El frio se me calaba hasta los huesos, estaba pérdida en medio del bosque. Anochecía y la nieve lo cubría todo. Me estremecí, tenía miedo. Las hojas de los árboles formaban dibujos con sus sombras, la imaginación en este caso no era buena compañera, en cada rincón, en cada ruido se me aceleraba el corazón. Había perdido la noción del tiempo, no sé cuántas horas llevaba andando. El coche se me había estropeado en aquella carretera en medio de la nada. ¿Sería aquel mi destino? – pensé tristemente mientras seguía andando con mis helados y doloridos pies. Tal vez no me encontrarían hasta la primavera cuando hubiera el deshielo. De pronto una luz despertó mi atención, apartando mis tétricos pensamientos. Estaría alucinando – pensé. Sin embargo, a medida que me acercaba tomaba forma, hasta que divisé que la luz provenía de la ventana de una cabaña. De la chimenea salía humo, significaba que había algui-
en, comida, calor, ¡estaba salvada! Llame a la puerta de madera y el dolor fue intenso, las manos las tenía heladas a pesar de los guantes. Se abrió la puerta y apareció un hombre de unos cuarenta años. Me miró fijamente y sus primeras palabras me inquietaron; “Por fin ya estás aquí”. Pero estaba tan cansada y con tanto frio, que me dirigí al fuego de la chimenea para entrar en calor. Casi no lo miré, solo oí el ruido de la puerta cerrarse, tras de mí. Pasaron unos dos minutos cuando al final dijo: — Mirame, ¿no me reconoces? Lo miré fijamente, pero no sabía quién era, y así se lo hice saber moviendo la cabeza de un lado a otro, no me salía la voz, volvía a temblar de miedo. — Mirame bien – volvió a decir con voz imperiosa.
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