La primera vez fue en Tánger

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La primera vez fue en Tรกnger


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modelo_silvia frino fotografía página 8_un lector de Krasznahorkai citas_ Samuel Beckett, Residua (p. 17) Eloy Tizón, Velocidad en los jardines (p. 16)


la primera vez fue en tánger La primera vez fue en Tánger. Estaban los dos ahí, rodeados de abismo, colgando de luces brillantes y sábanas blancas de hotel. Cuando todo terminó ella le miro a él: su olor era oscuro y tenía gesto de estar recolocándose las entrañas. Él le sonrió para no tener que sostenerle la mirada. Ambos se vistieron –traje, gemelos, maletín, corbata– y abandonaron la habitación por turnos, como si todo fuese más real si fingían que se trataba de un secreto. La segunda, en Budapest. Ella tenía prisa: se marchó antes. Él se despidió del espacio vacío que había dejado su cuerpo antes de cerrar la puerta. Hubo, tres, seis, diez, muchas más veces. En ocasiones alguno de ambos no se presentó. En otras, ella o él no podían asistir a algunos eventos de la empresa y el otro jugaba a demorarse en el hall del hotel, esperando a un visitante tardío.

de

A veces él la observaba por encima de la mesa de reuniones después sus encuentros.

Veía, por ejemplo, un cabello ligeramente fuera de sitio justo en el centro de la coleta.


Rastreaba tras el maquillaje y la tela los vestigios de una herida de placer. Ella nunca le devolvía la mirada, y a veces él creía que la relación que establecía con los vasos de agua, los bolígrafos o los presupuestos anuales era una actuación destinada únicamente a sus ojos de voyeur. Con el tiempo, aprendieron a hablarse. Él contaba su historia en una búsqueda loca de excusas para estar exactamente dónde estaba. Ella le decía que, antes de saber lo que eran, solía dibujar infinitos en la arena. Decía cosas como -Voy a traicionarte. Acompañada de una copa de vino blanco en la mano, o de un café a medias, o de Édith Piaf. Él le recordaba, triste, que no había nada que traicionar. Preguntaba, entonces: -¿A tu marido no lo echas de menos? Y ella le confesaba que, -Lo quiero tanto que no sé cómo se hace. Aprendieron a necesitarse. Él comenzó a creer que cuanto más la veía –la distancia de una mesa era suficiente– ella más se cerraba: mónada impenetrable. Contenía tanto


como podía su deseo de tocarla e intentaba con todas sus fuerzas no sonreír demasiado cuando le devolvía el abrazo. Ella pensaba que cuanto más hablaban menos se comprendían mutuamente: era más sencillo cuando sólo eran ardor y piel. Las llamadas telefónicas, ¿Me escuchas, me escuchas? Los sonidos intrusos, el last call for eating de un aeropuerto. Ese silencio extraño y aterrador cuando la llamada no terminaba de conectarse, su rostro distorsionado en la pantalla de un teléfono, la voz unos segundos apenas más tarde, lo suficiente para que sus contornos se deshicieran en dolor y píxeles. - ¿Me escuchas? ¿Estás ahí? - Estoy. Estoy aquí, te escucho. La línea delgada e hiriente de que mostraba cómo la conexión se estaba estableciendo. Y, de nuevo, Tánger. Un hombre sentado en el suelo, en sus rodillas el portátil. La conexión se establece, "¿Hola? Hola, ¿me escuchas?" "Sí", sí. Sí. Nada que decir esta vez. Silencio incómodo, carraspeo, "¿qué tal tu mujer?" Pregunta equivocada. Intentarlo otra vez. Una anécdota cualquiera, vamos, "¿estás ahí? Su gesto se queda congelado en la pantalla. La boca artificialmente parada unos segundos antes del rostro asumiera la misma quietud. Alguien cuelga. Ella guarda el móvil, él cierra la pantalla. Ninguno de ambos recuerda a qué huelen sus heridas.


