al diputado de Morena, Ariel Juárez.

La presidenta del Instituto Electoral de Coahuila (iec) no es independiente, es cómplice de la nomenclatura, impuesta por el sistema y manipulada por el mismo, obedece a intereses espurios y caciquiles. ¡Ya desnúdate, Gabriela! Te queremos ver sin los ropajes de la simulación, como la verdad desnuda, aunque sienta pena ajena el respetable que, al fin de cuentas, es el que paga millones por ver. ¡Fuera ropa, Gabriela de León! Alfredo Reyes, columnista de la página web vanguardia.com.mx, opinando de manera muy objetiva sobre la actuación de la presidenta del Instituto Electoral de Coahuila.

Bloquear calles y joderle la vida al prójimo no ayuda en nada ni a nadie para la reconstrucción tras el sismo. Estos «damnificados» se parecen más a los profesionales de la protesta de siempre. Quienes sí sufrimos daños estamos viendo cómo remediarlos, no cómo complicarlos. Paco Calderón, caricaturista del periódico Reforma, quejándose en su cuenta de Twitter sobre el daño que le ocasionan las protestas de los damnificados por el temblor.

Eso no fue cierto. Lo que las compañeras gritaron fue «¡bruto!» Eso no es ningún agravio. Al calor de la discusión se hacen y se dicen muchas cosas. El pri no acusa recibo de estos señalamientos, porque mis compañeras nunca gritan lo que dicen que gritaron, la expresión fue distinta. César Camacho Quiroz, coordinador de la bancada del pri en la Cámara de Diputados, intentando negar lo que todo el mundo escuchó, incluida gente de su propio partido.

Ahora que los tres jugadores de basquetbol lograron salir de China y evitaron pasar años en la cárcel, LaVar Ball, el padre de Liangelo, no reconoce lo que hice por su hijo y dice que robar en una tienda no es para tanto. ¡Debí permitir que permanecieran en la cárcel! Donald Trump, en un ataque por Twitter al padre de uno de los tres jugadores de básquetbol americanos que fueron sorprendidos en China robando en tiendas.

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Despiece

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(fragmento)

Rodrigo Márquez Tizano

R

ecorremos un gran círculo. El odómetro agrega y la erosión va hinchándose a detalles. Damos vueltas, nada más, aunque igual en círculos es posible avanzar. No hay manera de que la carretera se delate a sí misma. Parece tan recta que podríamos ir hacia donde venimos. Cada dos o tres kilómetros hay un rastro de goma achicharrada que propone una nueva desviación. Poco después la huella de los neumáticos se pierde entre las dunas. Juliana cree que la rodada chica pertenece a vehículos con gente que quería morirse. La grande es de los que tenían esperanza de no morir y se murieron de todos modos. A lo largo de la acotación hay señalizaciones. Límites de velocidad, advertencias sobre mal tiempo o cruces de animales. Ningún atajo. Al centro, dividiendo ambos sentidos, una franja blancuzca y entrecortada, que no dobla ni se queda quieta. Aún esperamos dar con alguien a contra mano. En realidad sólo hemos visto coches detenidos, medio ocultos por las dunas. De los conductores ni rastro. Igual ahora pertenecen al desierto. Basta un solo grano de arena o millones: todo termina por ser desierto. Llevamos días así. Semanas. ¿Cuánto tardará la recta en revelarse círculo? Asomó de pronto, entre la reiteración de salares y kilómetros. Digo cordillera como quien dice punto cardinal. Norte, por ejemplo. Juliana dice sierra aunque quiera decir norte. Hasta allá son doce horas, calculo. Como no logramos ponernos de acuerdo entre darle trato de sierra o cordillera, decidimos ignorarla, al menos hasta que la cercanía nos largue encima su sombra. Tarde o temprano llegaremos hasta donde nace el relieve. Luego el camino curveará. Cuando atravesemos sus pliegues y dejemos atrás el desconcierto espiral de sus desfiladeros, la cordillera habrá perdido su condición de norte. Podremos apreciar su magnitud real y sabremos de cierto si es sierra o cordillera y alguno tendrá la razón y dirá sierra o cordillera en tono de pequeño triunfo, con la seguridad que da no sólo tener razón sino haber demostrado al otro que estaba equivocado. Pasa seguido, tres veces por jornada, digamos, y sus efectos duran poco. Pronto volvemos a necesitar un destino, aunque sea provisional y no sepamos cómo nombrarlo. Avanzamos y no. Los círculos, de rodarlos con la vista en un punto fijo, dan náuseas. Hasta la base supongo doce, trece horas. Digo base aunque pude decir pie. Doce o trece horas, quizá catorce, qué más da una hora o decir pie o base, sierra, cordillera, si después no quedará más que abonarse a la imaginación. Cuando la costa se manifieste habrá un desvío. Continuaremos bordeando el litoral y entonces podremos bajar las ventanillas un rato. En algún momento habrá que tomar un bote. No sabremos con certeza dónde hasta que lleguemos, porque apenas se alcanzará a apreciar un espejismo terroso a la distancia, de mediar luz buena, dice Juliana: si hay pocas nubes y la marea desmelena con holgura. La cúpula engaña al ojo humano e incluso al de las aves. En días soleados las parvadas se despedazan contra la superficie traslúcida del domo. En ruta, la radio consigue sonar apenas como una densa recolección de interferencias. La aguja transita la barra del cuadrante sin ayuda,

ida y vuelta, como empujada por imanes. Cuando avistamos caseríos, en cambio, la distorsión se vacía en un crepitar bajito, casi inaudible. Hace días que ni siquiera la encendemos. Durante la fase optativa, cada media hora emitían en cadena nacional un anuncio que terminaba con la misma frase: «Reubícate: los tuyos son primero». Pasaron dos noches de carretera hasta que el wattaje amagó con ceder. Cuando la tercera terminó de iluminarse, el desfase del espacio radioeléctrico ya había tomado el control. No creo en la existencia de la isla. Me lo repito cada mañana cuando despierto y frente a mis ojos no hay otra cosa que la interminable recta. No hay tal isla. No existe ni existió. Ni siquiera pueden recordar su nombre. A veces la llaman Isla Flandin, otras veces sólo isla. Es un archivo artificial, una memoria implantada. No existe pero conducimos hacia ella. Fucsia, hundida en el asiento trasero, cabecea al ritmo que le imponen los audífonos. Un mechón pintado de rosa le cubre los ojos. Es la única que sabe cómo llegar hasta allá. Pero hace días que no dice una palabra. El paisaje que no deja de repetirse, su hermana, yo, el nuevo mundo y el anterior: todo parece importarle demasiado poco. Hubo incentivos, facilidades en los trámites. Aun así, casi todos decidieron quedarse. O esperar su turno en la Lotería de Reubicación. Vendrán más ciudades, pensé. Y saqué ficha. Vinieron, claro. Todas vacías. Otra y otra, siempre una más. En cada una fuimos dejando algo. Juliana encontró una libreta en la guantera. Decidimos anotar los nombres de los lugares que dejábamos atrás. Establecer un orden de ruta por si había que volver. Pero eran tantos. Tan uniformes. Al principio los nombres y las fechas celebraban la memoria de próceres conocidos y sus gestas. Pronto comenzaron a repetirse o los repetíamos por descuido, quién sabe. Fueron perdiendo sentido. Llenamos páginas enteras con letras y números que al avanzar, parecían formar parte de un alfabeto desconocido. Cada nombre en la bitácora improvisada se volvía más absurdo que el anterior, y la relación entre poblaciones y horas de viaje no cuadraba con la de nuestra memoria. Cuando conseguimos el coche acordamos turnar el pilotaje, Juliana y yo, cada cuatro horas. Antes si la máquina precisa recargar o alguno siente las sienes pesadas. Pero manejar alivia. Puedo pasar hasta diez horas al volante antes de pensar cuántos kilómetros caben en diez horas. La fatiga puede medirse pero el hartazgo no. Tampoco sana. Propone rotar, Juliana, y niego con la cabeza. Entonces sigue


Explosivos de proximidad. Unos dispositivos antiguos, precarios, sembrados por toda la isla. Su localización era muy irregular. Los mayores tardaron años en rastrearlas todas. Murieron algunos y otros tantos perdieron piernas o brazos. De todos modos, siempre quedó el miedo de que quedaran más bajo tierra. Me acuerdo: de chica escuché varias estallar a lo lejos, en medio de la noche. Los mayores lo negaban, pero estoy segura. Entonces, llegamos, ¿y luego? Luego nada. Primero hay que llegar. Sí. Allá el aire es distinto. Aire bueno. ¿Verdad, Fucsia?

hablando de la isla. Sobre el ojo de mar y su agua verdosa. Sobre la gente que la habitó.

Avanzamos y no. Los círculos, de rodarlos con la vista en un punto fijo, dan náuseas. Hasta la base supongo doce, trece horas. Digo base aunque pude decir pie. Doce o trece horas, quizá catorce, qué más da una hora o decir pie o base, sierra, cordillera, si después no quedará más que abonarse a la imaginación.

Hubo otros. Y antes que ellos otros más. No sabemos con certeza cuántos pueblos se asentaron antes de que desembarcaran nuestros abuelos, pero un par al menos. El profesor Flandin, un arqueólogo que formó parte de la primera expedición, dirigió la pesquisa. La isla llevaba al menos tres siglos deshabitada. Encontraron vasijas de barro y ceniza, pedernales con filo, escenas religiosas pintadas en los muros. Lo que se encuentra en la tierra que ha sido de otros, nada fuera de lo común. Dividieron en dos eras los hallazgos, distanciados por el descubrimiento del fuego y la fundición de metales. Formaron incluso un museo dedicado a la evolución de las culturas endémicas. Se llamaba así, Museo de las Culturas. Después de un tiempo, Flandin y su equipo cambiaron de parecer y propusieron que los utensilios fueran clasificados entre originarios y foráneos, pues según el avance de sus investigaciones, no pertenecieron a la misma gente y, por lo tanto, el verdadero desafío radicaba en descubrir las causas de ambas extinciones. La teoría de una conquista fue desechada casi de inmediato. Al parecer, entre las últimas pruebas vitales de los habitantes originales y los segundos colonos hubo un espacio de casi dos siglos. La hipótesis de Flandin se basa en que las herramientas más recientes están fabricadas de materiales que únicamente pueden ser hallados en el continente. Pudieron haber navegado hasta ahí, ¿no? Catalogaron construcciones, tabernáculos, hornos y efigies, todo salvo embarcaciones. Si las tuvieron fueron destruidas y no quedó rastro. Quizá quemaron las naves. O volvieron al continente de una buena vez. Volvieron y no quisieron saber más de aquel lugar. Tal vez no supieron cómo regresar. O no pudieron. ¿Por qué no me habías hablado nunca sobre este lugar? No volvamos con eso. ¿Sabes cómo rebautizaron el museo, cuando se adoptó la segunda teoría de los arqueólogos? No. Museo Flandin. Era una porquería, con dos salitas. Lleno de polvo, desatendido. Lo único que valía la pena eran las minas. ¿Cómo así?

Encontramos animales muertos tirados por la carretera cada vez con mayor frecuencia. Eso significa que nos acercamos a un asentamiento. Tal vez no se acuerda, dice Juliana. Era aún muy chica cuando nos mudamos. Quiso decir: tal vez esa zona de su memoria haya sufrido daños irreversibles. Pero no dice. Comienza a hablar sobre lo que significa crecer en una isla. ¿Cuándo habrá sido su última actualización? Del calor habla también, Juliana. Del sistema geotérmico que mantiene la temperatura al interior del domo, del equilibrio perfecto entre flora endémica y mecánica que vamos a encontrar cuando lleguemos. Pierdo el hilo en cuanto menciona algo sobre los módulos nanofibrosos del domo, pero sigo mirándola sin interrumpir. Enumera datos con tal exactitud que por un momento se me antoja pensar que no ha perdido la razón. Tomamos una calzada, otra más. Juliana hace maniobras para esquivar los autos detenidos. Algunos se han quedado con las puertas abiertas, otros parecen no haberse movido en décadas. Una fina capa de ceniza, casi inapreciable, envuelve las carrocerías. Luego me pregunto si en verdad el aire allá se podrá respirar sin riesgo. De detenerse no hablamos. Coincidimos en que no pasará mucho tiempo para que instalen los retenes. Otra ciudad. O el costillar de una ciudad, es lo mismo. Juliana conduce con somnolencia por las calles vacías. Me pide la garrafa y se la alcanzo. Luego saca de su vosa una pastilla azul, la coloca entre sus labios y bebe. La periferia es vasta y parece interminable: multifamiliares levantados en desorden, ropa desteñida bandeando en onderas, envolviendo las ventanas: mecates, ganchos, telas, bastidores tornasolados, unidos por fuerza a los barrotes de torpe soldadura: más abajo, las bardas con letras gruesas pintadas en colores hipnóticos, rodeos con fechas caducas o imposibles, entre tabiques de paja y arcilla: el quince o el dieciséis, pongamos, del mes próximo, de un año que probablemente no llegue, o mejor aún, de un año que no va llegar, se habría presentado Agrupación Galaxia como cabeza de cartel: y luego, por encima del vidrio cortado y del alambre vencido por las

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ramas de un árbol, el cablerío anudado en conexiones complicadas, sin resolución. Miro la ciudad por última vez. Pero ésta no es la ciudad. No es más la ciudad. Pienso entonces si alguna vez lo fue. Avanzamos con la rapidez máxima que admite el pavimento estropeado por las inundaciones. El amortiguador se estampa en hueco al tocar un bache. Cada golpe estremece la carga con mayor potencia y siento las rodillas de Fucsia apuntalarme la espalda mientras se acomoda. Al olor de cuerpos encerrados y plástico envejecido se une el del azufre: Fucsia lleva entre las manos una cajita con cerillos que enciende de vez en cuando y luego sostiene con cuidado hasta sentir la llama en la punta de los dedos. Sólo entonces sopla. A través del vidrio consigo apreciar la composición del rumbo, idéntica en cada distrito de los alrededores: torres de luz, guirnaldas, lodo. Aquí Agrupación Galaxia va a presentarse el diecisiete y dieciocho de ese año entrante del que ya he contado. La neblina del atardecer se enrosca con paciencia sobre las cosas. No veo más edificios: las chabolas se apilan hasta alcanzar alturas importantes, como rascacielos de quincha crecidos al azar, quebrados o por quebrarse, desafiantes al sentido común de los pesos y medidas. Guirnaldas y lodo. Los objetos van comunicándose entre sí, poseen una consecución lógica: para nosotros esa información pasa inadvertida.

Lleva razón, en parte, Juliana: si el mundo se normaliza, ellos no formarán parte de él. Pero entonces llegará una nueva oleada de guachos. ¿Quién va a recolectar sus cuerpos? A los guachos los suplantan guachos. Vendrán del sur. O quizá hayan instaurado para entonces, y si la pertinacia paga, un nuevo orden social o biológico.

Aún hay coches circulando por las calles, pero muy contados. Casi todos subieron a los autobuses, dice Juliana. Ni un niño. Mujeres, sólo viejas. Sin familia o chambadas por la demencia.

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Al fin nos acoplamos a una fila. Avanzamos contando los milímetros en dirección a un retén que no alcanza a descubrirse. Revisan papeles e inspeccionan las cargas en busca de contrabando. Todo es contrabando ahora, pienso. Fucsia está conectada al sistema eléctrico del coche, que trastabilla cuando Juliana tarda en pisar el clutch. Tras el cristal observo a los conductores estacionados a los lados. Pruebo un juego para sobrellevar la monotonía: distinguir a los que se van de los que no. Es un juego sin sentido, pienso, porque resulta fácil diferenciarlos. Actúan a mi favor la expresión de sobresalto y los bultos adosados a la canastilla. Los que decidieron quedarse dirigen hacia la caravana miradas de desconfianza y reproche. Se sienten engañados pero tienen miedo. Entre ellos comparten la teoría de la maquinación. Algo o alguien, un grupo con poder inmenso: templarios o reptiles. Hay un tercer grupo, los que quisieran irse pero están anclados. De cualquier modo se subleva en su interior un temor hondo cada vez que escuchan el sonido de un par de neumáticos tomar la carretera para perderse tras las torres de luz. Dice Juliana: no hay que confundir la valentía con estupidez. Sin embargo para mí tampoco vale aventurar juicios sobre el arrojo. He aquí, entre nosotros, un enemigo invisible y no es la prudencia lo que nos empuja a marchar. ¿Qué habrías hecho tú? ¿Meterte en uno de esos camiones? No sé. No sé qué habría hecho. Es una pregunta estúpida, ¿no?

Hablamos entonces de un instinto territorial: el del animal asediado. Casi todos, agrega Juliana, son hombres solos que enviaron a sus familias en los autobuses, esta misma mañana o ayer. Saben, en el fondo, que la Lotería de Reubicación es un fraude. Asiento sin hablar, con la cabeza. Pienso que es mejor sintonizar la radio: para enterarnos de los últimos sucesos y zanjar la escasez de respuestas. Así se lo hago saber mientras aparto la vista hacia un guacho caminando al otro lado de la calle. Arrastra un carromato colmado de botellas, envases, recipientes, todos de agroplástico. Lo miro atravesar un descampado y luego alimentar el fuego que nace de un tambo tan negro como él, al centro del terreno. Es una flama artificial, azulada, idéntica a la de un soplete, que se aviva conforme devora los objetos y desprende unas chispas celestes, casi blancas, como moscas en negativo. El guacho va cubierto por mantas y un barbijo de tela gruesa le esconde la bemba. Es invierno. Siento el frío del exterior a través del vidrio hasta que lo veo introducir un pulmón de nihonio al tambo, entonces la llama asciende dos o tres metros más y es entonces cuando reparo en la oscuridad, por mera asociación. Las partículas de agua helada se condensan alrededor del fuego en una rotación liviana, blanquecina, visible sólo contra la lobreguez uniforme que intensifica los bordes del azul plastificado. Las volutas y las chispas se acoplan sin prisa al cuerpo anochecido de la niebla. Pronto será de noche y aún los balastros no dan muestras de actividad. Habrá que acostumbrarse. Mientras las llamas se hacen con el plástico, un grupo de hombres, cinco o seis, las bocas tras los mismos paños azulones, se arremolinan junto a la hoguera para encontrar calor. El guacho los recibe y les ofrece mantas. Niegan, pero él insiste. Se preparan para el frío. Juliana enciende el aparato, por probar. Al zumbido quedo lo ha suplantado un locutor con voz de pergamino que informa de los cortes energéticos en el distrito. Recomienda también cerrar las llaves de paso, puertas y ventanas, antes de dirigirse al punto de reunión asignado a cada zona. Es ahí de donde corren los camiones. Suena después un comercial de antiácidos, luego una grabación que anuncia la hora, la temperatura y las siglas de la frecuencia. Lleva razón, en parte, Juliana: si el mundo se normaliza, ellos no


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Ilustración de Daniel Guzmán

formarán parte de él. Pero entonces llegará una nueva oleada de guachos. ¿Quién va a recolectar sus cuerpos? A los guachos los suplantan guachos. Vendrán del sur. O quizá hayan instaurado para entonces, y si la pertinacia paga, un nuevo orden social o biológico. Yo los observo andar como confundidos: acopian alimentos que no caducan. Algunos más utilizan mangueras para sorber el combustible de los autos que han quedado sin dueño. Consideran, tal parece, la posibilidad de que el invierno se prolongue. Dos guachos beben tereré sentados frente a un pórtico. Comparten la bombilla sin aparente temor. No tienen nada que perder, pienso. ¿Qué tenemos que perder nosotros? Otros tantos, lo sé, nos observan sin ser vistos, desde la penumbra de sus casas de adobe. Despierto y pongo la mano en mi bolsillo. No hay necesidad, porque he dejado de fumar y los teléfonos no sirven. La llanura se extiende hasta donde la vista mengua. Tardo en comprender el cuadro del cual formo parte. En responderme qué hago allí en medio del campo, encajonado en un coche y con el cuello torcido. Tampoco es sencillo

reconocer a la mujer que duerme sentada a mi lado. Pienso: aun si las líneas telefónicas funcionaran, nadie contestaría mi llamada. Pongo la mano en el bolsillo por ser ese el reflejo del fumador ante el día que comienza. Y porque me quedo mirando las colillas al borde del camino, entre el cascajo y un amague de yuyo ralo, amarillento. Juliana vuelve en sí henchida de bostezos, dice algo sobre la inseguridad de dormir en descubierto, se da vuelta y vuelve a amodorrarse. Fucsia parece un cadáver, atrás, extraviada en tensión. De pronto pienso que sería más fácil si en efecto cargáramos con un cuerpo inanimado, en descomposición, un pedazo de carne que se tira cuando deja de servir. Pero su carne siempre sirve. Es carne, sí, pero no caduca. Juliana continúa hablando, entre sueños. Asiento sin escucharla mientras emprendo un inventario de objetos desperdigados en el camino (el más grande, un contenedor abandonado; el menor, la galaxia de colillas) y trato de sacar de mi cabeza la imagen del carozo de Fucsia. Hubo una época en que para mí las colillas, igual que los huesos de fruta, regresaban a la tierra al apagarse bajo un zapato. Servirán de



abono, pensaba: se desintegran bajo la tierra, o han de desaparecer sin dejar rastro, aunque en realidad carecía de opinión o postura al respecto. Me deshacía de ellas por mero reflejo. Juliana, en cambio, pensaba en la vida posterior de las cosas y en el tiempo que tardan en desaparecer del todo. Se llaman carozos, decía. No son huesos. Yo trabajaba en una incineradora con mi padre, acarreando desechos, prendiéndoles fuego. Las soluciones no tardan en aparecer, verticales y sencillas, cuando se trabaja en un lugar así.

Hablamos para no pensar. En realidad habla Juliana: yo me limito a dejar correr el ruido con tal de acortar la distancia entre nosotros. Es buen estímulo para comenzar la charla. A veces el único. Pienso: en unas cuantas horas he vuelto a acostumbrarme a su ritmo de nombrar el mundo. Un mundo nuevo, desconocido. Eso es ella para mí, en lo íntimo: no el significado de lo dicho, ni siquiera las palabras que escoge para articular sus pensamientos sino la sensación que provoca en mi cuero su música particular.

Hablamos para no pensar. En realidad habla Juliana: yo me limito a dejar correr el ruido con tal de acortar la distancia entre nosotros. Es buen estímulo para comenzar la charla. A veces el único. Pienso: en unas cuantas horas he vuelto a acostumbrarme a su ritmo de nombrar el mundo. Un mundo nuevo, desconocido. Eso es ella para mí, en lo íntimo: no el significado de lo dicho, ni siquiera las palabras que escoge para articular sus pensamientos sino la sensación que provoca en mi cuero su música particular. Pero es ruido de fondo. Puedo escucharla y multiplicar mis diligencias. Pienso también en la incineradora. O pienso sólo en la incineradora, más bien. No consigo apartar la mente de eso. Quizá sea el único punto de referencia que aún conservo. Un norte, por decir. Juliana, sus palabras, parecen de pronto tan sólo la cara visible de la memoria, más bien vaga, que guardo de aquellos días: avanzamos en círculos. A Juliana no la conocí hasta seis meses después del entierro de mi padre. Pero así anula los desfases del tiempo: con palabras. Aparece poco a poco, sin otra conexión que la rítmica: al principio como una noción primaria del recuerdo que aún no cobra forma: mi padre, vestido con un overol anaranjado, acerca dos dedos a su frente y luego los aleja hasta dejar sostenido el saludo a dos palmos, como imitando un gesto sardo; su cara, envuelta en la niebla de la sensación, no corresponde todavía a la de mi padre, pero aun así el gesto es inconfundible. Miro el retrovisor para verlo a él: primero mis ojos, enrojecidos desde el rabillo, luego a Fucsia, sumida en una nube de ruido blanco. Finge que duerme. Va a estar bien, cuchichea Juliana moviendo la cabeza, con un tono comedido, incógnito para mí hasta ahora. Dijo que iba a alcanzarla. ¿Quién? Jonás. Que iba a seguirla allá donde vamos. Jonás está muerto. No lo sabemos. Aunque es probable… ¿Y está al tanto? Debe imaginárselo. Pero conserva la esperanza, que es peor. Desconozco si un ser como Fucsia, pensada como último eslabón de la conservación, puede conservar precisamente eso. También miro la línea blanca que delinea el pavimento cuando el coche se adelanta: en realidad es una sucesión de otras tantas. Podría parecer que es la línea la que nos persigue, y no el auto moviéndose sobre un trazo infinito. La recta apenas se interrumpe con curvas mínimas, simuladas, y refracta trozos de cielo a lo largo del camino. No son accidentes geográficos. Lo más probable: una labor de décadas. Un hombre, luego sus hijos y más tarde sus nietos, consagrados a trazar una simetría sobre cual se asiente el linaje. Mientras sobreviva

la recta al constante paso de los vehículos y el tiempo, o al menos hasta que la misma sangre vuelva a marcar el trazo con idéntica probidad y pulso, el ancestro seguirá palpable. Pienso en ellos e imagino sus caras. Aun así, ninguna de esas caras consigue quedarse en mí.

