Cap II. La psicología analítica o el arte del diálogo

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CAPÍTULO II

LA PSICOLOGÍA ANALÍTICA O EL ARTE DEL DIÁLOGO1



1. La doble referencialidad de la obra junguiana y posjunguiana2.

En la base del género está la idea socrática de la naturaleza dialógica de la verdad y de la humana reflexión sobre ella. El método dialógico de búsqueda de la verdad se contraponía al monologismo oficial, que ambicionaba la “posesión” de una verdad “ya acabada”; se contraponía a la ingenua presunción de los hombres que creen saber algo, es decir, que creen poseer ciertas verdades. La verdad no nace ni se encuentra en la cabeza de un hombre solo: ella nace “entre los hombres”, que juntos buscan la verdad, en el proceso de su comunión dialógica. Mijail Bajtin.

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sta pequeña y esclarecedora cita de Bajtin, referida a la profundidad y complejidad del estilo literario del gran maestro de las letras Fedor Dostoyevski3, puede servirnos para iniciar nuestra reflexión en torno a la posible distinción entre el proceso que coadyuva a la construcción de una Psicología, y ese otro proceso, mucho más limitado e interpersonal, que se dirige hacia el establecimiento de un diálogo terapéutico, es decir, hacia la Psicoterapia. Ante todo, ¿es esta una distinción pertinente? ¿Es que no son lo mismo la psicología y la psicoterapia? En realidad, a lo largo del Siglo XX, la mayor parte de los supuestos de cada teoría psicológica, y las aplicaciones prácticas o nociones clínicas a ellas conectadas, han sido concebidas solo como distintos momentos de un continuum coherente y aunador. Así, el desarrollo y la comprensión de las líneas teóricas de fondo ya llevaba consigo la ejemplificación de determinados cuadros clínicos y la aplicación de determinados modelos terapéuticos. Eso quiere decir, por ejemplo, que la especulación sobre los contenidos del inconsciente presuponía una psicopatología de las enfermedades producidas por él, así como también un abordaje, en modo preliminar, dirigido hacia la resolución de dichas enfermedades. En concreto, las tópicas freudianas, el concepto de represión, los mecanismos de defensa del Yo, la psicopatología subyacente y la interpretación terapéutica no eran sino secuencias diferentes de un mismo saber. Es más, el saber y el obrar eran considerados como habitaciones de un mismo edificio constitutivo, en el cual, en más de una ocasión, quedaban eliminados incluso los muros separadores en el interior del habitáculo. Este estado de cosas es más que comprensible en el Psicoanálisis. Esta ciencia nacía, se desarrollaba y profundizaba a equidistancia de la Psicología (ciencia que estudia la psique) y del análisis (método terapéutico de resolución de los conflictos psíquicos). Haciendo fuerza por igual sobre estos componentes, el psicoanálisis es en parte ciencia y en parte método terapéutico, aunadas ambas particularidades por la síntesis neológica de la palabra psicoanálisis. Recordemos un poco la historia. El método analítico, gran representante de la Ilustración, había acabado por colonizar, a finales del Siglo XIX, casi todo el territorio de las ciencias naturales. Su influencia, incluso, había acabado por fecundar los últimos estudios de la química y de la alta matemática. Dada esta expansión sin límites del método analítico en la época positivista, ¿por qué no incorporarlo, pues, al último feudo aún por dominar, esto es, al feudo enigmático y escurridizo de la psique? ¿Por qué no 65


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fundar una ciencia que, apoyada en el análisis psíquico, sirviera de base conceptual para indagar los contenidos de la psique y, a la par, como vehículo de cura? ¿Por qué no devolver los territorios transitados por la historia de la cultura a la cruda aceptación de una pertenencia natural? Ese fue el gran reto de la ciencia fundada por Breuer y Freud. Tratar de unificar criterios para moverse expansivamente en ese territorio casi virginal; investigar las fuerzas naturales veladas o encubiertas tras la máscara de la cultura y de los afectos; desentrañar el mecanismo represor ocultador de la verdad y la paradójica inversión ejercida por los mecanismos de defensa en los niveles del afecto, etcétera, etcétera. Todo ello con un método inductivo-analítico capaz de tejer, desde los cimientos, un edificio teórico-empírico lo suficientemente sólido como para erigirse en sede de una nueva ciencia. Indudablemente, el esfuerzo valió la pena. Después de una portentosa maniobra de excavación en la base de los cimientos (que debió resistir los múltiples rechazos y actos de repulsa provocados por la mentalidad puritana de finales del Siglo XIX e inicios del XX), Freud acabó por imponer al público europeo y americano su ciencia y algunas de las consideraciones que la acompañaban. Todos debemos agradecerle ese esfuerzo realizado, sin el cual ahora no tendríamos la oportunidad de seguir indagando sobre la psique, sus enfermedades y sus remedios. Pero volvamos a nuestro tema central. ¿Es que los presupuestos de una ciencia, el psicoanálisis, pueden escindirse de su directa aplicación práctica, de una técnica terapéutica, de una psicoterapia cuyo adjetivo principal en nuestros días sigue siendo precisamente el de psicoanalítica? ¿Existe alguna razón convincente para separar una psicología de su psicoterapia consiguiente? Nosotros creemos que sí, y lo creemos por varias razones. En primer lugar, sin esa separación, los conocimientos provenientes de diversas teorías psicológicas no llegarían nunca a estar suficientemente equilibrados en el tronco común y globalizador de la Psicología, y tomarían de manera literal su pertenencia a un orden práctico; lo que daría lugar a un sinfín de psicologías, encontradas entre sí, y, paradójicamente, cada una de ellas con la excesiva pretensión de erigirse en la “auténtica”. En segundo lugar, sin esa distinción estaría devaluada la historia y pregnancia bimilenaria del arte de la Psicoterapia, es decir, del arte que, poniendo en relación dos psiques diferentes bajo el estatuto de la búsqueda de alivio para una de ellas, ha entreverado, en nuestra cultura así como también en otras alejadas, la respuesta más “humana” para la “enfermedad” más humana. En tercer lugar, y téngase en cuenta ese orden solo por motivos de necesidad, sin esa distinción la Psicología carecería de límites al creer estar avalada en exclusiva por la empiria, con lo cual, una vez juzgadas y devaluadas la medicina y la psiquiatría en cuanto poseedoras “solo” de una verdad biológica, podría llegar a albergar la pretensión de constituir el único saber válido, el auténtico saber que puede aportar conocimiento de la psique; cuando, en realidad, la filosofía, la religión, la antropología, las artes plásticas, la poesía misma, por citar solo unos pocos ejemplos, dan razón, con sus múltiples visiones y sus múltiples logros, de lo que la psique es capaz de producir en cualquier situación y desde cualquier perspectiva. Y esas producciones interesan también en sí mismas, no pueden ser “leídas” desde una perspectiva “psicológica” ni, por el contrario, ser despreciadas como lejanas o extrañas al reino de la psique. Entonces, a nuestro modo de ver, existen poderosas razones para separar la Psicología de la Psicoterapia, aunque solo sea para salvarlas a ambas de una excesiva reducción autística, así como también de una posible inflación totalitaria y dogmática. Pongámoslas pues a ambas, tras individuarlas, en relación con sus hermanas repudiadas con el fin de demostrar que, si son tomadas con la debida relatividad, separación y diálogo se favorecen mutuamente en una situación circular. 66