distancias Era domingo al mediodía y tú me tocabas. Me tocabas, levemente, con el dorso de la mano, pero en tu dorso había idea, en tu dorso había intención, propósito, finalidad, algo. Era domingo al mediodía y yo estaba sentada en una mesa, una mesa de madera, o tal vez de plástico: no recuerdo. Era domingo, yo estaba sentada, en, digamos, una mesa cualquiera, y tú, indudablemente, me tocabas. No era una cuestión de azar o mala fe, sino un hecho constatado. Tú lo sabías, yo lo sabía: la mesa lo atestiguaba. Llevabas pantalones vaqueros y tenías la mano áspera, de una aspereza deliciosa que sabía fingir suavidad. Si giraba el rostro podía mirarte mientras hablabas y reías sobre la mesa. Podía incluso observarte indirectamente, a través de las pupilas exaltadas de los que hablaban y reían contigo. Podía, de hecho, recrearme en tu recuerdo: éramos conocidos. Pero nada de eso era verdad, nada de eso era comparable a lo que, realmente, pasaba. Era como si esa mesa, de madera, o de plástico, no recuerdo; estableciera una división, un abismo ontológico insubsanable entre el mundo-sobre-la-mesa y el mundo-bajo-la-mesa, un mundo compuesto por rodillas y uñas, por manos ásperas y manos suaves, por vaqueros azules y medias de nylon, pero; sobre todo, por distancias, distancias entre elementos que les daban sentido, distancias que los configuraban y los ordenaban. La distancia era el presupuesto, el a priori, el motor inmóvil de ese mundo submesáneo: era, digámoslo claro, Dios. Tus dedos jugaban a desafiar a los dioses, acercándose indefectiblemente a mi media de nylon; mi compromiso, aunque silencioso y pasivo, me hacía igual de culpable. Temía, por la comisura del labio, por el rabillo del ojo, el momento en el que esos temblores que a veces sacuden a las mesas, bien sean de madera, bien sean de plástico, te alejasen de mi; como cuando alguien se levanta, o como cuando otro se acomoda, o como cuando llega la comida, o llora un niño, o se sienta un comensal, se pasa el salero, se derrama la salsa, se rompe un vaso. Ni siquiera me atrevía a moverme y corresponderte, por si acaso con la pequeña carrerilla que tenía que coger


mi meñique te disuadía de proseguir, de persistir en tu contacto. Entonces, bajo la mesa, tal vez de madera, tal vez de plástico; tu dedo se desliza por mi rodilla, como asiendo el hueso, como agarrando la carne: intentándolo; y mis muslos reaccionan conteniendo el aliento, mientras mi auténtico aliento se desparrama sobre la mesa en una risa disparada por una broma casual, totalmente desconectada de lo que ocurre centímetros más abajo. Mis muslos reaccionaron aquel domingo, encogiéndose ante el hambre de tu dedo sobre mi rodilla, consumiendo mi piel, empachándose con un banquete que sólo le hacía ansiar más. Con cada golpe, violento, él extraía un recuerdo; con cada golpe, vehemente, él arrancaba una confesión, él conseguía una mirada, una risa, una palabra, mis días de infancia y mis años de instituto; mis experiencias pasadas y mis deseos futuros, mis miedos y afectos, mi yo, mi psique, mi alma: al final se posó toda la palma; y yo me moría, y yo ardía: eso era amor, allí, entonces, un domingo al mediodía, bajo aquella mesa, tal vez de madera, tal vez de plástico, tu mano, mi pierna, se juraron amor eterno. Luego alguien se levantó, otro se acomodó, llegó la comida, lloró un niño, llegó un comensal, se pasó el salero, se derramó la salsa, se rompió un vaso, y tú te alejaste, y yo me encogí, y todos, tú, yo, los demás, nos escapamos del mundo-bajo-la-mesa; andando a la carrera por el común y estresante planeta de las piernas estiradas y el culo levantado, las cabelleras largas y los pelos recogidos, las miradas perdidas y las bocas fruncidas, ese mundo repleto de brazos, cuellos, cinturas, orejas, senos, zapatos. Te miré, me miraste, pero lo nuestro no tenía sentido: ni siquiera habíamos sido nosotros los auténticos amantes. Tal vez algún día, sea o no domingo, sea mañana o noche, vuelvan a encontrarse tu mano y mi rodilla. Tal vez, algún día, bajo una mesa de madera, o quizá de plástico, ¡qué más da!, vuelvan a encontrarse las uñas y el nylon.



nunca jamás tranquilizarnos Si los dioses tomaran café, lo harían así, dijo él. Había pedido un expreso doble, sin azúcar, y jugaba con la taza blanca ante nuestros ojos. ¿Así cómo? Él le da dos, tres vueltas a la taza. Yo me recreo en la sombra de la camisa sobre su piel. Con una gran ventana delante, dice, apoyados contra una barra de madera y sin ver los límites de ninguna de las dos cosas. No ven los límites de la ventana porque la ventana es el mundo, y éste siempre expandiendo, claro, añade. Yo asiento. ¿Y la barra sin fin, de qué es metáfora?, pregunto. Él me sonríe. Eso aún no lo sé, confiesa. Pero es mejor que no lo sepa todavía. ¿Por qué? Para que podamos seguir inventando.


