septiembre (preview)

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nora r. siebaruaq iamsiebaruaq.tumblr.com siebaruaq@riseup.net


“¿No sabes que a la medianoche llega la hora en la que todos tienen que desenmascararse? ¿Crees que siempre es posible burlarse de la vida y escapar poco antes de la medianoche con el fin de evitarlo? ¿No te horroriza eso? He visto en la vida hombres que engañaron a los demás durante tanto tiempo que su verdadera naturaleza terminó siendo incapaz de manifestarse.”

Søren Kierkegaard, O lo uno o lo otro.



Prologo

Usted va andando por la calle sin ninguna prisa.

Es uno de esos días entre el verano y el otoño, ventoso, pero cálido todavía.

Usted está andando por la calle sin ningún sitio concreto al que ir, matando el rato.

Es una hora indeterminada entre la tarde y la noche, y mucha gente llena las calles, tratando de aprovechar los últimos retazos del día, o tal vez del verano.

Sin embargo para usted el hoy se está estirando demasiado, casi desearía que terminara ya: y anda, anda intentando rematarlo, convertirlo en recuerdo a golpe de zancada.

Los motivos por los que piensa eso sólo los sabe usted.

Es en ese momento cuando lo ve, a unos metros de distancia, caminando furibundo en su dirección.

Se pregunta de dónde viene esa fuerza para seguir andando, para mover así los brazos, tan distinta a la que le anima a usted.


Tendrá en torno a unos treinta años, tal vez más; camina algo encorvado, no parece preocuparle chocar sus hombros con los de otras personas, pues tan tiene claro a dónde va que ningún pequeño roce podría desviarlo.

Según se acerca advierte también su rictus torcido, obsesionado, que parece mirar más allá de la multitud que le rodea.

Tiene los ojos azules, de un azul roto que a usted le recuerda al mar picado en un día de tormenta.

Cuando está lo suficientemente cerca, usted le sonríe: no sabe por qué. A veces hace las cosas sin pensar, no puede controlarlo; él le mira.

Piensa que aunque todo él sea furia tiene una mirada triste, que se pregunta si alguien limpiaría el desastre si él se rompiera de repente.

Usted, lo sabe, hace usualmente juicios demasiado rápido.

Entonces todo pasa muy deprisa, no podría decir cómo, él está en el suelo y grita, respira fuerte, se mueve rápido, usted trata de calmarle, la gente mira. De pronto, parece que ya sea de noche. Él le mira sorprendido y le coge la muñeca, usted se ofrece a llamar a una ambulancia, o a conseguirle alguna bebida con azúcar y él le sigue mirando.


Parece, piensa usted, que nunca se le pasรณ por la cabeza que alguien pudiera tratar de recomponer los pedazos.



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Gracias... Muchas gracias. Muchasgraciasmuchasgracias. Sí. Sí. Ya estoy mejor. Sí, sí, sí. No, no hace falta. Sólo necesito.. Sentarme. Sentarme. Sí. no, no, no. Puedo andar solo. De verdad. Gracias. Gracias.

No... No, no ha sido eso. ¿Aquí? Sí, sí, dónde quieras. Mejor dentro que fuera, si te parece bien, claro.

Yo... Yo. No sé qué decir. Ni siquiera me acuerdo de cómo he llegado aquí. No, no es que haya perdido la memoria... Sólo quiero decir. Bah, no sé lo que digo. Lo que qu_quería decir es que mi último recuerdo es esa calle donde te he visto, y entonces el suelo, y la gente y... Sí, había comido bien. No es eso. No sé si debería decirlo en voz alta, es ridículo... Sí, sí es para tanto. Yo hoy había salido de casa con una estupidez en la cabeza. Me da vergüenza decirlo en alto, pero creo que te lo debo, ¿no? Bueno yo... Me había jurado una de esas cosas estúpidas que la gente hace en las películas, ¿sabes? Un "si voy de camino a tal sitio y nadie me sonríe, me mato". Sé que suena ridículo... ¿Qué? Yo creía que lo pensaba en serio, claro, pero ahora veo que era mentira... ¿camarero? Sólo estaba buscando una excusa para seguir. No quería... hacerlo de verdad. Ahora lo veo claro, sólo estaba fingiendo ante


mí mismo, una vez más. No, no había pensado en matarme más veces. Es que esta mañana, en la tienda de discos he visto un hombre con seis dedos en la mano, polidactilia se llama, y me he acordado de alguien que conocí y que también tenía seis dedos, y entonces me he mirado a mí mismo desde él y he sentido, he sentido, no sé, que no podía continuar.

