qué es el amor

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quĂŠ es el amor



Índice

Índice

1

Introducción

2

Ojos de amante

3

Anexo: Qué es el amor para...

15

Jean-Paul Sartre

17

Simone de Beauvoir

21

Emmanuel Levinas

22

Conclusión: otras formas de amar

25

Epílogo: Distancias

27

Bibliografía

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Introducción

after all—to have loved, wasn't that the object? love is the only thing in life but then you can love too much or the wrong way, you lose yourself or you lose the person or you strangle each other maybe the object of love is to have loved greatly at one time or another like a cinema trailer watched long ago Adrienne Rich, “Ritual acts iii”, the school among the ruins


Ojos de amante No era ni la primera vez que te veía ni la primera vez que me mirabas: ambos éramos clientes habituales. Tu solías sentarte junto a la ventana, en una mesa diminuta con una silla azul; mientras que yo, que siempre me he decantado por la penumbra, escogí el sitio entre la estantería y la barra mucho antes de que comenzaras a venir. Desde mi posición sólo se te veía a medias, y en ocasiones algo se interponía entre nosotros –un grupo bullicioso cuando ya se acercaba el mediodía, los movimientos lentos del camarero, una recolocación de sillas y mesas– pero la consciencia de que allí estabas era suficiente para tranquilizarme mientras escribía. De una manera extraña, no me molestaba la idea de ser uno más de los objetos por los que dejabas tu vista vagar: me gustaba. Había observado la delicadeza con la que tratabas a los objetos con los que interactuabas: cómo sopesabas la taza de té, como marcabas con cuidado la página de tu lectura, cómo limpiabas el polvo de la mesa con dos o tres golpes, más cuidadosos que violentos. Tratabas a los objetos de una forma que los hacía parecer mejores, más brillantes pero más serenos: algo que merecía la pena ser contemplado. Supongo que podría acusárseme –no sin razón– de estar enredándome en ficciones: al fin y al cabo, tú y yo nunca habíamos hablado, o si lo habíamos hecho nuestras palabras se quedaron en el terreno de la irrelevancia, entre los “lo siento”, los “disculpes” o quizá un “qué hora


es”; pero desde que entraste por primera vez en el café –o al menos desde la primera vez que te vi hacerlo– tuve la impresión de que comprenderías, sospecha que confirmé a través de pequeños detalles que día tras día me dejabas ver. Del mismo modo podría acusárseme –¿cuánto tiempo ha pasado? ¿Un año?– de padecer una timidez crónica como contrapunto de mis exageradas expectativas, y esta vez sí que tengo que oponerme a las voces de lo razonable. Si he decidido que nuestra conversación no va a suceder no es por pánico escénico, o miedo al rechazo, o falta de anhelo: se trata de una cuestión de convicciones personales. Es por esto que hoy, a dos días de abandonar la ciudad, en lugar de escribir un artículo mal pagado para cualquier revista local, o una introducción a un libro que no necesitaba explicación alguna, o cualquier otra cosa susceptible de convertirse de papel-palabra a papel-moneda te estoy escribiendo una carta. Quizá en algún momento levantes la vista sin sospechar que lo que mis palabras dicen hoy es por qué, por mucho que me gustaría, nunca nos vamos a mirar a la cara. Y es que incluso ahora, observándote desde una prudente distancia, siento que ya estoy arrebatándote algo. Creo que estoy yendo demasiado rápido: es posible que si realmente decido entregarte estas líneas ya hayas abandonado su lectura por incomprensible. A riesgo de que mi explicación pueda resultarte tediosa –irracionalmente, parto de la base de que sabes perfectamente de lo que hablo– me comprometo a partir de ahora a hacer de este intento ensayo una argumentación clara y ordenada. Como buen hijo de mi tiempo –qué le vamos a hacer– no salí ni platónico ni aristotélico, mucho menos religioso, para desgracia de mi madre; ni tan siquiera encontraba placer en la lectura de los clásicos modernos como Descartes o Spinoza: me dejé seducir primero por las palabras de Nietzsche o Herman Hesse, y, más tarde, acabé decantándome por el existencialismo. No querría acusarte de inculta o poco leída –estoy seguro de que sabes perfectamente de lo que hablo– pero explicarlo someramente ayudará al desarrollo de mi discurso. El existencialismo es, en palabras del propio Sartre, filósofo existencialista que seguro que conocerás, «una doctrina que hace posible la vida humana y que, por otra parte, declara que toda la verdad y toda la acción implican un medio y una subjetividad humana.» (Sartre, 1988, 8). Hijo de esa mezcla tan extraña, pero común en nuestro siglo, entre la fenomenología y la segunda guerra mundial, entre la ciencia contemporánea y el antisemitismo, entre la cultura de masas que llevaba el jazz a cada vivienda y la muerte del hombre, de la filosofía, de la gente; Sartre se proponía estudiar la existencia humana concreta en lugar de analizar la existencia universal del hombre al estilo de la metafísica esencialista. Para este filósofo francés «el hombre no es otra cosa que lo que él se hace,» (Sartre, 1948 (I), 138) y, por ende, la existencia precede a la esencia, lo que en cierto modo es como decir que la esencia de las cosas no está en ninguna parte. Este ser humano que no es nada, cuya vida no tiene ningún fundamento o propósito más allá del mero hecho de existir; se encuentra solo en un mundo, arrojado, condenado a ser libre y a elegir lo que quiere ser, sin el confortable consuelo de un Dios, un principio superior o


toda esa serie de a priori que la filosofía suele evocar para otorgarnos algún tipo de seguridad. Además, esta libertad radical del hombre sartriano conlleva una gran tarea: «el hombre es totalmente responsable de su existencia y de la de todos los hombres.» (Sartre, 1968, 17) Nada lo va a salvar ni a justificar sino él mismo, y toda trascendencia parece una ilusión… pero ¿es la suya una ilusión posible? El ser humano existe persiguiendo fines trascendentales que rebasen la subjetividad humana, buscando fuera de sí mismo una liberación o una realización particular que lo conecte con toda la humanidad. Tras sus avatares y lamentos, incluso Antoine Raquetin encuentra una posible salida trascendente a su existencia del todo miserable: el saber que, quizá, algún día, alguien lea sus líneas y se emocione al igual que él se emociona al escuchar una canción e imaginar qué le acontecía a su autor en el momento que imaginaba sus notas. Esta trascendencia, sin embargo, no viene dada por el objeto en sí mismo, o el ser-en sí –a los filósofos nos apasiona concatenar las palabras con guiones como demostración escrita de que el lenguaje común es insuficiente para traducir nuestros complejos aparatos conceptuales–. La realidad de las cosas materiales en su ensimismamiento es absurda por su falta de sentido y ridícula en su contingencia. Esto no es aplicable únicamente a los objetos inanes, como el bolígrafo con el que escribo o ese pedazo de tarta de zanahoria que acabas de pedir e ingieres delicadamente: nuestro cuerpo y nuestro pasado, tristemente, entran también en esa categoría como cosas cuya facticidad es un hecho y su desarrollo posee un carácter irreversible. Que las personas también podemos ser tratadas como objetos no debería sorprender a nadie en este punto: no hace falta mas que echar una ojeada a los procedimientos burocráticos modernos, o a esos grupos de jóvenes que consideran objeto de diversión aceptable pegar una paliza a un"saco de huesos extranjero", o a una mujer a la que introducirle por sus agujeros cosas que jamás debieron estar ahí. Pero ni siquiera hace falta irse a casos extremos de las secciones de sucesos, o a La especie humana o a Los hundidos y los salvados para ver cómo las personas podemos ser, de hecho, objetos. Los seres humanos tendemos a coger los aspectos más deleznables de nuestra naturaleza y exorcizarlos a lugares a los que nosotros, evidentemente, nunca vamos a llegar: patologías o atavismos nunca tocarán a un perfecto hombre racional moderno; y El Mal, en mayúscula y cursiva, es algo encarnado por figuras históricas concretas que nada tienen que ver con opciones políticas presentes. Pero nuestra experiencia cotidiana, el monótono día a día nos enseña cómo tratamos a seres vivos y pensantes como meros objetos por mucho que contradiga nuestros intachables principios morales: ¿no son objetos todos las personas de una multitud cuando las apartamos con violencia esperando llegar a una sola? ¿No es el camarero de este bar un ser funcional al que olvidamos como persona cuando nos sirve la el café o nos cobra el bollo? Ni siquiera tengo que entrar en asuntos de política y sociedad para demostrar mi punto –estarían fuera de lugar, al fin y al cabo este es un ensayo sobre el amor–: es un hecho que dotar de libertad, conciencia y libre albedrío nuestros congéneres es un ejercicio poco común en la


