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Leyendas Populares en Guatemala de Celso A.Lara Figueroa


Leyendas Populares en Guatemala de Celso A.Lara Figueroa Guatemala, Mayo del 2020


Leyendas Populares en Guatemala de Celso A. Lara Figueroa

DiseĂąo de cubierta: Nahomi Cortes Ilustraciones Interiores: Nahomi Cortes EdiciĂłn homenaje a Celso A. Lara figueroa Guatemala, mayo del 2020


Nahomi Cortes A: Mi abuelita que con amor nos reunĂ­a para relatar estas magĂ­cas leyendas.


“ Y en el callejón de la pila seca había una pila en la que salia la siguanaba. La llorona venía al chorro de Matamoros a llorar a su hijo, y el Cadejo entraba a pedir pan a la panadería La Esperanza” Celso A.Lara Figueroa


Leyendas Es antes que nada el rescate de obras literarias del autor guatemalteco Celso A. Lara Figueroa que por diferentes causas no se siguen publicando. De manera de querer implementar la lectura en nuestro país y que el lector pueda enriquecerse de estas leyendas y no se pierda la tradición oral en Guatemala. Es la base de su conciencia y memoria historíca y su creación social más elaborada de narración irreal, pero con huellas de verdad ligadas a un área o a una sociedad, sobre temas de héroes,de la historia patria, de seres mitológicos, de almas en pena, de seres sobre naturales o sobre orígenes de varios hechos.


ÍNDICE

Introducción.........................................................11 Las Zapatillas del Cadejo.....................................12 La Niña del Día de Finados.................................24 La Siguanaba............................................................36 El Carruaje de la Muerte......................................50 El Llanto del Sombrerón......................................62 La Tatuana................................................................76 La Sirena del Viernes Santo.....................................82 Los Orígenes de San Simón...................................90 El Diablo y la Suegra..........................................98


Introduccion

El eco de la voz del pueblo, real y objetivo, esta presente en estas páginas. La tradición oral, medio por el cual se transmiten estas leyendas, sigue viviendo con fuerza a pesar del embate que se somete la cultura oficial a través de la masificación de los medios modernos de comunicación, estas leyendas representan parte de la cultura popular de Guatemala. En homenaje a ese campesino “ de tierra a dentro” quién a pesar de las miserables condiciones de existencia creó literatura de genuina artística, a el va dedicado este libro de leyendas guatemaltecas.

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Las zapatillas del Cadejo El alba rayaba de lila y palorrosa los volcanes en el horizonte de la ciudad. En los árboles y arbustos de las plazas del Teatro, de la Victoria y en las plazuelas de los templos, cabeceaban miles de pájaros. El fresco de aquella mañana era intenso. Sobre la Calle del Ángel, en la Fonda del Calvario, sentado frente a una mesa de pino, tiritando de pesadumbre y sudando soledades, un hombre joven, profundamente demacrado, bebía en un pequeño vaso de herradura. A su lado, un perro negro se dejaba acariciar una oreja de manera descuidada, permitieron a la claridad colarse en su interior. Tullido del frío, el hombre se restregó las manos. Engulló un trago más y sacó del bolsillo interno de su raído saco unas zapatillas de ballet que en un tiempo fueron rosadas y ahora estaban lustrosas de tanta caricia. Las contempló, las besó y las acarició con esmero por largos minutos. Las dejó sobre la mesa de pino y extrajo luego un papel escrito, lo desdobló con ternura y cuidado, y lo leyó. Al puto, silenciosas lágrimas bajaron de puntillas por su rostro enjuto, barbado y sucio. Gruesos sollozos que se ahogaban antes de salir, sacudían su arrugada frene. Sus ojos, rojos de insomnio, llenos de dolor, devoraban una a una las palabras escritas en el papel. El hombre dejó de leer y bebió un trago más. Guardó con cuidado la carta y las zapatillas. De pronto, salió hacia la calle y el perro lo esperaba en la banqueta de piedra. Al advertir su presencia, el hombre emprendió camino rumbo al sur, por la calle Real. Los ojos de fuego del perro y sus pisadas como casquillos de cabra lo guiaban, puesto que apenas podía alzar sus pies.

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Dos ancianas de mengala y rebozo de seda, en espera de la misa de seis, se arremolinaban en la entrada del atrio de San Francisco, como retazos quebrados del día. Mientras, de la Calle Real emergió el hombre joven arrastrando los pies y detrás un perro negro. Cuando llegaron a las gradas del atrio, el perro se acurrucó entre las piedras. El hombre pasó sobre él con dificultad y se internó en la iglesia. -¡Jesús! –exclamó una de las ancianas al ver pasar al hombre. ¿Ya se dio cuenta nía María, cómo puso el trago al Andrés? -¡Ay, sí! Qué pena, nía Neta, si tan inteligente que era ese muchacho, pero le digo que desde hace un tiempo lo veo muy mal. -¡Está como si se lo estuviera ganando el Cadejo! -¡Ay cállese, nía María, por Dios! Después de sacudirse en la penumbra las solapas del saco y temblando de frio por el malestar. Andrés del Alba se encaminó a la capilla de la Virgen de los Pobres. Conmovido por el silencio del lugar y aplastado por su pesar, no encontró los hilos para enhebrar palabras y dirigirse a la Virgen. Se quebró en sollozos y en ríos de lágrimas que llenaron de desolación aún más su corazón acongojado. Desde lo más profundo de su aflicción, sacó fuerzas y ánimo, extrajo la carta y las zapatillas de su saco, las acarició y besó con ternura, como si se arrancara parte de sí mismo. Las depositó entre los pliegues del manto de la Virgen y abandonó el templo. El perro negro que había permanecido acurrucado en las gradas del atrio se sacudió y caminó tras el borracho. A “La Cachajina”, fonda del barrio del Santuario de Guadalupe, entró Andrés del Alba. Desde el rincón donde se sentó, podía observar el transitar de carruajes por la calle de la Floresta, sombreada por añosas jacarandas, cuyas hojas verdes se fundían con la polvorienta calle.

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Mientras Andrés pedía una “cuartita” de aguardiente blanco, el perro negro se echó a sus pies protegiéndolo, como si no lo quisiera soltar, Andrés contempló con afecto. Con voz cálida le murmuró: -Sos mi única compañía, perro negro… chucho negro que no tenés nombre. Desde el momento en que me quedé solo en el cementerio aquel terrible día, no te has separado, me has seguido siempre. Perseguiste a los ladrones que me quisieron atacar y has dormido conmigo a la intemperie. Te confieso que al principio, cuando me seguiste, me asustaron tus ojos de fuego y ese repiquete de tus patitas de cabra y a veces ese olor a azufre, pero ¡me has ayudado tanto, que ya no me molestás, sos el único que conoce mi dolor y lo comparte! Andrés siguió bebiendo. La pesadez de sus pensamientos lo agobiaba. Su corazón no albergaba tranquilidad, sino una espantosa desolación. Así, sin sentido, se sumergió en el recuerdo. Sin poder evitarlo, a Andrés del Alba la evocación se le enredó en las pestañas y lo arrastró en su torbellino que no pudo controlar. Con desesperación lo volvió a vivir todo de nuevo. Se encontró a sí mismo en la modesta casa de San Pedro Las Huertas, en las afueras de la ciudad de la mano de su madrina Luisa Aguilar. Recordó con angustia su orfandad y la soledad infinita que desde niño le invadió todos los poros.

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Se sonrió con dulzura al evocar el día en que su madrina le llevara al colegio de San Buenaventura para aprender música con el maestro Ignacio Sáenz. Al principio no le agradó y prefería jugar con los demás niños, pero cuando el maestro Sáenz lo llevó por primera vez a la iglesia de La Merced para que moviera acompasadamente el fuelle del órgano, se fascinó tanto al escucharlo tocar, que estudió con mayor entusiasmo.Recordó que, tiempo después, el intendente del teatro Colón se enteró que dominaba el arte de la música. Entonces, lo llamó para que en las noches de gala tomara parte de las comparsas. De ahí que participara como esclavo egipcio en Aída, cortesano del Duque de Mantua en Rigoletto y otras óperas. ¡Qué no decir de las zarzuelas, dónde recordaba haber sido figurante en múltiples obras! Sus recuerdos lo llevaron a la representación de Fausto, por primera vez en el Colón… ¡Cómo podría olvidarlo! Si fue ahí cuando contempló por primera vez a Olimpia danzando en el papel de Cleopatra. ¡Lo recordaba tan bien! Quedó enamorado de aquellos enormes y claros ojos verdegris, de aquel rostro encantador, de su gracia para danzar y expresar en movimiento todo tipo de sentimientos; y entonces, le escribió versos. Andrés, lleno de emoción, había comido desde los camerinos hasta la alameda del Teatro Colón a cortar flores de azahar y se las había entregado a Olimpia junto con un poema. En aquellos momentos, más que nunca, recordaba la intensidad de la mirada que Olimpia lo había recompensado. Pero a cambio de sus flores y poemas que le admitía, Olimpia le entregaba madejas de silencio. Andrés se llegó a convencer que, sin ser rechazado, nun-

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ca seria correspondido. Su única esperanza era la certidumbre de verla en ensayos y representaciones del teatro. Sólo entonces tenía la sensación de ser feliz. A Andrés se le acumuló aún más la pesadumbre en el alma al evocar el momento en que se enteró que Olimpia ya no bailaría, porque se encontraba muy enferma. Y su derrumbe espiritual fue tota cuando le revelaron que Olimpia no podría danzar jamás. Recordaba con amargura esa tarde del mes de septiembre, cuando Olimpia puso en sus manos una carta y unas zapatillas, ¡No le alcanzaría la arena del desierto para contar las lágrimas derramadas desde entonces! Por eso se las ofreció a la Virgen de los Pobres, como última ofrenda. Creyó reconocer el timbre de un órgano, en la ópera Fausto. Advirtió con asombro que el personaje de Margarita encerraba los finos rasgos de la amada Olimpia. Sin poder sostenerse en pie, desesperado, Andrés vio hacia la calle y se frotó los ojos. Al frente de la fonda, surgiendo de un árbol la figura de una mujer se filtró ante él; en sus manos estrujaba una carta y un par de zapatillas. -¡No puede ser! –exclamó. Esa mujer se ha robado las cosas que le dejé a la Virgen de los Pobres… ¡Se parece tanto a Olimpia!- Llamándola a voces, se precipitó fuera de la fonda -¡Olimpia!... ¡Olimpia!... ¡Oliiimmmmpiaaa!

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El perro negro, que había permanecido hasta entonces echado a sus pies sin moverse, se levantó al oírlo gritar y se acercó a la puerta. Con sus ojos de fuego lo vio correr y perderse en el polvo de la calle de la Floresta, tropezando con las raíces expuesta de los árboles. Luego, el animal dio una vuelta y, haciendo resonar los cascos de sus patas, se perdió en la penumbra de la fonda como un suspiro. Sólo un reguero de azufre quedó en el resquicio de la puerta. Andrés llegó corriendo a la capilla del cementerio. Sentía el palpitar de su corazón en las sienes. Corría, cayendo y levantándose en pos de la mujer de la carta y las zapatillas. La miró atravesar los llanos de Paloma y de las Ánimas. Siguió por la Calle del Cementerio hasta trasponer la puerta de hierro forjado del camposanto. Motas de luces intermitentes brillaban frente a sus ojos. Apenas si percibió cuando la mujer entró en la pequeña capilla de los muertos. Andrés se precipitó dentro. Sin aliento, buscó con ansiedad en el interior, pero no encontró a nadie. Buscó por todos los rincones. De pronto, se fijó en la tribuna del coro alto y se lanzó hacia las gradas de caracol. Al penetrar al coro lo halló vacío. Agotado, cayó con los ojos vidriados y las manos crispadas sobre el pequeño órgano. A Andrés del Alba, en el último destello de vida, le pareció estar en el escenario del Teatro Colón, vestido de soldado en medio de la escena infernal y reconoció a Olimpia danzando con frenesí las variaciones de Cleopatra. La música y las luces se le astillaban en las retinas de los ojos hasta que todo quedó en tinieblas. Andrés creyó que las luces se habían apagado, pero eran las sombras eternas que caían por última vez sobre su vida. -¡Ay maestro Eulogio! Fíjese que un bolo se entró y lo botó todo –decía una anciana a un hombre en la puerta de

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la capilla del cementerio. –Y lo peor es que ya van a traer al muerto para el responso. -Mire, nía Goya, cálmese, voy a ver qué pasa en la capilla. Intrigado, el maestro subió a la tribuna del coro y se sorprendió al ver a un hombre caído sobre la consola del órgano. Decidió bajar del coro para buscar ayuda: a media escalera oyó la voz de la mujer: -Ya están aquí, maestro Eulogio, el entierro está aquí! ¡Apresúrese! Entonces, volvió a subir la prisa. Al intentar retirar del órgano a aquel cuerpo, se percató que era un cadáver. Un estremecimiento le bañó la espalda y el desconcierto le embargó tumultuosamente el alma cuando descubrió su identidad: -¡Pero si es Andrés! ¡Andrés del Alba! –Exclamó- ¡Cómo fue a terminar este patojo! Y anonadado, cargó el cadáver y lo tendió en un rincón de la tribuna. La campana del cementerio repicó. Hombres y mujeres vestidos de negro entraron en la capilla, como espectros fugitivos. El maestro destapó el teclado del órgano y de las ocarinas, gambas, flautas, bordones y orlos salieron los dolorosos timbres de una música fúnebre. Mientras tocaba el músico cavilaba sobre el amigo muerto en la medialuz del coro. El maestro Eulogio había hecho amistad con Andrés desde su niñez, cuando juntos estudiaron música en el Colegio San Buenaventura. Sus manos angustiadas acometieron la parte última del rezo litúrgico, las bombardas y los cornos de noche del órgano modularon la marcha fúnebre final. Inesperadamente, al músico le pareció ver un perro negro escabullirse por el caracol del campanario, asustado por los acordes sonoros que inundaban la pequeña iglesia. Solo entonces, el maestro Eulogio comprendió que aquel responso que tocaba era por su amigo Andrés del Alba y las lágrimas empezaron a nublarle la vista.

