Monográfico. La Física de Aristóteles ¿Ensanchar el instante? El ‘ahora’ aristotélico como límite y como tránsito Paloma Baño Henríquez
Aristóteles contra Parménides: el problema del cambio y la posibilidad de una ciencia física Marcelo D. Boeri
Persistencia y continuidad del sustrato material en la física de Aristóteles Fabián Mié
Ser y llegar a ser. Un disenso interpretativo en torno a la definición aristotélica del movimiento Jorge Mittelmann
La defensa aristotélica del uso de explicaciones teleológicas en Física II 8 Alberto Ross
Entre lo accidental y lo aparente: La peculiar constelación causal del azar según Aristóteles Gabriela Rossi
Aristóteles y la finitud extensiva del tiempo (Fis. IV 13, 222a28-b7) Alejandro G. Vigo
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ISSN 01 88-6649 · NÚMERO 30 bis · AÑO 2006
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T ÓPICOS Revista de filosofía Tópicos es una revista semestral que aparece en los meses de julio y diciembre. Se distribuye de manera internacional por medio de intercambio, donación y suscripción. Precio unitario US$15. Suscripción anual US$30. Incluye gastos de envío. Para mayor información consulte nuestra página de Internet en: http://www.up.mx/topicos Tópicos aparece en los siguientes servicios de indización y resúmenes: The Philosopher’s Index, Répertoire bibliographique de la philosophie, DIALNET, Latindex y Filos. C OLABORACIONES Tópicos acepta artículos originales no solicitados y no publicados previamente. Las especificaciones del formato y calidad de éstos están explicados en la sección Para los Colaboradores de Tópicos, al final de este ejemplar. Tópicos mantendrá correspondencia con quienes espontáneamente envíen sus trabajos acerca de la recepción y la publicación o no publicación de los mismos. El Consejo Editorial de Tópicos se reserva el número de la revista en que aparecerán los artículos aprobados por los dictaminadores. El tiempo de aprobación o rechazo de un artículo es de cuatro meses, aproximadamente. Toda correspondencia deberá enviarse a: Tópicos, revista de filosofía UNIVERSIDAD PANAMERICANA Facultad de Filosofía Augusto Rodin 498 Insurgentes Mixcoac 03920 México, D.F. México topicos@mx.up.mx Diseño de Portada: Paola Durán R. Diseño de Caja: J. Luis Rivera N. Compuesto en Monotype Garamond, Ibycus, y Computer Modern Roman, con LATEX 2ε . Visite http://www.latex-project.org/ para más información. All TradeMarks are the property of their respective owners. © 2006 UNIVERSIDAD PANAMERICANA Las opiniones expresadas por los autores en los artículos y reseñas son de su exclusiva responsabilidad. ISSN 0188-6649. Reserva de derechos al uso exclusivo del título “Tópicos, Revista de Filosofía” núm. 1975-92, 4 de noviembre de 1992. Certificado de licitud de título: 6509. Certificado de licitud de contenido: 4928.
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TÓPICOS REVISTA DE FILOSOFÍA DE LA UNIVERSIDAD PANAMERICANA
CONSEJO EDITORIAL Ignacio Angelelli, University of Texas at Austin Virginia Aspe, Universidad Panamericana Enrico Berti, Università di Padova Mauricio Beuchot, Universidad Nacional Autónoma de México Marcelo Boeri, Universidad de los Andes Hortencia Cuéllar, Universidad Panamericana Alfonso Gómez-Lobo, Georgetown University Jorge Gracia, State University of New York at Buffalo Nicolás Grimaldi, Université de Paris IV-Sorbonne Alejandro Herrera, Universidad Nacional Autónoma de México Luis Xavier López-Farjeat, Universidad Panamericana Rocío Mier y Terán, Universidad Panamericana Raúl Núñez, Universidad Panamericana Carlos Pereda, Universidad Nacional Autónoma de México Alejandro Vigo, Universidad de Navarra Franco Volpi, Università di Padova E DITOR Héctor Zagal E DITOR I NVITADO Marcelo D. Boeri E DITOR A SOCIADO Daniel Vázquez
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Índice Artículos Presentación. Artículos sobre la Física de Aristóteles Marcelo D. Boeri
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¿Ensanchar el instante? El ‘ahora’ aristotélico como límite y como tránsito Paloma Baño Henríquez
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Aristóteles contra Parménides: el problema del cambio y la posibilidad de una ciencia física Marcelo D. Boeri
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Persistencia y continuidad del sustrato material en la física de Aristóteles Fabián Mié
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Ser y llegar a ser. Un disenso interpretativo en torno a la definición aristotélica del movimiento Jorge Mittelmann
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La defensa aristotélica del uso de explicaciones teleológicas en Física II 8 Alberto Ross
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Entre lo accidental y lo aparente: La peculiar constelación causal del azar según Aristóteles Gabriela Rossi
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Aristóteles y la infinitud extensiva del tiempo (Fís. IV 13, 222a28-b7) Alejandro G. Vigo
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P RESENTACIÓN A RTÍCULOS SOBRE LA F ÍSICA DE A RISTÓTELES Marcelo D. Boeri Universidad de los Andes, Chile Editor Invitado La Física de Aristóteles ha demostrado ser uno de los tratados más difíciles y problemáticos del Corpus Aristotelicum. En el mundo hispano-parlante no ha sido habitual encontrar trabajos especializados sobre la Física; la situación con esta obra de Aristóteles ha sido especialmente difícil en el contexto hispano-parlante hasta hace relativamente poco tiempo. Hasta comienzos de la década del 90’ del siglo pasado no contábamos todavía con una traducción castellana hecha directamente del griego de la Física de Aristóteles. En poco más de una década esa situación se ha revertido de un modo drástico: no sólo contamos ahora con buenas traducciones completas a nuestra lengua, sino también con ediciones comentadas del texto1 . El grupo de trabajos reunidos en este volumen presenta el tratamiento de varios temas que son especialmente significativos en la Física: el *
Santiago de Chile, marzo de 2006. Cito por orden del año de aparición de la primera edición y por nombre del traductor: Marcelo D. B OERI: Aristóteles, Física I-II, (Traducción, introducción y comentario), Buenos Aires 1993; Guillermo R. D E E CHANDÍA: Aristóteles, Física, (Introducción, traducción y notas), Madrid 1995; Alejandro G. V IGO: Aristóteles, Física III-IV, (Traducción, introducción y comentario), Buenos Aires 1995; José Luis C ALVO M ARTÍNEZ: Aristóteles, Física (Traducción, introducción y notas; con texto griego) Madrid 1996; Ute S CHMIDT O SMANCZIK: Aristóteles, Física, (Traducción y notas; Introducción de Antonio Marino López) México 2001; Marcelo D. B OERI: Aristóteles, Física VII-VIII (Traducción, introducción y comentario), Buenos Aires 2003. Las “traducciones” de Azcárate (Madrid 1874), Gallach Pales (Madrid 1931-1934) y de Samaranch (Madrid 1964) no son para nada confiables; hay más de una razón para sospechar que, al menos algunas de ellas, no están hechas directamente del griego. 1
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tiempo, el acto y la potencia, la materia, la generación y la destrucción, la causalidad, el azar, el problema del movimiento, las condiciones mínimas de cientificidad de la ciencia de la naturaleza, etc. Los artículos han sido escritos por un grupo de investigadores —muy jóvenes la mayor parte de ellos— que ya transitaron por algún tiempo el texto de la Física. En su artículo “¿Ensanchar el instante? El ‘ahora’ aristotélico como límite y como tránsito” Paloma Baño (Universidad de Chile) se propone examinar la concepción aristotélica del ‘ahora’, tal como ésta se presenta en el tratado del tiempo contenido en Física IV 10-14. La autora argumenta que las dos principales cuestiones que Aristóteles se propone abordar allí —a saber, la de si acaso existe el tiempo y la de qué naturaleza tiene— reciben desarrollos en los cuales se nos presenta un ‘ahora’ comprendido como límite interno del tiempo, comprensión en la que el principal énfasis parece estar puesto en la condición de indivisible de dicho límite o, dicho de otro modo, en el hecho de que el ‘ahora’ no es una parte del tiempo. Este ‘ahora’ que no dura corresponde, sin lugar a dudas, al sentido primario que Aristóteles le reconoce al término, mientras que el uso corriente de la palabra, según el cual ‘ahora’ significa un lapso que rodea al ‘ahora’ sin duración, queda relegado a la condición de derivado. Sin embargo, aquella concepción primaria del ‘ahora’, sostiene Baño, no responde todo lo bien que se esperaría a ciertas cuestiones que el propio texto de Aristóteles plantea, y la segunda parte de este escrito intenta poner de manifiesto dicha insuficiencia a partir de la consideración de un problema relativo a la analogía entre móvil y ‘ahora’. Se trata de una analogía presentada por Aristóteles con el objetivo de explicar la difícil tesis de que el ‘ahora’ sería siempre el mismo y a la vez siempre diferente (la analogía es útil porque en el caso del móvil la teoría de la sustancia presta apoyo suficiente para dar cuenta de dicha dualidad). El problema en el que le interesa reparar a Baño es el hecho de que el móvil no parece ser al movimiento lo mismo que el ‘ahora’ es al tiempo (y lo mismo que el punto es a la línea), puesto que el móvil no es un límite interno del movimiento. En consecuencia, la analogía no puede apoyarse en la condición puntual del ‘ahora’; y más bien parece sostenerse en otra característica suya, que sí comparte con el móvil: el ‘ahora’ funciona como principio Tópicos 30 bis (2006)
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de cognoscibilidad del tiempo, del mismo modo que el móvil funciona como principio de congnoscibilidad del movimiento. Esto implica la necesidad de desplazar la noción de límite del núcleo de la concepción del ‘ahora’, no para rechazarla o relegarla al trasfondo, pero sí para hacerle también lugar a una idea que nos permita incluir como nota esencial del ‘ahora’ su dejar ver a través de sí mismo el tiempo —el pasado y el futuro— en que se halla inserto. Dicha idea queda, en opinión de Baño, excelentemente recogida en la noción de ‘tránsito’, mediante la cual Heidegger interpreta el ‘ahora’ aristotélico; y es la pertinencia de dicha interpretación lo que la tercera parte de este ensayo intenta defender. En el siguiente ensayo, “Aristóteles contra Parménides: el problema del cambio y la posibilidad de una ciencia física”, Marcelo D. Boeri (Universidad de los Andes, Chile) se propone presentar una lectura de las críticas de Aristóteles a Parménides para mostrar que a partir de esas críticas surgen algunos principios importantes que Aristóteles tiene especialmente en cuenta a la hora de determinar los principios básicos de la ciencia de la naturaleza. Boeri argumenta que, a pesar del fuerte disenso declarado en Física I 2-3 respecto de las posiciones eleáticas en general y de Parménides en particular, Aristóteles saca provecho de Parménides de un modo constructivo a favor de su propia teoría del cambio y, en general, de las condiciones indispensables para la constitución de una ciencia de la naturaleza. De este modo, muestra que hay secciones relevantes en la Física en las que Aristóteles utiliza a Parménides de un modo constructivo, integrándolo a sus propias posiciones y valiéndose positivamente de aquellos puntos que fueron motivo de su especial desacuerdo. Boeri sugiere que uno de los puntos centrales de tal desacuerdo entre Aristóteles y Parménides (la teoría del ser) es, precisamente, uno de los más fructíferos desde el punto de vista del aprovechamiento para sentar las bases teóricas de una ciencia física según Aristóteles. El tercer trabajo está a cargo de Fabián Mié (Conicet, Universidad Nacional de Córdoba, Argentina), quien comienza por mostrar que la paradoja del movimiento reside en que, para explicarlo, tenemos que asumir algo permanente. Mié muestra que de la aclaración de los diversos tipos de cambio Aristóteles obtiene el concepto del sustrato, que no puede Tópicos 30 bis (2006)
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entenderse como unívoco. La pregunta entonces es cómo hay que explicar la tesis de Aristóteles, según la cual en el cambio sustancial debemos suponer algo que permanece pero que no es un sujeto persistente en su identidad, así como qué clase de sujeto especial del cambio se requiere en ese caso. Aristóteles, argumenta Mié, sostiene que tal sujeto es necesario para mantener la continuidad indispensable en el cambio. Desarrollando esta última idea, llega a la concepción de que la materia del cambio es parte constitutiva del producto, y explica la materia como un sustrato potencial. ¿Deja lugar esta teoría del sustrato a la admisión de una materia absolutamente indeterminada, llamada a asegurar la continuidad, al nivel más básico de los cuerpos? La interpretación que defiende Mié da una respuesta negativa a este interrogante y trata de mostrar de qué manera se explica el cambio entre los elementos sin la gravosa garantía de una persistencia como la que la materia prima intentaba preservar. En el siguiente artículo, “Ser y llegar a ser. Un disenso interpretativo en torno a la definición aristotélica del movimiento”, Jorge Mittelmann (Universidad de los Andes, Chile) intenta comparar dos interpretaciones divergentes de la relación entre una capacidad y su correspondiente actualidad en Física III. Mittelmann se centra en la legitimidad de una distinción entre ‘capacidades de ser’ y ‘capacidades de devenir’, así como en la necesidad eventual de recurrir a ese expediente con vistas a interpretar la definición aristotélica del movimiento. Tras una introducción sumaria de esta distinción y de su aplicación a algunos de los casos que Aristóteles discute, expone su incidencia en la definición de kínesis, y la circularidad que parece resultar de un recurso a ‘capacidades dinámicas’. Luego trata de mostrar que el modo alternativo de construir la posición de Aristóteles, por recurso a la actualización incompleta de ‘capacidades de ser’, produce algunas consecuencias contra-intuitivas. La discusión de ambas estrategias desemboca en una alternativa: o bien se acepta sin reparos la definición aristotélica —a riesgo de volverla inaplicable a un conjunto de fenómenos que ella pretende elucidar— o bien se la rectifica en el sentido previsto por W. D. Ross, pero sólo al precio de volverla circular.
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El quinto ensayo está a cargo de Alberto Ross Hernández (Universidad Panamericana, México), quien intenta ofrecer una reconstrucción de los argumentos de Aristóteles a favor del uso de explicaciones teleológicas en Física II 8. En la exposición de los pasajes seleccionados Ross pone un cierto énfasis en el carácter dialógico del discurso, con el fin de hacer una modesta contribución a la solución de dos dificultades, una de orden exegético y otra de tipo sistemático. En primer lugar, esta lectura le permite introducir un nuevo elemento en la discusión acerca de cuáles son los alcances o límites de las explicaciones teleológicas en la Física de Aristóteles. En segundo lugar, Ross cree que esta estrategia puede ayudar a avanzar en la comprensión de cuál es el tipo de argumentos que se pueden ofrecer cuando se debate si la teleología o el mecanicismo son el esquema explicativo más apropiado para dar cuenta de los fenómenos naturales. En el siguiente trabajo Gabriela Rossi (Pontificia Universidad Católica, Chile) ofrece una interpretación del concepto de azar, en su alcance genérico, tal como es presentado por Aristóteles en Física II 4-6, atendiendo además a su relación con la doctrina de los diferentes tipos de causa de Física II 3. Para esto se aboca, en la parte central del trabajo, a un análisis de cada una de las notas con las que Aristóteles define al fenómeno del azar: el ser una causa (eficiente) accidental y el darse en el ámbito de lo que es con vistas a un fin. Ambas notas corresponderían, según la lectura de Rossi, a un aspecto causal (en sentido accidental) y a otro no causal (o sólo aparentemente causal) del azar. Por último, Rossi también intenta mostrar la conexión estructural entre los dos aspectos recién mencionados, tomando como clave la tesis de la coincidencia entre las causas formal, final y eficiente. Por último, en su ensayo “Aristóteles y la infinitud extensiva del tiempo” Alejandro G. Vigo (Pontificia Universidad Católica, Chile) se concentra en el breve, pero importante pasaje de Física IV 13, 222a28-b7, donde Aristóteles provee dos argumentos a favor de la infinitud extensiva del tiempo. El primero de ellos, argumenta Vigo, siguiendo la línea usual de tratamiento de las propiedades del tiempo, presenta su infinitud extensiva como dependiente de la propia del movimiento. El segundo, Tópicos 30 bis (2006)
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en cambio, abandona esa línea general de tratamiento, y procede de un modo inmanente, a partir de la consideración de las propiedades que posee el ‘ahora’ como límite que explica la posibilidad tanto de la limitación (divisibilidad) como de la continuidad del tiempo. El trabajo de Vigo también explora las consecuencias sistemáticas de este último argumento, e intenta poner de manifiesto algunas de las dificultades que involucra desde el punto de vista metodológico. Tales dificultades ponen de relieve algunos límites estructurales que presenta el intento aristotélico por llevar a cabo un tratamiento re(con)ductivo de las propiedades del tiempo, considerado como un modo del continuum dependiente de otros dos dominios más básicos, a saber: el movimiento y la magnitud espacialmente extensa. Como resultará obvio para cualquier lector atento, este volumen no pretende ser exhaustivo; dado el altísimo grado de especialización a que ha llegado la investigación aristotélica de las últimas décadas, sería difícilmente posible pretender abarcar la totalidad de los temas de la Física en un solo volumen2 . Sin embargo, creo que este número de Tópicos presenta un tratamiento más o menos detallado de los temas que discute cada artículo, y que los temas son lo suficientemente abarcadores como para dar una idea de algunos de los tópicos clave de la física aristotélica. Tengo la impresión, por lo tanto, de que el resultado de conjunto ha sido un libro representativo de algunas de las más importantes cuestiones de la teoría física de Aristóteles, tratadas con profundidad y detalle, y también con sobriedad. Naturalmente, si bien el texto fundamental de referencia es la Física, los autores utilizan con frecuencia otros pasajes del Corpus, de modo que las referencias cruzadas son, como no podía ser de otra manera, bastante frecuentes, aunque en la mayor parte de los casos el objetivo es aclarar algún pasaje de la Física que se está discutiendo. El hecho de que la totalidad de los autores que ha colaborado en este volumen haya estado trabajando algún tiempo sobre la Física constituye 2
Para una referencia bibliográfica puede consultarse las secciones finales de cada ensayo, donde el lector encontrará una lista significativa de algunos de los títulos más relevantes de los estudios dedicados a la Física de Aristóteles y a otros temas conexos. Tópicos 30 bis (2006)
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un aspecto doblemente beneficioso para el resultado final. Por un lado, el hecho de tener familiaridad con un texto tan difícil garantiza, en cierto modo, una presentación relativamente clara de algunos problemas muy difíciles. Si los trabajos incluidos en este volumen efectivamente contribuyen a aclarar los temas discutidos, prestarán un servicio importante a la comunidad hispano-parlante que quiera ver en la lectura de estas páginas una orientación inicial en el espeso bosque de las teorías físicas de Aristóteles. Por otro lado, esa familiaridad con un texto tan difícil probablemente también garantice, al mismo tiempo, un nivel de discusión destacable, sin por ello caer en discusiones farragosas de los ya complejos argumentos aristotélicos. Si esto también se cumple, este conjunto de trabajos habrá contribuido no sólo a aclarar al menos algunos problemas de fondo que son decisivos para comprender las teorías aristotélicas discutidas, sino también a presentar con cierta sofisticación las tesis y problemas considerados en cada ensayo. Creo que si alguna de estas expresiones de deseo se hace realidad, este modesto volumen cumplirá un servicio importante entre los estudiosos de habla hispana interesados en la Física. A modo de cierre de esta presentación, quisiera expresar mi sincero agradecimiento al editor de Tópicos, Prof. Dr. Héctor Zagal Arreguín, por haber confiado en mí al encomendarme la tarea de editor responsable de este número especial de la revista Tópicos. También quisiera expresar un agradecimiento especial a todos los autores, que fueron siempre pacientes a mi pedido de revisión de algún pasaje de su artículo y que demostraron siempre entusiasmo con este proyecto.
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¿E NSANCHAR EL INSTANTE ? El ‘ahora’ aristotélico como límite y como tránsito* Paloma Baño Henríquez Universidad de Chile palomabano@hotmail.com Abstract This paper intends to examine Aristotle’s conception of the ‘now’, such as it is presented in Physics IV 10-14. The author argues that in the two main issues Aristotle tackles there (that is, whether time exists and what time is) the now is understood as being an inner limit of time, an understanding where the main emphasis is upon the condition of indivisibility of such a limit or, in other words, upon the fact that the now is not part of time. Baño concentrates on the analogy between ‘now’ and moving body, presented by Aristotle in order to account for the difficult thesis that the ‘now’ is always the same and, at once, always different. The issue the author is particularly concerned with is the fact that the moving body does not appear to be the same to movement as the ‘now’ is to time, since the moving body is not an inner limit of movement. Consequently, the analogy cannot be based on the punctual condition of the ‘now’, and rather it seems to be based on the fact that the ‘now’ is a principle of time cognition, such as the moving body is a principle of cognition of movement. Key words: Aristotle, Physics, time, Heidegger.
Resumen Este artículo se propone examinar la concepción aristotélica del ‘ahora’, tal como se presenta en Física IV 10-14. La autora argumenta que en las dos cuestiones que Aristóteles aborda ahí (si el tiempo existe y qué es el tiempo) el ahora se comprende como límite interno del tiempo, una comprensión en la que el énfasis principal está puesto en la condición de indivisibilidad de tal límite o, dicho de otra manera, en el hecho de que el ‘ahora’ no es parte del tiempo. Baño se concentra en una analaogía presentada por Aristóteles para dar cuenta de la difícil tesis de que el ‘ahora’ es siempre el mismo y, al mismo tiempo, siempre diferente. *
Recibido: 20-11-05. Aceptado: 23-03-06. Quiero agradecer los significativos comentarios y sugerencias de Eduardo Fermandois, que me permitieron introducir mejoras en el texto. *
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PALOMA BAÑO H ENRÍQUEZ La cuestión en la que la autora está especialmente interesada es el hecho de que el móvil no parece ser al movimiento lo mismo que el ‘ahora’ es al tiempo, dado que el móvil no es un límite interno del movimiento. Consecuentemente, la analogía no puede basarse en la condición puntual del ‘ahora’ y, más bien, parece basarse en el hecho de que el ‘ahora’ es un principio de cognoscibilidad del tiempo, tal como el móvil es un principio de cognoscibilidad del movimiento. Palabras clave: Aristóteles, Física, tiempo, Heidegger.
Pese a que la definición aristotélica del tiempo no incluye una mención expresa del instante presente o ‘ahora’, resulta imposible desconocer que éste es, además de una de las nociones centrales del tratado del tiempo (Fís. IV 10-14), una pieza clave para comprender el modo que tiene Aristóteles de abordar el asunto con que se inaugura dicho tratado: la doble cuestión de si acaso el tiempo es y qué es. Tanto la consideración de una aparente inexistencia del tiempo (217b32-218a8) como la argumentación que desemboca en la definición de éste (219a22-b2), se apoyan de manera decisiva en la noción de ‘ahora’. ¿Y qué es el ‘ahora’? Las líneas que siguen están orientadas por dicha pregunta, e intentan hacerse cargo de la cuestión prestando especial atención a los problemas que se plantean a partir de la habitual concepción del ‘ahora’ como límite indivisible. El propósito es, por cierto, que la consideración de alguno de aquellos problemas sirva de punto de partida para un enriquecimiento de nuestra comprensión del ‘ahora’ aristotélico.
1.
El ‘ahora’ como límite
Las dos preguntas con cuyo planteamiento se abre el tratado del tiempo presentan un desarrollo desigual. La cuestión de si acaso el tiempo se cuenta o no entre los entes inaugura una sección célebremente aporética, donde Aristóteles presenta brevemente argumentos a favor de una aparente inexistencia del tiempo (sin que posteriormente se llegue a desestimar de manera explícita dicha tesis, con la cual el filósofo, sin embargo, a todas luces discrepa). Por otra parte, la cuestión de qué es el tiempo recibe un tratamiento más largo y completo: se revisa ciertas opiniones en circulación, se las rechaza, se rescata la especial relación entre tiempo y movimiento que éstas, no obstante, aciertan en poner de
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manifiesto, se profundiza el análisis de aquella relación y, finalmente, se ofrece una definición de tiempo. La primera aparición del término “ahora” (νÜν) en el tratado tiene lugar al interior del desarrollo de la primera cuestión (si acaso el tiempo es). Más precisamente, se encuentra dentro de la argumentación a favor de la inexistencia del tiempo, la cual dice, en lo fundamental, que el tiempo parece componerse de partes que no existen: una de esas partes existió, pero ya no existe, mientras que la otra parte existirá, pero no existe aún (217b33-34). La premisa, explicitada en el texto un poco después (218a4-5), de que al menos alguna de las partes de lo compuesto debe existir para que exista el compuesto, conduciría a la conclusión de que el tiempo no existe. Pues bien, el ‘ahora’ hace su aparición a propósito de esta conclusión, y de una objeción en contra de ella que Aristóteles pareciera tener en vista: una objeción que advertiría que las partes del tiempo hasta el momento mencionadas son sólo dos —pasado y futuro—, pero que falta una —el presente—, que es precisamente aquélla que podría salvar la existencia del tiempo1 . Frente a esa presunta objeción —que no está explicitada en el texto, sin embargo—, el filósofo aclara que el ‘ahora’ no es una parte del tiempo, y esto por dos motivos: que el ‘ahora’ no mide el tiempo y que el tiempo no se compone de ‘ahoras’; lo cual equivale a decir que el ‘ahora’ no cumple con ninguna de las dos condiciones que debe cumplir una parte para poder ser considerada como tal. Que la parte mida el todo no significa que sea ella quien realice la cuenta, sino que se constituye como unidad de medida en virtud de la cual la cuenta puede ser llevada a cabo. En este caso, como en otros, la analogía con el dominio espacial puede resultar bastante esclarecedora. Así como para medir el largo de un pasillo se necesita emplear una cierta unidad de medida que equivalga a un trozo del tramo que se quiere medir —una baldosa o un metro, por ejemplo—, del mismo modo, para medir un cierto lapso se necesita una unidad de medida, que no es sino 1 Por lo que se refiere a la correspondencia entre ‘ser’ y ‘ser presente’, que aquí queda claramente puesta de manifiesto (lo que fue, fue, pero no es; lo que será, será, pero no es), se puede rastrear los antecedentes en Parménides (cf. DK B8, 5) y en Platón (cf. Parménides, 152e; Timeo, 37e).
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un lapso menor, el cual, trasladado virtualmente a lo largo del período que se quiere medir, permite hacer la cuenta. Lo decisivo aquí es que para Aristóteles resulta del todo imposible que lleguemos a medir un cierto lapso a partir de algo así como una serie de ‘ahoras’, porque el ‘ahora’ es indivisible. Tal como el punto no se extiende en la línea, el ‘ahora’ no dura en el tiempo. Ésa es la razón por la cual el ‘ahora’ no puede medir ni componer el tiempo (el cual, como se ve, sólo puede ser medido y compuesto por trozos de tiempo, lapsos). La indivisibilidad del ‘ahora’ no aparece de manera explícita en el texto del tratado del tiempo, sino en Fís. VI 32 , pero resulta indudable que es precisamente la concepción del ‘ahora’ como indivisible lo que está jugando un papel central en el argumento que le permite a Aristóteles desestimar la posibilidad de acudir al ‘ahora’ para garantizar la existencia del tiempo. Por lo demás, lo que sí aparece continuamente en el tratado es la analogía entre ‘ahora’ y punto, junto con la condición de “límite” que debe reconocérsele al ‘ahora’, asuntos que apuntan claramente en la dirección de una concepción del ‘ahora’ como indivisible. Que se trata del límite entre lo pasado y lo futuro constituye la primera aclaración del término “ahora” presentada por Aristóteles (218a9), la cual aparece en el texto inmediatamente después del pasaje en que se señala que el ‘ahora’ no es parte del tiempo y que, por tanto, no basta reconocer su existencia para garantizar la existencia del tiempo. A partir de esa aclaración puede decirse que para Aristóteles el ‘ahora’ es límite interno del tiempo. Es límite porque funciona como elemento divisor (a la vez que unificador, claro está) de pasado y futuro; es interno porque se trata de un límite entre dos lapsos, y no entre tiempo y no tiempo3 .
2 Si el ‘ahora’ fuera divisible, señala allí Aristóteles, una parte de él sería pasado y otra futuro, lo cual resulta inconcebible (234a11-16). Véase también Agustín: Confesiones XI, quien desarrolla una larga y convincente argumentación en la misma dirección. 3 Por lo demás, un límite entre tiempo y no tiempo, vale decir, un límite externo, no existe, puesto que para Aristóteles el tiempo no tiene comienzo ni fin (cf. Fís. IV 13, 222a33-b7). Para la argumentación a favor de la imposibilidad de comienzo y fin del movimiento, imposibilidad que está íntimamente asociada a la referida al tiempo, véase Fís. VIII 1 y Met. XII 6.
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Hay que decir que esta noción de ‘ahora’ no está presente únicamente en el desarrollo de la cuestión de la existencia del tiempo, sino también, y muy decisivamente, en los pasajes que preparan la definición del tiempo (219a22-b1). A partir de las opiniones ajenas que examina Aristóteles al comienzo de su indagación acerca de qué es el tiempo, se establece una estrecha conexión entre tiempo y movimiento, y esa conexión comienza a precisarse cuando se aclara que, aunque el tiempo no es movimiento, no existe sin movimiento. A partir de allí se concluye que el tiempo ha de ser algo en relación con el movimiento, y además se propone, en lo que será una de las principales tesis del tratado, que tanto la continuidad del tiempo como su carácter sucesivo (manifiesto en las nociones de lo “anterior” y lo “posterior”) derivan de la continuidad y anteroposterioridad del movimiento, los cuales, a su vez, derivan de la continuidad y anteroposterioridad de la magnitud espacial4 (cf. 219a1022). A continuación, en un pasaje que servirá de preparación para arribar a la célebre definición, Aristóteles explica cómo emerge el tiempo a partir del movimiento. Y es entonces cuando se vale del ‘ahora’, entendido tal como había sido presentado desde el comienzo (allí donde se rechazaba la posibilidad de que fuera considerado parte del tiempo): un ‘ahora’ concebido como instancia indivisible, límite interno del tiempo. Pues bien, ¿cómo emerge el tiempo a partir del movimiento? En este punto Aristóteles acude a la descripción de nuestra percepción de mo-
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Lo más razonable sería suponer que la magnitud (µèγεθοσ) no necesariamente ha de ser comprendida como espacial, sobre todo si atendemos al hecho de que los movimientos que pueden darse a partir de ella no son solamente locales o cuantitativos, sino también cualitativos, e incluso cambios sustanciales, todo lo cual está claramente señalado por Aristóteles allí donde examina la cuestión de qué tipos de movimiento debemos tener en cuenta cuando se trata del tiempo (cf. Fís. IV 14, 223a29-b1). Sin embargo, tampoco puede negarse que el filósofo otorga una manifiesta primacía al movimiento local y, además, que en el pasaje al que aquí nos referimos —allí donde se establece la continuidad y anteroposterioridad del tiempo como fundadas en las del movimiento y éstas como fundadas en las de la magnitud (219a10-22)— hay una clara alusión a la espacialidad (visible en la palabra “lugar”, τìποσ; cf. 219a15), de manera que la magnitud en la que está pensando aquí Aristóteles no puede ser otra que la magnitud espacial, probablemente aquello recorrido por un móvil en un desplazamiento. Tópicos 30 bis (2006)
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vimiento y tiempo5 , señalando que sólo podemos saber que ha pasado tiempo (del tiempo no se tiene noticia, por lo visto, sino en la medida en que ha pasado) “cuando tenemos percepción de lo anterior y posterior en el movimiento”6 (219a24-25). Aquí las expresiones “anterior” (πρìτερον) y “posterior” (Õστερον) podrían aludir o bien a trozos de un continuum, o bien a límites indivisibles del mismo. Tanto en la magnitud como en el movimiento y el tiempo se da la anteroposterioridad, y en los tres dominios podemos calificar como anterior o posterior tanto una parte del continuum como un límite de él. Así, podría ser anterior un segmento de un camino respecto de otro, o una sección de movimiento respecto de otra, o un lapso respecto de otro. Pero también es posible hablar de un punto anterior a otro, o de un límite del movimiento anterior a otro (división, διαÐρεσισ, lo llama Aristóteles en 220a19), o de un ‘ahora’ anterior a otro. Suponer que se trata de esto último podría parecer un juicio apresurado y caprichoso, porque para el propio Aristóteles no es ésa la situación corriente de empleo de los términos πρìτερον y Õστερον. Prueba de ello son los ejemplos que ofrece en Met. V 11 para aquellas nociones, ejemplos que nada tienen que ver con la idea de límite7 . Sin embargo, hay razones para suponer que en el pasaje que aquí nos ocupa (219a24-25) de lo que se trata es de límites del continuum y no de partes suyas. En primer término, vale la pena atender al hecho de que hay otros lugares del tratado sobre el tiempo donde se emplea los 5
Podría plantearse la cuestión de si acaso es legítimo pasar al plano de la percepción del tiempo cuando de lo que se trata es de desarrollar un argumento que permita dilucidar qué es el tiempo. Pero el ser del tiempo no es algo nítidamente distinguible de la percepción del tiempo, puesto que, de acuerdo a la concepción aristotélica, el propio ser del tiempo dependerá, en cierta medida, del ser del alma. Para la necesidad de rechazar la oposición sujeto-objeto a la hora de comprender en general la Física aristotélica, véase Vigo (2002), en especial pp. 141-148. 6 Tanto aquí como en las sucesivas citas de la Física transcribo la traducción de Vigo (1995). 7 Cuando se trata de lo anterior o posterior según el tiempo, los ejemplos son siempre acontecimientos, que tienen lugar durante un lapso nada despreciable (la guerra de Troya, los juegos de Nemea, los juegos de Pitia). En el caso de lo anterior y posterior con respecto al movimiento, el ejemplo es un móvil, la cosa que cambia (el niño como anterior al adulto). Cf. Met. V 11, 1018b14-21. Tópicos 30 bis (2006)
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términos “anterior” y “posterior” en ese sentido (cf. 218b25-26, 219b12, 219b26-27). Pero lo que resulta decisivo es que tal sentido de ‘anterior’ y ‘posterior’ se da también en otro pasaje que forma parte del mismo argumento preparatorio de la definición, pasaje que aclarará el sentido en que debe entenderse el que estábamos aquí analizando. En efecto, luego de señalar que percibimos tiempo sólo cuando percibimos lo anterior y posterior en el movimiento, Aristóteles aclara que hace falta tomar nota de dos extremos en el movimiento para contemplar cómo emerge el tiempo de en medio de aquellos extremos. Enseguida, añade que reparar en esos dos extremos es lo que hace el alma cuando “dice que son dos los ‘ahora’, el uno anterior y el otro posterior” (219a27-28). Como se ve, los extremos indispensables para la emergencia del tiempo a partir del movimiento han de ser entendidos como dos ‘ahoras’. En consecuencia, la “percepción de lo anterior y posterior en el movimiento” que se da cuando podemos decir que ha pasado tiempo no es sino la percepción de dos hitos o instancias puntuales e indivisibles en el movimiento, pues de lo contrario no podrían corresponderse con los ‘ahoras’ que nombrará el alma. Que aquí Aristóteles continúa concibiendo el ‘ahora’ como aquello que, pese a estar en el tiempo, no dura, sino que sólo establece el límite entre lo que sí dura y es parte del tiempo —a saber, pasado y futuro—, es algo que se advierte por el hecho de que el texto señala que la emergencia del tiempo sólo se verifica cuando atendemos a aquello que queda en medio de esos dos extremos que es necesario tener en consideración. Los extremos por sí solos no constituyen tiempo alguno, sino que sólo permiten demarcar algo que acabará siéndolo: algo que en principio era una sección de movimiento y que, luego de la intervención demarcadora de alguien —el alma, según aclara Aristóteles más adelante—, pasa a ser un lapso. He ahí el tiempo emergiendo del movimiento. Después de esta explicación, el camino hacia la definición ha quedado allanado: el tiempo es lo medido del movimiento, que resulta de atender a lo anterior y posterior (es “número del movimiento según lo anterior y posterior”, ριθµäσ κιν σεωσ κατ τä πρìτερον καÈ Õστερον; 219b2).
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Como se ve, la concepción del ‘ahora’ como límite y no parte del tiempo, juega un importante papel tanto para presentar el problema de la aparente inexistencia del tiempo como para dar cuenta de lo que el tiempo es. Por una parte, la existencia del tiempo queda puesta en duda a causa de que el ‘ahora’ carece de duración; por otra parte, la definición del tiempo se apoya en la consideración de dos hitos inextensos en el movimiento, los cuales acaban siendo dos ‘ahoras’ puntuales. Desde luego, no se puede pasar por alto lo difícil que resulta compatibilizar lo primero con lo segundo, puesto que en la cuestión de la aparente inexistencia del tiempo el ‘ahora’ está siendo considerado fundamentalmente como presente (frente a pasado y futuro), mientras que en el desarrollo de la cuestión de la esencia del tiempo la sola mención del ‘ahora’ en plural no nos permite seguir pensándolo como presente8 : si lo que hace falta tener a la vista son dos ‘ahoras’, uno anterior y el otro posterior, necesariamente debe hallarse en el pasado o en el futuro al menos uno de los dos —y más probablemente ambos en el pasado, puesto que Aristóteles ha dicho que de lo que se trata es de poder decir que “ha pasado tiempo” (cf. 219a24). En este último caso de uso del término, lo que tenemos es un ‘ahora’ que se ha independizado de las circunstancias de su enunciación, un ‘ahora’ que se ha sustantivado y que, con ello, ha ganado la posibilidad del plural. Ya no se trata del presente, sino de un instante cualquiera, que bien podría coincidir con el del presente, pero que igualmente puede estar situado en el pasado o en el futuro. Como se ve, el diferente modo de considerar el ‘ahora’ en uno y otro caso es innegable. Sin embargo, queda intacto el rasgo del ‘ahora’ al que hemos venido prestando especial atención aquí: su condición de límite del tiempo y no parte de él. Aristóteles es plenamente consciente de que no es ésa la concepción que se tiene del ‘ahora’ en el uso habitual de la palabra, y reconoce dicho 8
Lo cierto es que el ‘ahora’ ya había aparecido en plural dentro del desarrollo de la aporía referida a la existencia del tiempo, pero difícilmente puede decirse que allí se inaugure la posibilidad de considerarlo independizado del presente, puesto que aquella mención no se halla dentro de una teoría positiva de Aristóteles, sino dentro de una tesis a rechazar (a saber, que el tiempo pudiera componerse de ‘ahoras’ [âκ τÀν νÜν], cf. 218a8). Tópicos 30 bis (2006)
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uso como un segundo sentido del término, en el cual de lo que se trata es de un tiempo cercano al ‘ahora’ entendido en el primer sentido (222a2122), vale decir, de un lapso que circunda al ‘ahora’ presente puntual, extendiéndose brevemente hacia el pasado y/o hacia el futuro. Éste es, por cierto, un ‘ahora’ que nos resulta más familiar: un ‘ahora’ que sí es parte del tiempo y que coincide con lo que entendemos normalmente como presente; un ‘ahora’ cuya amplitud, variable, puede a veces ser pequeña, pero nunca nula. Sin embargo, esto no altera en absoluto lo dicho hasta aquí sobre el ‘ahora’ entendido como límite. Podemos seguir afirmando que el ‘ahora’ aristotélico es un instante puntual, límite interno del tiempo y nunca parte de él, porque es claro que para Aristóteles la primacía la tiene ese sentido de la palabra ‘ahora’, mientras que el segundo sentido —el ‘ahora’ entendido como lapso presente, el cual se define en función del ‘ahora’ puntual— no es más que derivado respecto del primero. Sin embargo, esta concepción del ‘ahora’ como límite, instancia indivisible del tiempo, no siempre se muestra del todo exitosa. Sin ser en ningún caso falsa, puede resultar insuficiente cuando se trata de comprender ciertas cuestiones que salen a la luz a partir del propio texto de Aristóteles. En lo que sigue, examinaremos cierto aspecto de uno de los pasajes más relevantes del tratado por lo que se refiere al tema del ‘ahora’, en la esperanza de poder mostrar aquella insuficiencia.
2.
El problema de la analogía entre móvil y ‘ahora’
Poco después de presentar la definición del tiempo, Aristóteles desarrolla un argumento tendiente a resolver una de las dificultades planteadas al inicio del tratado: la aporía de la identidad y alteridad del ‘ahora’. En la presentación de aquella aporía (218a8-30) se mostraba la imposibilidad de concebir el ‘ahora’ como siempre el mismo y, a la vez, la imposibilidad de concebirlo como siempre diferente. Razones para lo primero son, en primer lugar, que algo continuo y divisible, como es el tiempo, no puede poseer un único límite; en segundo lugar, que si hubiera un solo ‘ahora’ todo sería simultáneo y nada anterior ni posterior a nada, cosa claramente inadmisible. Por lo que se refiere a la alternati-
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va de que el ‘ahora’ sea cada vez diferente, también debe ser rechazada, puesto que no es posible comprender satisfactoriamente el alternarse de los múltiples ‘ahoras’ que habrían de irse sucediendo. Para que llegara a darse tal alternancia, debería desaparecer un ‘ahora’ para dar paso al siguiente, pero entonces surge la incómoda pregunta por el cuándo de tal acontecimiento. ¿Cuándo desaparece un ‘ahora’, para ser reemplazado por el siguiente? El primer ‘ahora’ no puede desaparecer dentro de sí mismo ni tampoco en el siguiente. No puede lo primero, porque si desaparece mientras existe estamos ante una contradicción; no puede lo segundo, porque el ‘ahora’ no es una parte del tiempo, y de ahí que resulte simplemente inconcebible un ‘ahora’ inmediatamente siguiente a otro. Entre dos ‘ahoras’ cualesquiera habrá siempre tiempo y, por tanto, innumerables ‘ahoras’, lo cual hace imposible que uno de ellos siga inmediatamente a otro. Así las cosas, la aporía se vuelve manifiesta: tanto la identidad como la alteridad del ‘ahora’ resultan inconcebibles. Aunque la respuesta a esta dificultad (219b12-33) no se hará cargo de la cuestión en los mismos términos ni abordando exactamente los mismos problemas que fueron presentados al comienzo del tratado —cuando la aporía fue planteada—, puede decirse que en general el asunto queda resuelto. La solución pasa no por defender una de las alternativas y descartar la otra, sino por rechazar la consideración de éstas como excluyentes. El ‘ahora’ es ambas cosas: en un sentido siempre el mismo, en otro sentido cada vez distinto. Y la dificultad del pasaje viene dada por la dificultad que hay en la comprensión de aquellos dos sentidos. Aristóteles habla, por una parte, del ‘ahora’ considerado como “lo que es en cada caso (í ποτε îν)”, aspecto bajo el cual sería siempre el mismo, y, por otra parte, del “ser (εÚναι)” del ‘ahora’, sentido según el cual éste sería diferente cada vez. Ateniéndonos a la lectura que los comentaristas suelen hacer9 , habría que decir que el ‘ahora’ es siempre el 9
Se trata de una interpretación que, sobre todo por lo que se refiere a la lectura de la controvertida fórmula í ποτε îν, se remonta a Simplicio (quien la explica recurriendo a las nociones de Õπαρξισ y Íποκεеενον; Cf. Simplicio, In Phys., 712, 25-26), se encuentra también en Tomás de Aquino (quien emplea el término subjectum, cf. su comentario, IV, viii, 548-585) y fue fijada en la modernidad por Torstrik (1857, quien habla de das zu Grunde Liegende, apoyándose en otros pasajes de Aristótles y además en Filópono, Tópicos 30 bis (2006)
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mismo considerado en su aspecto de sustrato o sujeto, mientras que es cada vez diferente si tenemos en cuenta la multiplicidad de predicaciones que puede ir recibiendo (su “ser” de uno u otro modo, su estar aquí o allá). Así, la oposición entre í ποτε îν y τä εÚναι aplicada al ‘ahora’ aludiría a la oposición entre, por un lado, un instante que, análogamente al móvil, permanece como sujeto del cambio, y, por otro lado, ese mismo instante considerado en las distintas situaciones por las que atraviesa el móvil correspondiente. Como se ve, la referencia al móvil resulta en este punto ineludible. Es tan ineludible la referencia al móvil cuando se trata del ‘ahora’ como la referencia al movimiento cuando se trata del tiempo. Y Aristóteles es muy claro en mostrar esa dependencia, al explicar la identidad y alteridad del ‘ahora’ por recurso a la identidad y alteridad del móvil. Acudir a la identidad y alteridad del móvil es perfectamente legítimo si tenemos en cuenta la dependencia estructural del tiempo respecto del movimiento —atestiguada, por cierto, en la propia definición del tiempo—, en virtud de la cual hay que decir no sólo que el tiempo sigue al movimiento, sino también que el ‘ahora’ sigue al móvil10 . Cuando se trata del móvil, la duplicidad identidad-alteridad parece más comprensible que cuando se trata del ‘ahora’, de manera que lo que se dice del primero permite arrojar luz sobre lo que se dice del segundo, en virtud de la relación de seguimiento establecida entre ambos. El ejemplo que nos ofrece el texto parece bastante iluminador: Corisco, a pesar de seguir siendo Corisco mientras se desplaza, cambia en algún sentido —en cuanto a su ‘ser’, en cuanto a su estar de tal o cual manera— cuando se traslada desde el Liceo al ágora. En la medida en que Corisco va Alejandro, Temistio y Simplicio). Los argumentos de Torstrik y, con ello, la remisión a la noción de Íποκεеενον, parecen haber sido ampliamente aceptados (por ejemplo, por Ross, Wieland, Vigo). 10 En realidad, lo que nos presenta Aristóteles son dos líneas de seguimiento, que tienen entre sí correspondencias estructurales: así como el tiempo sigue al movimiento y el movimiento a la magnitud, el ‘ahora’ sigue al móvil y el móvil al punto. Por otra parte, y para completar el cuadro de relaciones, hay que decir que el ‘ahora’ es al tiempo lo que el móvil es al movimiento y lo que el punto es a la magnitud. (Para un esquema que grafica estas relaciones, cf. Ross, 1936, p. 599). Tópicos 30 bis (2006)
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cambiando de posición, va siendo otro, y otro, y otro; en la medida en que es Corisco quien cambia, es siempre el mismo. Dicho de otro modo, de un lado están los accidentes que se van sucediendo en el sustrato y de otro lado está el sustrato al que le van sucediendo los accidentes. Pues bien, como el ‘ahora’ sigue al móvil, también será el mismo ‘en cada caso’ (correspondiente a cada fase del movimiento), a la vez que diferente según ‘su ser’. Como se ve, la analogía entre móvil y ‘ahora’ —y, más precisamente, la relación de seguimiento establecida— es lo que le permite a Aristóteles resolver la aporía y explicar en qué sentido el ‘ahora’ permanece siempre el mismo y en qué sentido se va volviendo otro y otro. El pasaje presenta varias dificultades11 , pero aquí nos centraremos en una que tiene para nosotros especial interés, por cuanto nos permitirá revisar la concepción del ‘ahora’ como límite indivisible. Se trata del punto de partida de la explicación de la identidad y alteridad del ‘ahora’: la analogía entre móvil y ‘ahora’. ¿Por qué Aristóteles acude al móvil cuando busca en el movimiento un elemento equivalente a lo que es el ‘ahora’ en el tiempo? La analogía entre ‘ahora’ y punto parece clara, puesto que ambos son límites internos del continuum al que pertenecen. Así como el punto es indivisible y, por lo tanto, no es jamás una parte constitutiva de la línea, así también funciona el ‘ahora’ con respecto al tiempo12 . El móvil, en cambio, no está en una situación equivalente con respecto 11
Aunque no sea posible tratarla aquí, vale la pena señalar una de esas dificultades, surgida de la diferencia entre ‘ahora’ y móvil por lo que se refiere al tipo de identidad y de alteridad que cada uno presenta. Pareciera que en el caso del móvil la identidad es numérica y la alteridad específica, mientras que en el caso del ‘ahora’ la identidad es meramente específica y la alteridad numérica. Dicho de otro modo, el móvil tiene la unidad de lo singular, mientras que el ‘ahora’ tiene la unidad de lo común a una multiplicidad de individuos; y el móvil difiere de sí mismo en los múltiples modos que presenta la entidad singular que es, mientras que el ‘ahora’ difiere de sí mismo en las múltiples entidades singulares que merecen el nombre de ‘ahora’. Así las cosas, la relación de seguimiento establecida por Aristóteles, según la cual el ‘ahora’ sigue en general al móvil, y en particular su identidad y alteridad, pone de manifiesto la analogía entre móvil y ‘ahora’, pero no logra explicar, por sí sola, aquella asimetría. 12 Aunque el pasaje en que se halla la respuesta a la aporía del ‘ahora’ no es muy explícito por lo que se refiere a la introducción de la noción de punto (219b16-21), el lugar de éste en la analogía resulta, sin embargo, perfectamente claro más adelante Tópicos 30 bis (2006)
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al movimiento. Si el movimiento es una extensión o cantidad continua, como la línea y el tiempo (y lo es, según Met. 1020a29-30), cabría pensar que es posible distinguir en su interior lo que Aristóteles ha venido llamando límite, tal como el punto en la línea y el ‘ahora’ en el tiempo. Ese límite del movimiento es considerado y nombrado en otro lugar del tratado del tiempo, de manera que no hace falta elaborar conjeturas para dar con él. Se trata de la división [διαÐρεσισ]. El pasaje, en 220a18-20, dice que el ‘ahora’ no es parte del tiempo tal como tampoco la división es parte del movimiento ni el punto es parte de la línea. Pero hay que decir que no sólo cuando Aristóteles emplea el término διαÐρεσισ debemos pensar en un límite interno del movimiento perfectamente análogo al punto en la línea y al ‘ahora’ en el tiempo. Aun cuando no aparezca nombrada, la noción también parece estar presente en el argumento de 219a22-29, al que ya nos hemos referido, en especial en la expresión “lo anterior y posterior en el movimiento” (219a24-25). Allí, el paso de lo anterior y posterior en el movimiento a lo anterior y posterior en el tiempo apenas se advierte; pero es claro, por una parte, que el argumento comienza con la consideración de lo anterior y posterior en el movimiento, y, por otra parte, que desemboca en los dos ‘ahoras’ que permiten la emergencia del tiempo como lo que ha quedado en medio de ellos. Precisamente porque el paso apenas se advierte, se puede decir que la analogía entre el orden del movimiento y el del tiempo es perfecta. En ambos casos se trata de dos cortes operados por el alma dentro del continuum del movimiento. Vistos desde el movimiento en cuanto tal, esos cortes corresponderían a las ‘divisiones’; vistos desde el movimiento en cuanto intervenido por el alma (contado, numerado por ella), corresponderían a los ‘ahoras’. Así las cosas, la pregunta que en este punto se alza dice así: ¿Por qué, cuando se trata de la cuestión de la identidad y alteridad del ‘ahora’, Aristóteles considera que lo análogo al ‘ahora’ en el dominio del movimiento es el móvil, y no la ‘división’? La división parece poder cumplir más cabalmente con el paralelo, puesto que ella sí funciona como límite (222a10-20), donde punto y ‘ahora’ son tratados como principio de continuidad y de divisibilidad de la línea y del tiempo, respectivamente. Tópicos 30 bis (2006)
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del continuum al que pertenece, del mismo modo que el ‘ahora’ en el tiempo y el punto en la línea. ¿Por qué, entonces, Aristóteles no echa aquí mano de la noción de división? Pues bien, lo primero que hay que tener en cuenta es que, en caso de haberse recurrido a una analogía con la ‘división’, difícilmente podría haberse explicado la identidad y alteridad del ‘ahora’. Que el límite del movimiento es siempre el mismo y siempre diferente resulta una afirmación al menos tan oscura como la que dice que el límite del tiempo es siempre el mismo y siempre diferente. En la misma situación estaríamos de haber acudido al límite de la línea. ‘Ahora’, división y punto parecen perfectamente análogos en cuanto límites, en cuanto unificadores y divisores de la extensión a la que pertenece cada uno; sin embargo, precisamente por sus semejanzas, no parece avanzarse un ápice cuando se intenta explicar la identidad y alteridad de uno de los tres recurriendo a la identidad y alteridad de otro. La identidad y alteridad del móvil, en cambio, sí parece verdaderamente clara. Sin embargo, aquí no basta que la identidad y alteridad del móvil resulte clara; es necesario, además, que ésta pueda explicar la identidad y alteridad del ‘ahora’. Y para ello hace falta sentar la analogía entre ambos. Pues bien, ¿en qué radica la analogía entre móvil y ‘ahora’, si no es en su condición de límite? El texto de Aristóteles señala que el ‘ahora’ sigue al móvil de manera análoga a como el tiempo sigue al movimiento, “puesto que tenemos conocimiento de lo anterior y posterior en el movimiento por medio de lo que se traslada, y existe el ‘ahora’ en cuanto lo anterior y posterior es numerable” (219b23-25). En este pasaje debemos tener en cuenta, por una parte, la relación entre “lo anterior y posterior en el movimiento” y el ‘ahora’, y, por otra parte, la importancia del móvil por lo que se refiere a ponerlos de manifiesto. En cuanto a la relación entre “lo anterior y posterior en el movimiento” y el ‘ahora’, ésta es, de acuerdo a lo que ya hemos señalado, sumamente estrecha, al punto de que podría decirse que lo único que los diferencia es la intervención numeradora del alma en el caso del ‘ahora’. En la medida en que el alma cuenta el movimiento, marca al menos dos hitos en él —las ‘divisiones’—, y es entonces cuando tales hitos, que son lo anterior y posterior en el movimiento, se Tópicos 30 bis (2006)
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revelan como ‘ahoras’. Por otra parte, por lo que se refiere al móvil, hay que decir que su importancia radica en ponernos de manifiesto el movimiento en el que se halla involucrado y, con ello, también en permitirnos el acceso a lo anterior y posterior en el movimiento. Dado que esto último implica la emergencia de los ‘ahoras’ (que son tales precisamente en la medida en que lo anterior y posterior en el movimiento es percibido por el alma), puede decirse que el móvil, al permitir conocer lo anterior y posterior en el movimiento, permite también la existencia de los ‘ahoras’. Así las cosas, la vinculación entre móvil y ‘ahora’ se aclara: se trata de una dependencia del ‘ahora’ respecto del móvil (aunque no exclusivamente del móvil, pues también hará falta el alma como instancia numeradora), en virtud de la cual puede decirse que el ‘ahora’ sigue al móvil. Sólo hay ‘ahora’ en la medida en que hay móvil, y esto significa que sólo hay ‘ahora’ en la medida en que le acontece al móvil ser ‘ahora’ (y ahora, y ahora. . . )13 . La analogía entre móvil y ‘ahora’ se apoyará, en definitiva, en la consideración del factor conocimiento, cuya importancia ya se empezaba a poner de relieve en el pasaje que recién examinábamos (219b23-25). Allí decía Aristóteles que el móvil nos permite tener conocimiento de lo anterior y posterior en el movimiento, a la vez que llamaba la atención sobre el hecho de que el ‘ahora’ y lo anterior y posterior en el movimiento son conceptualmente muy cercanos (en cuanto numerables, lo anterior y posterior son ‘ahoras’). Pues bien, la importancia del factor conocimiento queda reforzada en un pasaje bastante próximo (219b2830), donde Aristóteles aclarará la analogía propiamente tal: esa analogía entre móvil y ‘ahora’ en virtud de la cual puede decirse que este último sigue al primero en su identidad y alteridad. Lo que parece querer decir el pasaje es que el tiempo se conoce mediante el ‘ahora’ del mismo modo como el movimiento se conoce mediante el móvil; y más aun: que, 13
Wieland enfatiza el hecho de que el ‘ahora’ está más directamente en contacto con las sustancias o entidades naturales que lo que lo está el tiempo, llamando la atención sobre el hecho de que el ‘ahora’ depende directamente del móvil, mientras que el tiempo depende de él de manera indirecta: el ‘ahora’ es un predicado del móvil y el tiempo es un predicado de predicado (un predicado del movimiento, que es a su vez predicado del móvil). Cf. Wieland (1962), p. 325. Tópicos 30 bis (2006)
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así como el móvil es lo máximamente cognoscible en el orden del movimiento, el ‘ahora’ es lo máximamente cognoscible en el orden del tiempo. En consecuencia, puede decirse que es por proporcionarnos la clave de acceso al continuum al que cada uno pertenece que móvil y ‘ahora’ son perfectamente análogos. Y bien, ¿qué puede decirnos esto por lo que se refiere, más en general, a la comprensión del ‘ahora’ en el tratado del tiempo? Aristóteles nos lo ha presentado como límite interno del tiempo, pero, por lo que hemos visto, ello no basta para comprender la analogía entre móvil y ‘ahora’. Dicha analogía no se constituye sobre la base de la idea de un límite indivisible, sino sobre la base de la idea de una suerte de clave cognoscitiva. ¿Es que entonces es un error concebir el ‘ahora’ como límite indivisible? ¿Es que hace falta algo en nuestra concepción del ‘ahora’? En la esperanza de alcanzar mayor claridad sobre aquello que echamos en falta cuando nos mantenemos en la concepción del ‘ahora’ como límite, en lo que sigue intentaré presentar —breve y parcialmente, porque más no es posible aquí— la interpretación del ‘ahora’ aristotélico llevada a cabo por Heidegger, quien enfatiza un aspecto diferente de este ‘ahora’: no ya la indivisibilidad propia del límite, sino su condición de ‘tránsito’.