era de la instrumentalización y la indiferencia. Y esta indiferencia ante los objetos es, hasta cierto punto necesaria, pues como describe La Náusea, puede resultar problemático tomar consciencia la desatinada perseverancia en el ser de las cosas inanes: «los objetos no deberían tocar, puesto que no viven. Uno los usa, los pone en su sitio, vive entre ellos, son útiles, nada más. Y a mí me tocan: es insoportable. Tengo miedo a entrar en contacto de ellos como si fueran animales vivos» dice Sartre por boca de Antoine Raquetin. La obra de Sartre está plagada de referencias a objetos reencantados que reciben el estatuto de sujetos –especialmente en la Náusea– pero también de individuos que son tratados como objetos por otras instancias o por ellos mismos: el marido y el amante de la protagonista de Intimidad – incluso ella misma–, los pobres pecadores de Argos en Las moscas o las relaciones instumentales de Lucien Florien en La infancia de un jefe. Incluso las memorias que poseemos de nuestras vivencias no son más que un objeto absurdo, como una biografía voluminosa, pedante y llena de polvo haciendo de sujetalibros en una estantería olvidada: eso es precisamente lo que comprenden los personajes de Huis clos observando la vida desde el infierno. Una vida, contemplada desde su final, desde su inmutabilidad, es triste. Heidegger decía que la esencia del hombre se encuentra en su muerte, pero Sartre destaca la tristeza de un pasado circunstancial y fortuito que es a la vez ineludible e inexcusable. Si algo consigue salvar finalmente al bueno de Antoine Raquetin es precisamente tomar constancia de que es algo más que su ser-en-sí, que el humano es «lo que llega a ser»,

el ser para sí. Ese «no eres nada más que tu vida»

pronunciado por la cínica y

revolucionaria Inés no se queda en la mera constatación de un hecho abatido, sino que es un imperativo y una responsabilidad: como único dueño de tu vida, como única persona capaz de otorgarle una dirección a tu existencia, has de crearte a ti mismo, tomar tus decisiones y ser responsable de todo lo que te suceda. Como bien sabrás, la mayoría de las personas huyen de la angustia que supone elegir abandonando su responsabilidad en otras personas o mitificaciones, ya sea por medio de la religión, la costumbre, la burocracia, la tradición o los medios de comunicación. Casi todo el mundo acaba siendo lo que, más o menos, se espera de él. Si nosotros nos casáramos y tuviéramos dos hijos que fueran a la escuela superior y bautizáramos por inercia seríamos un gran ejemplo de ese abandono de responsabilidad vital; un ejemplo tan común que todos damos por sentado. Sea cual sea la formulación que le demos a aquello que nos exime de responsabilidades es sólo eso, una excusa pobre: ni la suerte, ni un Dios, ni un superior, ni un poder justifican tus acciones desde el momento en el que tú eliges tomarlas. Los Dioses o las Erinias sólo pueden tocar a aquellos que hacen de su vida una renuncia inconsciente de la libertad. Sin embargo, ¿es posible huir de esa ligazón constante e inevitable que tenemos con la costumbre o las instituciones, en definitiva, con los otros? ¿Sería posible llevar un proyecto vital


aislado del mundo, solipsista? La respuesta de Sartre es un no rotundo: precisamente el único fundamento que puede tener nuestra existencia son los otros, y la influencia que tiene la mirada ajena en lo que somos es infinita: somos lo que encontramos en las pupilas del otro. En Huis Clos, Sartre plantea un acercamiento radical a esta noción. La obra plantea un infierno distinto a un tormento eterno, o a la mera nada: los tres protagonistas de la obra, Ines, Garcin y Estelle; simplemente se encuentran encerrados en una habitación sin espejos ni posibilidad de reflejarse en otra cosa que no sean las pupilas del otro, y oyendo, lejanamente, los ecos de una vida en la que no pueden influir. Todos portan un enorme pecado y necesitan de los otros dos para ser redimidos, necesitan de la mirada comprensiva del otro para poder encontrar la paz. Inés trata de hallar este consuelo en las pupilas de Estelle, a la que desea, mientras que Estelle precisa de un hombre a su lado para encontrarse a sí misma, y por ello desprecia las atenciones de Inés. Por otra parte Garcin, obsesionado por haber muerto como un cobarde y un traidor a la causa revolucionaria, no puede buscar el perdón en los ojos azules de Estelle, una mujer banal que ni tan siquiera comprende de lo que le está hablando y que haría cualquier cosa por complacerle. Sólo Inés, que lo detesta por el hecho de ser un hombre y por haberle arrebatado la atención de Estelle podría hacerlo; y esta se carcajea de su situación: Garcín será un cobarde toda la eternidad hasta que ella quiera. En este cuadro dantesco se descubre la tesis de Sartre «el infierno siempre son los otros.» Nuestro proyecto vital, lo único que se escapa del absurdo ser en sí, depende en cada momento de la mirada de los demás sobre nuestro ser. Sin embargo, el hecho de que los demás sean o puedan ser el infierno al juzgarnos, también implica que en ellos podemos encontrar el cielo –de hecho, no podríamos encontrarlo en ninguna otra parte–. Esta idea incluso concuerda con la noción pre-filosófica que pudiéramos tener del amor: amar es encontrar el cielo en los ojos del que amamos. Te veo pasar por mi lado: te has levantado del sitio para ir al baño, y de camino me diriges una ojeada fugaz, acompañada de una sonrisa. Sí, ciertamente yo podría encontrar el sentido de todo en tu rostro, de hecho, puedo estar seguro, pero ¿qué implicaría eso? ¿Seguiríamos siendo tú y yo iguales después de ello? ¿Qué permanecería de nosotros? El problema de las relaciones intersubjetivas, es, por supuesto, su carácter problemático inevitable. Incluso si no conocías el pensamiento de Sartre antes de mi somera y probablemente equivocada explicación te darás cuenta de que dado nuestro carácter de sujetos que cosifican automáticamente al resto de los seres hay inmediatamente un conflicto de intereses cuando dos sujetos coinciden una estancia. Es precisamente esto lo que El ser y la nada resume en la escena del parque: mientras estoy solo en el recinto, soy dueño de todo, cuando otro entra en el parque se adueña de mi ser a través de su mirada cosificadora. El ser-visto por el otro me revela como ser-objeto, el ser mirado me escamotea mi propio cuerpo: ya no soy para mí, sino para el otro. Es en este sentido en el que te decía al principio de mi carta que a veces, cuando te miraba, sentía que te estaba robando algo que sólo tú debías tener. Paradójicamente, ser mirados por el otro