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La niña del día de finados Sucedió en la ciudad de Guatemala, allá por los últimos años del siglo XlX. Francisco Velásquez estudiaba notariado en la Escuela de Derecho. Siendo en hombre joven, de carácter retraído y apacible, su mundo era una aureola creadora de tristeza y tranquilidad, Vivía por el Barrio de la Parroquia Vieja con su abuela materna, la señora Ana, quien todas las tardes vendía chuchitos durante “La hora Santa”. Ocupaba una casa grande en la Avenida Central, única herencia de los padres de Francisco, a quienes nunca conoció. Además de los estudios que cumplía con sacrificios, ayudaba por las tardes y candelas. Su venta en los atrios de las iglesias y en la Cerería del Sol constituía el único ingreso económico de la pequeña familia. Una mañana de febrero, Francisco se dirigía a la Escuela de Derecho. Se encaminó por la Calle del Cerro hacia el Barrio de San Sebastián. Entró a la iglesia y después de una rápida oración, continuo su camino. Cierto era que al tomar ese rumbo tenia que caminar unas cuadras más, pero ella no le importaba, ya que en el templo y en la alameda encontraba un encanto muy especial. No sabía precisar que le atraía, pero sentía una alegría profunda al cruzarla diariamente. Un día cuando atravesaba las pesadas puertas centrales de la alameda, reparo en una mujer vestida de negro, que caminaba con una premura en dirección contraria. Al parecer, no lo vio porque casi lo atropella. Sus ojos se encontraron con los de ella. Que angustiados y penetrantes le parecieron Francisco la siguió con la mirada hasta que se confundió con la penumbra interior del templo. Tuvo intención de regresar, pero la ultima llamaba a misa le hizo recordar que llegaría tarde a clases.

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Tomo la calle Real hacia el sur, cruzo la Plaza de la Constitución luego camino por la Calle de Mercedes al este y dobló en la calle de la Universidad. Atravesó el umbral del antiguo edificio. En los gruesos muros coloniales resonaban las alegres risas de los estudiantes. Francisco se sumó a un grupo que charlaba junto a la fuente del patio. Las campanadas del reloj de la escuela anunciaron el inicio de clases. ¡Qué poca atención pudo poner Francisco a las suyas! La belleza incomparable de aquella mujer con conmovía: figura frágil, rostro de pomarrosa, ojos de un mirar profundamente extraño y como agobiados por la tristeza. Francisco se pasó la mañana soñando. Al oír las doce campanadas del mediodía, supo que las clases habían concluido. Francisco se despidió de sus compañeros y caminó hacia su casa. Desde aquel día, Francisco estaba siempre en la puerta principal de la alameda de San Sebastián, antes del ultimo toque para la misa de seis. Exactamente a esa hora, la hermosa mujer vestida de negro llegaba a misa y le miraba con disimula al pasar a su lado. El recuerdo de la bella desconocida golpeaba sus sienes. La paz y tranquilidad le abandonaron. Trató inútilmente de inquirir con sus amigos por la identidad de la dama de negro nadie supo darle razón alguna. No he podido averiguarte nada le dijo Pablo, uno de sus compañeros. -Nadie conoce una mujer como la qué vos me describís ¿Sabés? Yo creo que lo mejor es que te acompañe para verla. La vez en la cual ambos la esperaron la mujer no apareció -Creo que son ilusiones tuyas, mi querido Panchito le dijo su compañero burlonamente. Dejá ya de pensar en ella, Es un imposible y vos sabes que los imposibles ra-

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ramente se alcanzan. Mejor estudiá y divertite, mira que la hija de la nía Lencha ya te echó el ojo, no seás tonto. La ciudad aguadaba con ansia la semana de Pascua, pues durante la misma se iniciaba la temporada de ópera en el Teatro Colón. Aquel año se estrenaría la ópera “Carmen” de Georges Bizet. La función inaugural había sigo programada para el jueves. Francisco participaba del entusiasmo de la ciudad. Gracias a las celebraciones de Semana Santa, había tenido mucho trabajo. Era la época en que más se vendían los productos de cera para el adorno de sagrarios y huertos y gracias a ellos, pudo reunir el dinero para asistir a la primera función. La noche se presentó espléndida. La luna regando luz en las profundidades del firmamento y un viento derretido se colaba por los campanarios de las iglesias. Pasaba la hora de las ánimas, diferentes carruajes empezaron a rodar por las obscuras calles rumbo al Teatro Colón, en la alameda de la Plaza Vieja. Los que no podían movilizarse en carruajes lo hacían a pie, y uno de ellos era Francisco. Vestido de rigurosa etiqueta, requisito indispensable para ingresar a una función de esa naturaleza, se había arreglado lo mejor posible. Claro que el traje lo había alquilado en el taller de don Cándido, amigo de su abuela, pero eso no le molestaba en lo más mínimo. Entró por la puerta de la Calle de Mercaderes atravesó la alameda y después de comprar su boleto caminó directamente al lunetario y se acomodó en una de las primeras butacas.

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La ópera dio para placer del público. Cuando principió el cuarto acto, Francisco, sin proponérselo, levantó la vista a uno de los palcos de la derecha y vio con asombro a la dama de San Sebastián. Su belleza destacaba entre las lentejuelas de su vestido negro y el rojo de los cortinajes. Francisco se turbó. Ya no pudo apartar su atención del palco. Aquellos dulces y tristes ojos se le aferraban al alma con tal intensidad que ni el tumultuoso coro final logró sacarlo de su aflicción. Al caer el telón, la ovación no se hizo esperar. De pronto, Francisco vio que la dama se retiraba. Él intentó seguirla, pero las numerosas personas reunidas en el vestíbulo se lo impedían. Se dio cuenta que si quería alcanzarla debía darse prisa. Por fin logró llegar a la alameda, y pudo verla subir a un carruaje que enfilo por la Calle de Mercaderes. Por el lento caminar del vehículo, le fue fácil seguirlo a cierta distancia; pero al llegar a la plaza de la Constitución, el carruaje tomo mayor velocidad, hasta doblar por la Calle de Concepción. Al llegar al atrio de la Catedral, Francisco se dio cuenta que el coche se diluía en la oscuridad de la noche, por que era imposible alcanzarlo. Triste y casado espero verlo desaparecer. Entonces, sintió sobre su cabeza la ultima campanada del reloj de una de las torres. Era la una de la madrugada. Un escalofrío su espalda y sin pensarlo más se dirigió a su casa. Desde aquella noche, Francisco ya no volvió a encontrar a la dama de negro. Los meses pasaron y durante octubre, Francisco se dedicó sin tregua a la fabricación de coronas y cruces de papel de china. El Dia de Todos los Santos y Fieles Difuntos, el llanto fúnebre de las campanas atormentaba los corazones de los vicos que, vestidos de luto, andaban en silencio.

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Muy de mañana, Francisco, acompañado de su abuela, se dirigió a la Catedral. En el atrio podrían vender las coronas de ciprés, las cruces de papel de china, las veladoras y candelas. Francisco se instaló cerca de la puerta principal y empezó a ofrecer y vender su mercancía de cera y papel. De pronto, por una de las puertas, apareció la mujer vestida de negro que hacía tiempo Francisco no encontraba. Se encaminó hacia donde él vendía y le pidió la última corona de ciprés que le quedaba. El joven sonrojado se la ofreció. La mujer quiso pagar, pero él rechazó los tres cuartillos. Ella sonrió y le dijo mirándolo con intensidad: -Gracias, se lo agradezco mucho. Mire, necesito hablar con usted. Llegue a mi casa el jueves entrante. Tome esta cadena para que no se olvide de ir a verme. Esta es mi dirección -le dijo. Y la mujer le entregó un trozo de papel y una cadena dorada que se quitó del cuello, y del cual pendía un Cristo agonizante. Al momento, se perdió entre la muchedumbre que ingresaba al templo. Cuando Francisco salió de su asombroso trató de alcanzarla. Entró a la iglesia precipitadamente. Los oficios habían principiado. Tras el altar mayor, el coro del Seminario cantaba los salmos del día. Francisco la buscaba en todos los rincones. Pasó por los altares del templo hasta llegar a la a Capilla de la Virgen del Socorro, pero no la encontró. Volvió sobre sus pasos y se encaminó a la Capilla del Sagrario. Tampoco estaba allí. Desesperado, se sentó en una banca. Sólo entonces se dio cuenta del trozo de papel que tenía en la mano y en la cadenita que se escurría entre sus dedos.

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Leyó: “Mercedes Aragón”. Guardó todo en el bolsillo y salió corriendo por la puerta del Sagrario y volvió al lado de la abuela. Concluidas los oficios, la muchedumbre se dispersó rumbo a los dos o tres cementerios de la ciudad. Mientras tanto, fatigados y tristes, abuela y nieto se dirigieron a casa. Tan pronto como llegó, Francisco buscó con ansiedad en el almanaque que su abuela tenía guardado en un despintado cofre de Totonicapán. Encontró lo que buscaba: Aquel jueves en el que le había citado caía el 15 de noviembre. Esos quince días que faltaban constituyeron para Francisco un angustioso compás de espera. La fecha tan esperada llegó por fin. Esa tarde, Francisco se arregló lo mejor que pudo. Al momento de partir, cortó varias ramas de mosquetas del pario de su casa, y se aseguró de llevar la cadena y la dirección. Cosa extraña en él, aquella tarde sentía una gran seguridad. Lo invadía un aplomo que nunca antes había experimentado. Atravesó La Candelaria, rodeó el Cerro del Carmen y pasó luego por San Sebastián, en cuya plazoleta jugaban muchos niños. Caminó varias cuadras hasta llegar al Barrio de Santa Catarina y se internó en el Callejón de la Cruz. Buscó el número de la casa chichicaste. De la pared emergía varios árboles frutales, cuyas sombras se reflejaban en el interior de las habitaciones. En algún reloj cercano sonaron las tres de la tarde. Tocó la puerta y la entreabrió una anciana. -Buenas tardes -saludó- puedo hablar con Mercedes Aragón, soy Francisco Velásquez. Ella me espera. -¡Cómo dice! Exclamó la anciana.