3.
La lectura de Heidegger: el ‘ahora’ como tránsito
Como se sabe, el interés de Heidegger por el tema del tiempo sobrepasa con creces su consideración del tratado aristotélico contenido en la Física. Pero el análisis de dicho tratado resulta indispensable, a los ojos de Heidegger, para todo aquél que pretenda abordar seriamente la cuestión del tiempo: “Ningún intento por desentrañar el misterio del tiempo se podrá librar de una discusión con Aristóteles”, señala el filósofo de Friburgo en sus lecciones del semestre de verano de 1927, Los problemas fundamentales de la fenomenología (p. 329 de la edición alemana, Die Grundprobleme der Phänomenologie; en adelante, GPP ). En aquellas lecciones, que constituyen una continuación del proyecto de Ser y Tiempo —una suerte de segunda parte del Ser y Tiempo publicado—, el filósofo alemán se interesa por la exégesis del tratado aristotélico del
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tiempo a propósito de su propia preocupación por el tema de la temporalidad, en el marco de lo que ya desde el comienzo de Ser y Tiempo había sido declarado como objetivo central de su filosofía: el desarrollo de la pregunta por el ser y la consideración de una analítica del ente que somos nosotros mismos —el Dasein— como principal derrotero. Precisamente porque el interés de Heidegger por el tiempo de Aristóteles se inscribe en el marco del desarrollo de la filosofía del propio Heidegger, podría sospecharse que el ‘ahora’ que éste nos presente acabará siendo más heideggeriano que aristotélico. La sospecha no debería desestimarse del todo, pues lo cierto es que la particular lectura del texto de Aristóteles que se nos ofrece en los GPP está al servicio de la noción heideggeriana de tiempo vulgar y, más aun, al servicio de la tesis según la cual dicho tiempo vulgar ha de ser considerado como derivado respecto del tiempo originario. Sin embargo, y pese a que es indudable el interés que tiene todo aquello para una cabal comprensión de la filosofía de Heidegger, lo que hemos de evaluar aquí es la pertinencia de la interpretación heideggeriana del ‘ahora’ aristotélico como una adecuada manera de comprender a Aristóteles, y no como un momento dentro del desarrollo del pensamiento de Heidegger acerca de la cuestión del tiempo. ¿Y qué tiene de peculiar la interpretación heideggeriana del tratado aristotélico del tiempo? Lo que primero debería saltarnos a la vista es el hecho de que el tiempo aristotélico sea presentado como un tiempo: el tiempo en el que queda explicitada nuestra comprensión vulgar, basada en la asunción tradicional de la metafísica según la cual todo ente —y entre ellos el tiempo— ha de ser concebido como lo que está allí delante, ante nuestros ojos, visible y apresable en el marco de nuestra disposición teórica frente al mundo; en palabras de Heidegger, lo Vorhanden. Pero el hecho de que éste sea un tiempo, y no el tiempo sin más, no significa que se trate de un invento caprichoso de los hombres o de los filósofos. De ser así, estaríamos ante algo que nada tendría que ver con el tiempo originario que le interesa a Heidegger poner de manifiesto, y no sería fácil explicarse por qué habría que darle tanta importancia al tratado aristotélico de la Física. Pero su importancia está justificada, y Tópicos 30 bis (2006)
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radica en que el tiempo aristotélico y el de nuestra comprensión vulgar es un tiempo fundado en el originario y, más aun, un tiempo cuyas características sólo pueden hacerse verdaderamente comprensibles a partir de ese tiempo originario o temporalidad, que constituye el ser del Dasein. Es por eso que Heidegger encamina su exégesis del tiempo aristotélico en la dirección de hacer visible su condición de derivado respecto de la temporalidad. Por lo que se refiere a la interpretación heideggeriana del ‘ahora’, no cabe duda de que ésta se inscribe dentro de dicha empresa; y esto significa que el carácter extático de la temporalidad —ese ‘fuera de sí’ que caracteriza el modo de ser de pasado, presente y futuro, y que se corresponde con el reconocimiento de la ‘aperturidad’ [Erschlossenheit] como condición esencial del Dasein—, de algún modo ha de verse reflejado en la noción de ‘ahora’. No puede decirse que el ‘ahora’ aristotélico y la extaticidad de la temporalidad coincidan sin más, puesto que en el primer caso se trata de la expresión de la concepción vulgar del tiempo, mientras que en el segundo caso se trata del tiempo originario, el cual se revela como el fondo de nuestro esencial estar lanzados fuera de nosotros mismos. Pero una manera de mostrar cómo clama el tiempo vulgar su condición de derivado respecto del tiempo originario consiste en descubrir en el ‘ahora’ aristotélico ciertos rasgos en los que el carácter extático de la temporalidad alcanza a advertirse. Veamos, pues, qué es lo que esta orientación permite descubrir en el ‘ahora’ aristotélico. Para Heidegger resulta clave el papel que juegan las nociones de lo ‘anterior’ y ‘posterior’ dentro de la concepción aristotélica del tiempo. Se trata de nociones que forman parte de la célebre definición —tiempo es el número del movimiento según lo anterior y lo posterior—, de manera que apelar a ellas para una cabal comprensión del texto parece perfectamente justificado. Pues bien, por lo que se refiere en particular al ‘ahora’, Heidegger se vale de dichas nociones para aclarar la distinción entre ‘ahora’ y punto, distinción que tanto importa para evitar el malentendido según el cual Aristóteles nos habría presentado un tiempo que acabaría coincidiendo con la magnitud, vale decir, un tiempo espacializado. Aquí, en el intento por distinguir entre ‘ahora’ y punto, desarrolla Heidegger la Tópicos 30 bis (2006)
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idea de que el ‘ahora’ contendría una referencia a lo anterior y lo posterior, por lo cual sería él mismo una suerte de tránsito [Übergang]. ¿Por qué ‘tránsito’? Porque mediante esa expresión podemos reconocer en el ‘ahora’ un apartarse de la fijeza del punto en medio de la línea, un trascender lo meramente puntual, una esencial referencia a lo anterior y lo posterior: al pasado (el ‘ya-no’) y al futuro (el ‘todavía-no’). Si consideramos un trayecto no como mera línea, sino en cuanto recorrido por un móvil, los puntos de inicio y de término de dicho movimiento ya no son meros puntos, sino algo que los desborda: un ‘desde allí’ y un ‘hacia aquí’. El tiempo, por su parte, en ningún caso puede llegar a originarse a partir de puntos aislados, sino que emerge precisamente a partir del ‘desde allí’ y el ‘hacia aquí’ que enmarcan el movimiento. El ‘ahora’ conserva, indudablemente, esa condición desbordadora que ya a nivel de movimiento podía reconocerse, y es por eso que dice Heidegger que el ‘ahora’, al trascender al punto, “mira hacia atrás y hacia delante” (GPP, 354). Así, el hecho de que el ‘ahora’ incluya dentro de sí la referencia al ‘ya-no’ y al ‘todavía-no’ le otorga al propio ‘ahora’ un carácter dimensional, y es esa condición dimensional lo que el término ‘tránsito’ quiere recoger (GPP, 352)14 . ¿Pero puede efectivamente decirse del ‘ahora’ aristotélico que no es algo meramente puntual e inextenso —como lo era cuando lo concebíamos como límite indivisible—, sino ‘dimensional’, como quiere Hei14
Puede ser interesante observar que las expresiones empleadas por Heidegger para aclarar la condición de tránsito del ‘ahora’ —‘ya-no [Nicht-mehr]’ y ‘todavía-no [Nochnicht]’— presentan, a diferencia de lo que sucede con las expresiones correspondientes al plano del movimiento —‘desde allí [von dort her]’ y ‘hacia aquí [hier hin]’—, una ambigüedad: mientras que en el caso del movimiento lo nombrado son claramente dos hitos —uno allí y otro aquí —, en el caso del tiempo las expresiones se prestan para pensar tanto en dos ‘ahoras’ diferentes —uno pasado, que ya no existe, y uno futuro, que todavía no existe— como en un solo ‘ahora’ visto en su referencia al pasado y en su referencia al futuro —vale decir, un ‘ahora’ que por una parte ya no es uno anterior y que por otra parte todavía no es uno posterior. En esta segunda manera de comprender las expresiones alcanza más fuerza, por cierto, la tesis de la dimensionalidad del ‘ahora’, pues dicha dimensionalidad no dependería ya —como depende en el caso del movimiento— del trecho que salta a la vista a partir de la consideración de dos límites o hitos inextensos, sino que dependería únicamente del hito individualmente considerado: el ‘ahora’ sería dimensional exclusivamente en función de sí mismo. Tópicos 30 bis (2006)
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degger? Una primera aproximación a la cuestión podría hacernos pensar que Heidegger invierte, o simplemente confunde, los dos sentidos de la palabra ‘ahora’ que Aristóteles reconoce y explicita: por un lado, el ‘ahora’ puntual, que es límite interno del tiempo y nunca parte de él; por otro lado, el ‘ahora’ extenso, lapso cercano al ‘ahora’ entendido en el primer sentido15 . Pero incluir en el ‘ahora’ la alusión al pasado y al futuro, reconocer en él aquella referencia o ‘mirada’ que le permite al ‘ahora’ saltar desde su nula interioridad hacia el tiempo que se extiende a cada lado de sí mismo, no es equivalente a incluir un trozo de tiempo en él. El ‘ahora’ que describe Heidegger no es el lapso al que Aristóteles se refiere cuando habla de un sentido secundario del término, sino el límite indivisible a partir del cual emerge el tiempo desde el movimiento. De acuerdo a la lectura de Heidegger, ese límite no sería mero límite inextenso, como el punto en la línea, sino también tránsito. Antes de volver a la cuestión de la analogía entre móvil y ‘ahora’, con la cual nos interesa contrastar la interpretación heideggeriana, puede valer la pena reforzar esta última a partir del enfrentamiento con una objeción. Formulada por Figal (1988, p. 311), dicha objeción advierte que en Aristóteles lo anterior y posterior son siempre dos ‘ahoras’ distintos, no dos aspectos de un único ‘ahora’, y hace hincapié en el hecho de que esta presencia de al menos dos ‘ahoras’ sería indispensable para que pueda emerger tiempo. Efectivamente, Aristóteles parece no dejar lugar a dudas cuando señala que si el ‘ahora’ fuera uno solo simplemente no habría tiempo (218b27-28). Por otra parte, dentro del pasaje que aquí hemos considerado clave por lo que se refiere a la explicación de la emergencia del tiempo a partir de movimiento y alma, leemos que para que efectivamente haya tiempo es necesario que el alma reconozca dos ‘ahoras’, uno anterior y otro posterior (219a27-28). Sin embargo, vale la 15
Ellis (2002) ve precisamente esta inversión en la lectura del texto aristotélico llevada a cabo por Heidegger, y aclara que lo que se invierte es la relación de prioridad que había en Aristóteles entre el ‘ahora’ sin duración (durationless instant) y el presente temporalmente extendido (temporal extended present). En Aristóteles el sentido primario de ‘ahora’ es el de instante sin duración, mientras que el ‘ahora’ que dura corresponde a un sentido derivado; pero, de acuerdo a Ellis, Heidegger pretendería que el ‘ahora’ sea primariamente dimensional y sólo secundariamente un instante sin duración (p. 172). Tópicos 30 bis (2006)
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pena atender también a un pasaje muy próximo (219a30-33), en el que Aristóteles parece permitir una segunda posibilidad para la emergencia del tiempo. La primera de esas posibilidades es que el alma perciba un ‘ahora’ anterior y un ‘ahora’ posterior; la segunda, que el ‘ahora’ sea percibido como único, “pero en relación con lo anterior y posterior” (£ ±σ τä αÎτä µàν προτèρου δà καÈ Íστèρου τινìσ)” (219a31-32)16 . En ambos casos la extensión del tiempo está garantizada por la consideración de lo anterior y posterior, lo cual, a su vez, garantiza la existencia de innumerables ‘ahoras’ potenciales. Pero el punto de partida en cada caso es diferente: o bien dos ‘ahoras’ actuales, o bien uno solo. Aristóteles no entra en el análisis de esta segunda posibilidad, porque lo importante en el pasaje es enfatizar la similitud de uno y otro caso. En ambos puede verse que el tiempo surge a partir del ‘ahora’ y de lo anterior y posterior, y aquello basta para el argumento aristotélico. Pero a nosotros esa segunda posibilidad de emergencia del tiempo puede permitirnos desestimar una objeción centrada en la unicidad del ‘ahora’ heideggeriano, pues vemos aquí que el propio Aristóteles está dispuesto a aceptar la emergencia del tiempo a partir de un solo ‘ahora’, en la medida en que dicho ‘ahora’ albergue dentro de sí la referencia a lo anterior y posterior (desde luego, si no se cumple esta condición no hay tiempo; cf. 218b27-28). Este modo de considerar el ‘ahora’ se deja decir, como puede verse, en los mismos términos empleados por Heidegger. La fidelidad del filósofo de Friburgo con respecto al texto aristotélico, entonces, no debería ser puesta en cuestión. Por otra parte, tampoco corresponde suponer que Aristóteles no le asignaría ninguna importancia a esta idea, como si se tratara de un muy excepcional —y por tanto poco digno de mención— caso de aceptación de unicidad del ‘ahora’. Es verdad que se trata de algo que aquí, dentro de la sección preparatoria de la definición del tiempo, está dicho al pasar; pero no es difícil advertir la conexión que 16
No está de más advertir que en este punto las lecturas del texto aristotélico varían. Aquí estamos considerando, con Vigo (1995), que la frase que hemos citado constituye una de las condiciones positivas de la experiencia del tiempo. Tomás de Aquino ve, en cambio, una de las condiciones negativas de la experiencia del tiempo (cf. su comentario, IV, xvii, 580). Para una pormenorizada consideración de las diversas interpretaciones del pasaje, véase Conen (1964), pp. 55-58. Tópicos 30 bis (2006)
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tiene esta idea con la muy trabajada solución a la aporía de la identidad y alteridad del ‘ahora’. En esa solución (219b10-33), a la que ya nos hemos referido, Aristóteles señala que el ‘ahora’ es siempre diferente y a la vez uno solo, tal como le sucede al móvil. ¿Por qué no tomarnos en serio lo dicho allí? ¿Por qué insistir en la necesidad de dos ‘ahoras’ diferentes, como si eso excluyera la posibilidad de considerar también que no hay más que un solo ‘ahora’? No es capricho de Heidegger el referirse al ‘ahora’ como si bastara uno solo para la emergencia del tiempo; es, por el contrario, una tesis perfectamente aristotélica, que permite comprender la frase de 219a31-32 no como una rareza aislada, sino como una aclaración que está en perfecta armonía con la concepción del ‘ahora’ presentada en el tratado del tiempo. De acuerdo a dicha concepción, un ‘ahora’ único que alberga dentro de sí la referencia a lo anterior y lo posterior es un ‘ahora’ cuya unicidad en ningún caso podría implicar la exclusión de la condición de múltiple o cambiante que el ‘ahora’ también comporta, puesto que aquella referencia a lo anterior y lo posterior —o “mirada hacia delante y hacia atrás”, para emplear los términos de Heidegger— es consideración del tiempo que antecede y que sucede al ‘ahora’: consideración del continuum en que descansan infinitos ‘ahoras’ potenciales y, con ello, consideración de la multiplicidad de ‘ahoras’. Así las cosas, hay que decir que la unicidad del ‘ahora’ heideggeriano no constituye una real diferencia con respecto al modo que tiene Aristóteles de concebir el ‘ahora’; y de ahí que tampoco quepa validar una objeción basada en la presunta constatación de una tal diferencia. Por otra parte, vale la pena tener en cuenta que Heidegger establece una interesante conexión entre el carácter de tránsito del ‘ahora’ y la infinitud extensiva del tiempo aristotélico (cf. GPP, 386). Se trata de una conexión que nos permitiría justificar como perfectamente aristotélica la concepción del ‘ahora’ como tránsito, y que queda puesta de manifiesto en la argumentación de Aristóteles a favor de la tesis de la infinitud del tiempo. Dicha tesis, según la cual el tiempo no acabará nunca (y, presumiblemente, tampoco ha comenzado nunca), es defendida precisamente a partir de la noción de ‘ahora’: el tiempo sólo podría acabar en un ‘ahora’, pero el ‘ahora’ nunca es únicamente término, sino Tópicos 30 bis (2006)
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que irremediablemente es término de un lapso a la vez que inicio de otro; y es eso lo que impide el fin absoluto del tiempo (222a33-b7). Como se ve, aquí no basta la consideración del aspecto de indivisibilidad o puntualidad del ‘ahora’, pues el argumento de Aristóteles a favor de la infinitud del tiempo vive precisamente de la referencia a los lapsos anterior y posterior que el ‘ahora’ comporta. Se trata, nuevamente, del aspecto del ‘ahora’ que Heidegger ha querido poner de relieve mediante la idea de tránsito. Justificada así la interpretación heideggeriana del ‘ahora’ como tránsito, podemos ya volver a la cuestión de la analogía aristotélica entre móvil y ‘ahora’, al cabo de cuyo examen habíamos sugerido la posibilidad del reconocimiento de una cierta deficiencia en la concepción del ‘ahora’ como límite indivisible. Por supuesto que no se trata aquí de negar que el ‘ahora’ sea límite —y no parte— del tiempo, pero es preciso reconocer que para comprender la analogía con el móvil no basta atender a esa condición de indivisible que la idea de límite marca. Si bastara, no habría cómo explicar el hecho de que Aristóteles haya escogido el móvil, y no la división, al momento de establecer una analogía con el ‘ahora’ en función de la cual pudiera hacerse comprensible la identidad y alteridad de éste. De acuerdo a las consideraciones que hemos hecho aquí sobre dicha analogía, todo parece indicar que, para comprenderla, no deberíamos ver en el ‘ahora’ primariamente un límite, sino centrar la mirada más bien en la condición de principio de cognoscibilidad que móvil y ‘ahora’ comparten: principio de cognoscibilidad del movimiento y del tiempo, respectivamente. Lo que en este punto corresponde preguntar es si acaso la interpretación heideggeriana del ‘ahora’ como tránsito contribuye o no a mejorar nuestra comprensión de la analogía entre móvil y ‘ahora’. Y la respuesta es sí. Contribuye a ello y, además, enriquece nuestra general concepción del ‘ahora’ aristotélico. La interpretación del ‘ahora’ como tránsito presenta una indiscutible ventaja al momento de cumplir con una exigencia venida del establecimiento de la analogía entre móvil y ‘ahora’: la exigencia de priorizar la idea del ‘ahora’ como principio de cognoscibilidad del tiempo por sobre la idea del ‘ahora’ como límite indivisible. Según Tópicos 30 bis (2006)
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sugiere Aristóteles, el tiempo puede ser conocido únicamente en virtud del ‘ahora’ (de manera análoga a como el movimiento sólo es perceptible en virtud del móvil). ¿Se deja apresar ese rasgo del ‘ahora’ a partir de la mera idea de límite indivisible? Desde luego que no, puesto que sólo es posible que el ‘ahora’ cumpla con la función de hacer de principio de cognoscibilidad del tiempo en la medida en que a través de él se pueda contemplar la sucesión en la que se halla inserto. Ese ‘a través’ es irrenunciable para el ‘ahora’ en cuanto clave cognoscitiva del tiempo y, por cierto, es también el rasgo central del ‘ahora’ que la interpretación heideggeriana quiere enfatizar cuando lo califica como tránsito. Podemos decir, entonces, que el desplazamiento de la noción de límite indivisible, para ceder protagonismo a la condición de principio de cognoscibilidad del ‘ahora’, se deja conjugar perfectamente con la interpretación del ‘ahora’ como tránsito. Pero no se trata sólo de una compatibilidad entre ambos asuntos. Además de ello, la concepción del ‘ahora’ como tránsito permite entender aquel desplazamiento no como una extraña exigencia venida de un contexto de excepción —cual sería el de la consideración del problema de la pertinencia del móvil en la analogía entre móvil y ‘ahora’—, sino como una posibilidad perfectamente legítima cuando de lo que se trata es de ver el ‘ahora’ en conexión con otros fenómenos que le son cercanos. Puesto que el ‘ahora’ es a la vez límite indivisible y tránsito, no puede constituir una situación de excepción la aparición en primer plano de la noción de tránsito, lo cual es el caso cuando lo que se tiene a la vista es la relación con el móvil. Tanto en ese caso como en el de la argumentación a favor de la tesis de la infinitud del tiempo, la relación entre el ‘ahora’ y el tiempo que lo envuelve se revela como un rasgo esencial del propio ‘ahora’; y es precisamente eso lo que la concepción del ‘ahora’ como tránsito quiere poner de manifiesto.
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A RISTÓTELES CONTRA PARMÉNIDES : EL PROBLEMA DEL CAMBIO Y LA POSIBILIDAD DE UNA CIENCIA FÍSICA Marcelo D. Boeri Universidad de los Andes, Chile mboeri@uandes.cl Abstract This essay aims at presenting a reading of Aristotle’s criticisms of Parmenides at Physics. The author suggests that some important issues that Aristotle takes into account when determining the basic principles of the science of nature arise from those criticisms. Boeri argues that, in spite of the strong disagreement declared by Aristotle at Physics I 2-3 with regard to the Eleatic positions in general and to Parmenides’ position in particular, Aristotle takes advantage of his discussion with Parmenides in a constructive manner in favor of his own theory of change and, in general terms, of the indispensable conditions for the constitution of a science of nature. According to the author, one of the central points of Aristotle’s disagreement with Parmenides (the theory of being) is at once one of the most fertile issues from the standpoint of Aristotle’s use of such disagreement in order to establish the foundations of his physics. Key words: Aristotle, Parmenides, Physics, change.
Resumen Este ensayo se propone presentar una lectura de las críticas de Aristóteles a Parménides en la Física. El autor sugiere que algunas importantes cuestiones que Aristóteles tiene en cuenta cuando determina los principios básicos de la ciencia de la naturaleza surgen de esas críticas. Boeri argumenta que, a pesar del fuerte desacuerdo declarado por Aristóteles en Física I 2-3 respecto de las posiciones eleáticas en general y la posición de Parménides en particular, Aristóteles aprovecha su discusión con Parménides de un modo constructivo a favor de su porpia teoría del cambio y, en general, de las condiciones indispensables para la constitución de la ciencia de la naturaleza. Según el autor, uno de los puntos centrales del desacuerdo de Aristóteles con Parménides (la teoría del ser) es al mismo tiempo una de las más fértiles cuestiones desde el punto de vista del uso de Aristóteles de tal desacuerdo para establecer los fundamentos de su física. Palabras clave: Aristóteles, Parménides, Física, cambio.
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I De acuerdo con el modelo de conocimiento científico que Aristóteles presenta en los Analíticos Posteriores (AnPo.), la ciencia está compuesta de un conjunto de proposiciones al frente de las cuales se encuentran las definiciones y los postulados1 . Si esto es así y si hay razones para pensar que la física cuenta como ‘ciencia’, debería ser posible aislar de un modo más o menos claro el conjunto de proposiciones que da lugar a la ciencia física y, entre dichas proposiciones, a las definiciones y postulados propios de la física. Una proposición fundamental de la física aristotélica es que hay movimiento (una definición fundamental sería, por tanto, la de movimiento: “la actualidad de lo que es en potencia en cuanto tal es movimiento”; Física [Fís.] 201a10-11), y ello es así porque sin movimiento no hay, en opinión de Aristóteles, física. La tesis de que los entes naturales o que “son por naturaleza” están todos ellos o algunos en movimiento o cambio constituye el postulado básico de la ciencia de la naturaleza según Aristóteles (Fís. 185a12-13; cf. 192b2022; 200b12-15. Metafísica [Met.] 1025b20). Pero la física aristotélica no puede entenderse como un conjunto de proposiciones en el que se deriven deductivamente teoremas que se sigan silogísticamente del postulado “hay movimiento”, pues la física (como otras disciplinas científicas, como ética, retórica o política) no es una ciencia como la aritmética o la geometría en las que dicho proceso deductivo tiene sentido, habida cuenta de que su objeto es necesario y pueden constituirse, por tanto, como un conjunto de verdades necesarias. El objeto de la física es “lo que sucede en la mayor parte de los casos” (±σ âπÈ τä πολÔ) y, por tanto, lo contingente2 . Si esto es así, parece que uno tendría que concluir que, 1 AnPo. 72a14-24; 75b30-32; 90b24-25. Cf. De anima 402b25-26. El modelo de ciencia de Aristóteles en AnPo. es, claro está, el de ciencia demostrativa, es decir, aquella cuyo objeto no puede ser de otro modo (i.e. es necesario; AnPo. 73a21-24) y aquella que se caracteriza por ser “un sistema deductivo axiomatizado que comprende un conjunto finito de apodeíxeis o demostraciones” (Barnes [1975], p. 65). 2 Que “lo que sucede en la mayor parte de los casos” tiene que ver de modo directo con lo contingente (âνδèχεσθαι) es expresamente establecido por Aristóteles (cf. Analíticos Primeros [AnPr.] 25b14-15).
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dado que la física no se ajusta al modelo de ciencia de AnPo., entonces, no es una ciencia. Sin embargo, en más de un pasaje Aristóteles afirma que la ciencia no sólo se ocupa de lo necesario como objeto propio, sino también de “lo que sucede en la mayor parte de los casos”3 . La física, por consiguiente, puede ser entendida como una ciencia cuyos objetos no son necesarios, sino contingentes (en el sentido de lo que sucede en la mayor parte de los casos)4 . La Física de Aristóteles puede pensarse como un tratado dialéctico sobre el cambio; los datos con los que trata la física aristotélica son, en su mayor parte, “los materiales no de historia natural, sino de dialéctica y sus problemas son por lo tanto no cuestiones de un hecho empírico, sino acertijos conceptuales”5 . Creo que puede decirse, sin temor a caer en la exageración, que una parte significativa del esfuerzo que lleva a cabo Aristóteles en sus escritos de filosofía natural y, en particular, en la Física, tiene como objetivo fundamental mostrar que la ciencia de la naturaleza es posible. Y ello es así porque, desde el punto de vista aristotélico, al menos dos influyentes posiciones —las de Heráclito y Parménides, pero sobre todo la de este último— parecían poner en duda la posibilidad misma de una ciencia física. Aristóteles encuentra problemáticas tanto la posición de Heráclito (todo está en movimiento) como la de Parménides (todo está en reposo). Según Aristóteles, la posición de Heráclito también involucra dificultades; aunque cree que el enfoque de Heráclito es falso, encuentra que la tesis general del efesio 3
“No hay ciencia a través de una demostración de lo que es por azar; pues lo que es por azar no se da como lo necesario ni como lo que sucede en la mayor parte de los casos [. . . ], y la demostración lo es de una u otra de estas cosas, pues toda deducción (συλλογισµìσ) se da a través de premisas (προτ σεισ) necesarias o que suceden en la mayor parte de los casos. Si las premisas son necesarias, también es necesaria la conclusión, y si tienen que ver con lo que sucede en la mayor parte de los casos, la conclusión también será de esa índole” (AnPo. 87b19-25; mi traducción). Cf. también AnPo. 96a8-19 y Met. 1027a19-24. Para una clara discusión de los dos tipos de premisas (las necesarias y las que tienen que ver con lo que sucede en la mayor parte de los casos) véase Cassini (1991), pp. 84-86. 4 Una útil exposición sobre el carácter científico de la física puede encontrarse en Zagal Arreguín (2005), pp. 177-190. 5 Owen (1975), p. 116. Tópicos 30 bis (2006)
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es apropiada para la explicación del mundo natural. La afirmación que atribuye en bloque a Heráclito (“todas las cosas están en movimiento”; κινεØσθαι π ντα; Fís. 253b6-7) también es, como la de Parménides de que todo está en reposo, una tesis falsa, pero solamente es falsa “hasta cierto punto” (σχεδìν. . . ψεÜδοσ; 253b6-7) y se opone menos a la investigación de Aristóteles, pues Heráclito comparte el supuesto básico (Íπìθεσισ; 253b5) del físico, a saber, que la naturaleza es principio del movimiento (Fís. 253b5-6). Como cabe esperar, no hay ningún pasaje entre los fragmentos conservados de Heráclito en los que éste afirme que “la naturaleza es principio del movimiento”, pero el solo hecho de admitir el movimiento en el mundo físico torna a Heráclito un aliado confiable para la interpretación general de la naturaleza, aun cuando su afirmación de que todo está en movimiento tenga algún componente falso6 . Al menos una parte importante del proyecto que Aristóteles lleva a cabo en Fís. I intenta probar que el devenir es posible y que, por tanto, el cambio es un fenómeno inteligible. O sea, contra lo que sostenía el eleatismo en general y Parménides en particular, no sólo hay cambio sino que además es posible dar cuenta de él; el movimiento, lejos de ser un impedimento para la constitución de la ciencia física y para la comprensión de la realidad física, es una condición fundamental de ella. Que hay movimiento o cambio es para Aristóteles algo evidente que no precisa ningún tipo de demostración o prueba (cf. Fís. 185a12-14). El mensaje 6
La refutación más cuidadosa de la tesis general de Heráclito se encuentra en Fís. VIII 3, donde Aristóteles argumenta que no hay un movimiento continuo de todas las cosas porque (i ) el movimiento no es permanente en la cantidad (253b13-23), (ii ) porque ni el movimiento de alteración (253b23-31), ni (iii ) el de traslación son permanentes. Para el comentario detallado de cada argumento me permito remitir a Boeri (2003), pp. 199-201. Para refutar a Heráclito Aristóteles utiliza el mismo recurso argumentativo que usa cuando discute con Parménides, a saber, la teoría de las categorías. Como el movimiento se dice en las diferentes categorías (una cosa es el movimiento según el lugar, otra el movimiento según la cantidad, otra el movimiento según la cualidad, etc.; cf. Fís. 225b5-9), habrá que examinar si efectivamente el movimiento es permanente en la cantidad, en la cualidad, en el lugar. La estrategia de análisis es la siguiente: si es posible desarticular al menos en una categoría el argumento heraclíteo del “flujo permanente”, la tesis general de que todo está siempre en movimiento se derrumbará. Aristóteles logra mostrar que el movimiento no es permanente ni en la cualidad, ni en la cantidad ni en el lugar. Tópicos 30 bis (2006)
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aristotélico podría resumirse del siguiente modo: “sabemos —porque es manifiesto— que hay cambio, movimiento; el problema es, en todo caso, explicarlo”. Eso es, precisamente, lo que Aristóteles se propone hacer en Fís. I (y algunos pasajes de Fís. II y VIII), donde puede advertirse un esfuerzo por mostrar ciertos aspectos de índole metodológica que tanto a Heráclito como a Parménides se les habrían pasado por alto en su consideración del mundo natural7 . Es bien conocida la metodología aristotélica consistente en introducir la discusión de un problema filosófico a partir de la exposición y examen de lo que otros pensadores han dicho sobre dicho problema filosófico. La Física es un texto particularmente fértil en lo que se refiere a la aplicación de la discusión dialéctica de las posiciones de los pensadores anteriores (cf. especialmente Fís. I 2-6). Esa metodología suele asociarse al tratamiento dialéctico que Aristóteles acostumbra hacer de las tesis y los argumentos de los filósofos que lo precedieron en el tratamiento de un asunto que es en ese momento de su interés. Dicho tratamiento dialéctico suele tener por lo general la siguiente secuencia: (i ) exposición del modo en que el autor en cuestión presenta el problema; (ii ) examen de los argumentos y puntos de partida y (iii ) conclusión o conclusiones (si la conclusión del autor examinado coincide con la perspectiva aristotélica, el autor en cuestión llega a esa conclusión como si estuviera “forzado por la verdad”, cf. Fís. 188b30; Met. 984b10-11; si no coincide, el autor “no llegó a advertir el problema”, cf. Fís. 186a32); (iv) aprovechamiento por parte de Aristóteles de aquello que resulta útil para su propia interpretación del asunto8 . Entre los varios filósofos examina7
Podría argumentarse que Aristóteles no abandona nunca esa preocupación metodológica a lo largo de todo el tratado. Como veremos al comentar algunos pasajes puntuales de Fís. VIII, Aristóteles de nuevo pone énfasis en ciertos aspectos de tipo metodológico que cualquier investigador atento de la naturaleza no podría nunca pasar por alto. 8 El principio metodológico de Aristóteles respecto de los pensadores anteriores es expresamente descrito en un conocido pasaje de los Tópicos (Tóp.), donde sugiere que todos los juicios que parecen verdaderos en todos o en la mayoría de los casos deben tomarse como un principio o tesis aceptada. También establece que hay que escoger entre los argumentos formulados por otros pensadores, hacer listas de cada clase de argumento mientras se las distingue y se les coloca títulos, mencionar expresamente las Tópicos 30 bis (2006)
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dos por Aristóteles y que son objeto de una discusión especial en relación con el problema de la posibilidad de la constitución de una ciencia de la naturaleza se encuentran Heráclito y los eleatas; entre estos últimos, Parménides recibe una atención especial por el hecho de presentar una posición que, en opinión de Aristóteles, negaría sin más la posibilidad misma de una ciencia de la naturaleza. En lo que sigue me propongo argumentar que, a pesar del fuerte disenso declarado en Fís. I 2-3 respecto de las posiciones eleáticas en general y de Parménides en particular, Aristóteles saca provecho de Parménides de un modo constructivo a favor de su propia teoría del cambio y, en general, del movimiento físico. Como veremos, hay secciones relevantes en la Física en las que Aristóteles utiliza a Parménides de un modo constructivo, integrándolo a sus propias posiciones y valiéndose positivamente de aquellos puntos que fueron motivo de su especial desacuerdo. Uno tendría buenas razones para dudar del éxito de esta lectura habida cuenta de los fuertes calificativos que Aristóteles formula en contra de Parménides9 . Querría sugerir, sin embargo, que a pesar de eso y de los muchos desacuerdos con el argumento básico de Parménides, Aristóteles hace un uso constructivo de sus desacuerdos con Parménides, sin importar que la interpretación general que del mismo lleva a cabo dé lugar a una teoría que se encuentra en la antípoda de la ciencia física aristotélicamente entendida. Sin embargo, como el mismo Aristóteles señala, a pesar de que los eleatas postulan una teoría que daría como resultado la negación misma del mundo físico, suelen enunciar opiniones de cada uno (como, por ejemplo, que Empédocles sostuvo que los elementos de los cuerpos eran cuatro), “pues cualquiera podría adjudicarse como propio lo dicho por alguien de renombre” (Tóp. 105b10-18; un procedimiento similar se lleva a cabo en Met. I 3-6 y en De anima I). 9 El más fuerte de los cuales es calificar a Parménides de “débil mental”. El texto dice literalmente: “sostener que todas las cosas se encuentran en reposo (π ντ' ρεµεØν) y buscar la explicación de esa afirmación sin prestar atención a nuestra percepción constituye una cierta debilidad de pensamiento” ( ρρωστÐα τÐσ διανοÐασ; Fís. VIII 3, 253a3234). Quien sostiene que todo se encuentra en reposo es, claramente, Parménides, aunque Aristóteles no lo mencione por su nombre, como ya lo había hecho antes en el locus clásico en el que discute frontalmente con los eleatas y con Parménides en particular (cf. Fís. I 2-3). Tópicos 30 bis (2006)
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ciertas dificultades físicas (Fís. 185a18)10 y su posición “tiene un interés filosófico” (Fís. 185a20). En las secciones siguientes de este artículo veremos en qué consiste ese interés filosófico que exhibe la posición de Parménides, a pesar de su negación radical de la posibilidad misma de la física como ciencia.
II El núcleo de la crítica aristotélica al eleatismo en Fís. I 2-3 se desarrolla de la siguiente manera: (i ) la premisa falsa de la que parten tanto Meliso como Parménides consiste en afirmar que los entes son una sola cosa (“el ser es uno”)11 ; esta afirmación está conectada con la tesis parmenídea de que ser y uno tienen un solo significado. Esto es lo mismo que decir que “ser” se dice en sentido absoluto ( πλÀσ), cuando en realidad —argumenta Aristóteles— tiene múltiples significados (Fís. 185a22; 186a24-25). En efecto, “ser” significa sustancia, cualidad, cantidad y las demás determinaciones categoriales. Por su parte, “uno”, igual que “ser”, se dice de muchas maneras pues significa el continuo, o lo indivisible, o todo aquello que es uno en cuanto a la definición. Pero si por “uno” se quiere decir lo continuo, al decir que todo es uno se estará diciendo que todo es múltiple, porque el continuo es divisible al infinito (Fís. 185b5-10). Por otro lado, si se entiende “uno” como lo indivisible, se suprimirá la cantidad y la cualidad —categorías del ser respecto de las cuales el uno sería divisible—, y además el uno no podría ser finito (como dice Parménides) ni infinito (como dice Meliso), por cuanto tanto lo finito como lo infinito son divisibles. Ahora bien, si por “uno” se entiende “uno por su definición” (pues “uno” también se dice de aquellas cosas cuya definición es la misma), cuando se dice que todo es uno habrá que admitir que es lo mismo bien y no bien, hombre y caballo, de modo que ahora el argumento no tratará acerca de que los entes son uno, sino acerca de aquello que, precisamente, Parménides había dicho 10
Dichas dificultades o aporías físicas (φυσικαÈ πορÐαι; Fís. 185a18) son el movimiento, lo finito, lo infinito (cf. Met. 986b16-21). 11 Cf. Parménides B8, vv. 6 y 37-41 (DK); Meliso B6-7 (DK). Tópicos 30 bis (2006)
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que no se podía ni siquiera pensar, a saber, que el ser es no ser (cf. Fís. 185b16-25 y Parménides B2, v. 3, DK). De lo dicho hasta aquí se sigue ahora que los entes son múltiples en cuanto a su definición y hay que admitir que lo uno es múltiple y además que es posible que uno y múltiple sean lo mismo, sin por ello caer en ninguna contradicción, ya que lo uno puede serlo tanto en potencia como en acto (Fís. 186a1-3). Que ser y uno son términos unívocos es la falacia material que Aristóteles atribuye a Parménides. Pero además, también le atribuye la falacia formal (ii ) pues Parménides concluye incorrectamente, ya que, aun cuando se admitiera que ser se dice en un solo sentido —lo cual es falso—, de ello no podría inferirse que todas las cosas se reducen a una sola12 . En efecto, si “ser” tuviese un solo significado, las cosas blancas serían múltiples, no una, ya que “blanco” no será una unidad ni por continuidad ni por su definición, pues serán cosas distintas el ser de “blanco” (i.e. la blancura) y el ser de lo que admite ser blanco (i.e. aquello que recibe en sí mismo lo blanco, por ejemplo un perro blanco). Lo blanco y aquello a lo que le pertenece se diferencian por su ser, una distinción fundamental que, según Aristóteles, Parménides “no advirtió” (Fís. 186a25-32)13 . 12 Aristóteles atribuye las falacias material y formal tanto a Parménides como a Meliso (cf. Fís. 186a6-8); aunque a éste último lo despacha rápidamente —alegando que “el argumento de Meliso es especialmente grosero y no plantea ninguna dificultad”; Fís. 186a8-9—, la discusión de la crítica de Aristóteles a Meliso requiere de un comentario especial que no puedo hacer aquí. Una exposición crítica de las objeciones de Aristóteles a Meliso puede verse en Cherniss (1991), pp. 88-94. Para una discusión balanceada de las críticas de Aristóteles a Meliso véase también Rossi (2001), especialmente pp. 151-158. 13 Una exposición más detallada de los argumentos de Aristóteles contra Parménides puede encontrarse en Berti (1977), pp. 281-289. En Fís. I 8 Aristóteles vuelve a polemizar con Parménides, y esta vez su esfuerzo se concentra en tratar de mostrar que la tesis parmenídea niega el devenir. En este difícil capítulo Aristóteles procurará mostrar en contra de Parménides que es posible (a) tanto la generación a partir de lo que es como (b ) la generación a partir de lo que no es; (a) es posible siempre y cuando no se considere a lo que es en términos absolutos: que algo se genera a partir de lo que es significa que se genera a partir de un sustrato. Dicho sustrato presupone también la privación como principio del cambio, privación que le permite argumentar a Aristóteles que (b ) hay un sentido en el cual puede decirse que se da la generación a partir de lo que no es: si bien nada se genera a partir de lo que no es en términos absolutos, sí hay generación a partir de lo que no es en tanto no es algo (Fís. 191b9-19; 13-16). Una discusión lúcida
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Volvamos ahora al núcleo de la objeción de Aristóteles: la misma consiste en argumentar que si lo que sostiene el eleatismo en general y Parménides en particular (que el ser es uno e inmóvil) es cierto, no puede explicarse la multiplicidad (de cosas físicas) ni tampoco el cambio. Al sostener la absoluta inmovilidad del ser lo que se está rechazando es la existencia del devenir, una condición esencial para la constitución misma de la física como ciencia. Por otro lado, si se niega la multiplicidad (“el ser es uno”), también se niega implícitamente la distinción entre las cosas y sus principios y, por lo que compete a la física como ciencia, se niega también la existencia de los principios propios de la física. En contra de la negación de la multiplicidad, puede constatarse que en nuestra experiencia habitual se nos aparecen múltiples ejemplos de movimiento o cambio, que además son evidentes o manifiestos: generación, destrucción, crecimiento, decrecimiento, alteración, movimiento locativo. Cuando vemos el nacimiento, la muerte, el crecimiento o el proceso de decrecimiento de una planta, o cuando vemos que una persona se desplaza de un punto a otro, o que una manzana cae de un árbol, o que una planta florece y luego se marchita, tenemos una evidencia que constituye una suerte de constatación empírica no sólo de que hay multiplicidad de entes, sino también de que están en movimiento. No sólo es confiable la percepción sensible para dar cuenta de estos fenómenos, sino que además es relevante el hecho de que dicha percepción es garantía suficiente para confiar en la existencia del movimiento (cf. Fís. VIII 3), un ingrediente decisivo del mundo natural que debe ser especialmente tenido en cuenta por el físico. A tal punto es importante el problema del movimiento —toda vez que lo que uno se propone es hacer física— que y detallada de Fís. I 8 puede verse en Loux (1992), quien, entre otras cosas, sostiene que en el argumento, tal como es presentado en I 8, Aristóteles no invoca su propio análisis de la semántica del verbo ser o su propio análisis del cambio contra el dilema de Parménides, y que esto es así porque lo que se propone hacer Aristóteles es refutar el dilema (cf. sobre todo pp. 287-293). No me queda suficientemente claro qué quiere decir Loux cuando sugiere que Aristóteles no echa mano de su propio análisis del cambio contra Parménides en I 8, porque para mostrar que hay un sentido en el que sí puede decirse que algo se genera de lo que no es se vale de la noción de privación, uno de los tres principios del cambio. Tópicos 30 bis (2006)
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los eleatas quienes, según Aristóteles, eliminaron los procesos de generación y destrucción, sin importar lo buenas que sus teorías puedan ser desde el punto de vista especulativo, deben por ese solo hecho quedar fuera de la consideración propia del físico (De Caelo 298b14-20). Es por eso que investigar si el ser es uno e inmóvil (εÊ ëν καÈ κÐνητον τä ïν σκοπεØν; Fís. 184b25-26) no es una investigación que concierna a la naturaleza pues, por definición, la naturaleza es principio del movimiento (Fís. 192b21-22). La naturaleza es principio de cambio y la tarea propia de una ciencia no es discutir contra aquellos que niegan sus principios. Además, si la tesis eleática de la unidad del ser es cierta, hay que negar la noción misma de principio, pues principio es principio de alguna o algunas cosas (Fís. 185a4-5), es decir que la noción misma de principio ya presupone la multiplicidad14 . Como vimos, el argumento aristotélico en contra de Parménides se basa esencialmente en su tesis de la multiplicidad de significados de ser (îν); nosotros, que habitualmente distinguimos los usos de las palabras, decimos que hay un “ser existencial” (“Juan es” = “Juan existe”), un “ser predicativo” (“Juan es F ”), y un “ser de identidad” (“Juan es la persona con la que conversé ayer”). Aunque Aristóteles no hace nunca este tipo de distinción explícita (además del hecho de que en griego no hay verbos diferentes para decir “ser”, “estar” y “existir”), la costumbre de distinguir los usos de las palabras constituye tal vez una de las más genuinas herencias aristotélicas; fue Aristóteles, en efecto, quien puso un especial énfasis en distinguir los múltiples modos en que una expresión “se dice” cuando intenta refutar una posición que no le parece sostenible. Y ése es, precisamente, el método que utiliza en Fís. I para tratar de mostrar que los eleatas —y Parménides en especial— están equivocados. Éste es un primer sentido en el que creo que Aristóteles hace un uso positivo de su discusión con Parménides: en su opinión, no hay duda de que Parménides concibió el ser en sentido absoluto ( πλÀσ; Fís. 186a24) o en el 14 Sobre este punto cf. Wieland (1970), pp. 105-107, quien además observa que la tesis eleata implica el liso y llano abandono de los principios que son supuestos por el que investiga la naturaleza, lo cual implica también haber ignorado el sentido de los principios en la constitución de la ciencia física.
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sentido de “lo que precisamente es” (íπερ îν; Fís. 186a33-34; b5). Pero si se sigue ese camino, inevitablemente hay que concluir que no hay multiplicidad ni movimiento. Sin embargo, dado que en la consideración del mundo natural no podemos ir en contra de los sentidos —que nos dicen no sólo que hay muchas cosas, sino también que hay movimiento— Parménides debe estar equivocado. Ahora bien, no basta con el criterio de la percepción sensible cuando de lo que se trata es de justificar una teoría del mundo natural; como Parménides, entonces, Aristóteles se ve en la necesidad de presentar una teoría del ser que dé sustento al fenómeno de la multiplicidad y el movimiento. Esa teoría del ser no puede ser otra que aquella que dice que “ser se dice de muchas maneras” (Met. 1003b5, 1026a33, 1028a10 et passim; cf. Fís. 185b5-6), pues es la única que permite entender que, efectivamente, hay multiplicidad de cosas en movimiento. En efecto, la teoría aristotélica del ser sobre la que se funda la objeción más seria en contra de Parménides permite la predicación y con ella un discurso que sea descriptivo del verdadero estado de cosas: hay entes que nacen, crecen, decrecen y mueren. El hecho de que una parte importante de las objeciones que Aristóteles presenta contra Parménides se base en su distinción de la multiplicidad de significados de ser (îν) podría hacer pensar que Aristóteles se vio forzado a desarrollar su teoría del ser y, junto con ella, su doctrina de las categorías, como una solución apropiada a la aporía en la que, necesariamente en su opinión, terminaba la visión parmenídea del mundo. Por muy tentadora que se nos presente esta interpretación, creo que debe ser evitada pues son varios los contextos en los que la doctrina aristotélica de las múltiples significaciones de ser y de las categorías desempeña un papel decisivo, y nada hay en ellos que nos haga pensar que Aristóteles se vio forzado a formular tales doctrinas en ocasión de su intento de refutación de la tesis eleata15 . 15
En Boeri (1997) he intentado mostrar que el valor y función de la teoría de las categorías radica, entre otras cosas, en la posibilidad de resolver los problemas que habían quedado sin solución en otros pensadores. En efecto, el valor y función de la teoría categorial se ve con claridad en distintas esferas de la filosofía aristotélica (metafísica, ética, psicología y física). En este sentido la teoría resultó un extraordinario descubrimiento de Aristóteles en el contexto de su propia filosofía, ya que desde su propia perspectiva Tópicos 30 bis (2006)
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De los tres usos de la palabra “ser” recién distinguidos, Aristóteles probablemente estaba pensando en el ser existencial cuando formula su sentencia de que investigar si el ser es uno e inmóvil no es una investigación concerniente a la naturaleza. Si esto es así, “ser” debe significar aquí “lo que es en el sentido de un algo existente, un ente”, y por eso se entiende que sostenga que investigar si lo existente, siendo lo existente un ente físico o natural, es uno o inmóvil no es una investigación concerniente a la naturaleza. En efecto, no sólo hay multiplicidad de entes naturales, sino que además ninguno de ellos es “inmóvil” o inmutable, sino todo lo contrario: si efectivamente es un ente natural, está sujeto a cambio. Aristóteles está pensando básicamente, entonces, en el ser fenoménico del mundo natural16 . Pero el error fundamental de Parménides es, según Aristóteles, suponer que “ser” constituye una noción absoluta, cuando en realidad se trata de una noción ambigua o, en el lenguaje aristotélico, de una noción que tiene multiplicidad de significados. En efecto, “ser” no significa solamente el ser sustancial de la unidad sustancial, sino también “ser blanco”, “ser de tal o cual cantidad”, “ser o encontrarse en una relación determinada”, “ser o estar en un lugar”, “ser en un tiempo determinado”, etc. En suma, “ser” es el ser de las categorías, tal como son distinguidas por Aristóteles en su propia teoría del ser, pues si “ser” es concebido únicamente como el ser sustancial no puede ser predicado de ningún sujeto. Como es obvio, Aristóteles echa mano de un argumeny de acuerdo con los principios fundamentales de su pensamiento, pudo superar lo que consideraba insuficiencias insalvables de sus predecesores en el tratamiento de los problemas filosóficos que los conducían a aporías insolubles. En muchos casos Aristóteles advierte que los pensadores anteriores han hecho un planteo erróneo de los problemas y, consecuentemente, no han podido llegar a una solución satisfactoria; en más de una ocasión la doctrina de las categorías constituye el punto de partida adecuado que hasta ese momento había sido pasado por alto, según Aristóteles. Cf. Boeri (1997), pp. 85-86 y especialmente pp. 98-102. 16 Ésta es una razón de peso para pensar que la crítica aristotélica al ser parmenídeo es ilegítima pues, como acertadamente señala Cherniss, Aristóteles está empeñado en sostener la realidad exclusiva del ser fenoménico, realidad que Parménides rechaza por completo (cf. Cherniss [1991], p. 95). Parménides y en general los eleatas están interesados en enfatizar la realidad inmutable del ser que se manifiesta en el pensamiento y en sus objetos. Tópicos 30 bis (2006)
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to que se apoya en su propia teoría del ser, la cual no puede entenderse sin su doctrina de las categorías.
