Dragón Verde 9 Edición Septiembre 2020

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Isdril, la enana Micaela Moyano Romero, Argentina

Año 2941 de la tercera edad del sol. Las Colinas de Hierro, sur de Ered Mithrim cerca de la cuenca del Rio Carnen. Hogar de los Enanos desde la Primera Edad del Sol. Había pasado un tercio de hora desde que el sol se alzó sobre las montañas. El sonido de las balanzas de las estanterías donde se compraban víveres, las voces de la muchedumbre que vendían y se dedicaban al variado comercio, las canciones hermosas que entonaban los trovadores, los pasos que iban y venían de aquí para allá por los largos túneles de la ciudadela se mezclaban en el quehacer de los días habituales del reino.

Isdril, la enana, recorría el sector este para llegar al extremo norte donde se ubicaba “El Taller”, como así le llamaba ella a su lugar de trabajo, aquel sitio en el que pasaba la mayor la parte de sus días forjando sus grandiosos utensilios: armas, escudos, yelmos, cotas de malla, martillos, hachas y miles de artesanías de hierro con las más exóticas formas. No solo trataba de abastecer a su pueblo de armas y herramientas sino también a su imaginación, a pesar de que no solían verse enanas que se dedicaran a la forja. Particularmente era considerado un poco raro. Ellas nunca eran herreras. Las enanas mujeres vestían largas túnicas, sujetadas por cinturones anchos con hebillas de plata; confeccionaban la más variada indumentaria para sus habitantes y trabajaban el cuero, el lino y la seda. También se dedicaban a la orfebrería; producían los más hermosos collares y joyas de oro, mithril y piedras preciosas, un trabajo que más de la mitad de ellas prefería. Sin embargo, Isdril no quería ser una de ellas. Isdril, no era como ellas.

—“Me crie con tus historias, esas que me contabas por las noches sobre los grandes Reyes Enanos, grandes guerreros de fuertes armaduras y sobre Telchar, el mayor herrero enano de todos los tiempos, ¿Cómo no querer ser como él?, ¿Cómo quieres que deje de hacer lo que soñé toda mi vida?”— decía ella cada vez que su padre trataba de convencerla, obligado por su esposa, para que se convirtiera en una hija digna de su casa y que continuara sus tradiciones. Cada noche cuando ella volvía a su casa luego de

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toda una jornada de arduo trabajo, sus padres la esperaban para cenar. Sus dos hermanas preparaban la comida y su hermano mayor estaba sentado al lado de su padre, ya que le tocaba descansar después de una larga guardia de dos noches seguidas, en la entrada principal del reino. Él pertenecía al escuadrón de El Rey Dáin II Pie de Hierro, señor de las colinas.

—“Eres Isdril hija de Furin, de gran casa y cuna. Eres mi hija amada. Necesito que vuelvas a casa, necesito que vuelvas a ser mi hija, la que crié para ser una doncella, no una herrera”— le decía su madre en un costado de la habitación cercana a la cocina con voz de mando que se disipaba mientras prestaba atención a las últimas noticias que su hermano le traía a su padre. Ella era así, interesada en cuestiones de la herrería, de la guerra, de los cuervos que traían mensajes desde muy lejos, de espadas, de entrenamiento, del Rey. Siempre estaba pendiente de los temas que le concernían a él. Lo único que alcanzó a oír fue que Thorin hijo de Thráin, el rey exiliado de Erebor había llegado a las Colinas y se había reunido con su primo Dáin en el salón principal y que hablaron sobre el día de Durin… —“Quiero que dejes de usar ese delantal sucio y te pongas el vestido que te regalé para tu cumpleaños…”— insistía su madre que no dejaba de hablar.

—“Madre, esto ya lo hablamos cientos de veces, no puedo ser alguien que no soy. Usted tiene que aceptar eso”— le decía Isdril con toda la ternura de una hija que amaba a su madre. Y luego de dejarla con las palabras en la boca como casi todas las noches, ella se retiraba a su alcoba a descansar aunque su cabeza no dejaba de pensar en Thorin, de Erebor y en el día importante que mencionó su hermano. Al amanecer mientras recorría los túneles como todas las mañana para llegar a su “Taller”, oía de la gente el nombre de Thorin y su imprevista llegada al reino. Al pasar las horas, ella con su inquietante ansiedad no se concentraba en la faena, así que aprovechó la llegada de un viejo amigo de su padre que pasaba por ahí y su pregunta fue directa como una flecha tirada del arco.


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