Avanzamos al borde de un arroyo que no es más, tras una ruta de tren descontinuada hace más un siglo. La hierba rala y cenicienta se confunde con las orillas imprecisas del riachuelo que, casi seco, conserva un hedor a podredumbre a pesar de que el tiempo lo ha limitado a una franja de lodo, algas y latas vacías. Nadie recorre este camino. Desde el cruce, media hora antes, Juliana está en silencio. Jamás tardamos tan poco en decidir. Dijo: a pesar de la demora es menos probable hallar un puesto militar instalado en la carretera secundaria. Y entonces la tomamos. Luego no dijo más. Fucsia se niega a participar en la elección de ruta y tampoco es sujeto para repartir los turnos al volante. Lo que hace es revolverse atrás, estirar el cuerpo y rozar con los dedos de los pies el descansabrazos. Luego arquea la espalda. Cuando gira, sus rodillas se hunden en mi espalda. La siento viva al fondo, como un dolor mínimo. De pronto experimento una erección que disimulo cruzando las piernas. Busco sus ojos tras el pelo revuelto, el tinte rosa en el fleco. Busco, sobre todo, su comprensión fatigada. No doy, así que permanezco a la orilla, en la obviedad del rostro que comparte con Juliana. Es la misma sucesión de líneas: menos angular, sin años, pero igual. Como los caminos ocultos del desierto, ni hombres ni tiempo podrán alterarla nunca. Juliana se percata de mi búsqueda y retoma la cháchara. Toca su mejilla con una mano, sin pensar en ello, y la tersura que encuentra en ese gesto involuntario nos concilia, al menos por un momento. Busca algo entre el desorden de su vosa: la pastilla azul. Comienza entonces a relatar una historia sobre el mundo que acabamos de abandonar y evito poner atención. El camino, al frente, es generoso en curvas: de ningún modo, pienso, es más interesante que la estría justa y ancha de una autopista con cuatro carriles. Uno puede dormirse lo mismo. Noto de reojo las arrugas mínimas y el maxilar endurecido de Juliana. Percibe mi mirada recorriéndola. Entonces acelera. •

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Glissandos en el laboratorio global Por Carmen Pardo

En el surco de un vinilo

T

e desperezas lentamente en el sofá sin poder precisar cuánto tiempo has estado durmiendo. Entonces te llega el sonido de ese disco que, de modo obstinado, sigue girando en la platina con una determinación implacable. Recuerdas ahora que ayer, al llegar a casa, sólo pensabas en escuchar ese disco. Con una excitación apenas contenida sacaste el vinilo de su cubierta, lo dejaste sobre la platina y, acompañando la aguja, cuidadosamente la dejaste caer para que te descifrara los sonidos que habitan sus surcos. A partir del momento en el que empezó a sonar entraste en el primer surco. Ese surco te cambió la vida. El vinilo y tú girabais a un mismo tiempo trazando una coreografía de sonidos y de sentimientos. Una y otra vez, marcando los compases de un vals embriagado de sí mismo y sin parada final. No podrías decir cuántas horas bailaste en esos surcos. Finalmente, el sueño te ayudó a salir de la pista de baile. Aunque no fue exactamente el sueño, sino esos extraños sueños que vinieron a entablar una peculiar contienda con tu vinilo. En el primer sueño te ves con tijera en mano agrandando el agujero del vinilo. Decides que hay que hacerlo girar de modo excéntrico. Al principio todo va bien pero, al cabo de unos minutos, has aprendido a girar tú también siguiendo ese nuevo modo. Sonidos,

sentimientos y experiencias vuelven a entrar en el surco y la distorsión, a base de ser repetida, deja de ser sentida. Después vas a parar a un segundo sueño que te sitúa en una gran sala tapizada de vinilos. Estás en el quicio de la puerta y no te atreves a dar ni siquiera un paso. Si lo haces dejarás tus huellas en los vinilos, los reescribirás con tu caminar. Se te ocurre que puedes quitarte los zapatos y pasar, pero caes en la cuenta de que es una tontería pues tu escritura, con o sin zapatos, va a quedar inscrita. Decides finalmente pasar y, al llegar a la otra sala te das cuenta de que le has robado el sueño a Christian Marclay. Tu sueño ha recreado su obra Footstep, la de aquellos 3500 vinilos que cubrían el suelo de una de las salas de la Shedhalle de Zurich, en 1989. Llegados hasta aquí, por qué no aprovechar y salir de ese surco que te obliga a danzar acudiendo a otra de sus obras. Piensas que con Fast Music lo conseguirás. Tomas el disco entre tus manos y lo rompes en pequeños trozos. Observas detenidamente esos surcos que consumieron tus horas, tus días, haciéndote bailar ese vals interminable. Ahora no son más que fragmentos desiguales entre tus manos. Sigues adelante con la interpretación de la obra y te metes los fragmentos en tu boca; los consumes casi con fruición, secretando una suerte de venganza. Por fin saliste del surco. Era un buen sueño, casi real. Pero al despertar escuchaste de nuevo los sonidos de tu vinilo. ¿Qué vas a hacer? •

Espacio negativo

Por Abraham Cruzvillegas

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e aquella primera vez en que confundido tuvo conciencia de haber percibido el aroma agrio de las axilas sin afeitar de la dependiente de la miscelánea —ahí donde competía con sus vecinos, de vientres tan inflamados como el suyo, a comer chiles jalapeños en vinagre, apañándolos a puños directo del vitrolero transparente, irritadas las lenguas, los cogotes, las yemas de los deditos con uñas que daban ñáñaras— le queda la curiosa búsqueda de similares, le enfurecen los desodorantes, y tantea imaginativo quiénes pudieran conservar entre aquellos vellos el olor a sope, alguna señorita a quien le rechinen las bisagras; luego extendería su área de calentura a ensoñar con aromas de calzones, hotpants y chores de algodón, likra, popelina y terlenka. Spándex idealmente. Al tiempo que cultiva tal manía, robustece una imberbe gastritis, que deviene infección en el apéndice, relleno cual buche de gallina, flamígero e hinchado, hasta que revienta y deviene peritonitis aguda, que lo lleva al hule, postrado de dolor penetrante, que como púa cuya arista toca el orgullo del fakir comechiles, ardido hasta el llanto no por su internado en el Imán, ni tan magnético nosocomio infantil, contiguo a la pirámide de Cuicuilco, sino por la derrota, moral y digestiva, cuyo único remedio traía consigo más irritación, como echarle gasolina a la lumbre: manojos de cueritos de cerdo encurtidos en salmuera, devorados con las narices moqueantes, los ojos enrojecidos y el tracto intestinal enrarecido y chipotudo, co-

mo cacahuate garapiñado. En los alucinógenos viajes derivados del tortuoso concurso y sus padecimientos aledaños, el muchachillo compone ensoñaciones embrutecidas hiperpobladas de espejismos olorosos a axila y a cola, ni las concurridas sesiones del Height Ashbury, ni las tardeadas frenéticas del Panhandle Park, en su mejor época, generaron tan abisales y al tiempo multicolores e hipnóticas lucecillas, hurgando la oscuridad informe de los idealizados tufos íntimos. Redacta así sus fantásticas hormonales aventuras ínfimas, en rimas ñoñas que finalmente se volverían letras de canciones, que no muy disimuladamente contienen registros genitales, cachondas, calientes y morbosas. En esas composiciones procura neurótico y obsesivo la ortografía sobre las hojas tamaño esquela (arrancadas de la espiral de la libreta, conservando los rizos de las orillas izquierdas, que algo le recuerdan también por supuesto, para luego engraparlas y así construir torres de canciones, que capa por capa van dando forma a una estructura de tectónica maciza y ligera, antisísmica) corrigiendo con Liquid Paper cuando es necesario, componiendo mapas de manchas blancuzcas que devienen una constelación en el que cada una de ellas representa en su proporción numérica, las precoces eyaculaciones de su recuento cotidiano, una Vía láctea. No dejará de hacerlo. •

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Diego Rabasa

¿Cuánto son un

millón de pasos? (Apuntes sobre Del caminar en el hielo de Werner Herzog)

Para Catalina Vega Cruz

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Pareciera que una de las obsesiones del progreso es eliminar las distancias. ¡El Internet está muy lento! Los aviones cada vez más rápidos, los trayectos cada vez más vilipendiados. No tiene nada de extraño, en realidad: el tiempo es oro. Son tantas las cosas que a uno se le cruzan por la cabeza al caminar; el cerebro enfurece.*

Las subjetividades se disuelven. Los gustos se unifican. En Gaza hay niños con la playera del Barcelona. La colonización está en marcha y nunca la servidumbre voluntaria se había congregado alrededor de un clamor tan estruendoso. La zona que atravieso apesta a rabia.

¿Cómo llegar a la eternidad? ¿Cómo reunir la nada?

¿Por qué caminar? Por la misma razón de Altamira, porque sin la materialidad del gesto, el gesto se desconoce a sí mismo, no tiene cómo mirarse, no tiene cómo ser mirado, no tiene cómo propagar, cual éter, el cansado y apenas perceptible silbido de la eternidad.

A la entrada del pueblo vi a una vieja chiquita de piernas curvas con la demencia grabada en el rostro; empujaba una bicicleta, repartiendo el Bild del domingo.

Werner Herzog partió de Múnich y llegó a París. Porque quería llegar pronto, para prohibirle a Lotte Eisner que muriera, anduvo hasta allí. Son 773 kilómetros. Google Maps asegura que se puede andar en 160 horas a paso veloz y sin perder el tiempo. Esta noche seré el rey en la próxima casa que fuerce, ese es mi castillo.

Herzog dice: «Sólo si fuera una película pensaría que todo esto es real». Los hombres danzan, las tradiciones cantan. El delantal de la tabernera, que Herzog finca como el límite con el que sueñan los bebedores, la mujer obesa que no logra ponerse de pie y otra que al verlo pasar le enumera el nacimiento y la muerte de sus hijos, un hombre (gordo también) sobre un ciclomotor con su perro sarnoso delante de él, un banco pintado de rojo y tapado hasta la mitad, una serie de estanques exhausta, una mujer que fabrica corpiños, una lluvia que se escancia meticulosamente y con conciencia de su arrojo, un gato desdentado, un hombre que camina con la muerte a cuestas y una oveja que muere frente a él patéticamente. Sólo porque lo escribió Herzog,

todo parece real, aunque lo más real es la visión que tuvo de una locomotora en llamas con las ruedas chirriantes penetrando en la oscuridad de un universo en el que las no-estrellas habían conquistado la dialéctica de la luz. Nosotros dos, los fantasmas, no nos saludamos.

Pasa frío, una despiadada tormenta se asina sobre él. No ha dicho ni una palabra rizomática. Se eleva y pierde el sentido de la fatalidad, se yergue en fascinación y euforia, se hunde y se colma de soledad, le duele la pierna, la ingle, necesita alcohol y alivio para las ampollas. El tendón de Aquiles, el derecho, está el doble de hinchado. Tiene pensamientos homicidas. Irrumpe en un carromato, tienta la cerradura de una casa de verano, duerme en el heno (deduce que lo que escucha a la mitad de la noche es un hombre y que es viejo y que viene por leña), llama a Múnich para preguntar por Eisner, revive la decadencia de su abuelo convencido de tener las vértebras pulverizadas, cuando lo hace el recuerdo acontece y entonces aparece diáfana como el fuego (Gelman dixit) la espiral del tiempo. […] después de reconocer una decisión errada no tengo el temple como para regresar, prefiero corregirla mediante otra decisión errada.


Otra vez la ciudad inverosímil: yerma de humanidad. Los turcos tristes. Ir por el sendero salvaje, imposible porque la nieve pega de frente. Hay que andar por el asfalto, mantenerlo a la vera del iris, todo causa, todo siempre, todo exime. Después un pueblo con castillos, una iglesia y otra, le mira las manos a un joven por vergüenza, porque a éste le atestan los pómulos el acné y sus cicatrices. Una bicicleta de mujer casi nueva estaba tirada en el arroyo, largo rato estuve pensando en eso.

Funge la causa la guarda. La mirada sobre la vista descansa. Anda la piel descalza y sobre la vigilancia incauta, monta la ambición su ansia. Digo sed.

Anda, dice, el hombre con la pierna mullida sobre la (otra) ciudad industrial, ¿llegaré a tiempo? ¿Veré a mi amiga con vida? El objetivo del peregrinaje se difumina entre las tenazas del azar, los cuervos vuelan y piensan sus pensamientos de cuervo. Uno de ellos juega tan mal al billar que hace trampa, por más que juega contra sí mismo.

«¿Habrá truchas en el estanque?», se pregunta Herzog. Como en el Poema a tres voces, el mundo baila a través de sus ojos. La imaginación se funde con la memoria que se funde con la experiencia que se funde con el pensamiento que se funde. Nadie sabe a dónde escapó, mucho menos por qué.

¿Por qué esto y no aquello se atraviesa en el delirio? El chiquillo, lo Real invistiendo de realeza un pasado que ensombrece sobre el afán de futuro. La mirada periptérica. El consuelo de Hubble. Una garza gris vuela todo el tiempo unos kilómetros delante de mí, luego se posa y, cuando me acerco, avanza volando otro trecho. La voy a seguir, vuele a donde vuele.

Fumo y una clave de sol se asoma. Frente a mí la pila de libros que no he leído. Hoy bajé la app de la alerta sísimica, hay que pagar nueve pesos al mes para que te avise cuando el sismo te incumbe. Un perro enfermo da más dinero.

Herzog anda. Le duele la pierna. Está empapado. Nadie a su alrededor que piense, «¡He ahí un genio caminando sobre la nada!». En vez las vacas se impregnan de nieve en un costado. Llega a la periferia de París, busca la flecha sobre un árbol que un amigo dejó ahí. Llega y le pide a su amiga que abra las ventanas: ha aprendido a volar. ¿Por qué caminar? Por la misma razón de Altamira, porque sin la materialidad del gesto, el gesto se desconoce a sí mismo, no tiene cómo mirarse, no tiene cómo ser mirado, no tiene cómo propagar, cual éter, el cansado y apenas perceptible silbido de la eternidad. ¿Es buena la soledad? Sí, lo es. •

* Todas las citas provienen de De caminar en el hielo, Werner Herzog, Entropía, 2016

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Una ética de

la sexualidad

Entrevista con Judith Butler

Eric Fassin y Michel Feher 28 En Francia, se asistió en la década pasada a la emergencia de una serie de controversias sobre cuestiones que abarcan al mismo tiempo género y sexualidad, en particular el acoso sexual, la pornografía y la prostitución. Esos debates tienen una larga historia en los Estados Unidos. Nos gustaría que nos expliques cómo se han desarrollado en el contexto estadounidense, cómo se han articulado unos con otros y también en qué lugar te sitúas en ese debate.

Podemos comenzar por el acoso sexual con la publicación de Catharine MacKinnon en 1979 de The Sexual Harassment of Working Women. De esta obra surgen dos feminismos bastante distintos y la evolución posterior de MacKinnon ensanchará la divergencia entre ambos. En un primer momento, MacKinnon se contenta con afirmar que las insinuaciones sexuales no deseadas, en el lugar de trabajo o en la universidad, tienden a situar a las mujeres en una situación de gran dificultad, difícil cuando las rechazan, en la medida en que se exponen a represalias, y difíciles también cuando responden de manera favorable cuando la relación sale mal. Se debe destacar el hecho de que en ese momento de su reflexión, MacKinnon no afirmaba que cualquier insinuación sexual constituyera en sí una violación. Lo que resulta problemático es que en un contexto universitario o profesional, tanto el «no» como el «sí» de la mujer (o del hombre) pueden tener consecuencias en el empleo, en los ascensos o en la capacidad de trabajar en condiciones normales. Por ejemplo, si un profesor se le insinúa a una estudiante, el problema será saber si pueden continuar trabajando juntos. ¿Qué pasará si la estudiante lo rechaza o si la aventura resulta decepcionante? ¿Cómo reaccionará el profesor si la estudiante se busca otro amante? ¿Y si la mujer del profesor descubre la aventura y le prohíbe trabajar con ella? En pocas palabras, cuando se mezclan la vida universitaria y la vida sexual hay consecuencias. Al mismo tiempo, en ese punto de la reflexión, el acto sexual no es en sí mismo lo que plantea problemas, sino más bien las condiciones que genera. Es por eso que el libro se titulaba The Sexual Harassment of Working Women: el acoso sexual a las mujeres en el trabajo. Sí, pero una vez más, eso se aplica también a la universidad: si un profesor, por despecho, escribe una mala carta de recomendación ¿Eso es aceptable? ¿Un estudiante no debería conservar sus oportuni-

dades de ver su trabajo de manera equitativa? La cuestión es entonces saber si el profesor (hombre o mujer), ya sea por su deseo rechazado o aceptado, se encuentra en medida de decidir sobre el mérito de alguien a quien le ha expuesto su deseo ¿La persona «elegida» estará en ventaja o en desventaja? ¿Y si los otros estudiantes están al corriente de la situación, no tendrían la impresión, para bien o para mal, de que sus trabajos no se benefician de la misma mirada, de la misma atención que los del objeto de deseo del profesor? Hay que recordar que muchos estudiantes dependen principalmente de sus profesores para progresar en sus carreras. Hay que acordarse también de que en las grandes universidades estadounidenses sólo el 9% de los profesores titulares son mujeres. La carrera académica de las mujeres se vuelve harto complicada, y la cuestión de saber si sus trabajos van a ser tomados en serio por sus colegas masculinos se sigue planteando. Es en ese contexto en el que se deben comprender las dificultades de una relación «sexualizada». Sin embargo, lo repito, el problema no se encuentra en la sexualidad en sí misma. La gente se insinúa, intenta seducir, se esfuerza por crear las condiciones en las que la persona que se desea los encuentre irresistibles. La vida está en gran medida hecha de ese tipo de cosas y eso está bien. No me gustaría vivir en un mundo sin seducción. Y la seducción implica estrategias, maniobras para desestabilizar a la persona deseada, para conquistarla, y eso me parece bien. Lo que plantea problemas son las consecuencias de esos procesos de seducción cuando se producen en el lugar de trabajo o en la universidad. Dicho de otra manera, los problemas surgen con las dinámicas de poder con las que se busca alterar la capacidad de un empleado o de un estudiante para trabajar en buenas condiciones, progresar, reali-


Ilustración de Elian Tuya

zarse plenamente, para ser tratado de una manera equitativa y, sobre todo, para evitar el chantaje y las represalias. Resumiendo, hasta este punto, suscribo el razonamiento desarrollado por Catharine MacKinnon en un primer momento en 1979. Lo que decía entonces era: examinemos las consecuencias, contextualicemos la sexualidad. Si hay alguna queja, interroguémonos sobre las circunstancias para decidir si ha existido acoso: ¿Hubo alguna forma de chantaje, un «mercadeo» (quid pro quo, dice la ley) de los favores sexuales a cambio de una buena nota, de una dispensa, de una carta de recomendación? ¿Hubo presiones, comentarios, un «medioambiente hostil» que dañaba las condiciones de trabajo? En todos esos casos, se puede hablar de acoso. No obstante, que un profesor tenga una aventura con una estudiante que no está en su clase, aunque lo haya estado antes, y sobre la que no ejerce ningún control profesional, no plantea ningún problema; incluso, si renuncia a ese control antes y con la finalidad de comenzar una relación sexual, por ejemplo, al proponerle trabajar con un colega. Si un profesor actúa de manera responsable, no hay absolutamente nada que decir. Para MacKinnon, y para la ley universitaria, la discriminación la define el acoso y no la sexualidad. Se trata de poder institucional, lo que no tiene nada que ver con la sexualidad en sí misma. Por tanto, no resulta necesario suponer que para que sea legítima o auténtica, la sexualidad debería ser indiferente de toda relación de poder.

Exactamente. Por mi parte, incluso diría, con Michel Foucault, que el poder y la sexualidad son coextensivos, que no hay sexualidad sin

poder. Diría que el poder es una dimensión muy excitante de la sexualidad. Considerar esta idea seriamente ha permitido, por otra parte, conjurar los miedos que la reglamentación del acoso sexual ha suscitado. Mucha gente teme que eso paralice toda interacción social en los lugares de trabajo. Temen que el menor contacto físico sea en consecuencia prohibido, que no sea posible salir con uno o una colega de trabajo, que el clima de desconfianza imponga a todos los profesores a dejar la puerta abierta de su despacho para que todo encuentro entre profesores y estudiantes pueda ser visto por todos… Para responder a esos miedos, los partisanos de la legislación, comenzando por MacKinnon, habrían podido decir: sabemos que existen diferentes contactos físicos en las oficinas y en las universidades, que todo tipo de relación, incluso sexuales, se gestan en esos contextos. Y esto no nos plantea ningún inconveniente, al contrario, lo que nos preocupa son las relaciones sexuales entre dos individuos de los cuales uno tiene el poder de terminar o de promover la carrera de otro —y en consecuencia la posibilidad de abusar de ese poder; es en eso y solamente en eso que se trata de aportar restricciones. Es eso lo que MacKinnon habría podido decir; y habría sido formidable si lo hubiese dicho. Ha terminado sugiriéndolo, durante el caso Lewinsky intervino para decir que no hubo acoso en la medida en que había consentimiento.

Sí, pero fue bastante tibia y lo dijo muy tarde. Y es una pena. Nos gustaría vivir en una «cultura sexual» capaz de aceptar que hay erotismo en la universidad (porque hay, qué tipo de enseñanza podría

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funcionar sin erotismo), entre profesores y estudiantes, pero también en el conjunto del mundo laboral, entre jefes y empleados y por todo tipo de razones. Si esta premisa fuera reconocida, ¿no sería más fácil decidir de manera responsable, en función de las consecuencias eventuales —más que con la ayuda de un juicio moral a priori— sobre la oportunidad de comenzar una relación? Por desgracia, el discurso abierto por la polémica no tiene efectos positivos sobre esas cuestiones. La sexualidad en el contexto de la universidad y en los lugares de trabajo se aborda de una manera furtiva, escondida, culpable. El miedo a ser descubierto crea condiciones en las que resulta bastante complicado reflexionar. Ahora bien, hay materia para reflexionar. El último Foucault abordó la cuestión ética de la sexualidad de manera muy interesante. Una cosa que le interesaba, era la idea de una ética no represiva. La cuestión que le preocupa es la de saber cómo puede estilizarse nuestra existencia a través de nuestra relación con las normas. De esa manera, el problema que se plantea un profesor atraído por su estudiante no es saber si debe reprimir su deseo o pasar al acto, sino más bien buscar la forma de expresión, de estilización existencial que le permita tener una relación satisfactoria, es decir, adecuada a la atracción que siente, pero al mismo tiempo también poco perjudicial, aunque posible, para la persona que inspira su deseo. Eso es, pienso, lo que se puede éticamente pedir de más y hacer mejor con el deseo que se siente. También inducir esa reflexión ética o, al menos, favorecer las condiciones de su elaboración, podría ser el resultado más importante de la reglamentación del acoso sexual. Sin embargo, existe otro feminismo en ciernes en el primer libro de Catharine MacKinnon y del cual ella es la máxima exponente.

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¿Cómo se explica ese desplazamiento?

Es cierto que se encuentra en los primeros elementos de The Sexual Harassment of Working Women. MacKinnon explica que el acoso sexual se inscribe en la continuidad en la que se encuentran todo tipo de comentarios, bromas y otras conductas misóginas que circulan tanto en el interior como en el exterior de los lugares de trabajo. Al plantear una dominación sistemática y global de las mujeres en la sociedad, establece la hipótesis de que el acoso sexual debe ser comprendido como algo que participa de este conjunto de discriminaciones, de degradaciones y de injurias que le dan forma a la existencia social de las mujeres. Entonces, en ese momento emerge el debate sobre la pornografía, que va a desviar gran parte de la atención hasta ahí acaparada por el acoso y que recupera el análisis formulado sobre el acoso. Antes incluso de que MacKinnon se una a esa causa, dos grupos de feministas emergieron y se impusieron a nivel nacional como potentes organizaciones militantes. Una se llamaba wap (Women Against Pornography), y la otra wavpam (Women Against Violence in Pornography and Media). Las dos organizaron reuniones en las casas, las escuelas, las iglesias. Se mostraba a mujeres en documentos pornográficos, en particular en las escenas de dominación sexual, para explicar no sólo que las mujeres representadas eran sistemáticamente explotadas, sino también y, más generalmente, que la heterosexualidad se había construido sobre el modelo de la dominación y de la violencia. Esas reuniones tenían un objetivo explícito, que era el de promover la prohibición de la pornografía, incluso de toda representación mediática de la dominación sexual. Por lo que la Primera Enmienda se les planteaba también como un problema.