III En su crítica a la crítica aristotélica del ser de Parménides, Cherniss argumenta que hay una manifiesta confusión de conceptos lógicos y físicos que se debe a la dependencia de la física de Aristóteles respecto de su lógica17 . Tal vez el hecho es no tanto que haya una “confusión” de conceptos lógicos y físicos, sino que la física aristotélica no puede concebirse como algo independiente de su lógica, la cual, a su vez, tampoco es una lógica pura sino una “lógica-ontológica”. En efecto, cuando en Fís. I 6, en el contexto de la refutación de los físicos, Aristóteles tiene que caracterizar el Íποκεеενον en su discusión de los principios del cambio afirma que es “un principio y, al parecer, anterior a lo que de él se predica” (Fís. 189a31-32; “lo que de él se predica” en este caso son los contrarios). Aristóteles está analizando el esquema del cambio en el que intervienen tres principios: sustrato, forma y privación. Cuando distingue la generación absoluta —es decir, la generación de una οÎσÐα— de la generación relativa —el llegar a ser tal o cual cosa, digamos “blanco” o “culto” dicho de una sustancia— emplea el mismo argumento: “una cantidad, una cualidad, una relación (πρäσ éτερον) y un donde se generan hcomo determinacionesi de un sustrato porque la οÎσÐα únicamente no se predica de ningún sustrato, sino que todo lo demás se predica de la οÎσÐα” (Fís. I 7, 190a35-190b). La caracterización de Íποκεеενον en Fís. I 6 es muy similar a la definición que, en un contexto “lógico”, ofrece Aristóteles de Íποκεеενον: “aquello de lo cual las demás cosas se dicen, pero ello mismo ya no hse dicei de otra cosa” (Met. 1028b36-37). En el pasaje de Fís. I 6 recién citado uno tendería a pensar que Íποκεеενον debe traducirse por “sustrato” porque, efectivamente, se trata del sustrato ontológico del cambio; en el pasaje de Metafísica, en cambio, uno pensaría que hay que traducir Íποκεеενον por “sujeto” pues el contexto parece indicar que se trata del sujeto lógico de la predicación. Pero en 17
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ambos pasajes Aristóteles utiliza la misma palabra, y en Fís. I 6, donde lo relevante parece ser el sustrato del cambio, la noción de “predicación” no está ausente. No es, entonces, que haya una confusión de conceptos lógicos y físicos o que la física de Aristóteles tenga una fuerte dependencia de su lógica; creo que más bien se trata del hecho de que en los textos aristotélicos la lógica, la ontología o la física nunca son entendidas como disciplinas claramente separadas o independientes; ese tipo de distinción no es de Aristóteles. Así pues, la lógica aristotélica nunca es solamente “lógica”, sino también ontología, y la física aristotélica no es solamente “física”, sino también ontología. De modo que cuando uno dice que la física aristotélica es una especie de “ontología del ente en movimiento” lo que está haciendo no es confundir física con ontología, sino intentar reflejar un hecho que es fácilmente constatable para cualquiera que haya examinado los textos de la Física: la presencia de ingredientes ontológicos en la física aristotélica es algo bastante habitual que no debe sorprender, sino que son parte constitutiva de la ciencia de la naturaleza que Aristóteles cree haber fundado por primera vez. En esa ciencia de la naturaleza son decisivas las nociones de causa, potencia y acto, así como el recurso a las explicaciones hilemórficas para examinar la constitución ontológica de todos los entes de la realidad física. La posición de Aristóteles respecto del mundo natural podría ser calificada como la de un “realismo del sentido común”, esto es, la posición según la cual ni la razón por sí misma (Parménides) ni la experiencia (Heráclito) son suficientes para dar cuenta del mundo físico acabadamente. El enfoque aristotélico presupone las siguientes tres tesis complementarias: (i ) algunas cosas cambian; (ii ) algunas cosas no cambian, y (iii ) algunas cosas a veces cambian y otras no cambian. Éste es el modo en el que Aristóteles plantea el problema del cambio en Fís. VIII, donde el argumento principal va de la existencia eterna y continua del cambio a la existencia de un Motor Inmóvil que es causa de dicho cambio. Este argumento presupone la premisa de que el cambio existe y esa premisa, aunque presupuesta al comienzo de Fís. VIII 1 y, como ya hemos visto, enunciada explícitamente al comienzo de Fís. I, Aristóteles recién intenta probarla al comienzo de Fís. VIII 2 (253a32-b6). El texto se abre señaTópicos 30 bis (2006)
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lando la dificultad mencionada al comienzo mismo de la investigación (cf. 253a3-7): (i ) o todo debe estar siempre en reposo (Parménides), (ii ) o todo debe estar siempre en movimiento (Heráclito), o (iii ) algunas cosas deben estar siempre en movimiento y otras en reposo y, de este último grupo de cosas, (iii.a) puede ocurrir que las que estén en movimiento estén siempre en movimiento y las que están en reposo siempre en reposo, o (iii.b ) todas se encuentran por naturaleza en movimiento o en reposo, o (iii.c) la última alternativa posible es que algunas cosas sean siempre inmóviles, otras estén siempre en movimiento y que otras participen de movimiento y reposo. Aristóteles rechaza las alternativas (i ) y (ii ), que constituyen posiciones extremas y que se identifican, respectivamente, con las posiciones de Parménides y Heráclito. La posición (i ) es la propia del eleatismo, que ya fue rechazada, examinada y criticada por Aristóteles en Fís. 184b25-185a20 (cf. también Met. 984a31-b3; 1001a29-b1). (ii ) Es la posición atribuida a Heráclito que, aunque errada si se la toma en absoluto, está más cerca de la posición aristotélica pues, al admitir la existencia de movimiento y de cambio, implícitamente admite que la naturaleza es principio del movimiento y del cambio (cf. Fís. 192b13-23; Tóp. 104b21-22; De Caelo 298b29-33; De anima 495a28 y Met. 987a34; 1078b14-15). La posición (iii ) es plausible pero si se la matiza; es decir, puede haber cosas que son siempre inmóviles, otras que están siempre en movimiento y otras que se muevan y estén en reposo. Ésta es la explicación que adopta Aristóteles (o sea, iii.c); de hecho, hay cosas inmóviles (o “no sujetas a cambio”, como los cuerpos celestes que, aunque experimentan un movimiento locativo, no nacen ni mueren, o como el Primer Motor que es absolutamente inmóvil pues no padece ningún tipo de cambio), hay cosas que están en permanente movimiento (como los entes naturales, cuya característica es, precisamente, el movimiento continuo) y hay también cosas que pasan del reposo al movimiento y del movimiento al reposo; el ejemplo más claro puede verse en un móvil que, estando en reposo comienza a moverse o que, después de haber recorrido una cierta distancia, se detiene. Este caso también puede ilustrarse con el ejemplo de un animal. En Fís. VIII 2 Aristóteles examina el ejemplo de los animales como casos más o menos Tópicos 30 bis (2006)
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evidentes de entes que, estando en reposo, comienzan a moverse sin la intervención de ningún motor exterior. Los animales son ejemplos de que es posible que algo comience a moverse habiendo estado antes en completo reposo18 . Hay dos pasajes de Fís. I que son relevantes desde el punto de vista metodológico para comprender cuál es el procedimiento seguro que, según Aristóteles, guiará al científico de la naturaleza y que sirven para examinar por qué la posición de Parménides debe ser rechazada: [1] Investigar si el ser es uno e inmóvil no es una investigación concerniente a la naturaleza, pues tal como el geómetra no puede dar en modo alguno una explicación (λìγοσ) ante quien rechaza los principios de la geometría —sino que esto es tarea de otra ciencia o bien de una ciencia común a todas—, así tampoco haquél es tema del que investigai acerca de los principios. Pues si solamente existe una única cosa y es una en este sentido (i.e. en el indicado por los eleatas), no es ya un principio, pues principio es principio de alguna o algunas cosas (Fís. 184b25-185a5). [2] Intentar mostrar la existencia de la naturaleza sería ridículo (±σ δ' êστιν φÔσισ, πειρ σθαι δεικνÔναι γελοØον), pues es evidente que hay muchas cosas de esta índole (i.e. cosas naturales). Mostrar lo evidente a través de lo no evidente es propio de quien no es capaz de discernir 18 Pero el ejemplo de los animales contradice, en cierto modo, la tesis general aristotélica de que el movimiento es eterno, porque si efectivamente hay por lo menos un ente en el mundo que se encuentra en completo reposo y de repente, por las razones que fuere, comienza a moverse, entonces, no es cierto que el movimiento es eterno. Para evitar esta dificultad Aristóteles tiene que mostrar que, en rigor, el movimiento de los animales no constituye un caso genuino de “comienzo del movimiento”; eso es, precisamente, lo que hace en Fís. VIII 2, donde argumenta que en el animal siempre hay alguna de sus partes connaturales que se encuentra en movimiento y la causa del movimiento no es él mismo, sino tal vez su entorno (el medio ambiente opera como principio causal del movimiento del animal pues las condiciones del entorno activan en el animal movimientos o cambios en general). En Fís. VIII 4, 254b15-16 vuelve a sostener que los animales se mueven a sí mismos y que su principio del movimiento reside en ellos (254b16).
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lo que es cognoscible por sí de lo que no lo es. Por cierto que es indistinto examinar si halgo que es unoi es uno en este sentido, o discutir dialécticamente (διαλèγεσθαι) contra otra tesis cualquiera de las que se enuncian en vista de la discusión [. . . ] , o es como refutar una argumentación erística, cosa por la que se caracterizan ambas argumentaciones, tanto la de Meliso como la de Parménides, pues no sólo admiten hpremisasi falsas, sino que son no conclusivas [. . . ] En cuanto a nosotros, demos por supuesto que las cosas que son por naturaleza son todas ellas o algunas móviles, y que ello es evidente por âπαγωγ (Fís. 193a3-6)19 . Como se ve en [2], el argumento aristotélico en contra del inmovilismo eleata se basa en la evidencia empírica: de hecho, hay cosas naturales que se mueven (o que están sujetas a cambio), de modo que sostener que todo se encuentra en permanente reposo es ir en contra de la evidencia sensible y de la percepción sensible que nos indica claramente que hay multiplicidad de entes que están cambiando todo el tiempo. Éste es el segundo aspecto en el que creo que Aristóteles, al criticar la teoría de Parménides, hace un uso constructivo de su crítica. Lo que Aristóteles 19
En Boeri (1993), ad locum traduje la expresión âκ τ¨σ âπαγωγ¨σ “por experiencia”, pues lo que parece estar indicando Aristóteles es que el hecho de que las cosas que son por naturaleza son todas o algunas de ellas móviles, es evidente por una suerte de “constatación empírica”. Charlton parafrasea la expresión âκ τ¨σ âπαγωγ¨σ con el giro “a partir de un examen de casos particulares” (Charlton [1992], ad loc.); Cornford, en cambio, parafrasea “como es patente a la observación” (Cornford [1980], ad loc.). En este momento sigo pensando que Aristóteles básicamente quiere decir eso, pero al mismo tiempo tiendo a creer que hay que ver aquí también el procedimiento de inducción, a saber, el procedimiento inductivo que parte de la información suministrada por la percepción (“es evidente que hay multiplicidad de entes naturales”, Fís. 193a3-4; como indica Bolton, éste es el tipo de base que Aristóteles requiere para un argumento inductivo. Cf. Bolton [1995], p. 21). Se trataría en este caso de una hipótesis (“las cosas que son por naturaleza son todas ellas o algunas de ellas móviles”) que es inductivamente confirmada. En Ética Eudemia 1218b35-1219a2, Aristóteles da un ejemplo parecido cuando hace notar que el hecho de que demos por supuesto que la virtud es la mejor disposición, estado o capacidad de cada una de las cosas de las que hay uso o actividad es algo evidente âκ τ¨σ âπαγωγ¨σ “pues lo establecemos así en todos los casos”. Sobre el significado de “inducción” en Fís. 193a6 cf. Bolton (1995), pp. 15-17. Tópicos 30 bis (2006)
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parece estar sugiriendo es que no puede formularse una ontología que rechace de plano la realidad empírica. Parménides es un buen ejemplo, pero de lo que no hay que hacer si lo que se pretende es dar cuenta de los fenómenos físicos. La relevancia del papel que desempeña la percepción en la constatación de la existencia de múltiples entes naturales difícilmente puede ser exagerada; Aristóteles es bastante explícito al respecto cuando afirma enfáticamente que “vemos (åρÀµεν) que en las cosas mismas se producen los cambios mencionados” o que “vemos que algunas cosas a veces se mueven y a veces están en reposo” (Fís. 254a6-7; 254a35-b1). Pero además, la tesis parmenídea del completo reposo o inmovilidad no sólo no es manifiesta en el plano perceptivo (οÖτι φαÐνεταÐ γε κατ τ ν αÒσθησιν; Fís. 254a26) y contraria al estudioso de la naturaleza, sino que además es contraria a todas las demás ciencias, porque todas ellas hacen uso del movimiento. Como se sigue del pasaje [1] citado arriba, ni el físico ni el matemático (o cualquier otro científico) están interesados en presentar objeciones a los principios de sus respectivas ciencias, porque sin principios indemostrables no es siquiera posible la constitución de una ciencia (cf. Fís. 185a14-17 y sobre todo AnPo. 75b37-38; 76a16-17; 31-32). Pero más aún, ninguno de ellos puede estar dispuesto a discutir contra aquel que niega los principios de sus ciencias porque dicha discusión no entra en la propia ciencia, sino que pertenece a una ciencia distinta o a una disciplina común a todas las ciencias. La ciencia superior debe ser la filosofía primera y la disciplina común a todas las ciencias no es más que la dialéctica20 . Tal como es tarea del geómetra refutar los argumentos falaces que se basan en los principios admitidos por la geometría —y si los argumentos no se basan en dichos principios no es su tarea intentar refutarlos—, así también es tarea del físico intentar refutar los argumentos que se basan en los principios admitidos por la física (el principal de los cuales es “hay movimiento”); pero si los argumentos (como los de Parménides) no se basan en los 20 Ha habido cierta discusión erudita en torno a cuál es la “disciplina común a todas las ciencias”; hay cierto consenso para pensar que esa disciplina común es la dialéctica (cf. Irwin [1988], pp. 67-68) porque, como establece Aristóteles en Tóp. I 2 (101a36-37; b2-4), la dialéctica es un arte útil para todas las ciencias.
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principios admitidos por la física, no es su tarea intentar refutarlos. Hay un sentido entonces en el que puede decirse que la empresa que Aristóteles lleva a cabo en Fís. I 2-3 no es la de refutar la tesis de Parménides, sino más bien la de mostrar su inviabilidad por no someterse al principio básico de la física, según el cual hay movimiento21 . Es decir aquello en lo que se concentra el núcleo especulativo de los eleatas y, en particular de Parménides, no tiene nada que ver con la física, cuyo objeto primario de estudio es precisamente lo opuesto: el ser en movimiento, aquello que nace, muere, sufre cambios cualitativos, cuantitativos, eventualmente se traslada de un lugar a otro. No es cierto, por tanto, que Aristóteles no haya tenido en cuenta el hecho de que el ser del que habla Parménides es el ser inmutable que se manifiesta en el pensamiento. Precisamente porque advierte que el ser del que habla Parménides es el ser inmutable que, en cierto modo, implica la no existencia o el no ser de los fenómenos como tales es que la ontología de Parménides no se ajusta al verdadero estado de cosas. A partir de la consideración de este hecho Aristóteles aprovecha positivamente su discusión con el eleatismo y presenta una ontología más realista; al no tener en cuenta el ser fenoménico, la discusión de Parménides no tiene nada que ver con la naturaleza en general ni con la física como ciencia de la naturaleza. El “supuesto” básico del físico (Fís. 253b5) es que la naturaleza es principio del movimiento, pero dicho supuesto ni siquiera es tenido en cuenta por una posición que afirma la unidad y la inmutabilidad del ser. Una discusión que parte de tal premisa, por consiguiente, no puede tener nada que ver con la física. Cuando Aristóteles vuelve a la carga contra Parménides en Fís. VIII echa mano de nuevo del mismo argumento utilizado antes para mos21
De todos modos, Aristóteles refuta la tesis de Parménides (cf. arriba el comienzo de la sección II de este artículo); en su sentido técnico más estricto, una refutación es un tipo de argumento deductivo, i.e. aquel que va acompañado de una contradicción en la conclusión (cf. Refutaciones Sofísticas 165a2-3; 167a23-26). Así, la tesis inicial de Parménides es que todo es uno; pero si “uno” significa “continuo”, se sigue no que todo es uno, sino múltiple, ya que lo continuo es divisible al infinito (que es la contradictoria de la tesis de Parménides; cf. Fís. 185b5-10). Lo que Aristóteles establece inductivamente son las premisas para hacer una refutación deductiva dialéctica (sobre este punto cf. Bolton [1995], p. 18). Tópicos 30 bis (2006)
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trar que es ridículo intentar mostrar la existencia de la naturaleza, ya que es evidente la existencia de multiplicidad de entes naturales o, dicho de otro modo, de hecho hay multiplicidad de cosas naturales. Es decir, pretender mostrar las cosas evidentes (las cosas naturales que están en permanente movimiento y que son objeto de nuestra percepción) por las no evidentes (la inmovilidad del ser) es contrario al método y propio de quien es incapaz de discernir lo que puede conocerse por sí de lo que no puede conocerse por sí. Sería tan absurdo negar que hay cosas que a veces están en movimiento y otras veces están en reposo, argumenta Aristóteles, como pretender demostrar la existencia de la naturaleza. La objeción que puede hacerse al argumento aristotélico es que, como el mismo Aristóteles reconoce, los sentidos pueden ser engañosos y dar lugar a una creencia falsa (δìξα ψευδ σ; Fís. 254a27); pero aun en ese caso, la aparición de ilusiones implica un cierto cambio en nuestra condición mental pues la imaginación o representación (φαντασÐα) y la creencia son cierto tipo de movimientos (cf. Fís. 254a29-30).
IV Las dos posiciones opuestas y extremas (“todo se encuentra en reposo”: Parménides; y “todo está en movimiento”: Heráclito) deben, en opinión de Aristóteles, ser rechazadas por las razones ya presentadas. Es mucho más razonable adoptar la tesis de que en tanto algunas cosas a veces se encuentran en movimiento otras, en cambio, a veces están en reposo (Fís. 254a15ss.). Quienes rechazan esta tesis lisa y llanamente están rechazando también los φαινìµενα, la evidencia fáctica y sensible. Aristóteles argumenta que si no hubiera cosas que a veces están en movimiento y a veces en reposo, no sería posible ni el crecimiento ni el cambio forzado, dos fenómenos que, claramente, tienen lugar. El texto dice que si algo que antes estaba en reposo no pudiera ser movido contra naturaleza, no podría existir el crecimiento ni el movimiento forzado; son posibles al menos dos interpretaciones de este pasaje: (1) tanto crecimiento como movimiento forzado implican un movimiento no natural de lo que antes estaba en reposo (esto presupone que lo que comienza a
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cambiar —y, consecuentemente, a dejar de estar en reposo— se encontraba en su “lugar natural” cuando estaba en reposo); (2) el crecimiento comprende el movimiento de lo que antes estaba en reposo, y el movimiento forzado comprende el movimiento no natural de lo que antes estaba en reposo. Pero, como indica Ross,22 es probable que Aristóteles esté haciendo referencia a su tesis (enunciada y probada en 253b13ss.), según la cual no puede haber un proceso continuo de crecimiento o decrecimiento —o sea que habrá estados intermedios en los que el crecimiento o el decrecimiento se detendrá—, porque el crecimiento (y el decrecimiento) termina cuando el objeto llega a su “tamaño natural” (ésta es también la interpretación de Temistio, In Phys. Para., 216, 24-29). Los que no admiten la tesis de que las cosas a veces se mueven y a veces están en reposo suprimen, según Aristóteles, la generación y la corrupción, es decir no admiten que puedan producirse cambios cualitativos en una sustancia, que una cosa pueda “llegar a ser tal o cual cosa” (cf. Fís. 190a32-33). Pero como casi todo el mundo admite que el movimiento es, en cierto sentido, una generación y una corrupción (el término final del cambio es aquello hacia lo cual o en lo cual se produce la generación, y el término inicial del cambio es aquello desde lo cual o en lo cual se produce la corrupción o destrucción) y, como ya quedó demostrado (en Fís. I 7), puesto que tanto el cambio sustancial como el cualitativo constituyen casos de generación y de corrupción, se sigue que a veces algunas cosas están en movimiento y a veces están en reposo. Hacia el final de Fís. VIII 3 Aristóteles vuelve a insistir en contra de la tesis eleata que sostiene que todas las cosas están en reposo (en 254a25, al hablar de los que afirman que el ser es infinito e inmóvil, la referencia es, concretamente, a Meliso; cf. 185a32). La posición eleata ya la ha discutido Aristóteles brevemente al comienzo de este capítulo (253a32-b6); ahora ofrece algunos otros argumentos más detallados, aunque la base de sus objeciones es siempre la misma: aun cuando fuera cierto lo que dicen los eleatas, ocurre que nuestros sentidos nos dicen otra cosa y, de hecho, hay muchas cosas que están en movimiento. Ahora bien, si esto fuese sólo el resultado de una creencia u opinión falsa, porque nuestros sentidos 22
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pueden engañarnos, aun así habría movimiento. La opinión o creencia, en efecto, es cierto tipo de movimiento (la doctrina de que la opinión o creencia está ligada a la imaginación o representación —que es un cierto movimiento que no se produce si no hay sensación— es parte de la psicología madura de Aristóteles; cf. De anima 428b1-17). La imaginación, como la opinión o creencia, es una actividad cognitiva. La crítica al eleatismo termina con una prescripción metodológica que Meliso y Parménides habrían pasado por alto: no tiene sentido tratar de encontrar argumentos para explicar fenómenos respecto de los cuales no tenemos necesidad de dar razón. Eso es, precisamente, lo que, según Aristóteles, hacen los eleatas y es una muestra de una capacidad crítica muy pobre. Como he señalado al comienzo de este artículo, una imputación importante que Aristóteles atribuye a Parménides es que éste no hace caso de los φαινìµενα de los sentidos. Es un tipo de cargo que también hace a los pitagóricos quienes, al postular otra tierra (la “anti-tierra”) en oposición a la nuestra, “no buscan teorías (λìγοι) y explicaciones (αÊτÐαι) en relación con los φαινìµενα, sino que fuerzan los φαινìµενα y los acomodan a ciertas teorías y opiniones propias” (De Caelo 293a25-27). Con la introducción de la anti-tierra los pitagóricos no atienden a lo que parece ser el caso, tanto en el sentido de las opiniones comunes como en el de lo observado en el nivel más básico de lo senso-perceptivo. La inclusión de esta última especificación se hace clara por el agregado κατ τ ν αÒσθησιν a φαινìµενον, “lo manifiestamente observado en el plano de la percepción” (cf. De Caelo 297b23-24; 306a16-17). Se trata, como he dicho antes, de la crítica dirigida en contra de Parménides en Fís. VIII (253a32-34), a saber, para que una explicación teórica sea defendible y verdaderamente explicativa debe tener una conexión con los fenómenos y con lo que en el plano fenoménico nos indica la percepción o, más precisamente, debe ser descriptiva de lo que “dicen” los fenómenos en su nivel sensorial más elemental. En el examen de la realidad física el investigador debe confiar más en la percepción que en las especulaciones teóricas hechas sin tener en cuenta lo fenoménico según la percepción. Si esta prescripción metodológica no se tiene en cuenta, se podrá formu-
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lar una sofisticada teoría acerca de la realidad (como la de Parménides), pero no podrá fundamentarse una verdadera ciencia de la realidad física.
Bibliografía citada BARNES, J. 1975: “Aristotle’s Theory of Demonstration”, en Barnes, J., Schofield, M. y Sorabji, R. (eds.): Articles on Aristotle 1. Science, London, pp. 65-87. B ERTI, E. 1977: Aristotele: dalla dialettica alla filosofia prima, Padova. B OERI, M. D. 1993: Aristóteles. Física I-II (Introducción, traducción y comentario de Marcelo D. Boeri), Buenos Aires. ——— 1997: “Wert und Funktion der Kategorienlehre bei Aristoteles”, en Öffenberger, N. y Vigo, A. G. (eds.): Südamerikanische Beiträge zur modernen Deutung der Aristotelischen Logik, Hildesheim-Zürich-New York, pp. 82-106. ——— 2003: Aristóteles. Física VII-VIII (Introducción, traducción y comentario de Marcelo D. Boeri), Buenos Aires. B OLTON, R. 1995: “Aristotle’s Method in Natural Science: Physics I”, en Judson, L. (ed.): Aristotle’s Physics. A Collection of Essays, Oxford 1995 (= 19911 ). C ASSINI, A. 1991: “Problemas y límites del fundacionismo clásico”, Manuscrito, XIV 2 (1991), pp. 73-92. C HARLTON, W. 1992: Aristotle, Physics. Books I and II , (Translated with Introduction, Commentary, Note on recent Work, and Revised Bibliography by William Charlton), Oxford 1992 (reimpr.).
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C HERNISS, H. 1991: La crítica aristotélica a la filosofía presocrática, trad. esp. México. C ORNFORD, F. M. 1980: Aristotle. The Physics (with an English Translation by P. H. Wicksteed and F. M. Cornford) Cambridge (reimpr.). I RWIN, T. 1988: Aristotle’s First Principles, Oxford. L OUX, M. J. 1992: “Aristotle and Parmenides: An Interpretation of Physics A 8”, en Cleary, John J. y Wians, William (eds.): Proceedings of the Boston Colloquium in Ancient Philosophy vol. 8, Lanham, pp. 320-326. OWEN, G. E. L. 1975: “Tithenai ta Phainomena”, en Barnes, J., Schofield, M. y Sorabji, R. (eds.): Articles on Aristotle 1. Science, London, pp. 113-126. ROSS, W. D. 1979: Aristotle’s Physics. A Revised Text with Introduction and Commentary, Oxford (reimpr. de la ed. de 1936). ROSSI, G. 2001: “Algunas notas sobre la discusión con los eléatas en Física I de Aristóteles”, en Tópicos, 20 (2001), pp. 137-159. W IELAND, W. 1970: Die aristotelische Physik, Göttingen. Z AGAL A RREGUÍN, H. 2005: Método y ciencia en Aristóteles, México.
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P ERSISTENCIA Y CONTINUIDAD DEL SUSTRATO MATERIAL EN LA FÍSICA DE A RISTÓTELES * Fabián Mié CONICET Universidad Nacional de Córdoba, Argentina FABIANGUSTAVOMIE @fullzero.com.ar Abstract This article begins by showing that, according to Aristotle, the paradox of movement lies in the fact that, in order to account for movement, something permanent should be assumed. The author intends to show that Aristotle gets the concept of substratum out of the clarification of the different kinds of change, and that such a concept of substratum cannot be understood univocally. Aristotle argues that the substratum is necessary for keeping the indispensable continuity in change; so he maintains that the matter of change is a constitutive part of the product, the matter being a potential substratum. Mié wonders whether this theory of substratum leaves open the possibility of admitting an absolutely indeterminate matter that is able to assure the continuity at the most basic level of bodies. The author’s answer to this question is negative and he aims to show in what manner change can be explained without the guarantee of persistence, like that the prime matter attempted to preserve. Key words: Aristotle, Physics, movement, substratum, change. *
Recibido: 24-11-05. Aceptado: 18-05-06. Este trabajo está originado en sendos seminarios de grado sobre Física I-II (2003) y De la generación y la corrupción (2005), que tuve a mi cargo en la Escuela de Filosofía de la Universidad Nacional de Córdoba. Esas oportunidades y las reiteradas preguntas de quienes asistieron a ambos seminarios me obligaron afortunadamente a tratar de expresar mis ideas sobre el tema de una manera más clara y concisa. Una ponencia sobre la teoría de la materia y el cambio elemental en De la generación y la corrupción, vinculada con la tesis principal de este texto, fue leída en las XVI Jornadas de Epistemología e Historia de la Ciencia, Universidad Nacional de Córdoba; agradezco los comentarios que en esa ocasión me hiciera Manuel Correia. También agradezco las acotaciones que formularon a la primera parte de este trabajo Eduardo H. Mombello y Miguel A. Castañeda. Un reconocimiento especial quiero expresar a Marcelo D. Boeri por su invitación a presentar una contribución en este volumen y por sus valiosas observaciones a la primera versión de este texto. *
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Resumen Este artículo comienza por mostrar que, según Aristóteles, la paradoja del movimiento reside en el hecho de que para dar cuenta del movimiento debe suponerse algo permanente. El autor se propone mostrar que Aristóteles obtiene el concepto de sustrato a partir de la aclaración de los diferentes tipos de cambio, y que tal concepto de sustrato no puede entenderse unívocamente. Aristóteles argumenta que el sustrato es necesario para conservar la indispensable continuidad en el cambio; así, sostiene que la materia del cambio es una parte constitutiva del producto, en tanto que la materia es un sustrato potencial. Mié se pregunta si esta teoría del sustrato deja abierta la posibilidad de admitir una materia absolutamente indeterminada que sea capaz de asegurar la continuidad en el nivel más básico de los cuerpos. La respuesta del autor a esta pregunta es negativa, y trata de mostrar de qué modo puede explicarse el cambio sin la garantía de la persistencia, como la que la materia prima intentaba mostrar. Palabras clave: Aristóteles, Física, movimiento, sustrato, cambio.
“Ahora bien, la naturaleza subyacente es cognoscible por analogía”. Aristóteles, Fís. I 7, 191a7-8. “Pero nosotros afirmamos que hay cierta materia de los cuerpos sensibles, y que ésta no existe separada sino siempre junto con los contrarios a partir de los cuales se generan los llamados elementos”. GC II 1, 329a24-26.
1.
Física y principios en Física I
En una investigación científica de los principios de la naturaleza (Fís. I 1, 184a10-16) se trata para Aristóteles de comenzar por esclarecer nuestra experiencia común de las cosas sujetas a movimiento, a las que se dirigen primariamente, conforme a la actitud natural, nuestras creencias y el lenguaje que las expresa. La filosofía aristotélica comienza reconociendo, así, el primado fenomenológico a un todo general indiferenciado, que nos resulta inmediatamente accesible y que califica como “más cognoscible para nosotros” (184a21-26); un todo que, sin embargo, en cuanto no ha sido aún distinguido en los factores que permiten explicarlo ni articulado en sus relaciones, no puede calificarse de “cognoscible por sí” (184a16-18). La elaboración del avance epistémico que lleva de ese todo indiferenciado a las causas que explican los procesos de las cosas (184a23-24), se ejemplifica mediante la relación que existe entre el uso de nombres para designar cosas y la introducción de definiciones, Tópicos 30 bis (2006)
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que a través de la distinción de partes lógicas sirven para esclarecer la estructura de esas cosas designadas (184a26-b3). Sólo cuando nos proponemos aclarar los elementos explicativamente relevantes que se hallan contenidos en nuestra experiencia de las cosas y forman parte de sus presupuestos, estamos en condiciones de avanzar desde lo inmediatamente perceptible a los principios que, como el definiens, son por sí mismos cognoscibles o cognoscibles con anterioridad relativamente a lo designado en el definiendum (184a18-21). La física se delimita allí, como una tarea de reflexión sobre los presupuestos que introducimos en nuestras creencias más relevantes y destacadas, y en nuestras expresiones lingüísticas acerca de las cosas sujetas a movimiento. La reflexión no conduce a un ámbito superior de entidades ni tampoco accede a otro orden de objetos. Por intermedio de la ejecución de esa modificación específica de nuestro conocimiento de la realidad podemos lograr una aclaración de la estructura de las cosas, estructura que corresponde, en el ejemplo que pone Aristóteles, al acceso al significado de las palabras. La reflexión que moviliza la actitud filosófica en la concepción de Aristóteles es una modificación de nuestra actitud natural cuyo resultado inmediato reside en la tematización de los criterios y condiciones que hacen que comprendamos las cosas. No es una modificación de la conciencia, sino de nuestro modo de dirigirnos a las cosas dadas en la experiencia. La reflexión que podemos constatar como operación teórica en Aristóteles es un paso metódico fundamental que no lleva a una constitución subjetiva del mundo en su sentido, sino que desemboca, por el contrario, en el gran espacio público de las creencias y las razones que regularmente constituyen el entramado donde se asienta el lenguaje ordinario y sobre el cual se construye la ciencia. En tanto que algunas de esas estructuras descubiertas a través de la reflexión tienen un particular carácter explicativo, Aristóteles habla de causas y principios del movimiento, y por ello mismo las considera epistemológicamente anteriores a las cosas móviles. Es consistente con esta posición filosófica que los principios en general se justifiquen sólo por su capacidad explicativa, lo que impide extraerlos de su intrínseca referencia funcional con respecto a las cosas; ellos se establecen como causas Tópicos 30 bis (2006)
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adecuadas y suficientes sólo en cuanto ponen a prueba la capacidad explicativa que define su propia naturaleza y estatuto1 . Los límites de un enfoque sobre los principios, como el aristotélico, coinciden con la capacidad para hallar criterios válidos que nos permitan seleccionar entre las creencias y las expresiones lingüísticas aquellas que nos conduzcan a establecer causas con real capacidad explicativa, ya que el universo de la experiencia al cual se aplica la filosofía aristotélica no dispone de otras maneras de obtener causas. Esto significa que el conjunto de creencias que constituye una determinada tradición de opiniones y teorías acerca del movimiento y que, en el caso de Aristóteles, ha sido elaborado mayormente por los físicos jonios y los filósofos académicos, conforma esa base ‘dóxica’ que, si bien no tiene la última palabra, da el marco único disponible para elaborar los conceptos fundamentales del ente móvil y para examinar la validez y aceptación de los mismos. La δìξα resulta aquí adecuadamente entendida como esa base general y desigualmente relevante que delimita y posibilita nuestra experiencia del mundo, en cuanto siempre la hacemos ya contando con aquélla; es la misma base que la actitud filosófica se propone tomar como plataforma de lanzamiento para una comprensión del mundo racionalmente más adecuada, completa y exigente (cf. Met. I 1, 981a1-3, a24-30).
2.
El problema de la continuidad en el análisis del cambio: Física I 7-9
El problema fundamental que Aristóteles obtiene de su examen dialéctico de las opiniones de sus predecesores acerca del ente móvil constituye el pilar de su propia física: es el problema de la continuidad en el cambio, sólo a partir del cual se despega la tematización del sustrato y se elabora una teoría acerca del mismo, que intenta aclarar sus diferentes funciones. La continuidad en el cambio no es inmediatamente traducible en el problema del sustrato ni éste representa algo meramente permanente, pues lo que persiste es, para Aristóteles, algo formalmente determinado. Aristóteles asigna a la filosofía primera o metafísica el tratamien1
Para la metodología de Fís. I cf. Wieland 19923 : § 6-9, § 14; Bolton 1995.
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to del εÚδοσ (Fís. I 9, 192a34-b2; Met. VII 13) o la discusión referente a cuál de los constitutivos de una entidad compuesta es más sustancial, la forma o la materia (Fís. I 7, 191a19-20; Met. VII 3, 1029a1-7). Con esto, él delinea una importante distinción pero igualmente un estrecho enlace entre física y metafísica, situación de la cual inmediatamente surge como resultado la vinculación que mantienen las clarificaciones conceptuales de la segunda con el campo de análisis y el conjunto de tesis que constituyen lo que se ha llamado una “ontología del ente móvil”, elaborada por la primera. Pero la cuestión de la prioridad de la forma o la materia no es un tema de exclusivo interés de la metafísica, pues si la física procede analizando el lenguaje ordinario que sienta las bases de los nombres de los objetos cuya estructura dinámica esa ciencia trata de esclarecer, es relevante para ella misma tener en cuenta que la forma, en particular en su función como fin, guarda prioridad sobre la materia en la denominación de las cosas móviles. El cambio y lo que cambia se denominan según aquella forma hacia la cual se produce algo, más que según la materia (o la privación) a partir de la cual tiene lugar el movimiento (Fís. V 1, 224b7-8; 5, 229a25-27; II 1, 193b3-7). Aristóteles constata que usamos distintas expresiones para hablar del cambio de un hombre culto (I 7, 189b30-190a13), ya haciendo alusión al compuesto hombre-culto o a sus partes simples (hombre, culto y su contrario), pero en todas ellas damos cabida a algo permanente. ¿Cómo hay que entender que en el cambio algo permanece inalterado? y ¿por qué es necesario asumir algo persistente? son las preguntas que marcan el punto de partida para la aclaración aristotélica del movimiento. Veremos que lo principal en ello es formular un adecuado concepto de sustrato, ya que lo que persiste en los cambios no es de un mismo tipo. En efecto, lo inculto no subsiste, dice Aristóteles, ni cuando empleamos expresiones simples (“lo inculto llegó a ser culto” o “a partir de inculto llegó a ser culto”) ni compuestas (“el hombre inculto llegó a ser culto”), pero sí subsiste al comienzo y al final del proceso algo que contamos como uno, e incluso que individuamos como algo determinado, es decir, aplicando un concepto que nos permite comprender el hombre sometido al cambio como algo singular persistente (190a10-13). Tópicos 30 bis (2006)
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Aristóteles ofrece, así, una primera clarificación acerca de qué clase de cosa puede subsistir: subsiste aquello de lo cual no decimos que hay un contrario, mientras que culto-inculto se caracterizan por representar una determinada configuración que admite un contrario, y es precisamente entre contrarios que se ejecuta el cambio (190a13-21). Después de un análisis de dos clases de expresiones, la una predicativa (“esto llega a ser esto”) y la otra de procedencia (“a partir de esto llega a ser esto”) en su aplicación a entidades simples y compuestas, Aristóteles enfoca un aspecto no aclarado por sus predecesores: la multivocidad de γÐγνεσθαι (190a31). Las expresiones predicativas y de procedencia pueden usarse para establecer distinciones en ese verbo, aunque dado que ambas se usan para hablar de los cambios tanto entre entidades simples como compuestas, ellas no alcanzan a constituir criterios definitivos para distinguir dos tipos de cambio: uno en el cual algo llega a ser tal o cual cosa o adquiere una cualificación, y otro donde algo llegar a ser2 . En el primero, que abarca cosas simples y compuestas, algo determinado subsiste, como el hombre en el ejemplo anterior del hombre culto. Aristóteles aclara este cambio como un cambio accidental, es decir, un cambio que no se da en lo que subsiste y no tiene contrario, sino en alguna determinación cuantitativa, cualitativa etc. de un sustrato. Para aclarar el tipo de cosa que suponemos subsistente en el cambio accidental Aristóteles utiliza la noción de sujeto, que desarrolla en Categorías (5, 4a1011, 2a11-14) y Metafísica (VII 1, 1028b33 ss.; 3, 1028b36-37, 1029a7-9). Lo que subsiste en ese cambio es un tipo de entidad que puede clasificarse mediante el criterio del sujeto, el cual indica que aquello que no se predica de otra cosa como de un sujeto, y del cual todas las demás cosas se predican, eso es una sustancia (Fís. I 7, 190a34-b1). El sustrato (Íποκεеενον) que subsiste en el cambio accidental es una sustancia. Pero la dificultad mayor para delimitar algo permanente en el cambio se presenta en el segundo tipo de cambio: el cambio que atañe a aquello que antes contamos como algo singular determinado, como uno y lo mismo, y que en este caso no puede permanecer como un sustrato sustancial inmutable, dado que Aristóteles tiene a la vista aquí fijar 2
Cf. Wieland 19923 : 112 ss.
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una distinción tipológica de cambios, que él aclara otra vez mediante distinciones categoriales. Es importante reparar en que, más allá de la diferencia entre estos dos tipos de cambio, Aristóteles se propone y logra analizarlos bajo el modelo aplicado en primer lugar al cambio accidental, donde persiste un τìδε τι. Él afirma decididamente que todo lo que se genera lo hace a partir de un sustrato y una forma (190b17-20). Este procedimiento de análisis conjunto del cambio se ve legitimado por el hecho de que también lo sujeto a generación sin más es algo compuesto (τä γιγνìµενον παν εÈ συνθετìν, 190b11). Pero todo el problema reside en que aquí hay dos diferentes tipos de composición, pues, en un caso, se trata de algo completamente determinado que adquiere otras propiedades de las que anteriormente poseía, produciéndose un compuesto accidental distinto, cuya base o sustrato es la misma cosa; mientras que, en el otro, hallamos el surgimiento de una cosa determinada a partir de algo diferente que no posee una genuina determinación sustancial, lo que se llama un compuesto hilemórfico3 . El esclarecimiento del cambio depende de que podamos conceptuar adecuadamente los dos diversos modos de persistencia del sujeto allí implicados. Pues la persistencia del sujeto del cambio sustancial no puede reducirlo erróneamente a mera alteración de un sujeto plenamente determinado, lo que, como veremos, se torna una cuestión álgida en la discusión sobre el cambio de los elementos, que son los últimos cuerpos que existen en el universo aristotélico. La falta de claridad acerca de esos dos sustratos acarrea los malentendidos que conducen a suponer la materia prima, tal como intentaré mostrar en la parte final de este trabajo. El lenguaje que usamos para referirnos al cambio brinda escaso apoyo para obtener el concepto de un sujeto de la generación y de la corrupción de una cosa. Particularmente allí se hace palpable que los principios del cambio se alcanzan mediante una fenomenología que aclara y, en tal sentido, no queda encerrada dentro de los límites del lenguaje natural. En efecto, la legitimidad de explicar la generación recurriendo a cierto 3
Happ 1971: 284 ss., advierte que Fís. I 7, 190b17 ss. da ejemplos inapropiados del sujeto de la generación, lo que es indicio de la dificultad de aclarar tal tipo de sujeto. Cf. Cohen 1996: 20 ss. Tópicos 30 bis (2006)
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sustrato no proviene de un análisis directo de nuestro modo de hablar, ya que, en ocasiones, usamos una misma expresión, que Aristóteles formaliza como “a partir de algo” (âκ τÐνοσ), para referirnos a la procedencia de un producto tanto en el caso del mero cambio accidental a partir de un sujeto sustancial persistente, como también en el caso de la generación de una cosa a partir de algo que no persiste como lo mismo (190b21-29, a5-6)4 . Como es frecuente y válido dentro del procedimiento dialéctico, también en la explicación de la persistencia en el cambio sustancial Aristóteles examina y pone en tela de juicio nuestras éndoxa, otorgándole con ello al análisis filosófico la autonomía de la crítica en la formulación de teorías y explicaciones. Hay dos factores que es preciso destacar. Por un lado, y aunque parezca paradójico, en el cambio sustancial también hay algo persistente (190b1-3); y fijarlo conceptualmente es lo que le permite a una teoría salvar el fenómeno del cambio de una caída en la aniquilación de toda continuidad, en la que incurre el modelo por el cual si hay cambio, éste debe consistir en la aparición de una entidad absolutamente nueva. Por otro lado, Aristóteles sostiene que el sustrato de la generación no puede ser meramente algo que guarda una relación accidental con lo que a partir de ello se genera (190b26-27, οÎ κατ συµβεβηκäσ âξ αÎτοÜ γÐγνεται τä γιγνìµενον). En Física I 7 (190b10 ss.), Aristóteles está interesado en obtener principios y causas generales del cambio, y no distingue de manera apropiada lo que llamará técnicamente generación y alteración (cf. Fís. VII 3; GC I 4). Así, él considera ahora el sustrato en general, incluyendo tanto la sustancia completamente determinada, que es el sujeto persistente en el cambio accidental y que no mantiene una relación necesaria con las propiedades que adquiere a través de dicho cambio, como también la materia de la generación sustancial. Ésta es numerable, en cuanto representa, por ejemplo, cierta magnitud de bronce. Pero con relación a la forma que ella constituye cuando se genera una esfera de bronce, la materia se comporta como algo carente de esa cierta configuración, esa forma y ese orden, y, como tal, es algo contrario al producto 4
Cf. Tugendhat 1963: 391; Happ 1971: 292; Code 1976.
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generado (190b15-16). Por eso, una aclaración más precisa de la que persigue Aristóteles aquí tiene que explicar el sujeto de la generación como un contrario5 , aunque no como algo absolutamente determinado, ya que el sustrato material carece de la forma que determina al producto, sin ser él mismo algo privado de toda característica definitoria, un mero sustrato o una nada. Aristóteles se halla en la antípoda de una tesis sobre la materia de este último carácter, pues para ser sustrato del cambio la materia debe mantener una relación constitutiva con el producto. Esta relación constitutiva tiene que aclarar la metáfora de la ‘tendencia’, que Aristóteles introduce para aludir a la capacidad de realizar el producto que le corresponde a cierta materia ya necesariamente determinada, una vez que sobre ella actúa de alguna manera una forma que le imprime una nueva determinación. Hay aquí una cadena de determinaciones6 que, empero, no configura meramente una acumulación de productos, ya que la generación de una nueva sustancia entraña una importante remodelación del volumen de materia preexistente y conlleva la aparición de lo que es realmente una nueva entidad. Además, la función constitutiva de la materia se entiende sólo a partir de la aclaración de la naturaleza subyacente como un sustrato material potencial (Fís. I 9, 192a16-19, 2225). El bronce a partir del cual se genera una esfera se define tanto por la determinación del material como también por la falta de configuración esférica, por ejemplo, en la medida en que a partir de un pedazo de bronce puede producirse una esfera. La esfera de bronce es un compuesto de materia y forma. El sustrato de la generación es, en tal sentido, algo singular según el número y doble en cuanto a su determinación específica ya que puede definirse como materia y como privación (190b24, 190a15, b12-13; 9, 192a31-32)7 . El sustrato es un constitutivo no accidental del 5
Lo que no parece admitirse en Fís. I 7, 190b16-17. Esto hace que Aristóteles explique el sustrato material apelando a la lógica de los términos relativos, como algo que funciona como materia en una cierta relación con determinada forma que se realiza en ese sustrato; pero ello incluye que ese mismo sustrato, en otra relación, represente algo determinado y, en tal sentido, constituya cierta configuración con respecto a estructuras de organización inferiores que, a su vez, son la materia a partir de la cual dicha configuración ha surgido. Cf. Fís. II 2, 194b8-9. 7 Cf. Wagner 19955 : 429-433. 6
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producto, en cuanto que aporta una determinación positiva a la realización de la forma en el compuesto, algo que puede alcanzar expresión en enunciados que especifican de qué clase de materia está hecho un compuesto (“esta esfera es de bronce”8 ). En cambio, en relación con la esfera de bronce, la privación de la forma que cabe al pedazo de bronce coloca a este material en un vínculo accidental con el compuesto (190b27). Así, a partir de un análisis de lo presupuesto en nuestra aprehensión del cambio emerge el sustrato como aquello sobre lo cual actúan los contrarios. Aristóteles establece el sustrato material y los contrarios, que funcionan en calidad de forma y privación, como los tres principios del cambio. Para la interpretación del problema aristotélico de la continuidad en el cambio sustancial es importante destacar que el sustrato se impone como el tercer principio (189a26, 28 ss., b1) necesario que permite dar cuenta del ‘en donde’ se produce el cambio, pues sobre el sustrato, y no uno sobre otro, actúan los contrarios (190b33-35, 191a15-22). De allí que el sustrato no se equipara a ninguno de los contrarios. Aristóteles tiene otros argumentos más teóricamente saturados para defender la necesidad de admitir un sustrato distinto. En I 6, 189a27-b1, él observa que hay que suponer algo por debajo de los contrarios ya que ellos son principios del cambio que tienen que operar sobre un sustrato diferente y anterior a ellos para que no nos veamos forzados a aceptar que son anteriores a la sustancia. Otro argumento a favor del sustrato, explicado como Õλη que se distingue de la στèρησισ, se lee en I 9, 192a19-22: si el carácter negativo de la στèρησισ —es el no-ser que admite Aristóteles— se atribuyera sin más a la materia, en la dirección hacia la forma que es intrínseca a esta última habría que descubrir una tendencia hacia su propia aniquilación, ya que los contrarios se suprimen mutuamente. Pero también hemos acentuado que Aristóteles sostiene que en el cam8
Una redescripción del genitivo material tiene en cuenta Aristóteles mediante la expresión adjetiva intensionalmente equivalente “esfera broncínea” (Met. VII 7, 1033a7), que permite entender mejor la no-independencia del sustrato, a pesar de que éste persiste, pero justamente alterado. Por otro lado, es la ausencia de una denominación particular para la carencia de una determinada forma lo que motiva que usemos en esos casos el nombre de la materia en expresiones como “x se genera a partir de y” (Fís. I 7, 190b14-17). Tópicos 30 bis (2006)
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bio sustancial el sustrato debe hacer una contribución no accidental a la composición del producto, por lo que sería poco comprensible que de la definición de una sustancia física se excluyera la materia9 . En la Física, Aristóteles trata el problema de la continuidad en el cambio sustancial sólo a grandes rasgos y básicamente; sin embargo, una tesis que le veremos desarrollar en De la generación y la corrupción, y que le permite explicar adecuadamente la continuidad —me refiero a la tesis sobre la no-existencia separada de la materia—, alcanza también expresión en su faz epistemológica dentro del contexto de la teoría general de los principios del cambio. En el último y recapitulatorio párrafo de Fís. I 7, se afirma que la naturaleza subyacente (Íποκειµèνη φÔσισ) sólo puede conocerse analógicamente a través de la consideración de la función que desempeñan los sustratos que constituyen materialmente distintos compuestos hilemórficos (191a7-13)10 . La materia aparece 9
Ejemplos de nociones que refieren a una forma ligada a una materia son lo ñato, entendido como un predicado accidental que, empero, incluye en su propia definición la del sujeto (la nariz), y lo impar, que similarmente incluye la del número. Entre otros textos cf. Fís. I 3, 186b21-23; II 2, 194a1-14; SE 13, 173b9-11; 31, 181b36-182a6; Met. VI 1, 1025b26-1026a6; VII 5, 1030b14-1031a14; de An. III 4, 429b13-14, 18-21; 7, 431b1216. Para la distinción entre predicados por sí y accidentales cf. APo. I 4. Para una correcta interpretación general del tema cf. Gill 1991: 111-170. 10 Cf. Happ 1971: 667-670; Wieland 19923 : 204 (su inteligente interpretación, sin embargo, achata el carácter analógico de los principios al convertir a éstos en funciones vacías de contenido); y sobre todo Wagner 19955 : 433-436. Wagner acentúa que el sustrato del proceso no es perceptible sensiblemente, sino que se aprehende sólo mediante una inferencia, es decir, un proceso mental que hace accesible tal principio en su propio carácter inteligible, específicamente, a través del establecimiento de una analogía. Pero Wagner no tiene razón en apelar al concepto de materia prima, entendida en el sentido de un “material primigenio”, para despejar la incógnita que en la proporción entre bronce/estatua = naturaleza subyacente/sustancia representaría la hypokeiméne phýsis, ya que el texto no ofrece apoyo para concluir que Aristóteles busca aclarar aquí la naturaleza subyacente en general mediante la noción de un material primigenio. Precisamente un paso adelante que da la teoría aristotélica de la materia en el contexto de las teorías tradicionales es el de evitar tomar el principio material como una masa primigenia absolutamente amorfa. En Aristóteles no tiene sentido postular, entonces, una materia prima para mantener la tesis de una materia primigenia. Todas las calificaciones y pasajes referidos posiblemente al principio material en el orden físico o, más específicamente, a la naturaleza subyacente (imperceptible [GC II 5, 332a35]; incognoscible por sí [Met. Tópicos 30 bis (2006)
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aquí como el principio material del cual representan casos concretos el bronce a partir del cual se modela la estatua y la madera a partir de la que se construye la casa. A título de aquello “a partir de lo cual” (âξ οÝ) (II 3, 194b23-26) algo se genera, la materia es causa, pero siempre en cuanto es un constitutivo inmanente (âνυπ ρχοντοσ) que, como tal, no es indeterminado al modo de la materia prima 11 . Los procesos de generación pueden ser de distintas especies (cf. la enumeración de algunos de ellos en I 7, 190b5-9: mutación, adición, extracción, composición), al igual que los materiales concretos empleados, pero el componente que representa en todos esos cambios la naturaleza subyacente no existe nunca como algo separado y determinado independientemente, sino que se define por ser el constitutivo material que, careciendo por sí de la forma del caso, se define en relación con la forma del producto. La noción de naturaleza subyacente posibilita aclarar la materia del cambio sustancial como algo no sustancial —y que por ello no puede contarse estrictamente como algo singular o como uno (191a12)— e intrínsecamente relacional. En efecto, ella se convierte en constitutivo no accidental a partir del cual se genera una sustancia física sólo en cuanto guarda una relación con la forma de la sustancia (αÕτη [scil. Õλη] πρäσ οÎσÐαν, 191a11, a9-11). En virtud de ello, la materia se explica como algo amorfo (191a10, 190b15) y que, en tanto está privada de la forma, se comporta como un contrario, pero no es un contrario absolutamente, sino sólo en relación con la forma de la que carece. El bronce es el material persistente y subyacente a la esfera de bronce que se ha moldeado a partir de él (âξ οÝ), pero en cuanto guarda una relación con la sustancia compuesta producida, el mismo material es amorfo, privado de una estructura determinada12 . VII 10, 1036a 8 s.], inconfigurado en sí mismo [Fís. II 1, 193a11], indeterminado [Fís. IV 2, 209b9-12; Met. IX 7, 1049b1-2; GA IV 10, 778a6 s.], invisible y amorfo [Cael. III 8, 306b16-19], etc.), requieren una interpretación diferente de la que tiende a dar la doctrina de la materia prima. 11 Cf. Ross 1960: 512; Wagner 19955 : 459 ss. Contra Boeri 1993: 161. 12 Cf. Wieland 19923 : 127. Pero la relación que la materia guarda con la forma de un compuesto que co-constituye junto con esa misma forma no se reduce a la manera según la cual nosotros comprendemos el bronce en relación con la esfera, tal como tiende a entenderlo Wieland (136), sino que dicha relación se funda en una disposición material Tópicos 30 bis (2006)
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Frente al contrario que representa la privación de una determinada forma, el estatuto de la materia hace que ésta sea qua principio explicativo algo diferente no sólo respecto de la forma sino también de la privación, ya que la materia es algo que no es sólo por accidente, en cuanto no se define por negar la forma y guarda con ésta una relación constitutiva para su propio ser. Podría decirse, entonces, que la materia no es la forma sólo accidentalmente. Aristóteles afirma en un pasaje que la materia es en cierta manera casi sustancia (âγγÌσ καÈ οÎσÐαν πωσ, τ ν Õλην, 192a6), precisamente en cuanto ella es un constitutivo del compuesto producido y mantiene una relación intrínseca pero potencial con la forma del mismo13 . La privación, en cambio, es por sí misma no-ser (I 9, 192a3-5), pues ella se define como la negación de la forma. Forma y privación guardan, además, una relación de contrariedad, y los contrarios se corrompen recíprocamente (192a21-22). Por ende, la privación no puede coexistir con la forma ni mantiene con el producto del cambio, como sí corresponde a la materia, un vínculo no accidental (192a20-25). En Fís. I 9 se establece finalmente la materia como principio del cambio. Ella es algo no separado, en cuanto es un sustrato potencialmente determinado por su relación con la realización de una sustancia. La materia “tiende” a la forma en tanto que está determinada por la privación (endées), que a Aristóteles le permite comenzar a aclarar el no-ser de la tradición, cuestionado por los eleáticos, como un no-ser relativo del sustrato para realizar cierta estructura cuando sobre él actúa la forma o, más precisamente, cuando lo hace el agente que introduce la forma (Fís. I 8, 191b6 ss.). La materia es, en ese marco, algo pasivo, pero en el sentido de lo que puede producir un resultado si sobre ella se efectúa una acción. En GC I 7, Aristóteles explica la generación y la corrupción, que tiene lugar entre contrarios, en términos de las condiciones (en especial, identidad genérica y contrariedad específica) de la relación entre agente y paciente (cf. 324a11-12), donde la materia es un sustrato pasivo potencial (324a15-22; tò dynámenon thermón, 324b8). E igualmente que en la Fís., en GC la materia se desempeña también como un contrario. 13 Esta tesis sobre la materia, elaborada en la física, encuentra un desarrollo directo en la metafísica madura que explica la relación materia-forma a base del concepto de materia última, esa materia que es una y la misma cosa con la forma, si bien la materia admite esa determinación sólo de modo potencial. Cf. Met. VIII 6, 1045b17-19. Tópicos 30 bis (2006)
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(191b9-10), pues lo que se genera se pone en movimiento a partir de lo que no es, o sea, a partir de lo que no tiene la forma del producto14 . Así, el sustrato material es parte constitutiva del producto en cuanto guarda una relación potencial con la configuración de que en cierto momento ese sustrato está privado. Hay una continuidad, que se conforma durante el desarrollo de un ser vivo, entre la materia no persistente a partir de la cual se genera (semen) un organismo y la materia persistente de que está compuesto (huesos, carne, etc.) dicho organismo. En cuanto una materia concreta se halla privada de una forma determinada, esa materia opera como una potencia que asegura la continuidad en el proceso, sin que dicha continuidad se vea afectada por la generación de una nueva entidad que se genera siempre a partir de una materia preexistente —si bien no a partir de un sustrato plenamente independiente. En relación con el producto del cual constituye el sustrato, la materia no es un esto subyacente; si lo fuera, existiría separada de los contrarios que representan forma y privación en los diferentes casos, en última instancia, sería determinable con total independencia del producto a cuya realización aporta en su calidad de sustrato material, y existiría por sí misma. Por la vía de esa errónea suposición —que desconoce la naturaleza relacional del principio material— se inauguraría la posibilidad de postular una materia primigenia, a la manera de los físicos jonios, una masa que existiría separada. En cambio, el hecho de que la materia aristotélica no posea independencia ontológica explica que no se la pueda definir aparte de la forma; y en ese marco no tiene sentido hablar de una masa primigenia, sino que la materia tiene que delimitarse como un sustrato privado de una forma determinada que, empero, ella se encuentra intrínsecamente en disposición de realizar. Esto permite comprender que la materia-principio de Fís. I 9 se califica de incorruptible (192a26). Pero ello no nos conduce a ninguna materia última separada 14
La tesis de los eleáticos (Fís. I 2-3) al respecto parte de una aprehensión categorialmente indeterminada de ser y no-ser, y afirma que el cambio es imposible en virtud de que éste supone que algo llega a ser, lo cual implica el no-ser como terminus a quo del proceso. Pero dado que es absurdo suponer que el no-ser es, ellos niegan la realidad del cambio. Tópicos 30 bis (2006)
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y eterna15 . Por el contrario, Aristóteles tiene a la vista aquí siempre la materia funcionalmente concebida, la materia primera (πρ¸τη Õλη, II 1, 193a29) de una cosa, que es su materia propia, o sea, el sustrato a partir del cual algo se genera y que en cuanto es causa de la realización de una sustancia se entiende como ingrediente: el material que es inmanente (âνυπ ρχοντοσ) al producto como su sustrato a partir del cual algo se genera no por accidente (I 9, 192a31-32). Resulta fácilmente comprensible que Aristóteles no considera esa materia ingrediente subyacente al producto como la sustancia de las entidades físicas, ya que ella no posee independencia y se define por referencia a la forma. En II 1, 193b3-8 se sostiene que la forma es más sustancial que la materia, ya que aquélla determina la cosa y le da un nombre específico. Esto no implica, sin embargo, que si hay una definición del compuesto no deba incluirse en ella funcionalmente la materia. La materia inengendrable e incorruptible de que habla 192a27-29 es la materia como potencia, o sea, no considerada como privación. Vista de esta última manera, en cambio, la materia está sujeta a generación y corrupción en la medida en que adquiere o pierde una forma determinada. Aristóteles destaca que ésta es la materia en sí misma (καθ' αÍτì, 192a26), o sea, es la materia concreta de la cual nosotros tenemos una experiencia. Considerada, por el contrario, según la potencia (κατ δÔναµιν, 192a27), la materia es el sustrato del cambio, y no hay un sustrato del sustrato —una tesis que tiene que ver con la lógica del concepto de sustrato-principio, y no expresa una hipótesis cosmológica—, por más que el universo físico del estagirita conste de niveles graduados de composición donde lo que funciona como sustrato de un compuesto (e.g. los órganos de un animal) está, a su vez, compuesto de un sustrato propio (tejidos y homéomeros) hasta alcanzar un último sustrato en los elementos.