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Por la emoción que lo invadía, el joven no observó la palidez que en ese momento cubrió el rostro de la señora. Al volver de su asombro, la mujer lo invitó a entrar. Por dos grandes ventanas, la luz se colaba sin obstáculos. Un piano vestido de luto cabeceaba entre polilla y polvo. En el centro, sobre una pequeña mesa, un florero con azucenas perfumaba la habitación. De una de las paredes colgaba el retrato de una hermosa mujer vestida de negro, con una cadena de oro pendiente del cuello. -Sí, ella me espera -insistió Francisco y le conto a la anciana su ultimo encuentro con Mercedes, mostrándole la cadena. Un quejido de angustia quebró el pecho de la mujer y los sollozos nublaron su voz impidiéndole hablar. -Dígame -exclamó por fin- ¿Cómo era ella? -Verá -contestó Francisco confuso- ¿Como decirle? ¡Es la joven del retrato! La anciana, tragándose con amargura sus gemidos, le confesó: -Ella era m hija Mercedes, que murió hace un año. Intensamente desconcertado, Francisco sintió que se desamoraba. -¿De qué me hablas? ¿Murió? ¡No puede ser! Desde hace varios meses que la veo todos los días en San Sebastián y apenas hace unos días, el 2 de noviembre, me hablo. “ ¡No lo puedo creer! Haciendo un esfuerzo por contar su angustia, la anciana le explico entre sollozos: Hace un año, exactamente a esta hora, mi hija Mercedes entregó su alma a Dios. El paludismo la consumó en menos de un mes. Sus honras fúnebres fueron son San Sebastián, en la capilla de la virgen del Manchén. Lo único que se llevó a la eternidad fue esa cadena de oro que ahora usted tiene en las manos. La sepultamos con su color preferido, el negro. Precisamente en

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este instante, cuando usted llamó al a puerta, terminaba de rezar por su eterno descanso y me preparaba para ir al cementerio a enflorar su tumba. Si desea, puede venir conmigo. Espéreme un momento, sólo me arreglo. Sin poder evitarlo, dos lagrimas de abatimiento cayeron de sus ojos. La anciana volvió con su manto de seda negro echado sobre hombros y un ramo de flores en el brazo. Salieron de la casa en silencio. Frente a la iglesia de Santa Catarina alquilaron un carruaje que enfiló hacia el poniente, hasta la Avenida Elena, donde viró hacia el sur, para llegar a la Calle Real del Cementerio. Se bajaron en la puerta del Camposanto y se internaron en las avenidas de polvo. Francisco estaba impresionado ante el silencio del lugar. El sol dorado en el cielo y el viento dispersaba el aroma de los cipreses que le iban llenando alma gota a gota. Caminaron un poco hasta llegar al pie de un sauce. Una baldosa de mármol, rodeaba por una Verja de hierro forjado; cubría la tumba que buscaban. En medio, un ángel meditando apoyado en una cruz. Aa sus pies se leía¬:” Mercedes Aragón” La anciana empezó a orar y Francisco la imitó. Rezó con profundidad a aquella madre que no podía comprender lo que sucedía. Después de un largo rato en silencio, abanderaron el cementerio. -Puede quedarse con la cadenita la anciana, Virgen del Manchen, que no se olvide de mí. Recuerde que lla bajó del cielo a buscarlos.

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La Siguanaba, mujer del siguán y el misterio Cuentan que, recién fundada la Nueva Guatemala de la Asunción, vivió por la calle de las Congregaciones un joven de nombre Cecilio Flores. Todos lo conocían como artista, porque pintaba grandes cuadros de Santos y Vírgenes para los templos de la ciudad y para los señores de las casas grandes. Cecilio se complacía caminando por Jocotenango y el Cerro del Carmen en busca de motivos para sus pinturas, cuando ya el sol se estaba despenicando en celajes sobre las tejas de la cuidad y las campanas de las iglesias se quedaban roncas de tanto llamar a la Hora Santa. Siempre llevaba consigo un cuadernillo de papel manila, un carboncillo y un borrador de migajón y se detenía donde creía encontrar un tema de inspiración. A Cecilio le deslumbraban los rostros de las mujeres, se enamoraba de ellos y expresaba su profundo sentimiento pintándolos en forma de una Virgen del Carmeno una del Rosario. Su vida se llenaba pintando y la devoción a su arte no recordaba ya cuantas veces se había quedado sin comer ni dormir. Según dicen, caminando por el paseo de los Naranjalitos, encontró a un hombre joven escribiendo versos bajo un enorme sauce. Cecilio se acercó y le hablo, desde entonces nacido una profunda amistad. Aquel único amigo de Cecilio Flores era poeta y se llamaba Miguel Ricardo de la Fuente. Componía versos y crónicas para el Diario La República, que circulaba por esos años en la Nueva Guatemala. Ambos jóvenes salían a caminar por la ciudad para discutir con

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amplitud problemas relacionados con su respectivo arte. Se compenetraron tanto en interés y motivaciones que decidieron trabajar juntos, cantando y pintando sueños e ilusiones para ellos irrealizables. Era un mundo que jamás se concretaría, pero daba luz a sus existencias fugases pletóricas de espiritualidad. En busca de fantasías los dos artistas recorrían los parajes en donde se reunían los vecinos de la ciudad. Muy a menudo caminaban por el Acueducto de los Arcos, que en aquel tiempo se encontraba fuera del perímetro urbano. Este paseo era sumamente agradable, pues el silencio del lugar les permitía encontrarse con la lejanía de sus sueños. Una espléndida tarde de noviembre, de esas tardes frías que vuelven cristal el espíritu, en las que el sol parece más radiante y corre el viento con fuerza para arrastrar los barriletes de los niños, los dos amigos se hallaban paseando por el acueducto cerca de la toma de agua, cuando dieron con un grupo de mujeres jóvenes que charlaban a la sombra de un árbol. Ávidos de belleza, se colocaron en un lugar, conveniente para poderles observar con detenimiento y deleite. Estudiaban con cuidado la faz de cada una de ellas, buscando la que fuera digna del pincel y la pluma. Ambos artistas se quedaron asombrados al dar con el rostro de una de estas jóvenes: el cabello de un oscuro color negro, brillante y sedoso. Los ojos almendrados, grandes, deslumbrantes y soñadores, casi negros, casi cafés y con una pincelada de ilusión. Su nariz muy fina y su boca delicada. Todo dispuesto en una grata armonía sobre la línea del rostro. Toda ella era un solo encanto. Al momento de verla tomaron la decisión de cantar y pintar su hermosura. Bajo la sombra del árbol, sin que nadie los pudiese ver, iniciaron su tarea.

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El carboncillo de Cecilio copiaba con rapidez las facciones finas, en tanto Miguel luchaba por combinar las palabras adecuadas que pudiesen rimar en rimar en la oda que componía. Y así, los celajes incendiaron los volcanes y la tarde se convirtió en noche. El corrillo de mujeres se disolvió cuando un landó, tirado por caballos negros, se acercó a ellas. Aunque Cecilio y Miguel trataron de no perder de vista a la joven, se les diluyó en el camino que conducía a la cuidad. Los dos amigos quedaron solos con sus emociones e ilusiones, y emprendieron a pie el regreso a la Nueva Guatemala. Llegaron a la Plaza de Armas bien entrada la noche. En la calle de Concepción se despidieron y acordaron reunirse al día siguiente. Cecilio llego a su casa y entro en su cuarto. Sentía tal embeleso por la mujer que había bosquejado que, sin esperar más, traslado al lienzo el boceto que tenía el cuadernillo de papel manila. Cecilio pintaba aquel rostro con una fuerza increíble, con una pasión hasta entonces desconocida en él. Trabajaba como si estuviese enfermo. Al rayar el amanecer el retrato estaba completamente terminado y Cecilio totalmente exhausto. No cabía duda que la doncella había penetrado en su alma mucho más que las mujeres dibujadas anteriormente… En tanto el pintor se afanaba en el retrato de la mujer que tan grande impresión le había causado, el poeta Miguel de la Fuente soñaba también con el donaire de la desconocida. Su mente bullía en imágenes en las cuales ella se hacía pasión y éter, y su pluma corría sobre el papel, plasmando en versos el ansia que le quemaba las sienes y el corazón.

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Al nacer el sol tras la cúpula de La Merced, el poeta salió a indagar por la identidad de la mujer que había encontrado con su amigo. Se dirigió al Diario La República y uno de sus compañeros le aseguro que aquella muchacha era la hija del oidor, don Juan Antonio Ibáñez de la Roca, quien vivía en la calle del Seminario, a una cuadra de la Plaza Vieja. Henchido de felicidad, se dirigió presuroso a la casa de su amigo, el pintor. -Pensando en vos andaba -le dijo al verlo. He averiguado ya quien es la patoja del Paseo de los Arcos. Se llama Celina Ibáñez Guerra. . Es la hija del oidor don Juan Ibáñez. ¿Conoces al Padre? -Deja ver… si… si creo conocerlo. Recuerdo que una vez estaba en la Catedral y un personaje se interesó mucho por mi cuadro de la Virgen de Concepción y me pidió que llegara a su casa, pero nunca lo hice. Hoy es oportuno que no lo visitemos porque observa como quedo el retrato. - ¡Ah! - exclamó el poeta- es lo más hermoso que has hecho desde hace muchísimo tiempo. Verdaderamente la has captado en toda su belleza… ven, no perdamos más el tiempo, vamos a entregar el cuadro. Y salieron apresuradamente rumbo al barrio del Sagrario en busca del oidor. Llegaron a la casa y conversaron con el oidor, quien quedó sorprendido por la perfección y armonía del retrato de si hija. Estaba dispuesto a quedarse con él. Luego de haber concretado su valor y cuando ya se retiraban caminando por el hermoso jardín, apareció de improviso Celina, la hija del oidor, quien se conmovió tanto por la habilidad del pincel Cecilio y los versos de Miguel, que la amistad surgida ese día entre los tres se fue haciendo cada vez mas estrecha.

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Cecilio se agotaba pintando una y otra vez la silueta de Celina y cada uno le parecía superior a la anterior. Sin sentirlo, se había prendado perdidamente de Celina, y por ello la pintaba con tanta vehemencia. Por su parte, el poeta Miguel también pasaba las noches en claro componiendo versos a Celina y sentía que su alma desfallecía cuando no estaba cerca de ella. Ambos se habían enamorado de la misma mujer. Los dos jóvenes entraron en abierta competencia por lograr el corazón de la amada, hasta que un buen día, sentados en un banco de piedra de la alameda de Santo Domingo, hablaron con franqueza. Cada uno reconoció que amaba a Celina. Por lo que Miguel dijo a su amigo el pintor: -No discutamos más. Es cierto que adoro a Celina con todas mis fuerzas, pero no siento que ella me corresponda; en cambio a vos si: se diluye cuando te ve. Yo me retiro. Quédate con ella, y que seas feliz. Creo que eso es lo importante para mí. ¡Adelante mi querido Chilo! -le dijo. Y en esa forma aquella amistad tan estrecha siguió vigente. Desde entonces Cecilio solo existía para soñar con Celina. Se veían furtivamente después de la misa del Sagrario a la que ella asistía. Era la primera vez que el pintor se sentía plenamente satisfecho. Pero su felicidad fue breve: cuando don Juan Ibáñez advirtió lo que pasaba en el corazón de su hija, se negó a casarla con un hombre pobre, que no podría darle jamás el bienestar que le correspondía. La envió entonces a México con unos familiares que vivían allá y tan solo encontraron el tiempo necesario para despedirse a escondidas. Ambos comprendieron que nunca más se volverían a ver.