Te

estoy

asustando. Me estás mirando de forma rara. Puedes irte si quieres, no pasa nada. De verdad, no voy a hacer ninguna tontería. Ya has hecho bastante.

Gracias. Pero en realidad ahora veo que no quería hacerlo. Había planeado subirme al hotel ese de cuatro estrellas que hay ahí abajo, junto al río, y tirarme desde la azotea. Por dios, soy un cliché con patas. Debo de parecer ridículo. ¿Eh? Para mí una copa de vino blanco, por favor. ¿Qué quieres? Te invito.

Pues

eso para ella, gracias. Pero no pensaba hacerlo de verdad. Sólo estaba buscando una excusa para... No sé para qué.

¿Samuel? ¿Cuando te he contado eso? Perdón, estoy siendo muy confuso, ¿verdad? Me desplomo en la calle cuando nos cruzamos, empiezo a hiperventilar y soltar incoherencias y luego cuando me calmo te digo que iba a matarme pero que no lo iba a hacer de verdad. Es gracioso porque siempre me dicen que me explico demasiado bien, ¿sabes? Había una chica, Carmen, que decía que cuando contaba una historia sentía que estaba leyendo una novela epistolar pasada de moda. Ella lo decía como crítica, claro... No, no es eso. Pero a tu pregunta de antes, sí, Samuel es la persona que he recordado esta mañana cuando he visto a ese hombre en la tienda de discos...


Muchas gracias. Huele bien. Después de esta copa estaré más calmado. Sabes que puedes irte cuando quieras, ¿no? Vale. Gracias. Por cierto, me llamo Miguel, ¿tú?

¿Seguro que quieres que te lo cuente? No estás obligada a quedarte. Sólo ha sido una crisis nerviosa, ya estoy mejor. Puedes irte cuando quieras. No, no es que quiera que te vayas, para nada. Me encanta que estés aquí. Lo que quiero decir es que no te sientas obligada.

¿Desde el principio? Es difícil buscar un principio para algo tan grande, pero lo intentaré. Supongo que te lo debo, ¿no?

Sí, también sé reír, aunque no lo hago demasiado. En fin. Creo que el principio de todo, si se me permite decirlo en todos los sentidos posibles de esta palabra, fue en el aula de segundo de primaria, yo tenía siete u ocho años, me sentaba en la tercera fila empezando por el final, y eso era un suplicio. Yo no era de la clase de


niños que se sienten cómodos en la parte trasera de la clase, ¿entiendes? Creo que incluso ahora puede adivinarse, a pesar de que ya soy un hombre, y que aparento cierta seguridad, creo, y que no me dejo amedrentar fácilmente. Yo era carne de primera fila, o de segunda, o de tercera en todo caso. Había sido criado por unos de esos padres que piensan que la cultura, la mesura y los modales salvarán a sus hijos de todo mal, de toda barbarie. El salvajismo les resultaba tan extraño que ellos debían creer que ni siquiera podía tocarles, y mucho menos a mí, su hijo único. Cumplí las expectativas: jamás había tirado algo sin motivo al suelo, o desordenado el salón con mis saltos, o echado barro en la cara de un niño, o hecho ninguna de esas cosas que te permiten entrar con la cabeza bien alta en un aula de primaria como diciendo "¿qué pasa?", "¿tienes algún problema?" No hay que culparles de nada, por otra parte, a mis padres, me refiero. Ellos mismos eran una pareja culta, mesurada, educada; y la cultura era algo suspendido en el aire por encima de cualquier conflicto, experiencia o carne: te he visto mirando antes a las máscaras africanas. Esa de en medio es una máscara kulango, lo sé porque en mi salón había una igual. Te advertiré en este punto que soy un pedante total. Aún estás a tiempo de marcharte. Originariamente era un símbolo ritual, ahora la utilizamos como mera decoración, ¿qué piensas? Ah, ya. Para mis padres, siempre tan alejados de todo, África es tan sólo un motivo cualquiera, y la apropiación cultural un problema más bien teórico, moral en todo caso, nada político: no tiene sangre. Pero me estoy yendo por las ramas, lo siento. Lo que quiero decir es que yo era de esa clase de niños que no dejan caer migas de su merienda, que se lavan las manos antes de coger un libro, que dicen "sí señorita" de una forma impropia para cualquier persona menor de cincuenta y cinco años. Y estaba en la tercera fila por el final, no por elección propia, sino por la tiranía del orden alfabético, y eso me ponía nervioso, muy nervioso, me paralizaba, ¿entiendes? Cuando me había tocado estar en las primeras filas me