No me gustaría vivir en un mundo sin seducción. Y la seducción implica estrategias, maniobras para desestabilizar a la persona deseada, para conquistarla, y eso me parece bien. Lo que plantea problemas son las consecuencias de esos procesos de seducción cuando se producen en el lugar de trabajo o en la universidad.

Efectivamente, Catharine MacKinnon tomó una dirección muy diferente. Pronto añadió a su argumento inicial que los hombres tienen el poder y que las mujeres no lo tienen; y el acoso sexual es un modelo, un paradigma, que permite pensar las relaciones heterosexuales como tales. En alianza con Andrea Dworking, MacKinnon llega a describir a los hombres como si siempre estuvieran en la posición dominante, y como si la dominación fuera su único objetivo, así como su único objeto de deseo sexual. A mi parecer, esta evolución fue un error trágico. En consecuencia, la estructura del acoso sexual dejaba de ser concebida como una contingencia determinada por un contexto institucional: se generalizó hasta el punto de manifestar una estructura social en la que los hombres dominan y las mujeres son dominadas. Por tanto, las mujeres eran siempre víctimas de chantaje, se encontraban siempre en un ambiente hostil. Peor todavía, el mundo mismo era un ambiente hostil y el chantaje era simplemente el modus operandi de la heterosexualidad.

Efectivamente, la Primera Enmienda de la Constitución estadounidense, lo más sagrado sin lugar a dudas, garantiza la libertad de expresión (free speech).

Las militantes antipornografía imaginaron dos soluciones para salvar tal obstáculo. La primera consistía en decir que se debe limitar la libertad de expresión porque no es una verdadera libertad. Para Andrea Dworking, sólo los hombres son libres, de tal manera que la libertad de expresión no es más que un instrumento en manos de los poderosos, por lo que la libertad de expresión no defiende otra cosa más que la libertad de los hombres de hacer lo que quieran —a las mujeres. La segunda solución consiste más bien en decir que la pornografía no consiste solamente en la expresión, es una acción. Para Catharine MacKinnon, la pornografía es un acto discriminatorio y no un simple discurso. La define de tal manera que es una forma de discriminación análoga a las que sufren las mujeres en la esfera del trabajo y más generalmente en el seno de la sociedad.


Para justificar esa amalgama, MacKinnon afirma que las imágenes pornográficas afectan directamente a las personas que las consumen e influyen sobre la construcción del género de manera que produce y reproduce la dominación y la sumisión, en una sociedad en la que los hombres son dominantes y las mujeres sumisas. Se trata de una enorme inflación del poder performativo de la expresión pornográfica. Lo que supone una inflación desmesurada a la que me opuse en la época y que no he dejado de cuestionar. Desde un punto de vista político, una vez que la pornografía ocupó un lugar central, todo el tipo de cuestiones que habían sido planteadas sobre el acoso desaparecieron pronto. Por ejemplo, apenas se reflexionó en torno a las condiciones en las que la gente consume pornografía, y tampoco llamaron la atención los efectos verdaderos de ese consumo sobre los comportamientos sexuales, y de manera más amplia sobre la sociedad. Por supuesto que Andrea Dworking pretendió valerse de estudios empíricos que mostraban las consecuencias físicas y en el comportamiento, inducidas por el consumo de pornografía, aunque las encuestas apenas lo pueden corroborar, se contradicen y no se las puede tomar realmente en serio. Esta deriva «pornocéntrica» no fue en absoluto aceptada por unanimidad.

… se debe hablar de actos, de los actos de violencia contra las mujeres, de las agresiones, las violaciones y de los problemas más serios y graves a los que las feministas deben prestar atención. Aunque lo que ha sucedido, con el movimiento antipornografía e incluso con los desfiles contra la violencia (Take Back the Night, es decir, «recuperar la noche»), es que han prestado menos atención a las agresiones y a las violaciones reales que a las representaciones pornográficas.

Rápidamente se desarrolló una respuesta feminista en la que participé. El argumento era que se debía aprehender la pornografía como fantasma, un fantasma que la gente consume. Cuando se les pregunta si quieren hacer lo que ven, porque les da placer verlo, muchos son los que responden: «Para nada, sólo me procura placer de manera visual, pero no es necesariamente algo que querría hacer». En términos analíticos, el fantasma pornográfico puede funcionar como compensación: lo que no puedo hacer en la realidad, es lo que imagino con la pornografía. No sólo la imagen no provoca la acción, sino que es por falta de actuar que gozo con el imaginario. Algunas mujeres fueron a los barrios en los que se practica la prostitución como Times Square en Nueva York para interrogar a los grandes consumidores de pornografía. Eran en su mayoría marginados que no tenían mucho que hacer; el placer que obtenían de la pornografía tenía pocas consecuencias en sus miradas sobre las mujeres o en sus relaciones con ellas. Por otra parte, muchos eran radicalmente impotentes. La pornografía era para ellos un universo de compensación fantasmática. Luego, la idea sobre que la pornografía tiene un vínculo causal sobre el comportamiento no se ha podido demostrar. Ahora bien, defender una tesis así implica vincular al feminismo con una especie

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de conductismo, como si los hombres fueran perros de Pavlov que ven pornografía e intentan imitarla de inmediato. Eso sería una concepción simplista de los fantasmas y me preocuparía si viese en el feminismo un intento de regular el universo de los fantasmas; mi propia ética, mi propia política me conducen a pensar que los fantasmas, incluso bajo esta forma institucionalizada, son más neutros. Por otro lado, más que poner en marcha una policía de los fantasmas, se debe hablar de actos, de los actos de violencia contra las mujeres, de las agresiones, las violaciones y de los problemas más serios y graves a los que las feministas deben prestar atención. Aunque lo que ha sucedido, con el movimiento antipornografía e incluso con los desfiles contra la violencia (Take Back the Night, es decir, «recuperar la noche»), es que han prestado menos atención a las agresiones y a las violaciones reales que a las representaciones pornográficas. Parecería como si fuese más importante censurar ciertas imágenes que defender los centros de acogida para las mujeres maltratadas o para las víctimas de violaciones. A diferencia de la lucha contra el acoso, el combate contra la pornografía se inscribe, implícita o explícitamente, en una visión de la sexualidad más dulce, libre de toda relación de poder, que podría ser denominada como utópica. Para precisarlo, diría que con la promoción de la pornografía lo que está en juego no es solamente la cuestión de la sexualidad, masculina y femenina, sino sobre todo la significación del género. Lo que significa ser un hombre o una mujer: la mujer se definiría en su relación con la dominación, sin la cual desaparecerían las categorías de «hombre» y «mujer». Así, el hombre sería definido por su posición dominante en la sexualidad y la mujer por su posición de dominada. Sería entonces la dominación la que produce el género. No se trata solamente de la sexualidad, sino del género, de la masculinidad y de la feminidad, cuya definición descansa enteramente sobre la dominación. La utopía de una sexualidad más allá de la dominación la encontramos en Dworkin más que en MacKinnon, con la idea de androginia, así que clama porque los hombres renuncien a su pene. Ese es el trabajo de deconstrucción que persigue John Stoltenberg en The End of Manhood —para terminar con la masculinidad. Me parece espantoso. No sólo para los heterosexuales que serían estigmatizados, sino también para los gais, las lesbianas, los bisexuales. Esa caricatura feminista de la dominación heterosexual iba en contra del esfuerzo del movimiento gay y lésbico, en el que me situaba, para


pensar la sexualidad y el poder. Fue tras la traducción en inglés de La voluntad de poder en 1978. Se trataba de pensar el poder de manera más flexible y diversificada, más estratégica y, por tanto, más útil. Para algunas feministas era la ocasión de rechazar la idea sobre que las mujeres pedían ser protegidas, que querían una sexualidad inocente de toda relación de poder, de todo diferencial de poder. Ese movimiento por la libertad sexual coincidía de esa manera con una defensa de la libertad de expresión, al explorar una pornografía o un erotismo feminista. Pienso en una poetisa heterosexual como Sharon Olds; o en los relatos S&M lesbianos: hay una dinámica de poder, e incluso un elemento de violencia —y un verdadero trabajo sobre las relaciones de fuerza. La oposición entre los dos bandos feministas era radical. Debemos añadirle a esto otro problema que plantea el movimiento antipornografía, la ley que en Indianápolis o en Minnesota han solicitado para luchar contra la dominación. Serán entonces los poderes públicos los que decidan si se trata o no de pornografía. Ahora bien, en varios Estados, toda representación de la homosexualidad se considera obscena. Por otra parte, lo que ha terminado sucediendo es que conservadores como Lynne Cheney y Jesse Helms han retomado esos argumentos para justificar la censura de una exposición de Robert Mapplethorpe, en la que las fotos mostraban cuerpos desnudos y relaciones homosexuales e interraciales, y en términos más generales, para determinar eso que en las humanidades es o no obsceno. MacKinnon, al defender la idea de que la pornografía es la representación de la subordinación de las mujeres, pensó pasar por alto el problema. Pero cuando se observan los argumentos movilizados para prohibir la publicación del Ulises de Joyce en Estados Unidos, se ve que algunos se apoyan en la idea de que el libro supone una degradación de la mujer. Para mí, de manera general, la ficción, las películas, y todo lo que da cuenta de la estética supone una representación de la violencia, de la degradación. Ahora bien, tales representaciones resultan necesarias para la reflexión, incluso para defender un discurso moral.

Las feministas tardaron en ayudar a las trabajadoras del sexo, en términos de protección social, de sindicalización; no obstante, existen por ejemplo muchas madres solteras que viven en condiciones precarias. Las «feministas socialistas» (socialist feminist) se ocuparon de la cuestión: lo que les importaba no era la libertad de expresión, sino las condiciones sociales de esas mujeres. Lo que es cierto para la pornografía no es menos cierto para la prostitución. MacKinnon pasa por alto la cuestión de la libertad concreta. ¿Cuáles son las condiciones de consentimiento? Para ella, como la prostitución es degradante para las mujeres, éstas son incapaces de consentir: su humillación las priva de la capacidad de consentir. Si algunas mujeres dicen que la prostitución surge de una elección estratégica por su parte, MacKinnon sólo ve falsa consciencia y, por ende, un falso consentimiento, al decir por ejemplo que ellas fueron víctimas de abusos durante la infancia. Sucede que para ciertas mujeres de clases populares, en un país como Estados Unidos, puede ser preferible ser una trabajadora del sexo a una simple trabajadora, puesto que los horarios pueden ser menos cómodos en un puesto de secretaria, sin hablar de los ingresos que son más bajos. Las elecciones se encuentran estructuradas por coacciones que se inscriben sobre todo en la economía. Ya se trate de una secretaria, de un ama de casa o de una prostituta, todas exponen su cuerpo en primera línea, todas negocian una sumisión del cuerpo a los horarios y a las condiciones de trabajo que no les ofrecen a cambio gran cosa. Había un grupo formidable llamado Coyote, que en los años ochenta luchaba por la sindicalización de las prostitutas. En cuanto había algo que hacer en torno a las condiciones económicas, de seguridad, de salud (pienso sobre todo en el sida). Para mí, resulta incomprensible que algunas feministas se desinteresen de esas cuestiones, ya que al estar demasiado ocupadas en la denuncia moral no se ocupan de las vidas concretas de esas mujeres.

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Para vincular ambas se debe observar que los dos feminismos que evoqué ignoran o, al menos, desatienden, las condiciones reales de las mujeres que participan en la industria pornográfica —sus salarios, sus contratos, su protección social. Puesto que es una industria, un enorme negocio, con beneficios considerables. Y si bien es cierto que se puede ver en esa industria una forma de violencia, no metafórica sino literal, en particular en las snuff movies, resulta obligatorio reconocer que las condiciones de trabajo varían en gran medida, en cuanto algunas son bien pagadas y otras no. Existe una distancia enorme entre la call-girl y la mujer que hace la calle, sin contar con la que se contenta con fantasmas virtuales, por teléfono u otros medios.

Ilustración de Daniel Guzmán

Tanto en Estados Unidos como en Francia, la batalla se ha librado al mismo tiempo contra la pornografía y contra la prostitución.


Entonces debemos preguntarnos en qué medida un intercambio sexual es más problemático que otras formas de intercambio económico en el mundo laboral. Sobre todo cuando hay otras situaciones en las que las mujeres apenas obtienen placer sexual. ¿Por qué no existe un estudio que compare la alienación de la sexualidad en el matrimonio y en la prostitución? La prostituta puede decir «50 dólares la mamada», o «subimos media hora». En el matrimonio no se producen esas condiciones. Y hay que levantarse, prepararle el desayuno y hacer como si él hubiera estado espléndido. Al menos en la prostitución, la mujer puede pedir a quien la mantiene que le garantice su tiempo y su trabajo. En Francia, se suele escuchar a menudo esa argumentación cuando se trata de prostitutas independientes. Depender de un proxeneta no sería como una disminución de la libertad.

¡Aunque es sobre todo por eso que se necesita un movimiento sindical! Defiendo la idea de que las mujeres deben poder controlar antes que nada las condiciones del ejercicio de sus prácticas.

Se desea a alguien por múltiples razones. Cuando alguien se quiere casar ¿Cómo elige? ¿En su compañero, una mujer busca al padre de su hijo? ¿No hay un cálculo, una apreciación social? ¿No hay elementos sociales que constituyen lo deseable y el deseo? Una vez que se admite esta construcción cultural del deseo y se les incluye en las negociaciones, la cuestión de la libertad se plantea de otra manera.

Sin embargo, una cosa es decir que fuera de la prostitución las mujeres no gozan de condiciones económicas gloriosas, ni de una vida sexual deseable, para pensar la prostitución en relación a la explotación en el trabajo o la dominación en el matrimonio. Aunque otra es la de plantear que no existe diferencia fundamental entre vender (o más bien alquilar) su fuerza de trabajo y su trabajo sexual. Es lo que un gran número de feministas rechazan, tanto en Francia como en Estados Unidos, al hablar de esclavitud.

No puedo pensar que exista, si hay un control sobre sus condiciones de trabajo, comenzando por el salario, que se pueda hablar de esclavitud. Sobre todo, dudo de que un argumento sobre la pureza, que se opone a la prostitución en nombre de una sexualidad femenina santificada, no imponga su tono de superioridad moral en detrimento de una toma de consideración sobre las condiciones económicas reales de las mujeres.

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Hoy se habla sin duda menos de una pureza femenina que en la época victoriana. No se trata tanto de plantear la virtud natural de la mujer en oposición a la lujuria del hombre para concluir que la prostitución priva a la mujer de su feminidad. Así, la sexualidad es la que remplaza a la inocencia. Lejos de asumir el puritanismo, nuestros contemporáneos le dan el más alto valor a la sexualidad. También la prostitución aparece más como una profanación de la pureza femenina, pero sobre todo como la alienación de la autenticidad sexual que nos define. Decir que la esposa no se siente a gusto sexualmente en su matrimonio no cambia nada, sin duda, responderemos que se debe comenzar por luchar contra la alienación y en cierta medida la prostitución da un buen punto de partida. En resumidas cuentas, hoy la sexualidad se encuentra más allá de la prostitución.

La sexualidad se vuelve ontológica. Vemos efectivamente grandes debates metafísicos en torno al deseo. Por ejemplo, el informe Kriegel sobre los medios de comunicación parece sugerir que el deseo está

amenazado de extinción por la pornografía. El deseo normal y normativo sería destruido por el consumo repetido y mecánico. El informe parece indicar que el deseo sería una huella fundamental de nuestra humanidad. Para otros, no sería el deseo sino el consentimiento lo que tiene suma importancia y lo que define nuestra humanidad. En ese debate, algunos aceptan y otros rechazan la idea según la cual la pornografía y la prostitución, que implican la mercantilización de la sexualidad y de todo lo que concierne al deseo, atentan contra nuestra humanidad. Sin embargo, las tomas de posición sobre la prostitución, «a favor» o «en contra» que he podido leer en la prensa francesa, parecen compartir un presupuesto que se refiere a la libertad. Para oponerse a la prostitución, en tanto que ella impide la libre expresión del deseo, se reduce el intercambio sexual mercantil a una pura coerción. A la inversa, para defender la prostitución, se hace como si la persona prostituida eligiera libremente un contrato sin ningún tipo de obligación. En los dos casos, me parece que falta el hecho de que la sexualidad es el resultado siempre de una negociación incluida en fuerzas sociales e inconscientes, que muchas veces burlan nuestras elecciones. Nuestra capacidad de actuar consiste en trazar un camino entre los deseos que son por un lado coerciones y por otro libertades. Nuestra libertad no está «libre» de condiciones sociales. Lo que hay de humano aquí es la negociación, el hecho mismo de que realicemos elecciones, de que debamos elegir, incluso cuando nuestra elección está coactada por modalidades que no hemos elegido. Rechazas entonces la metafísica del deseo que se escucha en un lado y otro de Francia.

Me parece, no obstante, que si se remplaza la metafísica por una fenomenología del trabajo sexual, se llega a conclusiones totalmente diferentes. Hay en primer lugar una variedad de profesiones, que van de la calle a las prácticas de lujo. En cuanto a la cuestión de saber en dónde está el deseo para las trabajadoras del sexo, eso conduce a respuestas complejas. A principio de los años ochenta, ayudé a algunas prostitutas que eran seropositivas, y descubrí que un gran número de


ellas eran profundamente exhibicionistas, o que estaban orgullosas de sus prácticas. Algunas odiaban a los hombres con los que trabajaban y otras no. Eran unas relaciones muy diversas, unas amaban a tal tipo y no al otro. Uno era triste, el otro divertido. En cuanto a ellos, iban por el sexo aunque algunos se quedaban sentados sobre la cama contando sus historias y se les escuchaba. La diversidad de la prostitución también es así, y ni el deseo, ni el consentimiento, se encuentran del todo ausentes. En consecuencia, tomar la prostitución por una experiencia unívoca en la que un hombre goza en detrimento de una mujer que no siente placer y que pierde su humanidad, al volverse un instrumento de la satisfacción del cliente, implica cerrar la puerta a la complejidad que ofrecería una fenomenología de las diferentes situaciones concretas. Dicho eso, evidentemente existen riesgos y peligros considerables vinculados a ese tipo de actividades, de tal manera que toda feminista digna de ese nombre debería ocuparse de la sindicalización de las prostitutas. Sobre la cuestión de la humanidad del deseo podría decir todavía algunas cosas más. Conozco una mujer que trabaja como publirrelacionista en los ambientes nocturnos. Ella acuerda favores sexuales remunerados a los hombres, por lo que entra en la categoría de «prostituida». En todo caso, es una trabajadora del sexo. Sin embargo, diferencia entre la sexualidad en la relación que tiene con el hombre al que ama y en las que se producen en su trabajo. Podemos preguntarnos entonces: ¿Qué pensamos de una vida así, dividida de esa manera? ¿Hay algo de inhumano, de degradante, o se trata de una manera de organizar la sexualidad, el amor, de manera que, por un lado, se preserva la humanidad, al mismo tiempo que se conserva una capacidad estratégica para sobrevivir económicamente, valiéndose del recurso que es su propio cuerpo? Mucha gente tiene relaciones sexuales con gente de la que no conoce el nombre. ¿Qué se puede decir de esa sexualidad sin consecuen-

cias (casual sex)? Se entra en la vida de alguien, se sale, se sirve uno del otro, por razones precisas y sobre la base del deseo. Se dirá «en cuanto hay deseo es humano». De la misma manera, se puede unir con una cena o no, eso forma parte de las motivaciones o no. Puede ser que esta persona tenga dinero, o un buen coche, se van a divertir, a dar una vuelta. ¿Estamos preparados para decir que los cálculos en principio, incluso los económicos, a corto o a largo plazo no tienen nada que ver con la sexualidad ordinaria? A veces sí, a veces no. Pero no creo que el deseo sea puro, social y psicoanalíticamente, esa concepción me parece bastante ingenua. Se desea a alguien por múltiples razones. Cuando alguien se quiere casar ¿Cómo elige? ¿En su compañero, una mujer busca al padre de su hijo? ¿No hay un cálculo, una apreciación social? ¿No hay elementos sociales que constituyen lo deseable y el deseo? Una vez que se admite esta construcción cultural del deseo y se les incluye en las negociaciones, la cuestión de la libertad se plantea de otra manera. No se trata sólo de una elección transparente. Siempre hay una cierta opacidad en el deseo, porque algunos elementos culturales trabajan nuestro deseo y contribuyen a producir los objetos de nuestro deseo. ¿Qué puedo hacer con el deseo? ¿Trabajarlo constantemente? No es una libertad pura. Es una cuestión ética, se trata de decidir las condiciones de nuestras prácticas sexuales. Se trata de un desplazamiento, de la metafísica a la ética.

Sí, y la cuestión es ¿qué elecciones puedo hacer, dada mi construcción y mi posición? ¿Partiendo de un contexto preciso, cómo puedo aumentar mi parte de autonomía? • © Vacarme Traducción de Hero Suárez

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Fondo de Cultura Económica

DAMIÁN ORTEGA Módulos de construcción. Textos críticos

Presentación de libro Sábado 25 de noviembre, 2017 19:30 horas

Presentan: Damián Ortega, Luciano Concheiro y Luigi Amara

Salón Antonio Alatorre, planta alta, Expo Guadalajara

Modera: Nelly Palafox

Feria Internacional del Libro de Guadalajara


El país misterioso

de Gustave Moreau

Marcel Proust

N

Un cuadro es una especie de aparición de un fragmento de un mundo misterioso del que conocemos algunos fragmentos, que son las telas del mismo artista. Estamos en un salón, conversamos, y de pronto levantamos los ojos y percibimos una tela que no conocemos y que, sin embargo, ya reconocemos, como el recuerdo de una vida anterior.

o siempre podemos concebir con facilidad cómo ciertos pájaros volando fuera de un paisaje, un cisne elevándose desde el río hasta el cielo, una cortesana tomando aire en medio de los pájaros y de las flores sobre una alta terraza, son la ocupación incesante de los pensamientos de un gran espíritu, se hallan como su carácter esencial en todas sus telas, y son la admiración de la posteridad, el placer exclusivo de cierto aficionado que sólo tiene sus obras, que encuentra con placer en La Descente de croix el cisne que también está en L’Amour et les Muses y, con un placer inverso e idéntico, se complace por tener el único pájaro azul que ha pintado. Es inútil preguntar lo que el maestro se propuso hacer, no es posible respondernos, porque él sólo pudo responderse a sí mismo haciendo esta Courtisane sur sa terrasse, durante la noche, y el vuelo de ese cisne señalado por las Musas, imágenes posiblemente lo más exactas de lo que entrevió, y sin duda infinitamente más exactas que una explicación, porque decir lo que queremos hacer al final no es nada, eso podemos hacerlo a cada instante, mientras que para rehacer la idea que apareció frente a nosotros necesitamos esperar la inspiración, trabajar para volverla a ver, para aproximarnos y, basados en ella, pintar. Pero esos paisajes de Moreau son a tal punto el paisaje en el que cierto dios pasa, en el que cierta visión aparece, y el rojizo del cielo parece ahí un presagio tan seguro, y el paso de un gamo un augurio tan favorable, y la montaña un lugar tan consagrado, que un paisaje puro parece a su lado muy vulgar y como desintelectualizado, como si las montañas, el cielo, las bestias, las flores hubiesen sido vaciadas en un instante de su preciosa esencia de historia, como si el cielo, las flores, la montaña no llevasen más el sello de una hora trágica, como si la luz no fuese aquella donde pasa el dios, donde aparece la cortesana, como si la naturaleza desintelectualizada se volviese al instante vulgar y más vasta, los paisajes de Moreau estando generalmente estrechados en una garganta, encerrados por un lago, por doquier donde lo divino en ocasiones se ha manifestado, a una hora incierta que la tela eterniza como el recuerdo del héroe. Y al igual que ese paisaje natural y que parece sin embargo consciente, al igual que esas montañas cuyas nobles cimas donde se reza y donde se elevan templos son casi templos, al igual que esos pájaros tal vez ocultando el alma de un dios, con una mirada que parece humana a tra-

vés de su disfraz y cuyo vuelo parece dirigido por un dios que advierte, el rostro mismo del héroe parece participar también vagamente del misterio que toda la tela expresa. Porque la cortesana tiene aire de ser cortesana de la misma forma que el pájaro vuela, por un destino que no es en lo absoluto el efecto de su elección o de su naturaleza, pero su rostro es triste y hermoso, y ella observa tejiendo sus cabellos entre sus flores; y la Musa, a pesar ella, tiene aire de estar de paso, modulando un canto con su lira; y san Juan cuando mata al Dragón tiene aire de asumir con calma su propia valentía y de ser el lugar legendario y vagamente soñador de ese acto mitológico, como las montañas donde pasa, como el caballo feroz y dulce, acorazado con pedrerías y lanzando miradas irritadas, que se alza, cuadros antiguos que reconocemos enseguida que no son de un antiguo, sino de ese hombre que, solo, cuando pintaba sus sueños, unía esos drapeados rojos, esos vestidos verdes incrustados de flores y de piedras, esas cabezas graves de cortesanas, esas cabezas dulces de héroes, esos desfiles que son el país donde ocurren todas las cosas que pinta, porque la vida no se ha retirado de las cosas e infundido toda en los seres, porque la montaña es legendaria y la persona tan sólo es legendaria, porque lo misterioso de la acción está expresado a través de todo lo que está reservado a la figura de la persona, el héroe que tiene el aire dulce de una virgen, la cortesana que tiene el aire grave de una santa, la Musa que tiene el aire insignificante de una viajera, no esclarecen la acción que parecen no acometer, a través de todo lo que reserva de complicidad el paisaje, porque los antros ocultan monstruos, porque los pájaros dicen augurios, porque las nubes gotean sangre, y porque la hora es misteriosa y parece enternecerse en el cielo de lo que se ha cumplido misteriosamente sobre la tierra. Un cuadro es una especie de aparición de un fragmento de un mundo misterioso del que conocemos algunos fragmentos, que son las telas del mismo artista. Estamos en un salón, conversamos, y de pronto levantamos los ojos y percibimos una tela que no conocemos y que, sin embargo, ya reconocemos, como el recuerdo de una vida anterior. Esos caballos con aspecto indomable y tierno, enjaezado con piedras preciosas y con rosas, ese poeta con figura de mujer, un abrigo de un azul oscuro y una lira en la mano, y todos esos hombres imberbes con figura de mujer, coronados de hortensias e inclinan-