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Cecilio estaba triste profundamente triste. Su angustia se hacia mas densa al no poder referir a nadie la pena que atenazaba su espíritu, porque Miguel había viajado a la ciudad de Quetzaltenango. Un día, Cecilio camino sin rumbo fijo. El crepúsculo manchaba la ciudad y la noche borraba, con su sombra, la claridad de los rincones. Era noviembre. Cecilio recordaba haber conocido a Celina ese día, en el paseo de los Arcos. Y sin sentirlo, hacia allá se caminó. Camino y camino hasta llegar al Acueducto. Reconoció el lugar donde por primera vez había encontrado a su amada. Siguió vagando por los alrededores, encaminándose luego por las calles de la villa de Guadalupe, oscuras, silenciosas y polvorientas. De pronto, al llegar a la Calle Real, distinguió cerca de la fuente de agua una figura que le pareció conocida. Aguzo la vista y se sorprendió lleno de emoción: ¡Era Celina! Que, al parecer, se bañaba a la orilla de la fuente. Su estupor fue tan grande que no pudo correr. Cecilio veía recortado en la obscuridad la figura de su amada. Vestía un camisón transparente que insinuaba el cuerpo casi en plenitud. Una caballera larga, color negro azabache, corría por su espalda, la cual peinaba voluptuosamente con un peine de oro. Cerca de ella refulgía un guacal, también de oro. Cosa extraña, pero por más esfuerzos que Cecilio realizaba no podía ver aquel rostro que tanto le gustaba. Lo tenia vuelto hacia la oscuridad de la noche. Sin embargo, ella le hacia señas con la mano para que se aproximara. El pintor no percibió la atmosfera pesada que invadía el ambiente. La alegría de encontrarse nuevamente con Celina fue tan profunda que, sin meditar, acudió a su llamado. Cuando Cecilio se acercó, la silueta femenina emprendió la marcha rumbo al infinito…

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La mujer caminaba y caminaba con tanta rapidez que costaba mucho seguirla. Cecilio, en pos de ella, gritaba desesperado: - ¡Celina, Celina, por amor de Dios, detente! La blanca figura en fuga precipitada, se desdibujaba en la noche. Recorriendo cuadras y mas cuadras se acercaban a los linderos de la Villa de Guadalupe. Cecilio iba tras ella sin sentir cansancio. Parecía hechizado. Sin poder coordinar sus pensamientos. No escuchaba el aullar de los perros que se hacia sentir por donde pasaban. En esa forma se asomaron al campo. Después de recorrer los montes iluminados por la luna, llegaron a la orilla de un barranco. Allí la transparente mujer se detuvo. Cecilio pudo por fin alcanzarla. Se volvió entonces, intempestivamente, y el pintor, en lugar del bello rostro que amaba, se estrelló con una horrible calavera de caballo que lanzaba fuego por los ojos. La mujer se arrojó sobre él, los descarnados manos le dieron un abrazo glacial y Cecilio ya sin saber nada, envuelto en una vorágine de espanto, no pudo liberarse. Sin esperar más, la mujer con cara de caballo lanzando un grito horrible, se precipito al abismo llevándose en su caída del alma y su cuerpo del artista… Esa noche la gente de la Villa de Guadalupe escucho aullar a los perros con terror crispante, el tétrico canto de las lechuzas se prendió de los árboles, de las estrellas y del miedo de todos los habitantes de la Villa. Dijeron que esa noche, la Siguanaba había caminado por allí con sus penas. Desde entonces no se supo mas de Cecilio Flores, el pintor de la calle de las Congregaciones y nadie dio importancia a su desaparición. Cuando Miguel, el poeta amigo, se enteró, regreso afligi-

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do a la ciudad de Guatemala y se dio a la tarea de buscarlo. Recorrió calles, plazas, iglesias y paseos, sin dar con él. Una cerca de la fuente de agua de la Villa de Guadalupe. Un carretero descansaba con sus bueyes a la vera del mismo. Miguel se acurruco desolado junto a él. El carretero, al sentir tanta aflicción, le hablo con efecto. El poeta confeso su pena. ¡Sentía tanta necesidad de comunicarse con alguien! Y el viejo desconocido le respondió: -Es inútil que lo sigas buscando. ¡La Siguanaba se lo gano! Hace unos días enfrente el cadáver de un hombre joven, todo arañado y desfigurado, en su bolsa llevaba un cuadernillo de papel manila y un pedacito de carbón para dibujar. . La gente dice que se despeño, pero yo estoy seguro que se lo gano la Siguanaba, porque ella sale todas las noches por las calles de la ciudad a perseguir a los enamorados. Con frecuencia toma la forma de la novia de uno y se hace seguir y seguir hasta que lo embarranca. Eso fue, de plano, lo que le paso a tu amigo. ¡Pobre amigo! La Siguanaba se gano a tu compañero y lo enterró en el barranco. Después de oírlo, el poeta sintió más desolada su alma. Sin embargo, saber por qué, tuvo la certeza de que el viejo carretero decía la verdad. Era como si su voz fuera el eco de otra lejana que venia hacia él, cargada de sabiduría y de siglos: era la voz de su pueblo. La noche y las estrellas lo encontraron caminando rumbo a la ciudad. Desde entonces, el poeta Miguel evito caminar en las noches por donde hay agua, porque temía que se le apareciera la Siguanaba en la figura de la inolvidable Celina Ibáñez Guerra. Y la bella Celina, mujer fascinante, jamás supo de la muerte de su amado y nunca volvió a la Nueva Guatemala de la Asunción.

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El Carruaje de la Muerte Era de noche. La oscuridad corría por las calles de la ciudad, apenas rasgada por un minúsculo níspero eléctrico que a cada dos cuadras lanzaba bostezos de luz desde lo alto de un poste de madera. Hacía mucho que el reloj del hospital había marcado la hora de las ánimas, y el silencio se acurrucaba para dormir en los resquicios de las puertas. Aquel hombre caminaba con rapidez persiguiendo sus propias pisadas que huían en las sandalias del eco por los callejones. Diríase que temía a su soledad por la agitación y cautela con que se deslizaba. De pronto asustado, se escondió en el dintel de una casa. Un redoble de cascos de caballos y ruedas de carruaje le sobrecogió. Prestó volvió la cabeza y ante sus ojos atravesó un coche tirado por grandes corceles. Negro como las angustias del alma, el carruaje se iba tambaleando sobre el empedrado. Era tan oscuro que los aullidos de los perros que estallaban por donde pasaban, se convertían en oscuridad y se enredaban entre los rayos de sus ruedas. El hombre no vio cochero alguno, pero oyó restallar el látigo en la espesura de la -noche. – ¡Qué extraño! –se dijo- ¿Un carruaje todo pintado de negro, corriendo por estas calles? ¿a estas horas y con tanta prisa? Nunca había visto algo así. Al perderse el retumbar del carruaje del abismo de sus oídos, salió de prisa, camino otras cuadras y doblo en la calle de Guadalupe. Extrajo del bolsillo una llave, abrió la puerta y se hundió en la ráfaga de luz que se asomó por ella. - ¡Ay hijo mío! gracias a Dios que ya viniste –exclamó una mujer que salió a su encuentro. – Lo ciento mamaíta – contesto recién llegado-pero hoy se acumuló

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el trabajo y no puede salir a tiempo ¿cómo siguió la abuela? -igual, ni mejora ni empeora… En fin… Dios dirá, pero mijito ¡cuánta hambre has de traer! Vení a tomar café. – Mire mamaíta – preguntó Juan - ¿oyó acaso el carruaje el carruaje que acaba de pasar? ¡que prisa la que llevaba! -No, yo no escuché nada, talvez porque estaba en la cocina. ¿y que tenia de raro? -No sé algo había de extraño en él: Los caballos, su color, la prisa que llevaba, en fin, y lo peor es que casi me atropella. – buen… ahora que me lo decís como que me acuerdo que nía Chavelita me conto hoy que desde hace días ha estado oyendo pasar por aquí un carruaje. Aunque nunca lo ha viso, dice que los chuchos aúllan cuando pasa. No te preocupes, vení a comer. El hombre se llamaba Juan Alarcón. Vivía con su madre y su abuela en una estrecha casa del barrio del santuario de Guadalupe y trabajaba en los almacenes de don Lorenzo Sánchez. Ganaba muy poco, pero lo suficiente para ayudar al sostenimiento de la casa; su madre lavaba ropa en varias casas grandes y su abuela entretenía sus años haciendo cigarros de tusa que vendía en la tienda de la esquina de la calle de Mercaderes. Sin embargo, aquellas manos habían cesado de enrollar cigarros y lujar la tusa. Una fuerte calentura la había postrado en el lecho. Sus precarias fuerzas se extinguían como flor de amate. Pero los cuidados y las medicinas caseras lograron que aquella vida no se apagara. Una noche, cuando Juan regresaba del trabajo, su madre le dijo: - Juanito, tengo una mala noticia que darte. - ¡Le paso algo a la abuela! - exclamó Juan. - ¡Dios nos ampare! ¡Ni lo digas! –Entonces, ¿qué pasa? –Hoy en la tarde vino a verme la señora Felipa… Fíjate que quiere que desocupemos la casa para el sábado; me dijo que

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la necesitaba porque viene un su hermano de Quiché. - ¡Ah! –protestó el joven- si tan solo nos hubiera avisado antes. Hoy es martes, y con lo que cuesta conseguir casa desocupada… Yante todo, el tiempo que no tenemos para ir a buscarla. Ya veremos cómo arreglamos esto mamaíta, no se preocupe. Vamos ahora a dormir que estoy muy cansado… Hoy volví a ver aquel carruaje negro que le conté. Pasó por la calle de Guadalupe como alma en pena. Viera que ya me está dando miedito. –Mejor acostate Juanito y descansá son las penas las que nos hacen ver cosas… Los días siguientes, después de dejar a la abuela al cuidado de su madre Elena, nía Sofía salió a recorrer lo barios de busca de una casa donde comenzar a vivir de nuevo. Camino y camino por las aceras de laja y las avenidas empedradas jugando al escondite con los cuatro puntos cardinales, hasta que el sol destiló su claridad tras las montañas. Pero no encontró adonde trasladarse. El viernes salió acompañada de Juan, que consiguió un permiso de don Lorenzo. Llegaron a la plaza de las Victorias, cuando ya empezaba a oscurecer. En la esquina norte una anciana con una estufa de latón, alimentada con leña, vendía tacos, enchiladas y dobladas de queso. Madre e hijo se acercaron. - ¡Dichoso los ojos que la ven nía Sofía! -exclamó la mujer-. ¿Por qué no ha llegado a lavar a la barranca? ¡Ve pues! Qué grande está el Juanito –continuó- si ya está hecho un hombrecito. - ¡Ay nía María! –repuso la madre de Juan- ni le cuento… figúrese que nos han pedido la casa, hemos estado en la pena de buscar un lugar a dónde pasarnos y vea que no hay manera que lo encontremos. - ¡Mire, pues! –dijo Nía María- Dios me puso en su camino. Precisamente hoy, en la casa donde yo vivo, allá por la calle de la escuela Politécnica, cerca de la Recolección, desocuparon unos cuartos. Si quiere los va a ver y si le gus-

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tan se queda. Le digo que quienes allí vivimos somos gente buena, sencilla pero trabajadora y eso sí, ¡muy honrada! -Gracias, nía María, iremos a verla en este momento –dijo Juan-. -No faltaba más Juanito, cómanse antes un su taquito… pero vamos, siéntese aquí conmigo en la grada. -Ahora que la miro, nía María, quiero preguntarse algo –dijo Juan-. ¿No sabe usted de quien es un carruaje negro por grandes caballos? Yo lo he visto ya varias veces por la calle de la flecha. ¡Y que susto me ha metido! -Pues mirá mijo –contestó la anciana taquera-, yo no sé si será cierto, pero me contaba mi mamaíta que cuando se aparece un carruaje como el que decís alguien está por morirse. A veces lo he visto por san Sebastián. Pero ¿de qué te asustas? Vos estás muy patojo para pensar en morirte. -Bueno, nía María –dijo Juanya se nos hizo tarde. Vamos a buscar la casa. -Gracias por todo –asintió nía Sofía mientras se alejaban. Madre e hijo se atravesaron la plaza y por la calle de las Chicherías, se encaminaron al norte. Llegaron al lugar indicado, que en verdad era una casa grande. Después del pequeño zaguán, los cuartos se alineaban alrededor del patio. Tres eran los cuartos disponibles, justo los que necesitaban, y tenían una ventana hacia la calle, como les había indicado don Chente, un anciano amable. Juan arregló con él los pormenores del arrendamiento. El sábado, muy de mañana, se trasladaron a la nueva vivienda. Sus pocas pertenencias las transportaron en la carreta del tío Locho, cuñado de la nía María. Después de abrigar con sumo cuidado a la abuela, para que no le agarra un aire, los tres abandonaron el barrio de Guadalupe. Fruente a la nueva casa se encontraba el edificio que ocupaba a la Escuela Politécnica, y sobre la calle del Olvido se erguía imponente el templo recoleto.