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Por el contrario, Happ 1971: 26, 35, 285 ss., ve aquí incluida la materia prima. Sin embargo, el autor reconoce que se trata allí de un sustrato diferenciado. Tópicos 30 bis (2006)
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Materia y cambio elemental en De la generación y la corrupción
En este último apartado quiero profundizar la línea de interpretación sobre la persistencia material y la naturaleza del sustrato que he venido formulando, al discutir y proponer algunas respuestas a cuestiones que se suscitarían para una lectura como la que favorezco en el caso de que el estagirita aceptara en la infraestructura de su universo físico una entidad correspondiente a la tradicional materia prima, pues ésta requiere una clase de permanencia al nivel elemental que contradice algunos teoremas centrales acerca de la continuidad en el cambio sustancial y de la naturaleza subyacente en general. Para esta consideración tenemos que dirigir nuestra atención al tratado De la generación y la corrupción. Me planteo examinar ahora si Aristóteles acepta como una condición necesaria del cambio al nivel elemental una materia prima que, si no existe nunca independientemente —por eso no es una sustancia con pleno derecho—, representa al menos un sustrato puramente potencial, ajeno a toda disposicionalidad intrínseca para ejecutar cambios, y que es algo absolutamente indeterminado, en cuanto que no posee en sí misma ninguna cualidad contraria, lo que hace que mantenga una relación contingente con las primeras estructuras compuestas16 . Sin poder extenderme suficientemente sobre cada tópico trataré de defender que (i) el intercambio entre los elementos no puede tener lugar a partir de una materia absolutamente indeterminada ya que, en tal caso, no se explicaría el aporte no accidental que hace la materia en ese cambio sustancial. Además (ii) la teoría de la materia prima convertiría el cambio de los elementos, que Aristóteles caracteriza como un cambio sustancial, en un cambio cualitativo o alteración en virtud del mismo hecho de que esa teoría asume un sustrato idéntico permanente. (iii) La interacción entre los elementos opera sobre la sola base de las cualidades opuestas y la continuidad a este nivel no puede implicar un sustrato 16 Cf. Düring 1966: 370 ss.; Happ 1971: 298-309, 696 ss. En la crítica moderna, los lineamientos de la materia prima fueron trazados por las interpretaciones canónicas de G. v. Hertling, C. Baeumker, H. Joachim, F. Solmsen, H. Wagner, L. Cencillo, H. Happ, H. M. Robinson, M. Furth y C. J. F. Williams, entre otros.
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sustancial diferente, sino que está garantizada por la composición misma de los elementos. Este último punto plantea las mayores dificultades atinentes al estatuto y rol de los opuestos en el mecanismo del cambio elemental; sobre ello intentaré aquí también formular una solución aceptable. (iv) La admisión de una materia prima tampoco se ve favorecida por el rechazo aristotélico de un espacio distinto de los cuerpos y carente de magnitud, que funciona como un recipiente17 y se equipara al vacío. Ésta es una hipótesis que —aunque algo lateralmente en la consideración del incremento de una magnitud (I 5)—, también se rechaza en De la generación y la corrupción, y que en general constituye, para Aristóteles, una errónea teoría del espacio reconstruida y desechada con detalle en Fís. IV 6-9. La teoría aristotélica del sustrato material se entiende en De la generación y la corrupción como una investigación sobre los elementos (GC I 6, 322b1-4) donde no tiene ninguna cabida la hipótesis de la materia prima en el sentido en que se la entiende tradicionalmente. De manera esquemática, el primer libro de este tratado examina las condiciones y tipos de cambio (I 4), partiendo de la cuestión programática —que es común a Fís. I 7— relativa a si los cambios deben explicarse en su diversidad sólo por los factores involucrados o si hay que conceptuarlos como diferentes tipos de procesos (GC I 1, 314a1-6; 2, 315a26-33), donde la respuesta aristotélica es decididamente favorable a la segunda opción. El segundo libro desarrolla la composición y el estatuto de los elementos integrándolos a las causas del movimiento. Desde un punto de vista lexical, el uso de πρ¸τη Õλη ofrece escaso apoyo a la teoría de la materia prima. En efecto, Aristóteles nunca usa esa locución para designar un sustrato con los rasgos de esa materia; por el contrario, el término está en distintos pasajes por una materia determinada (e.g. fuego, aunque mencionado con carácter hipotético en Met. IX 7, 1049a27), o típicamente por la materia primera relativa a algún compuesto hilemórfico (e.g. el bronce relativamente a una esfera de bronce,
17
En GC II 1 se critica la hipótesis, de cuño platónico, de una materia-receptáculo pura o privada de toda clase de determinación. Tópicos 30 bis (2006)
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V 4, 1015a7-9)18 . En una ocasión, Aristóteles habla de una materia primera en general (íλωσ), o sea, no relativamente a una cosa particular y determinada, y parece referirse a cierta materia de todas las cosas (V 4, 1015a9-10), pero en ese pasaje menciona, sin comprometerse con esta tesis (cf. Òσωσ), el agua, o sea, una materia determinada que no tiene el carácter atribuido a la materia prima. En Met. IX 7, se habla de una materia potencial; esa característica corresponde tanto a diversas materias específicamente determinadas cuanto a la materia primera, a los elementos, ya que unas y otros son potenciales con relación a lo que se genera inmediatamente a partir de ellos. El sinónimo de πρ¸τη Õλη es “materia última” (XII 3, 1070a20), la materia propia de una cosa19 . Pero si bien el texto de Aristóteles ofrece tan escaso o nulo sostén para la interpretación tradicional de la materia prima, ¿existen motivos teóricos que justifican la proposición de esa influyente tesis? La respuesta a este interrogante es contundentemente afirmativa. Esos motivos anidan en las intenciones principales de la teoría aristotélica del cambio, cuyos teoremas centrales están concebidos para escapar de las dificultades ligadas tanto a una teoría del cambio absoluto y constante como a otra del mero reemplazo. Teorías similares a éstas —cuyo punto en común reside en que, al menos en versiones extremas, ambas suponen que el cambio es inconsistente con la preservación de la identidad— acarrean graves obstáculos al intento de mantener cualquier persistencia de un sustrato material a través del cambio, y Aristóteles está convencido de que tal persistencia es un requisito necesario para explicar correctamente la identidad en el cambio. Según la interpretación tradicional, el sustrato material último se obtiene mediante un proceso progresivo de sustracción de distintas determinaciones. Algo similar a esto último es lo que Aristóteles mismo considera en Met. VII 3, 1029a11-27, donde bajo el criterio de que las entidades más sustanciales son aquellas que no se predican de ninguna otra cosa como de un sujeto, siendo a la vez ellas mismas sujetos de toda predicación (1029a8-9), se 18
Es reveladora la expresión de Fís. I 9, 192a31: Õλην τä πρÀτον Íποκεеενον áκ στωú significa la materia primera que es sustrato de cada cosa. 19 Cf. Bonitz 19552 : 785a61-b3, 786b17-18. Tópicos 30 bis (2006)
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obtiene una teoría materialista de la sustancia, según la cual la sustancia sería aquel último componente residual de la sustracción de toda clase de determinaciones (cualitativas, cuantitativas físicas y geométricas) de una cosa dada, algo genuinamente último que no sería por sí mismo nada determinado ni, por tanto, identificable (1029a24-25)20 . Dejemos de lado ahora que Aristóteles rechaza inmediatamente una teoría de la sustancia de esta naturaleza21 y examinemos en algunos textos relevantes de De la generación y la corrupción si una teoría de la materia de ese tipo corresponde a su propia teoría de la materia en el cambio elemental ya que ese sustrato material residual y privado de toda determinación parecería muy similar a la materia prima. En GC I 1, 314b26-315a3, Aristóteles aborda el problema de la generación absoluta de una sustancia, y descubre en las teorías de sus predecesores que la alteración requiere asumir una materia única subyacente a los opuestos cualitativos entre los cuales se produce el cambio. Así, él hace una primera e importante constatación: hay una co-implicación lógica y física entre alteración y materia única subyacente. Para evitar las dificultades que entraña la generación de una cosa a partir de nada 20
Cf. Happ 1971: 297. Cf. Seidl 1995: 9-13. El argumento de Met. VII 3 introduce una noción de materia (1029a20-23) como sustrato residual último que es según el ser diferente de toda determinación añadida; en tal sentido, la materia-sustancia de VII 3 puede catalogarse como un mero sustrato, un recipiente puro y separado, que se acomoda bastante bien en la doctrina de la materia prima en tanto que sustrato último y meramente potencial de todas las determinaciones, las cuales no le pertenecen por sí a tal materia. Seidl piensa que esa definición de materia es genuinamente aristotélica, no obstante se obtiene a través de un razonamiento que Aristóteles atribuye a los presocráticos (Met. III 5, 1001b311002a12), quienes llegarían, así, a postular una materia última como sustancia, lo que es objetable desde la óptica del estagirita. Esto da sustento a la común contraposición entre una materia física, elaborada para explicar el movimiento de las cosas naturales en Fís. I, y una materia metafísica, entendida como sustrato indeterminado y puramente potencial que sólo aprehendemos a través del pensamiento ya que nunca existe actual o realmente por sí misma. Cf. Happ 1971: 696-698. Gill 1991: cap. 1, ha interpretado VII 3 en otro sentido, mostrando inteligentemente que no hay trazos allí de la materia prima, y que una noción de materia como la que se presenta en ese capítulo daña irreparablemente la unidad de los compuestos hilemórficos, que el estagirita pretende fundamentar, por lo cual esa noción no puede describir la materia que acepta Aristóteles. 21
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(I 3, 317b7-13) Aristóteles formula como alternativa la admisión de algo que cambia a partir de algo (âκ τÐνοσ καÈ τÐ), buscando señalar la dificultad intrínseca a la generación, ya que o bien (a) aceptamos que todo lo que cambia lo hace a partir de algo preexistente que se mantiene como un sujeto identificable, o bien (b) nos comprometemos con un cambio absoluto que nos impone admitir que algo se genera a partir de nada preexistente. La segunda opción, sostiene Aristóteles, es la que los primeros filósofos más temieron e intentaron evadir. La teoría de un único sustrato material preexistente a través de todos los cambios parece una consecuencia directa de ese intento. La primera opción, sin embargo, no resulta menos nociva pues reduce la generación sustancial a alteración o, en general, a un cambio no sustancial que deja intacto el sustrato (e.g. mezcla, donde los componentes deben persistir después de que se efectúa la unificación entre ellos, que es resultado de la combinación (I 10, 327b6-22), y sólo padecen alteración, una condición que, como veremos, no satisface el cambio sustancial). El problema de la generación sustancial parece consistir en la adecuada manera de concebir el sustrato de ese tipo de cambio, tal que no se reduzca la generación a mera alteración de un sujeto idéntico preexistente que permanece a través del cambio, pero sin que, por evitar ello, se incurra en la temida tesis de una generación a partir de nada preexistente. Ahora bien, ¿cómo tenemos que entender esta nada? En I 3, 317b28-31, Aristóteles la caracteriza como una potencia pura de todas las cosas (µηδàν λλ π ντα δυν µει) que debería existir separada (χωριστìν). En el planteo de aporías que formula ese pasaje, a tal concepción problemática del cambio sustancial se sugiere como alternativa no menos absurda la idea de que una sustancia se generaría a partir no de otra sustancia —para evitar recaer en la reducción de la generación a alteración—, sino a partir de afecciones separadas (317b32-33). Pero esta última opción acarrearía una suerte de fenomenalismo o una metafísica de cualidades independientes que existen sin ningún sustrato sustancial, una teoría que Aristóteles no cree tener que adoptar, al menos como un indeseable compromiso motivado sólo por la dificultad de hallar una teoría más satisfactoria del cambio sustancial. Tópicos 30 bis (2006)
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El corte entre generación y alteración se traza en GC I 4 apelando a la distinción entre el sustrato (τä Íποκεеενον) y la propiedad (τä π θοσ) que se predica de aquel, ya que en cada caso el cambio atañe a esos dos diferentes factores ontológicos (319b6-19): x se altera si
(i)
(ii)
(iii)
el sustrato (y) de x persiste idéntico, y siendo perceptible, y cambia sus propiedades; además el cambio entre las propiedades se produce entre opuestos (cualitativos).
x se genera si
(i)
(ii)
x qua sustrato cambia como un todo, de tal manera que no persiste un sustrato idéntico.
Los ejemplos que da Aristóteles para la alteración son el cambio de estado de un cuerpo que de sano se vuelve enfermo y el cambio de figura geométrica de una masa de bronce entre una configuración esférica y otra angular. Los ejemplos de la generación atañen a compuestos como el semen, del cual se genera la sangre, y a elementos, tal como del agua se genera aire, y viceversa (319b10-21). Este último cambio afecta al sustrato, entendido no como algo subyacente meramente continuo; la sola continuidad y subyacencia no son criterios suficientes de la sustancialidad. El sustrato que cambia en la generación y corrupción es aquel que se compone de una parte correspondiente a la forma y otra a la materia; mientras que la alteración concierne únicamente a las afecciones (2, 317a18-27). Gill22 ha señalado que los defensores de la materia prima creyeron poder explicar a través de esa clase de materia la entidad de la cual hablaría la condición (ii) de la generación. Pero ¿establece el texto realmente la condición de un sustrato imperceptible en 4, 319b15? Sorprendente22
Cf. Gill 1991: cap. 2, 53-67. No tengo espacio para discutir aquí la algo artificiosa argumentación sobre la predicación indirecta en que se apoya la lectura ortodoxa (cf. Joachim 1999: 107 ss.) de GC I 4, 319b11. Tópicos 30 bis (2006)
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mente, esa lectura ortodoxa parece aprobar para la generación una condición que Aristóteles allí mismo de manera explícita rechaza, pues él no establece como condición de la generación sustancial la persistencia de un sustrato ni perceptible ni imperceptible. La contraposición que traza el estagirita entre generación y alteración es en este aspecto más fuerte de lo que implica la interpretación que le atribuye la materia prima, ya que a la persistencia de un sustrato perceptible que conserva su identidad a través de los cambios de cualidades opuestas se contrapone el cambio del sujeto como un todo, o sea, sin persistencia del mismo como algo idéntico. Es el semen lo que ya no existe como tal cuando a partir de él se produce sangre, o igualmente el aire lo que se corrompe cuando a partir de él se genera agua. No persiste en esos casos cosa alguna que pueda identificarse a través de un sortal que delimite una porción numerable de materia como un sustrato incambiable y permanente a través de los cambios (Met. VII 7, 1033a19-22). En GC I 4, 319b21-24, Aristóteles habla de algo imperceptible, o casi, dentro de un contexto de generación: en la generación de agua a partir de aire persiste idéntica cierta propiedad común a ambos elementos —pues tanto el aire como el agua serían transparentes o fríos; pero eso persistente no puede tomarse como el sustrato del cual aquello que ha resultado del cambio (agua) constituyera una propiedad. Si fuese de otra manera, este cambio representaría una alteración y no, como es en realidad, la generación de una nueva sustancia y la corrupción de lo que constituye el elemento de origen. La condición de la no-persistencia de algo perceptible que rige para el cambio sustancial no resulta transgredida por una propiedad persistente perceptible, como pueden serlo las cualidades opuestas que son los componentes de los elementos y representan la clase de continuo que Aristóteles cree responde adecuadamente a la persistencia necesaria en el cambio sustancial. La explicación del sustrato de la generación y la alteración no remite a dos objetos distintos; la diferencia entre ambos reside sólo en que en la alteración un sustrato determinado permanece idéntico a través del cambio de propiedades contrarias accidentales, mientras que en el cambio sustancial es el sustrato en toda su estructura esencial (íλον, 319b14) lo que no persiste, Tópicos 30 bis (2006)
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teniendo lugar, consecuentemente, un cambio de identidad que entraña una nueva materia. Pero esto no implica que nada persista ni hay indicio alguno para suponer que lo que persiste en el cambio elemental sea la materia prima. En el cambio de aire en agua no encontramos ya más aire, lo que surge es otra sustancia con características distintivas y una identidad diferente de la que caracterizaba al aire. El nombre diferente de lo que resulta del cambio sustancial refleja nuestra comprensión de la aparición de una nueva sustancia. En GC II 1 se establece que no hay razón para aceptar una materia perceptible y separada de los elementos que exista privada de todos los contrarios, es decir, que sea absolutamente indeterminada. Allí Aristóteles rechaza contundentemente el modelo de la materia-receptáculo pura y separada en general, vinculado al que encontramos en el Timeo platónico (329a5-4), sin que parezca haber resquicio alguno para introducir un matiz que permita el ingreso a la física aristotélica de una materia de similares características, con el solo aditamento de ser algo puramente potencial. Las tesis positivas de Aristóteles en este capítulo son (329a24b6) que (i) existe una materia de los cuerpos perceptibles a partir de la cual ellos se generan; y que (ii) esa materia no existe separada pues está siempre ligada a una contrariedad, es decir, la materia no sólo no es algo indeterminado, sino que tampoco puede haber un estado material determinado a medias, tal cual acontecería con un cierto elemento si éste, en lugar de hallarse constituido de un mínimo de dos cualidades contrarias, sólo tuviera un miembro del par. Sin embargo, comentadores como Joachim23 creyeron que aquí Aristóteles establece la materia prima como un sustrato común a las cualidades opuestas, en cuanto que lo cálido no sería sustrato de lo frío ni viceversa, y así en el restante par de contrarios. Según esta lectura, resultaría necesario, entonces, admitir un cuerpo perceptible potencial (τä δυν µει σÀµα αÊσθητìν, 329a33) aparte de los contrarios y los elementos tradicionales. La materia y los contrarios serían los principios requeridos para explicar la generación de los cuerpos al nivel inferior, in23
Cf. Joachim 1999: 189-200; Happ 1971: 302-306. Contra Gill 1991: 243 ss. Para una discusión de otros pasajes cf. Charlton 1983. Tópicos 30 bis (2006)
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cluidos los elementos (329a32-35). Sin embargo, no encuentro sustento textual para concluir de aquí que Aristóteles se compromete con la materia prima. Además, ese compromiso iría en contra de los teoremas que explican el cambio sustancial ya que éste implica la no-persistencia de un sustrato. La materia que es principio y primera (329a29-30) es solamente la materia funcional que requieren dos contrarios como cálido-frío; un cuerpo perceptible que, sin embargo, como materia guarda una relación con el producto configurado y es, en tal sentido, potencial. La teoría del cambio elemental puede operar consistentemente si interpretamos que lo que Aristóteles introduce allí como garantía de la continuidad material es un miembro del restante par de contrarios que funciona como materia, tal como lo confirma el análisis de los mecanismos del cambio elemental, donde no se halla signo alguno de la materia prima y se aclara la continuidad a través de la persistencia de una parte (σÔµβολον) del par de contrarios relevante, que constituye cierto cuerpo perceptible. El aire se genera del fuego en virtud de que está contenido potencialmente en él, pero no como en un sustrato persistente (Meteor. I 2, 339a36-b2). ¿Cómo hay que entender, no obstante, ese cuerpo perceptible potencial? Aristóteles aborda esta cuestión discutiendo (GC I 1, 315a3 ss.) la tesis empedóclea acerca de la inmutabilidad de los elementos (II 1, 329b13)24 . La idea con que casi termina el capítulo es que los elementos no son genuinos cuerpos simples y que lo verdaderamente incambiable son los contrarios. Una tesis central de la teoría aristotélica de los cuerpos materiales sostiene que el factor peculiar de lo corpóreo está dado por la tangibilidad y la visibilidad. Aristóteles busca principios que expliquen esas características, y para ello recurre a los últimos cuerpos constitutivos de todos los cuerpos superiores y compuestos: los elementos. Los principios de 24
La tesis según la cual los elementos son inmutables comparte el que, para Aristóteles, es el error fundamental: suponer una materia por sí misma inmóvil como principio. Aquella tesis reduce el cambio sustancial de los elementos a mera alteración, ya que los cuerpos se generarán a través de la composición o de la mezcla de los cuerpos elementales. Cf. GC II 5, 332a6-b5; I 1, 314a8-11, b1-4; Cael. IV 2, 308b10-12, 309b29-310a13. El intercambio de los elementos como cuerpos mutuamente irreductibles se establece en GC II 4 y 5. Tópicos 30 bis (2006)
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la tangibilidad y la visibilidad corporal deben estar contenidos en la misma constitución de los elementos, y son las cuatro cualidades opuestas fundamentales: calido-frío, seco-húmedo. Esta idea de una característica perceptible básica de los cuerpos (2, 329b7-16) motiva el programa de reducción de cualidades opuestas secundarias —aunque igualmente objetivas— a otras primarias y, en definitiva, a últimas cualidades opuestas; un programa que Aristóteles lleva adelante sólo de manera ejemplar, fragmentaria y esquemática en este capítulo (329b16-330a12). Sin embargo, lo filosóficamente significativo reside en que las cualidades fundamentales interactúan produciendo conformaciones materiales de determinadas características, que explican la constitución de los cuerpos primarios a partir de la interacción entre las cualidades opuestas, de las cuales un par es activo y el otro pasivo, lo que asegura esa interacción. El predominio de unos opuestos sobre otros explica la conformación de cierto cuerpo material dotado de una identidad determinada (e.g. el fuego es cálido y seco, la tierra es seca y fría). Las cuatro cualidades elementales son mutuamente irreductibles (330a26-29, b21-331a6)25 ; ellas constituyen factores físicos con capacidad explicativa acerca del comportamiento de los primeros cuerpos (Meteor. IV 378b10; I 2, 339a13 s.; PA II 2, 648b9 s.), y no existen separadas de un sustrato ni tampoco son sustratos puros. Pero lo que es más importante aun, el sentido de la postulación de cualidades opuestas últimas excluye la idea de un sustrato inerte, puro y separado de los cuerpos, en cuanto éste carecería de determinaciones propias. La materia aristotélica es un continuo de diferentes estados cualitativos cuyo patrón de cambio está determinado por la conformación de cuerpos resultantes de la relación física entre cualidades, en última instancia, entre las cuatro cualidades fundamentales.
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Destacando en cursiva el contrario cualitativo predominante y en negrita el factor cualitativo persistente, tenemos cuatro combinaciones elementales que representan también el cambio entre los elementos: Cálido + seco = FUEGO Cálido + húmedo = AIRE Frío + húmedo = AGUA Frío + seco = TIERRA Tópicos 30 bis (2006)
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Para finalizar quiero considerar brevemente el estatus de los contrarios y la composición de los elementos a fin de terminar de despejar la incógnita materia prima que se ha supuesto necesariamente involucrada en estos procesos. Textualmente no hay ningún apoyo para tal suposición pues Aristóteles no menciona ningún factor distinto de las cualidades opuestas como causas del cambio. Desde el punto de vista doctrinario podría pensarse que quienes suponen aquí un sustrato puro y separado se orientan al modelo de los compuestos hilemórficos. El razonamiento que, entonces, se haría indica que si los elementos son compuestos, y el factor operativo de los mismos —aquello que es causa eficiente del cambio entre los elementos y de su diferenciación relativa— son las cualidades opuestas que se reemplazan mutuamente, éstas deben estar ligadas a una materia que se desempeñará como el sustrato persistente de las cualidades. Pero, incluso aceptando este modelo general de los compuestos para explicar la estructura de los elementos, cabe preguntarse si es necesario asumir una materia pura, privada de toda determinación, o sea, carente por sí misma de cualidades y, en tal sentido, separada, que se concibe como el sustrato independiente donde inherirían los opuestos. Una dificultad particular para esta propuesta está representada por el hecho de que si las cualidades son las causas de la magnitud misma, esa materia separada debería carecer de magnitud. Entonces, la materia pura y primera sería, por definición, un vacío, una hipótesis que Aristóteles rechaza en la misma dirección que objeta la tesis de una materia separada y meramente potencial. De las breves consideraciones anteriores acerca de los cambios entre elementos podemos obtener algunas ideas para formular una interpretación de la continuidad en el cambio sustancial que se da a ese nivel. En el cambio entre un elemento y otro, el reemplazo de una cualidad por otra que predomina sobre la sustituida no debe explicarse dentro de la alternativa de que o bien (a) en algún momento no existe nada, o bien (b) tiene que existir una materia-sustrato pura o indefinida. En los cambios rápidos y lentos entre sólo dos o más de dos elementos, la masa material preexistente va adquiriendo nuevas cualidades, y el predominio de una(s) u otra(s) da lugar al cambio en la configuración material, pero a un camTópicos 30 bis (2006)
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bio que no supone la persistencia de un sustrato idéntico y separado, y que, por tanto, corresponde a lo que Aristóteles llama generación. Un determinado cambio en las cualidades preexistentes genera una nueva sustancia, un nuevo elemento, pero ni hay allí razón que justifique suponer una materia-sustrato separada ni en tales cambios se presenta un momento de discontinuidad tal que haría pensar en un mero reemplazo. Resulta decisivo para rechazar que aquí debemos suponer la incidencia física de una materia pura, o sea, una suerte de materia prima, que el modelo aristotélico del cambio elemental no es el de la introducción de determinaciones en un sustrato material amorfo que poseería alguna existencia en sí, tampoco una potencial26 . El intercambio entre elementos, activado por el predominio de uno o más contrarios sobre uno o más de sus pares, requiere que una materia preexistente cualitativamente determinada se corrompa para dar lugar a la generación de un nuevo elemento, el cual no representa meramente una determinación cualitativamente diferente del mismo sustrato material que persistiría dotado de una identidad propia. En el cambio de fuego a agua, esta última no está constituida por la misma materia que el primero, sino que debe resultar una configuración identificable de una manera diferente y contabilizable también de una manera diferente. Así, no podríamos usar el mismo patrón para medir una cantidad de fuego y un volumen de agua. El problema aún pendiente de la continuidad sin sustrato persistente e idéntico se revela ahora como una dificultad adosada a Aristóteles por el hecho de asumir que los elementos son compuestos que deben analizarse bajo el modelo hilemórfico. En su calidad de cuerpos últimos o simples (Cael. III 3, 302a15-25; , 1, 298a29; GC II 3, 330b2, b8), los elementos no se generan a partir de otro cuerpo, sino por su destrucción mutua (Cael. III 7)27 . Si bien los elementos no se componen de una materia más simple, su determinación propia muestra que ellos mis26
Un modelo de ese tipo se rechaza en GC II 5 en conexión con la crítica al monismo material. 27 Los elementos son la πρ¸τη Õλη que genuinamente reconoce la física aristotélica (Met. V 4, 1014b32). “Elemento” se define como (i) aquello a partir de lo cual algo se compone como a partir de un principio inherente, y que (ii) no es divisible en otras especies diferentes según la forma (3, 1014a26-27). Tópicos 30 bis (2006)
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mos deben estar compuestos de dos factores cualitativamente opuestos. Si las cualidades opuestas son los constitutivos determinantes de los elementos, y éstos son los genuinos y únicos cuerpos últimos, entonces hay que concluir que su composición no se hará sobre un cuerpo-sustrato diferente de todos los elementos, y que las cualidades opuestas no representan formas añadidas a un sustrato. En el nivel de los elementos es cada uno de ellos el sustrato de su cambio mutuo; ellos cumplen, así, con la condición que vimos establecer al final de GC I 4 para la materia, entendida en un primer sentido, pues los elementos son materia del cambio, en cuanto son el sustrato último de toda generación y corrupción. Aun cuando la generación de los elementos presente un caso excepcional al esquema de la explicación del cambio sustancial, tal como éste se formula en Fís. I 7, 190a31 ss. —ya que los mismos componentes cualitativos de cada elemento se desempeñan como forma y materia en distintos cambios, según de qué intercambio entre opuestos básicos se trate—, aquella generación no infringe dicho modelo. En tal sentido, la interpretación aquí propuesta mantiene como materia a los elementos, y como forma y privación a las cualidades contrarias constitutivas de cada uno de ellos. Un elemento cualquiera que funciona como materia de un determinado cambio es amorfo, pero sólo relativamente a la configuración que se genera a partir de él. Fís. II 1, 193a12 considera a la materia del cambio sustancial, en general, como algo privado de organización ( ρρÔθµιστον), pero sólo relativamente a la forma adquirida tras el cambio. Con esto, resulta evidente que no se convierte al elemento que se desempeña como sustrato material en algo privado de toda determinación, como lo está efectivamente la materia prima. Asimismo, dado que el elemento cambia y no mantiene su identidad después de la efectuación del cambio, no cabe confundir este cambio con una mera alteración. Por tanto, los elementos poseen, en su función de sustratos del cambio, esa doble característica sólo aparentemente contradictoria que le asigna a la materia-origen del cambio sustancial la explicación general de Fís. I 8. En efecto, un elemento es sólo potencial en relación con la nueva forma elemental que a partir de él se genera, y en tal sentido no es; pero Tópicos 30 bis (2006)
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puesto que está plenamente definido, en tanto que cada elemento es un elemento determinado, debe decirse que es. Los elementos son materia receptora de la generación y su contrario 28 , y existen sólo potencialmente en relación con la realidad actual de los seres naturales, sin ser por ello una materia absolutamente indeterminada. Dos últimos problemas centrales se pueden solucionar, entonces, de la siguiente manera. Por un lado, la continuidad en el cambio elemental se explica directamente a partir de la composición de los elementos pues cada uno de ellos está constituido por la materia potencial de los otros. Por otro lado, los elementos tienen una misma materia, en cuanto que el sustrato de cada configuración elemental es esa materia potencial común ya que no hay ninguna sustancia anterior a ellos (GC II 1, 329a33: πρÀτον âν τä δυν µει σÀµα αÊσθητäν ρχ ; 7, 334a15-b7; Cael. IV 5, 312a17-b2); sin embargo, se trata de una materia común que contiene potencialmente las diferencias determinativas de las cualidades de todos los elementos, no de un sustrato absolutamente indeterminado y separado. Pero además, dado que cada elemento tiene como materia propia el sustrato actualizado por la acción predominante de ciertas cualidades, la materia de cada elemento es diferente (GC II 1, 329a33-b4)29 .
Bibliografía A- Textos, traducciones y comentarios de Aristóteles Du Ciel, texte établi et traduit par P. Moraux, Paris 1965. Metaphysica, recognovit brevique adnotatione critica instruxit W. Jaeger, New York 1992 (1957). On coming-to-be and passing-away, A Revised Text with Introduction and Commentary by Harold H. Joachim, New York 1999 (1926).
28
Ellos cumplen, así, con la característica principal de la materia, señalada en GC I 4, 320a2-3. 29 Cf. Seidl 1995: 16 ss., 23 s.; Cohen 1984: 173 ss. Tópicos 30 bis (2006)
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B- Índice B ONITZ, Hermann 19552 : Index aristotelicus, Graz.
C- Literatura crítica B OLTON, Robert 1995: “Aristotle’s Method in Natural Science: Physics I”, en J UDSON (1995): 1-29. C HARLTON, W. 1983: “Prime Matter: a Rejoinder”, Phronesis 28: 197-211. C ODE, Alan 1976: “The Persistence of Aristotelian Matter”, Philosophical Studies 29: 357-367.
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S ER Y LLEGAR A SER Un disenso interpretativo en torno a la definición aristotélica del movimiento* Jorge Mittelmann Universidad de los Andes, Chile jmittelmann@uandes.cl Abstract This paper attempts to compare two distinct interpretations of the relation between a capacity and its corresponding actuality in Physics III. The author focuses on the legitimacy of a distinction between “capacity of being” and “capacities of becoming”. This distinction is applied to the interpretation of Aristotle’s definition of movement. Mittelmann discusses the circularity that appears to turn out from an appeal to “dynamic capacities”; then he intends to show that the alternative way to construct Aristotle’s position by referring to the incomplete actualization of “capacities of being” yields some counter-intuitive consequences. The paper finishes by pointing out that both strategies lead to an alternative: either Aristotle’s definition of movement must be accepted without objections (running the risk of making such a definition inapplicable to a set of phenomena it is supposed to account for) or it must be corrected in the sense suggested by W. D. Ross, but taking the chance of making the definition circular. Key words: Aristotle, Physics, W. D. Ross, movement, being.
*
Recibido: 12-11-05. Aceptado: 22-03-06. El presente trabajo fue redactado gracias al patrocinio del Programa de Becas de Postgrado del Ministerio Nacional de Planificación (Chile), y a la subvencion del Programa DEA —Doctorado, dependiente de CONICYT (Chile) y de l’Ambassade de France au Chili. Agradezco a la Universidad de los Andes (Chile), y al Centre Léon Robin de la Universidad de Paris Sorbonne-Paris IV, por su respaldo en la ejecución de este proyecto. De modo particular estoy en deuda con el Profesor Dr. Jonathan Barnes, quien corrigió una versión preliminar de este trabajo, y formuló reparos decisivos. El texto final debe mucho a las observaciones críticas del Profesor Dr. Marcelo D. Boeri. Naturalmente, los errores que subsisten sólo son imputables al autor. *
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Resumen Este artículo intenta comparar dos interpretaciones diferentes de la relación entre una capacidad y su correspondiente actualidad en Física III. El autor se concentra en la legitimidad de una distinción entre “capacidad de ser” y “capacidades de devenir”. Esta distinción se aplica a la interpretación de la definición de movimiento de Aristóteles. Mittelmann discute la circularidad que parece resultar de un recurso a “capacidades dinámicas”; luego se propone mostrar que el modo alternativo de construir la posición de Aristóteles por referencia a la actualización incompleta de “capacidades de ser” produce algunas consecuencias contra-intuitivas. El trabajo termina por señalar que ambas estrategias llevan a una alternativa: o la definición aristotélica de movimiento debe aceptarse sin objeciones (corriendo el riesgo de hacer tal definición inaplicable a un conjunto de fenómenos que se supone que explica) o debe ser rectificada en el sentido sugerido por W. D. Ross, pero a riesgo de hacer la definición circular. Palabras clave: Aristóteles, Física, W. D. Ross, movimiento, ser.
En lo que sigue se intenta comparar dos interpretaciones divergentes de la relación entre una capacidad y su correspondiente actualidad, tal como esa relación figura en los primeros capítulos del libro tercero de la Física. La discusión se concentra en la legitimidad de una distinción entre “capacidades de ser” y “capacidades de devenir”, así como en la necesidad eventual de recurrir a ese expediente con vistas a interpretar la definición aristotélica del movimiento. Tras una introducción sumaria de esta distinción y de su aplicación a algunos de los casos que Aristóteles discute, se expone su incidencia en la definición de la κÐνησισ, y la circularidad que parece resultar de una apelación a “capacidades dinámicas”. Enseguida, se intenta mostrar que el modo alternativo de construir la posición de Aristóteles, por recurso a la actualización incompleta de “capacidades de ser”, produce algunas consecuencias contra-intuitivas. La discusión de ambas estrategias desemboca en una alternativa: o bien se acepta sin reparos la definición aristotélica, a riesgo de volverla inaplicable a un conjunto de fenómenos que ella pretende elucidar; o bien se la rectifica en el sentido previsto por W. D. Ross, pero sólo al precio de volverla circular.
Introducción En Metafísica Θ 6, Aristóteles distingue y contrasta dos tipos de actualidad, o dos maneras de existir en acto, una de las cuales conviene a Tópicos 30 bis (2006)
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los procesos y otra, a las sustancias y estados de cosas. El contraste se establece mediante un “test verbal”, que acredita la posibilidad o imposibilidad de aplicar conjuntamente el presente continuo y el perfecto a una y la misma actividad en curso. Este experimento revela que algunas entidades —los llamados procesos— sólo son efectivas mientras permanecen incompletas, de tal manera que no pueden ser descritas, simultáneamente, en términos de “ser” y “haber llegado a ser”. Ellas “son” únicamente en la medida en que aún no han llegado a ser del todo. El movimiento se hace efectivo a condición de que la finalidad que justifica su despliegue no haya sido alcanzada, lo que le impide, en cierto modo, coexistir con su propio cumplimiento. Es en este sentido que esa acción tiene un término (πèρασ), que ella no puede trasponer. Ciertamente, el proceso está incompleto mientras no alcance su límite, pero ése es para él el único modo de existir: alcanzarlo significa, eo ipso, dejar de ser. Dado que existir es, para un proceso cualquiera, “continuar incompleto”, las entidades cuyo ser se despliega de este modo no admiten una descripción retrospectiva, en términos de “haber sido”. Aristóteles ejemplifica esta estructura con referencia a la edificación y al adelgazamiento. Es imposible, a la vez, adelgazar y haber adelgazado, edificar y haber edificado, y es igualmente impensable que el adelgazamiento o la edificación persistan en presencia de su respectivo fin1 . Otras actividades, sin embargo, no muestran la misma incompatibilidad entre la efectividad de su despliegue y la de su resultado, y pueden ser ejercidas aun en presencia de su propio fin. Ello acontece cuando el término previsto es inmanente a la propia actividad (âνυπ ρχει τä τèλοσ)2 , y ésta no mantiene una relación instrumental con su fin3 . En tal caso, no es preciso esperar que la acción haya concluido para gozar de la finalidad que justifica su despliegue. A partir del instante en que es posible describirla como teniendo curso, es lícito también decir que la acción ha tenido lugar: quien vive, ya ha vivido; quien está viendo, ha visto, sin
1
Met. IX 6, 1048b18-35. Met. IX 6, 1048b22. 3 Cf. Met. IX 8, 1050a23-b3; EE II 1, 1219a6-18. 2
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que ello imponga un término a la correspondiente actividad (εÊ δà µ , êδει ν ποτε παÔεσθαι ¹σπερ íταν ÊσχναÐνηù)4 . La aplicación de esta distinción a la substancia parece tener que ver con el hecho de que existir es ejercer una cierta actividad; y que esta actividad determinada no se ejerce en vistas de otra cosa que su propio cumplimiento (χρ¨σισ). Ello le permite ser descrita como habiendo alcanzado, en cada momento de su recorrido, el punto final hacia el que se dirige. Durante todo el curso de su duración, una cosa cualquiera ha completado su desenvolvimiento, de manera que no está “en vías de ser” 4
Met. X 6, 1048b26-7. Tal parece que, en principio, una misma actividad puede aprobar o reprobar el test verbal en cuestión, según se especifique o no, en su descripción, un límite. Así, por ejemplo, la actividad de “leer” califica como una enérgeia, con tal que no sea descrita como la actividad de “leer determinado libro”, en cuyo caso será más bien un movimiento. Esta última actividad exhibe, en efecto, un límite que el lector no puede rebasar. No es posible decir, de quien lee El Quijote por primera vez, que, en el momento mismo de leerlo, lo ha leído; precisamente mientras lo lee, su acción de leerlo permanece inconclusa —aun cuando quizá, considerada como un mero “leer”, y con total prescindencia de su objeto, aquella misma operación sea descriptible como una actividad completa. (Naturalmente, la diferencia no estriba en el carácter transitivo o intransitivo del verbo, ya que las actividades de “empujar un carro”, o de “acariciar un rostro”, no especifican límites que deban ser alcanzados antes de que la acción pueda ser descrita como tal). Siguiendo una sugerencia de Zeno V ENDLER (1957), J. L. ACKRILL (1965: 134-6) ilustra este punto mediante la distinción entre “correr” y “correr una milla”, o “escribir” y “escribir una carta”. La dificultad más notable es, en este sentido, la problemática inclusión de la β δισισ entre los procesos (Met. IX, 1048b29-32), aun cuando sea difícil señalar un limite exterior a esta acción, por referencia al cual pueda juzgársela “incompleta”. Es incierto el sentido en que una caminata califica como enérgeia atel¯es, a menos que se la interprete, no como un mero deambular sin rumbo, sino como el dirigirse de un lugar a otro. Es precisamente lo que Aristóteles sugiere en EN X 4, 1174a29-32. En tal caso, ha observado L. A. KOSMAN (1984: 126), un terminus ad quem “has to be included in our account [of β δισισ] in order to distinguish between walking proper, which is a motion whose form is always specified by a whence and a whiter . . . , and mere strolling, which is in a sense an âνèργεια”. Aristóteles pone por obra su propia sugerencia en un pasaje de Física VI 1 (231b28-232a), que equipara βαδÐζειν y κινεØσθαι πìθεν ποι, documentando así el modo preciso en que una marcha puede hallarse inconclusa. No es posible detenerse aquí en las dificultades relevadas por ACKRILL. Ellas han dado lugar a una copiosa bibliografía crítica, entre cuyos títulos baste retener T. P ENNER (1970); L. A. KOSMAN (1984); E. H ALPER (1984) y C. N ATALI (1991). Tópicos 30 bis (2006)
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lo que ya es. Existir, para un edificio, no consiste en protagonizar un segundo proceso de edificación, sino en persistir como aquello que resulta del proceso. A diferencia del movimiento, el despliegue de esa actividad no consiste en la constitución gradual del propio ser, en cuyo caso ella debería cesar en cuanto el organismo esté completo. El hecho mismo de que la actividad prosiga manifiesta que el vivir, o incluso el existir, no es una κÐνησισ5 . En lo que se refiere a las capacidades cuya actualidad son proce6 sos , parece necesario tomar en cuenta algunas condiciones peculiares relativas a su actualización. A primera vista, una cosa no puede alcanzar aquello de lo cual era capaz sin perder (al menos momentáneamente) la posibilidad de alcanzarlo: una vez que dicha posibilidad ha sido realizada, ella cesa de ser una tarea por cumplir. La potencia ejercida en el proceso de “llegar a ser” resulta, en adelante, superflua para su sujeto, y desaparece, en cierto modo, del orden de lo posible. El resultado obtenido cancela la posibilidad de ejercitarla. Desde este punto de vista, es imposible ser actualmente una casa y ejercer, a la vez, la capacidad de llegar a serlo. En esa medida, las capacidades en cuestión difieren: los materiales que constituyen una casa pueden actualmente constituirla, en circunstancias que ya no pueden ser edificados (al menos no mientras la constituyen). En el caso de los materiales que componen hic et nunc un cuerpo orgánico, su transformación productiva parece irreversible. En la medida misma en que lo constituyen, los ingredientes han perdido su capacidad de ser transformados en un cuerpo, por medio de un proceso generativo análogo al que alguna vez sufrieron. Pero ello no compromete su capacidad de constituirlo, que actualmente ejercen. A diferencia del edificar, 5 Así, L. A. KOSMAN (1984: 121, n. 1) ha podido ver en esta conceptualización de la substancia por recurso a la noción de enérgeia, y en explícita oposición a la de kín¯esis, una confirmación de la tesis tomista, según la cual el ser es acto: “Thomas is right to see at the heart of Aristotle’s ontology the claim that actuality is activity, and that being is therefore act”. D. C HARLES (1994: 95) subraya la misma afinidad entre substancia y acto: “[substances] are like activities and unlike processes”. 6 Damos por sentado aquí que esas capacidades existen. La legitimidad de ese supuesto se discute in extenso, sin embargo, en el curso de este artículo.
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no es posible aquí extraer los materiales de la µØξισ y devolverles la configuración original, que antaño les permitiera “llegar a ser” un cuerpo7 . La facultad de atravesar un proceso de transformación parece perdida para siempre, aun cuando el poder paralelo de constituir un organismo permanezca intacto. En este caso, el ejercicio de la capacidad de “ser un cuerpo” inhibe el poder correlativo de “llegar a ser un cuerpo”. Tales indicios favorecen la conclusión que los poderes comprometidos —el de “ser” y el de “llegar a ser”— no pueden identificarse. Pero ¿cuáles son, en rigor, esas capacidades cuya plena actualización las vuelve indisponibles? ¿Se trata de la capacidad de “ser delgado” sin más, o más bien de la capacidad de “adelgazar”? La δÔναµισ cuya actualidad es una κÐνησισ puede ser construida, en efecto, de dos modos alternativos: sea como el “poder de ser un F”; sea como el poder de “llegar a ser un F”. En el segundo caso, la capacidad de ser una casa, asociada a este agregado de piedras y ladrillos, subsistirá durante todo el tiempo en que la casa siga en curso de edificación; pero dicho proceso no ejercitará aún ese poder, sino sólo el potencial que hay en los ladri7 La dificultad de aislar cada uno de los ingredientes que contribuyen, en proporciones variables, a la constitución de las partes uniformes de un organismo (sus tejidos o huesos), es característica de uno de los modos en que una cosa puede hallarse en otra, o formar parte de ella. En GC II 7, Aristóteles contrasta esta presencia potencial de los ingredientes en la mezcla, con el modo en que los elementos discretos yuxtapuestos en un muro preservan su individualidad. Mientras en cualquier trozo de carne hay tanto fuego como agua, de un pedazo de muro en el que hay piedras no es posible extraer también ladrillos, aun cuando tenga sentido decir del muro, como un todo, que “está hecho de piedras y ladrillos”: cf. 334a26-b2; (pero ver la réplica que F ILÓPONO [269, 25-270, 5] ofrece a Empédocles). Aristóteles afirma que las cosas compuestas de ingredientes discernibles conservan intactos sus componentes (τοÜτο âκ σωζοµèνων µεν êσται τÀν στοιχεÐων, a30). Esto no quiere decir, sin embargo, que los ingredientes de una míxis “aristotélica” sean irrecuperables, y cesen de existir al momento de fundirse en ella (como parece sugerirlo M. L. G ILL, 1989: 148). Por el contrario, la mezcla homogénea retiene el poder de cada uno de sus ingredientes (σ¸ζεται γ ρ δÔναµισ αÎτÀν: GC I 10, 327b30-1), y éstos pueden, en principio, ser recuperados (δυν µενα χωρÐζεσθαι π λιν, 327b29). Presumiblemente, la corrupción del compuesto obrará esta discriminación elemental, que escapa a un discernimiento a simple vista. Para una óptima exposición de esta teoría del substrato, véase C. J. F. W ILLIAMS (1982: 173-4) y también F. L EWIS (1994: 272-5).
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llos de sufrir ciertas manipulaciones técnicas. La capacidad ejercitada en el edificar sería definida, por ende, como la “capacidad de devenir” un edificio, cuya actualidad sobreviene en el proceso mismo de edificiación, y no en su resultado. Aristóteles designaría esta potencialidad dinámica específica como “lo constructible” (τä οÊκοδοµητìν); o, si se prefiere, una cosa cualquiera es designada como “constructible” en cuanto posee este poder (©ù τοιοÜτον αÎτä λèγοµεν εÚναι)8 . Recíprocamente, allí donde los materiales ejercen su capacidad de “ser un edificio”, y constituyen una casa pronta a ser habitada, lo “constructible” que hubo en ellos ya no está disponible9 . A condición de distinguir capacidades de ser y capacidades de devenir, como dos potenciales alternativos cuya respectiva actualización difiere, quien ejerce su poder-ser-delgado ya no ejercita la facultad de adelgazar; y quien ejerce su poder-de-adelgazar, no ejerce aún su poder-ser-delgado. Esto aboga en favor de la necesidad de introducir capacidades dinámicas independientes, cuya actualización ocurrirá en procesos10 . Aunque esta distinción de facultades parece suficientemente clara, la definición aristotélica del movimiento ha sido interpretada a veces como poniendo en cuestión su legitimidad. En vistas de ponderar mejor el alcance de ese cuestionamiento, conviene examinar primero la opinión tradicional de quienes hallan en el enunciado de la κÐνησισ un aval para distinguir los poderes en juego.
