Literatura
Un escritor por descubrir En esta página, una invitación a leer la obra completa de Pablo Montoya. I
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uando en la mañana del pasado jueves 6 de junio abrí mi página de Facebook, caí en un shock de alegría y no de sorpresa. De alegría, porque Pablo Montoya nos compartía a sus amigos y seguidores, la bienaventurada noticia del Premio Rómulo Gallegos que le había sido otorgado. Y digo que no era un shock de sorpresa, al menos en mi caso, pues desde hace muchos años he seguido de cerca a este escritor colombiano, en quien convergen la más alta y calificada erudición literaria, inmanente a la sensibilidad elocuente de un excelso pintor y de un músico inspirado: su lienzo es la realidad humana a través de los tiempos, su pluma es sucedánea del pincel, y la música de fondo que subyace en todos sus textos la poesía. Me atrevo a decir que es más poeta que novelista, y lo digo no para menospreciar su valía como narrador, sino para exaltarlo en una ciudad, en un país en el que la cantidad de poetas es directamente proporcional al número de habitantes. Un poeta mayor, auténtico, lúcido es, a estas alturas de la involución artística, rara avis, o para ser más directo una especie en vía de extinción en el contexto actual del facilismo, la extravagancia, el irrespeto por la doble faz del lenguaje poético (el fondo y la forma), la escasa cultura académica y la desproporcionada chabacanería y oscuridad de ciertos amaneramientos falsamente vanguardistas. Pablo es un verdadero poeta; por eso, cuando escribe textos de largo aliento, ese brillante rol le da un plus a su prosa, y, entonces, el lector se encuentra ante imágenes, sonidos, ingeniosas aliteraciones y pasajes pictóricos sobre los que quiere volver una y otra vez. Los párrafos, las páginas transcurren en una continuidad que no decae ni en su belleza ni en la impecabilidad del estilo: características atípicas en un erudito (y Pablo lo es en grado sumo), en cuanto que los eruditos, enrevesados y sofocados por sus propios conocimientos, suelen escribir mal; en esto Pablo es también una excepción. Pocos autores me generan el ansia de los rumiantes, en el sentido que lo pedía Nietzsche. Verbi Gratia, me sucedió con dos de sus libros: la magistral novela Lejos de Roma, la cual, confieso, leí cuatro veces, y la última vez en voz alta para embriagarme con esa lluvia de imágenes tan propias de nuestro autor; y con Sólo una luz de agua. Ambas obras las mastiqué a la usanza rumiante,
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Domingo, 14 de junio de 2015
no por la dificultad de las mismas, sino motivado por afanes hedonistas, siguiendo el instinto de “la sed del ojo” que se asombra ante lo bello y del paladar que degusta lo sabroso. Cómo entender que la totalidad de su vasta y rica producción literaria haya pasado desapercibida (o acaso conducida a la muda habitación de la invisibilidad orquestada por unos cuantos) frente a las narices de las maniqueas y manipuladas esferas de la intelectualidad colombiana, en las que impera el lobby, el mutuo elogio, el lagarteo literario adyacente al lagarteo político, y claro, el infaltable show mediático de los que se pavonean como estrellas rutilantes. Y que conste que no pretendo desviarme del tema por medio de una súbita diatriba ante ese orden, paradójicamente entrópico, propiciado por las eternas e intocables vacas sagradas, y como decía mi abuela: “dejemos ahí”. Hoy me pregunto en el terreno etéreo de lo contingente, qué habría pasado con Pablo si un dedo extranjero o un jurado foráneo con poder de convocatoria no lo hubiera señalado como quien dice: ecce homo. Menos mal se ganó el Rómulo Gallegos, porque a lo sumo nuestro ámbito cultural le habría deparado un reconocimiento extemporáneo, in extremis o post mortem.
JUAN MARIO SÁNCHEZ CUERVO
No he hablado todavía de Tríptico de la Infamia, su obra laureada, y lo hago a propósito: publicó, entre otros textos, La sed del ojo (Eafit, 2004), y no pasó nada; publicó Lejos de Roma (Alfaguara, 2008), en mi humilde opinión la más lograda de sus obras, y no pasó nada; luego vinieron Sólo una luz de agua (Tragaluz, 2009), y Los derrotados (Sílaba editores, 2009), y tampoco. El Rómulo Gallegos que le fue otorgado hace pocos días, al menos yo lo asimilo como un reconocimiento a su esforzada y talentosa carrera de escritor, un acto de justicia que lo ubica en el lugar que se merece, porque su producción literaria variopinta (ensayo, cuento, novela y poesía) es a la vez buena y prolífica: producción que gestó y labró con Sangre, sudor y lágrimas, como reza el famoso título de un libro de Winston Churchill. En Tríptico de la infamia (Penguin Random House, 2014) bucea a sus anchas en el mar del tiempo, pues lo suyo (y en esto es un maestro) es la novela histórica. En Colombia, desde esta perspectiva, supera a cualquier otro escritor: Lejos de Roma, Los derrotados, Tríptico de la infamia, y hasta su divertido e irreverente Adiós a los próceres, están en esa línea diacrónica. La trama de la novela que lo rescata de la invisibilidad, gira alrededor de tres pintores europeos del siglo XVI: Jacques Le Moyne, François Dubois y Théodore de Bry. Polifonía multicolor que recrea tres vidas, tres caminos, tres universos disímiles que palpitan inmersos en un telón de fondo común: el mágico y exuberante Nuevo Mundo, en el que son testigos del exterminio y la destrucción cultural de los aborígenes en nombre de la religión y del “patrón” oro. No sólo son testigos de primera mano, son también actores y sujetos pasivos de la injusticia y barbarie en cadena provocada por la irracionalidad humana de entonces, que, a propósito, es la misma irracionalidad y violencia de hoy, y que tal vez perdure mientras sobrevivamos en este socavado planeta como especie devastadora y autodestructora. Y no les cuento más, porque ustedes mismos van a descubrir a un tal Pablo Montoya, que recién genera una tremolina literaria, un autor que nos llega desde el silencio: tal vez conquisten su vasto territorio poético, el nuevo mundo de sus libros I