Cap. X: Reflejo y reconocimiento en el proceso psicoterapéutico

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CAPÍTULO X

REFLEJO Y RECONOCIMIENTO EN EL PROCESO PSICOTERAPÉUTICO1



En cierto sentido también la Locura es una máscara, ya que todos poseen una máscara, ya que el mundo es todo un juego de espejos, y de imágenes: de rostros celados por las máscaras, de aspectos reflejos y cambiantes, puestos del derecho y del revés. La locura es la “verdad” de la vida, de la escuela, de la sociedad. La locura no puede ser ni extirpada, ni “separada”. Sin la locura, ¿quién se ocuparía de conservar y de reproducir la vida? Lo que demuestra que la verdad se ve invertida en la locura, hasta que una más alta locura deja alcanzar aquella más alta verdad que es la conciencia irónica de la inseparable conexión entre sabiduría y locura, es más, su dialéctica coincidencia. Eugenio Garin. Introducción al Elogio de la Locura, de Erasmo de Rotterdam.

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1. Reflejar y reconocer. El aparecer de dos movimientos.

Tendríamos un todo si pudiésemos realizar el significado de la unidad. Pero el significado de la unidad es multíplice. El individuo particular es una unidad que es infinita; si quiero conocerlo, lo descompongo en las muchas maneras del ser individual; al ser conocido, el individuo pierde precisamente su unidad a favor de esas muchas unidades que lo constituyen. La existencia singular (Existenz) es una idea filosófica; como empleo el Uno en el pensamiento trascendental para iluminar el aspecto incondicionado de la existencia absoluta. Nosotros aprehendemos las unidades durante el proceso del conocimiento, pero nunca las unidades últimas: ni las del individuo, ni las de la existencia absoluta. Karl Jaspers.

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esde los albores de lo que concebimos como historia de la humanidad, el ser humano ha debido hacer las cuentas con un estado de inquietud provocado por la incertidumbre y la angustia del conocimiento de su destino mortal. La experiencia de ser cambiantes, mutables, móviles, ha fijado en nuestro conocimiento la imposibilidad de concebirnos como un todo unitario de modo perdurable. El uno, se diría, es una medida en el espacio que poco puede compartir con los empujes del tiempo. Basta volver la mirada a las etapas de la vida. Una inicial simbiosis, caracterizada por la experiencia sensorial de presente continuo, cede el paso al comienzo de las relaciones y a los movimientos intencionados. Luego el dolor, la palabra, la focalización paulatina de la posesión del cuerpo, el caminar… Apenas una etapa llega a su culminación, la momentánea unidad alcanzada procede por el camino de su propia aniquilación y se decide a abordar una nueva fase caótica y llena de peligros, traicionada por el propio deseo de nuevos horizontes y por los estímulos del mundo relacional. Si así no fuese, el sujeto interrumpiría la búsqueda y, azotado por los peligros del mundo en derredor, se encerraría en su caparazón defensivo (para defender su unidad) y abandonaría el transcurso del tiempo. Es el sueño autístico, el cual se aferra a una especie de mundo en miniatura donde la búsqueda desesperada y final de mantener el uno en eterno, se paga con el esfuerzo de una continua elaboración de murallas para asegurarse el cobijo. En el autismo, entonces, el tiempo sucede solo en negativo, no en el ser, sino en la heroica y descomunal arquitectura del castillo protector del ser unitario que debe ser conservado dentro. Pero esto no es más que la excepción. Lo más frecuente es que la vida se manifieste como búsqueda incesante de unidad y que, una vez vislumbrada esta, la fuerza vital desgarre ese espejismo (el conocer el paso del tiempo así lo hace intuir) con el propósito de iniciar una nueva búsqueda de unidad. Eso es lo que explican las etapas de la vida. Alcanzar la infancia es despojarse de ella, alcanzar la madurez presagia el abandono de ella, así como alcanzar la vida entera 211