es aquello que nos da entidad y lo único que nos permite trascender. Ese “lo que soy para el otro” contiene cierta objetificación, da la posibilidad a la instrumentalización, sí; pero es lo único que me puede hacer ir más allá de la facticidad propia de mi ser desatinado. A través de mi cuerpo, primeramente, me entrego al otro como objeto, sí, pero también me escapo de mi detestable inmanencia contingente. De hecho, si contemplamos la actividad humana en su conjunto podemos ver cómo ese deseo de trascender es mucho más fuerte que el miedo a ser sólo un objeto para el otro. La misma existencia del lenguaje como cardinación del ser es otro intento de ser-para-el-otro, y durante mucho tiempo la filosofía definió qué significaba ser persona precisamente por este uso del lenguaje –el zoon logon frente al barbaros–. Pero, aunque de la base de que el ser-para-otro es constitutivo de nuestra identidad, eso no elimina la existencia de un conflicto entre nosotros como sujetos que buscan hacer al otro fundamento de mi ser: «no se trata de borrar mi objetividad objetivando al otro (lo que correspondería a librarme de mi ser-para-otro), sino, muy por el contrario, quiero asimilar al otro en tanto que otro-que-me-mira, y este proyecto de asimilación lleva consigo un acrecentado reconocimiento de mi ser-mirado. En una palabra, me identifico totalmente con mi ser mirado para mantener frente a mí la liberad de la mirada del otro y, como mi ser-objeto es la única relación posible entre el otro y yo, sólo ese ser-objeto puede servirme de instrumento para operar la asimilación a mí de la otra libertad.» Si quiero que el otro me legitime, me reconozca, debo tomarlo como sujeto libre, como entidad completa, o el reconocimiento sería insuficiente y absurdo. Por ello cuando deseo a otro en tanto que otro el objeto de mi apetencia es altamente paradójico: deseo su libertad. La mera cosificación, el comprender al otro simplemente como objeto es algo que no me reportaría ninguna clase de reconocimiento o trascendencia –lo cual, por cierto, ya aparecía explicado en la dialéctica del amo y el esclavo antes de en El Ser y la nada. Y el ejemplo extremo de desear la libertad del otro, de buscar el reconocimiento en un igual, libre y a la vez cautivo –o al menos cautivado– es el amor. El amor como relación primitiva y primordial con el otro busca asimilar la libertad del otro, pero no busca su docilidad o sometimiento, sino que quiere capturar una conciencia: no deseamos sometimiento o amor automático, no buscamos la admiración de un ser al que, de entrada, hemos privado de voluntad: «en el amor, no deseamos en el prójimo ni el determinismo pasional ni una libertad fuera de alcance, sino una libertad que juegue al determinismo pasional y quede presa de su juego.» (Sartre, 1948 (II), 213) La relación romántica –que debe ser recíproca para ser completa en su función– se compone de dos movimientos complementarios: como amante, me esfuerzo por captar la libertad del otro, me fascino ante su subjetividad, me contagio de su facticidad, y dejo que mi ser se fugue de mí en una remisión infinita a la imposibilidad de conquistarlo y de subsumirlo, pues es una fiera libre –y si la domara, desaparecería lo que la hace especial e interesante–. Simone de Beauvoir destaca el carácter aniquilador del amor: el amante desea a la vez romper sus limitaciones eliminando sus


diferencias con el otro y expandir su contingencia inundando de ésta al otro. Este deseo de ser-laotra-persona se traduce en la misma actividad amorosa, en el abrazar, el coger de la mano, incluso en el morder y el arañar en la intimidad erótica. Este deseo de conquistar al otro también busca en cierto modo acabar con él –pues precisamente lo que le hace ser otro es el no-ser-yo–.1 Por otra parte, como “amado” me convierto a mí mismo en objeto de deseo y dejo que el otro se apropie de mi ser, asegurando mi trascendencia. Sin embargo, no me conformo con ser un “objeto más”: eso no sería devoción amorosa, sino directamente servidumbre: no quiero ser uno de muchos: «no debo ser visto ya como un “esto” entre otros “estos”, sino que el mundo debe revelarse [para mi amante] a partir de mí. En efecto: en la medida en que el surgimiento de la libertad hace que exista un mundo, debo ser, como condición-limite de este surgimiento, la condición misma del surgimiento del mundo.» Me convierto en ídolo o Dios, pero en ídolo atrapado, como precioso fetiche celosamente a salvo en el cajón de la mesilla de noche. En esa trascendencia que me otorga el amante, la libertad que le entrego se me devuelve como existencia recobrada, una existencia que, no obstante, se basa en el darme al otro como objeto (seductor). Como habrás podido observar el amor se constituye, pues, en torno a dos imposibilidades 2: la de subsumir la libertad del otro en mí –porque dejaria de ser libre– y la de ser objeto, pero objeto trascendente y libre de toda contingencia. Por ello, según Sartre, los amantes inventan nociones como el destino e ignoran el carácter material y accidente de su mutua fascinación, cayendo en la mitificación para justificar su alienación voluntaria. Cada uno de los amantes es el eterno cautivo del otro, y el amor que se exige no es sólo un proyecto de ser amado, es plantear una libertad que quiere ser límite de la libertad. Volviendo al principio, la primera revelación que poseemos del prójimo es como mirada, siendo él parte de mi vistazo a la sala o siendo yo parte del suyo. Quien te contempla –yo incluido– cree halagarte, pero no hace más que desahuciarte de tus entrañas... Sé que quizá estés pensando a estas alturas de la carta –si es que has llegado hasta aquí– que mi visión es extremadamente pesimista, ¿no habría otra forma de mirar las cosas? ¿No podríamos mirar al otro de una forma distinta, haciéndonos cargo de su infinitud a la par que de su vulnerabilidad? Emmanuel Levinas es un pensador que ha contemplado las relaciones con el prójimo desde esta óptica, pero me atrevería a decir que sus resultados no son más alentadores en lo que a nuestra situación respecta. Levinas 1 En El segundo sexo Simone de Beauvoir explica cómo este amor mitificado que permite ser “una con el otro” es una de las justificaciones de la opresión sexual femenina. El “mito de la enamorada” que puede trascender a través de su amado las limitaciones de su ser-femenino desarticula la lucha feminista al hacerse las enamoradas cómplices del aparato opresor, y al ser esa complicidad algo deseable. (Cfr. Beauvoir, 836-837) 2 Sartre plantea en El Ser y la Nada una tercera imposibilidad de la relación romántica: ¿qué sucede con los amantes, como conjunto, cuando son observados por un tercero que reduce su relación y su ser a la contingencia más absoluta? (Cfr. Sartre 1948 (II), 230)


plantea que "rostro contra rostro" es algo más que un fenómeno cualquiera: es un disparo a quemarropa que nos apela necesariamente y de forma irrenunciable. Es al enfrentarnos con otro rostro humano cuando nos topamos con la imposibilidad de asimilar esa subjetividad extraña a nuestro estado de cosas. El rostro es la «expresión que tienta y conduce a la violencia del primer crimen: su dirección asesina se ajusta ya singularmente en su mirada a la exposición o a la expresión del rostro. El primer asesino ignoraba quizá el resultado del golpe que asestaba, pero su mirada de violencia le ayudó a encontrar la línea recta merced a la cual la muerte afecta inapelablemente al rostro del prójimo, trazada como la trayectoria del golpe asestado y de la flecha mortal.» (Levinas, 2002, 271), la residencia de ética, la “palabra de Dios”, pero también la base de cualquier crimen. El pensamiento de Levinas parte de la idea de que existe un estado pre-conceptual en el cual coexistimos con los otros éticamente: precisamente la labor de la filosofía es decir ese estado previo a la razón –el cual es, evidentemente, inefable–; y por ello es la ética, la relación con el otro, la filosofía primera y no la ontología o la metafísica. De nuevo en su pensamiento encontramos al otro como fundamento de nuestro ser: él es la huella visible de aquel estado previo en el que reside mi esencia, mi ética y mi humanidad. Pero en tanto que es huella-de, en tanto que es otro, se encuentra infinitamente distante. La relación que se plantea en el cara-a-cara es fruto de la distancia. Tanto Levinas como Sartre y Beauvoir coinciden en este punto: amar es ir más allá de la inmanencia, la intención amorosa va más allá del rostro del ser amado. Podría reducirse el amor a lo que meramente hay en el mundo, al deseo. Podríamos suponer que yo me limito a desearte como deseo comerme un pastel, como deseo poseer a un coche, como poseo a todos los objetos de mi escritorio. Pero pareciera que el amor va más allá del objeto, que busca la cosa abstracta, aquello que se escapa a lo físico. En cualquier caso, el deseo de amoroso, de tomarse como tal, nunca se satisface: es un movimiento que nunca tiene suficiente, un deseo siempre frustrado destinado a no satisfacerse, un hambre que se alimenta de hambre en tanto que tomamos al otro como sujeto. Y parece que el deseo que yo siento por ti, el amor que podría llegar a albergar es algo más que esa carrera interminable por una distancia infinita. Ya hemos dicho que en lo que yo sienta o piense aquí y ahora se juega mi proyecto vital, y sólo en tus ojos podré encontrar el fundamento de mi ser. El amor es algo más que el mero deseo, es algo que, en cierto modo, me permite trascender, me salva de mi facticidad. Como bien señala Sartre, pareciera que este amor perdiera algo de su valor en el momento en el que no es fruto de una elección libre, sino de la enajenación, e incluso la idea de la contingencia (“si no te tuviera, tendría a otro”) nos molesta, recurriendo a nociones como “predestinación” o “almas gemelas” en el lenguaje cotidiano para conjurar al fantasma de la casualidad. Pedimos al otro que, en su libertad y conocimiento de causa absoluto, decida ser nuestra


