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Dime con quién andas y te diré quién eres

No está el discípulo por encima del maestro. Todo el que esté bien formado, será como su maestro. (Lucas 6, 40)

Cuanta responsabilidad cae sobre nuestros hombros si somos maestros de nuestros hijos, de nuestros compañeros de trabajo, de todos los que nos rodean.

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Cuando dirijo la mirada a Dios y veo en él un hombre que murió crucificado por amor, que vivió una vida pobre y sencilla, siendo él el hijo de Dios, pienso que mi vida no debe ser diferente a la de él, que debo vivir así, como él.

Es allí cuando debo buscar obedecer a mi padre del cielo en todo, hacer su voluntad y hallar en ella mi felicidad.

Un día escuché un dicho que dice: “las palabras convencen, pero los ejemplos arrastran”, y de verdad que es cierto.

El Señor me ha regalado hasta ahora tres directores o padres espirituales, el primero ya no es católico, el segundo fue el primer sacerdote franciscano que conocí en la “Ermita La Cruz”, su nombre es Fray Pedro. De él tengo los mejores recuerdos, fue el guardián de ese convento y luego de unos años lo mandaron para otro convento en Africa. Aún hoy recuerdo su despedida. El último día que lo ví, me impresionaron sus palabras:

- “Usted es la única de mis hijas que no está llorando”

Le respondí que me hacía muy feliz ver cómo él enfrentaba esta obediencia.

Él no quería irse para África, aunque es Francés, ama a Colombia y quería quedarse unos buenos años, pero luego del capítulo general de su Comunidad, le llegó la noticia que debía irse del todo para Tanzania. Fue una noticia no esperada, la verdad, pero la tomó con tanto amor que fue algo bello verlo obedecer con amor y por amor, marchándose, dejando todo, sus hijos espirituales, sus novicios, pues era el maestro de novicios, dejar todas las personas que amaba por seguir al amor de su vida, Jesús pobre y crucificado.

En la voz del superior Fray Pedro encontraba la voz de su Señor que lo llamaba.

Otro día estaba sentada en la mesa con Fray Leonardo y le pregunté: ¿En cuál convento usted es más feliz? y me respondió: en el convento donde me mande la obediencia.

Ver en quienes desean ardientemente seguir a Jesús, un gozo en hacer la voluntad de Dios es una bendición para todos, pues se pasa del dicho al hecho, de la soberbia a la humildad, del orgullo a la pequeñez.

Cada vez que Fray Pedro venía a visitarme me traía un libro para leer y a veces más de uno. Cuando los Frailes aparecieron en nuestras vidas mi hijo tenía tan solo dos años, y ahora tiene catorce. Verlo en ese entonces, decirme:

“Mami yo también me quiero confesar” fue una alegría muy grande. “Mami yo también quiero recibir a Jesús en la hostia”, “Mami yo quiero hablar con Fray Pedro así como tú”.

Feliz, le conté al fraile y aceptó hablar con el niño. Desde ese momento ya no dirigía un alma, sino dos, la madre y su pequeño de tan solo cinco años.

Le traía libros ilustrados de vida de santos, lo confesaba y lo dirigía espiritualmente, o le escuchaba. Nunca supe de qué hablaban por largo tiempo, pero daba gracias a mi Señor porque mi hijo a tan temprana edad ya sentía sed de Dios, debido a la importancia de encontrar en su casa una madre que sigue a Jesús.

Lo mismo ocurrió con Catalina mi hija, su deseo de confesarse, de comulgar, de leer libros de Dios. Fue otro regalo maravilloso. Hoy en día, carga en su bolso del colegio un oracional infantil y el libro ilustrado de Santa Catalina de Siena lo tiene subrayado con las frases que más le gustan. Es hermoso ver la emoción con la que lo comparte cuando viene a casa alguna monjita.

El Señor ha sido grande con nosotros. Nuestros hijos se han levantado en un ambiente de fe, de amor, de perdón.

No solo nuestros hijos se han visto beneficiados con la vida de los Frailes y las Hermanas, sino también nuestros vecinos, amigos y familiares.

Hay una frase que recuerdo con una sonrisa en el rostro: “Este hombre ha partido mi vida en dos, antes de hablar con él y después”.

Por gracia y misericordia de Dios, al partir Fray Pedro debía pedirle al Señor me regalara otro padre espiritual que siguiera guiando mi alma. Rogué mucho al Señor por esta intención y llegado el momento le pedí a Fray Basilio fuera mi padre. El acepto.

Este fraile, que si llegas al convento lo puedes ver salir con un sayal remendado y descalzo; flaco y con ojeras, es un hombre que ha decidido seguir al Señor. Y en ello ha puesto todas sus fuerzas.

Hablar con él, escucharlo, verlo caminar, rezar, predicar, es como si estuvieras leyendo el Evangelio, trata de seguir las huellas de nuestro Señor con fidelidad.

Cuando venía a nuestra casa, mis amigas y amigos me pedían que querían hablar con él. Ellos siempre me decían que no se demorarían mucho, que era cosa de cinco minutos. Luego de dos o tres horas salían diciendo: “Este hombre ha partido mi vida en dos, antes de hablar con él y después”.

Con el tiempo, empecé a ver cómo sus vidas tomaban un giro y buscaban a Dios. Unos más rápido, otros más lento, otros volvían a

acomodarse en sus vidas y dejaban de un lado la invitación a la conversión.

Es una enorme gracia para mi ser su hija, ver cuán infinita es la misericordia de Dios, que después de pedirle en una carta que me regalara personas muy llenas de él, me permitiera conocer mil veces más de lo que pedí. Ver cómo mi vida empezaba a cambiar, junto con la de todos los que me rodeaban.

En todo esto puedo ver cómo Dios teje historias alrededor nuestro, ver cómo Dios escribe historias de amor con nuestras vidas, donde nosotros somos el lapicero que se deja guiar por el escritor para redactar la historia que desea.

Fray Basilio al igual que todos los hermanos, deja a su familia, sus bienes, sus títulos y se pone en camino.

Desea ardientemente la Santidad, la busca, la súplica, se enamora de Dios.

Al igual que Fray Pedro a Fray Basilio le llegó el momento de partir luego de un Capítulo General, que es una reunión donde se toman las decisiones de la Comunidad, deciden que debe irse para Italia, la noticia me tomó por sorpresa, pero así como

con Fray Pedro veía en su rostro la felicidad de la obediencia, obediencia que cuesta pero que para éstos hermanos franciscanos es cuestión de ver en la voz del superior la voz de Dios.

No puedo negar que después de su partida rodaron sobre mis mejillas las lágrimas en el silencio de la noche.

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