Él se da la vuelta, me mira, me coge la mano: es la primera vez que lo hace. Las observo entrelazadas bajo la barra: un par de tonos más oscura que la mía, sus uñas más cortas, los dos llevamos mocasines marrones. ¿Qué ves? Supongo que lo mismo que tú, le digo, me fijo en el paisaje, noto que él espera que prosiga. Un parque. Unos columpios. Una terraza medio llena, enfrente. ¿Y no ves a unos ancianos? No, no los veo. Entonces los debo tener dentro de la cabeza. Y, ¿quiénes son ellos?, decido jugar. Es posible, duda, que sean mis abuelos. Se llamaban Antonio y Nieves. Mi abuela se llamaba igual, le digo, recreándome en la coincidencia. Eso parece peligroso. ¿Por qué?


Si nuestra infancia se parece demasiado, a lo mejor somos la misma persona. Venga ya. Lo digo muy en serio. Creo que nuestras infancias tuvieron que ser muy diferentes. Dame un ejemplo, me pide. Por ejemplo, yo… No, no, no, señálamelo. ¿En la ventana? Dime lo que ves. Dudo. Veo que en sus ojos hay sonrisa. Me pregunto si seguirle el juego, si no hacerlo. Apuro los restos de mi café: él aún no ha bebido. Decido jugar. Veo, bajo esos columpios, las huellas de mis sandalias de mariquitas. Alzo mi dedo sintiéndome tonta, pero él lo sigue con la vista, asiente.


Dice: sí, es cierto, están ahí. Yo odiaba esas sandalias cuando era pequeña. Prefería las deportivas. Se me metía toda la arena y no podía jugar bien. Estoy segura de que tú nunca llevaste esas sandalias. Eso es cierto. Nunca las llevé. Aunque me gustaría probármelas si pudiera. ¿Qué más ves? Veo a mi abuelo llevándome a los columpios empujándome hasta que me mareaba. Me mareaba en serio, quiero decir. Recuerdo que el olor metálico de la cadena me daba ganas de vomitar. Olor a hierro y arena en los zapatos: eso eran los sábados. ¿Y qué pasó después? Él murió. Yo crecí. Me dejaron de valer esas sandalias, ¿qué ves tú? Veo a mis abuelos, pero no estamos en un parque. Me llevaban a una chocolatería, y no era en sábado, era los domingos. Mi abuela me dejaba comer todo lo que quería, pero no le gustaba que tomara chicle. No es que me lo prohibiera, pero me decía que se me iban a pegar las tripas por dentro, y yo me lo creía. Comer chicle me daba miedo. A mí también. Prefería las gominolas. Veo también en esa ventana a la primera chica que me gustó, ¿la ves?


Dudo: creo que sí, digo al final. Se llamaba Clara y era verdad. O sea, era muy rubia. Tenía los ojos verdes e íbamos juntos a clases de karate, y a veces merendábamos juntos, éramos vecinos. ¿Le dijiste algo alguna vez? No, qué va. Una vez que jugábamos a “ser lo que quieras y hacer lo que quieras” le dije que yo iba a ser el rey y ella la reina, así que teníamos que darnos un beso. Lo hicimos, pero ella puso en medio la mano. Ya ves. Veo en esa farola cuando nació mi hermana. ¡Yo también tengo una hermana! Ya te he dicho que con eso hay que tener mucho cuidado. Bah, le respondo con desdén, y luego prosigo: ¿nació tu hermana en una farola? Por supuesto que no. Pero me acuerdo perfectamente de que mi madre se puso de parto cuando mi padre y yo dábamos un paseo por la calle, a por el periódico del domingo. Vino corriendo una vecina a decírnoslo.