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Para un escritor sólo es real aquello que puede reflejar individualmente su pensamiento, es decir, sus obras. Que sea embajador, príncipe, célebre, eso no es nada. Que su vanidad de hombre lo busque, eso puede ser funesto para el escritor, pero quizá sin ello se dejaría aniquilar por la pereza o embrutecer por el exceso o consumir por la enfermedad. Pero, al menos, debería saber que nada de eso tiene realidad literaria.

do ramas de nardos, ese pájaro también de un azul oscuro que sigue al poeta, el pecho del poeta que, hinchado por un canto grave y dulce, tiende las ramas de las rosas que lo ciñen, y el color de todo eso, el color de un mundo donde cierto color tiene, no el color que tiene en el mundo, sino el color que tiene en esta tela, y más aún la atmósfera intelectual de ese mundo donde el sol se pone continuamente, donde las colinas salvajes tienen en su frente templos y donde, si un pájaro sigue a ese poeta y si una flor crece en ese valle, es en virtud de otras leyes diferentes a las de nuestro mundo, leyes que permiten al pájaro distinguir al poeta, seguirlo, permanecer junto a él, de forma tan perfecta que en su vuelo, que bate a su alrededor, hay una especie de sabiduría preciosa, y que esa flor crece en ese valle cerca de esa mujer porque esa mujer debe morir, que esa flor es la flor de la muerte y que en el hecho de que haya crecido ahí, hay como un presentimiento, y en su rápido crecimiento como una especie de amenaza creciente, y que ella parece mirar, sentir su último momento. De inmediato reconocemos que lo que vemos ahí sin nunca haberlo visto, por haber tenido ya algunas apariciones de ese mundo extraño, es un Gustave Moreau. El país, cuyas obras de arte son apariciones fragmentarias, es el alma del poeta, su alma verdadera, la que está en lo más profundo de todas sus almas, su patria verdadera, pero donde sólo vive en raros momentos. Es por eso que el día que las ilumina, los colores que ahí brillan, los personajes que se agitan ahí, son un día, colores y seres intelectuales. La inspiración es el momento en que el poeta puede penetrar en la más profunda de sus almas. El trabajo es el esfuerzo por permanecer ahí enteramente, por no mezclar nada del exterior, mientras escribe o pinta. De ahí esa corrección de las palabras, colores frente a un modelo que para el poeta es tan real, tan imperioso como para el pintor, para el pintor tan intelectual, tan personal como para el poeta. También nosotros amamos verlas, esas telas traídas por el poeta del país misterioso al que puede acceder, y que conservan de ahí una especie de color misterioso, deslumbrado de volver a la luz, en medio de las realidades del mundo, no el verdadero, sino el más vulgar, el que corresponde a nuestra alma más exterior, la que en el poeta es casi semejante a la de los otros hombres. Hela aquí frente a mí, inmovilizada por siempre a través del prisma impenetrable de sus

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tiernos colores, pero tan fácil de romper, la que hace apenas un momento flotaba tan rápido en el alto pensamiento de Gustave Moreau, delicada medusa ahora en la ribera, pero que no ha perdido nada de la fresca palidez de sus matices azules. Le Chanteur persan, se nombra. Y, en efecto, canta, ese caballero de rostro de mujer y de sacerdote, con insignias de rey, que sigue al pájaro misterioso, frente a quien las mujeres y los sacerdotes se inclinan e inclinan las flores, y que mira a su caballo con un ojo donde vive el espíritu que circula todavía en toda la naturaleza, con un ojo tierno como si él lo amara, levantando hacia él su hocico indomado como si él lo odiara y debiera devorarlo. Canta, su boca está abierta, su pecho hincha las ramas de rosas que lo enlazan. Es el momento en que perdemos pie, en que no estamos ya en tierra firme, en que el barco puesto en el mar flota y ya milagrosamente avanza, donde la palabra, elevada por las corrientes rítmicas, se vuelve canto. Y esa palpitación visible se levanta eternamente en la tela inmóvil. Es así como los poetas no mueren enteramente y su alma verdadera, esta alma, la más interior y la única donde se sienten ellos mismos, nos es de alguna forma preservada. Creíamos al poeta muerto, vamos a hacer un peregrinaje al Luxemburgo como vamos frente a una tumba simplemente, vamos simplemente, como una mujer llevando la cabeza muerta de Orfeo, frente a la Femme portant la tête d’Orphée y nosotros vemos en esa cabeza de Orfeo algo que nos mira, el pensamiento de Gustave Moreau pintado en esa tela que nos mira con esos hermoso ojos de ciego que son los colores pensados. El pintor nos observa, nosotros no osamos decir que él nos mira. Y, sin duda, no nos mira, pero nosotros, todo lo amado que le fuésemos, somos tan poca cosa para él. Su visión continúa siendo vista, está frente a nosotros, eso es todo lo necesario. La casa de Gustave Moreau ahora que está muerto se convertirá en un museo. Es lo que debe ser. Ya en vida la casa de un poeta no es totalmente una casa. Por una parte, sentimos que lo que ahí ocurre ya no le pertenece, ya es de todos, y que casi nunca es la casa de un hombre, casi nunca, es decir, cada vez que se convierte en su alma más profunda. Es como los puntos ideales del globo, como el ecuador, como los polos, el lugar donde se encuentran las corrientes misteriosas. Pero es en un hombre donde a veces se agita esta alma. Sin duda ese hombre queda de alguna forma santificado. Es una especie de sacerdote cuya vida está destinada a servir a esa divinidad, a alimentar a los animales sagrados que le gustan y a esparcir los perfumes que facilitan sus apariciones. Su casa es en parte iglesia, en parte la casa del sacerdote. Ahora el hombre está muerto, sólo queda lo que pudo separarse de lo divino que había en él. A través de una violenta metamorfosis, la casa se ha convertido en un museo aun antes de haber sido dispuesta para ello. Sólo queda por hacer de la cama, horno. Aquel que por momentos era dios y vivía para todos, sólo es


dios, ya no existe para sí sino para los otros. Nada en él podría recordarle a aquel que ya no existe. La barrera del yo individual donde era un hombre como los otros ha caído. Llévense los muebles. Sólo son necesarias las telas que se refieren al alma interior donde él accede, y nos hablan a todos. Cada vez más se había esforzado en abatir la barrera del yo individual, tratando a través del trabajo de excitar la inspiración, es decir, de hacer cada vez más frecuentes los momentos en que podía acceder a su alma interior, ese mismo trabajo gracias al cual intentaba fijar la imagen intacta sin que nada del alma vulgar se introdujera. Poco a poco los cuadros ocupaban todas las habitaciones y quedaban muy pocas en donde pudiese refugiarse el hombre que quería cenar, recibir a sus amigos, dormir. Poco a poco se volvían más raros los momentos en que no estaba invadido por su alma interior, en que aún era el hombre que también era. Su casa era ya casi un museo, su persona no era más que el lugar donde se cumplía una obra. Forzosamente es así en aquellos que tienen un alma interior, en la que pueden algunas veces penetrar. Una alegría secreta les advierte que los únicos momentos verdaderos son aquellos que pasan ahí. El resto de sus vidas es una especie de exilio casi siempre voluntario, no triste, sino gris. Porque son exiliados intelectuales; desde el momento en que están exiliados, pierden de golpe el recuerdo de su patria y sólo saben que tienen una, donde es más dulce vivir, pero no saben cómo volver a ella. Y también que, desde el momento en que desean otro lugar, ya se han ido, porque el deseo de algo más es el exilio de un país que es un sentimiento. Pero mientras siguen siendo ellos mismos, quiero decir, cuando no son exiliados, cuando son su alma interior, actúan en virtud de una especie de instinto que, como el de los insectos, está acompañado de un secreto presentimiento

«Joven traciana sosteniendo la cabeza de Orfeo», Gustave Moreau, 1875

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de la grandeza de su tarea y de la brevedad de su vida. Y, entonces, abandonan todas las otras tareas para crear la morada donde vivirá su posteridad, y para depositar esa posteridad, preparados para morir después. Vean el ardor que el pintor tiene al pintar su tela y díganme si la araña tiene más al tejer la suya. Y todas las almas interiores de los poetas son amigas y se llaman las unas a las otras. Yo era un hombre como todos los demás en ese salón, levanté los ojos y vi el Chanteur indien que no escuchaba, que no se movía, pero cuyo pecho hinchaba las rosas que lo cubrían, y frente a quien las llamas hacían inclinarse a las flores. De inmediato en mí el cantor se despertó. Y, mientras estuvo despierto, nada pudo distraerlo de cuanto debía decir. Y un instinto secreto me advirtió, palabra a palabra, la palabra que debía decir. Y pensamientos más brillantes me llegaron, razones que me hicieron parecer más inteligente, yo los escuchaba sin poderme alejar de la tarea invisible y propuesta. Porque el cantor que está en mí es dulce como una mujer, pero también es grave como un sacerdote. Y es porque ese misterioso país que se extiende frente a nosotros existe realmente, cuando lo atravesamos al galope con una ebriedad tal que todas las telas que de ahí traemos, si realmente hemos ido a buscarlas ahí mismo, es decir, si fuimos realmente inspirados, y si tuvimos el cuidado de no mezclar nada del alma vulgar, es decir, si fuimos precavidos, si trabajamos, se asemejan entre sí. Y, por eso, cuando levanté los ojos en ese salón y vi al grave y dulce cantor en su caballo con el hocico feroz y los ojos tiernos, aparejado con rosas y piedras preciosas, levantando en su pecho gracias al impulso de un ritmo inesperado las rosas que lo rodeaban, seguido del pájaro que lo conocía, frente a una habitual puesta de sol, pude decir: es un Gustave Moreau. Es aún más bello quizá que los otros, que son como hermosas palabras frente al canto. Como el pecho rodeado de rosas del joven cantor, está levantado por el entusiasmo. Pero, como los otros, del país donde los colores tienen ese color, donde los poetas tienen un rostro de mujer y las insignias de los reyes son amadas por los pájaros, conocidas por los caballos, cubiertas de piedras preciosas y de rosas, es decir, donde la alegoría es la ley de las existencias. Al recordar lo que sentí frente a ese Gustave Moreau, yo, que tengo impresiones como esa una vez cada año, envidio a las personas cuya vida está tan bien ordenada que cada día pueden consagrar algún tiempo a las alegrías del arte. Por momentos, sobre todo cuando veo cuán poco son interesantes, en otros aspectos, con respecto a mí, me pregunto si acaso no dicen haber tenido tan frecuentemente esas impresiones justo porque no las han tenido nunca. Aquellos que han amado una vez, saben cuánto los fáciles apegos a los que damos el nombre de amores, son inferiores al amor verdadero. Quizá si estuviese en poder de todos ser golpeados por el amor de una obra de arte, como está en poder de todos (al menos eso parece) ser golpeados por el amor de una persona de otro sexo (hablo del verdadero amor), sabríamos cuán raro es el verdadero amor por una obra de arte y cuán lejos están de ese amor los innumerables gozos artísticos de los que hablan las personas talentosas y con una vida ordenada armoniosamente.



Para un escritor sólo es real aquello que puede reflejar individualmente su pensamiento, es decir, sus obras. Que sea embajador, príncipe, célebre, eso no es nada. Que su vanidad de hombre lo busque, eso puede ser funesto para el escritor, pero quizá sin ello se dejaría aniquilar por la pereza o embrutecer por el exceso o consumir por la enfermedad. Pero, al menos, debería saber que nada de eso tiene realidad literaria. Es lo que me molesta en Chateaubriand, que parece contento de haber sido un gran personaje. Aun gran personaje literario, ¿qué importa? Es una visión materialista de la grandeza literaria y, por consecuencia, falsa, porque ella es completamente espiritual. Sin embargo, tiene una hermosa figura y en su encanto hay grandeza. Pero no porque fuese noble, sino porque tenía la imaginación noble. ¿Las circunstancias no son nada? Hay momentos en que parece que sí. Sin embargo, Rodenbach dice que Baudelaire fue Baudelaire porque estuvo en América.* Para mí, las circunstancias son algo. Pero una circunstancia es un décimo de suerte, y mi disposición son los nueve décimos restantes. Ese Gustave Moreau visto en un día de extrañeza, de disposición para escuchar las voces interiores, valió todo el viaje a Holanda hecho rápidamente, el corazón atento pero cerrado… Gustave Moreau ha intentado muchas veces, en sus cuadros y en sus acuarelas, pintar esta abstracción: el Poeta. Dominando sobre un caballo aparejado con piedras, que voltea hacia él un ojo amoroso, la multitud arrodillada donde reconocemos las diversas castas de Oriente, mientras que él no pertenece a ninguna, envuelto en blancas muselinas, junto a él la lira, respirando con una gravedad apasionada el perfume de la flor mística que tiene en la mano, el rostro lleno de una dulzura celeste, nos preguntamos, observando bien, si ese poeta no es una mujer. Quizá Gustave Moreau quiso decir que el poeta contiene en él a toda la humanidad, y debe poseer las ternuras de la mujer; pero si, como lo creo, quiso envolver también el rostro de

poesía, las vestimentas, la actitud de aquel cuya alma es poesía, es sólo porque situó esta escena en la India y en Persia, y así ha podido dejarnos dudando en cuanto al sexo del poeta. Si hubiese querido pintar su poeta en nuestra época y en nuestros países y rodearlo sin embargo de una preciosa belleza, habría estado obligado a hacer una mujer. Aun en Oriente, aun en Grecia, muchas veces lo intentó. Entonces, es una poeta lo que nos muestra, siguiendo con una Musa el púrpura de un sendero montañoso, donde pasa a veces un dios o un Centauro. Es, en una acuarela enmarcada de flores como una miniatura persa, la Péri, la pequeña música de los dioses que, montada sobre un dragón, elevando frente a ella una flor sagrada, viaja en pleno cielo. Y, siempre, en una u otra de esas figuras a las que el arte del pintor ha dado una especie de belleza religiosa: en el poeta subyugando a la multitud con su elocuencia, en la poeta inspirada y en la pequeña viajera del cielo persa cuyos cantos son el encanto de los dioses, siempre creí reconocer a Madame de Noailles. No sé si Gustave Moreau sintió cuánto, a través de una consecuencia indirecta, esa bella concepción del Poeta-mujer era capaz de renovar un día la economía de la obra poética misma. En nuestra triste época, bajo nuestros climas, los poetas, digo los poetas-hombres, en el momento mismo en que arrojan sobre los campos en flor una mirada extasiada, están obligados de alguna forma a retirarse de la belleza universal, a excluirse, con la imaginación, del paisaje. Sienten que la gracia de la que están rodeados se detiene en su sombrero melón, en su barba, en su binóculo. Traducción de Ernesto Kavi * NdT. Pequeño lapsus de Proust, pues Baudelaire nunca estuvo en América.

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Muslámenes. Novela por entregas Por Daniel Saldaña París

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rimera constatación: estar muerto es casi tan aburrido como estar vivo. Me resulta imposible calcular el tiempo que ha pasado desde que chupé faros: por momentos me parece que son semanas y luego tengo la impresión de que no han transcurrido más que unos cuantos segundos. Yo esperaba una experiencia de desdoblamiento más o menos evidente: ver mi cuerpo exangüe sobre la banqueta y ascender, como un ángel o un aroma, hacia una realidad más pura y luminosa. Por desgracia no hubo nada de eso, ni trompetas celestiales ni revelaciones importantes sobre el sentido de la vida. No vi pasar ante mis ojos la película de mi triste biografía —que por otro lado no se presta mucho a adaptaciones cinematográficas— ni se abrió un túnel de gracia entre la densa nevada montrealense para ofrecerme un viaje gratis a otro mundo. Desde que morí, sólo he podido sentarme en las bancas de los parques, como si cualquier otra sección de la ciudad me estuviera vedada. No hay nadie que vigile mis andares, pero una fuerza que viene de mi interior me obliga a caminar sólo por ciertas calles, de un parque a otro. Segunda constatación: los muertos siguen sintiendo frío. Confiaba en librarme al menos de ese contratiempo, pero la nieve me sigue castigando y tirito de un parque a otro sin poder meterme a ningún restaurante. Después de luchar ávidamente contra la fuerza extraña que dirige mis paseos, logro volver a las inmediaciones del Consulado General de México, donde morí hace poco. Pienso que a lo mejor si el Cónsul me recibe puede hacer algo por mi situación. Se sabe que entre las labores consulares está la repatriación de restos físicos

de los connacionales fenecidos; quizás algún subíndice de algún tratado internacional suscrito hace diez años hace extensiva la repatriación a los remanentes espirituales. Puesto a pasar la eternidad vagando, preferiría hacerlo en un clima templado. Por desgracia, no consigo trasponer la puerta del Consulado, así que sigo de largo. Pronto descubro que la fuerza que decide el rumbo de mis pasos me impide entrar a casi cualquier edificio, con la salvedad del Museo de Ciencias Naturales de la Universidad de McGill y la Gran Biblioteca. Ésta última es mi refugio favorito. Sospecho que muchos de los personajes que suben y bajan por sus escaleras son, como yo, muertos que entran para sacudirse el frío. En el piso cuarto de la biblioteca hay una sección de películas y una sala donde uno puede meterse a verlas. Forzando un poco mi suerte pruebo a ver si mi credencial de la biblioteca sigue siendo válida pese a que estoy muerto: por fortuna parece que no han actualizado su sistema, así que puedo encerrarme a ver películas todo el día. Por proceder sistemáticamente decido comenzar con los inicios del cine y avanzar hacia el presente, hasta haber visto el catálogo entero. Veo los cortos de los hermanos Lumière, el Viaje a la luna de Méliès y una compilación de cortometrajes pornográficos de comienzos del siglo xx que me generan cierta nostalgia por estar vivo. A las seis de la tarde cierran la biblioteca y vuelvo a salir al frío. Camino con desgano siguiendo el dictado de un ser invisible: regreso a las bancas nevadas de los parques, donde me acurruco, o al museo de ciencias naturales, donde dormito junto a un oso disecado. Los otros muertos que me cruzo me saludan con un movimiento de cabeza, pero en general tienen pinta de antipáticos. •

Desarrollismo • Por donDani 43

Amo estos autos estilo americano que no traen frenos ni reversa.


La calle Claudina Domingo

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o hacer nada, no pensar nada. Dónde habré agarrado esa idea. El gato veloz que cruza la calle no necesita ideas. «A la prisa la antecede una exigencia». Ya se detuvo, buscando algo, y sigue su carrera. Quizá piensa que lo sigo. No manosear las cosas en la cabeza o terminaré recordando si de verdad me acosté con Gabriel. Para estar cruda apenas me siento somnolienta, como si anduviera arrastrando el cuerpo con la cabeza. Al fin llego a la Avenida, a unas cuadras está el metro y a la izquierda el departamento donde viví tres años. No está mal la luz, para una mañana sin cuerpo. El sol todavía apunta en diagonal cargado de jugo de mandarina. «¡No lo toques; no lo toques!». En un segundo piso, el gato pardo se contorsiona entre las manos de un niño. El rabo se agita como una larva; el felino gira el pescuezo de un lado a otro mientras las manos le sostienen el cuerpo. Una risa sin rostro hace su escalera de lo grave a lo agudo mientras el gato mira, asombrado, el rostro del niño que yo no veo. Cuando la risa ya es estridente se desploma en un silbido exangüe. Las manos sueltan al gato, que entra corriendo al departamento donde se oyen más voces destendiendo su escándalo y luego peltres y porcelanas cayendo en la frescura de la mañana. El niño da la media vuelta y mira la ciudad antes de meterse al departamento también. Debo estar más dormida de lo que creo porque podría jurar que tenía bigotes, largos bigotes de gato junto a la boca. Al fin siento la cara conforme me alejo sonriendo. Mi sonrisa es un ligero navajazo. ¡Bigotes de gato! Quizá, poco a poco, pueda sentir las manos o las piernas, aunque no está mal andar así, moviéndome con el pensamiento amodorrado. Al final de la avenida, la calzada lanza de un lado al otro la liga anaranjada del metro. Qué extraño; yo vivía cerca de un metro subterráneo. En los balcones hay jaulas donde los pájaros tejen sus trinos; hay uno con dos tonos que empieza el diálogo y otro con tres, más bajos, que responde; entre los dos remedan un lento columpio. Azul pálida, deslavada, la casona de la esquina de la que cuelgan los gorjeos. Parte del techo está destruido. En la terraza que hay debajo se cuelan profusos goterones de sol sobre sábanas tendidas y helechos verdes y amarillos que bendice un brazo con una regadera. La mujer que los riega

Su sonrisa y su gesto me hacen reír y me acerco al armatoste, a donde tengo que trepar para alcanzar el colchón que hay dentro. Él sube justo después de mí, y su cuerpo me obliga a darme prisa para sentarme sobre los talones en el extremo profundo del sitio.