sentía cómodo: podía fingir que lo que estaba detrás no existía, que sólo existíamos la señorita y yo, y mis padres, y el club de tenis, y toda esa gente adulta y amable que yo solía ver. Mis padres eran, para dejarlo claro, ricos, acomodados, aburguesados; pero habían adoptado el rol social de progresistas educadores, salvadores de la moral occidental, de esos que encuentran en cada tragedia una enseñanza, de esos que sollozan un poquito cuando ven a esos pobres niños muertos de hambre en una televisión de cincuenta y seis pulgadas. Por eso y sólo por eso yo iba a un colegio público, un colegio cualquiera: ¡hubiera sido tan contradictorio llevarme a un colegio privado, o concertado, con esos puros ideales! Si tan sólo la educación que recibí en casa, el mundo que me enseñaron antes de arrojarme al colegio se hubiera parecido un poco al mundo real con el que ahí me topé... De nuevo, estoy divagando. Diría que estos datos son necesarios para que comprendas realmente la historia, y sería verdad. Pero no es menos cierto que hay algo más, algo por lo que deseo quedarme en el preámbulo al momento realmente importante: me da vergüenza, mucha vergüenza contártelo. Nunca lo he dicho en voz alta antes.

Yo estaba en la tercera fila por el final y los alborotadores estaban intercambiando notitas con insultos cuando la señorita escribía en la pizarra. Para que veas la magnitud del desastre que suponía yo ahí, tan sólo diré que "alborotadores" es una palabra que ya habría utilizado en ese aula de primaria para niños de seis o siete años, igual que "divagando", "preámbulo" o "contradicción": pura carne de cañón. Sin embargo la educación de mis padres, los libros que habían leído, por encima sobre desarrollo, cognitivismo, aprendizaje y cualquier moda psicológico-pedagógica del momento habían obtenido el efecto deseado: yo era muy inteligente, precoz. Aunque no era capaz de identificarme con ellos, aunque me


resultaba más fácil, casi siempre, tratar de ser invisible, entendía los patrones de conducta que hubiera tenido que imitar para ser uno más. Si bien mi ropa de niño estirado, mis gafas y mis ganas de destacar –la mano arriba, todo el primer curso– declaraban de forma violenta que yo no era uno más, estaba aprendiendo, poco a poco, cómo podía serlo... ¿Perdone? Otra copa, por favor.

Samuel estaba sentado dos filas por delante, en diagonal: era otro niño desgraciado, pero por otros motivos, motivos de peso, de forma literal. Gordo, grande, redondo, gigante, nadie lo quería cerca y él tampoco se sabía comportar. No era inteligente, ni guapo, ni rápido, ni tenía los arrestos suficientes para ser un matón. Tampoco tenía, lo que entonces a mí me parecía una desgracia, ningún escrúpulo para llorar. Era un blanco fácil, sencillísimo, una diana sin trampa, un punching ball. Y yo estaba sentado en clase de matemáticas, quería atender – aunque ya me sabía la lección–, quería encajar –aunque eso era imposible–, no quería, ante todo, ser el blanco del próximo papel, no quería por nada del mundo recibir una nota que me llamara, qué sé yo, "pringado", "orejudo", o "empollón", o cualquier cosa. No había comprendido, tardé mucho tiempo más en hacerlo, que los insultos que me pudiera dirigir cualquiera no le llegaban a la altura del zapato a los que podía producir yo, contra mí.