Entonces no teníamos teléfonos móviles, ¿sabes? Mi padre no sabía qué hacer conmigo. Me dijo: espera en esta farola cinco minutos a que vuelva con el coche, y yo estuve agarrado a ella todo el rato, totalmente fiel. Es cierto, estás ahí esperando, te veo. Y acabo de ver el coche de mi tío que justo acaba de pasar. Yo también estoy dentro, mi hermana acaba de nacer. Voy a pasar la noche en su casa para no molestar a mis padres, y él me está diciendo, medio en broma, que nos vamos de vacaciones a Barcelona porque hemos pasado por un cartel que dice: “Barcelona 439 km”. Yo no me doy cuenta. De que es broma, me refiero. Pienso que lo dice en serio y estoy muy asustada, pero soy muy tímida y no me atrevo a preguntar. Sé que estoy pensando, “eh, no quiero ir a Barcelona ni a ninguna parte, quiero estar con mis padres”, pero soy demasiado vergonzosa para decirlo, aunque tenga mucho miedo. ¿De qué color es el coche de tu tío? Rojo. Es cierto, así es. También veo andando por esa calle lateral, a la derecha, a mi clase de segundo c. Nos vamos de excursión a Pamplona y mi madre es una de las que van a cuidarnos, yo estoy muy contenta. Aunque luego me puse triste porque no me gustaba el bocadillo, y como estaba mi madre me lo tuve que comer igual. Cosas de niñas. Hacéis mucho barullo.


Yo no. Era muy callada. Yo también, por eso no voy, no sabría qué decir. Además, no me atrevo a despegarme de la farola. Totalmente comprensible. Pero ya hay otro parecido. Es cierto, dice. Me suelta la mano, coge la taza con los dedos estirados, empieza a beber. Yo mantengo el silencio y miro por la ventana distraídamente. Se ha llenado la terraza del todo, y soy consciente de que lo mismo ha sucedido con la cafetería a nuestro alrededor. Busco algo que decir, pero no encuentro nada. ¿En qué estás pensando? Él sonríe y yo me siento ridícula. Creo que cuando la gente pregunta en qué piensas en realidad quiere decir, “me siento incómodo, o inseguro”, me recrimina. No digo nada y me concentro en que cada segundo de silencio le pese el doble. Aguanta mucho, yo rebaño el contenido de la taza, él termina su café. No quiero preguntarle si quiere otro para que sea él el que tenga que hablar, pero parece más preparado que yo para el reto. Chasquea la


lengua una vez, “he ganado”, pienso. No dice nada y siento deseos de gritar, me pongo a contar a las personas de la terraza. Finalmente él dice: Pensaba en esa ventana, la del edificio rojo. Creo que es mi clase de primero de bachillerato. Yo estoy en segunda fila: lo sé porque siempre me sentaba ahí, pero además porque veo mis zapatos asomando, ¿los ves? Ya era muy largo entonces, y me sentaba fatal, mis profesores me echaban la bronca todo el rato. Ya han pasado cinco minutos desde que empezó la clase, pero ella siempre llega tarde. A mí esos minutos se me hacían larguísimos,muy lentos, no podía dejar de mirar la puerta esperando a que se abriera. Deberías haberla visto, en serio. Todo adquiere otro ritmo, una velocidad diferente, cuando la puerta se abre y entra en clase Olivia Reyes.


imaginación muerta imagina Imaginación muerta imagina: ve nubes grises y delgadas, avisos de tormenta, el cielo gris, el mar azul, el entonces. Ignora los calendarios, cierra la puerta al reloj, se recrea en ese momento: ya oscurece. Se ve a sí misma desde fuera, andando por el camino entre la arena y el agua. La ve a ella esperando unos metros más adelante, callada, leyendo un libro: nunca supo cual fue. A la imaginación le gustaría poder invertarse cuál es el libro que ella tiene entre las manos, pero no puede. La imaginación está muerta y las cosas muertas no crean, no se mueven. Como las pirámides de Egipto están hechas para la veneración, el recreo, el recuerdo.