princesa en la torre, pero cuando deja de ser ídolo para ser persona, cuando su libertad ya no es libre sino presa el resultado ya no es igual de encantador. Por ello los tres autores coincidirán que la situación que tú y yo mantenemos ahora es el cenit de nuestro amor. Desconocidos que se miran ocasionalmente, hemos llegado ya al quid de la empresa amorosa como proyecto de ser amado: yo pongo especial cuidado en mi apariencia3 aunque sólo sea para venir al café a trabajar, me complazco pensando en que me observas, que mis particularidades como sujeto están a salvo en tu posible mirar. Esa tendencia a imaginar que otro nos mira –sea un Dios u otra persona– nos salva de la desidia propia de aquel que no tiene un proyecto vital: nos impulsa a ser mejores. Esta relación visual en la que yo te descubro y tú me descubres me calma ahora y además parece prometer algo que nunca sucederá: el contacto real entre nuestros seres, entre nuestras libertades. Levinas apunta que en este sentido la caricia constituye la actitud propia del amante, pues «consiste en no apresar nada, en solicitar lo que se escapa sin cesar de su forma hada un porvenir – jamás lo bastante porvenir–, en solicitar eso que se oculta como si no fuese aún. Busca, registra. No es una intencionalidad de desvelamiento, sino de búsqueda: marcha hacia lo invisible. En cierto sentido expresa el amor, pero sufre por incapacidad de decirlo. Tiene hambre de esta expresión misma, en un incesante crecimiento del hambre.» Las manos que acarician no piden tanto un cuerpo como una subjetividad, no un objeto sino un ser libre, y por ello acariciar es «un sufrimiento transformado en felicidad.» (Id., 279) La seducción, la promesa, es el punto álgido del amor en el cual nos complacemos mutuamente en nuestra situación de desconocidos que desean hacerse bellos y penetrar en la subjetividad del otro; pero en verdad es un intento eterno y frustrado de superar la incomprensión y la distancia que nos constituyen como seres distintos. Levinas incluso aventura que el lenguaje nace del vértigo infinito que capta en la rectitud del rostro del otro. Pero, después de la seducción, después de esta entrega sin fin ¿qué nos quedará? Cuando nos miramos en esta cafetería, nuestra función como amantes mudos e intangibles es suficiente: tú eres mi fundamento. Para ti vengo aquí todas las mañanas a trabajar y, en cierto modo, para ti escribo cada línea de mis ensayos. Cuando yo sea tu objeto y tú seas el mío, vendrá el horror de lo cotidiano y la frustración de lo inalcanzable: el hecho de poseerte, de saberte mía, me decepcionará eternamente. No quiero mirarte nunca como un objeto que doy por sentado en mi vida, aunque sea un objeto especialmente tranquilizador e importante para definirme como lo que soy. Encuentro ya en ti la posibilidad de trascendencia en tu recuerdo y… ¿de verdad quiero avanzar más? ¿Para qué? ¿Para encaminarme en una empresa que no puedo lograr? Incluso puedo asumir el precio de ser mero objeto para tu mirada, pero… ¿puedo soportar la pérdida de tu libertad, por mucho que la desee? ¿Es eso consistente con lo maravillosa que me pareces ahora? ¡El amor es una mentira mal contada! ¡Es 3 El efecto de la mirada masculina (como consagración de la mujer-objeto digno de ser contemplado) y la necesidad de la misma que la mujer tiene es desarrollado en por Beauvoir en Id. 817


perderme en lo que ya no me gusta cuando lo poseo! «Es querer que se me ame y, por ende, querer que el otro quiera que yo le ame. Una comprensión preontológica de ese engaño está dada en el propio impulso amoroso: de ahí la perpetua insatisfacción del amante. Esta no procede, como a menudo se ha dicho, de la indignidad del ser amado, sino de una comprensión implícita de que la intuición amorosa es, como intuición-fundamento, un ideal inalcanzable. Cuanto mas se me ama pierdo mi ser, pues soy devuelto a mis propias responsabilidades, a Mi propio poder ser.» (Sartre, 1948 (II), 227) Por esta razón el amor está condenado a fracasar tanto en su propósito inicial –ser uno contigo-, como en el honor que te quiero hacer por ser tan absolutamente única e inicial. Estaría incluso dispuesto a pagar el precio de mi propia reificación con tal de lograr cualquiera de esos dos puntos, como hizo Severin Von Kusiemski, entregándose locamente a la Wanda de las pieles. Podría ser solamente un objeto entre otros en lugar de un objeto privilegiado, pero ambos –sé que tú también– sabemos cómo acabaría eso: en mi negación radical de la trascendencia con el masoquismo, me consumirías, sí, pero nuestros seres jamás llegarían a tocarse. Podría intentar ser simplemente tu amigo, pero sé que no funcionaría: el amor no es un caso particular de amistad – Levinas está de acuerdo–, y que por ende puede siempre volver a ese estadio previo de simpatía, sino que es algo que va más allá. El amor se asienta en la potencia, en lo futuro, es por eso que los amantes juegan a fabular situaciones futuras, a imaginarse lo que sería estar juntos. El amor cortado en la amistad está condenado a la frustración, a una distancia aún más grande, a una incomprensión aún peor que el desconocimiento sobre el que se puede jugar a soñar. No quiero que seas mi amiga: al igual que cualquier amante, lo quiero todo o nada, aunque eso me condene a caminar por utopías muertas. No te levantes todavía, por favor. Necesito que te quedes para leer estas palabras. ¿Otro café? Decía que lo quiero todo o nada, pero no. Tampoco lo quiero todo. No quiero mirarte jamás con ojos de amante, como mi objeto. No quiero que me tengas que ser fiel, que te reprimas. No quiero que te amoldes a mi imagen y semejanza, moldearte, hacerte mía, convertir tu increíble subjetividad en un objeto de mi amor, que, no obstante, sigue sin ser parte de mí. No quiero nada de eso y por eso te dejaré estas páginas sobre la mesa y, silenciosamente, me iré. Viviremos nuestra historia de una forma mucho menos violenta: podré seguir escribiendo para ti –quizá algún día leas mis libros–, podré seguir imaginando lo que pensarías si me estuvieras viendo. Pero no estoy dispuesto a pagar el precio de que la violencia real de la pasión amorosa salga a la luz. La nuestra será una relación a oscuras. Una relación sin mirarnos.


Anexo: QuĂŠ es el amor para...