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se detiene, me mira observarla y sonríe. «Entra, está abierto». Cruzo la calle lo más rápido que puedo, pero las piernas todavía no se aparecen del todo en mi cuerpo. Tanto tiempo, tantos y tantos malentendidos pero al fin veré de nuevo a Olga: sus ojos grandes delineados en el párpado inferior con una gruesa línea negra, sus cabellos rizados también negros; su tristeza que se desplegaba bajo la mía para recibirla sin miedo al vacío. El lugar, que parece una casona novohispana, es un edificio medio derruido que han adaptado para vivir en él como si fuera una gran vecindad. Hay un boquete en el último piso que tiene hijos en los pisos inferiores, aunque no en los mismos sitios, y así la luz se cuela como si en el sótano una pileta de agua lanzara reflejos bamboleantes de claridad sobre las paredes y los techos. Una humedad de helechos y enredaderas se arrastra por los pasillos de los pisos inferiores, pero conforme subo las escaleras las copas de oro amarillas y las oaxaqueñas moradas se lanzan de improvisados barandales y ventanas. Justo ahora se me ocurre que no me fijé si Olga estaba en el piso tercero o en el cuarto. Empujo una puerta entornada que tengo a mi derecha. Adentro hay, a la izquierda, un pequeño altar a Buda. Una niña duerme en un sillón en la sala y más allá se encuentra la terraza con los helechos que Olga regaba vestida con una larga túnica violeta. Ahora me muevo como si me hubieran prestado un cuerpo dos tallas más grande. En la terraza se amontonan unas sobre otras varias colchonetas, lo que me recuerda el cuento infantil de la princesa y el guisante, con la diferencia de que si nadie mete los colchones bajo techo en julio quedarán hechos una sopa bajo los boquetes del cieloraso. Olga no está en el balcón pero sí las aves en sus jaulas, empeñadas en su conversación monótona. De lejos había tenido la impresión de que eran aves exóticas; ahora me encuentro dos canarios, uno rojo como un carbón vivo y otro amarillo como yema de huevo, cada uno en una jaula idéntica. Olga no está. Entro al salón donde la niña duerme. Intento despertarla pero apenas se mueve cuando la sacudo. De cualquier manera, es demasiado pequeña para poderme ayudar. Salgo por la puerta de nuevo hacia los pasillos. Subo al siguiente piso, donde escucho niños desayunando entre risas y gritos y dos mujeres pelean en el pasillo por una cubeta de agua. En el último no habita nadie: los agujeros en el techo son demasiado grandes para permitir


la vida bajo ellos. Pero los suelos están sembrados de muñecas y carritos. Quizá los niños suben a jugar y luego olvidan esta civilización fantasmagórica de juguetes. Es probable que Olga haya salido justo cuando yo subía las escaleras, pero entonces por qué me habría pedido que subiera a verla. —Disculpe, ¿dónde vive Olga? La mujer, alta y bronceada, me mira como desde el último brazo de Orión, se encoge de hombros y se da media vuelta. De pronto me invade un desgano interminable que a falta de torso para explayarse se abre en mi garganta y en mis ojos y me adormila todavía más. Tengo que salir de aquí y llegar pronto a un parque (o volver a mi casa) para acostarme a dormir un rato. El día se nubló; ahora el cielo tiene esa cara de aburrimiento previa a la melancolía que tienen los días de verano, cuando a la ciudad le pesa el hecho de estar condenada a las alturas pero también a los horarios. Camino hacia la Calzada y cruzo el puente peatonal sobre las vías del metro. Ya voy sintiendo los pies (al menos la trepidación bajo ellos). Debería estar en casa, pintando. Una pandilla de perros pasa en la calle perpendicular. ¿Serán las ciudades las que les hacen esto a los animales y hasta ellos llevan prisa o más bien es que uno aprendió de ellos a correr, a hacer un montón de cosas de nada? «H» dice, así, con las comillas puestas, una cartulina colocada afuera de un zaguán negro. Por encima de él pende una gloria frondosa; les gusta el verano para acaparar con sus ramas y su multiplicidad de estrellas techos, balcones y bardas. Al quitar los ojos de la enredadera éstos caen un metro más abajo donde el hombre me mira sin pestañear. Debo parecer una loca: clavada a la mitad de la calle mirando hacia una barda. Pero él no me mira como si fuera una loca. En sus ojos negros y grandes, almendrados, en su boca fina y un tanto dura el deseo ha reventado su puesto. Es alto y delgado y el rostro, aunque frío, tiene ojos intensos. Sonrío, por propiciar aunque sea una

Ilustración de Elian Tuya

sonrisa de su parte y quebrar la densidad de su mirada. Él me mira y luego observa el piso junto a sus zapatos. Avanzo sin que me preocupe estar cumpliendo la orden de un extraño. Podría seguir mirando esos ojos intensos todo el día. —Vamos —dice, cuando estoy junto a él, en la acera y toca el timbre del zaguán. Estoy a punto de preguntar a dónde vamos o si conoce a alguien en la casa cuando la puerta hace un ruido y se abre automáticamente. El hombre cruza antes que yo el umbral. Tras éste, un patio pequeño de pisos levantados por raíces guarda en sus rincones cubetas sembradas de bulbos y plantas de sombra. El hombre voltea a mirarme desde una puerta interior, hacia donde camino ahora. Nos internamos en una sala con sillones recubiertos de un terciopelo azul cielo que lleva años bajo la caricia del polvo. Las piezas (el sillón largo, la plaza de dos piezas, el individual) están repetidos al menos una vez y hacen una masa de azul y café por la que se atraviesa en un caminito para una persona. Sigo al hombre y al mirarlo por la espalda su suéter a rayas violetas y negras me intenta recordar… pero que se me escapa. Damos vuelta a la izquierda al llegar a una puerta abierta. Aquí hay más espacio. Quizá quien ponía orden en la casa decidió vaciar esta habitación mientras acomodaba las otras y dejó aquí las vidrieras. Me asomo a una de ellas, donde unos viejos aretes con racimos de perlas de río duermen de costado junto a un brazalete de marfil. La mano, de dedos finos y largos, me toma del brazo. El hombre parece leer mi mente porque me dice: «Ya falta poco», con una voz tersa y elegante. Camino ahora junto a él, que al llegar a un costado de la sala se detiene, casi respetuosamente, junto a una

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pesada puerta de madera oscura. Endereza la espalda antes de girar la perilla y se desliza antes que yo. Espera a que yo haya entrado para cerrar la puerta. En una sala amplia cuyos ventanales dan hacia el patio están alineadas en dos hileras cunas de madera de pino techadas que le llegan al hombro a mi acompañante. Me sonríe y saca de su pantalón unas monedas, que deposita en una ranura del mueble que tiene a mano. El sarcófago mecánico se abre, primero de la parte superior y luego por enfrente. —Primero las damas —me dice, con una sonrisa amplia y afectuosa, mientras su mano hace un movimiento hacia atrás, entre galán y torero. Su sonrisa y su gesto me hacen reír y me acerco al armatoste, a donde tengo que trepar para alcanzar el colchón que hay dentro. Él sube justo después de mí, y su cuerpo me obliga a darme prisa para sentarme sobre los talones en el extremo profundo del sitio. El tálamo se vuelve a cerrar en torno a nosotros. Una iluminación cuya fuente no identifico amortigua el encierro donde estamos y se cierne sobre la techumbre y paredes de madera tallada, donde un escultor libidinoso grabó a hombres y mujeres penetrándose y sorbiéndose los sexos. —Es como estar —le digo, bajando la voz ante lo cavernoso de mi eco— en una casita de juguete… pero de Kamasutra. Los dos reímos con la ocurrencia. Nos tendemos de costado uno frente a otro y apenas ahora se me ocurre preguntarle su nombre, pero no responde, sólo sonríe y en sus labios finos la saliva brilla. Lo beso. Sus manos me acarician en trazos amplios y sencillos: primero el pelo, luego el pecho, el vientre, el pubis y los muslos. Nos desnudamos trabajosamente dentro del sarcófago. —Se ve que en esto no pensaron —le digo, nerviosa de ser la única que llena el silencio. Él sigue sonriendo como un niño tímido. Me tiende de espaldas con un solo movimiento y me mira con los ojos muy abiertos mientras me penetra. Arriba, en la techumbre de

SPDISTRIBUCIONES

dos aguas, las figuras femeninas remedan mi boca abierta, sólo que en la madera hay unos amantes sentados y otros de pie, algunos de cuclillas. Nosotros, por intervalos, sólo podemos montarnos el uno al otro. El hombre me mira con los ojos muy abiertos como si fuera la primera vez que estuviera con una mujer, aunque eso es imposible dada la naturalidad con que llegamos hasta aquí. Su sexo se hunde en el mío con eficacia y simpleza. Me coloco a cuatro patas para dejar de ver sus grandes ojos mirarme con fijeza. Las figuras talladas siguen haciendo gestos y piruetas por todo el entramado. Escucho mi respiración agitarse y volver, caer casi en las sombras y desde allí me acerco al filo de un orgasmo que se me escabulle en la luz ocre cuando abro de nuevo los ojos. El hombre aumenta la velocidad y resopla y resuella mientras me sujeta las caderas con violencia. En el silencio cavernoso escucho su grito breve y siento su cuerpo desprenderse del mío. Sonríe de nuevo mientras me mira vestirme y se viste con rapidez. Cuando se acomoda el suéter sobre la camisa, un pitido nos anuncia el fin de nuestro tiempo y la cápsula se abre de nuevo. Tropiezo al bajar; me recupero justo a tiempo para ponerme los zapatos. —Ha sido un placer —le digo bromeando, convencida de que no importa qué diga él contestará con una sonrisa. En efecto, sonríe e inclina el cuerpo con galantería. Atravesamos de nuevo las salas a medio vaciar, tan rápido y distraídamente que olvido llevarme el brazalete de marfil. Nadie lo hubiera notado. Sólo cuando estamos en el zaguán el hombre vuelve a hablar: —Creo que te perdiste. El metro subterráneo queda del otro lado de la Calzada, pero ya es tarde para tomarlo. Mejor ve a la esquina y toma el pesero que sale allí, también pasa por Pino. —Claro —le respondo, mientras lo veo dar la media vuelta, y sólo hasta que subo al camión comienzo a preguntarme cuándo le dije dónde vivo. • Fragmento de la novela Dónde

Disponibles en el Stand L1 de la FIL Guadalajara


La pared blanca de la habitación Carlos Manuel Álvarez

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…y está obligado el ojo a ver, a ver, a ver. Heberto Padilla

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n la pared blanca de mi cuarto hay grietas evidentes, de determinado grosor, que podrían despertar sospecha o incluso miedo, si tenemos en cuenta lo que ha sucedido. La cal está levantada a la altura del techo, y detrás de una silla en la que se va amontonando la ropa sucia, hasta que de vez en vez decido darme una vuelta por la lavandería, hay otra rajadura aún más violenta, con un recorrido accidentado de ascensos y descensos que llega casi hasta el marco del clóset. Esta última grieta comienza en un hoyo que nunca resané, luego de haber lanzado contra la pared no recuerdo qué cosa hace ya un tiempo. Quizá un vaso en un acto de furia. Eso quiere decir que nada es en vano. Mi rabia se esfumó al rato, pero meses más tarde hubo una consecuencia. Han pasado ya algunas noches desde que el 19 de septiembre de 2017, a la una y catorce de la tarde, la tierra temblara de modo salvaje en Ciudad de México. Yo vivo en la calle Eugenia, eje 5 Sur, muy cerca de la Avenida Coyoacán. No es cualquier sitio. Debido a los destrozos, la zona se mantuvo cerrada al tráfico durante varios días. Desde entonces, no he dejado de encontrar grietas en todo el apartamento: pequeñas hendiduras en el cemento, rayas mínimas en la pared, algún tajo cualquiera en algún lugar del techo. No hay nada significativo en esto, salvo el hecho de que alguien lo descubra. Luego observo por un rato, como si pudiera adivinar dónde va a quebrarse la estructura en caso de un nuevo temblor, qué columna, qué pared de carga, y como si adivinarlo sirviera de algo. Probablemente no suceda nada, porque esos cortes no son más que, llamémosle así, las imperfecciones comunes a todas las casas, detalles que no están hechos para que el ojo los vea. Sólo se llega a ellos a través de la obsesión. El apartamento trajo estas cicatrices consigo seguramente desde siempre, pero ha ocurrido un terremoto y después de un terremoto ya nada queda oculto. Quieres conocer tu casa como

Ciudad de México, en cambio, está custodiada por volcanes, construida en un valle sobre las ruinas de un imperio, encima de un lago dragado y de sucesivas capas de barro y arena. El suelo, además, se mueve. La catástrofe no está afuera, está abajo. No llega o desembarca, germina. Es el fruto definitivo de la ciudad y cada un tiempo florece de golpe, después de tanto madurar

tu cuerpo, incluso más, al menos en mi caso. Mi cuerpo es algo que me interesa poco. Para casas, la de uno. Para cuerpos, los ajenos.

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Hace dos años, en el verano de 2015, tumbé cocos con mi padre durante siete y ocho horas diarias en el condado de Miami-Dade, hasta que creíamos tener los cocos suficientes. Luego los vendíamos a un distribuidor en Hialeah y ganábamos algunos buenos dólares. No hay lugar que haya visitado luego en el que haya un cocotero y yo no lo descubra. Supongo que cada cual, dependiendo de dónde viene, ve siempre algo que los demás no ven, cosas que en realidad son intrínsecamente pueriles u ordinarias, como un cocotero en el trópico, pero que tu circunstancia específica ha reconfigurado como trascendentes o graves. Planteémoslo de la siguiente manera: el objeto de tu obsesión te busca; tú no lo descubres, él se descubre para ti. Ya sé que cuando viaje a Cuba dentro de poco tiempo voy a reparar, lo quiera o no, en las grietas minúsculas de las casas que visite, rincones donde el ojo del dueño nunca se ha posado, justo porque en Cuba la experiencia vital es la del huracán, que es un fenómeno horizontal, una larga pieza de teatro que hasta cierto punto puede predecirse. Uno asiste a su evolución: se fortalecen en aguas cálidas, arrasan durante su trayecto, declinan en tierras continentales y finalmente se diluyen. Pero el terremoto es sorpresivo, viene rompiendo de abajo hacia arriba como un vómito. El huracán tiene un punto de histeria, el terremoto es parco. El huracán es una madre bulliciosa, el terremoto es un cura severo. El huracán es barroco, el terremoto es hipodérmico. El huracán gesticula, el terremoto apenas parpadea. El huracán es Al Pacino en Scarface, y el terremoto es Al Pacino en The Godfather. Tanto La Habana como Cárdenas, las dos ciudades cubanas en las que viví, son plazas abiertas al mar, de cara al norte. Allí la idea de la


Fotografía de Santiago Arau

mortalidad en cualquiera de sus dos direcciones, en tanto juventud o en tanto vejez, depende del mar. El recorrido del viento, el bisbiseo de las aguas en el arrecife, el salitre que corroe. El mar te da y te quita. Ha sido un cerco en la misma medida en que ha sido la puerta de salida de ese cerco. Testamento del Pez de Gastón Baquero, el poema más importante sobre La Habana, es entre otras cosas el momento último en que alguien capta desde afuera, desde el mar, la relación de la ciudad con la muerte. Es el salto final. Ciudad de México, en cambio, está custodiada por volcanes, construida en un valle sobre las ruinas de un imperio, encima de un lago dragado y de sucesivas capas de barro y arena. El suelo, además, se mueve. La catástrofe no está afuera, está abajo. No llega o desembarca, germina. Es el fruto definitivo de la ciudad y cada un tiempo florece de golpe, después de tanto madurar. La muerte aquí no es algo que pueda verse como se ve en La Habana —la muerte vulgar de la destrucción, la muerte de los edificios rotos, comidos por el abandono crónico de todas las cosas—, pero sí puede tocarse y olerse como un opio que mantiene en movimiento a este hormiguero vertiginoso de veinte millones de personas. La capa de esmog encima de nosotros aumenta la sensación de que en Ciudad de México uno está metido adentro de algo, de que uno vive no en una superficie sino, a pesar de la altura, en una profundidad. Cuando la tierra comenzó a temblar aquella tarde, yo estaba en el mismo cuarto de paredes blancas —impecable entonces— que ahora tiene grietas de determinado grosor. ¿Cuánto tiempo me tomó llegar a la calle? Cualquiera sabe. Veinte segundos, veinticinco, una eternidad. En realidad, la única medición cabal es la que dice que demoré en ponerme a salvo justo lo que demora en formarse una grieta en la pared. En algún momento debo haber corrido por el pasillo que va hasta la sala, debo haber tomado la llave del cenicero donde también acumulo las monedas con que pago el metro, debo haber quitado el seguro de

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la puerta del apartamento, haber bajado la escalera de caracol —algo que, luego supe, una vez comenzado el sismo ya no se debe hacer bajo ningún concepto— hasta el lobby de la entrada y haber llegado al portón principal. Supongo que así sucedió, pero no hay memoria sobre esto. Quizá una mano me tomó por el cogote y me puso directo en el portón principal y me dijo sin decirme que a partir de ahí me las arreglara por mi cuenta. Quizá sólo fue de ese modo inverosímil. No era una tarea fácil, en cualquier caso. No crean que alguien lo hizo todo por mí. Hay modos muy graves de morir: Julien Sorel en el cadalso, Jack Dawson de hipotermia, yo intentado abrir el portón principal. Una ola de pánico venía subiendo, mientras me decía a mí mismo que intentara atajarla y pensar, que intentara enfocarme en la cerradura y olvidarme de mí, toda la gravedad posible puesta en un asunto tan prosaico, pero mi mano no ensartaba y la cerradura se movía de un sitio a otro, era un punto de fuga que no se dejaba localizar. Es el papel del tiempo, la brasa de un repentino conocimiento absoluto, lo que hay que entender de un terremoto. No se trata sólo de la muerte, que es de lo que uno juraría que va el dilema. La muerte es apenas una parte del cuento. Al comienzo de El maestro y Margarita, la novela ejemplar de Mijáil Bulgákov, dos escritores rusos charlan en un local desierto sobre la existencia o no de Cristo, cuando de repente aparece un señor misterioso, que a la larga resulta ser el Diablo, y en un punto de la conversación el señor misterioso dice esto: «Sí, el hombre es mortal, pero eso es sólo la mitad de la tragedia. Lo malo es que, a veces y de repente, es mortal. He ahí el truco».


Eres mortal, pero a veces lo eres de repente. No hay un recorrido previo, no hay una enfermedad, una guerra en curso, un conflicto familiar, una depresión profunda, una venganza, un error de cálculo, un pensamiento psicópata o uno estúpido, el lento e inexorable paso de los años, causas cualesquiera, algo que prever, un estado al que adaptarse, una degradación. Es literalmente una fuerza instantánea que se multiplica por cero y logra no dar cero. Que la muerte sea más rápida que la vida no sorprende a nadie, no hay ninguna carrera en que la muerte a la larga no termine llegando primero. Pero lo que estamos diciendo aquí es que la muerte es más rápida que el pensamiento. La muerte no como un keniano o un etíope de fondo o medio fondo, sino como un jamaicano de cien metros. Lo que aprendes en un terremoto es que quieres seguir pensando. No quieres perder la vida, naturalmente, pero hay otra porción en juego sumamente importante y es que, ya que la vas a perder, al menos que te permitan detenerte un momento en eso. Desde luego, hay un truco implícito en el asunto: si todavía estás pensado, todavía estás viviendo. O que, descarteanamente, pensar es vivir. De cualquier manera, en medio del terremoto, en medio de tu batalla personal con la cerradura del portón de salida a la calle, estas son todas ideas del cuerpo, no de la cabeza. Pensamientos de la piel y de los intestinos y de las branquias. Han sucedido tantas cosas ya y sólo hemos pasado de la una y catorce a la una y quince de la tarde. Mis manos cobran vida fuera de mí, una réplica a nivel personal, pero la muerte sólo me ha salpicado. En el cruce de la avenida Gabriel Mancera y el callejón Escocia, a doscientos metros de mi departamento, hay un par de inmuebles en el suelo. Nada provoca tanto envejecimiento en tan corto lapso de tiempo como un terremoto. La convulsión es súbita, le viene a la ciudad desde la boca del estómago. Con la tragedia en la esquina, la solidaridad es un trámite que puedes hacer a pie. Los edificios son pulpa, como un pan que desmigajas con los dedos. Los rescatistas profesionales piden silencio, el gentío azorado obedece, y desde el fondo de esa masa de escombros se escucha un golpe seco, luego dos, ambos muy débiles. La calle es ahora un desaguisado de cintas amarillas, ambulancias de cruz roja y voluntarios, en principio, torpes, con protectores nasobucales debido a la fuga inminente de gas. Armamos cadenetas de manos para pasarnos los escombros, pero aún estamos muy lejos del corazón del desastre, a un océano de veinte o treinta metros de distancia de las víctimas. Después de una hora de trabajo, el volumen no parece disminuir. Es un día en que tu insignificancia también cobra cuerpo porque el rescate se desarrolla piedra por piedra, un despojo a la vez. Pasan lascas de cemento, trozos de columnas rotas, pedazos de mampostería, cubos de piedra y cal. Es un desfile inanimado, cosas que no te dicen nada, hasta que vences la primera línea de desechos. De tanto en tanto, después de una fila de cuarenta metros, empiezan a llegar a tus manos un dvd, una gaveta con un asa de cobre (sabes que alguien guardaba algo ahí) y un cojín verde en el que cualquiera estuvo sentado hace dos horas o ayer en la noche, bebiendo un té, leyendo el horóscopo, revisando su Instagram. Es probable que sólo en un rato aparezcan ya objetos más íntimos, como joyas o ropas, y luego puede incluso que el tesoro de una persona viva.

La sinfonía de los voluntarios, todos esos ruidos y gritos que asustan, se interrumpe cuando los rescatistas vuelven a pedir silencio. Nadie logra definir con exactitud desde qué punto de las entrañas del edificio colapsado vienen los toques de auxilio, pero todavía se escuchan con cierta claridad, a pesar de que cada vez son más débiles. Es lógico, nos vamos alejando de ellos. Seguimos aquí, la misma calle y la misma dirección, sólo que nosotros ya estamos en la una y cuarenta de la tarde, y luego en las dos y diecisiete, y luego en las tres menos cuarto, y las víctimas siguen ancladas a la una y catorce, no se han movido de ahí, la hora en que la brecha sísmica se las tragó. Cerca de las cuatro, dicen, logran rescatar a la primera persona, y a las cinco y media ya van nueve sobrevivientes. Yo sólo alcanzo a ver a una señora en camilla, moribunda, maquillada por el polvo, queriendo sacar humedad del roce de sus labios, pero sus labios están secos y se traban en una mueca inconclusa. Una de las últimas cosas que cargo es la mitad del marco de una puerta, con una llave aún colgada de la cerradura. ¿De qué lado quedó el dueño de esa llave? ¿Logró abrir y escapar como pudo o el susto lo encasquilló?

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En la desembocadura de un callejón de tierra, tapiado al fondo por la noche fría de los cerros, un puñado de niños mexicanos de muy distintas edades entre los dos y los quince años esperan obedientes a que uno de los camiones de la Cruz Roja reparta las cajas de juguetes entre ellos. Algunos parecen dar brincos de desespero en el lugar, atrapados entre su propia excitación por tanta suerte y la timidez que les provoca la presencia de todos estos forajidos que desde hace dos días vienen invadiendo el barrio de San Marcos, municipio Totolapan, al norte del estado de Morelos, y que no se van a marchar hasta pasadas las doce de la madrugada. Me recuerdan ese tipo de felicidad que yo adquiría en los noventa y principio de los dos mil cuando un huracán atacaba el occidente de Cuba y las clases de repente se interrumpían y los padres dejaban de prestarte tanta férrea atención. La realidad, en suma, se alteraba. Un convoy de dos camiones de la Cruz Roja cargados de víveres y diez autos de voluntarios partió a las cuatro de la tarde de hoy jueves 21 de septiembre, dos días después del temblor, desde el Centro de Acopio de la calle Nicolás San Juan en la Colonia del Valle, Ciudad de México. Después de pasar por la plaza principal del municipio Jonacatepec y de que un señor mestizo dijera que en otros sitios la estaban pasando más feo y que la gente de su pueblo se las sabría arreglar, el convoy enfiló carretera de regreso hacia el norte y no se detuvo hasta la cima del cerro San Marcos, en lo último de la localidad. Dos estudiantes de segundo año de Derecho en la unam, quienes hicieron el recorrido conmigo en un Mazda 3, junto a otro profesor español, comentan que debe haber brujas en San Marcos. ¿Cómo brujas?, pregunto. Sí, brujas, me dicen. Las han visto, comen niños. Además, tienen facultades licantrópicas. La idea ahora es ir repartiendo los víveres paulatinamente desde el fondo hasta el principio, cuesta abajo, a lo largo de una callejuela estrecha y en penumbras. Los vecinos tienen que agruparse cada quinientos metros en determinadas esquinas del barrio. Un hombre ya mayor envía a dos vecinos suyos, ambos jóvenes, para que rieguen la voz. Que se agrupen en casa de Boni, que se agrupen en casa de don Ventura. Los muchachos corren tanto como pueden y se agarran los cascos con una mano. A la derecha hay campos de cultivo. A la izquierda hay un despeñadero, y en distintos niveles de esa escalera de tierra se amontonan ca-

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suchas maltrechas que penden de un suspiro, con un pie en el abismo. Las construcciones son mayoritariamente de adobe, bajas y deformes, color ocre. Hay un par de bardas en el suelo, y algunas personas se quedaron sin techo tras el sismo, pero la pobreza en el pueblo es estructural. Algo gotea en ellos. Viviendo como viven, en una grieta del tejido social, el terremoto no ha hundido a San Marcos hasta un fondo demasiado lejos del que ya estaban. Son víctimas desde antes de cualquier desastre natural. Incluso el desastre los ubica en el mapa. Sentado en su moto negra bmw, el jefe de los miembros de la Cruz Roja, un hombre alto, calvo, de alrededor de cuarenta, maneja con soltura el arte de conversar con los damnificados. Es recio, no impositivo. Afable, no dramático. Les dice que sean honestos, y que los padres e hijos, o esposas y maridos, o hermanos y hermanas no pueden pasar a recoger las donaciones como si fuesen familias separadas, que tiene que alcanzar para todos, aunque no parece que tal cosa sea posible. Este no es un pueblo que se arregle con dos camiones de víveres de la Cruz Roja. Les dice también que va a marcar a cada uno con plumón y que en cuanto reciban la ayuda se marchen para que despejen el lugar y faciliten el trabajo. Todos asienten en silencio, diminutos, tullidos, casi que parecen salir de la tierra, recortados contra el frío de la noche mexicana. Un pasaje esquizoide y tardío del muralismo, el pueblo definitivamente derrotado. Las cajas se clasifican en despensa normal, despensa para niños, despensa para adulto mayor, kit para bebés, botellones de agua, medicamentos, juguetes, cobijas. Después de tres horas de distribución, los ánimos se relajan un tanto. Veo a una señora que toma una caja, se la pasa a su nieta, merodea un rato y luego, cuando preguntan si falta alguien, vuelve a ponerse en fila. ¿Quién es el que va a reprochárselo? Una madre joven —dieciocho, diecinueve— trae a su bebé envuelto en una toalla rosa. No puede cargar la bolsa de pañales que le corresponde, pero tampoco me deja ayudarla. El marido espera detrás, un hombrecillo azorado, metido dentro de una camisa de cuadros, que toma lo suyo, no dice nada y se pierde entre las sombras del pueblo, escabulléndose en el gentío. Venir hasta aquí es un acto menos solidario que egoísta, uno de esos momentos en que no hay nada que hagas por los demás que no estés haciendo, en principio, por ti mismo. La dramaturgia del gesto colectivo te abriga. No por una cuestión moral, sino instintiva. Sólo la acción, el movimiento, limitar la correa del pensamiento, genera cierto estado de seguridad física. En San Marcos la tierra se sacudió, desde luego, pero tanto este como cualquier otro lugar en el que yo haya estado entre el 19 y el 21 de septiembre son la consecuencia del temblor: los edificios caídos de Gabriel Mancera, la calle Yucatán en Roma Norte atestada de camiones y equipos de rescate en mitad de la noche, el puesto de acopio en Nicolás San Juan, una iglesia destruida en Iztapalapa. No estuve en esos lugares cuando se columpiaron y las cuñas de una hora de tiempo se metían entre segundo y segundo. La experiencia intransferible del terremoto sólo ocurre, para cada uno de nosotros, en un sitio puntual que no importa cuán apacible luzca hoy, ya nunca va a dejar de temblar porque contiene las coordenadas de nuestra extinción personal y con ello, por supuesto, la extinción de toda la especie,

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Viviendo como viven, en una grieta del tejido social, el terremoto no ha hundido a San Marcos hasta un fondo demasiado lejos del que ya estaban. Son víctimas desde antes de cualquier desastre natural. Incluso el desastre los ubica en el mapa.

y de ahí que quiera permanecer lo menos posible en mi departamento de la calle Eugenia. Esas paredes, ese techo, esas fachadas, te dices, avanzaron con cuchillos hacia ti. En San Marcos, bajo el foco amarillo de una casa de dos plantas que anuncia contrataciones «para Misa Panamericana, xv años (sí, con números romanos), Bodas, Bautizos, Confirmaciones, Reuniones, Serenatas» y un etcétera en el que probablemente quepa cualquier evento de barrio que se te ocurra planificar, la fila de niños hurga finalmente entre las cajas de donaciones y escoge juguetes y ropas de uso bajo la supervisión de los padres. Hay muñecos industriales, superhéroes de la Marvel, prendas de todo color y tamaño. Una niña de siete u ocho años viste una saya de cuadros que la avejenta. Ella quiere renovar. Toma una blusa, un short, un vestido. ¿Este, papá? Se alza y se agacha. ¿Este? Se alza y se agacha. ¿Este? El padre dice que no a todo, un cascarrabias. La niña hace un gesto de desdén con los hombros pero no desmaya, sigue buscando entre los bultos. Me llama la atención un carrito de madera amarillo y negro, una cuña tipo Ferrari descascarada en las gomas. A saber por quién fue donada. Yo voy a darle un porrón de agua a un anciano de un metro cuarenta que me va a desear buen camino de vuelta. Voy a salir de San Marcos y la camioneta pick up del regreso va a romper la neblina de la madrugada a través de la carretera negra de doble vía que une Morelos con Xochimilco. En la entrada sur de Ciudad de México van a agolparse familias enteras para pedir agua y comida, la ayuda más básica, a los carros que pasan. Voy a llegar a mi departamento a las cuatro de la mañana y voy a despertarme tres veces creyendo que hay un temblor donde sólo hay un mareo.