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La pequeña se encontraba a gusto en su nuevo lar. Cuando la ciudad se echaba el manto de la noche sobre los volcanes, y podía oírse el paso del tiempo en los tejados, los moradores de la casa salían al corredor y se reunían a conversar alrededor de un brasero, en cuya parrilla recalentaban pan y hervían café. Todos participaban regularmente de esta reunión nocturna. A Juan le fascinaba sentarse en la grada del corredor y ver a través de las colas de quetzal el vagar de las estrellas. Él observaba cómo la luna pintaba sombras en el patio y hacía verte luz de la vieja fuente. Aspiraba con deleite el perfume de las flores del desordenado jardín. Una paz inmensa lo invadía. Hablaban de todo, pero el tema inagotable que casi siempre abordaban, sobre todo cuando llovía o no había luna, era el de las viejas consejas de ánimas en pena y aparecidos. Y esto era lo que más atraía a Juan. -Pues yo también oí a la llorona –decía una vecina, después de haber escuchado varias narraciones sobre espantos en las calles y en la misma casa donde vivían, allá por el Amate, cerca de las cinco calles, entonces vivía yo por el barrio del Calvario. -También a mi hermano y a mí nos asustaron –apuntó don Chente continuando la charla-. Estábamos sentados en una esquina de la Recolección una noche platicando, cuando en eso vimos un carruaje negro halado por enormes caballos que por poco nos somata, y que pasaron casi por las calles de los Recoletos. Con sus cascos hacían tal ruido que los chuchos del barrio no dejaban de aullar. Al ver aquello nos entró un susto, que apenas si pudimos regresar corriendo a la casa y… ¡de esto hace ya mucho tiempo! Pero dicen que ese carruaje negro todavía sigue apareciendo por las calles de la ciudad. -Sí –agregó nía Licha, la inquilina más antigua de la casa- yo

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también lo he visto, y vaya carrereadas las que me ha metido. Once campanadas dio un reloj en uno de los cuartos. - ¡Qué tarde es ya! –dijo nía María levantándose- me voy a acostar. Buenas noches les dé Dios. -Nosotros también nos vamos a dormir. Que descansen bien. Y el grupo se disolvió con los ojos cargados de sueño y el alma preñada de miedo. - ¡Válgame Dios! –pensaba Juan mientras se desvestía- esta gente lo hace morirse de miedo a uno con las cosas que cuentan. Una noche del mes de mayo, estaba Juan trabajando en las cuentas del almacén a la luz de un candil colocado al pie de la ventana del cuarto que les servía de sala. Había asistido en la reunión en el corredor, pero se había retirado antes de que concluyera. Además, la abuela estaba nuevamente enferma y quería velar por la tranquilidad de su sueño, pues su madre regresaba agotada de tanto lavar y se dormía pronto. Era ya muy tarde y el silencio lo envolvía todo. Los grillos no cantaban y densas nubes cerraban como una tarlatana el cielo robándose el fulgor de la luna. Un viento helado hacía vibrar los cristales de la ventana. A ratos, ondulaba en la atmósfera el fúnebre canto de un búho que estremecía al joven. Cuando el silencio era más denso, oyó los doce bronces de la mitad de la noche, tañidos por el grito del búho que oficiaba de funesto campanero. A lo lejos oyó el rodar de un carruaje que se acercaba a toda prisa. Se percibía cada vez más claro el trotar de los caballos. Juan calculó que estaría por la calle del olvido a la altura del tiempo, que luego doblaría por la calle de la Escuela Politécnica y, asombrado, se dio cuenta de que el coche detenía la carcha junto a su ventana. ¿Quién podrá ser? –caviló-. –Decidió abrir la ventana. Pero al escudriñar en el espacio de la calle, un suspiro angustioso escapó del cuarto donde dormía la abuela. Asustado

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quiso ir inmediatamente, pero el ruido del carruaje, que emprendía la marcha en ese momento le detuvo. La luz del candil se extinguió. El canto del búho se oyó más trágico. El perro de don Chente aullaba espantado. El miedo y el silencio se colaban en la habitación. De golpe, abrió la ventana y logró ver con claridad el carruaje: totalmente cubierto de negro y tirado grandes caballos color azabache. Luctuosos crespones a adornaban a los fogosos corceles. Un cochero sumergido en la tinta de la noche asía chasquear su látigo sobre el lomo de los animales… Oscuridad densa…suspenso infinito… dando tumbos por el empedrado de la calle, el coche se iba convirtiendo en lejanía, hasta que la vos del viento lo consumió. El búho cantaba con mayor intensidad, la luna presa de pánico se ocultó tras la cúpula de la iglesia, cuyos vitrales saltaron hechos un enjambre de luz mientras el perro seguía aullando en el patio. Juan se alejó de la ventana; sus ojos extraviados trataban de apoyarse en algo claro; el frío lo azotaba como una mañana de noviembre. Con trabajo, encendió nuevamente el candil, se precipitó al cuarto contiguo y se arrojó al lecho de su abuelo. Sus presentimientos se cumplían: ¡la anciana había muerto! - ¡Dios mío! –exclamó- ¿estaré soñando? Ese carruaje que vino ¡era el carruaje de la muerte! Y se llevó a la abuela. - ¡Dios mío, no es posible! A sus voces despertó nía Sofía. -¡Mamaíta, mamaíta, despiértese! La abuela acaba de morir –gritó el joven.Su voz como si se saliera de un sueño se quebró en sollozos, sin poder hilvanar más palabras. El llanto desesperado de ambos bañaba la sábana de lecho de la abuela; mientras en el patio el perro seguía prendiendo en las estrellas sus alaridos y el búho se hacía eco con su canto desde un lugar del destino.

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El Llanto del Sombrerón La noche se quejaba de dolor de estrellas. En la ciudad de Guatemala el silencio caminaba de puntillas por las polvorientas calles. Todo callado. Nada de ruido. Nada de nada. Por el barrio del Sagrario, frente a la Catedral, los apóstoles de piedra cubiertos de sombra parecían papel molido pegado a los gruesos muros neoclásicos del tempo mayor de la ciudad. En el Portal del Señor, los mendigos se amontonaban tiritando de frío, en tanto la débil llama que iluminaba al Señor de la Buena Esperanza cabeceaba con luz de sueño. Uno que otro hombre derretido en la obscuridad, se deslizaba por las calles embozado en su larga capa. En muy contadas ocasiones había reinado tanto reposo en los populosos barrios de la capital. Los naranjales de la alameda del Teatro Colón, en la Plaza Vieja, pintaban de azahar los muros del beaterío de Santa Rosa y el ámbito citadino. El reloj de la Catedral apuntaba con sus agujas centenarias la hora de las ánimas. Las ocho de la noche. La oscuridad era densa, muy densa, tanto que había de ser cortada con un haz de estrellas para poder pasar. Por el barrio de la Parroquia Vieja, sobre las calles sin empedrar, el tiempo dormía cubierto de noche. Pocas personas se atrevían a deambular por esas calles. En toda la ciudad pesaba una densa melancolía imponiendo su tristeza. De pronto, de lo profundo de la calle de la Corona, surgió el rumor del pausado caminar de un patacho de mulas. El redoble de los cascos de los animales, cada vez más fuerte, indicaba que alguien se acercaba. De golpe, en la esquina del Callejón del Brillante, se recortó con claridad la figura de un

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carbonero. Un vendedor de carbón con sus mulas llegaba a la ciudad procedente del interior del país. Se detuvo indeciso en esa esquina, miró para todos lados. Luego, manifestando alivio por haberse orientado, tiró de sus mulas hacia otra callejuela estrecha, rumbo al barrio de la Candelaria. Cosa extraña: por donde pasaba el solitario vendedor de carbón, el ladrar de los perros se convertía en llanto. Cosa rara en verdad era ese carbonero: pequeñísimo, vestido de negro y con un cinturón brillante que rodeaba su cuerpo menudo. Impecables botines de charol calzaban sus pies, en los cuales un par de espuelas plateadas salpicaban luz en la obscuridad. Al hombro una guitarrita de cajeta, “de esas que venden en el atrio de la Catedral los jueves de Corpus”, y sobre su cabeza un enorme sombrero de alas anchas que casi lo ocultaba por completo. Bajo el ala del gran sombrero asomaba una mano fina que tiraba las riendas de las cuatro mulas cargadas de carbón. La noche, que lo observaba, se imaginaba que las mulas caminaban sin dirección, tal era el tamaño de su conductor, que apenas si sobresalía del suelo. El pequeño carbonero atravesó presuroso el atrio de la iglesia de Nuestra Señora de Candelaria, dobló por la calle de la Amargura, tortuosa y obscura, y se detuvo frente a un viejo palomar. En un torcido y carcomido poste de luz eléctrica, que se apagaba cuando el viento soplaba con fuerza, el carbonero amarró las riendas de sus mulas. Descolgó su guitarra de cajeta y la afinó. Se aclaró la voz, y bajo el resquicio de una puesta que daba a la calle, empezó a cantar con emoción: Los luceros en el cielo caminan de dos en dos, así caminan mis ojos cuando voy detrás de vos.

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Y la voz del carbonero entraba por la rendija de la puerta y colmaba toda la casa y el barrio completo. Las estrellas recosta das sobre go luminoso buscaban al atrevido braba serenatas a tan altas horas de La voz mínima seguía llenando Eres palomita blanca como la flor si no me das tu palabra me moriré

su estómaque semla noche. los aires: de limón, de pasión.

Y así otra y otra canción durante toda la noche. Alternando con el canto se escuchaba un zapateado que el carbonero ejecutaba con sus tacones sobre la acera de laja. Algunas veces la tonada se entreveraba en el redoble de los zapatitos y no se sabía si era redoble o rea tonada. Y así continuó hasta el filo de la aurora cuando el singular carbonero calló. Colgó su guitarra al hombro. Desató sus mulas y arrastrándolas se perdió nuevamente por la estrecha calle de la Amargura. Los perros dejaron de gemir, y la soledad del ambiente se la tragaron los primeros gallos que empezaban a despertar a la ciudad. -¡Dígame una cosa, señora Pilar!- Preguntaba una anciana mientras lavaba ropa en el tanque de San Francisco - ; ¿escuchó las canciones de anoche? ¡Qué fastidio, otra vez no me dejaron dormir! Se me hace que es otro enamorado de la Nina, la hija de la nía Chayo. Mire… le soy sincera, no me gustó en nada el tono de la canción. Me parecía que la voz del hombre tenía algo raro, ¿no lo cree usted así? -Pues sí, nía Tina, a mí tampoco me agradó esa voz. ¡Parecía tan extraña! Pero no me vaya a decir que no, ¡qué bien cantaba el hombre bendito! ¡A mí sí que me gustó!

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-No se preocupen, no se preocupen, es otro señorito del Sagrario que le canta a la Nina. Así sucedió la vez pasada ¿No se acuerda usted, nía Laya, que vivía al lado de la nía Chayo? -¡Cómo no me voy a recordar señora Carmen!, pero ¿Sabe usted qué es lo que pasa? Que´sa condenada hija de mi comadre Chayo se trae locos a todos los patojos de la ciudad. Con esos ojos grandotes, de un verdegris tan chispeante, tan bellos, y ese su pelo largo color miel que le cae tan bien. Vista así, es una mujer preciosa. ¡A mí cómo me gusta! -¡Qué lástima, comadre Carmen que sea hija de pobre!; cualquiera del barrios de San Sebastián la puede venir a desgraciar sin más ni más. Usted sabe que estos señores son unos presumidos que creen que nosotros no tenemos dignidad. Sería una verdadera lástima que uno de estos nos arruinara a Nina, orgullo de la Candelaria. -¡El Señor de las Tres Caídas le tuerza la boca, nía Laya! ¡ni lo diga! Una muchacha como ella no le hace caso a cualquiera. Mire, que yo sepa hasta ahorita no se le conoce novio. ¡A saber Dios! Presiento que con ese enamorado de las canciones raras puede haber gato encerrado, ¿no le parece nía Tina? -Como dijo Santo Tomás, señora Laya, hasta no ver no creer, a saber quién será el que le canta a Nina Candiales de la calle de la Amargura. -Dios dirá, señora Carmen, Dios dirá. Y entre cantos y chismes, el tiempo y la vida se les iba resbalando a las lavanderas del barrio de la Candelaria. Así fue en aquellos tiempos, así es hoy también, así será mañana…

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-¡El Duende va a entrar a esta casa si se deja crecer tanto el pelo! -¡Entendéme chula, es por tu bien! ¡No seas terca! -¡Ay mamá!, pura viejita de antes parece, ya no puedo ni tener mi pelo largo sin que me regañe. ¡A mí me gusta así! -Está bien, ya no te digo más, pero ya te acordarás que yo te lo advertí. Después no me vayas a venir con cuentos. -¡No! No se aflija. Ya vio que alguien vino anoche a darme una preciosa serenata. Tengo que estar presentable, ¿no le parece? -¡El gran poder de Dios! ¡No me vayás a decir que te estás enamorando de ese que ni siquiera conocés, sólo por que vino una noche a rasguearte la guitarra a la ventana! -Pero mamá, usted si que…!no tenga pena! Yo se lo que hago, pero le diré que la voz de ese hombre me impresionó muchísimo. Pero no se preocupe, que no pienso hacer una locura. -Ojalá, hija mía, ojalá. Merecés más de lo que te pueden dar esos infelices del barrio del Sagrario y de la calle Real. -Ya lo sé, no crea que se me olvida. Y así era. La hija de nía Rosario Candiales, tamalera de la calle de la Amargura, era verdaderamente bella. Como se expresaba la dueña de la tienda a donde llevaban los tamales, no llegaba a comprender cómo una mujer tan sencilla pudo tener una hija tan espléndida. La gracia de Nina Candiales residía en sus ojos, su cabello y su cuerpo delicadamente hermoso. Sin dejar lugar a duda, Nina era bella, muy bella, por lo que su madre le había enseñado a resguardar ese tesoro. Quería casarla bien, con un mozo de buena familia. De ahí que no aceptara los galanteos de los enamorados que la rondaban. En sus veintidós años nadie le conocía pretendiente. Su tiempo lo llenaba ayudando a su madre en la preparación de los tamales, que de su retribución se sostenía el hogar. Pero no sólo la madre velaba por ella. Todas las

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gentes del barrio de la Candelaria también lo hacían. La cuidaban y apreciaban como algo propio. Casi se atrevían a pensar que tenían a la mujer más bella de la Nueva Guatemala. De ahí que les fastidiara oír las galanterías de una persona ajena al barrio. Aunque, a decir verdad, nadie podía establecer a quién pertenecía aquel cantar que se escurría en loa noche. Las serenatas se repitieron. El pequeñísimo carbonero cruzaba todas las noches con su patacho de mulas y su guitarra al hombro las callejuelas del barrio de la Candelaria y seguía sembrando coplas en el intersticio de la puerta: Te quiero más que a mis ojos, Más que a mis ojos te quiero, pero más quiero a mis ojos porque mis ojos te vieron. Mientras tanto Nina se conmovía profundamente con el canto de su pretendiente, a quien nunca había visto. Se lo imaginaba gallardo y apuesto. Sin embargo su orgullo de mujer la detenía cada vez que intentaba acercarse a la puerta. Hasta que deslumbrada por las muchas noches y muchas serenatas, abrió su ventana y el pequeño enamorado pudo, por fin entrar en su casa. Y desde entonces, todas las noches el pequeño carbonero penetraba a la casa de nía Chayo Candiales, después de amarrar sus mulas cargadas de carbón al poste de la luz eléctrica. La tas

persistencia seguía causando

de revuelo

las en

el

serenabarrio.