Jean-Paul Sartre La definicion que Sartre da del existencialismo en El existencialismo es un humanismo es la siguiente: «doctrina que hace posible la vida humana y que, por otra parte, declara que toda verdad y toda acción implica un medio y una subjetividad humana» (Sartre, 1998, 8) lo cual supone una toma de posición al respecto del objeto de la misma: la existencia humana concreta alejada de cualquier esencialismo o universalismo. Esta existencia concreta no debe considerarse como la de un individuo enclaustrado en su propia conciencia, pues «el Ego no está ni formal ni materialmente en la conciencia: está afuera, en el mundo; es un ser del mundo, como el ego del Otro» (Sartre, 1968, 11), superando esta filosofía cualquier teoría solipsista desde su propio planteamiento, y siendo la propia existencia incomprensible sin los Otros, lo cual encuentra una traslación inmediata en su literatura: «no sé quién soy (...), no existo», clama Lucien Florien en La infancia de un jefe ante los confusos comentarios de las amigas de su madre 4; «tú no eres nada más que tu propia vida» añade Inés en A puerta cerrada, y esa vida es incomprensible sin otros que la pueblen; por ello Sartre necesitará glosar "Las relaciones concretas con el otro" en El Ser y la Nada para comprender la concrección de la existencia humana particular. 4 La infancia de un jefe narra la infancia de un chico sin identidad clara que se deja llevar por las posturas vitales de sus compañeros, mimetizándolas y tomándolas como propias hasta que acaba convirtiéndose en el cabecilla de un movimiento fascista y racista sin que se le pueda considerar, no obstante, culpable. La existencia es presentada como un ser-ante-el-otro y un hacerse cada día.


El Ser y la Nada se propone hallar el sentido del ser como "ensayo de ontología fenomenológica" que es; partiendo desde un punto de vita antropológico como paso previo necesario. El ser humano es definido como «no-ser que juega a ser» (Sartre, 1983, 47), y, en tanto que no-ser, como algo temporal y en puro devenir. Éste "hacerse" define al ser, renunciando a cualquier tipo de concepción del humano como algo que posee una esencia previa a su existencia. La obra también asume el carácter intencional de la conciencia, siendo siempre una conciencia posicionada y en relaciones conflictivas con otros seres que, no obstante, le definen. Para comprender este fenómeno, este "aparecer" o "comparecer ante la conciencia", Sartre dará tres dimensiones del ser: el ser en sí, para sí y para el otro. El ser-en-sí es el ser ensimismado que «es lo que es» (Id., 19) , el objeto previo a cualquier relación: por ende, existe el ser más allá de su aparecerse mas es inaccesible a la conciencia. El ser en sí es contingente y absurdo, y representa la ausencia de libertad: el cuerpo, el pasado, la situación, la muerte; todo aquello ante lo que se horroriza Antoine Raquetin en La Naúsea. El ser-para-sí, por otra parte, es el que permite escapar del absurdo del «lo que es» y que permite al sujeto hacerse proyecto, siendo en cierto modo "lo que no es" y tomar conciencia de su libertad radical, pues «el hombre nace libre, responsable y sin excusas»(Id., 137) . Estas nociones de libertad y responsabilidad inexcusables también aparecen en la literatura sartreana con la figura del Orestes que sabe que no tiene nada que temer a los Dioses por saberse libre y que las moscas no pueden alcanzarle; o el Mathieu que se debate entre la libertad y el (forzado) compromiso. 5 Tanto el ser-en-sí como el ser-para-sí teorizan la relación del yo consigo mismo. El ser-paraotro, no obstante, abrirá la propia identidad a la relación intersubjetiva con los demás, una relación que pasa por la propia cosificación ante la mirada del otro: el sujeto ya no es dueño de la situación en la medida que hay un otro en la sala o en el parque. El ser-visto me revela como objeto y coarta mi libertad radical ocasionándome miedo y vergüenza. Mi cuerpo se entrega al otro como objeto alienándose a pesar de que habíamos definido que nuestro propio ego estaba en el otro. Esta tensión entre ser-definido por el otro y ser-objeto (robado) para el otro hace de nuestras relaciones con el prójimo algo conflictivo pero ineludible: estamos, trágicamente, destinados a 5 Hay en el pensamiento sartreano, no obstante, una explicación sobre cómo hay formas de huir de la propia libertad: no podemos suprimir la angustia puesto que nos constituye, pero podemos tratar de igorarlo mediante la mala fe. La mala fe aparece descrita en El ser y la Nada como huída de la libertad abrazando la facticidad –la mujer que deja la mano muerta ignorando intencionadamente lo que significa su gesto– o en el relato Intimidad dentro de El Muro: la protagonista de esta historia desea escapar de los compromisos sociales que le impiden ser ella misma –el matrimonio, la situación social– pero ante el vértigo metafísico de la libertad "decide" atarse de nuevo a ellos dándose a sí misma a la situación. Esta "mala fe" sartreana podría tener un precedente en las formas de desesperación que presentaba Kierkegaard en La enfermedad mortal.


buscarnos en las pupilas de los otros para comprender quién somos o incluso para ser cualquier cosa. Precisamente por ésto es preciso definir nuestras relaciones concretas con el prójimo para así, tal vez, poder comprender la existencia propia. Sartre comenta que, teniendo en cuenta que existimos como cuerpos en el mundo la relación originaria no es con uno mismo, sino con el prójimo: «soy mi experiencia del prójimo: he aquí el hecho originario». Hay dos formas de reaccionar ante esta tensión: trascender la trascendencia ajena o absorberla. La primera de ellas apela al amor, al lenguaje y al masoquismo y la segunda al deseo, el odio, la indiferencia y el sadismo. La primera de las opciones parte de la revelación del prójimo como mirada, ser que hace que yo exista pero me escamotea mi propia identidad. El asumirme como objeto de la mirada del otro, no obstante, también hace que me haga responsable de mi reflejo en el otro «no se trata de borrar mi objetividad objetivando al otro, lo que correspondería a librarme de mi ser-para-el-otro, sino, muy por el contrario, quiero asimilar al otro en tanto que otro-que-mira y este proyecto de asimilación lleva consigo un acrecentado reconocimiento de mi ser-mirado. En una palabra, me identifico totalmente con mi ser-mirado para mantener frente a mí la libertad de la mirada del otro, y, como mi ser-objeto es la única relación posible entre el otro y yo, sólo ese ser-objeto puede servirme de instrumento para operar la asimilación de mí de la otra libertad.» (Sartre, 1948 (II), 215) Como es apreciable, la unión con el otro está basada en la separación y es irrealizable de hecho y de derecho, –pues me haría desaparecer en la medida en la que me defino como el no-otro–, y por ello la unión última a la que aspira el amor romántico es, en última instancia, irrealizable. A pesar de ello, el amor es una de las relaciones primitivas con el prójimo, uno de los contactos con esa libertad que es a la vez fundamento de mi ser y me cosifica, pero, ¿cuál es su objeto? El amor quiere capturar la conciencia: apoderarme del otro por lo que me hace ser; pero este objeto es paradójico de por sí: queremos que esa libertad no sea libre, o más bien deseamos que esa libertad nos elija permanentemente como objeto más allá de toda valoración: así, el amante salva mi facticidad al haber sido libremente mi cautivo, y ello hace que sintamos nuestra presencia recobrada. Esta elección no debe ser fruto del sometimiento o el amor automático –el amor se deslegitima si es producto de la enajenación o de la locura– sino de esa libertad que queda extrañamente negada cuando es ejercida. En este sentido, el amado acepta su objetivación en la medida que sea un objeto trascendente para el otro, y tanto en amante como amado libertad y coseidad entran en una relación paradójica: el amado infecta al otro de su facticidad a costa de convertirse en objeto, el amante elige voluntariamente su cautividad.