Ella sonríe cuando ya está cerca, levanta la cabeza del libro: no le cuesta nada pensar su mirada azul, sentir que la tiene delante, que la escruta desde Más Allá. La boca bajo sus ojos se abre, dice: -Hola. La imaginación, cuando aún era ella misma, responde “hola” también. -Hoy se te han pegado las sábanas. La imaginación tiembla: ya no es ella. Vuelve a tener quince años, tartamudea, responde un tímido -Sí. Ella le pide que se siente, la imaginación acepta. Se posa sobre su toalla y deja medio muslo fuera, en contacto con la arena, para poder estar un poco más lejos. Siente los granos sobre la piel como si fueran reales, y también siente el dolor sordo de su mano izquierda, que desearía posarse sobre la suya, o sobre su muslo, tal vez; escucha el agua, el rumor de las olas, la aspereza, el metal, el calor. A la imaginación le gustaría ser otra cosa, algo capaz de hacer un “aún” del “ya no”. A la imaginación le gustaría ser más valiente y jugar a reescribir el pasado, cambiar las cosas. Ella está muerta y lo sabe. No se atreve: es absurdo. La imaginación recuerda que ella entonces le tembló el labio, la sombra del libro sobre las rodillas siempre llenas de moretones. Ni siquiera en el recuerdo puede hacer nada para borrarlos.


Tal vez una herida mal curada es una buena excusa para volver. Recuerda haber pensado en rozar esas piernas lentas, besar los moretones hasta que sanasen, cuidar los lĂ­mites imprecisos de su piel. La imaginaciĂłn recuerda haberse marchado.


La ley del melocotón A Valerie le gusta que el sol le golpee fuertemente sobre los párpados cerrados: dice que, si es lo suficientemente fuerte, puede llegar a ver alguna cosa a través de la piel. Yo le digo que eso es imposible, que se lo inventa, ella se ríe con su risa de loca y vuelve a tumbarse, o tal vez no. Nunca puedes predecir cuando va a marcharse de una vez, aunque lo cierto es que, tratándose de ella, es difícil adivinar qué va a hacer, y mucho menos en qué está pensando. La conocí en abril, ella se dejó conocer. Yo buscaba excusas todo el rato para que pasáramos tiempo juntas, o, por lo menos, tener derecho a enviarle un mensaje. Ella se dejaba querer, me permitía dar paseos a su lado por las mañanas, llevarla a desayunar, comprarle regalos. Nunca sabía qué hacía por las tardes, y frecuentemente huía de mi lado a hora de comer. Yo estaba alerta a partir de la una: cada vez que ella se levantaba de la mesa o giraba una esquina podía ser la definitiva. Esa era la única certeza que me dejaba tener.

Esa partición tan radical entre el día y la noche me desconcertaba: no me importaba haberme quedado con el turno matutino –siempre he sido una persona más bien diurna–, pero durante aquellos meses –abril, mayo, junio– la pregunta me acosaba todo el tiempo: ¿Qué hacía ella por las tardes, por las noches? Y, más importante, ¿con quién iba? La duda me acosaba incluso cuando tan solo eran las diez y media y acababa de pasar a buscarla, “antes, no, de ninguna manera: antes de las diez y media, no”, y casi siempre estaba sin terminar de arreglarse. Yo buscaba obsesa por la


casa los vestigios de la noche anterior –¿fue larga?–, los rastros mudos de otra persona que tal vez la hubiera acompañado a casa la madrugada anterior, que tal vez, incluso, había pasado la noche con ella: Valerie nunca ofrecía seguridades. Por eso pienso que es mejor que todo pasase como pasó. Desde mediados de mayo tomamos la costumbre de cogernos del brazo para caminar juntas por la calle. A veces yo le acariciaba la piel desnuda de la muñeca y, aunque nunca devolvía el gesto, siempre se dejaba hacer. Yo iba siendo más atrevido en mi forma de rozarla –siempre en los límites pudorosos entre la manga y la mano– hasta que una mañana, cuando estaba de camino hacia su casa, casi a punto de llegar, me envió un mensaje diciéndome que aplazaba nuestra cita a las cuatro de la tarde. Me decía, que, si quería, "podía ir esa tarde a su casa a comer melocotones", ¿qué? ¿Por la tarde? ¿En su casa? ¿Invitaba ella? A riesgo de llegar tarde a nuestro encuentro estuve las seis horas dando discretas vueltas alrededor de su manzana, No comí, tomé tres cafés. Subí a su casa a las cuatro menos cinco, ella me recibió con una solemnidad desacostumbrada. La casa estaba ordenada y sobre la mesa baja del salón había, efectivamente, una fuente con sendos melocotones anaranjados, dos servilletas de papel y un cuchillo afilado. -Hola.–me disculpé al entrar.