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Fis. III 1, 201a16-18. Cf. 201b7-13. λλ' íταν οÊκÐα ªù, οÎκèτ' οÊκοδοµητäν êστιν; οÊκοδοµεØται δà τä οÊκοδοµητìν; Fis. III 1, 201b11-12. 10 Aristóteles parece propenso a identificar potencias de procesos, al menos, en 201a35-b2 (donde las capacidades mencionadas son las de sanar o enfermar); y en 202a3-5 (donde se hace referencia a aquello que es “móvil en potencia”). Más explícito es Met. IX 9, 1051a8-11, que alude a las facultades (δÔναµισ) de enfermarse o de sanar, de reposar o de ser movido, de erigir o de abatir, de ser edificado y de caer en ruinas. Por otra parte, Met. V 12 alude a capacidades dinámicas en las cosas, actualizadas por procesos tales como la corrupción; en efecto, “lo que se corrompe parece ser capaz de corromperse”, ya que en caso contrario su corrupción sería imposible (cf. 1019b3-4). Algo semejante puede decirse de los poderes actualizados por el aprendizaje o el adelgazamiento, discutidos en Met. IX 6, 1048b18-36. 9
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La explicación de W. D. Ross
Es sabido que Aristóteles define el movimiento como un cierto tipo de actualidad sui generis, a saber: aquélla que conviene a lo potencial en cuanto potencial11 . A primera vista, Aristóteles no considera la hipótesis de una capacidad de “llegar a ser F ” que sea distinta del poder de “ser un F ”, y no siempre es fácil hacer un lugar a esta “capacidad especial” en el texto. Por desgracia, sin esa hipótesis auxiliar, “la actualidad de lo potencial” tiende a ser identificada con el término del movimiento, más que con su despliegue, y ello en detrimento del proceso mismo que se busca asignar a una potencia como su actualidad propia. Prima facie, en un mundo físico que no admite capacidades especiales de devenir, y en el que todo poder es un poder de “ser F ”, la actualidad de un potencial cualquiera no puede situarse en el propio movimiento. Bajo tales condiciones, la potencialidad de ser un F no es satisfecha más que por el término F que se alcanza al final del recorrido, y no por las etapas sucesivas del proceso que conduce a él. Para que la actualidad de una potencia fuera “movimiento”, sería necesario que dicho potencial fuese actualizado por el movimiento mismo; pero ello exigiría definir tal potencial en consecuencia, esto es: como la “capacidad del movimiento que conduce hacia F ”, y no como potencial de F sin más. De no ser así, la capacidad de ser un F encontrará su cumplimiento aun antes de alcanzar su propio fin, ya que el movimiento constituirá un ejercicio (parcial) de este mismo poder. En concreto, el proceso de edificación debería ser considerado como una actualidad incompleta del “poder-ser-una-casa” que hay en los ladrillos, de tal manera que éstos actualizarían su facultad constitutiva, aun en ausencia de la casa que ellos constituyen. Si “llegar a ser una casa” es ya un modo (incompleto) de serlo, la capacidad en cuestión se actualizaría en el devenir, a riesgo de cesar de ser definida como la capacidad que ella es. Con la consecuencia paradojal de que algo podría ser una casa
11
Fís. III 1, 201a9-11; 201a27-29; 201b3-5; VIII 1, 251a9-10; Met. XI 1, 1065b21-23. Cf. A. V IGO (1995: 109-110). Tópicos 30 bis (2006)
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incluso antes de serlo (y por el solo hecho de participar en un proceso de edificación). Por ello, parece difícil concebir el movimiento como “la actualidad de una potencia” sin introducir, a la vez, una potencialidad ad hoc, cuya entelequia sea la kín¯esis misma. Sin una potencia especial de mover o ser movido, no hay manera de impedir que “la actualidad de una potencia” colapse en el resultado final que el movimiento persigue, y ello a expensas del proceso mismo. Una alternativa se abre paso, por ende, en la discusión de Física III: (a) Si se excluye de la definición de la κÐνησισ toda referencia a una capacidad especial de devenir, entonces “la actualidad de una potencia” ya no será concebible como un movimiento hacia F, sino más bien como su resultado, el cual ya no es un movimiento. Pero si, por el contrario, (b) se insiste en conservar la κÐνησισ como la actualidad de una potencialidad, dicha potencialidad no podrá ser definida como el poder de ser un F —pues la actualidad de este poder es F mismo— sino solamente como el poder de devenir un F. Sólo esta última potencia puede ser satisfecha por un proceso, en lugar de serlo por su resultado. El devenir no podrá ser, en consecuencia, más que la actualidad de una capacidad definida especialmente por referencia a él, y jamás la concreción de un poder cuyo término se sitúe más allá del movimiento mismo. Sin embargo, esta conclusión parece restringir indebidamente el alcance de la definición aristotélica del movimiento. Además de hacer de ella un enunciado trivial o poco informativo, tal restricción tiene el defecto de volverla circular, dado que el movimiento figura como la entelequia de una aptitud peculiar de moverse o de ser movido. W. D. Ross parece haber permanecido insensible a este vicio de circularidad, aun cuando su análisis muestra una aguda conciencia de la necesidad de introducir un tertium quid entre dos extremos inmóviles: por una parte, un poder cuya entelequia no puede ser sino un objeto (verbigracia, el poder de ser una casa); por otra, una actualidad inicial que no admite movimiento (la de los ladrillos en cuanto ladrillos). Este tertium quid será una potencialidad intermedia —“lo constructible”— Tópicos 30 bis (2006)
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cuya entelequia incompleta será el proceso mismo de su actualización, en tanto que su pleno despliegue acarreará su pérdida. El pasaje de Ross, aunque a menudo transcrito, merece ser recordado: An aggregate of bricks, stones, &c., may be regarded (1) as so many bricks, stones, &c., (2) as potentially a house, (3) as potentially being in course of being fashioned into a house. The movement of building is the realization not (1) of these materials as these materials (they are, previously to the movement of building, already actually those materials), nor (2) of their potentiality of being a house (the house is the realization of this), but (3) of their potentiality of being fashioned into a house12 . Por desgracia, la aparente ausencia de esta capacidad intermedia (3) en los capítulos iniciales de Fisica III ha sido subrayada por varios intérpretes, de acuerdo con quienes Aristóteles no recurre a una potencia especial, cuya actualidad consistiría en el proceso mismo de actualización13 . Sin perjuicio de lo anterior, no resulta fácil descartar lógicamente esa potencia intermedia que Aristóteles no menciona; sobre todo si se considera que, sin dicha facultad, parece inconcebible que el movimiento sea la actualidad de alguna cosa. En circunstancias que la capacidad (2) de Ross encuentra su único cumplimiento posible en una casa, la actualidad (1) de los materiales no tiene ninguna necesidad de movimiento para ser completada. Aristóteles declara expresamente que la actualidad del bronce qua bronce no es movimiento (201a30), dado que el material no precisa desplegar ninguna actividad para llegar a ser aquello que ya es. Si hay algún espacio para una κÐνησισ en el bronce, dicho proceso no estará ligado con aquello que el material es ya de suyo, sino más bien con el conjunto de posibilidades que contiene, y que le quedan por actualizar. Aristóteles advierte que si se identificara el ser actual del bronce con “aquello que él es en potencia”, entonces “ser bronce” y “hallarse en 12 13
W. D. ROSS (1936: 536). Cf. L. A. KOSMAN (1969) ; M. F REDE (1994); A. V IGO (1995: 109-110).
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movimiento” serían la misma cosa (201a33). De ello se sigue, en apariencia, que únicamente la actualidad del bronce en tanto estatua podría ser un movimiento (201b4), dado que aquélla del bronce en cuanto bronce no lo es. Sin embargo, esta respuesta contiene in nuce el inconveniente que W. D. Ross ha descartado por medio de una potencia especial ad hoc. Si el movimiento es definido como la actualidad de una posibilidad —aquélla que tienen estas piedras y estos ladrillos de ser una casa—, entonces dicha actualidad no podrá ser un movimiento, sino más bien. . . una casa. El análisis de Física III hace, no obstante, intervenir sólo dos polos: el ser actual de los materiales, que no es un movimiento (201a30), y su aptitud de ser una casa, cuya actualidad es movimiento (201b11); sin que una tercera posibilidad, del tipo previsto por Ross, pueda prima facie deslizarse entre ambas. En este escenario restringido, el movimiento aparece vinculado a la potencialidad (2) de ser una casa o una estatua, como la entelequia que activa ese tipo de poder, en lugar de actualizar una potencialidad peculiar de devenir una u otra. Pero si ello es así, habremos perdido la manera más sencilla de volver inteligible la definición aristotélica del movimiento, lo que nos deja en la obligación incómoda de interpretar la κÐνησισ como auténtica entelequia de una potencia de tipo (2) ; esto es, de una potencia cuya única realización concebible es una casa. ¿Por qué Aristóteles sugiere que la elaboración del metal es, ella misma, actualidad del bronce en cuanto estatua, y que el proceso de edificación (y no su resultado) activa la casa posible que hay en las piedras? El esquema de Física III 1-2 es aproximadamente el que sigue: n Bronce
qua bronce → “la actualidad del bronce qua bronce no es movimiento” (201a30). qua estatua → la actualidad del bronce qua estatua es movimiento (201b10-11).
Entre estos dos términos, Ross intercala: n Bronce
qua susceptible de ser configurado → la actualidad del bronce qua susceptible de ser esculpido es el proceso mismo de elaboración de la estatua.
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De este modo, el movimiento sería definido por Aristóteles como la actualidad del poder que tienen ciertas cosas de sufrir un proceso de transformación, lo cual parece comportar una inclusión apenas velada del definiendum en el definiens 14 . Dicha actualidad “evanescente” no comparece nunca por entero en alguna etapa puntual de su despliegue; y cuando al fin se hace presente como un todo, y no le resta ninguna etapa adicional por desplegar, es que el proceso mismo ha concluido. Un proceso sólo esta completo cuando ya no existe, pues mientras se hace efectivo permanece inconcluso 15 . Su modo peculiar de existir en acto consiste en esta misma inconclusión. El balance de esta estrategia inicial es insatisfactorio. Si ella logra dar sentido a la definición aristotélica del movimiento, el precio a pagar por ese resultado —la tautología y la trivialidad— puede resultar demasiado alto. Conviene evaluar por ello una manera alternativa de afrontar las dificultades conexas con la definición.
14 Una crítica célebre de la solución propuesta por Ross, y una interpretación alternativa de la definición aristotélica, se encuentran en L. A. KOSMAN (1969): “For if so, motion will be defined as the actuality of a certain potential, namely the potential of being in motion. And it is surely a calumny to suggest that Aristotle might have considered this as an instructive definition” (p. 44). Kosman hace notar que esta circularidad viciosa había sido identificada por T OMÁS DE AQUINO (In Phys. Lib. III, cap. I, Lectio II, nn. 2-5). Sin embargo, David C HARLES (1984: 19-21 ; 1994: 93-99) ha rehabilitado la interpretación primitiva de Ross contra Kosman, por medio de la introducción de capacidades dinámicas “primitivas” (capacities for change), las cuales serían lógicamente irreductibles a los poderes estables (enunciados en términos de ser un F ). De este modo, “in many cases, the capacity to become an F will be lost when one is an F (e.g. a human); for once one is a fully-fledged human, one can no longer become one. In the process of becoming an F one is not yet exercising one’s capacity to be an F.” (1994: 95). Tal parece ser, precisamente, el modo en que las capacidades comprometidas en uno y otro caso difieren. En el proceso de “devenir humano”, el material germinal sufre una serie de transformaciones que no comprometen su capacidad de ser (o constituir) un hombre. Aristóteles consigna esta manera de “llegar a ser” en Fis. I 7, 190b8-10, bajo la rúbrica de las cosas que se generan λλοι¸σει, οÙον τ τρεπìµενα κατ τ ν Õλην. 15 Cf. EN X 4, 1174a19-23; 27-9; 1174b2-5.
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Se ha opuesto a esta circularidad la idea de un perfeccionamiento interno de lo potencial en cuanto tal, que no acarree su desaparición en beneficio del estado final que constituye su término, sino más bien el refuerzo de su propia incompletud constitutiva. La dificultad de clasificar el movimiento de manera unívoca, sea en el dominio de las actualidades, sea en el de las posibilidades, no es casual, dado que la índole del proceso físico conjuga ambos extremos (201b27-30). La definición aristotélica intentaría capturar, así, el mero transcurrir, antes de que éste desemboque sobre una actualidad que lo suprime. Dado que la sustancia sensible está incompleta, la κÐνησισ sería ella misma la actualidad de su inacabamiento, o el único momento en que su imperfección se hace manifiesta en cuanto tal. Ahora bien: si una actualidad distinta de la casa es concebible para la capacidad de ser una casa, entonces la potencia ad hoc introducida por Ross resultaría al fin superflua, y podría descartarse en favor de una actualidad parcial, comprendida como movimiento. Bastaría introducir grados en la actualización de un mismo poder, en vez de interpolar poderes especiales para hacerse cargo de las actualidades intermedias, introducidas por los procesos de “llegar a ser”. Una vez asegurada la viabilidad conceptual de una actualidad “cinética” —comprendida como el reforzamiento de una capacidad en cuanto tal (©ù τοιοÜτον), más que como su consumación definitiva—, la potencialidad de tipo (3) podría ser descartada como una hipótesis sin apoyo textual. No faltan razones para pensar que la estrategia de Aristóteles frente a las paradojas planteadas por el movimiento consiste en encontrar una nueva actualidad, de orden “transicional”, para una y la misma facultad (el poder de ser un F ), más que en introducir capacidades ad hoc, cuya consumación resida en el propio movimiento. Bajo esa hipótesis, en lugar de buscar una capacidad especial de devenir, habría que mostrar cómo el devenir puede ser la entelequia de una capacidad que no encuentra en él su propio cumplimiento. Se trataría de mostrar, en concreto, cómo la aptitud de “ser una casa” encuentra su perfección en el movimiento mismo, antes de ser consumada al término del proceso. Tópicos 30 bis (2006)
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Afirmar, en efecto, que estas piedras, vigas y ladrillos han sido actualizados en cuanto a su “poder-ser-una-casa” puede querer decir dos cosas diferentes: (a) que estos materiales son o constituyen en adelante una casa; o bien (b) que estos materiales exhiben actualmente su “poderser-una-casa” de una manera que no era aún sensible cuando yacían dispersos en desorden, antes de hallarse comprometidos en un proceso de edificación. El principal exponente de esta interpretación, L. A. Kosman, hace notar a estos efectos una ambigüedad inherente al empleo de términos perfectivos cuando éstos califican defectos o disposiciones negativas. Alguien que ha trabajado o pulido ciertos rasgos desagradables de su temperamento puede, o bien: (a) haberlos atenuado hasta el punto de inducir su desaparición, o bien (b) haberlos acentuado de manera que destaquen con mayor nitidez. Kosman observa que el primer caso corresponde al perfeccionamiento privativo de una imperfección o de un defecto, perfeccionamiento que involucra su desaparición pura y simple en aras de la virtud contraria. En tal caso, el defecto en cuestión se relaciona con su perfección como el terminus a quo abolido por el polo positivo de la contrariedad. A la inversa, en el segundo caso —que es aquél pertinente a una definición de la κÐνησισ— el terminus a quo resulta “enriquecido” o “reforzado” en su propia imperfección, en lugar de ser expulsado por la disposición contraria. Es de este modo que una incompletud es susceptible de ser perfeccionada en cuanto tal (©ù τοιοÜτον), sin alcanzar por ese solo hecho el estado final que la destruye. Por ejemplo, “estar en París” no es la única actualidad concebible para aquél que no se encuentra aún en ese sitio, puesto que el desplazamiento mismo es también una cierta actualidad de su “poder estar allí” —a saber, su actualidad incompleta. El desplazamiento “expresa”, “satura”, o “satisface” ese poder de una manera que no es la que conviene a su pleno cumplimiento. Es entonces, precisamente, que el poder de estar allí se hace sensible en cuanto tal (©ù
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τοιοÜτον)16 . Hay, pues, maneras de volver efectiva una capacidad que no involucran su actualización completa. Aplicando la distinción recién aludida a una situación prevista por la Física, habrá que decir que no todas las piedras exhiben de hecho su posibilidad de ser edificadas, sino sólo aquéllas actualmente empleadas por el arte de edificar. La edificación sería así la expresión efectiva del “poder-ser-una-casa” que hay en los materiales, o aquello que vuelve manifiesto, por vez primera, su carácter constructible, hasta entonces encubierto. En conformidad con esta interpretación, el movimiento es definido como el perfeccionamiento interno de una capacidad; pero de tal manera que dicha actualización no sustrae nada a su carácter potencial, sino que solamente lo vuelve manifiesto. Este incremento de la capacidad de ser una casa “en cuanto tal” se opone, así, al perfeccionamiento externo de este mismo potencial, representado por el producto completo que induce su pérdida. Kosman propone, en suma, distinguir entre la deprivative actuality y la constitutive actuality de uno y el mismo poder —a saber, el poder de ser un F : It is only when bricks and stones are being built, Aristotle is claiming, that they are fully manifesting their potentiality to be a house qua potentiality; only then that the constitutive actuality of their potentiality to be a house is realized, prior to the coming to be of the deprivative actuality of that potentiality, which occurs when bricks and stones qua buildable disappear, to be replaced by the brick and the stone house which has been built17 .
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“There is, to be sure, a more ordinary sense in which being in Berkeley is the actuality of my potentiality to be in Berkeley; but in that case, the potentiality is seen as privation-from-which, not as subject-of ”. (KOSMAN, 1969: 53). Aristóteles parece considerar este desdoblamiento descriptivo del punto de partida de un proceso cuando agrega al âξ οÝ la precisión ±σ Õλησ en el enunciado de ciertos termini a quo. Ver, por ejemplo, Met. VII 7, 1033a6. 17 KOSMAN (1969: 50). Tópicos 30 bis (2006)
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Puestas así las cosas, una interpretación de este orden no es inmune a la crítica. En particular, ella parece eximir la definición aristotélica de sus defectos lógicos solamente al precio de volver problemáticas algunas de sus instancias más evidentes. No es claro, en efecto, que una reducción de todas las capacidades de devenir F a la estructura “poder ser un F ” logre explicar con éxito los fenómenos que Aristóteles considera en Física III. Aun cuando sea posible prescindir de las potencias ad hoc introducidas por Ross, con vistas a una formulación más coherente, ello no nos deja en mejor pie para dar cuenta de los fenómenos que justificaron su introducción. Se ha observado ya que, si bien el hecho de ser actualmente un F pone fin a una cierta posibilidad poseída hasta entonces por la cosa, es en revancha menos claro que esta posibilidad sea aquélla misma que el hecho de ser un F actualiza. Es probable, en efecto, que la potencialidad sacrificada por el sujeto que ha alcanzado su entelequia no sea el poder de hallarse en ese estado, sino sólo el poder de alcanzarlo. Es interesante considerar a este respecto el pasaje precitado de Kosman. Aun cuando este texto hace de la casa la actualidad que pone fin a un cierto poder, el poder cancelado por ella parece ser, ni más ni menos, que el de “ser una casa” (the potentiality to be a house). Dicho poder sería susceptible, así, de una deprivative actuality. Sin duda, este pasaje atrae la atención sobre un rasgo estructural de ciertos procesos —el acto de edificar refuerza aquello mismo que la casa suprime. No es claro, sin embargo, que la potencia afectada por el proceso de edificación sea la de constituir una casa. Pues la casa terminada parece poner fin sólo a la capacidad de devenir una casa. Kosman tiende a identificar dos potencias heterogéneas y se desliza de una a otra en el mismo párrafo. Esto le lleva, en concreto, a identificar el poder de ser una casa con el poder de ser edificable (buildable), y a encontrar, en la desaparición de la aptitud que tienen estas piedras de “ser edificadas”, aquélla de su capacidad de “ser una casa” sin más. Sin embargo, es claro que ellas pueden perder la primera y retener, al mismo tiempo, la segunda, dado que conservan el poder de ser un F incluso después de haber sido montadas en un F. Tópicos 30 bis (2006)
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Ello autoriza a concluir que: (a) dado que el “poder-ser-una-casa” se identifica, a ojos de Kosman, con la edificabilidad de las piedras y ladrillos, puesta de manifiesto por el movimiento; y que (b) el producto acabado pone fin a la posibilidad de activar esta “edificabilidad”; será fácil pensar que (c) el producto pone fin también a la capacidad de ser una casa —capacidad que los materiales, sin embargo, conservan. De ello se sigue, prima facie, la necesidad de distinguir entre estas dos capacidades, la de ser una casa y la de ser edificado. La casa construida sólo implicará la pérdida (definitiva o temporal) de esta última potencia.
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Costos y beneficios
Es razonable pensar que las capacidades comprometidas por los acontecimientos descritos en los primeros capítulos de Física III deben ser definidas por referencia a los procesos que las actualizan. Dicho de otro modo, que ellas son “capacidades de devenir” que encuentran su actualización en los movimientos que nos las manifiestan. En esa perspectiva, todas las actividades aludidas por 201a9-19 (κÐνησισ, λλοÐωσισ, αÖξησισ καÈ φθÐσισ, γèνεσισ καÈ φθορ , φορ ) deben ser vistas como la actualización de poderes dinámicos originales, presupuestos en ese mismo pasaje, a saber: las capacidades de aprender, sanar, rotar, saltar, envejecer. Aristóteles introduce cada una de estas potencias de modo indirecto, mediante una referencia a la cosa que sufre el cambio, designada en cuanto a aquel aspecto específico de su naturaleza que la hace capaz de sufrirlo: ©ù λλοιωτìν18 . 18
La idea de un potencial específico, que habilitaría a una cosa a padecer su propia corrupción, parece entrar en conflicto con la restricción de las capacidades naturales a aquéllas que refuerzan la sustancia, o bien hacen posible su advenimiento. Aristóteles opera dicha restricción en Met. VIII 5, 1044b29-1045a6, al declarar que el agua deviene vinagre sólo de modo privativo (κατ στèρησιν καÈ φθορ ν τ ν παρ φÔσιν), mientras que llega a ser vino en cumplimiento de una orientación afín a su naturaleza (καθ' éξιν καÈ κατ τä εÚδοσ). No es claro, sin embargo, que dicha distinción afecte la necesidad de reconocer, en aquello que se corrompe, “una disposición, causa o principio” que lo habilite a padecer su corrupción, como lo establece Met. V 12, 1019b3-10: νÜν δ' êχει τιν δι θεσιν καÈ αÊτÐαν καÈ ρχ ν τοÜ τοιοÔτου π θουσ. Esta constatación es lógicamente anterior a la discriminación propuesta por Met. VIII 5 entre las potencias Tópicos 30 bis (2006)
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Quizá un ejemplo ya aducido permita hacer sensible este punto: quien se ha puesto en marcha hacia un lugar, no ejerce aún su “poderestar-allí” (ni siquiera en un grado incoativo cualquiera), sino sólo el poder, más modesto, de realizar ese trayecto. El desplazamiento es una instancia de su capacidad de desplazarse, y no una actualización incompleta de su poder-hallarse-en-un-lugar. Dirigirse hacia un sitio no es un modo incompleto de encontrarse en él, sino la actualidad de una potencia paralela, que encuentra su entelequia en el trayecto mismo: τοÜ δà φορητοÜ [âντελèχεια] φορ 19 . Esto se hace más claro al considerar las condiciones de identidad de las entelequias que actualizan, respectivamente, la capacidad de “ser un F ” y la capacidad de “llegar a ser” un F. Un agente cualquiera no puede actualizar a la vez ambos poderes, pues quien ejerce su poder de desplazarse hacia un lugar no despliega al mismo tiempo su capacidad de estar en él. Ambas actualidades se excluyen. La facultad de “ir a París” no es realizable sino a condición de no haber llegado todavía, y el hecho mismo de encontrarse allí vuelve (momentáneamente) indisponible ese poder. Puesto que el estado que consuma una de estas capacidades impide el despliegue contemporáneo de la otra, la eventualidad de confundir ambas potencias parece remota. Con todo, la sección precedente confrontó estrategias eliminativas, diseñadas con el fin de prescindir de las capacidades procesuales, y de reducirlas a la realización parcial de poderes cuya plena actualidad es un estado. Sin embargo, la eliminación de capacidades dinámicas genera algunas consecuencias contra-intuitivas, como la de alcanzar un cierto fin de las cosas. Es posible también que en V 12 Aristóteles no reconociese aún la diferencia entre una potencialidad y una mera posibilidad, para lo cual ver T. I RWIN (1990: 226-35). 19 Fís. III 1, 201a15: “[la actualidad] de lo que puede trasladarse es traslación” (cf. A. V IGO, ad loc). Aunque Aristóteles dice aquí que el trayecto es una actualidad de la cosa que puede trasladarse, él precisará más adelante (201a27-9) que dicha actualidad no pone en obra todo el ser de esa cosa, sino precisamente su movilidad, o su poder de traslación: οÎχ ©ù αÎτì λλ' ©ù κινητìν. De igual modo, los procesos enumerados en 201a18-20 pueden ser vistos como la “saturación” que conviene a poderes tales como el de sanar, aprender, rotar, madurar o envejecer. Respecto de estas actualidades “evanescentes”, es posible afirmar, en algún sentido, que “ce sont des teleioi pour tout le temps de leur réalisation” (C. N ATALI, 2002: 32). Tópicos 30 bis (2006)
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antes de darle alcance, la de llegar a una ciudad sin haber puesto un pie en ella, o la de adquirir una ciencia sin haber completado aún su aprendizaje. Salvo extensión ad hoc del perímetro de una ciudad, o del poder de hospedarse en ella, no se dice de un viajero que haya llegado a destino antes de trasponer su umbral (salvo, quizás, de un modo metafórico). Bajo el análisis de Kosman, “partir” es ya una manera —aunque débil e imperfecta— de “llegar”; lo que no se condice con el hecho de que un peregrino pueda ser localizado, a cada instante, sobre un punto preciso de su trayectoria, que difiere del término previsto por su desplazamiento20 . En tal caso, parece más sensato ver en la acción de ir a París un ejercicio completo de la capacidad de desplazarse, que un modo incipiente de encontrarse allí. Análogamente, para admitir que alguien sabe lo que no ha aprendido, parece necesario extender previamente la aplicación del terminus ad quem de todo aprendizaje, de modo que éste englobe los casos de ignorancia parcial ordinariamente excluidos por la acepción usual del término. En la situación de un intercambio pedagógico (que Aristóteles considera)21 , el alumno continuará aprendiendo mientras no haya adquirido la ciencia que se le ofrece, sin que ese aprendizaje constituya para él un modo deficiente de saber aquello que (por ahora) desconoce. Eso explica que, en De Anima, la transformación del aprendiz sea descrita en términos que evocan una κÐνησισ —comprendida como transición entre contrarios—, y no como una âνèργεια. Su ignorancia no es actualizada, sino destruida, por la virtud contraria: δι µαθ σεωσ λλοιωθεÈσ καÈ πολλ κισ âξ âναντÐασ µεταβαλ°ν éξεωσ22 . En dicha circunstancia el aprendiz podrá, cuando mucho, modificar su relación con un conocimiento preexistente, sin que le sea posible adquirir la ciencia que ya posee, o poseer la ciencia que todavía no ha adquirido. Mientras no entre en posesión del arte, quizá le sea posible realizar “algo gramatical” (γραµµατικìν τι), pero no de modo gramatical (γραµµατικÀσ), o en
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Cf. Fis. VI 1, 231b28-232a11. Fis. III 3, 202b14-22; cf. De An. II 5, 417a22-b2. 22 De An. II 5, 417a31-2. 21
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acuerdo con las reglas de la disciplina23 . Las distinciones acto-potenciales no comprometen, entonces, la diferencia categórica entre saber y no saber que “p” es el caso. Respecto de un mismo objeto, se lo conoce o no se lo conoce, sin que exista tercera posibilidad24 . El aprendizaje no es un ejercicio parcial del hábito de ciencia, al igual que la búsqueda de un objeto perdido no constituye una manera parcial de encontrarlo. A las consecuencias mencionadas, hay que añadir el hecho de que las potencias inventariadas por Aristóteles en 201a18-19 tienen, todas, un cariz dinámico: lo alterable, lo constructible, las capacidades de aprender y de sanar, así como las de madurar o envejecer, constituyen poderes cuyo cumplimiento se encuentra en procesos, en lugar de substancias. “Crecimiento”, “alteración” o “movimiento rotatorio” perfeccionan aptitudes naturales, para las que sería inapropiado buscar una entelequia allende el movimiento. La consumación, siempre parcial, de esos poderes sobreviene sin necesidad de esperar hasta el advenimiento ulterior de una cosa completa, o de un estado de cosas que haga cesar tales procesos. Ello parece indicar que, en su propio “inacabamiento”, dichas facultades se encuentran ya “completas” (al menos en un cierto sentido), puesto que acceden a su actualidad en el movimiento mismo que las desenvuelve, aún antes del estado terminal que pondrá fin a su despliegue25 . Aris23
EN II 4, 1105a22-26; cf. II 1, 1103a26-b2. Cf. Met. IX 6, 1048b24-25: λλ' οÎ µανθ νει καÈ µεµ θηκεν οÎδ' Íγι ζεται καÈ ÍγÐασται; No es necesario leer la solución del “elenco sofistico” consignado en Met. IX 8, 1049b33-34, como relativizando la distinción entre el saber y la ignorancia, o exigiendo que una misma proposición científica sea ignorada en un sentido, y conocida en otro. En su comentario, W. D. ROSS (1924: 262) refleja adecuadamente ese hecho: “Aristotle’s application here of the thesis established in the Physics [VI, 6] is as follows: It will follow that if an epistéme is coming into being part of it must have already come into being. Thus the sophistical objection, that if the dunameis meta logou are acquired by energeia a man who has not yet acquired an art must yet be supposed capable of acting artistically, is met by the answer that he has the art to some extent” [énfasis añadido]. 25 A propósito de las acciones productivas parciales que desembocan en la erección de un templo (EN X 4), Carlo N ATALI (2002: 32) reconoce su carácter fragmentario, pero observa que hay un sentido en el que esos movimientos no son incompletos: “. . . il y a une ressemblance de nature entre le mouvement productif général, et chaque mouvement qui le compose, car tous atteignent leur but à la fin, même si, en un sens 24
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tóteles remite al propio carácter defectivo de las capacidades en cuestión para explicar la efímera plenitud que les conviene, su enérgeia atelês 26 . A modo de conclusión, y a riesgo de incurrir en redundancias, habrá que decir que lo que ha sido esculpido en el mármol no es (a) ni el ser mismo de la piedra, que le pertenece de antemano; pero tampoco (b) el de la estatua, que es un estado de la piedra consecutivo al movimiento, y que no puede identificarse con el proceso de manufactura. Aquello que, en consecuencia, deviene presente y se actualiza poco a poco durante la transformación de la piedra es (c) su propia aptitud de ser modelada, su capacidad de devenir otra cosa. Ello se adecua bien a la noción “modal” de materia que Aristóteles defiende algunas veces, comprendida como aquella capacidad que hay en las cosas, en virtud de la cual éstas pueden dejar de ser lo que ahora son27 . En ello, el esculpir se compara con un viaje que actualiza el poder de desplazarse, sin concretar eo ipso la capacidad paralela de llegar a puerto. De todo lo anterior parece seguirse, en efecto, que, además de su “poder ser casa”, los ladrillos albergan la facultad de ser sometidos a ciertas manipulaciones productivas previas, facultad cuyo ejercicio no puede reducirse al despliegue incompleto del primer poder. Mientras se hallan en trance de ser edificados, tales materiales aún no constituyen nada. La única facultad que entonces ejercitan es la de llegar a ser una instancia de F. Es este “potencial” el que se vuelve sensible en el encadenamiento productivo que va del arquitecto a los albañiles, en circunstancias que la casa edificada compromete facultades que no son necesariamente aquéllas puestas en obra por el edificar. En efecto, lo que permite a unas piedras ser una casa no es idéntico al potencial que les permitió ser edificadas. Prueba de ello es que, en el edificio, este último poder ya no está disponible: λλ' íταν οÊκÐα ªù, οÎκετ' οÊκοδοµητäν êστιν; particulier, c’est-à-dire comme ‘actualité incomplète’ (Phys., 201b30-31, cf. 257b8-9), ce sont des teleioi pour tout le temps de leur réalisation”. 26 Fis. III 2, 201b32. Cf. la misma observación en De An. III 7, 431a6-7. 27 GC II 9, 335a32-33; Met. VII 8, 1032a20-22; Met. VII 15, 1039b29-31. Sobre la disparidad entre esta visión de la materia, centrada en las “cosas” y en los procesos que les conciernen, y la idea de un substrato universal del mundo físico, visto como totalidad, cf. W. W IELAND (1970: 140). Tópicos 30 bis (2006)
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οÊκοδοµεØται δà τä οÊκοδοµητìν28 . Este último es un poder consumido en el curso de su realización, y que (en el caso de los compuestos orgánicos) no puede ser reutilizado. Pero si ello es así, la ponderación de los argumentos aducidos en torno a la definición aristotélica del movimiento nos deja en una obligación inconfortable: elegir entre un enunciado circular, pero que da adecuada cuenta de las capacidades conservadas o destruidas por los procesos físicos; y un enunciado lógicamente en regla, pero insuficiente desde el punto de vista explicativo. Quizá convenga ver, por ello, en la fórmula de la κÐνησισ, una especie de esquema de la estructura ontológica de los procesos, destinado a ser completado por el descubrimiento de aquello que, en cada caso, fundamenta esta actualización sui generis. Aristóteles dejaría a cargo de la investigación empírica ulterior la tarea de especificar en detalle la índole de las capacidades dinámicas envueltas en uno u otro proceso natural. En esa óptica, hablar de lo alterable en cuanto tal es dejar abierto, en el enunciado de la κÐνησισ, el lugar de un argumento, cuya saturación dependerá del hallazgo de capacidades concretas, cuya actualidad ocurra como “movimiento”. Toda actualización cinética se conformará al esquema general previsto por la Física, pero tal esquema no proporciona información respecto de ninguna potencialidad concreta. Dichas capacidades no pueden ser conocidas a priori, ni es tarea de la Física especificar en detalle aquel carácter del mármol que fundamenta su transición hacia la estatua —como no lo es tampoco precisar aquel rasgo en virtud del cual una piedra cualquiera califica como “mármol”. La definición aristotélica operaría, en tal caso, como un programa para el hallazgo de poderes dinámicos que brindan a un proceso su “base categorial”. Pero es ésta una conjetura cuyo desarrollo excedería el marco de estas páginas29 . 28
Fís. III 1, 201b11-12. Esta propuesta interpretativa de la definición aristotélica, en términos de un esquema abierto a la determinación empírica ulterior de las capacidades pertinentes, pertenece a David C HARLES (1984: 20-22). De acuerdo con ella, la fórmula estándar de Aristóteles: “la actualización de lo alterable en lo que éste tiene de alterable” (201a12-13), “leaves a gap (qua potentially alterable) for a positive characterization of the basis and nature of the relevant capacity” (1984: 20-21). C HARLES compara este enunciado con la ex29
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presión “la actualidad del bronce en cuanto tal ”, donde la sección ©ù τοιοÜτον podría completarse con una especificación química detallada de la naturaleza del metal. En tal caso, Aristóteles descansa en la posibilidad de precisar empíricamente “those essential properties which, when realised, make the object bronze” (21). Algo análogo ocurriría con el lugar vacío que C HARLES cree descubrir en la definición aristotélica del movimiento, y que debe ser interpretado como una alusión al carácter todavía ignoto de la capacidad relevante: “one characterises processes as the realization of a type of capacity, whatever it is, which when realised gives a process” (p. 21, énfasis añadido). Tópicos 30 bis (2006)
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L A DEFENSA ARISTOTÉLICA DEL USO DE EXPLICACIONES TELEOLÓGICAS EN F ÍSICA II 8 Alberto Ross Universidad Panamericana jaross@mx.up.mx Abstract This essay attempts to offer a reconstruction of Aristotle’s arguments in favor of the use of teleological explanations in Physics II 8. In his exposition of the selected passages Ross makes some emphasis upon the dialogical character of discourse in order to make a modest contribution to the solution of two puzzles: one exegetical in character and the other systematic. This reading allows the author to introduce a new element in the discussion concerning what the scopes and limits of teleological explanations are in Aristotle’s Physics. In Ross’ view, this strategy is helpful for advancing in the understanding of which is the type of arguments that can be offered when what is under consideration is whether teleology or mechanism are the most proper explicative scheme to account for the natural phenomena. Key words: Aristotle, Physics, teleology, nature, chance.
Resumen Este ensayo intenta ofrecer una reconstrucción de los argumentos de Aristóteles del uso de explicaciones teleológicas en Física II 8. En su exposición de los pasajes seleccionados Ross pone cierto énfasis en el carácter dialógico del discurso para hacer una modesta contribución a la solución de dos acertijos: uno de carácter exegético, y el otro sistemático. Esta lectura permite al autor introducir un nuevo elemento en la discusión concerniente a qué alcances y límites hay de las explicaciones teleológicas en la Física de Aristóteles. En opinión de Ross, esta estrategia es útil para adelantar en la comprensión de cuál es el tipo de argumentos que pueden ofrecerse cuando lo que se está considerando es si la teleología o el mecanicismo son el esquema explicativo más apropiado para dar cuenta de los fenómenos naturales. Palabras clave: Aristóteles, Física, teleología, naturaleza, azar. *
Recibido: 25-11-05. Aceptado: 17-03-06. Tópicos 30 bis (2006), 127-146
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Introducción Uno de los textos más controvertidos del corpus aristotelicum es, sin duda, Fís. II 8. En esos pasajes se encuentra la explicación de Aristóteles acerca de la inclusión de la naturaleza entre las causas que actúan en vistas de un fin. Charlton, al comentar estos pasajes, dice que “the general verdict since the Renaissance has been that Aristotle’s use of final causes to explain natural processes is a disastrous mistake”1 . Esto no es algo menor, sobre todo si se dice con ocasión de uno de los lugares citados por excelencia para hablar de la teleología en la filosofía aristotélica. La mayoría de los comentaristas —antiguos, medievales y contemporáneos—, se remiten a II 8 cuando hay que buscar una localización para la “demostración” de la existencia de fines en la naturaleza. Las razones por las que este capítulo de la Física puede ser controvertido son múltiples. En efecto, no es fácil probar que todo lo que sucede en la naturaleza ocurre en vistas de un fin, sobre todo cuando no se tiene claro el tipo de prueba que se espera de ello. No es lo mismo probar si un fenómeno particular ocurre o no en vistas de algo, que probar por qué esto es el caso en todos los fenómenos. Teofrasto, siendo un colaborador cercano de Aristóteles, negaba precisamente que la teleología tuviera un dominio universal en contra de lo que pensaba el Estagirita, aunque concedía que algunos procesos o estructuras naturales tenían un fin2 . De manera que el examen de las pruebas ofrecidas en II 8 a favor de la teleología supone un juicio previo acerca del tipo de prueba que esperamos al respecto o qué es lo que se discute en los pasajes referidos. Los argumentos de II 8 tomados fuera de contexto, pueden parecer extremadamente débiles. Una de las razones que da Aristóteles a favor de la teleología es, por ejemplo, que el arte imite a la naturaleza y si en el arte se actúa en vistas de un fin, entonces con más razón esto sucederá en la naturaleza3 . Esto, evidentemente, no puede ser la última palabra sobre el tema, pero también es verdad que este tipo de afirmaciones tienen un contexto en el cual pueden tener más sentido que tomadas aisladamente. 1
Charlton (1970), 120. Cf. Teofrasto, Met. 10a22-11a26. 3 Cf. Fís. 199a13-20. 2
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En este trabajo lo que intentaré es ofrecer una reconstrucción de los argumentos ofrecidos en Fís. II 8 a favor del uso de explicaciones teleológicas en la física resaltando el carácter “dialógico” del discurso, con el fin de hacer una modesta contribución a la solución de dos dificultades. Una de orden exegético y otra más bien de tipo sistemático. Ambas las recogeremos al final del trabajo y están relacionadas con las dificultades que hemos mencionado y que han hecho de estos pasajes un texto controvertido. Primero, intentaré mostrar que los argumentos de II 8 forman parte de una discusión, por lo menos, en dos sentidos: (i) porque se formulan como respuesta directa a la postura de un interlocutor “imaginario” en vistas de mostrar la insuficiencia de su propuesta (una versión primitiva del materialismo) y (ii) porque algunos de ellos se formulan a partir de las premisas del mismo oponente mecanicista con el fin de mostrar que son compatibles con la presunción de fines en la naturaleza. Estas dos estrategias empleadas en distintos pasajes pueden tomarse como criterio de agrupación para los argumentos ahí expuestos, dando lugar a dos familias distintas de ellos. A partir de la revisión de los textos, veremos que las pruebas ofrecidas en II 8 sólo se pueden entender en el contexto de la disputa con esa versión primitiva del materialismo. Es decir, el tema de si hay finalidad o no en el mundo, se introduce con ocasión de una pregunta más general: ¿cómo demuestra la ciencia que se ocupa de la naturaleza? Si los argumentos se analizan fuera de este contexto, pierden parte de su poder explicativo como ya veremos.
1.
Las explicaciones científicas en la Física
Aristóteles, en Fís. II 7, dice lo siguiente: “puesto que las causas son cuatro será tarea del físico conocerlas todas y haciendo referencia a todas ellas —a la materia, a la forma, al motor y al fin—, podrá responder al por qué de un modo físico”4 . La inferencia recogida en el texto sin su contexto no está justificada de antemano, como puede advertirse a primera vista. Es decir, no basta decir que las causas son cuatro, para 4
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endosar al físico la tarea de remitirse a todas ellas. Hay ciencias, como las matemáticas, que Aristóteles estaría de acuerdo en aceptar que sólo recurren a un tipo de explicación, i.e. la formal, y esto no les quita su carácter de universales y necesarias5 . La pregunta que se debe plantear entonces es la siguiente ¿por qué el físico se debe remitir a los cuatro tipos de causas o explicaciones? Aristóteles responde a este cuestionamiento en varios pasajes. En el caso de la materia, por ejemplo, su poder explicativo consistiría en ser aquello a partir de lo cual se genera algo y que, a su vez, permanece al final del cambio6 . Ella, sin embargo, no explica lo que una substancia es actualmente, sino sólo lo que podría ser. El principio que da cuenta del ser actual de las cosas es más bien la forma7 . A su vez, estos dos principios no son capaces de explicar el desencadenamiento de un movimiento, pues para ello es necesaria la intervención de un agente8 . De esta manera, se va ampliando el elenco de las causas, buscando un principio explicativo distinto en cada caso. La causa final, a su vez, tendría un papel distinto dentro de la explicación. Aristóteles introduce parte de su respuesta al respecto en los capítulos finales del libro II de la Física. La estrategia empleada en esos pasajes consiste en mostrar qué aspectos de la naturaleza y su devenir se oscurecen si prescindimos de la consideración de la finalidad. El motor que desencadena esa explicación es la necesidad de establecer qué tipo de explicaciones ofrece la ciencia que se ocupa de ello, pues la praxis científica en la filosofía aristotélica consiste en investigar cuáles son los atributos necesarios que se dan en un género-sujeto determinado9 . La garantía de que la atribución sea necesaria es precisamente que responde a una explicación por causas10 . A continuación veremos pues, cuáles son las razones que ofrece Aristóteles para incluir las explicaciones teleológicas en la ciencia física, 5
Esta conclusión podría extraerse de pasajes como Fís. 194a31-35. Cf. Fís. 194b23-24. 7 Cf. Fís. 193a28-193b21. 8 Cf. Met. 984a16-27. 9 Cf. An. Post. 76b13-16. 10 Cf. An. Post. 71b9-12. 6
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con ocasión de una disputa con un oponente que defendería una versión primitiva del materialismo.
2.
La discusión con el materialismo en Fís. II 8
La explicación de por qué la naturaleza se cuenta en entre las causas que son para algo es el hilo conductor de Fís. II 8, como ya hemos dicho. La respuesta a dicha pregunta, como se podrá ver a continuación, está determinada por el cuerpo de la doctrina que responde negativamente a la cuestión. Aristóteles argumenta en esos pasajes a favor de la inclusión de la naturaleza entre las causas finales tratando de desactivar los argumentos que subyacen a la postura contraria, encarnada principalmente en Empedócles y Anaxágoras11 . Esto no obsta, sin embargo, para que incluya de alguna forma las ventajas explicativas que ofrecen las propuestas de estos oponentes. El detractor de las explicaciones teleológicas recreado por Aristóteles en el texto se preguntaría lo siguiente: “¿qué impide que la naturaleza no obre en vistas de un fin ni en vistas de lo mejor, sino que así como Zeus no hace llover para que el grano crezca sino que esto se produce por necesidad?”12 . Esta pregunta, le resulta útil a Aristóteles como punto de partida en la medida que sugiere la posibilidad de dar razón de los fenómenos naturales, prescindiendo de explicaciones teleológicas. Un ejemplo del tipo de explicaciones que daría el partidario de esta versión del materialismo es que un fenómeno natural como la lluvia sucedería porque: [E]s necesario que lo que se evapora se enfríe y que lo enfriado descienda al convertirse en agua, pero que el grano crezca cuando eso sucede es algo accidental. Y, de la misma manera, si a alguien se le arruina la cosecha en el campo, no
11
Para completar la crítica de Aristóteles a Empédocles y Anaxágoras acerca de la causa eficiente y la causa final ver Met. 985a10-23 y 988b6-16. 12 Fís. 198b16-19. Tópicos 30 bis (2006)
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llueve para que la cosecha se pierda, sino que este hecho se produce por accidente.13 Si atendemos a los principios explicativos que están en juego dentro de la respuesta contenida en el pasaje, veremos que estamos frente a la explicación de un fenómeno a partir de la sola intervención de elementos simples (en este caso, el agua y el aire) y su interacción con otros cuerpos (el sol). La conclusión que podría obtenerse de eso es que las cosas se producen por necesidad, pero no orientadas a un fin determinado, ya que todo ocurre como consecuencia de la naturaleza de los cuerpos simples y sus movimientos. La economía de esta explicación es, sin duda, notable. De entrada, recurre solamente a causas materiales y eficientes, usando el léxico tradicional, y prescinde de cualquier tipo de finalidad: el sol explica la evaporación del agua y el agua desciende una vez que se enfría. Esto sería una explicación suficiente de la lluvia y no sería necesario buscar un propósito, como mejorar o empeorar la cosecha, para completar la explicación. Eso, en todo caso, sería accidental o por azar. Al explicar, aparentemente con éxito un fenómeno natural como la lluvia, el interlocutor citado por Aristóteles exigiría razones al defensor de la finalidad para no extender su explicación de ese fenómeno a toda la naturaleza: ¿[Q]ué impide que también sea así con las partes de los seres vivos en la naturaleza? Por ejemplo, es necesario que los dientes sean agudos y aptos para cortar. Las muelas, en cambio, deben ser anchas y planas para masticar el alimento. Por cierto, todo esto no se produce con este propósito sino por accidente14 . A partir de este texto podemos ver que el aparente éxito de la explicación de la lluvia al prescindir de fines, da paso a la generalización de ese modelo explicativo a toda la naturaleza. De acuerdo a este señalamiento y a 13 14
Fís. 198b19-23. Fís. 198b23-29.
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pesar de la aparente orientación a fines de la mayoría de los fenómenos naturales, esto no sería el caso. Aristóteles sabe que esta postura resulta contra-intuitiva para quien está familiarizado con la observación de los animales y de la naturaleza en general. El examen empírico de la naturaleza y, en particular, de los seres vivos, arroja generalmente una visión articulada de la realidad que sugiere la presencia de un orden teleológico. Sin embargo, Aristóteles estaba consciente de que esto no sería obstáculo para proponer una descripción materialista, en los términos ya citados. Aunque parece haber una finalidad en las partes de los animales, hay una explicación para dar cuenta de esa “apariencia”. El interlocutor imaginario de Aristóteles diría que: [A]llí donde todas las cosas ocurren como si se hubiesen generado en vistas de un fin, entonces, esas cosas se conservan por estar espontáneamente bien constituidas. Y en cuanto a las cosas que no se dan de este modo, han perecido y continúan pereciendo como aquellos bueyes de rostro humano de los que habla Empédocles15 . Un lector contemporáneo de estos textos, encontrará resonancias de estas tesis en los modelos explicativos de tipo evolucionista que hoy en día conocemos. Es claro que el interlocutor de Aristóteles, al argumentar a favor del materialismo tiene un argumento para descalificar la “intuición” del observador de la naturaleza y eso lo coloca en una posición privilegiada frente al defensor de una visión teleológica de la naturaleza. Vista en su conjunto, la generalización de las tesis materialistas es posible sobre la base de suponer un principio de economía explicativa. La fuerza del oponente a las explicaciones teleológicas está precisamente en la economía de su formulación. No apela a fin alguno y presumiblemente tiene el mismo poder explicativo que su oponente. En resumen, las dos tesis básicas del interlocutor son las siguientes16 : 15 16
Fís. 198b29-32. Cf. D. Charles (1995), 111. Tópicos 30 bis (2006)
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(1) Todo lo que ocurre por necesidad, ocurre como consecuencia de la naturaleza de los cuerpos simples y sus movimientos. (2) Cualquier cosa que no ocurra como resultado de la naturaleza y del movimiento de los cuerpos simples, ocurre por azar. En un escenario así, la carga de la prueba recae ahora en el defensor de las explicaciones teleológicas y tendría que hacer frente a las siguientes cuestiones: 1. ¿Es válida o no la explicación mecánica del fenómeno? 2. Si es válida, ¿es completa o no? 3. Si es completa, ¿es generalizable o no lo es? Aristóteles, que tomó partido por la inclusión de explicaciones teleológicas en el reino de la naturaleza, argumenta contra la suficiencia de la explicación materialista y, por tanto, descarta una generalización que asuma ese tipo de explicación como suficiente. Es decir, no argumenta contra del poder explicativo de las causas materiales o motrices, sino en contra de su capacidad para dar razón, por completo, de los fenómenos naturales.
3.
La defensa de la teleología: primera familia de argumentos
La estrategia de Aristóteles para desactivar las tesis de su oponente consiste en resaltar aquellos aspectos o aquellas partes de la explicación que son desatendidos en una descripción mecánica o materialista de los fenómenos naturales. En este sentido, el Estagirita recurre principalmente en II 8 a: i) la frecuencia de algunos fenómenos naturales, ii) la organización de las partes de un compuesto y iii) los cursos de acción que siguen los entes naturales. El primer argumento con el cual Aristóteles pretendería desactivar el modelo sería el siguiente17 : 17
Cf. Fís. 198b32-199a8.
