Cuando dormir pegados era letal A finales del siglo XIX creció la preocupación por las enfermedades ambientales causadas por aguas residuales o los gases del alcantarillado. Durante años se creyó que bastaba evitar su acceso al domicilio para evitar esas patologías, pero surgió la necesidad de reformar la forma en la que vivían para prevenir contra los males generados en la vivienda. El polvo generado en el interior de la casa, así como los gases de los baños, cocina, chimenea, velas y los propios convivientes enrarecían el aire. Hacía falta ventilar el domicilio, por lo que en primera instancia se recomendó mantener las ventanas abiertas todo el año, pero teniendo en cuenta que muchos defensores de estas prácticas vivían en Inglaterra, el remedio podía ser peor que la enfermedad. Por eso se optó por sistemas que conectaran con el exterior, pero evitaran la entrada del frío y la humedad, como los tubos Tobin, el sistema Hinckes Bird o el ventilador de arte floral de Priestley, que filtraba el aire con plantas.
RESOLVIENDO LA INCÓGNITA
De igual manera, se argumentó que las camas eran un lugar donde éramos más vulnerables, pues pasábamos horas indefensos en ellas. Se defendía que tanto el aire como la fuerza vital se viciaba, lo que provocaba las enfermedades y la degeneración de los seres humanos. Por una parte, se recomendó usar camas metálicas, pues las grietas en la madera eran el hogar de parásito. Por otra se idearon inventos como el ventilador de cama O’Brien, que captaba el aire viciado a los pies y lo transportaba con unos tubos a la cabecera. Sin embargo, el tiempo favoreció al uso de camas individuales, ya que en las camas dobles no solo se compartía el aire viciado, sino que se creía que el compañero más mayor robaba la vitalidad del más joven.
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