-Siéntate.–ordenó, señalándome el centro del sofá azul y gastado. Yo ni siquiera tuve tiempo para registrar algún indicio de otro pretendiente. Valerie no se sentó a mi lado, lo cual me contrarió. En su lugar puso uno de los cojines en frente de mí, entre la mesa y la televisión, se sentó con las piernas cruzadas y me miró fijamente. Yo me sentí algo incómoda, observada, le pregunté donde estaba el gato y ella me indicó con un gesto que lo había encerrado en otra parte de su casa. Hubo silencio, dos, tres, cinco minutos. Valerie enarcó una ceja, impaciente, "¿no comes?" Mascullé algo y comencé a pelarlo, "¿no quieres tú?" Negación con la cabeza. Lo pelo, dejo las mondas en un cenicero, me dispongo a cortar el primer trozo; ella no aparta la vista, lo separo del resto del melocotón, es un pedazo grande, demasiado, el melocotón es jugoso, resbaladizo, su néctar me mancha la piel de las manos y veo como sus pupilas siguen el rastro del líquido sobre mi piel hasta que una de las gotas cae sobre la mesa de linóleo azul claro: en ese momento sus ojos se clavan en mi cara, más bien en mi boca, ¿lo limpio? Hay dos servilletas, el pedazo de melocotón está suspendido entre la fuente y mi rostro. Dudo un segundo, muerdo, mastico, trago. Siento la explosión de líquido entrando en mi garganta a la par que se resbala por mis labios y mi barbilla. Cojo la servilleta, me limpio velozmente con ella y con el dorso de mi mano, la paso por la mesa, también. Ella respira hondo y niega con la cabeza. -Esto no va a funcionar.–sentencia, levantándose del cojín y abandonando el cuarto.


Estoy sola, el melocotón sigue en mi mano: la escucho abrirle la puerta al gato, no puedo moverme. Vuelve al salón tras unos minutos que se me hacen interminables y se sienta, esta vez, en el sofá. -¿Qué...?–quiero preguntar algo, pero no me salen las palabras. Ella me arrebata el melocotón de las manos y comienza a comérselo a bocados. -Digo que no va a funcionar–repite, mirándome.–Lo nuestro no tiene futuro: ya lo sé. Quise quejarme sin encontrar nada concreto que decir: ni siquiera recuerdo claramente cómo me levanté del sofá, si comí o no melocotón, qué pensé hasta llegar a casa. Pasados tres días ella me envió un mensaje, ¿quería verla? Podíamos encontrarnos en aquel café que estaba lleno de arena. Podía buscarla a las diez y media en su casa, si me apetecía. Yo acepté, claro, pero no tenía esperanzas en que su decisión cambiara. En cierto modo, ya digo, es mejor que las cosas sucedieran así. Valerie me esperaba ya vestida y arreglada, el gato me bufó como siempre, bajó las escaleras parloteando, tenía muchas cosas que contar. En el café, se sentó a mi lado, me preguntó –algo que nunca hacía– qué había estado haciendo últimamente. Después, dijo que quería comprarse un libro de segunda mano y, sin quererlo, la así del brazo mientras caminaba. Ella me miró con infinita tristeza y me dijo:


-Ana, no puede ser. Es la Ley el Melocotón. -¿La Ley del Melocotón?–inquirí estúpidamente. No me soltó. Mientras caminábamos ella me explicó que el melocotón era importante para ella. No le gustaba equivocarse, dijo, con aquellos a los que elegía como futuros amantes. -Los amigos tienen que ver con las cosas que se tienen en común –dijo, andaba con esa indolencia lenta que la caracterizaba–. Las cosas grandes, como los libros favoritos, si té o si café, en qué trabajas, todo eso. Pero creo que los amantes tienen que ver con las cosas pequeñas. Como la forma en la que comen el melocotón. Yo traté de protestar: me pareció un criterio absurdo, me sentía profundamente decepcionada. Ella me dijo que era su forma de sobrevivir, pero lo dijo de tal forma que la supervivencia parecía algo liviano, fácil. Yo contuve la pregunta tanto tiempo como pude, pero al final me desbordó. - Y, si puede saberse, ¿cuál es la forma correcta de comer el melocotón? Ella suspiró sonoramente. Yo lo encontré irritante esta vez, a pesar de que ella solía suspirar todo el rato.