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1. Si algunas cosas en la naturaleza no son resultado del azar, entonces ocurren en vistas de algo. 2. Ninguna de las cosas que son resultado del azar se dan siempre o frecuentemente. 3. Algunas cosas en la naturaleza se dan siempre o frecuentemente (como el calor en el verano o las lluvias en el invierno). 4. Por tanto, algunas cosas en la naturaleza no son resultado del azar (de 2 y 3). 5. Por tanto, algunas cosas en la naturaleza ocurren dirigidas a un fin (de 1 y 4). El argumento de Aristóteles está basado en la supuesta imposibilidad de que el azar sea causa de las regularidades observables en la naturaleza y dada la disyunción, hay que atribuirlas a un fin. Este argumento, sin embargo, no puede estar recogiendo la noción técnica de azar acuñada precisamente por Aristóteles en Fís. II 4-6. Ahí se describe al azar y a la fortuna como causas accidentales en contextos teleológicos18 , por lo que esa teoría no puede jugar un papel demasiado importante en este discurso, a menos de que se tratara de una petición de principio. De manera que, al formular la disyunción “tales cosas parecen generarse en virtud de una coincidencia fortuita o de un fin”19 , Aristóteles debe estar empleando la noción de azar o fortuna que él mismo atribuye al materialismo (i.e. lo que ocurre al margen de lo necesario en sentido material). Habíamos dicho en el apartado anterior que el interlocutor materialista sostiene, por un lado, que todo lo que sucede necesariamente es consecuencia de la naturaleza de los cuerpos simples y sus movimientos y, por otro, que todo lo que no se explica de esta manera sucede por azar. El presente argumento, entonces, parece sostener que si bien 18 19
Cf. Fís. 197a5-6. Fís. 199a3-4. Tópicos 30 bis (2006)
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la naturaleza del agua y su relación con el sol podrían dar una explicación del fenómeno concreto, i.e. la lluvia, quedaría todavía pendiente la explicación de otro aspecto del fenómeno: su regularidad, i.e. por qué llueve frecuentemente en invierno y por qué hace calor frecuentemente en verano. Si esto fuera algo que sucede rara vez, se podría explicar por el azar. Si sucediera siempre, se podría explicar por la naturaleza de los elementos, sin embargo, esto sucede frecuentemente, ergo debe introducirse la noción de finalidad en la explicación de la naturaleza20 . Hasta aquí el primer argumento. En segundo lugar, otro aspecto de la naturaleza que Aristóteles encuentra irreductible a una descripción mecánica es la “ordenación de lo anterior a lo posterior” en distintos contextos. El texto donde Aristóteles introduce esa idea es el siguiente: Además, en las cosas que comportan un fin, hay algunas que se llevan a cabo primero y otras después, en vistas de dicho fin. En efecto, como se lleva a cabo una cosa, así también ella es por naturaleza; y en cuanto es por naturaleza, de ese modo se lleva a cabo, siempre y cuando no haya impedimento alguno. Pero ella se lleva a cabo en vistas de un fin y, consecuentemente, está por naturaleza ordenada a un hdeterminadoi fin21 . 20
La explicación aristotélica del fenómeno de la lluvia se puede encontrar en el libro de los Meteorológicos. Dice así: “el principio motor, dominante y primero es el círculo en el que la traslación del sol es manifiestamente [. . . ] la causa de la generación y la corrupción. Mientras la tierra permanece quieta, la humedad en torno a ella, evaporada por los rayos hdel soli y por el restante calor de arriba, asciende; en cambio, cuando el calor que la elevó la abandona [. . . ], el vapor se condensa de nuevo al enfriarse [. . . ] y se forma agua a partir del aire: y, una vez formada, se desplaza nuevamente hacia la tierra. [. . . ] Este ciclo se produce por imitación del ciclo del sol [. . . ]” (Meteor. 346b20-36). En este pasaje encontramos una explicación de la lluvia que depende de una cierta finalidad “extrínseca”, que aparece también en otras partes del corpus (Cf. Met. 1075a11-25 y EN 1097a14-b6). En virtud de esa finalidad, los diferentes fines particulares son ordenados unos respecto de otros y tenemos un cosmos ordenado y jerarquizado. Esto responde en parte a la pregunta de cuál es el dominio de la teleología en el mundo natural (cf. Boeri [1993], 200-202). 21 Fís. 199a8-12. Tópicos 30 bis (2006)
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En este pasaje encontramos por primera vez en II 8 una especie de definición, preliminar si se quiere, de lo qué significa obrar en vistas de un fin. Esto es, si F es el fin de la secuencia a1,. . . a3, entonces a1, a2 y a3 ocurren en vistas de F22 . Las líneas de II 8 que van de 199a12 a 199a30, están dirigidas a mostrar que esta definición se cumple en el caso de la naturaleza y, por tanto, habría que incluirla entre las causas que son en vistas de algo. Esto no implica, desde luego, que al inicio de una secuencia esté garantizada la consecución del fin, pues esto sólo sucederá si algo no lo impide. Aristóteles, al definir en II 9 su posición acerca del tipo de necesidad que reina en la naturaleza lo expresa en estos términos, es decir, como una necesidad hipotética. ¿Qué instancias hay entonces a favor de que la definición citada se cumple en el caso de la naturaleza? La primera evidencia que Aristóteles proporciona es, curiosamente, una analogía entre el arte y la naturaleza: Pero si los entes naturales se generaran no sólo por naturaleza sino también por arte, se generarían del mismo modo que son por naturaleza. Una cosa, entonces, tiene por fin a la otra y, en suma, el arte lleva a cabo aquellas cosas que la naturaleza es incapaz de realizar y, además, imita a la naturaleza. Por tanto, si los entes artificiales son en vistas de un fin, es evidente que también lo serán los entes naturales. En efecto, en los entes artificiales y en los naturales lo posterior y lo anterior se encuentran entre sí en la misma relación23 . La respuesta puede resultar, por lo menos, desconcertante a primera vista. La pregunta a resolver es: ¿por qué afirmar que en la naturaleza hay una organización teleológica? En el texto citado, la respuesta es en última instancia: porque la hay en el arte y el arte imita a la naturaleza. Es así que los entes artificiales son en vistas de un fin, por tanto, esto con más razón sucederá en la naturaleza. 22 23
Cf. Charles (1995), 114. Fís. 199a13-20. Tópicos 30 bis (2006)
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El argumento hay que entenderlo a partir de la prioridad del orden natural respecto de las obras de arte, pero no deja de ser el argumento más débil. Lo natural es aquello que tiene el principio de movimiento en sí mismo y no en algo externo como los artefactos24 . Si no es a partir de esta relación de prioridad, es difícil entender por qué la constatación del modus operandi del arte sirve para inferir alguna característica del dinamismo natural. Sin embargo, el argumento puede ser significativo en la medida que ofrece algún tipo de indicio de que esto es así, más allá de que no sea el argumento más fuerte o directo para resolver la discusión. Es decir, es uno de los tres tipos de instancias, como ahora veremos, que ofrece Aristóteles para mostrar que la definición citada se cumple en el caso de la naturaleza. Ahora bien, si pasamos al segundo conjunto de instancias a favor de que la definición de teleología se cumple en el caso de la naturaleza, nos encontramos con que Aristóteles echa mano de algunas investigaciones de campo, es decir, de los resultados de sus observaciones de la naturaleza y cita algunos ejemplos verificables empíricamente como el comportamiento o los cursos de acción que siguen las golondrinas cuando construyen sus nidos o la manera en la que las hojas cubren los frutos25 . Dado que ni las plantas ni los animales obran por técnica, búsqueda o deliberación, Aristóteles se siente habilitado a afirmar, por eliminación, que lo anterior está ordenado “naturalmente” a lo posterior, pues regularmente actúan así. En este caso lo anterior se refiere no sólo a la disposición de las partes de un ser natural respecto del todo, sino a la orientación de la conducta en este tipo de seres. Lo que parece objetarse 24
Cf. Fís. 192b13-15. El texto completo es el siguiente: “Y esto es particularmente manifiesto en aquellos otros vivientes que no actúan por arte, que no investigan ni deliberan. De aquí que algunos pongan en duda si las arañas, las hormigas u otros animales semejantes obran en virtud de un intelecto o de alguna otra hcapacidadi. Y el que procede así poco a poco comienza a creer que también en las plantas las cosas que son útiles se producen en vistas a un fin; v. g. las hojas para proteger el fruto. Así pues, si la golondrina hace naturalmente su nido, en vistas de un fin, la araña su telaraña, las plantas producen sus hojas en vista de los frutos, y si ellas afirman sus raíces debajo del alimento y no arriba, es evidente que una causa semejante debe haber en los entes que se generan y son por naturaleza” (Fís. 199a20-30). 25
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aquí, es que una cosa es explicar el inicio de una acción y otra distinta es explicar el curso de esa acción. El materialista, parece decir Aristóteles, sólo tendría respuesta a la primera pregunta. Aquí no deja de ser interesante el hecho de que Aristóteles se mueva en un doble discurso o en dos niveles distintos de él. Uno es el de la determinación de cómo se explican los fenómenos naturales en general y otro es cómo se explica el comportamiento de un tipo de substancias en particular. Si bien el análisis puntual de la naturaleza de una especie de animales o plantas puede ser parte del objeto de la ciencia que se ocupa de la φÔσισ, la demostración de la teleología se sitúa en sus márgenes y por eso puede echar mano de es tipo de análisis. Al final de este trabajo volveremos sobre este punto. Finalmente, una tercera instancia para mostrar que la definición anterior tiene lugar en el mundo natural consiste en retomar la distinción de los sentidos de “naturaleza”, esto es, como materia y como forma26 . El argumento, entonces, tendría una estructura muy sencilla: (1) La forma se comporta como fin. (2) La naturaleza se puede entender como forma. (3) Por lo tanto, la naturaleza se comporta como fin. La justificación de la tesis (1) está, entre otros pasajes, en Física II 127 . ¿En qué sentido la forma es naturaleza? En el sentido de que si alguien describe un ente a partir de la sola referencia a la materia, sólo describe lo que es en potencia. La forma, en cambio, explica la actualidad de la substancia. Al plantear la respuesta en estos términos, Aristóteles no parece estar restringiendo la respuesta al mundo biológico, pues la composición materia-forma es universal28 . 26
El texto dice: “Y puesto que la naturaleza puede entenderse en dos sentidos, como materia y como forma, y dado que esta última es el fin y todo lo demás en vistas de un fin, la forma debe ser causa final” (Fís. 199a30-32). 27 Cf. Fís. 193a30-193b21. 28 En este sentido, además, no debe olvidarse que para Aristóteles la materia y la forma son principios explicativos relacionales, es decir, que pueden variar de un contexto a otro (cf. Fís. 194b8-9 y Met. 1045b18-19). Tópicos 30 bis (2006)
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A partir de estas tres instancias (la analogía con el arte, los cursos de acción en la naturaleza y la doctrina de la composición hilemórfica de los entes), Aristóteles intentó mostrar que en la naturaleza, lo anterior es por lo posterior y, por tanto, se puede decir que está orientada conforme a fines. Los ejemplos aquí citados arrojan, por lo menos, dos sentidos en los cuales Aristóteles usa la relación entre lo anterior y lo posterior, a saber, la disposición de las partes respecto al todo y la direccionalidad de las fases de un proceso. En ambos casos lo anterior es por lo posterior y por tanto, diría Aristóteles, dirigido a un fin. Si esto es así, no habría razones para negar que la naturaleza obra por un fin y lo alcanza, si nada se lo impide. Ésta es la forma en la que Aristóteles parece concluir a favor de la teleología natural en Fís. II 8. Tenemos pues, una respuesta dirigida en contra de la suficiencia explicativa de una versión primitiva del materialismo. Ninguna de las argumentaciones niega el poder explicativo de los elementos materiales o de los agentes causales, sino que se limita a mostrar distintos fenómenos o alguno de sus aspectos que no se pueden explicar con la sola participación de ese tipo de causas. Lo que hemos expuesto hasta ahora da lugar a una primera familia de argumentos a favor de la inclusión de explicaciones teleológicas en el estudio de la naturaleza, dejando abierta la posibilidad de otro tipo de argumentaciones que quisiera mencionar a continuación.
4.
La segunda familia de argumentos a favor de la teleología natural
Aristóteles, en defensa de su postura, desarrolló un segundo tipo de argumentación que presenta algunas novedades. En la primera familia de argumentos recién expuesta, el objetivo era demostrar la insuficiencia, más que la falsedad, de la postura del oponente. En cambio la segunda familia de argumentos que ahora veremos se caracteriza por tratar de mostrar que la afirmación de la existencia de fines en el mundo natural es compatible con otras tesis que aparentemente la excluyen como la presencia de errores en los procesos naturales y la falta de delibeTópicos 30 bis (2006)
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ración en ellos. Apelar a esto para descartar la teleología sería, entonces, improcedente. Aristóteles pensaba que la existencia de errores en la naturaleza podría ser usada por alguien para negar la existencia de un orden teleológico en la naturaleza29 . Sin embargo, los errores en un proceso natural no serían prueba suficiente de la ausencia de ello, pues en el arte también hay errores y sabemos, por experiencia, que se obra en vistas de algo. Aristóteles elige como ejemplo al gramático y al médico. Es falso que expertos como estos no se equivoquen, pues de hecho eso sucede y ocurre actuando en vistas de un fin. El gramático quiere escribir bien y el médico quiere curar, pero pueden equivocarse y no alcanzar el fin buscado. Esto mismo sucedería en la naturaleza. Los errores serían casos en los cuales no se alcanzó el estado al que apuntaba el proceso y resultó algo que no se buscaba30 . Otra posible objeción en contra de la teleología natural sería decir que la naturaleza no delibera, por lo cual estaría impedida de obrar en vistas de un fin determinado31 . Aristóteles piensa que esto no es así y la instancia a partir de la cual infiere esto es el ejercicio del arte, pues la deliberación no interviene en su ejecución y ello no le exenta de obrar con un fin determinado. El caso escogido por Aristóteles es, a mi manera de ver, afortunado. ¿Cómo ejemplificar un caso de procesos teleológicos sin recurrir a acciones deliberadas pero tampoco a procesos naturales (lo cual sería una petición de principio)? Aristóteles encuentra en la ejecución del arte un caso intermedio. La fuerza de este argumento estaría en el hecho de que descansa en un tipo de actividad con la cual tenemos algún tipo de familiaridad y que no implica, según sus propias categorías, deliberación alguna. El artista ejecuta y no se detiene a deliberar cuál es el siguiente paso en su ejecución, como sería el caso, por ejemplo, de un buen pianista. El ejemplo de Aristóteles en el texto es que si el arte de construir barcos estuviese en la madera, haría lo mismo por naturaleza. 29
Cf. Fís. 199a33-199b4. Acerca de la teoría aristotélica de los monstruos puede verse también: GA 767a 36-b15 y 770 b9-17. 31 Cf. Fís. 199b26-33. 30
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Estas dos explicaciones apuntarían a mostrar la compatibilidad de la presencia de un orden teleológico en la naturaleza con fenómenos que parecen no estar asociados con él. De esta manera, Aristóteles pensaría que la defensa de la teleología ha sido lograda, pues los errores dentro de los procesos naturales y la falta de deliberación no son razones suficientes para argumentar en su contra. Esta segunda familia de argumentos junto con la primera ofrecerían un conjunto de buenas razones para afirmar que la Física, como ciencia, debe incluir entre sus explicaciones las de tipo teleológico, i.e. por la causa final.
5.
Corolario
He intentado mostrar que las dos familias de argumentos expuestas en Fís. II 8 comparten la característica de ser razonamientos dialógicos, en la medida que el cauce del discurso está determinado por la postura contraria a la que se quiere defender. En primer lugar, como decíamos, porque Aristóteles construye una argumentación a favor de la inclusión de explicaciones teleológicas en la naturaleza como respuesta al proyecto materialista de la tradición filosófica instaurada por los presocráticos. Ahí la estrategia consiste en mostrar fenómenos o algunos de sus aspectos, que no son reducibles a las propiedades de la materia y a los motores en su explicación. El modo de proceder, como pudimos comprobar, está dirigido a consignar cuáles son las causas que debe usar el físico en sus demostraciones, respondiendo al mismo tiempo la propuesta mecanicista que ofrece una alternativa más económica desde el punto de vista ontológico, aunque menos explicativa, según el Estagirita. En segundo lugar, el aspecto dialógico de la argumentación radica también en tratar de mostrar que las tesis que suelen usarse para descartar la teleología son compatibles con ella. La presencia de errores y la falta de deliberación en la naturaleza no serían motivos válidos para descartar la teleología, según la exposición que acabamos de hacer. Vista en su totalidad, la propuesta de II 8 tiene como atractivo la inclusión en su propio cuerpo de otras posturas aparentemente lejanas. No las descalifica, sino que intenta completarlas. Dada la naturaleza del
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tema, parece razonable proceder así. Lo que no podemos perder de vista es el tipo de ejemplos usados: el comportamiento del clima, la conducta de los animales, las estructuras biológicas, etc. Esto es signo de que la demostración de la teleología tiene, por lo menos, dos momentos: uno es la disputa con el mecanicista que hemos recogido aquí y otro es la constatación permanente de que, en efecto, la naturaleza se cuenta entre las causas que obran para algo. Si se prescinde de alguno de estos dos momentos se pierde una parte importante del discurso. Al no considerar los casos particulares que reiteradamente ofrecen instancias a favor de la teleología, cualquier argumentación resulta estéril. Esto se puede encontrar a lo largo de todo el corpus de filosofía natural. Pero, por otra parte, si no se hace una cuidadosa reconstrucción de los términos de la discusión que encontramos en II 8, entonces no hay elementos suficientes para hacer una generalización a partir de los casos particulares que son recogidos y examinados en las distintas obras de biología, psicología, etc. Éste doble énfasis es necesario para no exigir a cualquiera de los dos textos más de lo que pueden o deben dar y creo que podría contribuir parcialmente a la solución de dos problemas, como dijimos al principio. En primer lugar, nos permitiría introducir un nuevo elemento en la discusión acerca de cuáles son los alcances o límites de las explicaciones teleológicas en la física aristotélica. Alrededor de este tema, una de las discusiones más recurrentes se centra en cuál es el papel que juega la explicación de la lluvia que aparece mencionado al inicio de II 8 y, al respecto, encontramos dos posturas. Por un lado, la de aquellos que ven en ese ejemplo un caso de procesos no teleológicos32 y, por otro, la de aquellos que sostienen que esas líneas recrean simplemente una descripción que podría atribuirse al detractor de la teleología, pero que el mismo Aristóteles consideraría, en el mejor de los casos, incompleta33 . La primera lectura implica la reducción del ámbito de la teleología a un solo segmento de la naturaleza, i.e al de los seres vivos, mientras que la segunda extiende el ámbito de los fines a toda la realidad natural. 32
Cf. Ross (1936), 42-43; y Charlton (1970), 120-126. Cf. Simplicio, In Phys. 374.18ss; Tomás de Aquino, In Phys., II, lectio. XII, n.172; Sorabji (1980), 147n85; Furley (1987), 177-183; y Boeri (1993), 200-202. 33
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Me parece que si remitimos ese ejemplo a su trasfondo dialógico, tendríamos una explicación de por qué Aristóteles no se concentra en la refutación del citado ejemplo, sino en las coordenadas de pensamiento en las que se expone. Es decir, la lectura que sugerimos en este trabajo serviría para mostrar que la intención de II 8 no es dirimir si una entidad o un fenómeno concreto (v. g. la lluvia), sucede con vistas a un fin determinado, sino cómo debemos explicar en general los procesos que ocurren en la naturaleza. Lo otro está reservado más bien a obras como el tratado Acerca del cielo y los Meteorológicos. De manera que la falta de un argumento directo en II 8 contra la descripción de la lluvia como un proceso mecánico no sería una prueba concluyente a favor de la primera postura, que pretende reducir la teleología al mundo de los seres vivos. En segundo lugar, creo que si atendemos al tipo de argumentación empleada en esos pasajes podemos encontrar una pista interesante de cuál es el tipo de argumentos que se pueden ofrecer cuando se debate si la teleología o el materialismo son el esquema explicativo más apropiado para dar cuenta de los fenómenos naturales. Aristóteles es, sin duda, uno de los defensores más prolijos de la teleología natural y llama la atención el hecho de que los argumentos de Fís. II 8 tomados aisladamente no sean lo “duros” que alguien podría esperar. Sin embargo, Aristóteles en esos pasajes no parece estar dando, en sentido estricto, una refutación total del materialismo, pues no descalifica totalmente sus explicaciones, sino que se limita a mostrar su incompletud y a enmarcarlas en unas coordenadas más amplias. Si la disputa con los mecanicistas gira en torno a la determinación del tipo de explicaciones que da la física, es razonable pensar que el tema de la teleología se ubicaría en los márgenes de la ciencia de la naturaleza, a diferencia de otras demostraciones o refutaciones que se pueden encontrar en la misma Física o en las otras obras de filosofía natural. En efecto, Aristóteles hecha mano en II 8 de algunas observaciones que son desarrolladas en otras partes del corpus, lo cual es perfectamente lógico si se trata de un plano distinto de la argumentación. En este caso no se puede reprochar ninguna circularidad en el argumento, porque se trata Tópicos 30 bis (2006)
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de dos niveles distintos de la investigación. Aristóteles, en efecto, es un autor escurridizo en ese sentido, pues el corpus está lleno de referencias cruzadas entre las obras, pero en casos como éste hay una justificación metodológica en el fondo. En suma, el trabajo de Aristóteles en pasajes como el de II 8 parece ser valioso, más que por hacer descubrimientos, por introducir matices. El proyecto científico de Aristóteles para acceder científicamente a la naturaleza exigiría entonces el concurso de explicaciones por las cuatro causas: material, formal, eficiente y final. De éstas, las explicaciones por causa final serían la llave para comprender las estructuras organizadas que operan dentro del mundo natural, aunque siempre haya un gran margen para el error y la indeterminación. Una vez vista la estrategia de II 8, parece que gran parte del mérito de Aristóteles consistió en optar por a una especie de “deconstrucción” de las explicaciones de sus antecesores y ahí estaría gran parte de su originalidad, por lo menos, en este tema.
Bibliografía AQUINO, Santo Tomás de: In octo libros Physicorum Aristotelis expositio, Edición y estudio de P. M. Maggiólo, Marietti, Turín-Roma, 1965. B OERI, M. (1993): Aristóteles: Física I-II. Introducción, traducción y comentario, Buenos Aires: Biblos. C HARLES, D. (1995): “Teleological Causation in the Physics”, en J UDSON, L. (ed.) (1995): pp. 101-128. C HARLTON, W. (1970): Aristotle’s Physics. Book I and II. Introducción, traducción y notas, Oxford: Clarendon Press, 1970.
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F URLEY, D. (1987): “The Rainfall Example in Physics ii 8”, en G OTTHELF -L ENNOX (1987): pp. 177-183. G OTTHELF, A., L ENNOX, J. G. (ed.), (1987): Philosophical Issues in Aristotle's Biology, Cambridge. J UDSON, L. (ed.) (1995): Aristotle's Physics: A Collection of Essays, Oxford University Press. ROSS, W. D. (1936): Aristotle’s Physics. A Revised Text with Introduction and Commentary, Oxford. S IMPLICIO: In Aristotelis Physicorum Libros Quattor Priores Commentaria, ed. H. Diels, Berlin, 1882. S ORABJI, R. (1980): Neccesity, Cause and Blame. Perspectives on Aristotle's Theory, London.
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A RISTÓTELES* Gabriela Rossi Pontificia Universidad Católica de Chile grossi@uc.cl Abstract
This paper deals with Aristotle’s concept of chance, such as it is presented in Physics II 4-6. The central section of the article concentrates on an analysis of Aristotle’s definition of chance and its essential peculiarities: the fact of being an incidental (efficient) cause and the fact of existing in the domain of what is for the sake of an end. According to Rossi, both characteristics would correspond to a causal aspect (in an incidental sense) and to a non causal aspect (or just apparently causal) of chance. Finally, the author also tries to show the structural connection between the aforementioned aspects, taking as a key point the thesis of coincidence among the formal, final, and efficient causes. Key words: Aristotle, Physics, chance, causes.
Resumen Este artículo trata el concepto aristotélico de azar, tal como se lo presenta en Física II 4-6. La sección central del artículo se concentra en el análisis de la definición aristotélica de azar y sus peculiaridades esenciales: el hecho de ser una causa accidental (eficiente) y el hecho de existir en el dominio de lo que es en vista *
Recibido: 24-11-05. Aceptado: 19-03-06. Este trabajo fue realizado en el marco de una Beca Doctoral de CONICYT, Chile. Deseo expresar aquí mi inmenso agradecimiento y reconocimiento a mi actual Director de Tesis, el Prof. Dr. Alejandro Vigo, con quien mi deuda es difícil de medir, pues todos los temas aquí tratados han alcanzado su maduración actual gracias a sus innumerables y sabios aportes y a su generosa dedicación a lo largo de múltiples coloquios y reuniones individuales. No quiero implicar con ello que él comparta todas las tesis que aquí expongo, ni que sea responsable, mucho menos, de los errores que yo pueda aún haber deslizado. *
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G ABRIELA ROSSI de un fin. Según Rossi, ambas características corresponderían a un aspecto causal (en un sentido accidental) y a un aspecto no causal (o sólo aparentemente causal) del azar. Por último, la autora también trata de mostrar la conexión estructural entre los aspectos antes mencionados, tomando como hecho clave la tesis de la coincidencia entre las causas formal, final y eficiente. Palabras clave: Aristóteles, Física, azar, causas.
1.
Introducción
En apenas tres breves capítulos de su Física, Aristóteles trata específicamente y expone por única vez de modo sistemático lo que puede considerarse su teoría del azar. Los capítulos 4 al 6 del libro II de la Fís. contienen, incluso, la primera reflexión filosófica sistemática de que tenemos noticia sobre este asunto, al menos en la Grecia antigua, pues si bien anteriores filósofos, como los atomistas e incluso Platón, habían echado mano ya de este concepto, especialmente para dar cuenta de procesos de tipo cosmológico e incluso cosmogónico, no obstante no es posible encontrar en ellos una reflexión temática sobre el concepto de azar, ni mucho menos sobre su naturaleza específica en cuanto causa. Aristóteles acomete por primera vez esta empresa teórica, y lo hace, paradójicamente (como es su costumbre), para despojar este concepto de una suerte de esclerosamiento hipostático adquirido en el curso de una evolución que, partiendo probablemente de los usos cotidianos, lo había depositado en las alturas cosmogónicas, y devolverlo, en cambio, a su ámbito prefilosófico originario y más familiar: el práctico, y además —a partir de él— al natural sublunar. De hecho, el fenómeno del azar, anunciándose por medio de repentinas e imprevistas irrupciones de lo fáctico e inmanejable en nuestros planes (sea para frustrar nuestras acciones o para secundarlas), resulta una experiencia básica del actuar humano, no menos ni más en el mundo antiguo que en nuestros días. Esto a tal punto que la mera expectativa de su posibilidad y la advertencia del riesgo que ella conlleva se perciben frecuentemente como un componente esencial de la condición humana. La problemática del azar entra en la escena de la filosofía teórica que tiene por objeto los entes sujetos a movimiento inmediatamente a continuación de que se han examinado los cuatro modos en que puede Tópicos 30 bis (2006)
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entenderse “causa” (αÒτιον), y de los que deberá hacerse cargo el filósofo de la naturaleza al estudiarla científicamente. Este hecho no es él mismo en absoluto azaroso, puesto que, como ya sabemos, sea a partir de las opiniones comunes, sea a partir de ciertas tesis filosóficas anteriores, la fortuna (τÔχη) y el azar1 (αÎτìµατον) son considerados, precisamente, como causas de muchas cosas (cf. Fís. II 4, 195b31-36)2 . Aristóteles, sobre este punto de partida, intentará mostrar cuáles son los criterios que subyacen a esta atribución causal (es decir, los criterios que permiten identificar un evento como producto del azar) tomándola tal como se presenta fundamentalmente en la concepción prefilosófica, pero también procurará exponer cuál es el sustento ontológico de tal tipo de fenómeno. Podría decirse, en este orden de cosas, que los capítulos de Fís. II 4-6 explicarían, al mismo tiempo, por qué el azar no ha sido incluido en la doctrina de las cuatro causas como una más entre ellas,3 y de qué modo puede a su vez subsumirse bajo alguna de ellas; pues, claro está, si es posible dar cuenta del sentido en que el azar es una causa a partir del marco conceptual que ofrece la teoría de las causas presentada en Fís. II 1
No me ocuparé en este trabajo puntualmente de la diferencia entre estos dos conceptos, y por ello utilizaré en la mayor parte del escrito el término “azar” para referirme al concepto genérico que engloba tanto la τÔχη como lo αÎτìµατον en sentido específico (cf. 197a36-b1). 2 Simplicio apunta en relación a esto que filósofos como Empédocles, Demócrito y Anaxágoras, si bien no tematizaron el azar explícitamente como una causa, se sirvieron del mismo en sus explicaciones (cf. In Phys., 327.16-26), que algunos poetas, por su parte, atribuyen casi todo a la fortuna como causa (Ib. 327.27-28 y s.) y que la mayoría de la gente (οÉ πολλοÐ) le atribuye todo (Ib. 328.5-6). Con respecto al uso filosófico que tiende a atribuirle al azar un papel en la cosmogonía y a negárselo en el ámbito práctico y natural sublunar (Fís. 196a1-7, 196a24-35; Part. Anim. I 1, 641b15-23; cf. Met. I 3, 984b11-18), Aristóteles es tajante en cuanto a la falsedad de dicha tesis (cf. 196a35-b5). 3 Esto no hubiera sido tan descabellado como podría parecer en primera instancia si se considera, como decía más arriba, que en algunas concepciones filosóficas anteriores, el azar constituía una de las causas; tal es el caso por ejemplo de los atomistas (cf. DK 67A11, 68A66, A69, A70, B118), quienes además lo consideraban como idéntico con la necesidad (cf. DK 68A1, A66, A83), e incluso para Platón, que lo considera como una “concausa” (συναÐτιον) respecto del Demiurgo y las Ideas, y reafirma además su identidad con la necesidad (cf. Timeo, esp. 46c-48a, 56c, 69b). En Leyes X, 888e ss., puede encontrarse también, en el marco de la discusión del ateísmo, una exposición sincrética de las teorías presocráticas que postulaban al azar como causa a nivel cosmogónico. Tópicos 30 bis (2006)
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3, se hace con ello razonable el no haberlo contado en ese capítulo como una causa por sí al mismo nivel que las otras cuatro4 . La estrategia explicativa de Aristóteles respecto del azar sería entonces, en cierto modo, reduccionista; aunque esto no implica por sí mismo, no obstante, que él conciba al azar como un fenómeno carente de consistencia ontológica (por ejemplo, al modo de una causa meramente imaginaria, o como una expresión cosmética de la propia ignorancia de las causas de un evento). Así, la primera cuestión que propone investigar Aristóteles al comienzo de Fís. II 4 es cómo encajan la fortuna y el azar en el esquema de las causas mencionadas antes (195b33-34), esquema que involucra no sólo los cuatro modos de entender “causa” (i.e., como forma, como materia, como aquello de donde proviene el principio primero del movimiento, y como aquello ‘con vistas a lo cual’), sino también los modos de enunciar o presentar cada una de estas causas en una proposición causal explicativa. En este punto me interesa concentrarme en este trabajo, es decir, en el peculiar estatus que tendría el azar como causa según la concepción de Aristóteles, y su relación, por lo tanto, con los diferentes tipos de causa presentados en II 3. En vistas de ello dejaré de lado los problemas que atañen a la distinción introducida en Fís. II 6 entre fortuna y azar como sendos tipos de lo azaroso en sentido amplio, los cuales se dan respectivamente en el ámbito de la praxis y por fuera del mismo5 . En cambio, me concentraré más bien en las dos notas, tan fundamentales como difíciles de compatibilizar, que involucra la caracterización del azar en sentido genérico que realiza Aristóteles en Fís. II 5. Me refiero 4 Es importante, en efecto, recordar que los cuatro modos en que puede entenderse “causa” son todos ellos por sí ; cf. Fís. 195a5. 5 La fortuna (τÔχη), en efecto, es un concepto netamente práctico, pues sólo puede darse en y para aquellos agentes que son capaces de elección deliberada (προαÐρεσισ)(197b1-13), mientras que el azar (αÎτìµατον) es aquella forma de lo azaroso que se da por fuera de dicho ámbito, esto es: (i) en los agentes que no son capaces de decisión deliberada (197b14-32) y (ii) en el plano estrictamente natural (sublunar), fundamentalmente en las generaciones naturales espontáneas, cf. 197b32-35; Met. VII 7, 1032a28-32; Gen. Anim. esp. III 11; Ross (1936: 524, ad 197b32-37). Que la fortuna, en su sentido específico, cae bajo el ámbito de estudio de la filosofía práctica, resulta evidente también por el lugar que otorga Aristóteles a la discusión de su relación con la felicidad en la ética: véase esp. EN I 8-11.
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concretamente a la definición del azar como una causa accidental, que se da, al mismo tiempo, en el ámbito de lo que es “con vistas a algo” (éνεκ του), es decir, de lo que está orientado a un cierto fin (cf. Fís. II 5, 196b21-24, 29-31, 197a5-6). En la segunda sección de este trabajo, procuraré explicar en qué consiste para Aristóteles una causa de tipo accidental, lo cual dará la chance de despejar ciertos sobreentendidos sobre ese concepto que surgen, creo, a partir de lo que hoy nos inclinamos a entender a veces como causas accidentales, y permitirá advertir además cuáles son las ventajas sistemáticas de la posición de Aristóteles respecto del problema del azar específicamente. En la tercera sección, me ocuparé de la segunda característica del azar en sentido genérico (i.e., el hecho de que el mismo se da en el ámbito de lo que es o se produce con vistas a un fin), la cual presenta un par de dificultades sobre las que es preciso decir algo: en primer lugar, hay que reconocer que en un número relativamente importante de pasajes,6 el propio Aristóteles presenta tanto a la fortuna como al azar como excluyentes respecto de otros tipos de causa como naturaleza (φÔσισ) y técnica (τèχνη), siendo que estos últimos implican, como causas, un componente teleológico; pero, aún más, en AnPo II 11, 95a8-9 la oposición entre azar y teleología parece ser trazada en términos drásticos y poco elusivos: “nada de lo que es por azar sucede con vistas a algo”7 . A pesar de ello, en nuestro texto de Fís. II 5 —y casi por única vez8 — azar y teleología no sólo no son presentados como mutuamente excluyentes, sino que, por el contrario, el primero parece incluirse en algún sentido en el terreno de la segunda. Y aún más: el darse entre las cosas que son con vistas a algo parece ser, justamente, lo específico o distintivo del azar como causa accidental, i.e. lo que lo distingue de otros tipos de causa
6
Cf. por ej. AnPo II 11, 95a2-9; Met. VII 7, 1032a12-13, 28-30; XII 3, 1070a6-9; Part. Anim. I 1, 640a27-33; Protr. Fr. 11, 5-7 y Fr. 12 (Düring). 7 πä τÔχησ δ'οÎδàν éνεκ του γÐνεται. Cf. Protr., Fr 12, 1: ΤÀν µàν οÞν πä τÔχησ γιγνοµèνων οÎδàν éνεκ του γÐγνεται (“Pues bien, ninguna de las cosas que suceden por azar sucede con vistas a algo”). La traducción de los textos es mía. 8 Cf. además Fís. II 8, 199b18-20. Tópicos 30 bis (2006)
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accidental y le hace merecer un “nombre propio”9 . En segundo lugar, una de las características de aquello que ocurre con vistas a algo es precisamente la regularidad, mientras que una de las notas distintivas de lo accidental consiste en su excepcionalidad10 . Resulta necesario explicar, pues, en qué sentido lo que es (o podría ser) con vistas a algo puede ser al mismo tiempo accidental, i.e., excepcional y atípico. Por último, lo anterior me permitirá proponer una interpretación acerca de qué tipo de causa es el azar, es decir, de qué modo corresponde a una de las causas que se presentan en II 3. En primera instancia, dado que Aristóteles afirma repetidas veces en Fís. II 5 que el azar se da en el ámbito de la finalidad, uno tendería a interpretar que el azar es una causa final accidental (así parece entenderlo, por ej., J. Lennox)11 . Aristóteles, no obstante, en respuesta a este problema, afirma hacia el final de Fís. II 6 que fortuna y azar son causas como aquello de donde proviene el principio del movimiento (198a2-3)12 . Si bien esto último constituye una afirmación palmaria, no es a mi juicio la respuesta completa acerca del tipo de causa y de fenómeno que es el azar: el punto remanente es cómo se combina ello con la insistencia de II 5 sobre la relación entre azar, accidentalidad y finalidad.
2.
El azar es una causa accidental
El capítulo Fís. II 4, o la introducción al tratamiento del azar, está dedicado a la recopilación y discusión de opiniones sostenidas por anteriores filósofos (y en algunos casos probablemente también por la gente común) respecto del azar como causa. Las opiniones parecen dividirse 9
Si se deja de lado esta característica, en efecto, todo lo que nos queda es lo accidental, pero no ya lo azaroso; cf. Ross (1936: 516, ad 196b10-17). 10 Cf. Met. V 30, 1025a14-21; VI 2, 1026b30-33, 36, 1027a8-12, 15-17; XI 8, 1065a13; Fís. II 8, 199b24-25. La fortuna misma también es por lo tanto esencialmente inestable, Fís. II 5, 197a30-31, cf. EN I 10, 1100b4-7. 11 Cf. Lennox (1984: 255-56). 12 Esto viene a responder, en efecto, la pregunta de Fís. II 4, 195b33-34: τÐνα οÞν τρìπον âν τοÔτοισ âστÈ τοØσ αÊτÐοισ τÔχη καÈ τä αÎτìµατον. Cf. Ross (1936: 514, ad 195b33-36). Tópicos 30 bis (2006)
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esquemáticamente13 en dos grandes grupos: por un lado, están quienes niegan que el azar sea causa de cosa o evento alguno (195b36-196a24) y, por el otro quienes, si bien asignan un papel causal al azar, lo restringen sin embargo al plano cosmogónico y lo excluyen del natural sublunar (196a24-b5)14 . Más allá del interés que posee la evidente y radical inversión que la concepción aristotélica del azar operaría sobre este último esquema (en cuanto pasa a restringir el ámbito de intervención del azar a los asuntos prácticos y la naturaleza a nivel sublunar, excluyéndolo en cambio del ámbito cosmológico),15 me interesa reparar aquí en el primer argumento considerado y discutido por Aristóteles, en 195b36-196a7, el cual cuenta en contra de la existencia del azar como causa. La razón en la que este argumento se apoya para concluir que no hay tal cosa como el azar, es que siempre es posible encontrar alguna causa de lo que decimos que se produce por azar. Así, la causa de haberse encontrado en el mercado con quien quería ver es querer ir al mercado a comprar algo; la causa de que uno fuera al lugar en donde le esperaba una muerte violenta es querer salir a tomar agua luego de una cena demasiado condimentada; 13
Además de las que mencionaré, Aristóteles agrega hacia el final del capítulo en unas pocas líneas la opinión que sostiene que el azar es algo oculto al entendimiento humano por ser algo divino (196b5-7). Esta opinión correspondería probablemente a la concepción más popular del azar, cf. infra nota 29. 14 Si bien Aristóteles presenta ambas tesis por separado, y afirma que, según la primera, nada se produce por azar (οÎδàν γ ρ δ γÐγνεσθαι πä τÔχησ φασÐν, 196a1), Simplicio (cf. In Phys., 330.13-20, cf. Ross, 1936: 514, ad 195b36-196a3) atribuye tanto esta tesis como la segunda —combinándolas— a Demócrito, en la medida en que la primera se referiría solamente al ámbito práctico. Hay que reconocer que, además de este testimonio de Simplicio (= DK 68A68), existen ciertos fragmentos que permitirían atribuir una postura semejante, respecto del ámbito práctico, al filósofo de Abdera; cf. por ej. DK 68B118. 15 Una inversión que tendrá a su vez consecuencias de peso en el modo de pensar la relación entre azar y teleología en relación a la tradición precedente. En efecto, una de las razones que, a mi juicio, permiten a Aristóteles no presentar en Fís. II 5-6 al azar y a la teleología como mutuamente excluyentes —una relación que habría quedado así planteada fundamentalmente desde el Timeo de Platón— es el hecho de no tratarlos como principios o fuerzas de orden cosmológico (196b1-4) ni mucho menos cosmogónico —esto último no sólo por las razones de principio expuestas en 198a10-13, sino además porque, como se sabe, Aristóteles defiende la tesis de que el universo es ingenerado (DC I 10-12). Tópicos 30 bis (2006)
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e incluso, la causa de que Colón llegara a América es que partió rumbo a las Indias. Por lo tanto, de ninguno de estos eventos es causa el azar. Más allá de que se podría objetar, en todos estos casos, si realmente lo que se aduce como causa es propiamente causa del resultado mencionado, es interesante notar el supuesto sobre el que se apoya este argumento, a saber: que la existencia de eventos azarosos implicaría la negación de lo que, en términos modernos, llamaríamos el principio de razón suficiente. Dicho de otro modo: el argumento supone que si en verdad hay eventos que suceden por azar, entonces hay eventos que carecen de causa, dado que si es posible señalar una causa para los mismos, ello excluye la posibilidad de que hayan ocurrido por azar. El azar implicaría entonces, si existe, una suerte de agujero causal16 . Aristóteles responde al argumento rechazando por elevación el supuesto sobre el que se apoyan los atomistas como un non sequitur: la posibilidad de señalar algo puntual como causa de un evento determinado no excluye la posibilidad de que ello haya sucedido, no obstante, por azar. Todos opinan, de hecho, que cierto tipo de cosas suceden por azar a pesar de que tienen una causa (196a15-16), y este êνδοξον tiene, a juicio de Aristóteles, algún sustento. Lo que permite a Aristóteles desbrozar una vía de salida de la dicotomía causa-azar, y con ello afirmar al mismo tiempo que hay eventos que suceden por azar y que es posible indicar la causa de cada uno de ellos, es por un lado la distinción entre varios sentidos de causa (asunto que retomaré más adelante) y por el otro el concepto de causa accidental. En efecto, los eventos que ocurren por azar tienen siempre una causa, pero lo peculiar es que se tratará siempre, en estos casos, de una causa accidental. Ahora bien, para comprender 16
Es interesante notar, al margen de la opinión atomista, que el argumento por recurso al principio de razón suficiente (o la ausencia de eventos incausados), es uno de los argumentos esgrimidos por varios autores que han defendido, desde puntos de partida y con matices bien diferentes, tanto la idea de que el azar es una causa meramente imaginaria y carente de consistencia ontológica (“un nombre vacío” como parafrasea Temistio, cf. In Phys. 47.17), como la tesis del determinismo causal. Entre estos filósofos, podemos mencionar, por caso, desde los estoicos —ver esp. Alejandro de Afrodisias en el De Fato 192.8-15 (= Long-Sedley 55N, 11-18 y cf. Ib. vol I., p. 343)— hasta Laplace (1820: vi). Tópicos 30 bis (2006)
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qué significa esto para el caso del azar debemos revisar en qué consisten en general, según Aristóteles, las causas accidentales. Este tipo de causa es presentado en 195a32-b3, dentro de la sección de Fís. II 3 en donde Aristóteles distingue los modos en que las causas pueden darse o enunciarse en una proposición (195a26 ss.); pues bien, uno de los modos de enunciar la causa de algo consiste precisamente en hacerlo mediante una descripción bajo la cual ella resulta meramente accidental respecto de lo causado, o mejor: en cuanto (qua) causa de aquello de lo cual es causa. Tenemos cierta tendencia hoy día a entender bajo “causa accidental” un evento o suceso que ocurre él mismo de modo accidental o incausado y que (se supone) tendrá a su vez una serie de efectos en el mundo. No obstante, para Aristóteles, la causa accidental no constituye una suerte de entidad o potencia salida de la nada que inaugura una cadena causal en una dirección cualquiera (imprevista o imprevisible a partir del estado actual del mundo),17 sino que representa más bien un cierto modo de describir una relación causal dada en una proposición causal, es decir, en una proposición que expresa una relación existente entre un término que se refiere a la causa y otro término que se refiere a aquello de lo cual la causa es causa. La causa accidental, como se verá un poco más claro en seguida, es en todo caso accidental qua causa de determinado efecto, y no accidental a secas. En este punto es preciso detenerse para subrayar una serie de cuestiones.
17
A mi entender, este tipo de esquema trasluce por ejemplo en ciertas interpretaciones de Met. VI 3, otro de los textos —por demás oscuro— en que Aristóteles se ocupa de las causas accidentales y en el que afirma entre otras cosas que la búsqueda de las causas de un determinado evento no puede remontarse al infinito y debe detenerse en algún punto, el cual consistiría, presumiblemente, en una causa de tipo accidental que carece, ella misma, de causa. Me refiero, concretamente, a las interpretaciones que entienden esta causa accidental como “inaugural” en el sentido arriba mencionado, e intentan rastrearla en una decisión producto de la voluntad de un agente, la cual no sería a su vez causada necesariamente por ningún evento antecedente en el mundo sino que sería “espontánea” y permitiría a su vez iniciar nuevas cadenas causales en el mundo (cf. Ross, 1924: lxxx; Madigan, 1984: 129). Esta lectura pasa por alto el punto fundamental que arriba señalo: las causas accidentales son cierto tipo de descripciones de relaciones causales que ya se dan de hecho en el mundo y no eventos o cosas salidas de la nada. Tópicos 30 bis (2006)
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1) Como se deja ver a partir de lo anterior, la distinción entre causa “accidental” y “por sí” se da a nivel explicativo o proposicional. La causa accidental es un cierto modo de describir una relación causal que, bajo otra descripción, es en cambio “por sí”. Así, al decir “el constructor es la causa de la casa” se da la causa por sí de esta última, mientras que “el blanco es la causa de la casa” expresa en cambio la causa accidental; supuesto que el constructor sea además blanco (cf. 196b26-29). Lo mismo vale para aquello que de lo cual la causa es causa (195b6-7) —el efecto18 — lo cual admite también, por supuesto, diferentes descripciones. Aún más, que la relación causal expresada en la proposición sea accidental o por sí depende no sólo de la descripción de la causa sino también y en igual medida de la descripción de lo causado; en efecto, no hay causa a secas, sino siempre causa de algo. En definitiva, en una proposición causal “A es causa de B”, el “es causa de” ha de entenderse en sentido accidental o bien por sí dependiendo de qué ocupe el lugar de A y de B en dicha proposición; lo cual debe combinarse a su vez con uno de los cuatro sentidos principales en los que “causa” puede entenderse. Esto implica que una misma entidad puede ser causa por sí o accidental dependiendo de cómo se describa lo causado:19 en “el cocinero es 18
Prefiero evitar en la medida de lo posible —como el lector advertirá— esta denominación. Por un lado porque, como es sabido, Aristóteles no emplea en griego una palabra equivalente, sino que habla en todo caso de aquello de lo cual la causa es causa, i. e. aquello que la causa viene a explicar; y, por otro lado, porque lo anterior no es una cuestión meramente terminológica: creo que actualmente “efecto” tiene la connotación de un resultado futuro respecto de la causa, y a veces incluso desconocido en el presente en que la causa ocurre, mientras que para Aristóteles el caso típico de relación causal es aquel en el que causa y “efecto” son simultáneos (AnPo II 12, 95a10-14, 22-24) y, aún más, lo causado lejos de ser un resultado incierto es aquello de lo cual se parte en la investigación de las (sus) causas (cf. AnPo II 1, 89b29-31). Véase para este punto Wieland (1972: 52-53). 19 Simplicio entiende también que en estos casos una y la misma acción puede ser causa por sí de una cosa y causa accidental de otra: cavar un pozo es la causa per se de forestar, pero es la causa per accidens de encontrar el tesoro (Simplicio In Phys. 337.19-27); Alejandro de Afrodisias también parece haber sostenido algo semejante (cf. Simplicio In Phys. 343.17-18). Sorabji (1980: 3-25) trata estos casos (que llama “coincidences”), en los que la descripción relevante del ‘efecto’ carece de causa por sí, como casos de un tipo diferente de aquellos en que la causa se enuncia bajo una descripción Tópicos 30 bis (2006)
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la causa de esta sabrosa cena” el cocinero es la causa por sí, mientras que, si la cena es además saludable, “el cocinero es la causa de este alimento saludable” expresa en cambio una relación causal de tipo accidental (pues el arte culinaria tiene por objeto lo agradable, y no lo saludable). En este caso, en efecto, hay cierta descripción de lo causado que carece de una causa por sí, o como dice Aristóteles: que no es alcanzado en cuanto ello mismo, sino en cuanto otra cosa (Met. V 30, 1025a28-29): el alimento saludable es elaborado en cuanto sabroso, se llega a América en cuanto lugar hacia el que no se navegaba (cf. 1025a29-30); y uno va allí donde está quien le debe dinero, pero en cuanto va a ver un espectáculo, o a ver a alguien, etc. (cf. Fís. II 5, 197a15-18). En suma: un proceso culmina en un punto hacia el cual no estaba dirigido; o incluso, para aquellos casos que involucran la dimensión práctica: una acción se realiza bajo una descripción que resulta, a la postre, no ser la más relevante. A este tipo de esquema corresponde justamente el azar como relación causal accidental. Pero dejo esto por un momento. 2) Todo esto no implica que para Aristóteles las causas sean entidades lingüísticas, ni los contextos causales necesariamente intensionales, por más que las causas sean interpretadas como explicaciones. Las causas no dejan de ser cosas reales en el mundo, entidades a las que se apela para dar cuenta de cosas o eventos:20 propiedades, capacidades o potencias, procesos, sustancias, etc.; pero, al mismo tiempo, es cierto que estas causas se expresan en proposiciones, al interior de las cuales pueden aparecer bajo diferentes descripciones. Ahora bien —y este es un punto fundamental— si las causas y las cosas causadas por ellas admiten diferentes descripciones, es porque ellas son parte de entidades comaccidental. La diferencia más saliente, según el autor, es que las “coincidencias” carecen de causa. En todo caso, no considero que haya razones de peso para tratar este tipo de relación causal accidental como diferente de la primera: el propio Aristóteles trata una y otra de modo similar y no traza, hasta donde veo, distinciones de semejante peso entre ellas. La tesis más fuerte de Sorabji, según la cual las “coincidencias” carecende causa por carecer de explicación, ha sido harto discutida por los intérpretes, y el espíritu general de esta sección se aparta de ella, aunque en el apartado final se verá que en cierto sentido (más concretamente, para uno de los sentidos de “causa”) Sorabji está en lo cierto. 20 Freeland (1991: 52) sostiene en este sentido que Aristóteles es un realista explicativo; Moravcsik (1991: 31-32) habla de una teoría correspondentista de las explicaciones. Tópicos 30 bis (2006)
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plejas, esto es: compuestos en los que coinciden infinitos predicados en una sustancia (196b28-29)21 . Dicho de otro modo, la base ontológica que posibilita y hace verdaderas las múltiples descripciones de causa y efecto en las proposiciones causales es la existencia de unidades accidentales. De aquí se sigue, a mi juicio, que la posibilidad de realizar infinitas descripciones de una relación causal no resulta incompatible con la extensionalidad de los contextos causales en Aristóteles. En las proposiciones causales aristotélicas, en efecto, las diferentes descripciones de causa y efecto son, en cierto sentido, correferenciales, pues se refieren siempre a una misma unidad (accidental), que es la que aglutina las diversas entidades que se mencionan cada vez en las diferentes descripciones22 . Y además, fundamentalmente, estas descripciones correferenciales son sustituibles en dichas proposiciones sin alterar el valor de verdad de las mismas, sino sólo el alcance con que “causa” debe entenderse. “El escultor es la causa de la estatua” es tan verdadero como “Policleto es la causa de la estatua”, dado que Policleto es justamente el escultor; sólo que lo primero es verdadero no sólo en este caso particular sino además siempre o la mayoría de las veces, y lo segundo sólo en este caso particular23 . Pero volveré a esto último un poco más abajo. Por ahora, conviene subrayar una vez más que la causa accidental o por accidente 21
De allí que las causas accidentales pueden ser infinitas en número (197a15-17). Si bien estoy de acuerdo con Freeland (1991: 54) en que, por caso, “Policleto”, “el hombre” y “el escultor” no son estrictamente correferenciales, pues constituyen, para Aristóteles diferentes entidades, considero sin embargo que no puede dejar de reconocerse que son correferenciales en cierto modo, justamente por estar todas estas entidades aglutinadas en una unidad que supone, además, una entidad sustancial como sustrato (cf. Met. V 6, 1015b16-34 y Ross, 1924 I: 301, ad loc.). Si la ausencia de correferencialidad fuera absoluta, no podría decirse siquiera con verdad que Policleto es causa accidental de la estatua, sino que daría lo mismo decir que un caballo lo es. 23 El concepto de causa en Aristóteles no parece requerir, en efecto, la existencia de una ley universal o englobante de la cual la proposición causal particular sea una instancia. Este último requisito es, por el contrario, más bien propio de lo que usualmente se considera la concepción humeana de la causalidad (en Aristóteles por el contrario no hay indicaciones claras de que el concepto de causalidad implique el de ley, ni que las explicaciones sean nomológico deductivas). De aquí se sigue que para Aristóteles el concepto mismo de explicación (si se considera equivalente al de causa) no tiene por qué restringirse al ámbito estrictamente científico en donde sólo son admisibles propo22
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no es menos “real” que la causa por sí, y que la proposición en que se expresa es una proposición causal verdadera: baste recordar que el accidente es “aquello que se da en algo y su enunciación es verdadera, pero, desde luego, ni necesariamente ni la mayoría de las veces”24 . 3) Es importante acentuar que de lo expuesto se sigue que la causa accidental es accidental en cuanto causa de determinado efecto. La cualificación es fundamental, y es necesario insistir lo suficiente en ella para evitar el riesgo de confusiones conceptuales muy a la mano y que desvían irremediablemente la comprensión del planteo aristotélico. Me refiero al riesgo de tomar la causa accidental como equivalente al accidente en sentido ontológico, es decir, identificar la distinción entre las causas por sí (o causas en sentido propio) y las causas accidentales con la distinción categorial entre sustancia y accidentes. Lejos de ello, una entidad que pertenece a una categoría accidental puede bien funcionar, según el caso, como causa accidental o bien como causa por sí; y una sustancia puede, así mismo, ser una causa accidental. Lo relevante en estos casos es más bien, como he intentado mostrar, la relación que guarda la entidad mencionada como causa con la entidad mencionada como lo causado en la proposición. Es en función de esa relación que el calificativo “accidental” (κατ συµβεβηκìσ) se aplica en este tipo de contexto, y es por eso que en este caso vale decir que a aquello que constituye la causa propia o por sí, le acaece accidentalmente ser además infinitas cosas que, respecto de su carácter de causa de una determinada cosa o evento, resultan accidentales (cf. 196b28-29, 195a34-35). 4) Quisiera reparar, brevemente, en ciertos aspectos de la diferencia entre la causa por sí y la causa accidental. Por lo que hemos visto, conviene no apoyarse linealmente en la diferencia categorial sustanciaaccidente para atacar este problema; en cambio, una forma posible de encararlo es preguntarse en cada caso de qué modo lo mencionado como causa (A) en la proposición resulta explicativo respecto de lo que se menciona como causado por ella (B), i.e. qué alcance tiene la relasiciones explicativas necesarias o generalmente verdaderas (±σ âπÈ τä πολÔ); para este último punto véase también Everson (1988: 53-56). 24 Met. V 30, 1025a14-15; el subrayado es mío. Tópicos 30 bis (2006)
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ción causal explicativa entre A y B. En esta línea, Kirwan (1993: 182) sostiene que la causa por sí es “self-explanatory” respecto de lo causado; Sorabji (1980: 11) por su parte traduce esta distinción entre ambos tipos de causa-explicación en términos de lo que es directa o indirectamente explicativo respecto de lo causado25 . Ambos autores apuntan al hecho de que, cuando se enuncia la causa por sí de algo, no es necesario apelar a ninguna otra cosa para aprehenderla como causa de lo causado: ella lo explica por sí misma26 . El escultor es causa de la estatua, porque el arte de esculpir es, desde un punto de vista conceptual y por naturaleza (cf. 1027a1-2), la potencia o capacidad de producir el tipo de cosa que son las estatuas; y, por lo tanto, si alguien produce una estatua lo hace necesariamente en cuanto (qua) escultor, sean cuales fueren sus demás atributos. La causa accidental, en cambio, no es explicativa en este sentido autosuficiente o directo respecto de lo causado, sino en un sentido indirecto y aparentemente restringido. ¿En qué consiste esta restricción? La respuesta que se suele dar es la siguiente: en “Policleto es causa de la estatua”, Policleto sólo explica la producción de la estatua en la medida en que él es escultor (y esto último, a su vez, ya explica por sí mismo la estatua),27 de modo que la causa accidental explica lo causado en la medida en que se apoya, por así decir, en la causa por sí; pero —y este es un punto importante— no todo escultor es Policleto, sino que meramente se da el caso particular de que éste lo es, i.e. ocurre accidentalmente que el escultor es Policleto (195a34-35). Podría decirse, a partir de esto, que la causa por sí es explicativa respecto de lo causado independientemente del contexto: la proposición causal que expresa una 25
Como he mencionado antes, este autor no considera sin embargo que en el caso del azar y en general de lo que llama “coincidencias” haya siquiera explicación indirecta (i.e. causa accidental), cf. supra nota 19. 26 Para otro modo de entender la diferencia entre estos dos tipos de causa, véase D. Frede (1992) quien interpreta la diferencia entre lo que es accidental y por sí en términos de lo que cae dentro o fuera de la determinación teleológica; cf. en la misma línea Natali (1999). 27 Cf. Sorabji (1980: 11). Del mismo modo podría decirse (aunque Sorabji no estaría de acuerdo con esto) que el haber querido ir al mercado para ver a alguien explica por qué tal persona ha encontrado a su deudor, en la medida en que explica (por sí mismo) por qué fue al mercado, en donde accidentalmente se encontraba su deudor. Tópicos 30 bis (2006)
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causa por sí es verdadera en todos o casi todos los contextos de uso (i.e. siempre o la mayoría de las veces)28 . En cambio, la causa accidental (y el azar por lo tanto) remite siempre a un contexto determinado, es decir: se trata de una proposición causal que involucra una descripción tal de la causa y de lo causado que resulta explicativa sólo en cierto contexto de uso. En otras palabras, se trata de una proposición que es verdadera en el caso particular, pero no siempre ni la mayoría de las veces. Policleto es la causa de la estatua en este caso, pero no en todos, y esto porque en este caso el escultor resulta ser Policleto. Nuevamente, la diferencia entre causa accidental y causa por sí no es una que apunte a distinguir entre una causa más verdadera o más real que otra, sino más bien entre dos descripciones de una relación causal que aportan explicaciones de diferente alcance: una con alcance científico, verdadera para todos o casi todos los contextos, en cuanto rescata lo que hay de esencial en la relación causal, y la otra verdadera sólo para el caso particular. 5) Para terminar esta sección, conviene revisar qué implica lo dicho hasta aquí para el problema del azar, dado que aquel es un cierto tipo de causa accidental. En primer lugar, entender el azar como una causa accidental implica “descosificarlo”, si se interpretan las causas accidentales como cierto tipo de relaciones causales. Así pues, fortuna y azar no son causas en el sentido de fuerzas o potencias causales cósmicas (como parecen sugerir anteriores filósofos) ni que produzcan efectos “desde bambalinas” en el curso de los acontecimientos humanos (como podría sugerir la concepción vulgar del azar que llega incluso a personificarlo),29 y por ello, además, es que la existencia del azar no resulta incompatible con la posibilidad de señalar una causa determinada de lo ocurrido en 28
Esto es coherente con la tesis aristotélica de que la ciencia demostrativa se ocupa de las causas por sí y no de las causas accidentales, puesto que ella tiene que ver con verdades necesarias o generales (±σ âπÈ τä πολÔ). Annas (1982: 322-23) y Charles (1984: 48-49) interpretan en efecto la causa por sí de Fís. II como aquella descripción que puede funcionar como término medio de un silogismo demostrativo. 29 Cf. 196b5-7, pasaje que según Simplicio refiere justamente a la opinión común del vulgo en Grecia, incluso en tiempos anteriores a Aristóteles, y que se manifiesta en el culto a ΤÔχη como una divinidad (Simplicio, In Phys., 333.5-17; cf. Ib. 360.27-361.1 sobre las tradiciones y representaciones populares de la diosa). Tópicos 30 bis (2006)
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cada caso particular, por más que se trate de una causa accidental. En segundo lugar, es importante notar que a diferencia de lo que hoy día se tiende a concebir por “azar”, éste no es para Aristóteles, de acuerdo al planteo de Fís. II 4-6, aquel estado de cosas cuyo resultado futuro no puede conocerse con certeza —por los motivos que fuere—, sino que azaroso es más bien aquel resultado ya alcanzado de hecho, pero que es inexplicable desde el punto de vista científico o tipológico; dicho de otro modo: es aquel evento que carece de causa por sí y sólo tiene causas accidentales, lo cual implica tanto como decir que ellas valen (como causas de ese resultado) sólo en el caso particular, pero que, consideradas desde un punto de vista tipológico, son potencialmente infinitas (y de allí que sean calificadas como “indeterminadas” [ ìριστον])30 . En tercer lugar, puesto que en el fenómeno del azar lo peculiar parece ser que no hay causa por sí del efecto bajo su descripción más relevante, cabe preguntarse, de entre las infinitas descripciones posibles que admite el efecto, qué es lo que hace a una descripción relevante y no a otra, como para preguntar por su causa. Pues bien, la respuesta a este último interrogante se halla, a mi entender, en la segunda nota definitoria del azar, i.e., el darse en el ámbito de lo que es con vistas a algo.