2. La doble mirada del hombre: el mundo como objeto y sujeto de relación. Hasta ahora hemos defendido las razones de una diferenciación entre la Psicología y la Psicoterapia. Lo hemos hecho para abrir un diálogo; así que, antes de pasar a materiales estrictamente junguianos, veamos qué puede decirnos una voz tan alejada de los avatares de la construcción de una psicología como la del filósofo y teólogo judío Martin Buber, con la esperanza de que la cita, aun extensa, nos ayude a despejar el camino: Para el hombre el mundo es doble, en conformidad con su doble actitud. Percibe todo lo que le rodea, las simples cosas, los seres vivientes en cuanto cosas. Percibe lo que ocurre en torno a sí, los meros hechos y las acciones en cuanto hechos; las cosas compuestas de cualidades y los hechos compuestos de momentos; las cosas tomadas en la red del espacio, y los sucesos tomados en la red del tiempo; las cosas y los hechos delimitados por otras cosas y por otros hechos, mensurables entre ellos, comparables entre ellos, un mundo bien ordenado, un mundo aislado. Este mundo merece hasta cierto punto nuestra confianza. Tiene densidad y duración. Su ordenamiento puede ser abarcado con la mirada; se lo tiene bajo la mano, se lo puede representar con los ojos cerrados y examinarlo con los ojos abiertos. Está siempre allí, contiguo a tu piel, si lo consientes, acurrucado en tu alma, si lo prefieres; es tu objeto, permanece siéndolo mientras así lo deseas; te es familiar, ya sea en ti o fuera de ti. Lo percibes, haces de él tu “verdad”, se deja captar, pero no se te entrega. Es el solo objeto sobre el cual puedas “entenderte” con otro; aunque se presenta diferentemente a cada uno, está siempre pronto para servirte de objeto común. Pero no es el lugar donde puedas encontrarte con otro. No podrías vivir sin él, su sólida realidad te conserva; pero si mueres en él, tu sepulcro estará en la nada. Por otro lado, el hombre que encara lo que existe y lo que deviene como su interlocutor, siempre lo confronta simplemente como un ser “singular”; y a cada cosa la confronta simplemente como un ser. Lo que existe se le descubre en el acontecer, y lo que acontece se le presenta como lo que es. Solo le está presente esa cosa única, pero ella implica el mundo en su totalidad. Medida y comparación se borran; de ti depende que una parte de lo inconmensurable se vuelva realidad para ti. Esos encuentros no se ordenan de manera de formar un mundo, sino que cada uno es una señal del orden del mundo. No están ligados entre sí, sino que cada uno te garantiza tu solidaridad con el mundo. El mundo que se te aparece bajo esta forma apenas merece tu confianza, porque continuamente adquiere otro aspecto; no puedes tomarle la palabra. No tiene densidad, pues todo en él lo penetra todo; no tiene duración, pues aparece sin que se lo llame y se desvanece cuando se lo retiene. No puede ser examinado, y si quieres hacerlo susceptible de examen, lo pierdes [...] Es para ti la presencia; solo por él tienes presencia. Puedes convertirlo en un objeto para ti, puedes experimentarlo, utilizarlo. Hasta estás constreñido a hacerlo una y otra vez. Pero en cuanto lo haces, ya no tienes más presencia. Entre él y tú hay reciprocidad de dones: le dices “Tú” y te das a él; él te dice “Tú” y se da a ti. No puedes con nadie entenderte a su respecto. En el encuentro con él, estás con él solo. Pero él te enseña a encontrarte con otros y a sobrellevar el encuentro. Por el favor de sus apariciones y por la solemne melancolía de sus partidas, te 67


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