In memóriam
Imagen facilitada por Plataforma Editorial, de Camus junto a la actriz María Casares, una de las mujeres más importantes en la vida del autor. Foto Efe
Volver a Camus
Para el autor de estas páginas, releer la obra de Albert Camus, en el centenario de su nacimiento, no solo le significa recordar y reflexionar sobre su legado, sino volver sobre un tiempo gris y ahondar en la condición humana. I FERNANDO CRUZ KRONFLY
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o saben ustedes lo conmovedor que ha sido volver a Camus. Reviví la década de los años sesenta en la universidad. Época por igual sombría y hermosa, poblada al mismo tiempo de luz y oscuridad. La digna pobreza, la creadora incertidumbre, la duda por doquier en mi pequeño cuarto de estudiante. La apertura a otros mundos espirituales, las librerías, la tertulia en las cafeterías, la bohemia a lo Aznavour. Volver a Camus significó también reconstruir el debate político de entonces. Ahora que he vuelto a su pensamiento, entiendo mejor la razón de mi elección por Camus, que juzgo más ética que política. Fidel Castro fusilaba en Cuba a los “enemigos”. Mis amigos sartreanos lo justificaban de manera directa o apenas en nombre del “mal menor”. Yo sentía angustia, a veces asco delante de estas justificaciones, hechas de orfebrería política nauseabunda. Me negaba a aceptar este tipo de cosas. Sin tenerlo muy claro, ya era “camusia-
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Domingo, 17 de noviembre de 2013
no”. No podía entender cómo a nombre de la utopía que inflamaba nuestros corazones generosos se debiera fusilar. Sartre se me antojaba deslumbrante por lo que escribió en los caminos de la libertad. Camus, en cambio, era la luz a partir de las sombras, siempre firme al frente de sus razones fundadas en la dignidad humana, en el honor, en la pureza. Estas no eran razones políticas sino humanas. Camus no creía en la mítica reunida alrededor de la idea de Progreso, en un contexto histórico que hervía en el fangal del progreso. Las sombras destellantes del sombrío Camus me fascinaban. Ellas eran parte de mi verdad, que a muy pocos podía por entonces confesar, porque estas sombras radiantes de luz eran vistas como graves defectos pequeño burgueses de los que había que sacudirse. Nuestro dilema por entonces consistía en sumarse a las mayorías políticas o quedarse en las minorías por respeto a la decencia, el honor humano, los buenos sentimientos. De la deriva stalinista
hacia la crueldad ya se tenía conocimiento, pero era “prudente” y “táctico” callar. Hay ciertas cosas que hay que callar, decía Sartre. Stalin era un hombre brutal, capaz de perseguir, encarcelar y matar a nombre del socialismo. Se sabía. Pero ante estas evidencias, la prudencia y el cálculo político aconsejaban callar, porque el socialismo esperaba ya como una inmensa promesa por cumplirse. La gran salida mesiánica ya estaba a las puertas de la Historia. Estas puertas nunca se abrieron. Los descendientes de Stalin en Colombia y en América Latina hacían hasta lo imposible por perfeccionarlo en su brutalidad. La combinación de todas las formas de lucha en manos de dirigentes analfabetas envilecidos por la misma Historia que invocaban resultó fatal. Esta mezcla amoral de todos los medios y métodos terminó por apoderarse del “proceso histórico” hasta hundirlo en el crimen, en el asco que despiertan los medios y los métodos reunidos, sin importar su