- No hay una forma correcta o incorrecta de hacerlo, Ana. Es sólo la forma en la que a mí me resulta atractivo que lo hagan. Tenía la intuición de que fallarías. Me gusta que se coma el melocotón sin ninguna clase de vergüenza: ya me resultó sospechosa la forma en la que lo pelaste, tan cuidadoso. Me gusta que el zumo se resbale por la barbilla, mejor si se come a bocados, y que no haya prisa en limpiarlo. Y que, si se hace –a veces es necesario– que al menos se haga con la mano. Me parece de todo menos atractivo el uso de la servilleta. Traté de protestar, no pude. Ella acarició mi codo con el pulgar mientras caminábamos. - Lo siento mucho, Ana. Suponía que podías fallar ahí, por eso quise hacerlo todo rápido, antes de que las cosas se pusieran más íntimas. Eres buena chica, Ana. Muy dulce. Lo siento de veras. Pero podemos seguir siendo amigas. Yo no dije nada. En el paseo hacia la librería ella me habló de sus leyes: eran plurales. Le gustaban los hombres que fumaban, especialmente cuando encendían el cigarro, pero detestaba que le echaran el humo en la cara. También las chicas que mordían con energía las tabletas de chocolate y los que estiraban el cuello moviendo la cabeza a los lados con vigor. Cuando un hombre le gustaba un poco, me decía, hacía cosas como preguntarle la hora: si, con ceremonia, retiraba la manga de la camisa


lentamente y ajustaba la esfera del reloj con cuidado, la tenía ganada. En cambio, si trataban de dársela lo más rápido posible o consultaban el móvil a pesar de tener reloj de pulsera, la repelían totalmente. Detestaba a las que no podían estarse quietas y a los que cortaban las hortalizas de forma irregular. -A veces.–añadió más tarde– hago cosas como invitar a un hombre a mi casa y pedirle que corte una cebolla con cualquier excusa. Según como use o no el cuchillo, sé si va o no a gustarme estar con él. Les ofrecía azúcar a los que tomaban el té con ella y, si la aceptaban, ella los alejaba. Les interrumpía en la lectura y, si la obedecían de inmediato sin esperar a terminar la página, los alejaba también. Iba a comer helado con ellas y si chupaban la cuchara como en los anuncios de televisión, los expulsaba sin ambages. -Les pongo a Quilombo en las rodillas –Quilombo era su gato– y comienzo a acariciarle el pelaje, y espero a ver qué hacen. Me gusta que respondan, que lo acaricien también y me rocen a mí a veces, pero no demasiado. Hay que saber jugar sobre la piel de un gato, ¿no crees? Yo le destaqué que ese era un criterio impreciso y arbitrario, ella se rió de mí: ya estábamos en agosto. Íbamos a hacer picnic al parque algunas mañanas y ella me hablaba de otras personas que no eran sus amigas. Con el tiempo yo aprendí a reconocer lo que le gustaba a ella. Estábamos en


una cafetería, miraba a los comensales e intuía lo que ella estaba pensando de su forma de comer y beber. Cómo se relamían los labios, consultaban un libro o abrían las piernas. Como olían y cuanto se movían por minuto, si su nuez se movía mucho al tragar o si se ajustaban a menudo las gafas. Veíamos a una persona atractiva partir una chocolatina con la mano y negábamos juntas con la cabeza. En ocasiones me sorprendía diciendo cosas como que creía que eran atractivos los hombres que llevaban a un niño a corderetas, o que hacían la compra con un carrito de abuela. Es divertido: yo a veces la acuso de farsante, pero sospecho que, al menos en el momento en el que habla, siempre dice la verdad. Es mejor que las cosas sean así, ya digo. Nosotras seguimos andando cogidos del brazo, pero sin ninguna carga erótica añadida. Le acaricio el brazo inconscientemente: he bajado la guardia. Me disculpo. -Es como un reflejo, lo siento. No puedo parar de acariciarte.–la forma en la que lo he dicho es totalmente inadecuada, pero creo que a ella le gusta un poco lo fuera de lugar. La miro a los ojos retándola a que conteste: paramos. Ella sonríe con un matiz triste, me aprieta su mano con mi mano y dice: -No te preocupes, Ana. Es natural.



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