3.
Azar y teleología
La relación entre azar y teleología, problemática como es, ha sido interpretada de diferentes maneras por los estudiosos de Aristóteles; desde quienes entienden que se trata de una oposición tajante (una interpretación que en general va asociada con la idea de que la teleología es un principio de alcance cosmológico, y que ha sido defendida en los comienzos del siglo pasado sobre todo),31 hasta quienes consideran que 30
Cf. Fís. II 5, 196b27-28, 197a20-21; Met. V 30, 1025a24-25; VI 4, 1027b33-34; XI 8, 1065a25; APr I 13, 32b4-11; Protr. Fr. 12, 11. Hasta donde entiendo, la calificación de “indeterminadas” se predica de las causas accidentales sólo como tipo, y no distributivamente. 31 Loening (1903: 155-56 n. 57, 160-61); A. Mansion (1913: 179-188); Zeller (1921: 330 ss., 427 ss.). Cf. supra nota 15. Para una lúcida e instructiva crítica a este tipo de lecturas, véase Wieland (1962: 255-59). Tópicos 30 bis (2006)
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azar y teleología se encuentran estrechamente ligados, interpretación que goza hoy día de mayor aceptación, pero que ofrece a su vez variantes y matices. Lo que propondré aquí es una interpretación en esta segunda línea, es decir, que intenta buscar los puntos de contacto entre azar y teleología32 . Retomando el último punto del apartado anterior, podemos preguntarnos qué es lo que hace que la acción relatada en el ejemplo de Fís. II 5 (196b33 ss.) sea descripta como “toparse con quien le debe dinero”, lo cual carece de una causa por sí, y no como, simplemente, “ir a, o estar en, el mercado”. O incluso, por qué la misma acción no se describe como “llegar a las 15:30 al mismo lugar por el que pasó Sócrates ayer”, lo cual, de hecho, carece también de causa por sí, y sin embargo no calificaríamos como azaroso a primera vista. Piénsese incluso en la posibilidad hipotética de que nuestro personaje simplemente pasara de largo al lado de su deudor (sin dejar de verlo) al no reconocer la situación como una oportunidad de recobrar su dinero. ¿Contaría éste de todos modos como un caso de azar? A mi juicio, la respuesta es “no”. No apunto con esto a que la descripción relevante dependa de lo que uno u otro sujeto particular reconoce como relevante: más bien, para advertir qué es lo que hace relevante a una descripción particular del proceso en cuestión y no a otra, hay que prestar atención a la segunda característica general del azar según la definición de Aristóteles, esto es: el darse en el ámbito de lo que es con vistas a algo. Si el resultado del proceso es relevante bajo cierta descripción, es porque esa descripción corresponde a algo que podría haber sido objeto de elección (προαÐρεσισ) o a algo que podría haber ocurrido por naturaleza (cf. Fís. II 5, 196b21-22). A estas dos cau32
Dentro de esta segunda línea de interpretación, la lectura que expondré a continuación va, fundamentalmente, en la misma senda que las de Wieland (1962), Lennox (1984), en cierto modo Charlton (1992) y Simplicio. Lo que tienen en común estas lecturas es que consideran que el punto de contacto entre azar y teleología debe buscarse en el resultado del proceso azaroso. De manera un tanto diferente lo entiende Boeri (1995), quien está más bien de acuerdo con Porfirio (según Simplicio, In Phys., 336.27-29, cf. Lennox, 1984: 251-254) en poner el acento de la relación entre azar y teleología en el hecho de que la acción que desemboca en un resultado azaroso era ella misma con vistas a algún fin (diferente del alcanzado de hecho). Tópicos 30 bis (2006)
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sas habría que agregar aun lo que podría haber sido producido mediante la técnica. Todas estas son causas, precisamente, de procesos teleológicamente orientados, procesos en los cuales el principio del movimiento que les da origen conlleva una determinación o componente formal-final que, como causa, lo orienta en determinado sentido e impone un cierto orden de antero-posterioridad en la sucesión de sus etapas (cf. Fís. II 8, 199a8-20)33 . Pero volveré a esto en seguida. El resultado del proceso azaroso es entonces, bajo su descripción relevante, el tipo de cosa que constituye normalmente la causa final de un proceso, y sin embargo, en el caso puntual del azar, es alcanzado sin constituir la causa (final) del proceso que le dio lugar: lejos de ello, el resultado parece apoyarse en un proceso que no estaba dirigido a él, ni fue causado por él como fin. La distinción que aquí se perfila y que resulta decisiva para entender este texto de la Física —como ha mostrado Ross (1936: 518) y más recientemente Lennox (1984)— es la que existe entre el fin (o ‘aquello con vistas a lo cual’) como resultado de un proceso y causa del mismo, y el fin como mero resultado de un proceso pero sin valor causal respecto del mismo. El proceso azaroso, por lo dicho, no puede ser explicado (ni siquiera de modo accidental ) a partir de este resultado34 . Ahora bien, si esto es así, ¿por qué razón afirma de todos modos Aristóteles que el azar se da en el ámbito de lo que es con vistas a algo? Hay que dar, en principio, dos respuestas a esta pregunta: una de orden terminológico, y una de orden sistemático. En el plano terminológico, lo cierto es que Aristóteles usa las mismas expresiones para referirse a lo genuinamente teleológico y a lo aparentemente teleológico, y al resultado alcanzado de hecho y a la causa final (a saber, respectivamente: éνεκ του y τèλοσ). Esto no significa que se trata aquí de una ambigüedad meramente accidental, pero permite interpretar al menos coherentemente un conjunto de pasajes de Fís. II 5 que de otro modo resultan abiertamente contradictorios35 . En definitiva, lo 33
Sobre la relación estrecha entre la causa final y el orden en la sucesión de las etapas del proceso causado por ella, véase Charles (1991). 34 Cf. Lennox (1982: 238). 35 Cf. por ejemplo, 196b34-36, en donde Aristóteles pasa de un sentido al otro de la expresión éνεκ του en espacio de apenas tres o cuatro líneas: οÙον éνεκα τοÜ Tópicos 30 bis (2006)
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que esta distinción de sentidos implica es que cuando Aristóteles dice que el azar se da en el ámbito de lo que es con vistas a algo, no está usando esta última expresión en su sentido más restringido y estricto, sino en el sentido más amplio de aquello que es y también aquello que podría ser con vistas a un fin, es decir, en un sentido que incluye tanto los resultados que poseen y los que no poseen valor causal. Ahora bien, más allá de estas cuestiones terminológicas, si el azar constituye un caso de teleología aparente y no genuina, no es menos cierto que la apariencia de finalidad sólo puede darse en un ámbito en el cual se dé también al mismo tiempo (y típicamente) la genuina finalidad; en otras palabras, la apariencia de finalidad sólo puede darse allí donde sería esperable una cierta finalidad, o en términos aristotélicos: en el ámbito de lo que es “con vistas a algo”. Viendo esto mismo desde el punto de vista de la causalidad podría decirse lo anterior del siguiente modo: si bien es cierto que azar y finalidad se excluyen mutuamente como causas,36 esto sólo puede sostenerse para las cosas o eventos en cuanto individuales, i.e. dado un evento o una cosa particular, ello sólo pudo haber sido causado (a) con vistas al resultado que se alcanzó de hecho o bien (b ) por azar, pero no por ambas causas: este individuo se encontró con su deudor (a) a partir de su elección o (b ) por azar, pero no por ambas causas. Si nos situamos en cambio en el plano tipológico y no particular, hay que sostener exactamente lo contrario: hay ciertos tipos de eventos y de cosas que pueden ser producidos tanto con vistas a un fin como por azar (el tipo de evento consistente en encontrarse con πολαβεØν τä ργÔριον ªλθεν ν κοµιζοµèνου τäν êρανον, εÊ ¢ùδει; ªλθε δ' οÎ τοÔτου éνεκα, λλ συνèβη αÎτÀú âλθεØν, καÈ ποι¨σαι τοÜτο τοÜ κοµÐσασθαι éνεκα; (“Por ejemplo, uno habría ido hal mercadoi para [sc. por causa de] recobrar su dinero, en el momento en que su deudor obtendría un pago, si hubiera sabido hesto últimoi; pero no fue para esto, sino que sucedió que fue, y que lo hizo para [sc. con el resultado de] recobrar hel dineroi.”). En 197a1-2, y siguiendo con el mismo ejemplo del mercado, encontramos τèλοσ en un sentido no causal: êστι δà τä τèλοσ, κοµιδ , οÎ τÀν âν αÎτÀú, λλ τÀν προαιρετÀν καÈ πä διανοÐασ; (“Y el fin, recobrar hsu dineroi, no está entre las causas hpresentesi en él hpara ir al mercadoi, pero es una de las cosas elegibles y que son a partir de un propósito”). 36 Cf. supra en la nota 6 los pasajes en donde Aristóteles en efecto establece esta oposición en términos excluyentes. Tópicos 30 bis (2006)
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quien le debe plata puede darse tanto por elección como por azar), i.e. desde este punto de vista, azar y finalidad no sólo no se excluyen, sino que comparten el mismo ámbito. La compatibilidad de azar y finalidad, entonces, debe entenderse a mi juicio desde un punto de vista tipológico, el cual a su vez no está desconectado de su exclusión mutua desde el punto de vista particular: muy lejos de ello, lo primero constituye más bien la condición de esta oposición excluyente.
4.
A modo de conclusión
Para concluir, si lo anterior es correcto y el azar constituye una suerte de teleología aparente pero no real, hay que dar entonces la razón a Sorabji37 en cierto sentido: lo que ocurre por azar, o como dice Sorabji, las “coincidencias”, carecen de causa si “causa” se entiende como ‘aquello con vistas a lo cual’, o el fin. Pero, dado que “causa” se entiende en más de un sentido, Aristóteles puede sostener al mismo tiempo que lo que ocurre por azar carece de causa (i.e. final) y que tiene una causa (i.e. como aquello de donde proviene el principio del movimiento) que es a su vez accidental, con lo cual nuestro filósofo está en condiciones de reconocer la existencia del azar sin negar por ello que todo lo que ocurre tiene una causa, dando por tierra anticipadamente con algunos argumentos deterministas en contra de la existencia del azar38 . Por su parte, el carácter accidental de la llamada causa eficiente en el caso del azar parece consistir, precisamente, en que ella no está orientada originalmente por un fin correspondiente al resultado que de hecho se obtiene al cabo de proceso: es por eso que el resultado (bajo su descripción más relevante) se encuentra en una relación causal accidental con el principio del movimiento que lo produjo en el caso particular. En los casos normales, en cambio, la causa como aquello de donde proviene el principio del movimiento y la causa como forma y como fin, coinciden o son una (Fís. II 7, 198a24-26); esto es: la causa eficiente comporta una determinación formal-final (cf. Ib. III 2, 202a9-12) que es la causa de que 37 38
Cf. supra nota 19. Cf. supra nota 16.
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el proceso iniciado por ella siga un determinado orden y esté direccionado de cierto modo y no de otro39 . Esto vale tanto para la generación de los seres naturales40 como en el caso de lo que se produce por causa de la técnica,41 e incluso en el caso de la praxis: la elección (προαÐρεσισ), como aquello de donde proviene el principio del movimiento que da lugar a la acción implica necesariamente un componente final, pues, como determinación de los medios, tiene lugar y se encuentra orientada siempre a partir de un fin deseado (cf. EN VI 2, 1139a31-33). Puede pensarse, en tal medida, que el azar —sea en el ámbito natural, en el de la técnica o en el de la praxis— es un fenómeno en el cual la causa en el sentido de ‘aquello de donde proviene el principio del movimiento’ es accidental porque carece de la determinación causal formal-final correspondiente al resultado del proceso: en el azar hay un desfase entre aquello que determina formal-finalmente al motor de un proceso y el resultado de ese proceso42 . En definitiva, la respuesta a la pregunta por el modo en que el azar encaja en el esquema de las causas de Fís. II 3 es, sin duda, que el mismo es una causa accidental en el sentido de aquello de donde proviene el principio del movimiento (Fís. II 6, 198a2-3). Ahora bien, respecto de la pregunta acerca de qué es el azar (y no ya sólo qué tipo de causa es), lo anterior constituye sólo la mitad de la respuesta. En efecto, el azar posee también un aspecto no causal, y en esto consiste la segunda parte de su definición: el emular aquello que es con vistas a un fin, sin ser no obstante una genuina causa final. Este aspecto del azar, su carácter de finalidad aparente, no refleja ya su naturaleza en cuanto causa, y en tal sentido permanece irreductible al esquema de Fís. II 3. 39
Esto es lo que explica que los seres vivos se generen en cada caso a partir de un homónimo (Met. VII 7, 1034a22-23, cf. Fís. II 7, 198a26-27). 40 Cf. Gen. Anim. I 20, 729a9-10. 41 Cf. Met. VII 7, 1032a32 ss., VII 9, 1034a21-26; Gen. Anim. II 4, 740b25-29. 42 Esto puede verse ilustrado claramente en lo que estipula Aristóteles respecto de las técnicas o artes y el azar: puede haber azar sólo en las técnicas que operan sobre una materia capaz de moverse de modo determinado a partir de un principio interno, cf. Met. VII 9, 1034a9-21; cf. AnPo II 11, 95a3-6. Esto es: allí donde la materia es capaz de moverse a partir de otro motor diferente de la técnica, pero produciendo el mismo resultado que ella, allí es posible el azar. Tópicos 30 bis (2006)
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G ABRIELA ROSSI
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A RISTÓTELES Y LA INFINITUD EXTENSIVA DEL TIEMPO (Fís. IV 13, 222a28-b7) Alejandro G. Vigo Pontificia Universidad Católica de Chile avigo@puc.cl Abstract This essay focuses on the brief but significant passage of Physics IV 13, 222a28-b7, where Aristotle provides two arguments in favor of the extensive infinitude of time. The first one, Vigo argues, presents its extensive infinitude as depending on infinitude of movement. By contrast, the second argument proceeds immanently out of the consideration of the properties the ‘now’ possesses as being a limit that accounts for both the possibility of limitation (divisibility) and the continuity of time. The paper also explores some systematic consequences of this last argument and attempts to figure out some puzzles it involves from the methodological point of view. Such difficulties underline some structural limits of Aristotle’s attempt to perform a re(con)ductive treatment of the properties of time regarded as a way of continuum dependent of other two more basic domains: movement and spatially extensive magnitude. Key words: Aristotle, Physics, time, infinitude, movement.
Resumen Este ensayo se centra en un breve pero significativo pasaje de Física, IV 13, 222a28-b7, en el que Aristóteles provee dos argumentos a favor de la infinitud extensiva del tiempo. El primero, argumenta Vigo, presenta su infinitud extensiva como dependiente de la infinitud del movimiento. El segundo argumento, en cambio, procede inmanentemente a partir de la consideración de las propiedades que el ‘ahora’ posee como límite que da cuenta tanto de la posibilidad de la delimitación (divisibilidad) como de la continuidad del tiempo. El artículo también examina algunas consecuencias sistemáticas de este último argumento e intenta aclarar algunos acertijos que involucra desde el punto de vista metodológico. Tales dificultades subrayan algunos límites estructurales del intento de Aristóteles por llevar a cabo un tratamiento re(con)ductivo de las propiedades del tiempo consideradas como un modo del continuum dependiente de otros dos dominios más básicos: el movimiento y la magnitud espacialmente extensa. Palabras clave: Aristóteles, Física, tiempo, infinitud, movimiento. *
Recibido: 18-11-05. Aceptado: 14-03-06. Tópicos 30 bis (2006), 171-205
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I En un importante pasaje de Fís. IV 13 Aristóteles (Ar.) intenta hacer plausible la tesis de que el tiempo no puede tener un fin, de modo que debe ser concebido como infinitamente extenso. En tal sentido, el tiempo poseería necesariamente la propiedad de la infinitud extensiva, la cual debe ser distinguida nítidamente de otra forma de infinitud que también le pertenece estructuralmente, a saber: la infinitud intensiva, en el sentido preciso de la infinita divisibilidad 1 . El pasaje mencionado de IV 13, que divido en dos partes con vistas a la posterior discusión, reza como sigue: 1) Y si no hay ningún tiempo que no sea alguna vez (ποτè), hentoncesi todo tiempo será limitado (πεπερασµèνον). Pero, entonces, ¿habrá acaso de detenerse? ¿O bien no, si es que siempre hay movimiento? Y, en tal caso, ¿hel tiempoi es siempre distinto o el mismo muchas veces? Es evidente que tal como es el movimiento, así también es el tiempo. En efecto, si hel movimientoi resulta alguna vez ser uno y el mismo, hentoncesi también el tiempo será uno y el mismo, pero si no, no. 2) Y puesto que el ‘ahora’ (τä νÜν) es final (τελευτ ) y principio ( ρχ ) del tiempo, aunque no del mismo, sino final del htiempoi pasado y principio del futuro, hel tiempoi estaría en situación comparable a la del círculo, del cual la convexidad y la concavidad están, en cierto modo, en la misma cosa. Del mismo modo, también el tiempo está siempre en un principio y final (âν ρχ¨ù καÈ τελευτ¨ù). Y por eso parece ser siempre diferente, pues el ‘ahora’ no es principio y final del mismo htiempoi, ya que 1
Es esta segunda forma de infinitud, es decir, la infinitud intensiva, la que ocupa el centro de la atención en el tratado del infinito ( πειρον) de Fís. III 4-8. Hay importantes razones sistemáticas que explican este hecho, y me referiré a ellas más adelante. Para la caracterización del tiempo como intensivamente infinito, es decir, como infinitamente divisible, véase p. ej. III 4, 203b16-17; III 6, 206a22-25; 206a25-27; 206a33-b3; III 8, 208a19-21. Tópicos 30 bis (2006)
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hen tal casoi sería simultáneamente y en el mismo sentido cosas opuestas. En definitiva, el tiempo no se detendrá, pues está siempre en un principio (222a28-b7)2 . El pasaje reviste interés no sólo desde el punto de vista del contenido, sino también, y muy especialmente, desde el punto de vista metodológico. Ar. provee dos argumentos en favor de la infinitud extensiva del tiempo, que denominaré de ahora en adelante los argumentos A y B, los cuales no sólo presentan una estructura diferente, sino que, además, revelan, desde el punto de vista metodológico, una orientación básica divergente e, incluso, opuesta. Consideremos primero algo más de cerca ambos argumentos, a fin de caracterizar de modo más preciso la mencionada diferencia en su respectiva orientación de base. De este modo, quedará también claro en qué medida uno de los dos argumentos, el B, presenta también ciertas dificultades, dentro del marco de la concepción de conjunto desarrollada en Fís. IV 10-14. II El contexto en el que se inserta el pasaje citado viene dado por una discusión del significado de la expresión ‘alguna vez’ (ποτè). Según 222a24-25, ‘alguna vez’ designa un tiempo delimitado por referencia al ‘ahora’, tomado éste en su sentido primario, que refiere al instante inextenso que opera, a la vez, como factor de continuidad (συνèχεια) y como límite (πèρασ) entre pasado y futuro3 . Tal caracterización del significado de ‘alguna vez’ apunta, pues, a una posible (de)limitación del 2
La traducción, que sigue el texto de Ross, está tomada de Vigo (1995), con leves modificaciones. 3 Como observa acertadamente Ross (1936) S. 609 ad loc., la expresión πρäσ τä πρìτερον νÜν en 222a25 refiere a la significación primaria de νÜν, tal como ésta queda fijada en 222a10-20. Los ejemplos introducidos en 222a26 (vgr. la captura de Troya y un hipotético diluvio universal, respectivamente) muestran que la expresión ποτè se emplea básicamente con la misma significación, en referencia tanto al pasado como al futuro. En esto el caso de la expresión ποτè se diferencia del de otras importantes expresiones temporales, tales como πρìτερον y Õστερον (cf. Fís. IV 14, 223a9-13; véase también Met. V 11, 1018b15-19). Tópicos 30 bis (2006)
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tiempo por referencia al ‘ahora’ (cf. 222a15: ±ρισµèνοσ). Si a ello se añade que de todo tiempo puede decirse que es alguna vez, se seguirá entonces, tal como Ar. lo establece en la sección 1) del texto, que al decir que algo ocurre ‘alguna vez’ se está implicando necesariamente que el tiempo comprendido entre el ‘ahora’ y el instante (o lapso) indicado por medio de la expresión ‘alguna vez’ debe considerarse siempre como limitado, es decir, como extensivamente finito (cf. 225b28). Dicho de otro modo: para cualquier instante (o lapso) pasado o futuro que pueda ser señalizado por medio de la expresión ‘alguna vez’, la distancia que lo separa del ‘ahora’ corresponderá siempre a una extensión temporal limitada, que podrá ser medida y expresada por una cantidad finita, no importa cuán grande sea, de aquellos lapsos o segmentos temporales que se empleen, en cada caso, como unidad de medida. Y dado que ‘alguna vez’ debe poder ser predicado de todo tiempo sin excepción, se sigue entonces que toda extensión temporal dada, en la medida en que queda siempre comprendida entre un ‘ahora’ y un ‘alguna vez’, será necesariamente limitada, es decir, extensivamente finita4 . Dada tal conclusión, Ar. intenta en 222a28-b7 prevenir dos posibles interpretaciones que tergiversarían su verdadero alcance y conducirían a resultados incompatibles con su propia concepción del tiempo. La primera interpretación consistiría en afirmar que si toda extensión temporal dada debe considerarse como limitada o extensivamente finita, entonces también el tiempo mismo, considerado como un todo, debe necesariamente ser finito y tener, por tanto, un final. Por su parte, la segunda interpretación sostendría, sobre la misma base, que la única salida para evitar la consecuencia de que el tiempo debe tener un final consistiría en asumir una representación cíclica del tiempo, que admita la posibilidad
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Simplicio, In Phys. 750, 10-22 confirma que el objetivo de la argumentación de Ar. consiste en poner de relieve que todo lapso o segmento temporal debe pensarse necesariamente como limitado o extensivamente finito. Cf. esp. 750, 21-22: εÊ οÞν π σ χρìνοσ ποτè, π σ δà å ποτà ¹ρισται . . . , π σ χρìνοσ ¹ρισται. Véase también Temistio, In Phys. 158, 8-9: εÊ δ π σ å λαµβανìµενοσ χρìνοσ τä ποτà κατηγοροÔµενον êχει, π σ å λαµβανìµενοσ ¹ρισται. Tópicos 30 bis (2006)
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de la (eterna) recurrencia de uno y el mismo tiempo5 . La argumentación desarrollada en la líneas 222a28-b7 apunta, pues, como un todo, a poner de manifiesto la incorrección de tales posibles interpretaciones. Lamentablemente, lo apretado del desarrollo de ideas no siempre deja ver con claridad cuál de ellas tiene en vista Ar. en cada caso. Por lo que aquí interesa, se puede dejar de lado, sin embargo, la cuestión relativa a la posibilidad de una representación cíclica del tiempo6 . Contra la primera interpretación mencionada, es decir, la que sostiene que el tiempo necesariamente debe tener un final, Ar. presenta, como se anticipó ya, dos argumentos, el A y el B, que están contenidos, respectivamente, en las secciones 1) y 2) del texto citado. El argumento A no está desarrollado de modo expreso, sino que debe ser extraído de la pregunta disyuntiva “Pero entonces, ¿habrá acaso de detenerse? ¿O bien no, si es que siempre hay movimiento?”, contenida en 222a29-30. Aquí la referencia a la posibilidad de que el movimiento dure eternamente (αÊεÈ êστι), y nunca se detenga, sugiere la existencia de una relación de fundamentación entre la infinitud extensiva del tiempo, por un lado, y la del movimiento, por el otro. Según esto, el tiempo sólo sería o podría ser extensivamente infinito, en la medida en que también lo fuera o pudiera ser el movimiento. Con esto, por cierto, no se ha dicho todavía que el tiempo es extensivamente infinito. Para poder afirmar con derecho esto último, Ar. necesita disponer previamente de un argumento independiente, que permita probar la infinitud extensiva del movimiento. Y, como es sabido, en un contexto diferente Ar. desarrolla, efectivamente, una compleja 5 La expresión ‘uno y el mismo tiempo’ está tomada aquí en el sentido estricto, que se basa en el concepto de identidad numérica, por oposición a la mera identidad específica. Para la distinción de ambos tipos de identidad, véase la discusión de ambos significados de ‘mismo’ (τä αÎτì) en Met. V 9, 1018a5-9. En su concepción del tiempo, Ar. rechaza la posibilidad de una recurrencia del mismo tiempo, en el sentido estricto (numérico) de ‘mismo’, pero admite, a la vez, el modo habitual de hablar de una recurrencia del tiempo, basado en el sentido meramente específico de identidad. En tal sentido decimos cosas tales como, p. ej., ‘tras el invierno regresa (o viene) la primavera’, y muchas otras por el estilo. Para el problema de la identidad y la alteridad del tiempo, véase Fís. IV 12, 220b5-14, con el comentario en Vigo (1995) pp. 261 ss. 6 Para una reconstrucción más amplia de la argumentación contenida en el pasaje, véase Vigo (1995) pp. 274 ss.
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línea de argumentación, destinada a establecer la imposibilidad de una detención del movimiento, a nivel de la totalidad cósmica7 . Así pues, el argumento A se revela dependiente de presuposiciones conectadas con la doctrina cosmológica referida a la infinitud extensiva del movimiento. En cambio, el argumento B, tal como aparece desarrollado en la sección 2) del texto, procede, en lo que concierne a la relación que vincula a movimiento y tiempo, de modo completamente libre de presuposiciones. En efecto, aquí no se intenta fundar la infinitud extensi7
Véase esp. los complejos argumentos contra la suposición de la existencia de un comienzo absoluto o bien de un fin absoluto del movimiento, que Ar. desarrolla en Fís. VIII 1-3. El núcleo de la posición aristotélica viene dado aquí por la tesis según la cual tal suposición no puede adoptarse sin incurrir en contradicción, ya que quien intenta partir de ella se ve obligado posteriormente a introducir o bien un movimiento anterior al que por hipótesis se considera el primero, o bien uno posterior al que por hipótesis debería ser el último (cf. VII 1, 251a23-28; 251b28-252a5). Dos argumentos que tematizan específicamente la relación de fundamentación que vincula a movimiento y tiempo se encuentran en Fís. VIII 1, 251b10-28 y Met. XII 6, 1071b6-11. El argumento de Fís. VIII 1 no puede verse como completamente independiente del argumento A de IV 13. En Fís. VIII 1, 251b10-28 el argumento invierte, en cierto modo, la secuencia de pasos que presenta el argumento A de IV 13. En efecto, Ar. parte en VIII 1 de la constatación de que el tiempo dura por siempre, y, dado que no puede haber tiempo sin movimiento, deriva de ella la conclusión de que también el movimiento debe durar eternamente (para una reconstrucción del argumento desarrollado en el pasaje citado de VIII 1, véase Graham [1999] pp. 45 ss. ad loc.; Boeri [2003] pp. 184 ss. ad loc.). Aquí no se deriva, pues, la infinitud extensiva del tiempo a partir de la del movimiento, sino que, inversamente, se parte de la constatación según la cual el tiempo debe ser extensivamente infinito, para concluir a partir de ella la necesidad de que también lo sea el movimiento. Dicho de otro modo: mientras que el argumento A de IV 13 se mueve, en lo que concierne a la secuencia de fundamentación establecida, en el plano correspondiente a la ratio essendi, el argumento ofrecido en VIII 1 se sitúa, más bien, en el plano correspondiente a la ratio cognoscendi. Sin embargo, lo común a ambos argumentos reside en el hecho de que ambos parten de la suposición fundamental, que determina la orientación básica de la concepción aristotélica del tiempo, tanto desde el punto de vista temático como desde el punto de vista metódico, según la cual las propiedades del tiempo deben verse como fundadas en las propiedades correspondientes o análogas del movimiento. Por su parte, el argumento de Met. XII 6, 1071b6-11 puede verse, efectivamente, como independiente del argumento A de Fís. IV 13. Sin embargo, supone los resultados alcanzados por medio de los argumentos ofrecidos en Fís. VIII 1-3, pues en Met. XII 6 Ar. parte expresamente de la constatación de que el movimiento no puede tener ni un comienzo absoluto ni un final absoluto (cf. 1071b6-7: λλ' δÔνατον κÐνησιν £ γενèσθαι £ φθαρ¨ναι). Tópicos 30 bis (2006)
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va del tiempo por medio de la referencia a la correspondiente propiedad del movimiento, sino, más bien, por referencia a determinadas propiedades que poseería o debería poseer el tiempo mismo, a través de algunos de sus momentos o elementos constitutivos. Dicho de modo más preciso: el argumento B parte de las propiedades del ‘ahora’, considerado como límite del tiempo. En tal sentido, Ar. señala en 223a33-b2 que, en tanto límite del tiempo, el ‘ahora’ opera siempre, a la vez, como un principio y un final, más precisamente, como principio del lapso siguiente y como final del lapso anterior. Que el ‘ahora’ pudiera operar como principio y final respecto de uno y el mismo lapso, queda descartado de plano, por medio de la referencia al Principio de No-Contradicción: en tal caso, el ‘ahora’ cumpliría a la vez ( µα), en el mismo respecto (κατ τä αÎτì) y por referencia a la misma cosa (τοÜ αÎτοÜ) funciones opuestas (cf. 222b5-6), lo cual es imposible8 . En este sentido, el caso del ‘ahora’ resulta comparable al del arco de una circunferencia, el cual puede y debe ser descripto, al mismo tiempo, como cóncavo y convexo, aunque ciertamente no en el mismo respecto. Pues bien, del hecho de que el ‘ahora’ cumple su función de principio y final sólo por referencia a dos lapsos diferentes, y, como tales, sucesivos, se sigue, explica Ar., que el tiempo nunca podrá detenerse, ya que al poner un ‘ahora’ para marcar el final de un lapso dado se estará, a la vez, colocando el principio del lapso siguiente, y así al infinito. Dicho de otro modo: el tiempo nunca podrá cesar, pues se encuentra siempre, es decir, con todos y cada uno de los ‘ahora’, en un (nuevo) principio (cf. 222b6-7). 8
El recurso al Principio de No-Contradicción en el pasaje puede apuntar también, aunque de modo implícito, a proveer un argumento contra la idea de una recurrencia cíclica del tiempo, en el sentido estricto que se basa en la noción de identidad numérica: en un tiempo así concebido, tendrá que haber necesariamente un ‘ahora’ que opera, a la vez, como principio y final de uno y el mismo tiempo, más precisamente, del tiempo cíclico como un todo. Por lo mismo, la representación de un tiempo cíclico, en el sentido estricto del término, debería verse, en último término, como contradictoria. A este respecto observa críticamente Hussey (1983) p. 171 ad 222a24 que el argumento así construido presupone, en rigor, lo que habría que demostrar, a saber: que las relaciones temporales ‘anterior’/‘posterior’ deben ser necesariamente definidas del modo en que son efectivamente empleadas en el marco de una representación no-circular del tiempo. Tópicos 30 bis (2006)
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III Caracterizada a la luz de lo que establecen los argumentos A y B, la posición de Ar. comporta asumir, al mismo tiempo, tres tesis diferentes, a saber: i) que todo tiempo particular que pueda tomarse en consideración será necesariamente limitado en extensión; ii) que el tiempo como un todo debe considerarse, sin embargo, como extensivamente infinito, y, por último, iii) que no se puede hablar de una recurrencia del ‘mismo’ tiempo, en el sentido estricto de ‘mismo’, que remite a la noción de identidad numérica. La consistencia de la posición de Ar. depende, como se echa de ver, de la posibilidad de compatibilizar las tesis i) y ii), sin tener que asumir para ello una concepción cíclica del tiempo, del tipo de la que se excluye en iii). Vistas las cosas desde una perspectiva exterior a la propia concepción aristotélica, el recurso a este último tipo de explicación sería, por cierto, la salida que se ofrecería, probablemente, como la más inmediata. Pero para Ar. mismo una salida de este tipo queda, como tal, excluida de antemano, justamente en razón de la asunción de la tesis iii). Ahora bien, aunque el propio Ar. no plantea las cosas explícitamente de este modo, puede decirse, sin embargo, que los instrumentos conceptuales necesarios para compatibilizar las tesis i) y ii), al menos, los más importantes, pueden ser hallados, sin mayores dificultades, en la concepción del infinito desarrollada en Fís. III 4-8. Dicha concepción del infinito puede caracterizarse, en su orientación básica, como netamente operacionalista 9 . En efecto, Ar. se orienta en ella fundamentalmente a partir del fenómeno de la infinita divisibilidad de las magnitudes, las cuales proveen los ejemplos paradigmáticos de lo que Ar. denomina la cantidad continua, por oposición a la cantidad discreta10 . Entre dichos ejemplos, el caso de la magnitud espacialmente extensa adquiere, en el 9
Para una interpretación de conjunto de la concepción aristotélica del continuo y el infinito, que pone acertadamente de relieve su carácter operacionalista, véase Wieland (1962) pp. 279-334. 10 Para la distinción entre cantidad continua y cantidad discreta, véase Cat. 6, 4b205a14. Como ejemplos de cantidades discretas Ar. menciona el número y el discurso hablado, mientras que los ejemplos de cantidad continua son la línea, la superficie y el cuerpo así como también el tiempo y el lugar. Tópicos 30 bis (2006)
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contexto de la filosofía natural, una particular relevancia, en la medida en que Ar. considera a la magnitud espacial como aquella forma básica del continuum de la que dependen estructuralmente, de modo directo o indirecto, las otras formas del continuum que resultan relevantes a la hora de dar cuenta de la estructura de los fenómenos vinculados con el movimiento natural, tales como el continuum propio de los procesos y el continuum del tiempo: el tiempo es infinito, en el sentido de infinitamente divisible, porque lo es el movimiento del cual el tiempo constituye el número, y, a su vez, el movimiento es infinito, en el sentido de infinitamente divisible, porque lo es la magnitud espacial que provee la trayectoria sobre la cual tiene lugar el movimiento (cf. Fís. III 7, 207b21-25). Este mismo modelo de doble calcado estructural, en virtud del cual las propiedades del tiempo se fundan en las correspondientes propiedades del movimiento y éstas, a su vez, en las de la magnitud espacialmente extensa, es aplicado posteriormente también al tratamiento de otras propiedades básicas de los tres dominios mencionados, tales como las de continuidad y sucesividad (antero-posterioridad) (cf. IV 11, 219a10-21). Y puede decirse sin exageración que constituye uno de los pilares fundamentales de la concepción aristotélica del movimiento natural como un todo, en la medida en que provee la matriz explicativa última en la que se apoyan las investigaciones pormenorizadas en torno a la estructura del continuum y sus diferentes modos que Ar. lleva a cabo en Fís. VI11 . Pero, más allá de ello, y en lo que concierne específicamente al argumento que Ar. presenta en IV 13, lo esencial de la concepción operacio11 Para una discusión de la estructura y el alcance del modelo explicativo esbozado en los pasajes citados de III 7 y IV, remito a la discusión más detallada en Vigo (1999). Dado su punto de partida en la magnitud espacialmente extensa, como forma básica del continuum, el modelo explicativo elaborado por Ar. no parece aplicarse con igual facilidad a todas las posibles formas del movimiento. En particular, mayores dificultades presenta la extensión del modelo al caso del cambio cualitativo, por la sencilla razón de que respecto de este tipo de cambio no parece plausible sostener que la magnitud espacialmente extensa oficia en todos los casos como trayectoria sobre la cual tiene lugar el proceso de cambio. Con todo, no hay mayores dudas de que Ar. espera poder aplicar, básicamente, el mismo tipo de explicación, con las necesarias precisiones y modificaciones, también al caso del cambio cualitativo. Para una discusión más detallada de este punto, véase Vigo (1990) esp. pp. 72 ss.
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nalista del infinito presentada en III 4-8 reside, como se anticipó ya, en el hecho de que permite hacer compatibles los dos aspectos que aparecen contenidos en las tesis i) y ii), en la medida en que pone de manifiesto el hecho estructural de que la infinitud de una serie, tomada como un todo, no implica asumir la infinitud de ninguno de los miembros que forman parte de la serie como tal. En efecto, Ar. asume que, en el orden de la simultaneidad, no es posible la existencia de cantidades infinitas, sean discretas o continuas. Por lo mismo, sostiene que no puede haber ni conjuntos de infinitos elementos coexistentes todos al mismo tiempo, ni tampoco cuerpos o magnitudes espaciales infinitamente extensos. Todo conjunto de elementos actualmente existentes tendrá una cantidad determinada de elementos, que, por grande que pueda llegar a ser, nunca será infinita (cf. III 5, 204b7-10). Así, por ejemplo, aun cuando la serie numérica pueda y deba ser considerada como infinita, no hay en ella ningún número particular que sea él mismo infinito. Del mismo modo, toda extensión espacial tendrá una medida determinada y, con ello, tendrá límites, por muy lejos que éstos puedan estar situados. En este sentido, Ar. provee una serie de argumentos destinados a mostrar la imposibilidad de la existencia de un cuerpo de dimensiones infinitas, sea como cuerpo geométrico meramente representado o bien como cuerpo físico realmente existente (cf. III 5, 204b5-7; 204b10-206a9). Esto implica, para Ar., que incluso el universo físico como un todo debe concebirse necesariamente como finito, desde el punto de vista de su extensión en el espacio12 . En todos estos casos, la infinitud se pone de manifiesto simplemente en la posibilidad de reiterar indefinidamente las operaciones que permiten el reconocimiento analítico y sucesivo de los miembros de la serie considerada, ya sea porque, como en el caso de la serie numérica, siempre es posible hallar un número mayor que el último considerado en la operación de contar, ya sea porque, como en el caso de la división de los cuerpos y las magnitudes espacialmente extensas, siempre se puede volver a dividir la parte o sección que se obtuvo en el paso precedente del proceso de división, y ello sin que resulte posible, en ninguno 12
Cf., p. ej., Fís. III 7, 207a15-18, donde Ar. se inclina por la concepción parmenídea de un universo limitado, frente a la concepción infinitista de Meliso. Tópicos 30 bis (2006)
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de los dos casos, arribar a un punto más allá del cual el proceso de contar o de dividir, respectivamente, ya no pudiera continuarse. Algo análogo vale también para el caso del tiempo. Así lo muestra, ya en el marco del argumento de IV 13, la advertencia, introducida en 222a28-29, de que todo tiempo señalizado por el ‘alguna vez’ debe considerarse como limitado, la cual, leída conjuntamente con la ya comentada explicación de 222a24-25 acerca de la referencia del ‘alguna vez’ al ‘ahora’, considerado como límite inextenso entre pasado y futuro, presenta el mismo tipo de relación entre la serie sucesiva del tiempo, considerada como un todo, y sus partes, más concretamente aquí: entre la totalidad de la serie sucesiva del tiempo y los lapsos que quedan comprendidos entre el ‘alguna vez’ y el ‘ahora’. En efecto, de modo análogo a lo que ocurre en el caso de la serie numérica y en el de la división de la magnitud espacialmente extensa, también en el caso del tiempo ocurrirá que el lapso determinado por la aplicación del ‘alguna vez’ será siempre un lapso limitado, es decir, extensamente finito, lo cual no impedirá, sin embargo, que se pueda volver a aplicar, siempre de nuevo, el ‘alguna vez’, para demarcar un lapso aún mayor, cuyo extremo se situará más allá del extremo del lapso señalizado anteriormente. Así construida, la posición que Ar. asume en el pasaje de IV 13 respecto de la infinitud extensiva del tiempo poseería, en concordancia con su concepción general del infinito, un carácter netamente operacionalista, ya que apuntaría, al menos, en primera instancia, a la posibilidad de una progresión infinita en la operación de medición del tiempo, a través de la determinación de lapsos por medio de la aplicación del ‘alguna vez’, y no a una representación del tiempo como una suerte de totalidad infinitamente extensa, dada ya de una sola vez, y constatada, por así decir, desde fuera, lo cual terminaría por reducir al orden de la coexistencia y la permanencia, al modo de la extensión espacial, algo que no puede ser representado más que como un orden de la sucesión. Si bien hay que admitir, como se dijo ya, que en su teoría del continuum Ar. concede un claro primado a la extensión espacial por sobre otras formas de la extensión continua, tales como el movimiento y el tiempo, ello no equivale, sin más, a afirmar que Ar. proceda a una simple espacialización de esas Tópicos 30 bis (2006)
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otras modalidades del continuum, como el frecuente recurso a modelos espaciales en la discusión de la estructura del tiempo ha hecho suponer a algunos destacados intérpretes y críticos de la concepción aristotélica13 . En todo caso, desde el punto de vista que aquí interesa, lo esencial de la posición elaborada en IV 13 viene dado por el hecho de que Ar. trata la infinitud extensiva del tiempo, en todo momento, desde la perspectiva que abre el punto de partida en el ‘ahora’, como principio al que remite ulteriormente todo acto de demarcación de lapsos, por medio de la aplicación de determinaciones tales como el ‘alguna vez’. La consecuencia más importante de la estrategia metódica basada en considerar el acto de medición de tiempo partiendo siempre desde el ‘ahora’ consiste, sin duda, en que ayuda a evitar representarse el tiempo como si se tratara una totalidad dada ya de antemano y constatable desde fuera. De este modo, el punto de partida en el ‘ahora’ se revela solidario con la intención básica de tratar la infinitud extensiva del tiempo en términos fundamentalmente operacionalistas, es decir, en términos de la indefinida progresión de los sucesivos actos de medición, que van determinando, en cada paso del proceso, límites cada vez más lejanos del ‘ahora’ que oficia de punto de partida, y no, en cambio, como una propiedad constatable, de modo puramente exterior, en una totalidad cósica dada de antemano. A los efectos de evitar la recaída en ese modo ingenuo de representarse la totalidad infinita del tiempo, ni siquiera resulta imprescindible que el ‘ahora’ esté tomado aquí en el sentido estrictamente indexado, que remite al instante presente en el cual tiene lugar el propio acto de medición que determina los lapsos a considerar. Aunque en este tipo de operación de medición, por cierto, no puede eliminarse todo resto de indexación, bastaría, en principio, con que se opere incluso con un ‘ahora’ cuasi-indexado, determinado arbitrariamente sin hacer referencia expresa al ‘ahora’ genuinamente presente, con tal que el posterior acto de determinación de lapsos y medición del tiempo se atenga cons13
Tal es, por ejemplo, el caso de la famosa crítica de Bergson a la concepción clásica griega del tiempo, desde los eléatas hasta el propio Ar., y, de modo más general, a todos las concepciones que se orientan a partir de lo que Bergson denomina el tiempo matemático, que no es sino el tiempo espacializado. Véase Bergson (1927) pp. 73 ss. y esp. 89 ss. Tópicos 30 bis (2006)
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tantemente a la perspectiva que abre el punto de partida en dicho ‘ahora’, y prosiga siempre en la misma dirección, partiendo, en cada paso posterior, del ‘ahora’ marcado como límite en el paso anterior. En efecto, lo que conduce a una mala cosificación de la extensión temporal considerada en cada caso no parece ser tanto el carácter genuina o sólo pretendidamente indexado del ‘ahora’ que se tome como punto de partida, sino, más bien, el abandono de dicho punto de partida, para proceder a situarse en otro ‘ahora’ determinado a partir de él, con la intención de regresar, por así decir, desde el segundo hacia el primero: en dicho movimiento de ida y vuelta desde y hacia el ‘ahora’ que provee el genuino punto de partida del acto de determinación, la extensión que queda comprendida entre ambos ‘ahora’ ya no comparece como lo hace en el acto de determinación originaria que da cuenta de su surgimiento, dentro de una progresión potencialmente indefinida de actos de determinación, sino que tiende a verse, más bien, como algo dado ya de antemano, al modo de una extensión efectiva cuyas partes coexistieran, sin más, unas con otras14 . No es, pues, viniendo hacia el ‘ahora’, sino, más bien, partiendo en cada caso de él, como se revela originariamente la infinitud extensiva del tiempo, y ello, más precisamente, en el progresivo ir más allá de todo límite fijado en cada acto previo de determinación de un lapso, no importa si tal progresión de actos de determinación va en dirección del futuro o bien del pasado. Salta a la vista, en este punto, la semejanza de la posición de Ar. con la elaborada por Kant, quien distingue expresamente dos conceptos de infinitud, a saber: por un lado, el concepto “dogmático”, que presenta la infinitud como una propiedad constatable desde fuera en una totalidad ya dada de antemano, y que, justamente en razón de su carácter no operacionalista sino cósico, resulta como tal inaceptable; por otro, el con14
Para dar cuenta de la irreductible diferencia que separa el modo en que se relacionan entre sí las partes constitutivas de una totalidad dada en el orden de la coexistencia (vgr. las partes de la línea, el cuerpo y el espacio), por un lado, y las de una serie sucesiva (vgr. las del número, el discurso y el tiempo), por el otro, Ar. apela a la distinción terminológica entre ‘posición’ (θèσισ) y ‘ordenamiento’ (τ ξισ), respectivamente (cf. Cat. 6, 5a15-37): en el orden de la coexistencia las partes poseen una genuina ‘posición’, mientras que en el orden de la sucesión sólo puede hablarse de un cierto ‘ordenamiento’. Tópicos 30 bis (2006)
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cepto trascendental, que posee un carácter netamente operacionalista, en la medida en que define la infinitud por referencia a la imposibilidad de completar la síntesis sucesiva de la unidad, en el proceso de medición (Durchmessung) de un determinado quantum 15 . Por cierto, en el caso de Ar. queda en pie el problema que plantea a su concepción operacionalista la infinitud del pasado. En efecto, en el nivel cosmológico Ar. suscribe, como es sabido, la tesis de la eternidad del mundo y del movimiento del cielo (cf. Fís. VIII 1; DC I 3, 270a12-14; II 3, 286a7-12). Ello plantea un problema acerca del modo en que debe pensarse la infinitud del pasado: si se ha llegado efectivamente hasta el presente, ¿no implica esto que el pasado representa el caso de una serie extensivamente infinita, que, sin embargo, tiene que haber sido ya recorrida en su totalidad? Como es sabido, Kant puede evitar el problema que plantea, a nivel cosmológico, la infinitud de la serie del tiempo, en particular, con referencia al pasado, apelando a la distinción crítica entre dos modos de considerar los objetos: como objetos de la experiencia (fenómenos) y como objetos en sí mismos (noúmenos). Ello le permite a Kant considerar la infinitud, en el sentido preciso que indica su concepción operacionalista, como una propiedad necesaria de la serie temporal en la que se muestran los objetos de la experiencia, sin tener por ello que extender tal pretensión también a los objetos en sí mismos16 . Ar., por su parte, no puede apelar al expediente metodológico basado en la distinción de dos puntos de vista diferentes, a la hora de decir la cuestión de la infinitud extensiva del tiempo y la eternidad del mundo. De todos modos, hay todavía algunas razones que permitirían hacer plausible una interpretación no demasiado exigente de la tesis cosmológica de Ar. relativa a la eternidad del mundo, si se tiene en cuenta las peculiaridades del modelo causal a partir del cual se orienta su concepción de conjunto. En efecto, a diferencia de lo que es habitualmente el caso en las concepciones modernas, incluida la de Kant, en su concepción de la causalidad, Ar. no se orienta a partir del modelo que 15
Cf. Kant (1787) A431-432 / B459-460; véase también A510-515 / B538-543, donde las diferentes formas de progressus y regressus in infinitum o bien in indefinitum son reconstruidas, todas ellas, en términos de una concepción operacionalista, y no cósica, de la infinitud, como propiedad referida a los objetos, considerados como fenómenos. 16 Cf. Kant (1787) A 497-515 / B 525-543. Tópicos 30 bis (2006)
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proveen las series temporal-causales de tipo sucesivo, sino que piensa la relación causal, más bien, en los términos específicos que reclama la exigencia de contacto y, con ello, también la de simultaneidad de la causa (condición) y lo causado (condicionado)17 . En el plano cosmológico, esta orientación básica de la concepción aristotélica de la causalidad se pone claramente de manifiesto en el hecho de que allí donde intenta pensar la totalidad de las condiciones del movimiento cósmico, por referencia a la causa última provista por el primer motor, Ar. concibe dicha totalidad de causas o condiciones (vgr. los motores y lo movido en cada caso por ellos) como un sistema dado todo al mismo tiempo, en cada instante de la sucesión temporal, y no como una cadena de causas o condiciones sucesivas que, en tanto causadas o condicionadas, remitieran, a su vez, en cada caso, a una causa o condición anterior en el tiempo18 . Pues bien, dado que tampoco a nivel cosmológico Ar. se orienta a partir de la idea de un conjunto de causas que operan a tergo, hay alguna razón para sostener que también en este nivel de análisis es la perspectiva fenomenológica, que considera la serie de tiempo, por así decir, desde dentro y partiendo, en cada caso, del ‘ahora’, la que mantiene, en alguna medida, su primado metódico, aun cuando se deba conceder al mismo tiempo que, desde un punto de vista más estrictamente ontológico-metafísico, el problema que plantean la realidad y la infinitud del pasado no queda, de este modo, completamente eliminado19 . Como quiera que sea, y aún dejando de lado la última dificultad señalada, frente a la interpretación en términos fundamentalmente opera17 Para una excelente discusión de este punto, véase Wieland (1972), quien discute especialmente la concepción presentada en APo II 12. 18 Para este punto, véase Wieland (1962) pp. 314 ss., quien distingue nítidamente entre el transcurso infinito del movimiento y el tiempo, por un lado, y la serie finita de condiciones que explican su continuidad, por el otro. 19 Para el problema de la realidad y la infinitud del pasado, véase las observaciones críticas en Hussey (1983) pp. XXV, XLVII s. Hussey enfatiza que el modo en que Ar. concibe la relación entre tiempo y alma debería implicar que, al menos, el pasado medible debe concebirse como algo que no existe sino a partir de las operaciones que se llevan a cabo desde el presente. Para este aspecto, véase también la discusión en Lear (197980) esp. 188 s., 196 ss., citado también por Hussey, quien considera la relación entre la posición de Ar. y el intuicionismo contemporáneo.
