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El Rey bajo la Montaña

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Isdril, la enana

Isdril, la enana

Juan Pablo Bascur Raurich, Chile

El dragón despertó abriendo los ojos de par en par, sobresaltado. Un pequeño hombrecillo pegado furtivamente a la pared a su derecha lo miraba con ojos abiertos como platos mientras aguantaba la respiración. Ambos se miraron por lo que pareció una eternidad. — Y bien —bufó cansino el dragón, estirando el cuello para posar su visión directamente hacia el hombre. — ¿No te presentarás ante el dueño de tu destino? El diminuto personaje sopesó el comentario. Sabía que no podía escapar. Sabía que había sido descubierto cometiendo un delito flagrante. Sabía exactamente que su posición era totalmente desfavorable y que esa amenaza disfrazada elocuentemente era, en efecto, una orden. —¡Oh Magnífico Rey! —«Partir con veneración, una sabia decisión»— Muchos son los relatos que se cuentan de tu gran figura, pero muchos más son los que hablan de tus increíbles fortunas. Tirso es mi nombre y soy un simple hombre, quien quiso desobedecer toda precaución para maravillarse ante esta espectacular visión. —finalizó con una reverencia que logró parecer honesta. El lagarto se sorprendió. Estaba seguro que el tipo estaba histérico y desesperado. Podía olerlo. Y sin embargo su presentación rimaba. O tenía planeado ser descubierto, o era el hombre más valiente que pudiera recordar. ¿Hace cuánto que no se sentía tan…intrigado? —Dices que vienes a maravillarte con la visión de mis tesoros —dijo, exhalando una densa voluta de humo por el hocico—. Pero entras sin avisar tu llegada, a hurtadillas como un vil ladrón.

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—Un malentendido, por supuesto —respondió Tirso en el acto—. Al verlo descansando tan plácidamente no pude sino intentar adentrarme procurando no despertarlo, ¡oh Gran Rey bajo la Montaña! Ambos sabían que mentía. Ambos sabían que la conversación era un teatro. Una diversión y un intento por sobrevivir, dos caras de la misma moneda. —Está bien —dijo el dragón, cruzando sus patas delanteras y apoyando encima la cabeza—, acepto tus explicaciones. Y ahora que ya estoy despierto, puedes comenzar a manifestar tu fascinación sin temor alguno. Imagino que mi esplendor es una fuente inconmensurable de inspiración para, digamos… una pequeña poesía. Tirso dudó una fracción de segundo, pero lo camufló aclarándose la garganta. Dio un pequeño paso adelante y comenzó a cantar: “Es roja y dorada La tintura de su blasón Mas no tiene comparación El fulgor de su mirada. ¡Oh, magnificencia alada! Calza loriga de alhajas, Yo vestiré cual mortaja, Su aliento en llamarada.” Asombrado, el dragón guardó silencio. El saqueador tenía talento para la música. Casi se lamentó al cumplir con las últimas palabras del pobre diablo. Casi. q

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