Todos querían conocer al hombre que enamoraba a Nina. No obstante, por más esfuerzos que hicieron nunca lograron ni siquiera verlo. -Nía Tona- decía en aquel atardecer una vieja madura a otra, en el atrio de la iglesia de la Candelaria, después de la hora

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santa-, tenemos que saber quién es el enamorado de la mentada Nina. ¡Fíjese qué cosa! Nía Chayo no dice nada y la patoja tampoco. Yo me voy a quedar hoy en la noche escondida tras la ventana para ver quién es el que pasa. Después le cuento. -Muy bien señora Matilde, pero no se le vayaa olvidar que me tiene que contar lo que vea. Esa noche, la vieja Matilde se acurrucó tras la ventana y pudo ver al pequeño carbonero del gran sombrero. Con su patacho de mulas y su guitarra de cajeta. Y pudo ver también que entraba por una ventana a la casa de nía Chayo Candiales. -¡Jesús de las Misericordias nos ampare, doña Tonita! – gritó la vieja Matilde al día siguiente-. ¿Sabe quién es el enamorado de Nina Candiales? ¡El mismísimo Sombrerón! Con qué razón está tan flaca la pobre. Yo ayer lo vi con estos ojos que se van a comer los gusanos. ¡Ay, nía Tona, tenemos que hacer algo! -¡El Sombrerón, Dios mío! ¡El mismísimo Duende, el Tzitzimite! ¿Qué vamos a hacer señora Matilde? -Yo sé que hacer, pero antes que nada, tenemos que hablar con la nía Chayo. -¡Ay, Dios mío, el Sombrerón! – Gritó desesperada nía Chayo cuando lo supo- ¡Ya me la va a enfermar! ¡Con qué razón mi pobre hijita está tan desmejorada! ¿Y ahora qué hago, señora Matilde? – Llévesela de aquí, nía Chayo, llévesela rapidito a otra parte, porque el Duende nunca la va a dejar en paz, y peor que ahora Nina le hizo caso. -Ahorita mismo, señora Matilde, ahorita mismo nos vamos de aquí. Y en efecto, en cuanto pudo, nía Chayo se llevó a Nina del Barrio de la Candelaria y la internó en el convento de las

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Monjas Catarinas, gracias a los oficios de la madre portera. La primera noche que llegó el Sombrerón en busca de su amada y no la encontró, se asustó tanto que regresó rápidamente por la misma calle, sin haber siquiera descolgado su guitarra, y se perdió en una carrerita llena de angustia y de polvo. Mientras tanto, Nina rezaba ante el altar de Santa Catarina y soñaba con su joven enamorado. Sentía su presencia en el ambiente. Cuando entraba a su celda, después de cumplir con los oficios, escuchaba con claridad el taconeo de sus zapatitos y la mil de su voz inflamada de amor. Sus enormes ojos verde-grises se cubrían de amargura. Y fatalmente empezó a morir, evitándolo tan sólo la esperanza de volver a oír el sutil canto del Sombrerón. Cuentan los viejos de la Candelaria que desde el día en que Nina cruzó las puertas del Convento, muy cerca del claustro, en la Plaza de los Carboneros, se vía amarrado a la alcantarilla del agua un patacho de cuatro mulas. Tras los gruesos muros Nina, la hermosa morena de los grandes ojos y el cabello dorado, se iba apagando con lentitud ante la congoja de las monjas, hasta que en la noche de Santa Cecilia, en el mes de noviembre, se durmió para siempre. Amaneció muerta. Las madres Catarinas, acongojadas, la velaron en la capilla del Señor Sepultado, y luego entregaron el cuerpo exánime a la madre, la tamalera de la calle de la Amargura. La angustiada madre trasladó el cadáver de su hija al barrio para el velorio. Como enjambre de abejas negras, la casa se llenó de amigos que querían saludar por última vez a la mujer que

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tanto habían admirado. Adentro, tristeza absoluta. Afuera, noche obscura. Hacía frío, mucho frío. Estaba tan helada que el viento se hacía astillas contra las ramas de los árboles del Cerro del Carmen. Pero era una noche hermosa. Diáfana. Cortante. Era una de esas maravillosas noches de noviembre en la ciudad de Guatemala. En el reloj de la casa habían sonado ya las ocho de la noche, cuando por la calle de la Parroquia apareció un hombrecito con su guitarra y sus cuatro mulas caminando muy de prisa: El Sombrerón. Corriendo por la calle de la Amargura llegó a la casa en donde se velaba a su amada. Amarró su patacho de mulas al poste de luz. Descolgó su guitarra y empezó a cantar, derramando su tristeza: Ay… Ay… Mañana cuando te vayas voy a salir al camino, para llenarte el pañuelo de lágrimas y suspiros. Gruesas lágrimas resbalaban por debajo de su anchísimo sombrero. Lágrimas de dolor, que en destellos cristalinos se pulverizaban en el silencio de la penumbra. Aquel llanto se escuchaba por toda la casa, y era un gemir que estrujaba el alma, que hacía doler la vida. Y toda la gente empezó a llorar, condolida del sufrimiento del Sombrerón. Y el lamento continuaba: Estoy al mal ya tan hecho desde que mi amor perdí, que el mal me parece bien y el bien es mal para mí. Sobre las piedras- lajas de la acera, las lágrimas del Sombrerón se hacían pedacitos de suspiro. Y la pena de sus sollozos se hundía en su alma diminuta y su guitarra de cajeta. Cuentas en los barrios coloniales de la ciudad, que nadie se percató cuándo el Sombrerón dejó de cantar y de gemir. Ninguno recuerda a qué hora agarró su patacho de

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mulas y llorando se perdió por la calle de la Amargura hasta fundirse en su obscuridad. Ningún viejo, por viejo que sea, se acuerda ahora en qué momento se apagó aquel llanto; pero todos aseguran que al otro día se encontró un rosario de lágrimas a lo largo de las calles del barrio, que resbalaban hasta los barrancos que circundan la ciudad. Nina, la bella y frágil amada del Sombrerón, fue inhumada a la hora del alba en el cementerio de San Juan de Dios; y dicen los viejos que desde entonces, todas las noches de Santa Cecilia, aparecen en el Callejón de las Ánimas, muy cerca del cementerio, amarradas a un poste de luz, cuatro mulas cargadas con redes de carbón, y en el camposanto, al ras de las tumbas, se escucha una lánguida y triste copla: Corazón de palo santo ramo de limón florido, ¿por qué dejas en olvido a quien te ha querido tanto? Y al amanecer, aparece sobre la losa de una tumba una rosa silvestre cubierta de madrugada: gotas de alba, gotas del llanto del Sombrerón. Porque, como aseguran los viejos de la Parroquia, el Duende nunca olvida a las mujeres que ha querido.

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Sortilegios y hechizos de Manuelita “La Tatuana” Aún pequeña, joven y mustia, la Nueva Guatemala de la Asunción se despertaba cada día en las casas de bajareque pintadas de blanco. En la Plaza Central ya destacaba La Catedral, aunque todavía sin campanarios. El palacio de Gobierno, antigua residencia de los Capitanes Generales, dominaba la cuadra con sus arcadas neoclásicas. También le llamaban El Portal del Señor, por una pequeña capilla del Señor del Pensamiento, o El Portal de las Panaderas, ya que cada tarde se daban allí cita mujeres con sendos canastos a vender. Fue una fría tarde de noviembre cuando unos pocos vecinos del Barrio de La Candelaria vieron llegar a aquella hermosa mujer de caminar elegante. Era una mengala un tanto alta que no pasaba de los 25 años, con grandes ojos oscuros y pelo negrísimo como la medianoche que recogía en dos tupidas trenzas, que caían sobre un hermoso manto de seda. Apareció por un costado del Cerrito del Carmen y sin vacilación se instaló en una pequeña casa del Callejón del Brillante. El sopor de la monotonía de la Ciudad pronto fue roto por las habladurías sobre esta extraña mujer. –¿Quién toda

la

será

esa patoja? vecindad esta

–Pues, dicen ‘nia Chon’ nuelita, y que conoce

que de

Mire que intrigada.

se llama Maartes mágicas.

La fama de adivinadora y preparadora de pociones para enamorados se esparció por todos los lugares. Los conju-

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ros, hechizos y enfrascamientos eran realmente eficaces y, pronto, su casa era la más concurrida. Nadie supo la razón, pero comenzaron a llamarla: Manuelita “La Tatuana”. Por aquella época existía una tienda muy bien surtida entre las calles de Las Beatas y de Mercaderes, que se llamaba El Divino Rostro. Aquí había desde clavos hasta cirios para el Jueves Santo. Además, doña Concepción Tánchez tenía un merecido renombre por las bolitas de miel y las raquetas de guayaba que vendía. Una tarde de diciembre, como cada cuando, llegó Manuelita para comprar las provisiones para sus “trabajitos”. Al ver que doña Chon estaba barriendo con desgano, se acercó a ella y le dijo: – Yo sé, ‘nia Chon’ que usted tiene un problema que la atormenta. Como ha sido tan buena conmigo quiero ayudarla. A ver, dígame, ¿qué le pasa? Doña Chon rompió en llanto. – No sé cómo podría ayudarme Manuelita, fíjese que Jose Guadalupe, mi marido… tiene otra mujer. Se va durante días, parece embrujado, y cuando regresa, me trata mal, como que yo tuviera la culpa. ¡Ya no sé qué hacer! Sacando una tira de cuero, Manuelita le dijo: – No se preocupe, le tengo un secretito, tome este cuerito. Golpee con él tres veces la almohada de su marido y póngalo debajo, después queme ruda y albahaca en un brasero de Totonicapán. Luego, rece un Avemaría en cada esquina del cuarto. Tenga fe y ya verá. Al día siguiente, don Lupe regresó amoroso como antes. Permanecía en la casa y trabajaba muy contento en el almacén.

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Los siguientes domingos invitó a su esposa a pasear al Cerrito del Carmen y el matrimonio era como doña Chon siempre lo había soñado. Pero la felicidad duró poco, ya que una noche, antes de cerrar, llego Manuelita pidiendo el cuerito. La tendera lloró y rogó, pero fue inútil ante la enérgica insistencia de la hechicera, y tuvo que devolver. Al alba del día siguiente, don Lupe, con un tanate de ropa, se fugó por la puerta de la cocina para no volver nunca más. El saño que La Tatuana le había hecho al alma de doña Chon era la comidilla en cada esquina. Fue la tarde del sábado, que un capitán del Cuartel del Fijo pasó a comerse un tamal y se enteró por boca de ‘nia Chon’ de lo acontecido. Indignado, se encaminó hacia el Palacio de Gobierno. El frio de fin de año se sentía hasta los huesos, cando ya entrada la noche, lo recibió el Presidente del Estado. No era la primera queja que recibía, y montando en cólera ordenó. Sin mayores procedimientos legales fue apresada y condenada a morir en una hoguera en la Plaza Mayor; sin embargo, por ser Nochebuena, decidieron dejar la ejecución hasta el Dia de los Santos Reyes. Manuelita no daba señales de turbación; escuchaba la música de tortugas y chinchines que venía de la calle y, cerrando los ojos, podía sentir el olor de la pólvora de los cohetillos y de las hojas de pacaya que adornaban El Portal. Ante el llamado de la hermosa mujer, el carcelero se acercó a la celda.