La angustia por saber si iba a ser el siguiente ya era suficiente mala en sí misma, pero se sumaba a otra, distinta, pero causada por ésta: era totalmente incapaz de atender, de escuchar a la maestra, de seguir sus palabras. Quizá ella hacía una pregunta y yo no me enteraba, y la dejaba sin responder. Quizá cuando mi padre, como cada noche, cenando entre las nueve y las ocho y media, me


preguntara qué había aprendido ese día en Matemáticas, no sabía qué responder, y entonces tanto él como mi madre como la señorita –las únicas personas que, por aquel entonces, realmente respetaba– me rechazaban, les dejaba de gustar, dudaban de mi capacidad. Tenía que encontrar una solución, y rápido, rápido, ¿no era tan inteligente? Retarme a mí mismo siempre ha funcionado, y esa vez no fue diferente. Recuerdo observar con precisión analítica la clase, buscando patrones, diagramas, relaciones. Y mi análisis dio con unos datos muy precisos, que tal vez ahora parezcan muy evidentes, pero entonces no lo eran para mí: si bien había niños neutrales, que no entraban en ninguna de las dos categorías, había dos círculos que no se tocaban en absoluto: los que insultaban y los que eran insultados. Tienes que entender que yo era muy pequeño por aquel entonces, y que tenía miedo, y que quería atender, a pesar de que ya me lo sabía todo, a esa lección de matemáticas, y que era un cobarde que jamás se había peleado con un niño en el patio de su casa, que no me hubiera atrevido, nunca jamás, con "alguien de mi tamaño". Así que arranqué un cacho de papel cuadriculado, cortado en un rectángulo casi perfecto de la última página de mi libreta y garabateé "gordo de mierda", con una caligrafía imperfecta, distinta a la mía propia –demasiado redonda, demasiado pomposa, demasiado distinta a la de cualquiera y totalmente inadecuada para un propósito como ese– y le susurré a mi compañero de mesa que se la enviara. Era un niño terrible y cruel que tenía dos dientes partidos y se reía de forma furiosa siempre, como si tuviera algo dentro que sólo podía salir de esa manera, en forma de risa violenta, a costa de otros, a costa de cualquiera. Él se rió así entonces y la profesora dijo "ya basta, Dani, ¿quieres que te ponga contra la pared?”, y yo temí, temí que me delatara, que la profesora supiera que esas terribles palabras garabateadas en un papel cuadriculado las había escrito yo. En ese breve lapso de tiempo traté de calcular que perjuicios y beneficios tenía para mí el acusar a Daniel, el mentir, el


negarlo todo si él decidía enseñar la nota. Pero la circunstancia no se dio tan siquiera: el dijo "nada, nada, señorita", y apenas ella se había vuelto me guiñó un ojo y mandó a otro niño, casi tan malvado como él, que le enviara la nota garabateada al bueno de Samuel.

Me acuerdo que el placer que obtuve del guiño del ojo de Daniel luchó durante toda la hora con la aversión que me provoqué a mí mismo cuando Samuel recibió la nota, y vi su espalda temblar de miedo al desdoblar el papel, y la convulsión silenciosa con la que intentaba ahogar sus ganas de llorar. Recuerdo que decidí tomármelo como algo instrumental: era lo que debía hacerse. Era la jugada perfecta, vaya, la que me permitía, en los minutos siguientes, atender en clase de matemáticas, y mi caligrafía era irreconocible, y Samuel nunca sospecharía de mí nada, ni la profesora, ni mis padres; y los que golpean no pueden ser golpeados, ¿no es verdad?, ¿no es verdad?; me decía a mí mismo, a lo largo de esa larga hora de matemáticas en las que no podía pensar en ninguna otra cosa, porque la lección ya me la sabía, y sobre todo porque veía la espalda de Samuel convulsionarse, quisiera o no Daniel me la indicaba, me obligaba a ver, a fingir regocijo, ante las consecuencias de mis actos. Por mucho tiempo que pase siempre pensaré en aquel instante como el principio de lo que soy ahora, de lo que he aprendido a ser. Señala el origen, la semilla, pero también el inicio cronológico de todo lo que voy a contarte, y también la máxima que guía desde entonces mis actos: el deseo permanente de eludir los golpes, de aparentar.


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