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En No Country for Old Men, el asesino psicópata interpretado por Javier Bardem le pregunta al vendedor de una tienda en medio de la nada qué es lo que más ha perdido en un cara o cruz. El vendedor no sabe qué decir. Bardem lanza una moneda y le dice que elija. El vendedor dice que no se ha jugado nada. Sí, sí se lo ha jugado, dice Bardem. Se lo ha estado jugando por toda su vida, pero no lo sabía. La moneda ha viajado durante veintidós años para llegar hasta allí, y ahora el vendedor tiene que elegir cara o cruz. ¿Qué puedo ganar?, pregunta. Todo, dice Bardem. Esas placas tectónicas que mantienen a México en vilo han estado chocando entre ellas y cargándose de energía quién sabe desde hace cuánto, incubando durante años las ondas que van a sacudir la tierra, abducir los edificios y matar a cientos de personas, mientras nosotros simplemente hemos estado haciendo lo nuestro, pero un día la moneda va a llegar a la tienda que administramos. No fue hasta la tercera o cuarta noche que me vine a dar cuenta de que la pared blanca de mi dormitorio se había cuarteado. En un momento no ves nada y luego empiezas a ver y luego todo se empieza a asentar. Ahora las grietas de las cosas no dejan al ojo en paz. •


Obstinaciones democráticas

Entrevista a Jacques Rancière Stany Grelet, Jérôme Lèbre y Sophie Wahnich Usted se sitúa en dos frentes: por un lado, se aleja de los que se contentan con pensar y defender una democracia estatal. Por otro lado, no acepta que se rechace la democracia en nombre de la lucha de clases o de la crítica de la dominación. ¿Puede explicitarnos esta posición haciendo hincapié en la manera en que la ha elaborado y en su contexto intelectual?

Ese doble rechazo de la vulgata «democrática» dominante y de la crítica marxista proviene de la inspiración de mi trabajo sobre la historia obrera. Encontré el medio de salir de los caminos sin salida de la crítica marxista de los derechos del hombre y de la «democracia formal» en las formas de lucha republicana obrera de los años 18301840. El joven Marx decía que los derechos del hombre son de hecho los derechos de los individuos burgueses. A esto los combates obreros oponían una lógica mucho más productiva: esos derechos están escritos, por lo que podemos darles una forma de existencia concreta. Que todos los franceses sean iguales ante la ley, no es sólo la mentira que cubre la explotación capitalista y el gobierno oligárquico, es un hecho cuyas consecuencias podemos demostrar por nosotros mismos al transformar una querella sobre los precios en una forma de afirmación pública de nuestra igualdad mediante la huelga, las manifestaciones, e incluso mediante la creación de talleres donde los obreros trabajen para ellos mismos. La abstracta declaración igualitaria de los derechos del hombre se encontraba vinculada con las cuestiones de «forma» en las relaciones entre maestros y obreros, como el derecho de leer los diarios en el taller y la obligación de los maestros de quitarse el sombrero al entrar. Entonces la forma no es lo contrario o la envoltura de lo real. La lucha involucra la cuestión de saber quién domina el juego y lo que se puede obtener de él. Se sale así del dualismo de lo real y de la apariencia en provecho de un conflicto entre dos maneras de construir lo real. Sin embargo, me parece que los frentes se han desplazado. Ya casi no hay gente que declare la nada de los derechos formales en nombre de una hipotética democracia real. Sino que ahora la democracia se vislumbra como opuesta a sí misma. Se dice que el buen gobierno

democrático está amenazado por una sociedad democrática definida por un individualismo consumidor desenfrenado de mercancías y derechos. Esto comenzó en las advertencias de la Trilateral* sobre los peligros que la democracia genera a las mismas democracias. Este tema volvió a la palestra en Francia con los discursos a la Marcel Gauchet, que hacen del entusiasmo por los derechos del hombre la expresión del individualismo narcisista. En ese marco, los republicanos vinieron a explicarnos que la educación del pueblo se había arruinado por la afirmación del derecho a la libertad de expresión del joven bárbaro, consumidor e inculto. De la misma manera, se le añadieron los análisis de la sociedad de consumo a la Baudrillard, la crítica del espectáculo de Debord, el análisis lacaniano de lo simbólico, etc., para perfeccionar el cuadro de la democracia como reino del individuo consumidor. La imposición de este discurso en la izquierda es bastante fuerte —sobre todo en gran parte de la obra de izquierdistas reconvertidos— y su efecto es tal vez peor que el de los viejos discursos sobre la democracia real, en la medida en que nutre un consentimiento nihilista del orden existente en nombre del embrutecimiento general.

La abstracta declaración igualitaria de los derechos del hombre se encontraba vinculada con las cuestiones de «forma» en las relaciones entre maestros y obreros, como el derecho de leer los diarios en el taller y la obligación de los maestros de quitarse el sombrero al entrar.

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Su concepción de la democracia parece implicar una visión muy precisa del sentido que se le da a la palabra pueblo… pues usted no cede, se agarran a esa palabra. ¿Incluso el pueblo soberano?

De hecho me resisto a la propuesta de reemplazar el término por otro como, por ejemplo, «multitudes». A primera vista, este es más moderno y no está, como «pueblo», comprometido con ideologías criminales. Pero justamente «pueblo» tiene para mí la ventaja de ser un sujeto polémico. «Multitudes» define la coincidencia de una subjetivación política con un modo de ser colectivo. Pero la política para mí comienza cuando su sujeto se separa de toda colectividad formada por un proceso económico y social. Lo que también implica decir que «pueblo» es un sujeto político en la medida misma en que es un sujeto conflictivo, en tanto que la política siempre opone un pueblo a otro. El pueblo es el demos opuesto al ethnos, es decir, al pueblo como organismo colectivo. Es sobre todo el colectivo de los


que están de más en relación con todas las consistencias sociales. En esto se opone a todas las concepciones identitarias, incluso aquella que quiere fundar la política sobre el reconocimiento de la multiplicidad de las identidades. El poder del pueblo es el poder de los que no son nada, es decir, de los que no pertenecen a ningún grupo que tenga las cualidades que lo predestinan al gobierno. Esto implica una relación muy particular con la soberanía. Si la soberanía del pueblo tiene un sentido, es el de socavar el concepto mismo de soberanía. La soberanía del pueblo es la de un colectivo de los que no tienen ningún título para gobernar. Por ello, no pertenezco al grupo de aquellos para quienes la soberanía del pueblo es la herencia de la soberanía de los reyes, siendo ella misma una delegación de la soberanía divina. Me sitúo completamente fuera, en términos más generales, del discurso teológico-político. La democracia no es un régimen político, es una «acción que en su manifestación misma opera para deshacer la forma Estado, detener su lógica (dominación, totalización, mediación, integración) para sustituirla por la suya propia»; ella «corta todo tipo de teología política» y «no puede subsumirse bajo ninguna instancia ordenadora». Interrumpe «la lógica policial de la distribución de los lugares». ¿Puede precisar el sentido y contenido de la emancipación que moviliza en sus obras?

Digamos de entrada que para mí aquí el concepto esencial es el de emancipación. He tratado de repensar las nociones de política y de democracia a partir de él, pero primeramente es este concepto el que me ha sido decisivo, porque supone un replanteamiento de ciertas oposiciones que delimitan habitualmente el lugar de la política (la política contra lo social, o lo privado contra lo público). Ha determinado mi distancia en relación con una cierta visión arendtiana, que opone la excelencia del ejercicio político y la libertad a las formas de usurpación de la necesidad social. Se sabe el papel que los pensadores de derecha le han dado a ese concepto en nuestras reflexiones para estigmatizar a los movimientos sociales. La emancipación es el rechazo en acto de este reparto a priori de las formas de vida. Es el movimiento por el cual los que estaban localizados en el mundo privado se afirman capaces de una mirada, de una palabra y de un pensamiento público. Esto puede comenzar con esos nuevos trabajadores honestos evocados por E. P. Thompson, que una tarde de marzo de 1792 se reunieron en una taberna londinense y fundaron allí una sociedad con un número ilimitado de miembros para afirmar el derecho de todos a elegir los miembros del Parlamento. Esto comienza también cuando, en el París de los años 1830, los obreros en conflicto con sus patrones hacen de su huelga ya no un medio de presión de un grupo de individuos sobre un individuo particular, sino una acción pública de los obreros en tanto que tales, o cuando Rosa Parks, en Montgomery en 1955, convertía un acto privado —sentarse en un asiento libre— en una manifestación pública: suprimir por su propia cuenta la repartición de los asientos en función del color de la piel. El meollo de la emancipación es declararse capaz de lo que una cierta distribución de los espacios nos niega la capacidad, declararse

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capaz como representante cualquiera de todos aquellos a los que la capacidad les está aparentemente denegada. La emancipación funda una idea del universal político, ya no como la aplicación de la ley común a los individuos, sino como proceso de desidentificación, es decir, de salida mediante el allanamiento violento de un cierto estatus sensible, de un cierto lugar en el orden de lo visible y de lo decible, en la distribución de los lugares y del tiempo. Es a partir de esta desidentificación que he repensado la democracia como el poder de los sin-parte, es decir de los que no representan a ningún grupo, función o competencia particulares. ¿En qué medida es un oxímoron hablar de institución democrática?

Para mí, al menos en el origen, el oxímoron aparece con la idea de democracia representativa. La regla democrática originaria es la elección por sorteo. La lógica de la representación es claramente oligárquica. La monarquía feudal y posteriormente la monarquía burguesa se rodearon de hombres que «representan» los poderes sociales (la nobleza, el clero, la propiedad). Fue mucho más tarde cuando la representación se convirtió en la «representación del pueblo» y en esa figura de compromiso que nosotros conocemos. La noción de institución democrática designa la paradoja misma de la política o, si se quiere, su artificio. La democracia es la forma de poder legítimo que lleva en ella la refutación de toda legitimidad del ejercicio del poder. Nuestras instituciones contienen la huella de esta paradoja. Se les puede decir democráticas si con ello se quiere señalar la obligación que encuentran de inscribir el poder de cualquier persona y construirle formas de efectividad mínimas. Pero el funcionamiento mismo de la máquina estatal tiende continuamente a enfrentar esta marca y a vaciar estas formas de toda sustancia. Y por ello la democracia debe siempre separarse de la forma estatal a la que se busca circunscribir. Ella debe tener sus órganos propios distintos de los órganos de la representación y del poder estatal. Si usted está de acuerdo en darle un lugar central a la resistencia y a lo conflictivo, parece que la emancipación es para usted tanto un movimiento continuo como un esfuerzo discontinuo, sincopado.

No estoy seguro de que sea necesario oponer ambos. En todo caso, he insistido por mi parte sobre el hecho de que la emancipación era propiamente una conversión del cuerpo y del pensamiento que comenzaba por una ligera subversión de las actitudes ordinarias. Esto comienza, en Gauny (El filósofo plebeyo), por la mirada del carpintero que olvida el trabajo de los brazos y transforma el lugar del trabajo en espacio de ejercicio de una mirada estética desinteresada, y esto continúa en él por la elaboración de una contra-economía doméstica que permite escapar a las coacciones físicas e intelectuales de la dominación. Esto comienza, en Jacotot (El maestro ignorante), por la atención del iletrado para estudiar, palabra a palabra, la relación


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entre la oración que él sabe de memoria y la creación de una cierta continuidad, en ruptura con la lógica de la reproducción, de una espiral que se construye al distanciarse de su círculo. Lo que es discontinuo son las emergencias colectivas del poder de los hombres emancipados. Jacotot tenía veinte años en 1789 y Gauny en 1830. Las estrategias de emancipación individual que elaboraron se han vuelto posibles porque los días revolucionarios han modificado brutalmente el paisaje mismo de lo posible. Y, por su parte, estas invenciones han formado a hombres capaces de otras grandes afirmaciones colectivas. Si se toman en cuenta algunas historias singulares, se sale de la homonimia entre la historia como proceso de evolución necesaria y la historia como relato sintético de encadenamientos de causas y efectos. La historia de la democracia puede ser la potencia de una fractura violenta y el resplandor de ciertos momentos de poder del pueblo, las transformaciones que se producen en el paisaje de lo visible y de lo posible, las formas de memoria que suscitan, aunque también la manera en que su brillo se difracta en percepciones y actitudes nuevas. Esto podría ser, si lo pensamos desde el otro extremo, el devenir en forma de bola de nieve de una modificación singular en la vida de un individuo o de un grupo, la manera en que esta trayectoria singular saca a la luz todas las coacciones reales y simbólicas que definen una sujeción, todas las virtualidades de mundos diferentes que esbozan las transgresiones a las diferentes formas de la opresión. De la misma manera, en La noche de los proletarios intenté poner en marcha todo el paisaje de lo que la «emancipación de los obreros» podía querer decir a través del destino de un pequeño número de proletarios, que encuentran bajo diversas formas las coacciones de la dominación y las promesas de la utopía, y que construyen a través de estos encuentros, al mismo tiempo, una forma diferente de vida individual y una imagen de la colectividad obrera emancipada. Como señalé entonces, es la historia de una generación, no en el sentido de una franja de edad, sino como una configuración, mitad efectiva mitad ideal, de trayectorias singulares marcadas por una misma apertura revolucionaria de lo posible. Tales historias no definen ningún encadenamiento causal de circunstancias y de consecuencias. Definen construcciones alternativas de lo posible que se inscriben en otra configuración de lo que consideramos el presente.

La democracia es la forma de poder legítimo que lleva en ella la refutación de toda legitimidad del ejercicio del poder. Nuestras instituciones contienen la huella de esta paradoja.

¿Cómo situar, en este aspecto, los acontecimientos de Mayo del 68?

Los acontecimientos del 68 no tienen seguramente una significación unívoca. Los aspectos para mí dominantes son el cuestionamiento del determinismo histórico y la afirmación de lo que «democracia» puede significar si se toma en serio la palabra. Se ha olvidado el singular contratiempo que Mayo del 68 ha representado en el paisaje francés. Sin duda el contexto global de la Revolución cultural china y de la lucha antiimperialista ha influido en las capacidades de movilización de la juventud tanto en Francia como en Estados Unidos, Alemania o Japón. Pero la sociedad francesa en la víspera del 68 se describía a sí misma en los términos del reformismo triunfante: integración de la clase obrera por la sociedad de consumo, nueva generación estudiantil sin compromisos con las ideologías del pasado, nuevo rostro del capitalismo, el papel de los directivos modernistas, etc. Todo esto ha sido barrido en algunos días por la espiral de un movimiento que en su origen era muy limitado. Si esto ha vuelto a poner en escena el escenario revolucionario, lo ha hecho fuera de su

temporalidad propia y bajo el signo de la distancia entre vanguardia de derecho (el partido de la clase obrera) y fuerza motriz nacida del acontecimiento mismo. Más que los modelos de la revolución marxista, la propagación del movimiento en el 68 recuerda las insurrecciones republicanas del siglo xix: una deslegitimación masiva del poder estatal que se transmite a toda la sociedad, hizo aparecer por todos lados, primero, la arbitrariedad y la inutilidad de las jerarquías, y segundo las capacidades de invención de los individuos ordinarios. No se necesita la autoridad, ni la jerarquía, se puede perfectamente construir un mundo sin ellas: es lo que todo el mundo descubrió al mismo tiempo en distintos lugares. Las alternativas cómodas (movimiento obrero de reivindicación versus aspiraciones libertarias de la juventud) han envuelto esta radical experimentación democrática. Para usted, no todo es político, sin embargo, se distingue en su manera de situar la democracia, incluso en lo que concierne a la política. ¿Dónde ve hoy la afirmación y la experiencia democráticas, en el sentido en que usted las entiende?

Me parece que hoy en día se pueden distinguir los elementos bajo dos formas principales. Por un lado, en el sentido de rechazo a las barreras que separan a los que son de aquí y los que son de otra parte, luego en la lucha contra las leyes infames y todas las formas de represión que crean de facto poblaciones de segunda clase. Por otro lado, en las múltiples tentativas de hacer vivir asociaciones, órganos de información, foros de discusión o talleres de creación fuera de los modelos jerárquicos y mercantiles. Estas dos formas contienen al mismo tiempo sus propios riesgos y límites. Por una parte, existe el riesgo de transformar la «parte de los sin-parte» en combate contra la exclusión, de pensar la lucha a partir de un «otro» definido por sus privaciones más que a partir de un «cualquiera» definido por sus capacidades. Mientras que, por otra, se encuentra el riesgo de perder un sentido político global de la democracia y una percepción global del refuerzo y la conjunción —a un grado nunca alcanzado por el momento— de los poderes oligárquicos. Es por eso que creo que hoy resulta necesario reformular la radicalidad democrática del poder de cualquier persona en su formulación teórica y en sus consecuencias prácticas. Y creo que correlativamente es también necesario proceder a un reexamen de la tradición crítica, de poner al día todo lo que numerosas formas de denuncia crítica del sistema dominante toman prestado de hecho a la lógica de este sistema. • Traducción de Hero Suárez * La Comisión Trilateral es una fundación privada que reagrupó, a partir de 1973, a los poderosos de los mundos político, industrial, financiero e intelectual de Europa Occidental, Norteamérica y de Asia-Pacífico, y que pone los marcos de la mundialización económica actual.


Psycho Killer

Por Carlos Velázquez

El poder milagroso de Doña Pancha Fest

El quiropráctico, pinche hijo de Nick Riviera, me tenía prohibido treparme a un autobús. Así como amenazan al cirrótico, un trago más y te mueres, a mí me advirtieron que otro viaje por tierra sería mi tumba. Desde hacía dos semanas la maldita ciática me tenía postrado en la cama. Pero estaba decidido, nada impediría que me fajara al yeti del Doña Pancha Fest. La medicina es un embuste. Mucho pinche trasplante de esto y de aquello pero un nervio asiático crispado no lo pueden curar. Fisioterapia, acupuntura, natación, arponazos de bedoyecta, pero el alivio no acudió. Entonces recurrí a internet. Según los sabios de la web la raíz de mi mal podría obedecer a motivos mentales. Traducción: estrés. Pinche cerebro puto. Intenté conseguir un vuelo pero fue imposible. Seguro había alguna convención de mayates o de mariachis. La respuesta, como siempre, estaba en las drogas. Me puse a dieta de Tafirol Flex. Una noche antes del festival me persigné tres veces y me subí a un autobús con dirección a Guadalajara. En casos como este, nada como Tafil, pero corría el riesgo de despertar con la espalda engarrotada como don Teofilito el de los Polivoces. Realicé el trayecto como adicto en rehabilitación, recorriendo el pasillo del autobús sin descanso. Por tramos me aplastaba. Entre el asiento y mi espalda me encajaba un cojín como lo hacen los jubilados. Moría de sueño. Pero no me podía permitir dormirme. Corría el riesgo de quedar inmovilizado. Mi aliciente para mantenerme despierto era Michael Rother. Si después del toquín me internan en el hospital, no hay pedo, pensaba. Pero luego. Antes ni madre. Horas después arribé a Guadalajara. Era extraño no estar crudo en domingo. Tomé un taxi directo a mi hostal. Después de registrarme hice las posturas de yoga que me había recomendado mi hija. Pero como que la panza y la yoga son incompatibles porque la única que me salió fue la del perro saludando al sol. El alivio me lo pro-

curó acostarme sobre el piso. Como en el camino no había casado el párpado más de cinco minutos, me quedé dormido. Desperté hasta las seis de la tarde. Me pegué un chagüer y me tendí a Larva. La sede del festival. Cómo me caga hacer de la mal pasada mi patria. Ni chance tuve de prescribirme una torta ahogada. Traía las figuras del mosaico del piso dibujadas en la espalda. No hay pedo, me dije. Mientras aguantara de pie las horas que le restaban al festival. Cuando presumí que le metería un pinche fajesote al yeti, lo decía en sentido metafórico. El yeti es la mascota marca registrada de Doña Pancha Fest. Así que me refería a ese viejo lema que durante mi niñez había cundido. Dejaría que el yeti inundara mi cabeza de rock. Nada de alcohol, había recomendado el quiropráctico. Al parecer la mezcla de tafirol con las bebidas embriagantes es bastante perjudicial para el hígado. Jamás he sido capaz de rechazar un trago. Y no me estrenaría en tan vergonzoso acto en mi primer Doña Pancha Fest. Daniel Guzmán me recibió con un mezcal. Calentamiento de motores. Era oficial. Estaba en territorio del yeti. Los Cardencheros de Sapioriz rockstars saltaron al escenario. Cantaron «Ya me voy a morir a los desiertos» y se me removieron las tripas. No sé si era la combinación del tafirol con el mezcal o que estaba demasiado sensible por la ciática o el qué lejos estoy del suelo donde he nacido, pero sentí el canto cardenche más llegador que otras ocasiones. No pos si estaba ponedor el tafirol. Luego subieron al escenario los tijuanenses pioneros de la electrónica Ford Proco. Y en seguida Los mundos. Para cuando salió a escena el maestro Rotten yo todavía acusaba un dolor que me hacía caminar como Iggy Pop. Fui al baño y me aspiré una raya violenta. Pero no existe anestesia que acalle a una ciática remilgosa. Todo está en la mente, insisten los pinches orientales. Conforme la música de Rother se fue apoderando del recinto me sentí como el Karate Kid después de

que Miyagi se frotara las manos y le acomodara la pata como vil güesero. Entonces ocurrió el milagro. De repente me percaté de que estaba bailando. El poder curativo de la música había hecho efecto en mí. Lo que no habían conseguido las ventosas ni la medicina alternativa lo había corregido Rother en un par de rolas. No era para menos. Lo que atestiguaba era música y no chingaderas. Pinche Doña Pancha, me dije, de haber sabido que esta era la solución les habría pedido que adelantaran el festival tres semanas. Mientras viajaba en el bus rumbo a Guadalajara pensaba, Orita debería estar acostado en mi cama. Lo que hace uno por la música. Pero en Doña Pancha me cayó el veinte de lo que la música hace por nosotros. Mi ciática lo que necesitaba era una inyección de krautrock. En un punto, mientras me desgañitaba al ritmo de Neu! y Harmonia, pensé: esto me va a costar caro. Pero no. Al día siguiente amanecí perfecto. Viajaría por tierra a la cdmx y descendería brincando del bus. Bendito Doña Pancha. No bailaba tanto desde las tardeadas de mi juventud en la disco Pikiú. •