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“Solo quiero pedirle una gracia -dijo ella-, le imploro que me consiga un pedacito de carbón”. Era algo inusual, pero ante la insistencia, no pudo negarse a la solicitud de esos labios carnosos y la suave mirada debajo de las grandes pestañas. Manuelita guardo el carbón hasta que estuvo a solas. Entonces lo sacó y con seguridad comenzó a dibujar en la pared un barquito. Al terminar de dibujar, extendió los brazos y en murmullos pronunció un antiguo conjuro. La Tatuana se subió en el barquito y salió navegando por la ventana de la cárcel; dicen que se alejó viajando por los hilos de plata de la luna llena… Algunas noches, los viejos de la Parroquia cuentan que en las bartolinas del Palacio de Gobierno, se podía ver claramente en la pared la silueta que dejo el barquito por donde se escapó La Tatuana; esto lo vieron con sus propios ojos hasta que el terremoto de 1917 derribo el edificio. Desde entonces, La Tatuana se quedó enfrascada en las historias que corren de boca en boca, por las calles de los viejos barrios de la Ciudad.

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La Sirena del Viernes Santo Alba Lucrecia era una muchacha encantadora, con la inocencia propia de sus años. Su rostro lucía unas mejillas sonrosadas y un leve candor que mostraba la edad de la niñez recién abandonada. Aunque no era una mujer de extraordinaria belleza, si era la más alegre y vivaz de la región. Ella animaba todas las fiestas populares de Retalhuleu. Como era de esperarse, todos los jóvenes del poblado se disputaban sus atenciones, e incluso algún hombre maduro soñaba con los amores de Alba Lucrecia. Ella se sentía halagada por todas las manifestaciones de interés que le mostraban los varones. Poco a poco, la joven se fue convirtiendo en el motivo de los celos de las otras muchachas y de algunas señoras casadas, que pensaban que sus esposos podrían prendarse de ella. Llegadas las fiestas de Nochebuena, Alba Lucrecia, acostumbrada a ser el centro de atención durante las posadas, no faltó a ninguna. En todas fue recibida con galante y la lucha de los jóvenes que deseaban obtener su aprobación, ofreciéndole ponche tamal a la mejor silla de la reunión, y hasta hubo otros que se atrevieron a darle una. Algunos soñadores escribían poemas y se los entregaban a escondidas, mientras se celebraban los rezos. Durante la misa del gallo, pudo ver cómo llamaba la atención de muchedumbre, ya fuese por celos o por admiración. Una de sus pocas amigas le insinuó que hasta el sacristán, desde el altar de la iglesia, había estado observándola

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También su madre sentía un poco la atención que despertaba su hija. Últimamente, Alba Lucrecia había abandonado sus quehaceres. Ya no trabajaba correctamente en la tienda de sus padres. Gastaba el tiempo platicando con los jóvenes que, a decir verdad, iban a la tienda solamente a buscar conversación con ella. Y con ese pretexto, las señoras dejaban de hacer sus compras allí, argumentando que no se les recibía bien y que la tendera estaba siempre en alguna conversación trivial. Además, Alba Lucrecia había dejado de bordar, con la excusa de que la necesitaban más en la tienda. Por otro lado, la joven nunca demostró mayor interés por los estudios. Apenas había terminado la escuela primaria cuando los dejó para ayudar a su familia con el bordado que, al decir de las compradoras, lo hacía de diseños primorosos. Ella bordaba con imaginación y nunca repitió un solo diseño Utilizaba hilos del color de la tela para que las blusas o pañuelos no llamaran la atención y fueran elegantes. Sus trabajos más celebrados eran los que hacía en blanco, labor que aprendió mientras estudió en el convento con las monjas. Sin embargo, ella abandonó el oficio y se dedicó horas y horas al arreglo personal. Pasaba la mayor parte del tiempo peinándose, limandose las uñas, y se bañaba varias veces al día porque, en cierta ocasión, un viajero que pasó por la tienda elogió el olor a baño reciente que despedía su cabello. Además, Alba Lucrecia no disfrutaba del clima cálido de Retalhuleu. Cierta vez, ella pudo observar unas fotografías que uno de los señores acaudalados de la región había olvidado en la

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tienda. En dichas fotos, las mujeres lucían finos vestidos largos, con mucha tela, cinturas dibujadas por los corsés y peinados altos con sombreros muy decorados. La muchacha imaginó lo que habrían sufrido esas mujeres por el calor y se lo comentó al dueño de las fotos cuando volvió por ellas. -No, hija-le argumentó el caballero con su marcado acento extranjero, ocurre que donde ellas viven no hace tanto calor como acá, por eso ellas usan vestidos con tanta tela. Desde entonces, Alba Lucrecia no dejó de soñar con vestir esos grandes trajes y lucir joyas como esas de las fotos. Se imaginaba paseando con un enorme sombrero decorado con plumas. Su sueño parece hacerse realidad cuando un joven extranjero llegó a la población vecinos dirán que era un estudiante que buscaba antigüedades para coleccionar -¿Qué es una antigüedad? - preguntó la muchacha a su madre. Son las cosas viejas que se encuentran enterradas-respondió la sencilla mujer Alba Lucrecia sintió viva curiosidad por aquel joven que, a la vez, era de su grado, y pensó que si lograba casarse con él seguramente visitaría un lugar donde pudiera vestirse como en sus sueños y todos admirarían su belleza engalanada con joyas y pieles. La primera vez que vio al joven fue cuando pasó frente a la tienda de sus padres. to be viendo hacia el suelo, guiado por uno de los ancianos nativos de la población Desde ese día, Alba Lucrecia empezó a ingeniárselas tratando de conseguir que se fijaran en ella y, para lograrlo, habló con el anciano y le pidió que con el pretexto de hacer alguna compra, llevará al muchacho a la tienda.

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En efecto, dos días después, el guía y el estudiante llegaron allí. Lucrecia lucía uno de sus mejores vestidos. Al verla, Gunther quedó impresionado y la saludó efusivamente “Es la muchacha más bella que he encontrado en el pueblo”. pensó el muchacho y lo demostró con su mirada y los movimientos algo torpes al recoger sus compras, pues no dejaba de verla. Y Así, empezó la temporada de la Cuaresma. Cada vez las personas rezaban en iglesia o en sus casas preparándose para la gran festividad de la Pascua Alba Lucrecia, sin embargo, solamente tenía en mente el arreglárselas para conseguir ve Gunther se decidiera a pedir umane, ya que se han cruzado algunas Palabras Alba Lucrecia queda complacida. El estudiante ya era uno más de sus admiradores. Y pensó que para las celebraciones de Semana Santa ya habría logrado su propósito De acuerdo a las instrucciones de la joven, el guía pasaba con cierta frecuencia por la tienda para comprar azúcar, pan y otras cosas que necesitaba el estudiante para sus excursiones. Una de sus vecinas, al observar lo que ocurría en el poblado, insinuó que Gunther pronto se casaría con una joven extranjera como el que vivía en la capital. Angustiada, Alba Lucrecia le preguntó al anciano guia si eso era verdad -Mi niña, eso no lo sé. Lo que sí es cierto es que el estudiante se va después de Semana Santa a la capital, porque ya encontró lo que buscaba. Eso preocupó a la joven. “No importa”, pensó, me haré un hermoso traje para estrenar el Viernes Santo. Cuando su madre la encontró bordando de nuevo se alegró

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-Alfin volverás a trabajar--le dijo con la falta que hace -No mamá repuso la jóvenes para usarlo yo. -No importa, lo que vale es que vuelvas a trabajar, así lo lucirás el Domingo de Pascua Sin responderle, Alba Lucrecia pensó que ese fin sería demasiado tarde, pues Gunther tal vez se iría el lunes. días festivos llegaron y Alba Lucrecia buscó la forma de acercarse a Gunther poco. El Jueves Santo, la joven se bañó como siempre. Qué bueno que te estas bañando le dijo su madre porque hacerlo mañana es pecados Oué pecado va a ser-dijo la joven matiana también lo haré para estrenar mi vestido-le dijo Ni se te ocurra! Te volverías de piedra!-le reprendió la madre asustada. convencida de que eso era suficiente para que su hija la obedeciera, no insistid Alba Lucrecia conversó con Gunther esa tarde y se alistaron para el día siguiente Ella esperaba que el sucumbiera ante su belleza y no pudiera casarse con nadie más Era la mañana del Viernes Santo. Los padres de Alba Lucrecia escucharon que se bañaba y, asustados, acudieron al patio. Fue muy grande su sorpresa cuando vieron a su hermosa hija convirtiéndose en una sirena de piedra. Los vecinos, aleccionados por lo sucedido, trasladaron a la bella joven convertida en sirena a una fuente de la plaza, para que todas las generaciones recordarán que los días sagrados se deben respetar.

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Los Orígenes de San Simón Felipe era un joven originario de Itzapa, pero vivía en el pueblo de Zunil. Sus padres, Andrés y María, habían tenido que trasladarse. Don Andrés era comerciante y encontró un buen mercado para sus productos en Quetzaltenango por lo que constantemente viajaba. Felipe deseaba casarse, pero sabía que para poder hacerlo debía establecer su propio negocio. Con ese fin, había observado la cantidad de tela para cortes que se vendía en los pueblos de la costa y a qué precio se podría comprar en Totonicapán. Todo indicaba que, para organizar su venta, necesitaba una buena cantidad de dinero y asi poder comprar suficiente tela, pagar el transporte desde Totonicapan hasta Mazatenango y costear su estancia en los diferentes lugares donde tenía que pernoctar para llevar las telas. Juliana, una muchacha originaria de Itzapa, era con quien Felipe deseaba casarse. Y aunque don Andrés, su padre, quería verlo felizmente unido a ella, no podía ayudarlo porque tenía demasiados compromisos. Se dedicaba a llevar artesanías al mercado de Quetzaltenango y tenía, además de Felipe, dos hijos y dos hijas pequeñas a quienes debía mantener. En esas circunstancias, Felipe decidió trabajar para obtener lo que tanto deseaba. Empezó recogiendo leña en un bosque cercano a la población de Zunil. Todas las mañanas iba muy temprano a recolectar troncos caídos y ramas secas. En esta tarea ocupaba gran parte del día, de manera que regresaba a la casa de sus padres hasta el anochecer.

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Felipe nunca había optado por cortar un árbol, ya que sabía que los árboles subricians los atacaba con un hacha. Por ello, esperaba a que cada árbol decidiera eliminar aquellas ramas que ya no le servían. “El árbol sabe por que las desecha”. pensaba para si Un dia, un señor vestido con traje regional le habló: He visto que recolectan leña para vender en el pueblo ¿Por qué no cortar ese árbol que está ahí? Parece enfermo y seguramente conseguirás buen dinero por sus ramas-le dijo el hombre. Felipe saludó cortésmente al desconocido y le respondió: -No puedo hacerlo, mientras esté vivo debo respetarlo. Pero casi todos los árboles de esta parte del bosque está sano, así tardarás mucho tiempo en conseguir leña--le argumentó el señor -No importa, peor sería hacerle daño a una criatura que todavía puede recibir mucho de la vida -le dijo Felipe. Apenas dejó de hablar, noto que el desconocido se había ido, pero no le prestó mayor atención. Otro dia, cuando iba de regreso a su casa con su carga de leña, Felipe vio a un soldado que descansaba junto al camino. “Debe estar enfermo. pensó, porque ningún soldado se detiene solo en el camino. Me han contado que los reprende duramente si lo hacen se dijo. El soldado estaba sentado viendo hacia el suelo. Cuando Felipe se acercó, él le habló -Déme un poco de agua, por favor Felipe, sin contestar y reflexionando que si a estuviera enfermo le gustaría que lo ayudaran, le ofreció un poco de agua de su tecomate El soldado se lo agradeció y le pregunta: ¿Cuánto le debo? -No es nada contestó Felipe espero que siga bien. Pero, mientras tapaba su tecomate, el soldado desapareció. Qué rápido se fue! Con razón dicen que los soldados son veloces- exclamó, y no volvió a pensar en el asunto.

