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Migrando Ando

Por Leonor Villasuso Rustad

¡Salud por la amistad!

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Ahora que en febrero se celebra el día del amor y la amistad, pienso en tantas amistades que he hecho en mi vida en los dos países en los que he vivido. Algunas datan de los tiempos de la infancia y han sobrevivido a los cambios y la distancia; otras son más recientes. Los amigos son la familia que uno elige, dicen por ahí, y en el caso de los migrantes como nosotros, se convierten verdaderamente en el círculo que nos abraza donde residimos, con la que compartimos tradiciones y cultura, así como tristezas y fortunas. Entre mis amigos latinos me siento como en casa, hablando español tan rápido como me salen las palabras, conectando historias, construyendo solidaridad, llevando conmigo a sus casas invitados que se me pegaron de camino sin tener que pedir permiso o preocuparme porque lo vayan a ver mal; total, cosa de echarle más agua a los frijoles y donde comen tres, comen cuatro. Con los amigos estadunidenses he aprendido que aquí es otra cosa. Uno no anda molestándolos a deshoras, ni entrando a su casa como si nada. Eso no quiere decir que no haya una relación buena, es simplemente diferente y pues a la tierra que fueres, haz lo que vieres. Los límites se marcan con esa etiqueta invisible que dice que hay que planearlo todo, que se debe respetar el espacio personal de la gente, que hay horas hábiles en las que uno puede agarrar el teléfono y llamarles. También he visto que a la hora en que hay necesidad, de este lado se organizan para cubrir lo que haga falta, convocando a otros que a lo mejor uno ni conoce, pero que se unen para ayudar.

Tengo una amiga alemana que conocí en los años en que viví en Minnesota. Su estilo de amistad es muy, pero muy diferente del que yo conozco, pero le tengo aprecio. Otra es de España, también muy especial, que conocí en México hace casi treinta años. Las circunstancias de nuestras vidas nos hicieron coincidir en momentos de crisis en un ambiente delicado, en el que al final de cuentas las diferencias culturales saltaron a la vista y transformaron una relación cercana en una de intercambios epistolares cuasi filosóficos sobre los acontecimientos mundiales.

Apenas hace unos días tuve la oportunidad de visitar a una de las dos amigas que sobreviven a mi suegra. A sus ochenta y dos años esta mujer ha visto cómo sus amistades y su marido han fallecido, dejándola rodeada por una generación más joven que ella que la quiere y la procura, pero con la que no comparte las vivencias y experiencias que formaban el vínculo que tenía con los que se adelantaron. Creo que yo misma he heredado, de cierta forma, a una amiga muy querida de mi madre, para la que mi mamá fue su hermana, y como que ve en mí cierta continuidad a esa amistad de más de medio siglo. Nos comunicamos por mensajes de texto en el teléfono, ella en México, y yo acá. Tengo muchas preguntas sobre la juventud de mi mamá que a lo mejor ella podría contestar, pero sé que, habiendo sido tan íntimas, la haría sentir incómoda siendo que ella y yo no somos mejores amigas, ni confidentes. Como que más bien acarreamos, alargamos si se puede decir así, esa relación que ella extraña tanto.

De este lado de la frontera he visto con frecuencia que muchas madres, especialmente, quieren ser las mejores amigas de sus hijas. Van juntas a que les arreglen las uñas cuando la niña apenas va a la primaria, cantan las mismas canciones de moda juvenil, posiblemente tratan de actuar como si fueran de la misma edad. Una de tantas es una de mis cuñadas, la cual ha tenido más problemas que beneficios por su manera de criar a sus tres hijas. Yo, que crecí en una familia tradicional, nunca vi a mi mamá ya no digamos que como mi mejor amiga, ni siquiera como amiga – ni tampoco a mi papá. En más de una ocasión escuché eso de que “soy tu madre, no tu amiga”, y me cayó el veinte de que ella era la autoridad y había que respetarla. Cuando tuve a mis propios hijos, seguí con el modelo, aunque modificado, y con buenos resultados. Hoy en día mis hijas me confían sus intimidades – estoy segura de que no todas y eso está bien. No creo que pueda afirmar que somos así como muy amigas, pero dentro de lo que cabe, somos buenas cuatas, como decimos los mexicanos.

Recuerdo cuando en mi juventud alguna alguien me aconsejó que más vale un buen amigo que un mal amor estando en la situación de problemas del corazón inexperto. Posiblemente por cultura, a los hombres de mi país en general en mi experiencia no les hace gracia no tener lo que quieren; cuando le solté la frase filosófica a un galán que me rondaba me contestó rotundamente que no, que para él no había amigas cuando tenía otro tipo de interés en ellas. Sobra decir que ahí quedó la cosa, que ni en féisbuk tenemos algún tipo de relación. Según mi esposo, los hombres no nacieron para ser amigos de mujeres; algo quieren siempre y tarde o temprano sale a relucir. A lo mejor porque nunca me vieron como el objeto de su deseo, tengo tres grandes mejores amigos que han sido parte fundamental de mi vida desde hace más de treinta años con los que me reúno cada vez que visito mi ciudad, nos tomamos unos tequilas, hablamos de todo, resolvemos los problemas del mundo, y nos abrazamos con cariño al despedirnos. Dos de ellos son casados, con nietos y toda la cosa, y el tercero sigue siendo a sus sesenta y tantos años uno de los solteros más codiciados del mundillo intelectual potosino.

El caso es que sin importar en dónde y cómo, las amistades nos fortalecen como personas, nos ofrecen hombros para llorar cuando hace falta y hacen que nuestra humanidad tenga sentido muchas de las veces. ¡Feliz día de la amistad, y también del amor, pues!

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