Reflejo y reconocimiento en el proceso psicoterapéutico

presagia ya la muerte. La realidad vital tiene que ver con el tiempo, con el tiempo que pasa y se lleva los espejismos, uno a uno, por lo menos cuando nuestro cuerpo ha traspasado el lugar de la visión y no se ha detenido allí, sino que ha continuado su camino; en un incesante proseguir donde tiene poca importancia dirimir si el motor del pasaje es el desengaño o un deseo renovado de trasladar la unidad más adelante, hacia un futuro más o menos cercano. Quien siente haber alcanzado verdaderamente su unidad, deja de caminar y empieza a amurallar el lugar de la visión, hasta encerrarse dentro para poder ser siempre unidad, tal como hemos visto que sucedía en el autismo. Quien se ha detenido a una distancia prudente del espejismo, vale decir, lo suficientemente cerca como para vislumbrarlo y lo suficientemente lejos como para no tener que verificar su autenticidad, camina en todas direcciones pero como en círculo: sin abandonar nunca, aun sin poder entrar en él, el punto de referencia de la visión. Camina en cualquier dirección, y a sabiendas de no poder progresar en el camino, pues ha decidido, en simple hipótesis, dónde pueda hallarse la unidad. Entonces hay que volver periódicamente a las cercanías del templo de la visión; ese templo que en un futuro nos revelará, gracias a nuestra fidelidad esperanzada, una muestra extemporánea de nuestra unidad indeleble. Eso sucede porque el sujeto, cansado o carente de confianza en poder alcanzar una auténtica unidad en el tiempo (que una vez alcanzada, como hemos visto, se convertiría en espejismo y habría que seguir caminando y buscarla de nuevo), establece un pacto con la realidad. Hace el vacío espacial en un lugar específico: a cierta distancia del reflejo, de modo de no tener que determinar si es un espejismo o una realidad unitaria; y, hecho ya el vacío, sitúa allí su unidad de futuro, en la creencia de poder dedicarse sin fatiga (sin exploración ni búsqueda) a la reconstrucción de las imágenes del pasado. Es lo que sucede en la neurosis. Un reposo en el pasado, con el proyecto de seguir el camino en un futuro no muy lejano, cuando desde las afueras del templo podamos percibir con claridad el referente de nuestra imagen auténtica (una imagen espacial): aquella que nos demuestre que vale la pena desalojar las inmediaciones del templo y proseguir por propia cuenta el camino. En la neurosis, el sujeto espera obtener con ese medio las fuerzas que le faltan para llevar a cabo la experiencia vital. Quiere la demostración de que exista una unidad, quiere pruebas, seguridades, puntos de referencia que le aseguren el éxito de la empresa. Mientras tanto espera, espera pacientemente hasta que el tiempo pasa y, comenzando a tener una visión retrospectiva de la vida transcurrida en la infructuosa espera, decae aún más la confianza y, finalmente, se instala en el desasosiego. Cada vez más cansado y alejado de los lugares que no podrá ya atravesar, aquejado de esa sensación de retraso que invade siempre la psique del neurótico, no le queda ya más opción que resignarse y abandonar las posibilidades de alcanzar una unidad. Dos sensaciones lo asaltan, en alternancia perfecta: la inquietud -el ansia- y el apego desesperado, cada vez más fervoroso y expectante, al antro que debe anunciar su unidad. Más adelante, una de esas dos sensaciones superará a la otra. Si prospera la inquietud, el sujeto dejará de recriminarse por su retraso y no tendrá más remedio, si es que quiere salvarse, que actuar; para lo cual pedirá ayuda a otra persona, especialmente si esa persona es intuida como libre de la fascinación por el templo. Si, por el contrario, vence el apego, el amor ciego a la realidad de la renuncia, el sujeto irá abandonando paulatinamente la inquietud a medida que se acerque al templo, hasta situarse tan cerca de sus paredes que estas puedan proyectarle, si es que no una imagen unitaria, sí al menos imágenes 212


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