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cionalistas de la posición que Ar. esboza en IV 13, tal vez se podría estar todavía tentado de objetar que se basa en un ilegítimo traslado de una estructura que Ar. pone de manifiesto en el tratamiento de la infinitud intensiva de las magnitudes, entendida como infinita divisibilidad, a un contexto en el cual lo que está propiamente en juego es la infinitud extensiva del tiempo como tal, y no su infinita divisibilidad. Sin duda, la objeción podría parecer, a primera vista, atinente. Sin embargo, una consideración más atenta de las conexiones subyacentes muestra enseguida que no da realmente en el clavo. En su tratamiento del infinito de Fís. III 4-8 Ar. se orienta primariamente a partir del caso del infinito por división. Respecto de éste, Ar. se esfuerza por mostrar, ante todo, que la posibilidad de dividir sin término una magnitud no requiere que ésta deba concebirse como infinitamente extensa, sino que se funda en las propiedades estructurales que posee cualquier magnitud extensiva, por pequeña que sea. En efecto, toda magnitud de este tipo resulta divisible iterativamente en partes que presentan la misma naturaleza que el todo (cf. VI 2, 232b24 s.; VI 8, 239a21 s.). Sobre esta base, explica Ar., el proceso de división puede continuarse sin término, incluso allí donde se tome como punto de partida una magnitud extensiva tan pequeña como se desee, con tal que la división se lleve a cabo según la regla de no dividir el total en partes iguales, sino, más bien, según una proporción constante del residuo obtenido en cada caso, por ejemplo, por la mitad de dicho residuo (cf. III 6, 206a33-b1; 206b12-16). Ahora bien, el caso del infinito por división, así considerado, provee, al mismo tiempo, la base para una reconstrucción de la posibilidad del infinito por adición. Por cierto, Ar. rechaza de plano que exista o pueda existir un infinito por adición, en el sentido habitual de una magnitud espacialmente extensa que exceda todo límite. Pero ello no le impide explicar la posibilidad de generar procesos de adición que pueden continuarse indefinidamente, sin superar, sin embargo, un límite dado cualquiera. Para ello, basta con que el proceso de adición se lleve a cabo con arreglo al mismo requerimiento de proporcionalidad establecido para el caso del correspondiente proceso de división: si se adiciona no tomando partes iguales del total en cada paso, sino siempre una proporción invariable del residuo, cualquiera sea Tópicos 30 bis (2006)
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ella, entonces el proceso de adición puede proseguir al infinito, sin alcanzar jamás el límite provisto por la magnitud total considerada, por pequeña que ésta fuera. En tal sentido, el infinito por adición se funda en el infinito por división, al punto que Ar. puede declarar que, en cierto modo, ambos infinitos son uno y el mismo (cf. III 6, 206b3-12; 206b16-27). Con todo, y este segundo aspecto resulta fundamental a la hora de evaluar la plausibilidad de la objeción antes mencionada, hay que tener en cuenta, además, que en el caso de totalidades sucesivas como la serie numérica y el tiempo, Ar. no tiene, en rigor, problema alguno en admitir la posibilidad de un incremento indefinido, a diferencia de lo que ocurre en el caso de la magnitud espacialmente extensa. En efecto, lo que Ar. rechaza es la posibilidad de la existencia de una totalidad infinita en acto, como lo sería un cuerpo o una magnitud espacialmente extensa infinitamente grande, pues en el orden de la coexistencia provisto por la espacialidad las diferentes partes de tal cuerpo o magnitud deberían existir todas al mismo tiempo, lo cual resulta imposible. En cambio, la existencia de series sucesivas infinitamente extensas no plantea ningún problema mayor a la concepción aristotélica, simplemente porque no se trata, en estos casos, de formas del infinito actual. Más aún: puede decirse incluso que uno de los objetivos centrales de la concepción operacionalista elaborada por Ar., según la cual al infinito corresponde un tipo peculiar de existencia meramente potencial, que excluye la posibilidad de una actualización sin residuo (cf. 206a18-29), consiste justamente en asegurar la posibilidad de la existencia de series sucesivas infinitamente extensas, dentro del marco de una concepción finitista de base, en lo que concierne al orden de coexistencia provisto por la espacialidad. En tal sentido, el propio Ar. explica que las razones que llevan a reconocer la necesidad de conceder algún tipo de existencia al infinito son básicamente tres, a saber: a) evitar tener que poner un principio o un fin a la sucesión temporal; b) evitar poner límites a la divisibilidad de las magnitudes y abandonar así la presuposición de continuidad, al postular la existencia de magnitudes mínimas indivisibles; y c) evitar poner un límite arbitrario a la serie numérica (cf. 206a9-12). Y, como se ve, todas Tópicos 30 bis (2006)
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ellas se conectan, de modo directo, con la necesidad de hacer lugar a la posibilidad de series infinitas en el orden de la sucesión, pues incluso en el caso de la razón b), que remite al fenómeno de la divisibilidad de las magnitudes, la serie infinitamente extensa cuya existencia se pretende garantizar no es otra que la de los sucesivos pasos del proceso de división al que las magnitudes pueden ser sometidas, precisamente en cuanto son, en su calidad de continuas, infinitamente divisibles. Por ello, son precisamente los casos de la serie numérica y del tiempo, en tanto series sucesivas que ofrecen la posibilidad de una progresión aditiva siempre reiterada, los que proveen los mejores ejemplos orientativos, cuando se trata de dar cuenta del peculiar tipo de existencia potencial que corresponde, de acuerdo con la concepción aristotélica, al infinito como tal. En efecto, casos como los del día y los juegos olímpicos, los otros dos ejemplos de series sucesivas mencionados por Ar. para ilustar el peculiar tipo de existencia potencial que tiene aquí en vista (cf. 206a23-25, 31), presentan el obvio inconveniente de que, justamente, no constituyen series infinitamente extensas, sino tan sólo sucesivas, de modo que no excluyen la actualización sin residuo de lo que ellas mismas contienen potencialmente, a través de un proceso aditivo que no se ajuste a la regla de proporcionalidad derivada del correspondiente proceso de división20 . Contra la representación vulgar del infinito, que tiende a verlo como una suerte de continente omniabarcante fuera del cual ya no hay nada, Ar. hace valer expresamente el punto de vista, consistente con los lineamientos generales de su propia concepción, según el cual el infinito ha de caracterizarse, más bien, como aquello de lo cual siempre queda fuera todavía una parte más, no considerada hasta el paso anterior del correspondiente proceso de adición, de modo que nunca puede considerarse completo o acabado (cf. 206b33-207a10). Bajo una adecuada interpretación, que considere el modo en que Ar. trata el así llamado infinito por adición, como fenómeno complementario de los procesos de división según la regla de proporcionalidad respecto del residuo, esta caracterización puede hacerse valer, sin mayores dificultades, incluso en aquellos casos en los que, como ocurre con la magnitud espacialmente extensa, 20
Para este punto, véase el comentario en Vigo (1995) pp. 154 s.
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sólo resulta posible hablar de infinitud en sentido intensivo. Pero no hay duda de que la idea según la cual infinito es aquello de lo cual una parte queda siempre fuera encuentra una aplicación aún más plena en el caso de series sucesivas extensivamente infinitas, como el caso de la serie numérica y el del tiempo. Más aún: el tiempo parece adquirir aquí un papel especialmente privilegiado, si se tiene en cuenta que a diferencia del caso de la serie numérica, que no puede considerarse como un ejemplo de magnitud o cantidad continua, el tiempo reúne en sí ambas formas de infinitud reconocidas por Ar., esto, es la infinitud intensiva, en el sentido de la infinita divisibilidad, y la infinitud extensiva, en el sentido de la ausencia de un primer y un último miembro de la serie sucesiva que forman sus partes (vgr. lapsos) y los correspondientes límites (vgr. los ‘ahora’)21 . 21
Conviene aclarar en este punto que no hay real contradicción entre la tesis que otorga el primado a la magnitud espacial, como forma primaria del continuum, por un lado, y la tesis según la cual el tiempo y, en menor medida, la serie numérica proveen ejemplos privilegiados, a la hora de caracterizar el tipo de existencia potencial que corresponde al infinito como tal, por el otro. La primera tesis se refiere a aquello que constituye el fundamento ontológico último de la continuidad de las series sucesivas como tales. Por su parte, la segunda tesis concierne al peculiar vínculo que existe entre el ser potencial y la progresiva actualización, en el caso específico de la peculiar forma de potencialidad que Ar. tiene en vista, cuando atribuye al infinito una existencia meramente potencial. En general, es algo propio y característico de la potencialidad el revelarse como tal a través de procesos, que se caracterizan, en tanto formas de acto, por su carácter esencialmente inacabado (cf. Fís. III 2, 201b31 s.: âνèργεια. . . τελ σ). Precisamente a este carácter manifestativo de la potencialidad que es propio del movimiento procesual apunta la definición aristotélica de la κÐνησισ en términos de aquel tipo de actualidad (âντελèχεια) que pertenece a lo potencial qua potencial (cf. III 1, 201a9-11; para la interpretación del significado de la definición, en el sentido indicado, véase Vigo [1995] pp. 109 s. ad 201a9; Kosman [1969]). Ahora bien, lo dicho respecto del carácter manifestativo de la potencialidad vale, en general, para todo tipo de movimiento procesual. Sin embargo, en el caso de procesos que prosiguen al infinito, el inacabamiento esencial de lo procesual, como expresión de lo potencial qua potencial, se pone de manifiesto de un modo particularmente nítido, justamente en razón del hecho de que el proceso no llega aquí nunca a un término natural. De este modo, y por paradójico que pudiera parecer a primera vista, con su concepción netamente operacionalista del infinito, como marca definitoria de la continuidad, Ar. logra poner de relieve el hecho estructural de que una propiedad constitutiva de aquello que está dado como tal en el orden de la coexistencia (i. e. magnitud espacialmente extensa), como lo es su continuidad y su infinitud intensiTópicos 30 bis (2006)
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Con esto último se conecta, finalmente, todavía un aspecto más, que pone de manifiesto la razón por la cual, en el caso concreto del tiempo, el traslado en la consideración desde el plano del infinito por división hacia el plano del infinito por adición viene exigido por lo que puede considerarse el mismo núcleo especulativo de la concepción operacionalista desarrollada por Ar. En efecto, si bien la concepción operacionalista permite, en primera instancia, restringir la consideración de la infinitud tan sólo a los fenómenos vinculados con la divisibilidad de las magnitudes y, con ello, al ámbito de la infinitud puramente intensiva, parece claro que ni siquiera una concepción de este tipo, asociada a una posición finitista de base, puede evitar asumir la existencia de, al menos, una magnitud infinitamente extensa, que no es otra que la del tiempo mismo. La razón es simple, y tiene que ver con el hecho de que la posibilidad de reiterar indefinidamente las operaciones de división y de adición, a través de las cuales se pone de manifiesto la infinita divisibilidad de las magnitudes, presupone que el tiempo mismo, en el que se lleva a cabo tales operaciones, debe considerarse él mismo como infinitamente extenso22 . Desde este punto de vista, puede decirse entonces que el trasfondo que provee la representación de una sucesión temporal sin término constituye, como tal, un va, sólo viene como tal a la expresión a través de algo que, como los procesos, pertenece al orden de la sucesión, y no al de la coexistencia. 22 Algo análogo vale para la explicación que Ar. ofrece para dar cuenta de la infinitud de la serie numérica. En efecto, dado que no concibe los números como entidades subsistentes por sí mismas, Ar. busca el respaldo de la infinitud de la serie numérica simplemente en la posibilidad de reiterar sin término la operación de contar, y esto resulta posible empleando como base el proceso de división de cualquier magnitud extensa dada. Basta para ello con que el proceso de división se lleve a cabo del modo que garantiza su posible prosecución sin término, y con que se refiera la operación de contar no a las partes de la magnitud dividida, sino a los pasos sucesivos del proceso de división: en la medida en que éste puede continuar sin término, se tiene allí una serie sucesiva de pasos que puede continuar al infinito (cf. III 7, 207b1-15). Como se echa de ver, también la explicación de la generación de la serie numérica ofrecida por Ar. posee un núcleo claramente operacionalista y, con ello, también una significación irreductiblemente temporal. En el pasaje relativamente poco considerado de Met. II 2, 994b30-31, aunque más bien al pasar y en un contexto en el cual no se aborda la estructura del continuum como tal, se establece de modo expreso que no resulta posible recorrer el infinito por adición en un tiempo limitado. Tópicos 30 bis (2006)
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requerimiento que reclama la propia concepción operacionalista del infinito. Aquí yace lo que algunos destacados intérpretes han identificado como el núcleo irreductiblemente temporal de la concepción aristotélica del infinito23 . IV Llegados a este punto, la discusión parece haber conducido a la constatación de una curiosa e incómoda circularidad en la posición aristotélica respecto de la infinitud extensiva del tiempo, a saber: por una parte, la infinitud extensiva del tiempo sólo parecería poder fundarse, desde la perspectiva adoptada por Ar., en una concepción esencialmente operacionalista del infinito, que da cuenta de tal infinitud por referencia a la posibilidad de una progresión sin término en el proceso de determinación sucesiva, por vía de adición, a partir del ‘ahora’; por otra parte, la propia infinitud extensiva del tiempo se revela, a su vez, como un presupuesto inevitable de esa misma concepción del infinito. La sospecha que se presenta inmediatamente aquí es la de que tal circularidad pueda ser, en definitiva, el reflejo de superficie de dificultades estructurales que presenta la estrategia básica consistente en tratar las propiedades del tiempo como fundadas en propiedades análogas de dominios más básicos, como serían el del movimiento y el de la extensión espacial. Se ha dicho ya que parte nuclear de la estrategia explicativa que Ar. desarrolla en su teoría del continuum se basa en la apelación a un modelo de doble calcado estructural, en virtud del cual las propiedades de los dominios derivativos del movimiento y el tiempo son consideradas como fundadas, de modo inmediato y mediato, respectivamente, en las propiedades análogas correspondientes al dominio básico provisto por la magnitud espacialmente extensa. Esta estrategia de explicación reductiva no cumple una función marginal o secundaria dentro de la concepción de conjunto elaborada por Ar., como lo muestra ya el hecho de 23 Sobre el componente temporal en la concepción aristotélica del infinito y su papel en la generación de la serie numérica llamó la atención ya Becker (1927) pp. 202 ss., 213. Para el componente temporal en la concepción aristotélica del infinito, véase también las observaciones de Wieland (1962) pp. 299 s.
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que está en estrecha conexión con el intento, solidario de la concepción ontológica de base asumida por Ar., de reservar el estatuto de objetos sustanciales tan sólo para los objetos compuestos de forma y materia, que constituyen, por lo mismo, las entidades básicas de las que depende la existencia de todo lo demás, dentro del conjunto de la realidad física: ni los procesos ni, mucho menos, el tiempo pueden existir por sí mismos, sino que sólo pueden hacerlo, a juicio de Ar., en conexión con los objetos sustanciales, de los cuales son, de modo inmediato o mediato, ontológicamente dependientes. Ahora bien, es, cuando menos, muy dudoso que este tipo de estrategia explicativa pueda realmente aplicarse con éxito para dar cuenta de la totalidad de las propiedades que parecen pertenecer estructuralmente a un fenómeno filosóficamente tan fundamental y, a la vez, tan enigmático como el tiempo. Como lo muestra el tratamiento que Ar. lleva a cabo en los textos ya citados de Fís. III 7 y IV 11, el modelo de doble calcado estructural parece prometer buenas perspectivas de éxito para el caso del tratamiento de propiedades tales como la continuidad y, en inmediata conexión con ella, también la infinitud intensiva, en el sentido de la infinita divisibilidad. Por su parte, el tratamiento aristotélico de la propiedad de la sucesividad (antero-posterioridad) ha motivado las críticas de algunos connotados intérpretes, que han creído detectar una irremediable circularidad en el intento aristotélico por derivar el orden sucesivo del movimiento y el tiempo a partir del tipo de sucesión que Ar. cree poder encontrar dada ya en el orden de coexistencia provisto por la espacialidad. Según opinan tales intérpretes, el intento de derivar el ‘antes y después’ propios del movimiento y el tiempo a partir de aquel que corresponde al espacio fracasaría, por la sencilla razón de que las posiciones relativas en el espacio sólo pueden determinarse, a su vez, por recurso a la representación de un movimiento, dotado ya como tal de una cierta dirección24 . Por mi parte, me cuento entre quienes piensan que este tipo de objeción no acierta realmente en su objetivo, pues pasa por alto el hecho elemental de que Ar. no asume una representación del espacio homologable a la que caracteriza a las concepciones mecanicis24
Así, Owen (1976) esp. pp. 22 ss. y Corish (1976).
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tas de la Modernidad, de orientación fuertemente matematizante. Por el contrario, el ‘espacio’ o, mejor aún, el ‘lugar’ aristotélico no constituye una extensión vacía y homogénea, carente de todo tipo de diferenciaciones internas, que pudiera existir por sí misma, con independencia de los objetos que en cada caso la ocupan. Lo que Ar. tematiza por medio de las nociones de ‘magnitud (espacialmente extensa)’ (µèγεθοσ) y ‘lugar’ (τìποσ) es, en rigor, la espacialidad propia de los objetos corpóreos mismos. Por lo mismo, el espacio aristotélico es un espacio con regiones diferenciadas y con posiciones definidas, que vienen determinadas ‘por naturaleza’, esto es, en definitiva, por las propias potencias cinéticas de los elementos, que son los cuerpos simples a partir de los cuales se compone todo lo demás25 . Así, el ‘arriba’ es el lugar hacia el cual se traslada lo que es liviano (vgr. el fuego), y el ‘abajo’ es el lugar hacia el cual se traslada lo que es pesado (vgr. la tierra), etc26 . En tal sentido, puede decirse que, a juicio de Ar., al movimiento natural de los cuerpos físicos su dirección le viene dada, por así decir, de antemano, pues tal movimiento no consiste, en definitiva, sino en el despliegue y la expresión de las potencialidades que albergan los propios objetos compuestos de forma y materia y, en último término, los cuatro elementos, a partir de los cuales todo lo demás se compone. Por lo mismo, también la ‘dirección’ del tiempo, que, al menos, en el nivel de consideración que corresponde a la filosofía natural, no es, para Ar., sino el ‘número’ o la ‘medida’ del 25
Para la anterioridad locativa, véase la definición de Met. V 11, 1018b12-14, según la cual es anterior en el lugar aquello más cercano a un centro de referencia determinado o bien por naturaleza (vgr. el centro o el extremo del universo) o bien por un objeto tomado al azar. Tratándose del espacio físico y el movimiento natural, no hay duda de que el caso es el primero, de modo que se trata de ‘posiciones’ fijadas por naturaleza. Como enfatiza acertadamente Böhme (1974) pp. 171 s., en esta representación de un espacio con posiciones naturalmente determinadas, los así llamados ‘lugares naturales’, reside una de las características básicas de la concepción aristotélica del devenir natural, que la distingue fundamentalmente de las concepciones mecanicistas de la Modernidad. 26 Para los lugares naturales y el movimiento propio de cada elemento, cf. p. ej. Fís. IV 1, 208b8-22; 5, 212b29-213a10. Una buena discusión de conjunto de la teoría aristotélica de los lugares naturales, en conexión con la explicación del movimiento de los elementos, se encuentra en Algra (1995) pp. 195-221, quien considera también las principales dificultades planteadas por los comentadores antiguos y modernos. Tópicos 30 bis (2006)
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movimiento, puede retrotraerse en su origen, a través de la mediación de los propios movimientos naturales, hasta el dominio básico provisto por los objetos naturales espacialmente extensos, y dotados, en cada caso, de sus propias potencialidades cinéticas27 . Pues bien, si la discusión anterior resulta convincente, habrá que decir que, contra lo que podría parecer esperable a primera vista, es justamente el caso de la infinitud extensiva del tiempo el que mayores dificultades plantea, en definitiva, a la concepción basada en el modelo de doble calcado estructural, sobre todo, allí donde, como ocurre con el argumento B de Fís. IV 13, Ar. parece ceder a la tentación de intentar fundar la atribución de dicha propiedad al tiempo en consideraciones de tipo inmanente, que abandonan la estrategia general de buscar el respaldo ontológico para las propiedades del tiempo en las propiedades análogas pertenecientes al movimiento y a través de éstas, en definitiva, en las pertenecientes a la magnitud espacialmente extensa. En efecto, la orientación metódica a partir del modelo de doble calcado estructural no puede verse como un punto de partida meramente instrumental, al que Ar. pudiera renunciar a conveniencia, a la hora de poner de manifiesto la estructura del continuum temporal y sus atributos, pues dicho modelo 27
Hasta tal punto piensa Ar. la espacialidad a partir de la conexión estructural con el movimento natural de los objetos corpóreos, que rechaza expresamente que los objetos geométricos estén realmente en el espacio, justamente porque no poseen capacidad natural de moverse, lo que equivale a decir que en el espacio geométrico tampoco hay lugares naturales, sino sólo posiciones convencionalmente determinadas (cf. Fís. IV 1, 208b22-25). Para este punto, véase las buenas observaciones en King (1950) pp. 76-78. La importancia sistemática del contraste entre el caso de la localización de los cuerpos físicos y la pseudo-localización de los objetos matemáticos tampoco escapa a Simplicio (cf. In Phys. 524, 36-526, 31). En lo que concierne, más específicamente, a la determinación de la ‘dirección’ del tiempo, como fundamento de la posibilidad de su medición, juega un papel especialmente importante, en la concepción aristotélica, el movimiento de la esfera celeste. Además de irreversible en su dirección, dicho movimiento es también incesante, regular y visible para todos. Por ello, es, a juicio de Ar., el movimiento natural que provee el patrón de medida más adecuado y más fácilmente accesible para la medición del tiempo, allí donde ésta adquiere el carácter de una actividad pública y compartida, que habitualmente queda sujeta incluso a regulación institucional. En tal sentido, el movimiento de la esfera celeste cumple la función de una suerte de ‘reloj natural’. Véase, p. ej., Fís. IV 14, 223b12-21. Tópicos 30 bis (2006)
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explicativo expresa, en definitiva, la intuición básica de la concepción no-sustancialista del tiempo que Ar. intenta elaborar en Fís. IV 10-14, justamente en la medida en que permite poner de manifiesto que la atribución de determinadas propiedades al tiempo debe entenderse como un modo de hablar que no obliga, en modo alguno, a conceder al tiempo mismo el estatuto ontológico que pertenece a un genuino sustrato. Como lo muestra claramente el concepto de prioridad elaborado en Met. V 11, Ar. suscribe, en general, la tesis de que las propiedades de aquello que es anterior a otra cosa, en algún sentido relevante de la noción de anterioridad o prioridad, deben concebirse también como anteriores a las propiedades de esa otra cosa28 . Magnitud espacialmente extensa (i. e. cuerpos espaciales), movimiento y tiempo se encuentran, a juicio de Ar., vinculados por relaciones ontológicas de prioridad, en el modo preciso que corresponde a un modelo de ‘unidad por sucesión’ (τÀú âφεξ¨σ), en virtud del cual el tiempo depende ontológicamente del movimiento y éste, a su vez, de los objetos espaciales29 . No es, pues, sino lo natural 28
Véase Met. V 11, 1018b37-1019a1, donde Ar. fija una noción de prioridad aplicable específicamente al caso de las propiedades de cosas que mantienen entre sí determinadas relaciones de prioridad. En términos cuasi-formalizados, dicha noción de prioridad establece lo siguiente: dados dos objetos cualesquiera A y B, y dadas dos propiedades cualesquiera a y b, pertenecientes respectivamente a uno y otro objeto, entonces si A es de algún modo anterior o primero respecto de B, a será del mismo modo anterior o primera respecto de b. En Met. V 11 el ejemplo de Ar. es el de la relación de ‘recto’, como propiedad de la línea, y ‘liso’, como propiedad de la superficie: puesto que la línea es anterior a la superficie, del mismo modo ‘recto’, que es propiedad de la línea, es anterior a ‘liso’, que es propiedad de la superficie. La diferencia con el caso presentado por el modelo de doble calcado estructural introducido en Fís. III 7 y IV 11 estriba, sin embargo, en el hecho de que aquí no se trata de las relaciones de prioridad entre dos o más propiedades diferentes, sino, más bien, de las relaciones de prioridad existentes entre las diferentes significaciones de una misma propiedad (vgr. ‘continuidad’, ‘infinitud’ y ‘sucesividad’ o ‘antero-posterioridad’), en la medida en que dicha propiedad resulta aplicable, en cada caso, a diferentes dominios (vgr. magnitud espacialmente extensa, movimiento y tiempo), vinculados entre sí por determinadas relaciones de prioridad. 29 La unidad ‘por sucesión’ (τÀú âφεξ¨σ) constituye, junto con la unidad de ‘significación focal’ o πρäσ éν, una de las dos principales formas dentro de los homónimos no accidentales. Para la distinción de estos dos tipos de πολλαχÀσ λεγìµενα, cf. Met. IV 2, 1005a8-11, con el comentario de Reale (1993) III pp. 163 s. nota 31 ad 1005a10-11. Véase también Alejandro de Afrodisia, In Met. 263, 25-35. Ambos tipos de unidad no Tópicos 30 bis (2006)
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y lo esperable, en el marco de su concepción de conjunto, que Ar. se vea impelido a poner de manifiesto que también entre las propiedades correspondientes a cada uno de esos ámbitos o dominios existen relaciones de prioridad del mismo tipo y del mismo sentido que las que vinculan a sus correspondientes sustratos. Sin embargo, la infinitud extensiva del tiempo parece resistirse, como tal, al tipo de tratamiento re(con)ductivo que el modelo de doble calcado estructural prescribe, pues, como se vio ya, incluso la concepción operacionalista de la infinitud, asociada a la caracterización de la continuidad en términos de infinita divisibilidad, lejos de poder fundarla, parece más bien presuponerla. Por su parte, el argumento B de Fís. IV 13 provee un segundo indicio importante en la misma dirección, pues pone de manifiesto, al menos, indirectamente, el hecho de que Ar. percibe que la atribución de infinitud extensiva al tiempo parece imponerse con una necesidad tal, que hace superfluo todo rodeo explicativo, a través de la consideración de las relaciones que el tiempo mismo mantiene con otros tipos o modalidades del continuum. Y no hay que olvidar el hecho, ya mencionado, de que entre las razones que imponen la exigencia de conceder algún tipo de existencia al infinito Ar. menciona de modo expreso la que alude a la necesidad de no poner un principio o un fin a la sucesión temporal, mientras que nada semejante dice respecto de los casos del movimiento, al que, sin embargo, considera eterno, a nivel de la totalidad cósmica, ni, mucho menos, del espacio, al que no vacila en considerar como extensivamente limitado, incluso a nivel cosmológico. Por útimo, la irreductible asimetría estructural que, dentro de la concepción aristotélica, presentan los órdenes de la espacialidad y la temporalidad, cuando se trata del caso particular de la propiedad de la infinitud extensiva, se pone también de manifiesto a través del modo en que Ar. trata la correspondencia estructural entre punto, móvil y ‘ahora’, como factores que dan cuenta tanto de la limitación como de la continuidad de están, sin más, contrapuestos, sino que la unidad ‘por sucesión’ debe verse como un modelo fuerte de unidad πρäσ éν, que, junto a la dependencia de diversos términos respecto de uno considerado básico, involucra también la existencia de relaciones de dependencia entre los diferentes términos considerados secundarios o derivados. Para este punto, véase también Robin (1908) pp. 168 ss. nota 172, III-IV. Tópicos 30 bis (2006)
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espacio, movimiento y tiempo, respectivamente, en el marco del tratado del tiempo de Fís. IV 10-14. Como es sabido, y de modo congruente con lo que exige el modelo de doble calcado estructural, en su tratamiento de las relaciones entre punto, móvil y ‘ahora’, Ar. establece que el ‘ahora’ sigue ( κολουθεØν) al móvil y el móvil, a su vez, al punto (cf. p. ej. IV 11, 219b15-18, 22-25; 220a6, 9-10). Sin embargo, cuando se trata de la infinitud extensiva, hay una incómoda situación que bloquea la trasferencia lineal de dicha propiedad desde el dominio de la magnitud espacialmente extensa hasta el dominio del tiempo, pues a diferencia de lo que parece ocurrir en el caso del punto y el ‘ahora’, en su carácter de principio de continuidad y limitación del movimiento, el ‘móvil’ no parece garantizar la infinitud extensiva del movimiento, por la sencilla razón de que el móvil podría, en principio, detenerse. El mero hecho de que el móvil mantenga su identidad como el tipo de cosa que es en cada caso no basta por sí solo para garantizar que el movimiento que el móvil realiza no pueda deternerse. Para ello resulta necesario, además, que aquella descripción que permite identificar al móvil como el sujeto del cambio en cuestión, como proceso actual o efectivo y no meramente potencial, sea verdadera del móvil en todo momento, es decir: resulta necesario que el móvil sea algo de lo cual puede decirse siempre con verdad que está realizando efectivamente el correspondiente tipo de cambio (cf. 220a7-8)30 . Pero esto no se sigue de la mera consideración del móvil como móvil, sino que debe establecerse por recurso a otro tipo de argumentos, como el propio Ar. se ve necesitado de hacerlo, allí donde intenta probar la existencia de un primum mobile, la esfera del cielo, cuyo movimiento no tiene comienzo ni puede detenerse (cf. esp. Fís. VIII 6, 259b32-260a19; Met. XII 6, 1071b5-11). Diferente es, en cambio, el caso del punto y del ‘ahora’, pues ambos parecen poseer su carácter a la vez de límite y principio de continuidad de espacio y tiempo, respectivamente, por referencia a la misma descripción que permite identificarlos como lo que precisamente son, es decir, simplemente en cuanto son un punto o bien un ‘ahora’, respectivamente: ambos funcionan siempre a la 30
Para la interpretación de este difícil pasaje, véase al comentario en Vigo (1995) pp. 258 s. ad 220a4-26. Tópicos 30 bis (2006)
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vez como límite de una extensión, espacial o temporal, y como principio de la siguiente (cf. Fís. IV 11, 220a8-14)31 . Más allá de otras diferencias de detalle,32 esto implica que tanto en el caso del espacio como también en el caso del tiempo el acto de colocar un límite trae ya consigo, por así decir, también la superación de dicho límite, pues el límite opera siempre, a la vez, como principio de la extensión siguiente. Desde este punto de vista, puede decirse que, mas allá de lo que pudieran marcar sus propias intenciones expresas, Ar. se topa aquí, de hecho, con la constatación que provee el punto de partida de una argumentación bastante conocida, a la que en la historia de la reflexión filosófica sobre el espacio y el tiempo se ha recurrido en más de una 31
Un argumento análogo para poner en cuestión la aplicabilidad del modelo de doble calcado estructural, en este caso, en el tramo que va del dominio del movimiento al dominio del tiempo, se podría derivar con relativa facilidad a partir de las pocas referencias de Ar. al problema que plantea la propiedad de la velocidad. En efecto, a la hora de mostrar que el tiempo no se identifica, sin más, con el movimiento, Ar. remite al hecho de que el movimiento admite diferencias de velocidad, las cuales sólo pueden ser determinadas por referencia al tiempo, el cual no puede, a su vez, ser considerado ‘más rápido’ o ‘más lento’ (cf. Fís. IV 10, 218b13-18). Pero esto mismo muestra, podría argumentarse, que el tiempo, en su carácter de medida, exige ser pensado como poseedor de un tipo de invariabilidad y regularidad que el sustrato en el cual se apoya su existencia, esto es, el movimiento, no necesariamente debe poseer. Por cierto, desde el punto de vista cosmológico, Ar. cree posible, como se ha dicho, identificar, al menos, un movimiento (vgr. el de la esfera del cielo) que está dotado, de hecho, del tipo de invariabilidad y regularidad que exige la función propia del ‘reloj natural’ (véase arriba nota 27). Sin embargo, el punto de fondo, cuando se trata de poner en cuestión el orden de relaciones de prioridad que establece el modelo de doble calcado estructural, concierne aquí al hecho de que es el modo en que debemos representarnos el tiempo el que nos exige hallar un movimiento que posea las caracerísticas que exige necesariamente la función de reloj natural, y no viceversa, aun cuando, una vez hallado dicho movimiento, procedamos luego, como lo hace Ar., a intentar mostrar que provee el fundamento necesario de la práctica de medición temporal, al menos, allí donde ésta adquiere un carácter público y eventualmente sujeto a regulación institucional. 32 Como Ar. observa, la analogía no es, sin embargo, completa, porque hay una diferencia en lo que concierne a la función limitante o divisoria: al marcar un punto para dividir una línea, si se desea considerar al mismo punto como principio de la línea que sigue, habrá que hacer una pausa y tratar dicho punto como si fueran dos, cosa que no ocurre en el caso del móvil, que en virtud de su propio movimiento marca el tránsito de una extensión a otra, ni del ‘ahora’, en cuanto éste sigue al móvil. Véase 220a9-13. Tópicos 30 bis (2006)
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ocasión, con el objetivo de hacer plausible la tesis básica según la cual no habría, en rigor, un modo realmente consistente de pensar un comienzo o un final ni de la extensión espacial, al menos, a nivel de la totalidad cósmica, ni tampoco del tiempo33 . Sin embargo, desde el punto de vista que aquí interesa, el aspecto más sorprendente, y también más aleccionador, de la posición que adopta Ar. viene dado por el hecho de que a diferencia de lo que ocurre con otros pensadores que advirtieron la analogía estructural entre el punto y el ‘ahora’ a la que alude el pasaje comentado de Fís. IV 11, y contrariando incluso la tendencia general que prescribe el modelo de doble calcado estructural que provee la matriz básica de su propio tratamiento de los diferentes modos del continuum, Ar. no vacila en rechazar de plano la posibilidad de tratar en pie de igualdad a espacio y tiempo, allí donde lo que está en juego es justamente la propiedad de la infinitud extensiva. Así, en el tratamiento del infinito de Fís. III 4-8 la representación de un cuerpo o una extensión espacial cuyas dimensiones se prolongaran hasta el infinito es reducida al estatuto de un mero ens imaginarium, que, por el simple hecho de poder ser representado de algún modo, no garantiza la existencia efectiva de un objeto que le corresponda34 . En cambio, en el caso del tiempo, cuya infinitud extensiva 33
Para una concisa consideración del papel que desempeñó el recurso al argumento referido a la imposibilidad de concebir un primer (o último) instante del tiempo, sobre todo, en conexión con la discusión en torno a la posibilidad de la creación, desde Aristóteles hasta Leibniz, véase van Fraassen (1970) pp. 17-30. La idea análoga según la cual toda línea recta finita (segmento) debe ser pensada como parte de una línea recta infinita adquiere expresión ya en el segundo postulado de Euclides (cf. van Fraassen pp. 117 ss.). En este sentido, hay quienes piensan que fue precisamente el desarrollo de la geometría griega el que condujo por primera vez a la elaboración de la representación abstracta de un espacio homogéneo infinito, la cual fue adoptada luego por cosmólogos del siglo V a. C. Véase, en tal sentido, la explicación de Cornford (1936), cuya tesis, sin embargo, es rechazada por Torretti (1998) p. 60. Como quiera que sea, la representación de un espacio infinito (cósmico o extracósmico) encontró muy pronto fuertes opositores, como el propio Aristóteles. Para una muy buena presentación de la polémica sobre el punto entre pitagóricos, aristotélicos y estoicos, véase Sorabji (1988) cap. 8. 34 Véase esp. el argumento basado en la posibilidad de un incremento ilimitado en dirección del ‘más’ en III 3, 203b22-30 y la correspondiente réplica en III 8, 208a1419, donde Ar. señala que el hecho de poder representarse un hombre de dimensiones gigantescas no basta para garantizar su existencia. Tópicos 30 bis (2006)
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viene exigida, como se vio, incluso por la propia concepción operacionalista del infinito, Ar. no ve mayores problemas en acudir al argumento B de IV 13, que no sólo invierte el orden de fundamentación que caracteriza a su propia concepción relativa a los diferentes modos del continuum y sus relaciones, sino que, además, apela, en definitiva, al mismo tipo de incremento indefinido que en el caso del espacio conduce, a juicio del propio Ar., a una ficción carente de genuino sustento ontológico. V Todo parece indicar, pues, que a los efectos de no poner en riesgo la consistencia de su propia concepción de conjunto acerca de las relaciones entre magnitud espacialmente extensa, movimiento y tiempo, a la hora de intentar establecer la infinitud extensiva del tiempo, Ar. debería haberse contentado con argumentos que, como el argumento A de IV 13, apelan a la tesis cosmológica de la eternidad del movimiento. Y tal es, de hecho, la estrategia que Ar. adopta en aquellos contextos argumentativos en los cuales aborda la cuestión relativa a las relaciones de fundamentación que vinculan al movimiento y el tiempo, a nivel cosmológico35 . Pero si esto es realmente así, tanto más interpelante tiene que resultar el hecho de que en un contexto como el del tratado del tiempo de Fís. IV 10-14, en el cual el análisis fenomenológico situado en el nivel correspondiente a la experiencia inmediata del movimiento y el tiempo posee una clara preeminencia sobre la especulación cosmológica de corte más sistemático, Ar. se vea llevado, como forzado por las cosas mismas, a apelar a un argumento que no viene en modo alguno sugerido por su propia concepción ontológica de base. Que por medio de dicho argumento Ar. mismo haya podido percibir, en algún grado, los límites de su propia concepción del continuum, en la medida en que ésta se basa en el modelo del doble calcado estructural, es algo que, ciertamente, no puede ser probado, pero tampoco descartado por completo, tratándose de un pensador tan sensible a la especificidad y la irreductibilidad de los diferentes ámbitos fenoménicos, y, por lo mismo, tan reacio a forzar las cosas, para acomodarlas en 35
Cf. Fís. VIII 1, 251b10-28 y Met. XII 6, 1071b6-11; véase también arriba nota 7.
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anaqueles diseñados de antemano. No se trata aquí, por cierto de que la apelación a tal argumento ponga definitivamente en crisis la tesis ontológica de base asumida por Ar., según la cual, al menos, en el nivel de descripción que corresponde al abordaje propio de la filosofía de la naturaleza, el tiempo debe considerarse como dependiente del movimiento, tal como éste lo es, a su vez, de los objetos espaciales. Se trata, más bien, de que el propio Ar. parece dar así testimonio de la presencia de un elemento de indocilidad y resistencia a todo intento por objetivar sin resto este fenómeno tan fundamental y ubicuo, como escurridizo y enigmático, que parece constituir una suerte de inmenso arco que se tensa entre los opuestos extremos de la experiencia inmediata de sí por parte del hombre, por un lado, y la unidad omniabarcante del cosmos, por el otro. No en vano recuerda el propio Ar. hacia el final de la magistral discusión desarrollada en Fís. IV 10-14, y con genuino asombro filosófico, que, vinculado misteriosamente con el alma, el tiempo no por ello se deja hallar menos por doquier, dentro del mundo visible: en la tierra, el mar y el cielo (cf. IV 14, 223a16-18)36 . 36
Significativo resulta el hecho de que Heidegger —que cree poder identificar en el modo en que Ar. piensa la conexión entre alma, tiempo y mundo una suerte de barrunto lejano de su propia concepción de la temporalidad extática, como fundamento de la trascendencia del Dasein (cf. Heidegger [1927] § 19 β) esp. pp. 358 ss.)— discrepe, a la vez, radicalmente de Ar., a la hora de evaluar la significación que debe atribuirse a las razones que exigen pensar el tiempo como infinitamente extenso. En efecto, Heidegger cree que la representación habitual o ‘vulgar’ del tiempo como una suerte de serie homogénea de instantes que se extiende infinitamente debe verse, en su génesis existenciaria, como el resultado de una radical nivelación ocultante de la temporalidad originaria, en virtud de la cual la referencia al límite irrebasable de la muerte, constitutiva de la posibilidad del futuro propio, queda, como tal, tendencialmente encubierta (cf. Heidegger [1927a] § 81 esp. pp. 423 ss.; véase también Heidegger [1927] § 19 γ) pp. 374 ss.). Llamativamente, en el caso de Heidegger, la infinitud extensiva del tiempo (vulgarmente entendido) no aparece, pues, como marca de la irreductibilidad del fenómeno originario de la temporalidad, sino, por el contrario, como la señal más nítida de la nivelación de dicho fenómeno. Es, en cambio, en la ubicua persistencia de una determinada ‘dirección’ del tiempo, incluso en las representaciones más radicalmente niveladas y cosificadas de éste, donde Heidegger cree poder detectar la marca que deja traslucir la irreductibilidad del fenómeno de la temporalidad, en su sentido originario (cf. Heidegger [1927a] § 81 esp. pp. 425 ss.). Por lo mismo, no hace falta decir que, a juicio de Heidegger, todo intento de fundar la ‘dirección’ de la sucesión temporal a partir de la serie sucesiva provista por Tópicos 30 bis (2006)
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A RISTÓTELES Y LA INFINITUD EXTENSIVA DEL TIEMPO
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1. Goals. Tópicos is a specialized philosophy journal aimed to professional philosophers of the international community. Consequently, Tópicos will not publish informative, general, theological, or interdisciplinary papers, or essays in art or literary criticism, not conforming to philosophical methodology and primarily philosophical content. 2. Themes. Tópicos is not dedicated to a specific philosophical area or field as long as there is serious methodology in the exposition. 3. Submissions. All submissions must be original unpublished papers, not in publications process with any other journal. Submissions fall within three categories: 1. Monographic articles whose extension is not longer than 35 pages and not shorter than seven (12 points size type and 1.5 spacing). 2. Discussions, consisting of responses or objections to other articles, notes or discussions formerly published in Tópicos. These are meant to debate issues in a standard scientific style. They should be between 6 and 10 pages long. 3. Reviews, no longer than 6 pages or shorter than two. 4. Contributors. Tópicos receives contributions from graduate students, professors and independent researchers. It does not process any contribution from undergraduate students. Contributors must indicate, on a separate sheet, their affiliation and a valid e-mail address. Contributions must be written without any internal reference that might help to identify its author.
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5. Evaluation. Every submission will be assessed by two referees. The names of the author and the referees will be kept unknown. The average time to decide publication is between three and four months. In any event, the author will receive the votes of the referees in writing. If the submission is deemed worth of publication with suggestions the author is free to take or not into consideration the suggestions provided by the referees. If the referees consider the contribution worth publishing with necessary corrections, the contribution will be published if and only if those corrections are made. If the contribution is rejected, the author is free to rewrite the paper and submit it again to Tópicos, following the guidelines of the referees, without any commitment of the journal for publication. 6. Submission procedures and requirements. Every contribution must include a letter requesting its publication. Contributions written in English or Spanish are preferred, though some arrangements may be made for other languages. Submissions must be half-spaced, with a five-line (100 words) abstract in both English and Spanish, with an index of keywords, in both languages, and notes, tables, and figures, at the end. Title, author, academic adscription and address must be clearly stated in a separate sheet (title page). It is advisable to send digital support in an open format, preferably RTF (Rich Text Format), available in most word processors. In the case of works about renowned authors, sources must be quoted following standards. (For instance, the pre-Socratics shall be quoted according to the Diels-Kranz edition, Aristotle according to Bekker, Kant according to the Berlin Academy, Marx and Engels according to MEGA, excerpts from the younger Hegel according to Nohl, etc.). Mediaeval and ancient works without a critical edition may be quoted according to its internal structure (book, quaestio, divisio, etc.). Conventionally accepted abbreviations may be used after first references. (For example, Met. Stands for Metaphysics, Ak for Kant’s edition, DK for the Diels Kranz edition, KrV for the Critique of Pure Reason, etc.). Other sources and critical literature must be quoted in the following way: I. The first time a book is quoted:
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Author’s given name AUTHOR ’ S LAST NAME: Book title, translator, place: publisher year, [volume], page, (original edition). José O RTEGA Y G ASSET: Historia como sistema, Madrid: Espasa Calpe 1971, pg. 17. I. M. B OCHENSKI: Historia de la Lógica Formal, trans. Millán Bravo Lozano, Madrid: Gredos 1968, pg. 115 (German: Formale Logik, Freiburg-München: Veriag Karl Alber 1956). First edition data is preferred, save the case wherein a different edition is intentionally quoted. II. The first time a journal is quoted: Author’s name AUTHOR ’ S LAST NAME: “Title of article”, Journal’s name, volume{Roman}-number{Arabic} (year), pages. Alan M. T URING: “Computing Machinery and Intelligence”, Mind LIX-236 (1950), pgs. 433-460. III. In following references, use the author’s last name and the first two words of the title (or more if necessary) to simplify the identification: O RTEGA
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G ASSET: History. . . , pg. 42.
B OCHENSKI: History. . . , pg. 27. T URING: “Computing Machinery. . . ”, pg. 444. As an option, the author-date system documented in the Chicago Manual of Style, 14th. Edition, is accepted. Transliteration of words or phrases originally in non-Latin writing systems is considered correct, if following some recognized standard; long passages whose discussion is essential for the exposition should
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include verbatim reproduction of the passage, according to Copyright laws and conventions. If the author cannot provide a digital version of the contribution, or a copy of the original, he or she must indicate the name of the source that was used and instructions for access. For Greek texts, the use of any font encoding used by the Thesaurus Linguae Graecae (TLG) is encouraged. All correspondence shoud be addressed to: Tópicos, revista de filosofía Facultad de filosofía UNIVERSIDAD PANAMAERICANA Augusto Rodín 498 Insurgentes Mixcoac 03920 México, D.F. E-mail: topicos@mx.up.mx
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PARA LOS COLABORADORES DE T ÓPICOS
1. Objetivo. Tópicos es una revista especializada de filosofía dirigida a profesionales en la materia de la comunidad científica nacional e internacional. En consecuencia, no tienen cabida en Tópicos artículos de difusión, panorámicos o generales, teológicos, de crítica de arte o literaria, o trabajos interdisciplinarios que no estén elaborados con una metodología y contenido preponderantemente filosófico. 2. Temática. Tópicos no está circunscrita a un área o campo determinado de la filosofía siempre y cuando exista rigor y seriedad metodológica en la exposición. 3. Sobre las colaboraciones. Deben ser originales inéditos, que no se encuentren en proceso de dictamen para otra revista. Los escritos publicables en Tópicos pueden ser de tres tipos: 1. Artículos monográficos, cuya extensión no será mayor de 35 cuartillas ni menor de siete (en tamaño de letra 12 a especio y medio). 2. Discusiones, que consisten en réplicas u objeciones a artículos, notas o discusiones publicadas anteriormente en Tópicos. Se trata de una sección de polémica escrita con el estilo propio de una publicación científica. Su extensión debe ser de entre 6 a 10 cuartillas. 3. Reseñas críticas, cuya extensión no será mayor de seis cuartillas, ni menor de dos.
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4. Sobre los colaboradores. Tópicos recibe colaboraciones de alumnos de postgrado, profesores e investigadores. No recibe colaboraciones de estudiantes de licenciatura ni de pasantes. Quienes envían artículos para publicación deben indicar, en hoja aparte, la institución en la que estudian o prestan sus servicios y su dirección electrónica. Los artículos deben ser presentados sin ningún dato del autor, ni alusión que pueda identificarlo. 5. Evaluación. Toda colaboración recibida será dictaminada por dos académicos. Tanto el nombre del autor como el de los dictaminadores permanecerá en el anonimato. El tiempo promedio para dar respuesta sobre la publicación o no de los artículos es de tres a cuatro meses. Sin importar los resultados del dictamen, el autor recibirá por escrito las opiniones de los árbitros. En caso de ser publicable con sugerencias, el autor tendrá libertad de tomar o no en cuenta dichas opiniones. De ser publicable con correcciones necesarias, la aceptación del artículo estará sujeta a los cambios especificados. Si el dictamen es negativo, el autor, una vez incorporando las indicaciones de los árbitros, podrá proponer su texto una vez más para su publicación sin que por ello Tópicos se obligue a aceptarlo. 6. Sobre la presentación de la colaboración. Toda colaboración deberá acompañarse de carta en que se solicita publicación de la misma. Tópicos recibe colaboraciones en inglés o en castellano. Las colaboraciones deben presentarse impresas a espacio y medio, con un resumen (abstract) de no más de cinco líneas (100 palabras) en inglés y en español, palabras clave, también en los dos idiomas y notas a pie de la página (ilustraciones al final del texto). Deben indicarse claramente el título del articulo, autor, adscripción académica y datos de localización en hoja aparte (titlepage). Se recomienda el envío de soporte informático, vía diskette, en correo ordinario o a través de correo electrónico; en algún formato compatible con PC, preferentemente el formato RTF (Rich Text Format) disponible en la mayoría de los procesadores de texto más difundidos. En el caso de trabajos sobre autores clásicos se requiere que las fuentes se citen según es costumbre entre los especialistas. Así, por ejemplo,
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PARA LOS C OLABORADORES
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a los presocráticos se les citará según Diels-Kranz, a Aristóteles según Bekker, a Kant según la edición de la Academia, a Marx y Engels según MEGA, los fragmentos del joven Hegel según Nohl, etc. En el caso de autores medievales de quienes no exista una edición crítica universalmente aceptada se les podrá citar según la estructura propia de la obra: Summa, Cuestión, Comentario, etc. Lo anterior no vige para citas completamente marginales. Después de citar por primera vez una obra, se pueden utilizar abreviaturas convencionalmente aceptadas. Por ejemplo, Met. para la Metafísica, Ak para la edición de Kant en la academia, DK para la edición de Diels-Kranz, KrV para la Crítica de la Razón Pura, etc. En el caso de otro tipo de fuentes y de literatura crítica se deberá citar de la siguiente manera: I. La primera ocasión que se cite un libro: Nombre-autor A PELLIDO - AUTOR: Título del libro, traductor, lugar-de-edición: editorial año-de-publicación, [volumen] página (edición original). José O RTEGA Y G ASSET: Historia como sistema, Madrid: Espasa Calpe 1971, p. 17. I. M. B OCHENSKI: Historia de la Lógica Formal, trad. Millán Bravo Lozano, Madrid: Gredos 1968, p. 115 (alemán: Formale Logik, Freiburg-München: Veriag Karl Alber 1956). Siempre deberá citarse según la primera edición o sucesivas reimpresiones de la misma, salvo el caso en que intencionalmente se quiera citar una edición posterior. II. La primera ocasión que se cite una revista: Nombre-autor A PELLIDO - AUTOR: “Título-artículo”, Nombre-revista, volumen{romano}-número{arábigo} (año), página.
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Alan M. T URING: “Computing Machinery and Intelligence”, Mind LIX-236 (1950), pp. 433-460. III. En sucesivas ocasiones basta con poner el apellido del autor y las dos primeras palabras del título (o más si hiciese falta para su identificación): O RTEGA
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G ASSET: Historia. . . , p. 42.
B OCHENSKI: Historia. . . , p. 27. T URING: “Computing Machinery. . . ”, p. 444. Opcionalmente se acepta el sistema autor-fecha especificado en el Chicago Manual of Style, 14th. edition. Para la introducción de textos de otros alfabetos se considera correcta la transliteración (de acuerdo a estándares reconocidos) de palabras o frases aisladas; no así de pasajes largos o cuya discusión resulta parte fundamental de la exposición. Si el autor provee una copia informática del artículo debe procurar también proveer una copia de la fuente original en la que el texto fue escrito e impreso; de no ser esto posible por las leyes de Copyright, debe indicar en una nota el nombre de la fuente que fue utilizada y algún procedimiento para conseguirla. Para los textos griegos se sugiere el uso de SGKDutch u otra utilizada por el proyecto Thesaurus Linguae Graecae (TLG). La correspondencia debe enviarse a: Tópicos, revista de filosofía Facultad de filosofía UNIVERSIDAD PANAMAERICANA Augusto Rodín 498 Insurgentes Mixcoac 03920 México, D.F. Correo electrónico: topicos@mx.up.mx
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