El ideal de la empresa amorosa es, pues, la libertad alienada: cada uno de los amantes es el eterno cautivo del otro en tanto que quiere hacerse amar con exclusión de cualquiera. El amor que se exige no es sólo un proyecto de ser-amado, es una libertad que quiere ser límite de la libertad. Esta paradoja va acompañada de otra: por una parte necesitamos la bidireccionalidad para que éste se consume –no tiene sentido un amor unidireccional: si yo soy el amante, mi ser no correspondido se convierte en cosa grotesca, si yo soy el amado, cautivar la libertad del otro no posee ningún interés– sin embargo ese ceder-mi-libertad tiene su máxima en el compromiso absoluto y sin espera de ninguna clase de reciprocidad. Por último, el amor parece perder parte de su sentido cuando el proceso de conquista resulta exitoso: «exijo que el otro me ame, y hago cuanto puedo para realizar mi proyecto: ahora que el otro me ama, me decepciona radicalmente por su amor mismo» (Id., 229) , puesto que la libertad radical del otro que me fundamentaría ya no es libre, sino mi cautiva. En este sentido, el amor romántico encuentra su cénit en el proceso de seducción y no tanto en la consumación: seducir es ponerme bajo la mirada del otro y hacerme mirar por él como objeto digno de fascinación que debe ser poseído por él. 6 En definitiva, para Sartre el amor es un sistema de remisiones indefinidas y contradictorias que es destruible –de hecho, está condenado al fracaso como ideal– por tres razones: para empezar, es un sistema de remisión al infinito: «una comprensión preontológica de este engaño está dada en el propio impulso amoroso: de ahí la perpetua insatisfacción del amante. Esta no procede como a menudo se ha dicho, de la indignidad de ser amado, sino una comprensión de implícita de que la intuición amorosa es un ideal inalcanzable. Cuanto más se me ama más pierdo mi ser.» (Id., ) La unión es una utopía, pues la separación nos constituye, el ideal de reconocimiento libre y cautivo es inalcanzable. Por otra parte, este tipo de amor implica constituirse ante el otro como objeto, objeto de fascinación, horizonte de toda valoración, pero objeto al fin y al cabo. Y esa cosificación, por muy consciente que sea, es desagradable y contraria a la condición del ser humano existente: si despierto del otro y compadezco ante mí como objeto, mi propia existencia separada del amante que le da trascendencia al objeto que ahora soy pierde todo su sentido. Por último, Sartre destaca que los amantes deberían estar solos para que la empresa amorosa funcionara: en la medida que las miradas ajenas nos cosificarían como objetos sin más, ligados entre sí pero sin ningún tipo de trascendencia, el ideal romántico pierde su mejor baza, el ansia de trascendencia.

6 Sartre hace aquí un receso en el que explica por qué toda seducción presupone el lenguaje, otra forma de ser-paraotro desbordando nuestro propio ser de forma paralela al amor. El lenguaje, la expresión roba mi pensamiento a la par que le da existencia.


Simone de Beauvoir La comprensión de Simone de Beauvoir del amor parte de los mismos presupuestos sartrianos sobre la tensión entre libertad y coseidad y entre existencia auténtica y existencia cautiva añadiendo la perspectiva de género que hace que el amor romántico sea, además, una de las justificaciones que perpetúan la opresión de la mujer. Siguiendo los términos de la filosofía existencialista, Beauvoir comienza El segundo sexo aplicando los términos de la dialéctica del señor y el siervo hegeliana al caso femenino: las mujeres son constituidas como inesenciales y como "lo Otro de lo Mismo" que son los hombres. Sin embargo, mientras que el esclavo hegeliano podía alcanzar la libertad auténtica –algo que el amo no podía hacer– siendo consciente del momento de temor por la propia vida que lo hizo siervo, la mujer no puede encontrar un hecho histórico concreto que justifique su posición como clase subalterna, naturalizándose la opresión. Por otra parte, al ser su trabajo doméstico y reproductivo, pura labor en término arendtianos, tampoco puede encontrar el reconocimiento en el terreno de las cosas que hace al esclavo descubrirse como esencial y derrocar al amo. Por ello la condición femenina es aliada permanentemente de sus opresores, de los hechos que reiteran su opresión y de los mitos que la convierten en incuestionable a pesar de sus contradicciones internas. 7 En este contexto de mitificación y opresión, el amor o el mito de la enamorada se constituye como una justificación al régimen establecido. El amor, de acuerdo con Beauvoir, juega en el hombre y la mujer roles muy distintos: para el hombre se trata de un complemento de su existencia, para la mujer el descubrimiento de su esencia misma, su mayor objetivo, aquello que la define. Esto concuerda perfectamente con los términos sartreanos, pues ¿qué puede desear una persona reducida a objeto sino es al menos ser objeto de fascinación? La mujer, contaminada de su propia e ineludible facticidad, desea "ser vista" por el hombre y su existencia se dirige a ser objeto de fascinación mediante la suma de erotismo –constituirse como objeto erótico– y narcicismo –culto a sí misma, pero siempre como objeto–. Su ideal de realización vital o de existencia humana es el 7 El mito de la mujer o del eterno femenino alcanza distintas aristas que beben de la experiencia y la ritualizan en compartimentos estanco, cosificando las relaciones sociales y justificando la miseria femenina. Uno de ellos es el misterio femenino que permite la fascinación romántica de la conquista y que se basa en la otredad constitutiva de la mujer: es así ella el objeto que hay que conocer, conquistar y negar en el amor, el misterioso fetiche cuya posesión se desea. (Cfr. Beauvoir, 225-291)


amor perfecto o ideal del que hablaba Sartre –y que ya hemos destacado que es irrealizable por su propia configuración–. Simone de Beauvoir añade dos matices a descripción del filósofo: en el amor, en el deso de ser uno-con-el-otro ha también un deseo latente de aniquilación de la diferencia como forma de expandir sus límites de la coseidad: ser la esposa –el objeto-de– el presidente es quizá la única forma en la que la mujer puede expandir sus límites a presidenta; y la ruptura de la diferencia entre uno y el otro hace que los límites del otro constituyan a la amada, para bien o para mal. Aún con todo, apresar la libertad del otro tiene para la mujer un componente sacrílego, en la medida que el hombre-como-ídolo o como Dios deja de serlo al ser cautivo de la mujer-objeto de su amor. Por ello un enamorado puede pasar de ser un atractivo hombre a un pelele que, al final, poco tenía de divinidad, y esa desacralización también conlleva que ser objeto de su fascinación no sea tan interesante. Por ende, la felicidad de la mujer en la relación romántica es inestable, al igual que para el hombre; pues cuando la amante deja de ser tal para ser esposa su "misterio vivo" (ver nota 4) desaparece. Que el esposo deje de ser ídolo y la esposa objeto de misterio podría llevarnos a pensar que el cénit de la relación romántica es en Beauvoir la seducción, como Sartre apuntaba, más ella va más allá, colocando otro tipo de relación como alternativa al amor romántico: el amor auténtico. Este sería el amor no basado en la carencia y la necesidad –la necesidad de que mi ser quede atrapado por otro como objeto trascendente– sino en "el reconocimiento recíproco de dos libertades" o en el vivir la pareja con una diferenciación entre el yo y lo otro. Mas Beauvoir apunta que en su contemporaneidad esa situación es irrealizable, o al menos lo es para la mujer en tanto que la configuración social le impide ser ella misma como sujeto y no como objeto. La relación que Simone y Sartre mantuvieron en vida podría contemplarse como un ejemplo de este "amor auténtico" que Beauvoir plantea en El segundo sexo.

