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Isdril, la enana

Micaela Moyano Romero, Argentina

Año 2941 de la tercera edad del sol. Las Colinas de Hierro, sur de Ered Mithrim cerca de la cuenca del Rio Carnen. Hogar de los Enanos desde la Primera Edad del Sol. Había pasado un tercio de hora desde que el sol se alzó sobre las montañas. El sonido de las balanzas de las estanterías donde se compraban víveres, las voces de la muchedumbre que vendían y se dedicaban al variado comercio, las canciones hermosas que entonaban los trovadores, los pasos que iban y venían de aquí para allá por los largos túneles de la ciudadela se mezclaban en el quehacer de los días habituales del reino. Isdril, la enana, recorría el sector este para llegar al extremo norte donde se ubicaba “El Taller”, como así le llamaba ella a su lugar de trabajo, aquel sitio en el que pasaba la mayor la parte de sus días forjando sus grandiosos utensilios: armas, escudos, yelmos, cotas de malla, martillos, hachas y miles de artesanías de hierro con las más exóticas formas. No solo trataba de abastecer a su pueblo de armas y herramientas sino también a su imaginación, a pesar de que no solían verse enanas que se dedicaran a la forja. Particularmente era considerado un poco raro. Ellas nunca eran herreras. Las enanas mujeres vestían largas túnicas, sujetadas por cinturones anchos con hebillas de plata; confeccionaban la más variada indumentaria para sus habitantes y trabajaban el cuero, el lino y la seda. También se dedicaban a la orfebrería; producían los más hermosos collares y joyas de oro, mithril y piedras preciosas, un trabajo que más de la mitad de ellas prefería. Sin embargo, Isdril no quería ser una de ellas. Isdril, no era como ellas. —“Me crie con tus historias, esas que me contabas por las noches sobre los grandes Reyes Enanos, grandes guerreros de fuertes armaduras y sobre Telchar, el mayor herrero enano de todos los tiempos, ¿Cómo no querer ser como él?, ¿Cómo quieres que deje de hacer lo que soñé toda mi vida?”— decía ella cada vez que su padre trataba de convencerla, obligado por su esposa, para que se convirtiera en una hija digna de su casa y que continuara sus tradiciones. Cada noche cuando ella volvía a su casa luego de

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toda una jornada de arduo trabajo, sus padres la esperaban para cenar. Sus dos hermanas preparaban la comida y su hermano mayor estaba sentado al lado de su padre, ya que le tocaba descansar después de una larga guardia de dos noches seguidas, en la entrada principal del reino. Él pertenecía al escuadrón de El Rey Dáin II Pie de Hierro, señor de las colinas. —“Eres Isdril hija de Furin, de gran casa y cuna. Eres mi hija amada. Necesito que vuelvas a casa, necesito que vuelvas a ser mi hija, la que crié para ser una doncella, no una herrera”— le decía su madre en un costado de la habitación cercana a la cocina con voz de mando que se disipaba mientras prestaba atención a las últimas noticias que su hermano le traía a su padre. Ella era así, interesada en cuestiones de la herrería, de la guerra, de los cuervos que traían mensajes desde muy lejos, de espadas, de entrenamiento, del Rey. Siempre estaba pendiente de los temas que le concernían a él. Lo único que alcanzó a oír fue que Thorin hijo de Thráin, el rey exiliado de Erebor había llegado a las Colinas y se había reunido con su primo Dáin en el salón principal y que hablaron sobre el día de Durin… —“Quiero que dejes de usar ese delantal sucio y te pongas el vestido que te regalé para tu cumpleaños…”— insistía su madre que no dejaba de hablar. —“Madre, esto ya lo hablamos cientos de veces, no puedo ser alguien que no soy. Usted tiene que aceptar eso”— le decía Isdril con toda la ternura de una hija que amaba a su madre. Y luego de dejarla con las palabras en la boca como casi todas las noches, ella se retiraba a su alcoba a descansar aunque su cabeza no dejaba de pensar en Thorin, de Erebor y en el día importante que mencionó su hermano. Al amanecer mientras recorría los túneles como todas las mañana para llegar a su “Taller”, oía de la gente el nombre de Thorin y su imprevista llegada al reino. Al pasar las horas, ella con su inquietante ansiedad no se concentraba en la faena, así que aprovechó la llegada de un viejo amigo de su padre que pasaba por ahí y su pregunta fue directa como una flecha tirada del arco.

