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Darío Jaramillo Agudelo
“¡Creo que la ciudad se llama así por el equipo y no al contrario!”
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Foto Jaime Pérez
ocos como él en Antioquia saben del poder de las palabras. Filósofo de profesión, novelista y poeta por afición –no por aflicción-, Darío Jaramillo ha dicho muchas veces que se decidió a escribir el día que tuvo la certeza de que no sería puntero derecho del Medellín. Jubilado como Subdirector Cultural del Banco de la República, desde siempre ha tenido tiempo para pensar en ese Medallo que él quiere como si fuera una Divinidad. Su “única Dimvinidad”. Así lo ha considerado desde 1955 cuando tuvo la fortuna, dice él, de que su padre, un comerciante bajado de las montañas de Santa Rosa de Osos, lo llevara al estadio. Fue amor a primera vista, ha dicho. Y lo de “primera vista” es más que una frase huera: lo sedujo el uniforme. Ese contraste de un rojo intenso que resaltaba tan vivo sobre el gramado verde. Lo mencionó con gusto, una tarde de febrero en que llegó desde Bogotá a cumplir su impostergable visita a esa madre “que nunca lo toma en serio”, y aprovechó para expiar nostalgias futboleras mientras afanaba un café con empanada argentina, en el restaurante Versalles. Aquel deslumbramiento con el equipo fue tal que ya ni recuerda el partido ni el marcador. -“No sé ni interesa. Empezando porque el Medellín es el único equipo de fútbol del mundo, los otros son como necesarios para que él juegue. El otro, el Atlético Guanábana es, por ejemplo, un accidente... lo que sí tengo claro es que un tal Moreno, de bigotes, tiró el balón de profundidad; otro jugador de bigotes, lo recibió con la cabeza y metió el balón al arco contrario, pero me seguí fijando en quién hizo el pase y no en Marino, el del remate. Y me parecía inverosímil que alguien manejara un balón como él. Lo tomaba como sin mirar, levantaba la cabeza y mandaba el balón, como si fuera un disparo calculado a donde lo quiso poner, desde ahí quedé enamorado del Medellín”. Enamoramiento que sería definitivo. Un tío, en evidente fuera de lugar, empezó a llevarlo a fútbol intentando que el niño Darío se desviara del buen camino
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Domingo, 24 de noviembre de 2013
pero fracasó en su intento. Cuando su círculo familiar comprendió el asunto, optó por dejarle aflorar más su pasión por el Medallo y ocasionalmente lo llevaban al estadio. -“Era tal mi devoción que me sabía todas las alineaciones, las escuchaba por radio, ya cuando tenía doce o trece años, me dejaban salir solo y me iba a fútbol a ver al Medellín, y papá me volvió socio (le consiguió los abonos de la época) para que tuviera fácil las entradas”. Gracias a esa posibilidad Darío Jaramillo pudo disfrutar el título del 55. Aunque ya no lo recuerda, bien. Tiene muy claro, sí, el del 57, tras la final contra Cúcuta, que tuvo su consabida dosis de dramatismo, como siempre ha ocurrido con el Medallo. -“Qué angustia. Escuchando por radio. Cúcuta era la base de la selección uruguaya, tenía un gran puntero, Viviano Zapiraín, de la selección que ganó el título mundial del 50”. Darío Jaramillo vivió esos momentos Poderosos, que se quedaron aferrados a su alma. Casi puede verse, dice, en esos años cuando ya iba al estadio. Tiempos aquellos en los que como no asistía mucha gente, los jugadores llegaban y se acomodaban en la tribuna de Preferencia a ver el preliminar, y ahí conversaba con ellos; recuerda como “encantadores” a Canocho Echeverri y Pécora, quienes al verlo solo, se sentaban al lado y lo saludaban. Qué, cómo va Pelao, le decían. Pero nada tan inolvidable en esas gradas como ver a Moreno. Estar al lado de él. Sentir cercana su presencia. Dice que desde entonces se convirtió en su Dios, pensando en algún momento tocarlo, de pronto, porque desde aquel primer partido siempre creyó que Moreno era un ser bendecido. -“Además era muy cariñoso con los niños. Nos miraba bien”. A tal punto llegó a admirarlo, que hoy, más de medio siglo después y a pesar de tantas luminarias que se han enfundado la roja, sigue considerándolo el más grande. El único.