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VII.- Mercurio (para nada
VII Mercurio
Es el planeta más pequeño, más cercano al sol, por lo tanto sin vida, sin lunas y tarda 88 días terrícolas en completar un periodo de traslación; sus amaneceres dobles ponen a prueba a cualquier cineasta de ficción, pues por el mismo lugar que sale el sol se esconde, para luego salir otra vez. Así es el planeta Mercurio. Pero en la tierra, también le llamamos Mercurio al Hidrargirio (aguaplata), un elemento que pertenece a la serie química de los ¨metales de transición¨ con una electronegatividad de 2,00 (pauling) cuyo estado ordinario es líquido pero, cobra formas fascinantes cuando lo calientas y lo enfrías en agua, como hacen los brujos bolivianos. Uno de sus usos occidentales más nobles, consiste en su capacidad para determinar la presión arterial y la temperatura de los seres vivos, particularmente primates y humanos.
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No obstante lo anterior, todo es lo que cada quien quiere que sea; una cosa por sí misma no “es”, tan sólo “significa”. Por lo anterior, el verdadero significado del Mercurio lo aprendí a pronta edad. Cuando niño, crecí con muchos grupos de amigos, en muchas y variadas localidades del país; siempre supe que debía irme pronto, en algún momento y estaba consciente que debería interrumpir el desarrollo de esos vínculos afectivos, por lo que trataba desde el principio de no involucrarme demasiado emocionalmente. En una de esas, conocí una mujer cuyo ritmo de vida y responsabilidades nunca me permitieron conocerla del todo; no obstante, siempre me enseñó con la pedagogía del ejemplo lo que Adam Smith escribió en 1776: “el trabajo, es la fuente de toda riqueza…”. Uno de los tantos tramos que sorteamos juntos nos tocó hacerlo en la colonia Guerrero, en el corazón de la Ciudad de México, en un barrio donde se me prohibía siquiera asomar la cabeza por la ventana debido a la inseguridad. En ese internamiento aprendí todas las tablas de multiplicar y todos los números romanos, pero también aprendí lo más valioso de mi vida, lo cual sigue rigiendo mi conducta.
Una tarde llegó aquella mujer al apando aquél en el que me encontraba confinado y pidió cuentas sobre los deberes académicos de un segundo año de instrucción básica que ni siquiera cursaba legalmente, al tiempo que preparaba el termómetro para tomar la temperatura de una prima con fiebre. Malabareó el instrumento de medición térmica que escapó de sus manos como en cámara lenta, cayendo al piso y rompiéndose en dos; lo levantó, sin inmutarse y extrajo el metal líquido que contenía, colocándolo en una tapa de refresco que estaba en la mesa. Me entregó la corcholata con el mercurio adentro y me explicó que si se me caía, sería imposible recuperarlo, pues se fragmentaría en miles de partículas. Miré durante horas el maravilloso metal platinado que escurría como con ganas de escapar; quedé fascinado por su composición y movimiento. Parecía que tenía vida propia; recorría los límites que se le habían impuesto, seguro de que los rebasaría, brillaba con la potencia de cualquier astro luminoso y daba harta tentación al tacto, como si supiera que no resistirías tocarle. Aun cuando trataba de separarlo, sus elementos siempre tendían a unirse, como una pandilla californiana.
Al levantarme de mi lugar para acercarme a la ventana y apreciarlo mejor, tropecé con la silla y se me cayó la puta corcholata, esparciendo el mercurio por todo el comedor. En fracciones de segundo, se dispersó en millones de microscópicos fragmentos y fue cuando entendí que sería imposible recuperarlo; descubrí entonces que hay cosas y hechos que no tienen reversa, que son irreparables y que no hay modo de reponerlos ni restaurarlos. Por más que lo intenté, jamás pude reunirlo nuevamente.
Treinta años más tarde, había ya ido a la universidad, visitado 19 países, me enamoré un par de veces, me enojé hasta los golpes, reí a carcajadas, me traicionaron, me respaldaron. Viví cada tramo que me correspondía vivir. Un día, perdí una elección constitucional con el Opus Dei gracias a un imperdonable exceso de confianza y una traición casera flagrante; otro día, perdí a la mujer que amaba por una coyuntura injustificable y me quedó claro que esos eran unos de esos hechos irreparables.
Necesitaba unas palmadas en la espalda, recostarme en el regazo de aquella mujer excepcional y me dispuse a buscarla. Le llamé, pero no pudo tomar la llamada debido a que se encontraba curando a una persona, fui a su casa pero estaba en una reunión y no me pudo recibir; me fui desconcertado. Al día siguiente la logré localizar por teléfono y la invité a comer a mi casa, pero no tenía tiempo el jueves ni el viernes ni el sábado.
Esa noche me pregunté sobre qué tema era su reunión, cómo podía curar a las personas y qué agenda diaria tan intensa tendría. Tenía una vida donde no estaba yo; era feliz y se desarrollaba plenamente sin que yo lo hubiera podido presenciar. Al parecer, nunca aprendí la lección del mercurio. El ser olvidado puede ser el escenario más aterrador para cualquiera, más aun cuando se trata de alguien cuya felicidad dependía de uno y no lo pudiste ver. Estoy entrenado prácticamente para cualquier cosa, he visto nacer y he visto morir, recibí instrucción política y militar, he combatido en varios países y se cómo desarmar, limpiar y volver a armar mi compañera de cargo. Incluso yo mismo estoy listo para cuando llegue el momento, y tengo cientos de discursos para el resto de los adultos que se vayan ausentando…pero no estoy preparado para el día en que esta mujer se ausente en definitiva; simplemente no sé qué voy a hacer. Solo lucharé estos días por tratar de conocerla y que no se convierta en una corcholata más de mercurio derramado.