—Dígame Borin, ¿Está enterado de las últimas noticias que revolotean esta mañana?— dijo Isdril —¿Cuáles? ¿Las del enano Thorin?— Contestó Borin, y ella asintió con la cabeza. —“Dicen que vino de Ered Luin y pidió reunirse con los representantes de las seis casas ya que el día de Durin, día en que el sol y la última luna de otoño están juntos en el cielo se acerca y quiere recuperar su reino que está entre las narices del dragón. Es un loco si pretende que los demás lo sigan. Es muy valiente pero nadie se atreverá a marchar y despertar al gusano. Hasta el mismo Dáin dijo que son asuntos de ellos y que no arriesgará la vida de su gente por una profecía… Pero bueno dejad esos asuntos a los reyes y nosotros a los nuestros. ¿Has terminado de hacer esa hacha que tanto esmero le dedicas? ¿Para quién es? –dijo el enano. — ¡Es para mí! – Contestó ella sin temor. —¡Sabes que no puedes ser guerrera! ¡Aún hay muchos que ni siquiera te aceptan como forjadora! —le dijo Borin dándole consejos. —¡Quizás porque soy mejor que ellos!— dijo Isdril sonriendo. —¡Deberías hacerle caso a tu madre y probar en casarte! Aunque la verdad, entre espadas y hachas, mucha mujer de cuna ya no queda en ti, apenas tienes barba, pero bueno, no viene al caso- insistió el viejo— no hay muchas enanas y un sinnúmero de enanos querrían casarse contigo, aunque no te saques ese delantal de cuero ni para dormir… se reía con tono de burla y resignación mientras se alejaba por los grandes salones. Con esas últimas palabras dichas de Borin al despedirse, sintió una sensación no muy grata en su corazón. Quizás nunca lo decía pero ella no era feliz viendo a sus padres renegar todos los días por su subversivo comportamiento pero tampoco podía dejar de ser lo que le dictaba su corazón. Y así pensaba: “Soy esa que prefiere el yunque al vestido, soy esa que elige ser guerrera a ser una esposa”. La frase que repetía en su mente antes de dormir, antes y después de escuchar a su madre, antes de tomar una decisión. Diez meses después, con el sonido de espada y hacha, la última lección se daba por concluida. Hacía tiempo había logrado tomar clases de esgrima con un gran maestro. —¡Han pasado meses desde que llegaste y aún sigo sorprendiéndome de ti mujer!— le dijo el gran guerrero manco, llamado Gron, mientras Isdril escapaba con agilidad de la espada de su maestro. —¡No más que yo, luego de aprender de alguien

que perdió una mano!— dijo Isdril Gron era un guerrero de antaño, invencible, hasta que en una de las últimas batallas entre enanos y orcos perdió su mano izquierda. Abandonó su cargo y con el tiempo se convirtió en un enano solitario luego de retirarse del escuadrón de las Colinas. Isdril conocía su historia porque su padre siempre le contaba sobre su destino, es por eso que ella lo buscó un día y le pidió hacer un gran trabajo: convertirla en guerrera. Indudablemente él se rehusó. Le dijo que no era maestro, ni siquiera guerrero porque de eso había pasado mucho tiempo. —¡No puedo hacerlo, y para colmo eres mujer, eso está mal visto! ¿Por qué querrías aprender? — dijo Gron ¡Porque debo estar preparada! — contesto Isdril. —Tú eres el único que puede ayudarme y eres el mejor guerrero que este reino pudo tener. Fue ahí que lo convenció y jamás faltó a sus clases. El tiempo pasaba, lento y tranquilo, y ella se transformó en una enana aguerrida, en una mujer incomparable. Un día el cuervo de Erebor llegó y trajo noticias de que Thorin, hijo de Thráin había recobrado su reino. Ya no era un exiliado y el tiempo de defender la Montaña había llegado, por ese motivo Dáin no titubeó en ir a socorrerlo y el momento que Isdril esperaba, la alcanzó. Esa noche en su hogar lograban eludir el tema del cuervo y su noticia, porque su hermano había sido golpeado en combate a las afueras de las colinas explorando los valles cercanos, limpiando las tierras de orcos que vagaban por esa zona y se encontraba muy mal herido. Apenas escuchó de los planes del Rey lo único que pudo hacer fue contener la ira de no poder ayudar a su gente. El ejército partía al amanecer. Isdril simplemente escuchaba pero su corazón galopaba de tanta fuerza. La noche seguía en vela cuando ella salió de su casa hacia los perímetros en donde se reunía la tropa de quinientos enanos para la guerra. Mientras caminaba, con paso seguro y decidido sentía que la armadura y el yelmo de su hermano no eran tan pesados como ella creía. ¡Yo nací para esto! — se dijo así misma, al tiempo que las puertas del reino se abrían, y encaminados, se alejaba acompañada de quinientos guerreros hacia Erebor, junto al Rey. Esa mañana el sol brillaba impetuoso como el mismo día que nació. q

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