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En otra ocasión, cuando regresaba del mercado con las ganancias de su trabajo, mientras pensaba en cuánto faltaba para pedir la mano de Juliana se encontró con un anciano que viajaba en sentido contrario a él. El pobre señor parecía muy triste. Felipe, sin saber por qué, le preguntó: ¿Qué le pasa? Se ve muy afligido. Es que falleció una mi niña y no tengo cómo costear el funeral respondió el hombre. -Que pena! -le dijo Felipe tal vez esto le sirva En seguida tomó parte de su dinero y se lo entregó al desconocido. -No sé si podré pagártelo algún día-le informó el hombre viejo. Estoy seguro de que si tengo necesidad, alguna persona me ayudará -le respondió Felipe. Y mientras se componía el bolsillo del pantalón, el hombre desapareció. Si que tenia prisa el pobre”. pensó Felipe. Esa misma noche, cuando regresaba a su casa, se encontró con otro sujeto que se veía muy débil y demacrado, tanto que apenas tenía fuerzas para acercarse a Felipe y le dijo: ---Por favor ayúdeme, estoy de goma y necesito curarme. --¿Cómo puede curarse? -le preguntó Felipe. -Regáleme un “trago de aguardiente” -le dijo el sujeto. --Está bien, pero sería mejor que tomara agua y jugos de fruta-le reprendió Felipe, al mismo tiempo que se dirigía a la tienda para comprarle al hombre lo que pedía. Además del aguardiente, Felipe decidió entregarle al hombre unas tortillas y unas frutas, para que se repusiera verdaderamente. -¿No quiere llevarse unos puros también? - le preguntó la tendera. -Déme uno, se lo voy a regalar a ese pobre hombre - le respondió Felipe. Al entregarle estos objetos, el hombre se repuso y desapareció sin que Felipe pudiera ver hacia dónde. Así que, sorprendido, se retiró a su casa.

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El tiempo pasaba y, a pesar de los esfuerzos de Felipe por conseguir el dinero para establecerse y poder pedir la mano de Juliana, no lograba su objetivo. Cierto din, en la plaza al atardecer, después de una jornada agotadora, un tío de Juliana se acercó y le contó que sus padres habían decidido casarla con un próspero agricultor de la región. El joven estaba angustiado, ¿qué hacer si lo separaban para siempre de Juliana? Cuando Felipe llegó a la pensión donde estaba don Antolín, este le dijo: --Al fin llegas Pero, usted me conoce? -le preguntó Felipe. -Un señor muy poderoso me avisó que llegarías. Por eso estoy aquí y traje este trozo de madera de t’zité para hacer nuestra labor. Qué labor? ¿Y para qué quiere madera?preguntó sorprendido el joven. Con esa preocupación se dirigió a la casa de sus padres y consultó con don Andrés, quien le sugirió que visitara a don Antolín, un sabio rezador de la región de Itzapa que estaba casualmente por Zunil en esos días. Don Andrés confiaba mucho en don Antolin -Te voy a contar le respondió don Antolín- Hace mucho tiempo, en la época de nuestros Abuelos, un senior poderoso escuchaba sus necesidades y las solucionaba. Pero la gente se fue volviendo muy egoísta y mezquina. Entonces el Señor se alejó de nosotros Sin embargo, hace poco tiempo, te encontró y descubrió que aún existen personas generosas y nobles en Iztapa, aunque te haya encontrado en Zunil. Por eso, mientras consultaba con los frijoles sagrados, los del árbol de t’zité, este señor me visitó y me habló, indicandome que debían hacer su rostro con madera del árbol sagrado y

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que tú me indicarias cómo es su cara y para representar su cuerpo, tú me diris la ropa que le has visto Entonces, Felipe comprendió que el hombre del que hablaba don Antolín era el que había visto en varias ocasiones, porque reflexionó que el rostro era el mismo: el campesino, el soldado, el doliente y el bolo. Así, ambos se pusieron a trabajar en la efigie. “Si nos ayuda a todos.pensó Felipe, “me ayudará con Juliana”. Así que ni siquiera consultó sobre el motivo que llevaba para visitar a don Antolín. Los dos se prepararon adecuadamente, con ayunos y oraciones, según las indicaciones de don Antolín. Luego, empezaron a tallar el rostro. Cuando la efigie quedó terminada, ambos hombres quemaron copal ante ella y don Antolín se la llevó a trapa en Chimaltenango. A los pocos días, don Andrés pudo cobrar algún dinero que daba por perdido y se lo entregó a Felipe para que iniciara su negocio. Al mismo tiempo, el tío de Juliana visitó a Felipe para contarle que la joven había quedado libre de casarse con el pretendiente porque había viajado a una región alejada. A los pocos meses cumplió su deseo y dejó testimonio claro de que, desde entonces, quien pide a San Simón obtiene lo que desea y que, como muestra de generosidad, se le entregan ofrendas a la imagen y él ayuda a quien lo necesita.

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El Diablo y la Suegra Doña Antonia era una mujer de armas tomar”. Todos en el pueblo decían que, desde que se había quedado viuda, era más difícil engañarla, Menos aún si se trataba de sus hijas: Juana, Luisa y Rosana. Para sobrevivir y criarlas, doña Antonia había establecido un comedor a la orilla del camino real. Allí pasaban todos los viajeros: señorones que iban a la costa de paseo o por negocios, arrieros, conductores de carruajes y, en fin, toda clase de personas. Y muchos de los que pasaban por el lugar elogiaban a las tres hermosas hijas de la señora. -Por una mirada de tus ojos daría mi alma al diablo -les decía un comensal. -Quién fuera sombrero para cobijar ese rostro maravilloso comentaba un segundo -Pobre las rosas, les has robado el color para tus labios y la frescura para tus mejillas - añadía un tercero. Un día, llegó un hombre con una hermosa cabellera. Parecía interesante y, en cuanto vio a las muchachas, empezó a tratar de ganar el afecto de las tres. Poco a poco, se fue haciendo tarde y los comensales abandonaron el local, De manera que llegó la hora en que se quedaron solas las propietarias y el hombre. Entonces, empezó a hacer trucos para llamar la atención de las jóvenes. Sacaba monedas de gran valor de los cabellos de las muchachas, joyas debajo de los manteles o un conejo de uno de sus delantales. Ellas estaban encantadas, pero la pretendida suegra estaba molesta. Las jóvenes, por supuesto, se sentían halagadas,

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pero la madre se enfureció, porque sabía que ninguno de esos galanteos era una promesa de matrimonio. Así que ahuyentaba a todos los pretendientes. Doña Antonia intento despacharse con un par de comentarios, y luego le advirtió que era hora de cerrar y que se fuera. El hombre prometí regresar al día siguiente. En su segunda visita los trucos eran mejores y fantásticos Se convirtió en águila, jaguar y pavo real casi al mismo tiempo, para asombrar a las jóvenes La suegra se asustó así que a la mañana siguiente, visitó al cura del pueblo y le preguntó qué podía hacer. El cura, de inmediato sospecho de quien se trataba y le sugirió un ardid. La señora estuvo de acuerdo y esperó al visitante una noche más En efecto, el hombre llegó y las tres muchachas se le acercaron, una para acomodarlo en una silla, otra para ofrecerle una bebida y la tercera para quitarle el sombrero y acariciar su cabellera -¿Cómo nos vas a divertir hoy? - le preguntó Luisa. - Que convierta este rosario de tusas en un collar de perlas! -sugirió Juana. -Y esta carreta de juguete en un hermoso carruaje - añadió Rosana Al instante se cumplieron los caprichos de las jóvenes. Si es tan poderoso que se meta en esta botella dijo la vieja. El diablo, pues no era otro el hombre misterioso, quiso agradar a la suegra y, de inmediato, se introdujo en la botella. Al instante, el cura salió detrás de una cortina y, con un corcho bendito, la tapó. Así quedó el pobre diablo, metido en una botella. Ya descubierto, saltaba de enojo dentro de ella. --Llévela al cruce de caminos y entiérrela bien-le indicó el cura a la suegra. Las muchachas se pusieron tristes, pero sabían que era lo mejor

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para todas. Sin perder tiempo, doña Antonia, la suegra del diablo, llevó la botella y la arrojó dentro de un hoyo que había mandado hacer desde temprano. Nadie la vio, porque ya era tarde por la noche. Luego, con ayuda del cura, cubrió el agujero con la tierra que estaba acumulada junto al hoyo. El diablo estaba furioso, pero no podía salir de la botella. Pedía auxilio a gritos, pero nadie lo escuchaba por el tapón bendito. “Un humano tiene que sacarme de aquí, porque un humano me encerró”, decía el diablo, “pero tiene que ser alguien malo y bueno a la vez”. Su dificultad se soluciona al cabo de un buen tiempo, cuando lo ocurrido con las muchachas y la suegra era ya solamente un recuerdo en el pueblo, pero que todavía se contaba con frecuencia. Cierto día, un borracho pasó por el cruce de caminos. Estaba en tal estado que cayó al suelo. Entonces pudo escuchar los gritos del diablo: -Ayúdame, y te recompensaré con oro-le suplicaba. El bolo pensó que si lo hacía, tendría más dinero para embolarse. Entonces preguntó: —¿Cómo te ayudo? El diablo le dio instrucciones para que lo sacara de la botella y el bolo las siguió cabalmente. Una vez libre, el diablo cumplió su promesa. -No voy a hacer ningún truco. Vamos a obtener el dinero de los demás le dijo el diablo es más divertido engañar a la gente. El bolo, con tal de obtener su trago”, estuvo de acuerdo. Lo único es que no tienes que parecer un bolo le ordenó el diablo, y lo obligó a recuperar la sobriedad. Una vez sobrio, el diablo le dio nuevas instrucciones iban a pasar por los pueblos anunciando que el bolo era en realidad un gran médico. El diablo se introduciría en el estó-

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mago de algunas personas y con el llamado del falso médico, saldría con rapidez y así las gentes quedarían sin molestias Ambos siguieron el engaño y, prando por cada pueblo, hacían el artificio para obtener mucho dinero. - Me duele el estómago-llegaban diciendo los enfermos. -Tome este jarabe, vale cien pesos respondía el falso médico. Es demasiado caro, por favor, deme otra cosa más barata-protestaba alguno. Lo siento, pero es el precio de su salud respondía el farsante. la pobre gente tenía que aceptar, porque solamente así el diablo dejaba en paz a ka personas De esa manera, el se divertia, y el falso médico, se enriquecia. Poco a poco, la fama del falso médico se dio a conocer por toda la región, por lo que Viajaba a todas partes. Entretanto viaje, cierto din llegaron él y el diablo a la capital El gobernador del reino estaba ofreciendo un gran banquete en el palacio porque había sido la coronación del nuevo rey. El diablo le dijo al falso médico: “Voy a molestar al gobernador” Cuando llegó al palacio, el falso médico quedó deslumbrado por la belleza del edificio y sus adornos, pero más por la hermosura de la hija del gobernador, una joven famosa, además, porque siempre hacia el bien. En su distracción a causa de la joven, el falso médico le dio a beber un frasco de ácido al gobernador y, al tragarlo, cayó sobre la cabellera del diablo y se la destruyó. Al sentirse calvo, el diablo se enojó mucho y no quiso salir. El falso médico se acercó al estómago del gobernador para hablar quedo con el diablo, y fue así que supo de su error. Al instante, el gobernador empezó a quejarse. Todos los invitados querían quedar bien con él, por lo que sugirieron la visita de varios doctores. Uno de los asistentes al banquete, quien

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había sido víctima del falso médico y el diablo, sugirió que llevaran al farsante frente al gobernador para que lo curara. Sin embargo, todos veían con malos ojos el fracaso del falso galeno y la hija del gobernador estaba muy preocupada. En ese momento, el falso médico se sintió avergonzado e indignado. Todo lo que había hecho estaba mal. “Voy a enmendar mis errores”, se dijo, “ya no seré ni bolo ni engañador”. Así que urdió una forma de vencer al diablo. Hablo con la esposa del gobernador y le pidió que organizara un gran ruido. La esposa aprovechó que había tantos invitados y entre todos hicieron un ruido fenomenal. Asombrado, el diablo le preguntó al falso médico que pasaba. -¡Es que viene tu suegra! -le dijo. Entonces el diablo, se recordó lo que había pasado con la botella y salió huyendo del estómago del gobernador, quien de inmediato se sintió bien. Del diablo no se supo más por un buen tiempo. Dicen que, desde entonces, el bolo se convirtió en un hombre honrado y trabajador.

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Bibliografia Revista D. Collecion Magia y Misterio de Guatemala. Prensa Libre Leyendas de Misterio Y Amor. Celso A. Lara Figueroa

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