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La turba Eduardo Rabasa Para Clayis, con todo mi amor

T

ras evadir durante semanas la decisión por los medios más diversos a mi alcance, recibí un mensaje con tintes de ultimátum, que ya no me permitía mayor escapatoria: «¿Entonces qué, vato? No seas culo y nos vemos el jueves en Austin. Nomás me voy a casar esta vez en toda la vida, pinche cagapalos. Greg.» Aquellos que me conocen bien —y Gregorio Campuzano, Greg para los amigos, me conoce desde que íbamos juntos a la primaria— saben que soy incapaz de resistirme a la nostalgia o al chantaje. Ante la combinación de nostalgia más chantaje, ya ni siquiera intento oponerme. A pesar de que Greg se mudó a Torreón desde la adolescencia, abandonando el futuro de chilango clasemediero que le deparaban las posibilidades de su madre para en cambio prepararse como legítimo heredero del emporio de cortes finos congelados de su padre, nunca dejó de insistir con su cursilería áspera de ranchero en que yo era su mejor y más antiguo amigo. En sentido estricto, quizá tenía razón, lo cual decía más acerca de los vínculos sumisos de los torreonenses —determinados por el estatus económico de los diversos miembros del clan—, que sobre la solidez de nuestro vínculo. En los más de diez años transcurridos desde su partida, difícilmente nos habríamos visto más de cinco veces. Todas fueron repeticiones casi idénticas: nos embrutecíamos bebiendo Modelo enlatada en el comedor del departamento de su madre, situado en el piso doce de una austera torre multifamiliar en Copilco, rememorando a gritos nuestras aventuras adolescentes, al tiempo que luchábamos de manera velada por imponer el respectivo gusto musical como telón de fondo. A mi parecer, Greg había alcanzado un curioso sincretismo, mezclando los complejos de nuestro estrato de resentidos capitalinos —siempre pululando alrededor de gente más rica, burlándonos a sus espaldas pero presurosos a acudir a la ocasional invitación— con la ostentación de su cofradía

de yuppies norteños. Representaba una interesante muestra de las proporciones a las que puede llegar la combinación justa de arribismo, gusto por el lujo vulgar, y un progenitor imbuido de la ética protestante ranchera, fijado en su empeño por acumular más dinero del que cualquier persona razonable fuera capaz de gastar. Cada nueva foto publicada en las redes sociales, mostrando a Greg y sus esbirros con camisas de seda estridente, que anunciaban las fortunas que pagaron por ser vestidos por los diseñadores más exclusivos, nos proporcionaban interminables carcajadas a mí y a mis colegas del doctorado en sociología en la unam, con quienes invariablemente las compartía. Aventurábamos hipótesis para desentrañar las razones detrás del abundante sudor de Greg y sus secuaces. Observábamos la inclinación específica de sus sombreros de cowboy, como si quisieran distanciarse del estigma de retrógrados ajustándolos a un ángulo pensado para conferirles un aire sofisticado. Pobres pendejos. Además, siempre aparecían solamente hombres empapados, exhibiendo con orgullo los cadáveres de los pomos que se habían empinado (así les gustaba describirlo) a lo largo de la noche. A decir verdad, la nostalgia y el chantaje funcionaron para autoengañarme acerca de los motivos por los cuales acepté participar en lo que ya se denominaba, a decir de las camisetas y las gorras de las más recientes fotos, greg’s ultimate bachelor party. Intentaba apuntalar lo que me parecía una genial idea para mi tesis doctoral, de título tentativo El mal gusto no conoce patria ni religión: hacia una semiótica de la ostentación yuppie. Mi frustración de clase había adquirido las herramientas teóricas necesarias como para pretender realizar un estudio comparado de los rasgos distintivos comunes a los miembros de los estratos superiores. Mi hipótesis de trabajo se fundamentaba en una especie de visión estructuralista de distintas tribus yuppies. Si bien las variantes de la parafernalia específica parecían ante el ojo despistado lo suficientemente diversas como para pensar que, por ejemplo, los yuppies chilangos eran de Venus, y los yuppies torreonitas eran de Marte, mi propósito era trascender las apariencias para demostrar la existencia de formas inmutables, que simplemente eran tropicalizadas según las posibilidades específicas que ofrecían los distintos entornos para desplegar la ostentación. Así que utilicé a la nostalgia y el chantaje como diques contra la admisión de mi vileza antropológica, y accedí a enfrentarme a los Gregs un jueves por la tarde en el motel Super 8, situado cerca del cruce entre la Interstate 35 y la 12th Street, al lado del Red River District, en Austin, Estado Constitucional de Texas, en la Unión Americana. Desde que el taxi hizo su entrada en el estacionamiento fue manifiesto en dónde se hospedaba Greg, y por ende yo también. Nuestra habitación era el cuartel general de la despedida de soltero. Segura-

Mi frustración de clase había adquirido las herramientas teóricas necesarias como para pretender realizar un estudio comparado de los rasgos distintivos comunes a los miembros de los estratos superiores. Mi hipótesis de trabajo se fundamentaba en una especie de visión estructuralista de distintas tribus yuppies.

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mente sin haber desempacado, los siete Gregs se habían apresurado en adaptarlo como una sucursal más de sus bacanales torreonenses. Creo que el taxista esperaba una mayor propina, pues me dirigió una mirada de desprecio al marcharse. Antes de llamar a la puerta del que sería mi hogar por las siguientes tres noches respiré hondo, reflexionando sobre lo irónico de que los rancheritos se creyeran tan pudientes y aun así reservaran habitaciones en un puto Super 8 de mierda. Ni modo. Todo fuera por el conocimiento. Cuando alguno abrió la puerta, el Greg mayor y un compinche desafinaban con profundo sentimiento al compás de una de esas baladas pop gringas que tanto éxito tienen entre gente como ellos. El resto discutía con exaltación sobre algún partido de basquetbol que la televisión mostraba en silencio. El suelo era un campo minado de latas de Budweiser y Miller Light, bolsas semivacías de Doritos y otras frituras cuyo nombre yo desconocía. Las dos camas mostraban ya huellas de la pronunciada falta de higiene que tanto enorgullece a los yuppies norteños. Total, para eso está la gata que al día siguiente borra con paciencia todo rastro de sus excesos. No bien dejé la maleta junto a la cama que parecía un poco menos repugnante cuando fui víctima de un abrazo cavernícola por parte de Greg, que me sacudía mientras gritaba con efusión: —Este pinche vato es mi mejor amigo de la vida. Al puñetas que lo toque le pongo en toda su madre. Como por extensión, me convertí también en compadre de los demás Gregs, pues se congregaron para zangolotearme con palpable entusiasmo. Mientras terminaban de saludarme con su particular violencia ritual, tuve la impresión de que sus rostros se fusionaban en uno solo. A pocos centímetros de mí, emanaban un aliento a cerveza con jalapeños que encima me escupía en los párpados. Se agitaban en una risa escandalosa que acentuaba lo abotagado del rostro único, donde el brillo del cabello con gomina se confundía con el brillo de la piel marcada por cráteres permanentes. El arrepentimiento por estar ahí recorrió mi espina dorsal en un fugaz escalofrío. ¿Para esto había faltado a mi cineclub de los jueves? Ese día comenzaba el ciclo de Kurosawa. Estaba convencido de que incluso el más estoico de sus samuráis colapsaría horrorizado ante el espectáculo que me ofrecía el comienzo de greg’s ultimate bachelor party. Para recomponerme, recordé rápidamente que mi misión tenía en realidad un tinte antropológico. Decidí que la mejor manera de estudiar a especímenes tan alebrestados era mimetizarme con su entorno, de manera que estuvieran relajados y exhibieran su comportamiento habitual. Para dar un golpe de efecto —y también para cerrar un tanto la brecha de la ventaja que me llevaban— tomé el beer bong que yacía tirado en una esquina de la habitación, lo lavé con jabón, le pedí a alguien que me pasara un par de Budweisers, y me las bajé de un solo trago. Ese acto produjo un nuevo estallido de júbilo en los Gregs, que entre otra ronda de palmadas y zangoloteos me hicieron saber que a pesar de todas las diferencias que nos separaban, yo era uno de los suyos. El Greg oficial me plantó un beso viscoso que rozó peligrosamente la comisura de mi boca, mientras balbuceaba algún refrendo de nuestro juramento de amistad. Continué acortando distancias a base de Budweisers y Doritos, aprovechando la confusión etílica para enchufar mi iPod y apode-

Ilustraciones de Zsu Szkurka

rarme del control de la música. Pasé las siguientes horas medio prestando atención a la enésima evocación greguiana de nuestras proezas juveniles mientras me refugiaba en una cuidadosa selección musical de rock clásico. Por fortuna, estaban tan inmersos en su papel que no objetaron ni amagaron con volver a su mezcla aleatoria de corridos y pop americano desechable. En algún momento, el festejado se levantó de su silla dando tumbos y, sin pronunciar palabra, comenzó a acicalarse. Tras enjuagarse la cara con agua reforzó lo inamovible de su cabello con una nueva capa de gel. Se enfundó en unos jeans ajustados que se veían más apretados debido a su incipiente corpulencia. Con gran delicadeza, extrajo de su maleta una de esas camisas de seda que tantas veces presumiera en las redes sociales. Los patrones garigoleados de colores exuberantes me produjeron momentáneamente un efecto hipnótico. Los círculos intentaban convertirse en cuadrados, los cuadrados en triángulos, los triángulos en rombos, y los rombos en alguna cosa más. Salí de mi sopor cuando el resto de los Gregs obedeció la orden tácita, levantándose y yendo a sus habitaciones a prepararse para salir a conquistar Austin. En un gesto deliberadamente rebelde, tan sólo me quité la camiseta, pues a causa de los reflujos inherentes al beer bong se encontraba humedecida por la cerveza, y busqué en mi maleta la camiseta que trae estampada la rana característica de Daniel Johnston. Conforme la manada volvía a congregarse a las afueras de nuestra habitación, escruté sus expresiones en busca de alguna respuesta al «Hi, how are you?» que les dirigía la ranita de ojos desorbitados. A juzgar por su indiferencia, les habría dado igual si yo estuviera ataviado con un taparrabos. Decepcionado a causa de mi provocación fallida, me dejé llevar hacia nuestra próxima parada.

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Recorrimos el puente que cruza la Interstate 35 y giramos a la izquierda en Red River Street, casi a la altura donde comienza la zona de bares y otros sitios de perdición emblemáticos de Austin. En la esquina hay un pequeño parque que sobrevuela lo que debe ser un afluente menor del río que atraviesa la ciudad, el Colorado River. Sentado en una banca de concreto estaba un viejo con un largo mechón blanco que flotaba en medio de su cabeza calva. Llevaba una maloliente gabardina verde olivo, y sus escasas pertenencias estaban regadas de manera desordenada a sus pies. Intentaba forjarse un cigarro mientras se reprochaba sin cesar por algún recuerdo tormentoso de su juventud. Como si formara parte de la misma coreografía, en la otra acera se apreciaba una mujer negra de pelo corto y vestimenta ligera, también con sus escasas posesiones desperdigadas a su alrededor, vociferando y gesticulando en semicírculos, como en vías de acceder a un trance religioso. Me pareció ser el único de la comitiva que reparaba en su existencia. Los Gregs en cambio, habituados a recorrer las calles de Austin buscando emociones para sus bachelor parties, enfilaban a paso firme por Red River Street. Al pasar frente a un sitio llamado Stubb’s, Greg tiró de mi cuello con vigor hasta que nuestras cabezas se juntaron, para comunicarme una sorpresa que había guardado con estricto celo: al día siguiente tendríamos el privilegio de acudir a ese mítico escenario musical para escuchar a uno de sus grupos preferidos, Walk the Moon. Con su habitual fervor de vocabulario restringido, me dijo conmovido que no se le ocurría una mejor manera de abandonar para siempre el mundo de los vatos libres. Una marejada de gente que abandonaba el recinto arruinó el momento de comunión amistosa. Dicen por ahí que la vida es sabia y en general no nos carga la mano con más de lo que podemos soportar en determinado momento, sino que nos suministra con precisión las dosis de fatalidad que nuestra particular constitución es capaz de resistir. Sólo así me explico no haber reparado en ese instante ni en la marquesina luminosa ni en las decenas de camisetas que anunciaban el nombre de la agrupación cuyo concierto recién había concluido. De otra manera, sin duda me habría unido a los estados mentales de castigo eterno en los que se encontraban los indigentes que recién encontráramos. Continuamos abriéndonos paso entre las legiones que conforman la vida nocturna de Austin. Algunas calles se encontraban cerradas para acoger todo tipo de puestos de comida y bebida, más algunos escenarios improvisados donde tocaban grupos de cuarentones que seguramente se encontraban en ese momento en la cúspide de sus carreras. Tuve la impresión de que todo ese despliegue estaba cuidadosamente ensamblado para hacer justicia a un eslogan que se revela omnipresente desde que uno aterriza en esa ciudad: Keep Austin Weird.

Los Gregs se dirigían sin chistar a algún sitio en específico, aún desconocido para mí. Presas de la ansiedad, aceleraron el paso hasta casi un trote ligero que llegó a su fin cuando se reveló cuál sería esa noche el primer escenario de nuestro desenfreno: el Coyote Ugly Bar. Los gringos son expertos en exprimir su entretenimiento chatarra hasta niveles insospechados. No conformes con habernos endilgado la película del mismo nombre, continúan explotándola con franquicias como la que daba origen a este bar. Entrar era como traspasar el umbral que conduce a un mal sueño cíclico, de esos en los que, aunque el soñante es consciente de encontrarse en un mundo onírico, lo vivido se repite con su lógica terrorífica a lo largo de la noche. Dispuestas de manera estratégica por el bar rectangular había pantallas que mostraban la infame película. El entorno la imitaba a un grado tal que no era sencillo señalar las diferencias. Incluso, mientras las espectaculares bartenders hacían su baile semierótico sobre la barra, lo que imagino era un palero le vaciaba en el pecho agua a una de ellas, para crear el efecto de wet t-shirt que tanto entusiasma a los americanos. La bartender salvaje supuestamente respondía con una patada y se trenzaba a golpes en el suelo con el ofensor. Los Gregs estaban fuera de sí. Se metían dos dedos a la boca para emitir un silbido que retumbaba por toda mi cabeza, para esas alturas ya aturdida por las fuertes impresiones de la velada, las Budweisers ingeridas en el cuarto, y unos repugnantes shots que Greg no paraba de pedir. Estuvimos un rato largo inmersos en ese loop infernal, hasta que Greg pagó la cuenta blandiendo su American Express platino como si fuera un lazo. Con la mirada lasciva fijada en el pronunciado escote de la mesera, le dejó una propina descomunal. La chica se aseguró de sonreírle hasta que Greg abandonó el bar completamente embobado. Con el mismo paso firme que nos condujera al Coyote Ugly Bar, los Gregs enfilaron en procesión de vuelta hacia Red River Street. Antes de que se metieran a lo que a todas luces era un putero, le di un abrazo al festejado, balbuceé en su oído que lo quería mucho, y me dirigí a derrumbarme al Super 8. En el parque de la esquina volví a toparme con el anciano indigente. Tiraba cartas al suelo con la mirada vidriosa, en un gesto mecánico que a mi juicio acentuaba la insoportable eternidad en la que debían transcurrir sus días. Fijó su mirada a la mía mientras yo daba la vuelta trastabillando. Intenté sin mucho éxito acelerar el paso para escapar de su campo de influencia, aquejado por un temor irracional a que de alguna manera su estado mental pudiera resultar contagioso. Al mediodía siguiente me despertó el aliento que emanaba de los ronquidos de Greg. Lo único que había conseguido quitarse eran las botas puntiagudas. Tanto el resto de su atuendo como el gel fijador de su cabello permanecían intactos. Con sumo cuidado de no despertarlo, intenté atemperar mi sensación pastosa con un regaderazo y salí a dar una vuelta por la ciudad. En parte me impulsaba un genuino deseo de visitarla, pero mi mayor motivación consistía en alejarme por unas horas de mis compañeros de viaje. Caminé de nuevo por la 35, pero ahora seguí de largo en Red River Street. Al pasar por el parque me asomé al riachuelo en busca del anciano indigente. Esta vez lo sorprendí en calzones, haciendo buches con la mano en forma de cuenco, enjuagándose los dientes recién lavados. En su espalda arrugada destacaban unas manchas que bien podían ser tan sólo costras de mugre permanente. Esta última irrupción en su intimidad terminó por exasperarlo. Me pintó dedo vociferando insultos con una voz gutural incompren-


perpetrándolas. A mi costado se encontraba un chico negro con un periódico bajo el brazo. La fotografía de primera plana mostraba a un grupo de jóvenes, negros también, bailando y rapeando sobre una patrulla abandonada como si fuera un fósil prehistórico. Era una imagen capturada el día anterior en Baltimore, como parte de los disturbios raciales ocasionados por la muerte de un joven a manos de la policía de la ciudad. De camino hacia el motel comí una hamburguesa en la primera cafetería universitaria que me topé, más por un deseo consciente de hacer acopio de energía antes de volver a fusionarme con los Gregs, que por hambre verdadera. Al pisar el estacionamiento experimenté un sonoro déjà vu. En la habitación se reproducía la escena del día anterior. Nuevamente, nuestro líder anunció con sus actos que había llegado la hora de partir. La única diferencia era que ahora acudiríamos primero al Stubb’s, al concierto de Walk the Moon, antes de regresar a lo que los Gregs consideraban la versión terrenal del paraíso: el Coyote Ugly Bar. Envalentonado por los sucesos de mi día, hurgué en mi maleta en busca de la camiseta más radical posible. Me decanté por una cuyas mangas me llegaban hasta medio antebrazo, con el emblema circular de The Who estampado en el pecho. Al verla, esta vez mis compañeros realizaron algunos juegos de palabras relativos a la identidad. Preferí no responder nada y emprendimos la marcha hacia el Stubb’s. Asediado por un sentimiento de culpa, estaba decidido a regalarle todo mi dinero al anciano indigente del parque. No lo vi por ningún lado mientras pasábamos presurosos por ahí. Al aproximarnos a Stubb’s pudimos apreciar a una marabunta de teenagers gringos agolpándose para entrar. No presagiaba nada bueno. Mientras el guardia de seguridad nos colocaba la pulsera que nos cualificaba como aptos para emborracharnos, alcancé a ver que de la reja abierta colgaban hojas de papel con la programación de toda la semana. Quise cagarme en la puta madre que parió a Greg y en la sucesión de eventos de su miserable vida que desembocaron en que yo formara parte integral de la greg’s ultimate bachelor party: ¡los Kaiser Chiefs habían tocado ahí mismo la noche anterior! Mientras yo atemperaba con la subnormalidad de unos yuppies torreonenses en el Super 8, una de mis bandas favoritas había dado un concierto a una distancia de menos de diez minutos caminando. Seguramente después habían estado tomando algo por ahí mientras estos imbéciles aullaban de emoción en el Coyote Ugly Bar. Incluso Greg intuyó que pasaba algo, porque me estrujó con el brazo derecho y se abrió paso entre la densidad de teenagers que aplaudían para animar a Walk the Moon a apersonarse en el escenario, y me condujo directo hasta la barra. Con su sonrisa de lobotomizado me preguntó qué quería pistear. Pasaron por mi cabeza los insultos más lacerantes que fuera capaz de dirigirle, pero una vez más la nostalgia y el chantaje obtuvieron la mejor parte de mí: —Un vodka doble con Red Bull, pendejote. Al grito de «Eso, chingao», Greg y yo nos tomamos el primer vodka de un tirón, antes de pedir otro y acompañar a los suyos en un hueco arrancado a la muchedumbre expectante. ¡Los putos Kaiser

Mi pieza favorita fue un cuadro de gran tamaño que mostraba a una mujer negra con un paliacate rojo atado a la cabeza, sonriendo mientras disparaba la ráfaga de una potente ametralladora. A un costado aparecía la leyenda «The real Aunt Jemima».

sible. Lo contemplé hasta que se cansó de gritar para retomar sus actividades higiénicas. Seguí mi marcha hacia el Museo Barton, situado en el campus de la Universidad de Texas, donde había una exposición de arte inspirado por la lucha de los derechos civiles en Estados Unidos. Al aproximarme al museo fue visible una de las tribunas del grandilocuente estadio del equipo de futbol americano de la Universidad de Texas. Recordé fragmentos de una conversación sostenida por dos Gregs la noche anterior, en la que anunciaron su emoción por visitar el Salón de la Fama de los Longhorns (ahí supe que ése era el mote del equipo). Uno de ellos tenía especial devoción por un legendario jugador llamado Ricky Williams. Según afirmó, había localizado por internet a un coleccionista dispuesto a venderle uno de los rulos de las trenzas emblemáticas de dicho jugador. A mí el nombre me resultaba familiar a causa de un artículo donde el tal Williams era acusado de haber recibido dinero a cambio de expresar públicamente que padecía alguna variante del trastorno bipolar, con el consiguiente enriquecimiento de las compañías farmacéuticas que vendían los medicamentos para combatirlo. De manera que ese Greg y yo coincidíamos por vías diametralmente opuestas en que Williams era un engrane de una perversa maquinaria corporativa destinada a fabricar ilusiones para luego vendernos un paliativo. O al menos ésa fue mi interpretación en ese momento introspectivo, mediado por unas ganas de vomitar que conseguí aliviar en el baño situado a la entrada del museo. Nunca he confiado en los curadores de exposiciones. La mayoría de ellos son artistas frustrados, que expresan su resentimiento desplegando la obra del artista con deliberada mediocridad. Suelo ir siempre un paso delante de ellos, así que por lo general recorro la exposición en el orden en el que me da la gana. Ese día lo primero que me atrapó fue la fotografía de un tipo tan siniestro que a la distancia me pareció ser Richard Nixon. Al aproximarme descubrí que se trataba de un gobernador de Alabama que había luchado contra el ingreso de dos jóvenes negros a la universidad. La fotografía de Richard Avedon lo capturaba desafiante, orgulloso de su gesta, como si buscara con ahínco a otros negros insolentes que osaran entrometerse en su territorio. Después me dirigí hacia un lienzo blanco en el que el artista había empotrado un lavabo, rodeado por una mancha negra difusa, trazada con alguna especie de plumón marcador. Como música de fondo de la exposición reverberaba una voz lacerante, que resultaría ser la de Nina Simone entonando una melodía sobre la segregación rampante de varios estados sureños. Mi pieza favorita fue un cuadro de gran tamaño que mostraba a una mujer negra con un paliacate rojo atado a la cabeza, sonriendo mientras disparaba la ráfaga de una potente ametralladora. A un costado aparecía la leyenda «The real Aunt Jemima». Me detuve un instante a ver un video que capturaba la histórica promulgación firmada por Lyndon Johnson de la ley de derechos civiles, ante la mirada del propio Martin Luther King. Me sorprendió escuchar la afirmación del presidente de que si bien era posible comprender las causas de la segregación racial, explicadas tanto por la historia como por la naturaleza humana, era inadmisible continuar

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Chiefs! Mi rencor continuaba en escalada cuando aparecieron los integrantes de Walk the Moon, cobijados por ese inconfundible chillido que se produce cuando miles de adolescentes se encuentran al borde de un ataque de histeria. De la parte trasera de la tarima empezaron a dispararse luces láser multicolor, que rebotaban alocadas en las lentejuelas rectangulares del saco del vocalista. Los Gregs chocaban palmas y saltaban abrazados. Yo sentía la bilis produciéndose en mi interior. Al poco tiempo de escuchar distintas variantes de la misma tonada plástica, sin tener ganas de nada más que de alejarme un poco de la concurrencia, me aparté de nuestro grupo para dirigirme hacia los baños situados en una rampa descendiente, justo en el otro extremo del escenario. Al pasar hacia las cabinas plásticas colocadas en hilera, el guardia ahí apostado advirtió mi camiseta y me dirigió la habitual señal de aprobación con el dedo pulgar hacia arriba. —The Who, man! Yeah! What a great concert! What? ¿Cuál concert? No entendía de qué me hablaba. Le pedí con mi inglés atropellado que clarificara su aseveración. —The Who, man! The remaining ones played in Austin two nights ago. You didn’t make it? Me llevaba la chingada madre. ¿También The Who había tocado en Austin apenas un par de días atrás? Qué importaba que sólo quedaran Townshend y Daltrey. Los iría a ver incluso en versión holograma. ¿Qué más faltaba? ¿Acaso había en ese momento un unplugged de Pink Floyd en el Coyote Ugly Bar? Me encerré en uno de los baños y amagué con destruirlo a puñetazos, pero una parte de mí recordó que en Estados Unidos eso podría no ser bien visto por las autoridades. Sin terminar de abotonarme el pantalón salí furioso y me dirigí hacia la calle. A la mierda con Walk the Moon. A la mierda con Greg y sus esclavos. Sólo me quedaba embrutecerme hasta perder el conocimiento y esperar que todo lo sucedido fuera simplemente una mala broma. Entré a tomar algo en cada bar que encontré hasta desembocar en la zona de Red River Street cerrada al tránsito vehicular, donde se encontraba la música en vivo y los puestos de todo tipo. Temeroso de reencontrarme con los Gregs, me parecía verlos al acecho por doquier. A la distancia suficiente, cada persona que avanzaba hacia mí era uno de ellos en potencia. Cuando se acercaban hasta el punto del desengaño, continuaban su camino dirigiéndome un rango de muecas que abarcaban desde la lástima hasta la simpatía que genera el patetismo ajeno. Quizá fue mi instinto de superioridad lo que me hizo enfocarme en un alma más atribulada que la mía. Al menos sus problemas eran bastante menos imaginarios: se trataba de una chica rubia en shorts y camiseta de tirantes que por alguna razón estaba siendo arrestada. Se encontraba sentada sobre una de las mesas de madera colocadas en la calle, con las manos esposadas por detrás de la espalda. Su semblante no mostraba ninguna consternación particular. Aun así, el deseo de venganza pronto me tuvo increpando a los dos policías barrigones a cargo de la situación. Siempre en español para que no pudieran entenderme, o al menos no del todo, pasé de preguntarles por los motivos de la detención —«Get away from here, son,

Me llevaba la chingada madre. ¿También The Who había tocado en Austin apenas un par de días atrás? Qué importaba que sólo quedaran Townshend y Daltrey. Los iría a ver incluso en versión holograma. ¿Qué más faltaba? ¿Acaso había en ese momento un unplugged de Pink Floyd en el Coyote Ugly Bar?

