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La ciudad eterna
Es difícil imaginar la competencia operística que existía entre las diversas ciudades de la península italiana hacia 1800. Las diferentes leyes, estructuras públicas y audiencias generaban, necesariamente, distintas dinámicas en un mercado complejo y siempre animado. La ópera era un objeto de consumo permanente, desde los grandes salones de Milán, pasando por la temporada de carnaval en Venecia, hasta los castrati de Roma y los excelentes músicos de Nápoles. Un compositor de ópera no debía triunfar en una sola ciudad, sino que entender esta red musical y operática en toda su amplitud, para así ganar a cada integrante del público, crítico y cantante de lujo.
En este sentido, Rossini era un maestro. No defraudaba a su público, y mientras conquistaba las salas de Nápoles con su ópera seria, ya pensaba en cómo hacer reír al público de Roma. El compositor llegaría a aquella ciudad en noviembre de 1815 para presentar Torvaldo e Dorliska, una ópera semiseria, con libreto de Cesare Sterbini. El estreno sería en el Teatro Valle, un escenario pequeño y de poca monta, con una pésima orquesta de aficionados. Si bien la ópera tuvo buena recepción y se mantuvo en el repertorio, no habría sido el éxito que Rossini esperaba. Pero mientras ensayaba Torvaldo e Dorliska firmaría un nuevo contrato para una ópera buffa, a estrenarse en el Teatro Argentino, construido sobre el antiguo Teatro di Pompeo en Roma.
Por entonces, Roma vivía un periodo complejo de su historia. Aunque Napoleón había intentado transformarla en capital, seguía siendo una ciudad relativamente provinciana, profundamente criticada por sus olores, la destrucción de sus ruinas y la corrupción rampante en sus calles y palacios. Tras el retorno del Papa –apresado y exiliado por Napoleón en 1809–la ciudad buscaba retomar su lugar en el mundo como sede de los Estados Papales. Sin embargo, faltaban décadas para que esta Italia fragmentada y desunida se transformara en una sola nación y el Vaticano en un estado miniatura dentro de ella.
Dentro de la cultura oficial romana, el teatro era un espacio especialmente privilegiado en la ciudad: un lugar donde podía encontrarse todo aquello que afuera estaba prohibido. Por lo mismo, la ópera generaba grandes ganancias y el contrato de Rossini fue especialmente generoso. El compositor debía dirigir la obra desde el teclado, para ser visto, y a cambio se le pagaría una cuantiosa suma, aun si la ópera era un fracaso. La ciudad, dominada por la influencia del cardenal Consalvi –secretario de estado del Papa– vivía un auge liberal en sus costumbres e ideas, y la posibilidad de tener éxito de público con una ópera cómica, especialmente una que fuera ligeramente controversial, estaba prácticamente asegurado. Tal oferta era irrechazable, y Rossini inmediatamente comenzó a pensar en una obra adecuada para la temporada de carnaval: el resultado, por cierto, sería El barbero de Sevilla, la más famosa de todas sus óperas.