Emmanuel Levinas

La base del pensamiento de Levinas sitúa a la cuestión ética, cuya tarea es la relación con el otro, como filosofía primera, y cuestiona a la filosofía occidental y su primado de la ontología, una ontología violenta que tiende a reducir "lo Otro" a lo Mismo". Levinas plantea que existe una siuación originaria indecible de relación con el otro que, aunque pre-conceptual, debe ser reivindicada en el discurso, y esa es la tarea de su filosofía: «hay una situación previa al concepto y


anónima que debe ser dicha» (Levinas, 1974, 49). Son los Otros los que constituyen mi mismidad pero, a diferencia de en el pensamiento de Sartre, esto no supone una cosificación o un infierno, pues en su marco conceptual la relación con el otro precede a la identidad y al significado, y la responsabilidad a la libertad. Por ello su pensamiento no cede a la tentación conceptual de reducir la alteridad al sistema, sino que utiliza como signo principal el rostro del Otro, totalidad radicalmente ajena e innegable situada a una infinita distancia de nosotros pero que funciona como huella de un pasado pre-lingüístico y conceptual en el que se fundó la ética y el sentido de ser humano. Que el rostro del otro sea una "huella" responde a la necesidad levinasiana de ofrecer una teoría del significado que no caiga en la cosificación, una teoría del significado que lea al otro en los límites del lenguaje y de la razón y que sea capaz de «decir la trascendencia". En el primer ensayo de El humanismo del otro hombre el pensador resume su postura: el significado surge del otro y todos los objetos culturales remiten a ese plano ontológico originario desde el que surgen y se enclavan las Obras de la humanidad. Pero "Obra" tiene un significado especial en el ensayo: posee un sentido litúrgico que no remite al utilitarismo o la búsqueda de la reciprocidad, sino que es una flecha que se dirige al otro más allá de mis propios intereses como sujeto, y es así mismo Providencial, pues el obrar apunta más allá de mi propia mismidad y más allá de mi muerte. Levinas no está de acuerdo en que ser humano sea ser-para-la-muerte, sino que afirma que mediante los otros y nuestro obrar providencial podemos trascender a nuestra propia existencia. Sin embargo esta concepción de la relación con los otros se pasa precisamente en la totalidad y el respeto por la totalidad inalienable del otro: si lo redujéramos a mero elemento de nuestra conciencia, no estaríamos obrando, pues el interés es contrario al acto providencial. Mas podemos contactar con los otros precisamente por la apertura de sus subjetividades. El concepto apertura también tiene para Levinas un sentido particular distinto al de las ciencias humanas 8: mientras estas postulan un sujeto abierto a lo exterior y que no es nada en sí mismo más que las relaciones determinantes que lo atraviesan9, Levinas prefiere hablar de la vulnerabilidad de este Otro que hace que debamos responsabilizarnos de él. Precisamente el amor nace de esta vulnerabilidad del Otro de la que nos queremos hacer 8 Levinas también realiza una crítica al estado anti-humanista de las ciencias humanas en el siglo XX, que traspasa una verdad metodológica (la crisis de "lo humano" como concepto explicativo en las CCSS) a la definición del ser humano y el sujeto, lo que él califica como "el peor nihilismo" (Cf. Levinas, 1974, 112-117) 9 El humanismo del otro hombre se separa de toda teoría filosófica o social que desamantele al sujeto como mero cruce de relaciones, desde el materialismo a Heidegger o Husserl. Levinas afirma que eiste un plano ontológico original que da sentido a lo humano, y es en ese sujeto humano donde reside la posibilidad de la ética, no en un sujeto desmantelado y que ya no es el mismo. La unicidad del "heme aquí, puedo ayudarte" de un sujeto humano hacia otro es para él insustituible e irrenunciable.


cargo por la llamada ética de la responsabilidad, pero que también nos ofrece una forma especial de trascender en el Obrar –levado a cabo o no– de la fecundidad. Mas el Obrar, por su naturaleza providencial y que no espera reciprocidad está condenado a no realizarse nunca: aunque compartiéramos un espacio ético previo a todo pensamiento, el hecho es que ahora somos dos identidades distintas con dos rostros separados infinitamente, y esta separación no es anulable por la relación sin subsumir la alteridad a la mismidad. Y reducir el Otro a mí misma no sería amor, pues «nada se aleja más del Eros que la posesión.» (Levinas, 2002, 275). En su lugar, los amantes se contentan en aproximarse el uno al otro desde la ternura: «la modalidad de lo tierno consiste en una fragilidad etrema, en una vulnerabilidad. Se manifiesta en el límite del ser y del no ser, como un dulce calor en el que el ser se disipa en la radiación (...), se desindividualiza y se aligera de su propio peso de ser, ya evanescencia y desmayo, fuga de í en el seno mismo de su representación.» (Id., 266). Mediante la ternura se instaura entre los amantes una compasión aún previa a la instauración de la responsabilidad, un sentir primario y balbuceante –en el sentido levinasiano de "previo a concepto10"– que les hace desear aún más la alteridad inalcanzable del otro. La caricia es la traslación física de este sentir: «la caricia consiste en no apresar nada, en solicitar lo que no se escapa sin cesar de su forma hacia un porvenir –jamás lo bastante porvenir– en solicitar eso que se oculta como si no fuese aún. Busca, registra. No e una intencionalidad de develaciento, sino de búsqueda: marcha hacia lo invisible. En cierto sentido, expresa amor, pero sufre la incapacidad de decirlo. Tiene hambre de esta expresión misma, en un incesante crecimiento del hambre.» (Id., 268) El amor ofrece trascendencia al sujeto en la medida en la que este, con la caricia y la obra providencial de amar trasciende el plano de lo ente y sigue la huella del rostro, «la caricia no se dirige ni a una persona ni a una cosa. Se pierde en un ser que disipa ya por completo en la muerte» (Id., 269). Pero esa alteridad siempre alejada del yo está condenada a cierto fracaso: por mucho que la caricia viole la alteridad, por mucho que la desnudez erótica exceda la significación y que en el amor y la ternura altere la relación del no-yo, la voluptuosidad y el deseo encuentran su fin eternamente alejado en la radical otredad del amor. El amor es una obra providencial que está llamada a trascendernos, bien sea porque nos hace escapar de la mismidad, bien porque la fecundidad genere una hija que trascienda nuestra muerte. Pero, como obra providencial que es, no aspira ni encuentra ningún fin inmanente y alcanzable: el amor no anula la separación, no puede ni debe hacerlo, pues se basa en la separación misma; busca una unión irrealizable, pues no sería tal sin esa infinita distancia. 10 Este ser-previo-al-concepto también tiene en Levinas un sentido añadido: no puede ser malvado o egoísta, pues la neutralidad no existe en ese estado prelingüístico. La polaridad axiológica bien/mal y la consecuente neutralidad entre ambas sólo existen después de la separación, existiendo antes únicamente un estado de unidad entre los seres que sólo permite la responsabilidad


Conclusión: Otras formas de amar

Simone de Beauvoir apuntaba en el final de El segundo sexo a la existencia de un posible amor auténtico que no caiga en las terribles dinámicas de la cosificación y la instrumentalización que ella y Sartre anunciaban en sus textos teóricos; más ¿es eso posible? ¿Pueden darse otras formas de amar? La crítica feminista contemporánea ha sabido ver, al igual que su guía, la importancia de comprender el fenómeno del amor y reapropiarse del mismo en un mundo, por lo demás, marcado por la exigencia social, los roles de género, la cosificación y, en última instancia, el capitalismo. Desde textos ya clásicos en el feminismo como El pensamiento heterosexual o Heterosexualidad obligatoria y existencia lesbiana, muchas pensadoras han destacado el carácter cosificador de las relaciones de amor convencionales y han propuesto alternativas como las relaciones entre mujeres, que históricamente han caído en los mismos mitos del amor romántico que sus contrapartes heterosexuales. Sin embargo desde finales de siglo, especialmente desde la publicación de Ética promiscua en 1997 los esfuerzos teóricos han ido dirigiéndose en otra dirección: la ruptura de la pareja monógama con todos las mitificaciones y dolores que ésta conllevaba. La reflexión al respecto se ha llevado a cabo desde polos diferentes: las propuestas poliamorosas destacan la no necesidad de tener una única pareja, otras posturas anuncian ruptura de la misma noción de "pareja"; voces apuestan por la reivindicación de formas de amar como la amistad, la comunidad u otros afectos, y, en general, todas ellas tratan de desmontar los "mitos del amor romántico". 11 11 Los mitos del amor romántico, recogidos por Mario Vagalume en su artículo en (h)amor; son los siguientes: 1. Media naranja o predestinación de la pareja