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it’s none of your fucking business»— a embarcarme en una inconexa perorata sobre la inmoralidad de su papel como gendarmes del capitalismo posindustrial. Cuando el oficial Malloy se disponía a esposarme y colocarme al lado de la chica, apareció un monstruoso chicano para llevarme tomado del brazo a la voz de «Tranquilícense, guys, yo me llevo de aquí a mi amigo». Los policías se encogieron de hombros con hastío, y devolvieron su atención a la rubia, que después de todo se encontraba un paso por delante de mí en su procesamiento por alteración del orden público. Todavía tomado del brazo, me dejé conducir por mi benefactor, quien se presentó como Stuart Méndez, hijo de padres mexicanos pero, afirmaba ufano, «más americano que el chilli con carne». En cuanto consideró que me encontraba fuera de peligro se despojó de sus lentes oscuros por un instante y pronunció con solemnidad divertida: —A ti te gusta la diversión extreme, ¿o no es así, guy? La indiferencia de mi respuesta corporal nos condujo hasta abordar su automóvil, un Ford destartalado que parecía sacado de una película policiaca de los setenta. El cinturón de seguridad de mi asiento había sido estirado de una vez por todas, con lo cual la diferencia entre abrochárselo o no era meramente psicológica. De todas maneras, opté por la opción segura. Maniobrando con destreza por las calles de Austin, Stuart Méndez alcanzó pronto un freeway que parecía desembocar directo en la nada. Sin mayor explicación sobre nuestro destino, comenzó a contarme que el negocio inmobiliario más rentable del momento en Estados Unidos eran los tráiler parks. En efecto. Los tráiler parks. Wave of the future, guy. Confrontado con mi silencio, Méndez detalló que al principio él tampoco lo creía, pero que había podido constatar en persona que se trataba de toda una realidad. Su lógica era hasta cierto punto impecable: había veinte millones de americanos, o sea el 6% de la población, que por las buenas o por las malas se habían convencido de que su variante particular del Sueño Americano alcanzaría, si acaso, para vivir en una casa rodante. Propia en el mejor de los casos, alquilada en el peor. ¿Todavía no le creía? Very well. Entonces cómo me explicaba que magnates de la talla de Warren Buffet tuvieran inversiones millonarias en el ramo. Pero, eso sí, como todo en ese país, había peceras para los peces de todos los tamaños. Los magnates se ocupaban de lo grande pero, a decir de Stuart Méndez, había poblaciones marginales que también necesitaban de un lugar para vivir, incluso si prácticamente nadie deseaba tenerlos como vecinos. Por ejemplo, estaban los white trash, las drag queens, los musulmanes y los pervertidos sexuales recién salidos de prisión. —¿Los pervertidos sexuales recién salidos de prisión? —fueron las primeras palabras que le dirigí. —Pues claro, guy. ¿Tú te crees que viven con paredes de aire? ¿Conoces alguna familia que los quisiera cerca?


A decir verdad no, no conocía ninguna familia que los quisiera cerca. —Pues ahí está, guy —prosiguió—. La moda son los tráiler parks donde viven juntos los apestados de la buena sociedad. Yep. Puro degenerado sexual viviendo en paz, codo a codo. —Y aquí es donde entro yo en la historia, guy —continuó embalado Stuart Méndez. Por razones obvias, los pervertidos necesitaban poder desfogar sus tendencias chuecas. De lo contrario, lo sabía cualquier persona, la sociedad entera podía pagarlo caro. Así que él regenteaba un tugurio medio clandestino en un tráiler park para degenerados sexuales, situado a poco más de diez kilómetros de la ciudad de Austin. —¿Y quién atiende sus necesidades? —pregunté por mero protocolo, intuyendo claramente la respuesta descarnada a mi pregunta. Stuart Méndez irrumpió en una carcajada: —Tú me gustas, guy. Ahorita lo ves con tus propios ojos. Llegamos a un tráiler park que, pese a que yo jamás había estado en ninguno, se veía justo como cualquier otro. Las casas rodantes me parecían más próximas a las casas de lámina y adobe tan tradicionalmente mexicanas que a las respetables casas de varilla y concreto que habitan los yuppies y no tan yuppies de ambas naciones. Aunque tuve que reconocer la ventaja que suponía poder movilizarlas con libertad, y no que ocurriera únicamente debido a diversas contingencias sísmicas o climáticas, siempre tan difíciles de prever para sus habitantes. Stuart estacionó su Ford afuera de una casa rodante que se distinguía de las demás por estar rodeada por un cableado de focos multicolor que centelleaban al unísono. Noté que en un árbol contiguo yacían apeñuscadas una abundancia de mochilas, sacos de dormir, botellas vacías, latas de conserva y otro tipo de artículos que corroboraban mis sospechas sobre la condición social de los empleados del prostíbulo regenteado por Stuart Méndez. Ante mi titubeo, me empujó con cierta firmeza de los hombros y me condujo al interior. No se trataba de una noche de particular actividad. Detrás de la barra se encontraba un indigente desdentado, con la barbilla reposando sobre ambas manos, a la espera de que la escasa clientela solicitara alguna bebida. Los supuestos pervertidos se encontraban sentados en los taburetes colocados en las mesas cocteleras que rodeaban a la pista de variedades. Transmitían un aire entre la melancolía y el aburrimiento. En todo caso, ofrecían un contraste favorable ante lo espeluznante de las bailarinas exóticas que pululaban por ahí, hablando consigo mismas como si discutieran con sus respectivos tics. En automático me dirigí a la rockola colocada en una esquina, inserté una moneda y casi de inmediato empezó a sonar mi selección, «Pinball Wizard», de The Who. Me desplacé hasta sentarme en la mesa de Stuart Méndez, quien ya me esperaba con unas Budweiser escarchadas, cortesía de la casa, guy. Emergió del camerino una mujer entrada en los sesenta, con el cabello gris dividido por unos mechones formados por el sebo capilar. Llevaba al descubierto unas tetas diminutas que parecían más abultadas por la rugosidad de su piel colgante que por el volumen que alguna

vez contuvieran. Entre la tanga y los pies se veían diversos moretones, raspaduras y piquetes como de aguja. Era difícil decir si sus contoneos hacia el tubo central eran producto de una intención sensual, o si más bien era incapaz de caminar con normalidad. A causa de mi selección musical, la bailarina intentaba seguir el ritmo de la música con unos espasmos que parecían el instante previo a un infarto fulminante. Méndez y los degenerados aplaudían y silbaban de pie. De todas las cientos de veces que yo había escuchado «Pinball Wizard», jamás me pareció tan agonizantemente eterna. Hasta la fecha no he logrado ofrecerme una explicación convincente de por qué lo hice, pero tan pronto concluyó me apresuré a sacar de la pista a la vedette, tomándola suavemente de la mano, para decepción de uno de los pervertidos, que llevaba un rato salivando en el borde, a la espera de su oportunidad. No me motivó en modo alguno la calentura, sino algo más parecido a una combinación entre lástima por ella y repulsión hacia mí mismo. El asunto es que me condujo a una habitación que quedó prácticamente oscura una vez hubo cerrado la puerta. Hurgué en el bolsillo y le entregué el dinero restante. Esforzándose por parecer sexy, se pasó la lengua seca por los labios, atoró mis billetes en su tanga y avanzó hacia mí para cumplir con diligencia su parte del trato. Todo sucedió deprisa. Ahora pienso que en el fondo me pareció que rechazarla la despojaba del resquicio de dignidad restante, pero no estoy seguro de que esa idea realmente cruzara por mi mente en esos momentos. Fue más bien un caso de inercia causada por un movimiento de orígenes misteriosos, o en los que prefiero no indagar. Cuando la tuve hincada sobre mis piernas, desabroché mi pantalón con la mano temblorosa y la ayudé a masturbarme a una velocidad que resultaba más dolorosa que placentera. Algo se compadeció de mí, de manera que terminé bastante pronto. No tuve el valor para quedarme a contemplar la escena un momento más. La hice a un lado con un ligero manotazo y salí de la habitación privada, con el miembro aún colgando fuera. Uno de los pervertidos me miró con una sonrisa cómplice que probablemente seguiré viendo en mi cabeza por tiempo indefinido. Ya vestido, me paré frente a Stuart Méndez con los ojos desbordados de lágrimas y la quijada temblando por la presión de mi mandíbula. Dio un puñetazo a la mesa que hizo retumbar la estructura entera de la casa rodante, y como si formara parte del mismo movimiento me asestó un bofetón con el revés de su manaza, para después empujarme con todo el peso concentrado en sus extremidades, aventándome contra una de las mesas cocteleras del establecimiento. La perspectiva desde el suelo le confería un aire descomunal. Desde las alturas encogió los labios con desprecio y me gritó con su voz ronca, mientras apuntaba con el dedo índice hacia la puerta del lugar: —¡Tú no eres naiden, guy, naiden! Get the fuck out of here antes de que me arrepienta. Con el ardor del bofetón reverberando en mi orgullo estupefacto, caminé sin detenerme hacia las luces de Austin, hasta que paulatinamente fue haciéndose de día. Pasé a un costado del parque que conduce a la piscina de Barton Springs. Chicos y chicas de cortes de cabello estilizados se perdían en la maleza corriendo o en bicicleta, en algunos casos acompañados por sus perros o carriolas. Por fin llegué al Super 8 para encontrarme con que Greg seguía despierto, tomándose una cerveza más para añadir a la montaña de latas apiladas en la mesa. Se encontraba viendo con un volumen casi inaudible una de esas fiestas junto a la piscina organizadas por mtv, donde adolescentes espectaculares bailan a plena luz del día como si estuvieran al borde de un orgasmo. Destapé una cerveza para brindar con él por enésima vez en su festejo, y me senté en silencio a ver la tele a su costado. •

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Libre de libros Juan Gerardo Aguilar

C

uando se trata de enseñar sobre el desapego, los libros siempre llevan mano. Así he podido ver mi futuro en bibliotecas ajenas y olvidadas. Como otros, yo también pagué con libros el precio de mi libertad. Veo libros muertos, veo cajas panzonas que no saben a dónde ir; mucho menos dónde van a parar. He visto los libros más brillantes de mi generación en tianguis de ropa de segunda mano. Los libros también ayudan a disipar el atarante y curten la memoria. El primer libro con el que tuve contacto consciente fue una edición especial de Selecciones del Reader’s Digest, a eso de mis cuatro o cinco años. Todo se alineó a la perfección para que el lomo me diera en la jeta: mi trastorno del sueño, varias noches en vela y mi madre hasta la madre de ser comparsa obligada de su hijo insomne. No cabe duda de que las mamás suelen tener las mejores estrategias de acercamiento a la lectura. La escritura marginal es la respuesta inmediata a los libros que leo. Subrayo, anoto, cuestiono, pongo signos de admiración o interrogación. La escritura marginal también es un retrato robot de mi yo lector a través del tiempo. Me costó trabajo aceptar que el futuro viaja más rápido que el deseo y que no me alcanzará el tiempo para responder a todos los libros que yo quisiera. También así comienza el desapego, con cierta melancolía. Conocemos mejor al prójimo cuando aprendemos a verlo como personaje, porque la ficción es otra forma de desencanto. Quizá por eso, con la edad, nos alejamos más de las personas y nos acercamos más a los libros. También pasa que nunca dimensionamos realmente cuántos hogares abandonamos —o de cuántos nos echaron, destrozamos o reconstruimos— hasta que vemos el tamaño de las torres de cajas apiladas junto a la puerta. En fin, los libros me ayudaron a sentirme menos huérfano en cada mudanza. Hay parejas que poseen el súper poder de convertir los libros en arietes para joder física y emocionalmente. Cuando eso sucede, caemos en cuenta de que los libros no nos guardan la misma lealtad que nosotros les profesamos. Yo cometí el error de tratar de recuperar lo irrecuperable, y durante el proceso me fui de hocico, de nalgas y hasta de la ciudad. Mi capitalista interior lloró la pérdida de los libros comprados con mi primer salario de caminero. Tiempo después, el oligarca que también llevo dentro se ufanó alegando que no había mejor moneda para pagar esa fayuca llamada separación. Cuando cumplí diez años, fui seleccionado para declamar la Suave Patria en el auditorio de una delegación sindical. Según yo, lo hice tan chingón que me imaginé viajando rumbo al balneario para disfrutar del primer premio; pero el jurado no pensó lo mismo y me dio el tercer lugar, es decir, el último de los primeros. Hubo una foto que atestiguó la entrega de un lote de libros de la colección Austral,

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Yo también fui un charlatán de los que alguna vez juró que no podría pasar un solo día sin leer. Cerca de cinco meses en una clínica de rehabilitación —sin acceso a libros ni escritura— fueron suficientes para bajarme las ínfulas. Durante mi estancia ahí recrudeció el insomnio.

que decidieron «guardarme» en la biblioteca de la primaria. Solo alcancé a pepenar El ruiseñor y la rosa y otros cuentos de Oscar Wilde. Los años me ayudaron a pulir el «No» como fórmula eficaz para evitar horas y horas de charlas interminables —que suelen convertirse en un juego de póker inútil— acerca de libros y autores nuevos, buenos, malos, viejos, muertos, vivos o clásicos. ¿Chéjov? No. ¿Rulfo? No. ¿Fitzgerald? No. ¿Flaubert? No. ¿Proust? No. ¿Kafka? No. ¿Fogwill? No. ¿Roth? No. ¿Nesbit? No. Uno vive lo suficiente para saber que existen amistades capaces de trascender una sobredosis, un trío o una infidelidad, pero no sobreviven a una conversación sobre libros y escritores. Yo también fui un charlatán de los que alguna vez juró que no podría pasar un solo día sin leer. Cerca de cinco meses en una clínica de rehabilitación —sin acceso a libros ni escritura— fueron suficientes para bajarme las ínfulas. Durante mi estancia ahí recrudeció el insomnio. Traté de hacer un recuento mental de los libros que había leído, pero mi memoria no dio para tanto con las neuronas tan apendejadas por el proceso de desintoxicación. El príncipe feliz es la figura más representativa del desapego, pero entonces no lo entendí. Robé libros y me los robaron; compré y me los compraron; regalé y me los regalaron; compartí y me los compartieron; presumí y me los presumieron; envidié y me los envidiaron; leí y me los leyeron; reclamé y me los reclamaron, porque los libros son la viva imagen del cambalache equitativo; aunque a veces no les creo ni me creen. En el baño del cuarto del centro de rehabilitación había una ventana pequeña tapiada con tabiques y cemento en la que uno o varios yonquis lograron hacer un agujero del diámetro de una moneda de diez pesos. Ese hueco se convirtió en mi único vínculo con el mundo de afuera. Ahí redescubrí la belleza que encierran el fulgor de los faros de los coches y el ronroneo distante de los tráileres que circulan sobre una carretera oscura. No sabes qué es el desapego hasta que vives encerrado, en un mundo libre de libros. •


PREMIO CERVANTES 2017

PRÓXIMAMENTE


Sexto Piso Times

Noticias Que de tan falsas… podrían ser verdaderas  • DICiemBRE de 2017

Trabajan diputados y senadores propuesta para cobrar salario en dólares En días recientes tuvimos conocimiento de la renovación de una de las hermosas tradiciones patrias, consistente en que los legisladores salientes, ante el temor de la pérdida de su hueso frente a la incertidumbre política derivada del proceso electoral, se autoasignan un bono millonario, para cualquier contingencia que pudieran enfrentar si no lograsen colocarse en un nuevo puesto público. De ese modo, el Congreso apartará una bolsa de 677.7 millones de pesos, y cada senador recibirá un bono de 2.4 millones de pesos, libre de impuestos, como recompensa por su magna labor legislativa. No faltaron los malpensados que criticaron la medida, al considerar viciado un procedimiento donde la misma parte se beneficia de los recursos que asigna para su retiro dorado, o peor aún, hubo quienes consideraron que esos recursos podrían tener una mejor utilización, como por ejemplo apoyar a los damnificados de los terremotos. Sin embargo, una investigación del equipo de Sexto Piso Times pudo determinar que el megabono autoasignado es apenas el primer paso de un programa mediante el cual nuestros legisladores pretenden dignificar un tanto más su oficio, pues fuentes anónimas nos dijeron que les parece un absoluto ultraje que los consejeros electorales tengan un sueldo mucho más elevado, incluso con la rebaja del 10% que finalmente no prosperó, gracias a la queja interpuesta por el consejero Ciro Murayama, quien consideraba que se violaban sus legítimos derechos constitucionales con la medida de austeridad. De este modo, ahora que los legisladores se han envalentonado de cara a lo que comúnmente se conoce como el Año de Hidalgo, planean utilizar la habitual confusión nacional durante el maratón Guadalupe-Reyes para presentar un paquete de compensaciones que le dé envidia incluso a los ejecutivos de empresas como Goldman Sachs o la extinta Lehman Brothers. Precisamente, uno de los aspectos que mayor nerviosismo causa entre los inte-

«¿Qué creen, que podemos legislar sujetos a tantas devaluaciones? Por favor, seamos serios»: Ernesto Cordero

grantes del Poder Legislativo es que, de repetirse el patrón sexenal de crisis económica con devaluación incluida durante el último año del presidente saliente, pierdan el poder adquisitivo necesario para poder vacacionar en Vail, o asistir a eventos como el Super Bowl o la Serie Mundial de beisbol, a los que un buen número de ellos son asiduos, al igual que la ex primera dama y ahora aspirante a candidata independiente, Margarita Zavala. Asimismo, razonan los legisladores encargados de armar su paquete de compensaciones, es necesario asegurar que sus hijos puedan estudiar en universidades de élite estadounidenses, para en su momento volver a México y desempeñar el relevo generacional observado por toda camarilla con aspiraciones de perpetuarse en el poder. Debido a lo anterior, se estima que pronto se apruebe en el Congreso una medida extraordinaria, mediante la cual

el salario de los legisladores pase a ser formalmente en dólares, para que al menos nuestro poder legislativo quede exento de las vicisitudes que normalmente aquejan al peso en tiempos de turbulencia política, como la que seguramente se producirá el próximo año. Por último, Sexto Piso Times logró tener conocimiento de una propuesta elaborada por las bancadas del pan y el prd, principales integrantes del Frente Amplio Democrático, que pugnarán por insertar una cláusula que le proporcione a cada legislador un seguro contra desastres naturales para sus propiedades en Miami, u otros sitios considerados de riesgo, pensada para que Ricardo Anaya y Alejandra Barrales puedan dedicarse de lleno a idear una estrategia electoral óptima, y no tengan que estarse preocupando por el daño que su patrimonio pudiera sufrir por contingencias naturales. •


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El buzón de la prima Ignacia

Estudié Economía en el itam, Finanzas en Harvard y Karma en la Universidad Tibetana, pero el verdadero aprendizaje lo obtengo en esa loca maravilla llamada vida. Si quieres que lo comparta contigo, no lo pienses más y consúltame en el siguiente correo electrónico: ignacia@sextopiso.com (PD: No hay censura pero por favor sean recatados y no me vayan a andar preguntando puras pendejadas).

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CALENDARIO DE PRESENTACIONES 2017 martes

sábado

25 NOV

16:00 horas

CINTA NEGRA

de Eduardo Rabasa

Con la presencia del autor, Mariana H. y Rodrigo Márquez Tizano Salón Elías Nandino - PA

PePitas de Calabaza

domingo

26 NOV

20:00 horas

CONFERENCIA MAGISTRAL

con Mircea Cărtărescu,

Tiziano Scarpa y Tommy Wieringa

Salón C- Área internacional

lunes

27 NOV

17:00 horas

28 NOV

17:30 horas

EL DIABLO DE LAS PROVINCIAS de Juan Cárdenas

Con la presencia del autor y Eduardo Rabasa Salón B - Área internacional

PerifériCa

Con la presencia de los autores y Carlos Pellicer

Salón José Luis Martínez - PA

sexto Piso / seCretaría de Cultura

19:00 horas

18:00 horas

CASA TRANSPARENTE de María Luque

Salón José Luis Martínez - PA

sexto Piso

20:00 horas

LAS CUATRO ESTACIONES

de Ana Blandiana

Con la presencia de la autora y Ernesto Kavi Salón Manuel Azuela - PA

PerifériCa

de Jon Lee Anderson y José Hernández

Pabellón Madrid

sexto Piso - Ganadora del Premio de novela GráfiCa Ciudades iberoameriCanas

miércoles

29 NOV

19:00 horas

Con la presencia del autor y Juan Cárdenas

Salón José Luis Martínez - PA sexto Piso / universidad veraCruzana

jueves

30 NOV

17:00 horas

con Jis, Trino y Liniers

Salón Enrique González - PA

sexto Piso

UNIVERSO

de José Gordon

Con la presencia del autor y Miguel Alcubierre Salón Agustín Yáñez - PA

sexto Piso / instituto Cultural de león

viernes

17:00 horas

CARTAS A UNA JOVEN DESENCANTADA CON

LA DEMOCRACIA de José Woldenberg

Con la presencia del autor y Eduardo Rabasa Salón 5 - PB

sexto Piso

18:30 horas

ESCRIBIR CON CACA de Luis Felipe Fabre

BOLA NEGRA

Salón Agustín Yáñez - PA

17:00 horas

de Mario Bellatin y Liniers

Con la presencia de los autores y JIS Salón 4 - PB

19:00 horas

Con la presencia del autor y Jon Lee Anderson

de Claudina Domingo

sexto Piso

sábado

2 DIC

1 DIC

RETRATOS DE CUBA

Salón A - Área internacional

PERIODISMO HOY

18:00 horas

sexto Piso

de Carlos Manuel Álvarez

21:00 horas

conversación con Con la presencia de los autores En Lydia Cacho, Jon Lee Salón Elías Nandino - PA Anderson y Carlos Puig sexto Piso Salón Enrique González - PA

Con la presencia de la autora 19:30 horas EL INCONCEBIBLE y Bef

BELLEZA NEURÓTICA LA TRIBU de Morris Berman Con la presencia del autor

CHE. UNA VIDA REVOLUCIONARIA. LIBRO 3

JAM DE MONEROS

APOLOGÍA DEL POLVO EL RASTRO de Forrest Gander de Arnoldo Kraus y Vicente Rojo

18:00 horas

LAS ENEMIGAS

Con presencia del autor y Luigi Amara sexto Piso

domingo 3 DIC

17:00 horas

LA EFEBA SALVAJE de Carlos Velázquez

Con la presencia del autor, Rulo y Don Cheto Salón Elías Nandino - PA

Con la presencia de la autora sexto Piso y Carlos Velázquez Salón Elías Nandino - PA

sexto Piso

31 FERIA INTERNACIONAL DEL LIBRO DE GUADALAJARA EXPO GUADALAJARA - VISÍTANOS EN EL STAND L1


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