El acercamiento crítico al "amor" se preocupa por, de una forma u otra, llegar a unas relaciones no instrumentalizadoras que ni nos hagan sufrir ni sistematicen nuestra experiencia en compartimentos estanco determinados por significantes culturales que, desde su despotismo, nos coercionan en cómo sentimos a los demás. Además, se propone la re-significación tanto del término “amor” como de toda la dimensión afectiva e interpersonal que lo rodea. En este sentido, el compendio (h)amor, publicado por Continta me tienes en 2015 nos ofrece una aproximación a distintas formas de afrontar dicha reapropiación que, además, supone una crítica radical a la totalidad del sistema en la que se sustenta ese "romanticismo mitológico" que la cultura y la sociedad nos muestran como natural e ineludible: el poliamor, la anarquía relacional o la agamia son alguna de las etiquetas con las que las autoras se aproximan al amor como síntoma de una sociedad cosificadora, violenta, heteropatriarcar y despótica en sus significaciones. ¿Ofrecen una alternativa viable a la dialéctica de la cosificación sartreana? ¿Está la sociedad ya preparada para ese "amor auténtico" del que hablaba Beauvoir? ¿Podemos sostener unas relaciones que no pretendan apropiarse del otro y respeten su alteridad radical e infinita distancia? Los textos y posturas políticas recogidos en (h)amor -o en el activismo político en términos generales- no se proponen como panaceas o remedios inmediatos, sino como horizontes de trabajo y apertura a nuevas voces, situaciones y subjetividades; lo cual constituye, probablemente, una valentía infinitamente más grande que la renuncia al goce por el temor de caer en aquello que hemos aprendido a odiar.

2. Exclusividad (sólo por una persona al mismo tiempo) 3. Matrimonio o convivencia (como objetivo, siendo el amor su base) 4. Omnipotencia del amor contra los obstáculos 5. Perdurabilidad o pasión eterna 6. Fidelidad 7. Libre albedrío (los sentimientos no están influenciados por factores biológicos o culturales) 8. Equivalencia amor y enamoramiento 9. Emparejamiento (la pareja es natural y universal en los seres humanos y, si te descuidas, en los seres vivos en general) 10. Celos


Epílogo: Distancias (un amor no fáctico)

Era domingo al mediodía y tú me tocabas. Me tocabas, levemente, con el dorso de la mano, pero en tu dorso había idea, en tu dorso había intención, propósito, finalidad, algo. Era domingo al mediodía y yo estaba sentada en una mesa, una mesa de madera, o tal vez de plástico: no recuerdo. Era domingo, yo estaba sentada, en, digamos, una mesa cualquiera, y tú, indudablemente, me tocabas. No era una cuestión de azar o mala fe, sino un hecho constatado. Tú lo sabías, yo lo sabía: la mesa lo atestiguaba. Llevabas pantalones vaqueros y tenías la mano áspera, de una aspereza deliciosa que sabía fingir suavidad. Si giraba el rostro podía mirarte mientras hablabas y reías sobre la mesa. Podía incluso observarte indirectamente, a través de las pupilas exaltadas de los que hablaban y reían contigo. Podía, de hecho, recrearme en tu recuerdo: éramos conocidos. Pero nada de eso era verdad, nada de eso era comparable a lo que, realmente, pasaba. Era como si esa mesa, de madera, o de plástico, no recuerdo; estableciera una división, un abismo ontológico insubsanable entre el mundo-sobre-la-mesa y el mundo-bajo-la-mesa, un mundo compuesto por rodillas y uñas, por manos ásperas y manos suaves, por vaqueros azules y medias de nylon, pero; sobre todo, por distancias, distancias entre elementos que les daban sentido, distancias que los configuraban y los ordenaban. La distancia era el presupuesto, el a priori, el motor inmóvil de ese mundo submesáneo: era, digámoslo claro, Dios. Tus dedos jugaban a desafiar a los dioses, acercándose indefectiblemente a mi media de nylon; mi compromiso, aunque silencioso y pasivo, me hacía igual de culpable. Temía, por la comisura del labio, por el rabillo del ojo, el momento en el que esos temblores que a veces sacuden a las mesas, bien sean de madera, bien sean de plástico, te alejasen de mi; como cuando alguien se levanta, o como cuando otro se acomoda, o como cuando llega la comida, o llora un niño, o se sienta un comensal, se pasa el salero, se derrama la salsa, se rompe un vaso. Ni siquiera me atrevía a moverme y corresponderte, por si acaso con la pequeña carrerilla que tenía que coger mi meñique te disuadía de proseguir, de persistir en tu contacto. Entonces, bajo la


mesa, tal vez de madera, tal vez de plástico; tu dedo se desliza por mi rodilla, como asiendo el hueso, como agarrando la carne: intentándolo; y mis muslos reaccionan conteniendo el aliento, mientras mi auténtico aliento se desparrama sobre la mesa en una risa disparada por una broma casual, totalmente desconectada de lo que ocurre centímetros más abajo. Mis muslos reaccionaron aquel domingo, encogiéndose ante el hambre de tu dedo sobre mi rodilla, consumiendo mi piel, empachándose con un banquete que sólo le hacía ansiar más. Con cada golpe, violento, él extraía un recuerdo; con cada golpe, vehemente, él arrancaba una confesión, él conseguía una mirada, una risa, una palabra, mis días de infancia y mis años de instituto; mis experiencias pasadas y mis deseos futuros, mis miedos y afectos, mi yo, mi psique, mi alma: al final se posó toda la palma; y yo me moría, y yo ardía: eso era amor, allí, entonces, un domingo al mediodía, bajo aquella mesa, tal vez de madera, tal vez de plástico, tu mano, mi pierna, se juraron amor eterno. Luego alguien se levantó, otro se acomodó, llegó la comida, lloró un niño, llegó un comensal, se pasó el salero, se derramó la salsa, se rompió un vaso, y tú te alejaste, y yo me encogí, y todos, tú, yo, los demás, nos escapamos del mundo-bajo-la-mesa; andando a la carrera por el común y estresante planeta de las piernas estiradas y el culo levantado, las cabelleras largas y los pelos recogidos, las miradas perdidas y las bocas fruncidas, ese mundo repleto de brazos, cuellos, cinturas, orejas, senos, zapatos. Te miré, me miraste, pero lo nuestro no tenía sentido: ni siquiera habíamos sido nosotros los auténticos amantes. Tal vez algún día, sea o no domingo, sea mañana o noche, vuelvan a encontrarse tu mano y mi rodilla. Tal vez, algún día, bajo una mesa de madera, o quizá de plástico, ¡qué más da!, vuelvan a encontrarse las uñas y el nylon.


Bibliografía Arias, A. Sartre y la dialéctica de la cosificación, Madrid, Cincel, 1987 Beauvoir, S. El segundo sexo, Madrid, Cátedra, 2005 González N.A, G. Levinas: Humanismo y ética, Madrid, Cincel, 1987 Levinas, E. El humanismo del otro hombre, México, siglo XXI, 1974 Levinas, E. Totalidad e infinito: ensayo sobre la exterioridad, Salamanca, Sígueme, 2002 Sartre, J.P., El existencialismo es un humanismo, Buenos Aires, Losada, 1998 Sartre, J.P., El muro, Madrid, Alianza, 1984 Sartre, J.P. El Ser y la Nada: ensayo de ontología fenomenológica, Buenos Aires, Ibero-Americana, 1948 Sartre, J.P. La náusea, Madrid, Alianza, 1982 Sartre, J.P., La trascendencia del Ego, Buenos Aires, Calden, 1968 Sartre, J.P Teatro : las moscas ; a puerta cerrada ; muertos sin sepultura ; la mujerzuela respetuosa , las manos sucias, Buenos Aires, Losada, 1955 VVAA, (h)amor1, Barcelona, Continta me tienes, 2015


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