Relatos de la cuarentena 1

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Relatos de la cuarentena

Carlos Alberto Castillo Arriaga Karol Jazmín Moreno Pérez Maribel Escobedo Karen Vizcarra Madrigal Norma Rivera Dasaev Franco Prado Caronte Cervantes Carlos Alberto Román Sánchez Sandra Saenco María Paula Corredor Carolina Marcos Garza Arely Hernández Adrian Ruíz Sánchez Martha Patricia Zavala Cerda Claudia Alejandra Auriol Malely Linares Sánchez Naomi GN oh RacNam Silvio Letort Ileana Bunbury Arturo López

Naomi Sánchez Ruth Elizondo Laiza Onofre Bruno Javier Anaid Díaz Audiel Gonzajuá Bladimir Ramírez Alexa Gante Nancy Tamez María Esther Pérez Feria Wendy Abigail García Juárez Sandra Hernández García David Granados RaS Martín Camps Irma Lissette Rodríguez H. Selene Ferrer Romualdo Ramírez Erika Garza Arturo Belmont

----1 Dibujos de Luis Frías Leal


Relatos de la cuarentena



“Adiós niños, que les vaya bien. Nos vemos el próximo martes, recuerden venir vestidos de verde y traer sus monedas de chocolate. Recuerden que vamos a llevar a cabo la actividad del día de San Patricio”. Estas fueron las palabras con las que el jueves 12 de marzo me despedí de mis alumnos de tercer grado de primaria en el colegio en donde ejerzo como maestro de inglés, han pasado 10 días y no nos hemos vuelto a ver. Días previos, en los periódicos y noticieros, nos informamos de toda esta situación que afectaba a Asia y Europa, un virus sorpresivo que invade tus pulmones, que te provoca tos seca y en el peor de los casos, hasta la muerte, su nombre: coronavirus (COVID-19). Los países infectados declaran cuarentena entre los habitantes de sus ciudades más afectadas. Diariamente en las redes sociales vemos a personas hablando en italiano, desde sus hogares, aconsejando a un México que aún no sabe que en días próximos le espera lo mismo. Hasta ese momento todo parece tan lejano para nuestro país y para mi estado, Nuevo León. A pesar de los comunicados internacionales, la gente va y viene, las calles aglomeradas, los medios de transporte a su máxima capacidad y los falsos datos que provienen de todos lados acerca del cómo el virus ataca, o de cómo es que el virus se introduce en tu organismo y dónde se aloja y hasta de cómo se debe prevenir. Un día antes de la despedida que tuve con mis alumnos se daría el primer caso de COVID-19 en Nuevo León. Es ahora cuando todo se vuelve una realidad y el pánico se apodera de una sociedad, de por sí, ya nerviosa. Los primeros en desaparecer son todos los artículos de higiene y limpieza: antibacteriales, jabones líquidos y el papel higiénico. Este último es llevado por montones en los carritos de supermercado, la razón nadie la conoce, en lo personal, resultado de alguna crisis colectiva. Llevo más de cinco años ejerciendo como docente de inglés y no he visto algo similar. Con el primer caso del virus los dimes y diretes toman más auge. En la televisión empiezan las coberturas y las “últimas horas”. El gobierno pronto tomará la palabra y en mi mente veo venir lo que todos ven muy lejano: la suspensión de clases. Y el número de infectados crece. En la junta de consejo técnico de primarias del día siguiente todo transcurrirá “normal”. Los maestros esperan con ansias el “fin de semana largo” pues el lunes no tendremos clases. Nos despediremos con un cálido “nos vemos el martes”, y nadie se imaginara la noticia. El fin de semana se opta por adelantar vacaciones y así prevenir más contagios. Sin embargo, los maestros tendremos que cumplir, así que extraordinariamente asistimos una reunión con


el miedo de tocar cualquier superficie. Intercambiamos “lo último” que hemos escuchado acerca de la situación. Pronto se optará por continuar las clases a distancia. Y los casos siguen creciendo. Para el 20 de marzo ya estoy en casa, elaborando toda la planeación de las actividades de los niños para las siguientes dos semanas de cuarentena. Y el miedo sigue latente. A pesar de que hasta este punto las medidas de prevención no son muy estrictas, sentí un terror cuando, un día por la mañana, y por medio de un altoparlante, el gobierno de mi municipio nos indicaba no salir de casa y en caso de detectar algún síntoma llamar a tal teléfono. Me transporté a Italia y España. Sin decir nada, pasé saliva. Los días en cuarentena han ido algo tensos. Sin duda alguna, estos días han sido de muchos cambios: no saludamos de mano, nos lavamos las manos cada media hora y limpiamos cualquier superficie que haya sido expuesta. Es casi imposible quedarse en casa para algunos, sobre todo los que viven del diario. Mi hermana es una de ella, atraviesa por un divorcio reciente y sale todos los días a trabajar para sustentar su casa. Ya ha ido una vez al doctor ante un ligero dolor de garganta. La psicosis nos pega a todos. En estos días he pensado tener el virus en al menos tres ocasiones. Todo se ha detenido y modificado. La iglesia ha cerrado sus puertas a las celebraciones a unos días de Semana Santa. En el Vaticano el Papa dio la bendición a una plaza de San Pedro vacía. Le hemos visto recorrer las calles vacías de Italia. Nadie se ha salvado, ricos, pobres, famosos, desconocidos, todos estamos vulnerables al contagio. Lo que en un principio se decía, resultó no ser del todo cierto, el virus no respeta edades. Mientras tanto yo, desde casa reviso mi correo electrónico, envío tareas y hablo con los papás de mis alumnos por este medio. Leo las últimas noticias, pero me da dolor de cabeza. Limpié mi cuarto, ¡a profundidad! He realizado video llamadas con mis amigos y nos hemos escrito por chat los planes que tenemos pendientes y los que haremos una vez que todo esto haya pasado. Pienso en el día en que se permita salir libremente a disfrutar lo más simple. En países como China, donde se originó todo este caso, y después de varios meses de cuarentena al fin pueden salir a las calles. Esto da esperanza a los que vamos empezando. A pesar de los planes y la euforia, no me imagino el volver a las reuniones con mis amigos los viernes, a salir a correr al parque, abrazar a mi familia cuando lleguen a visitarnos. No me imagino volver la vista atrás y vernos a todos en nuestras casas, psicóticos, paranoicos, pero aun así me lleno de optimismo. Y pienso en los que no lo lograrán también. Pienso en todos esos grupos de amigos que no podrán reencon-


trarse después de este periodo largo de resguardo, en todas las familias que quedarán incompletas. Pienso en los que en este momento están luchando por regresar a casa, y continuar con sus pendientes, cierro mis ojos y me imagino caminando en un pasillo de hospital dándoles la mano y dándoles palabras de aliento. Me entra el pánico de saber que pueda ser yo el que pueda estar ahí. Pienso en mi vulnerabilidad, y en la de todos mis allegados también. La primer semana “fuerte” de transmisión casi termina. Nos queda una semana más para ver cuántos se han infectado. No quiero hablar de números, me pone ansioso. Espero que el día de mañana que leas esto, lo puedas hacer desde un parque, desde un transporte público, disfrutando de tus vacaciones en una playa, en un río o en un rancho, acompañado por todos los que más quieres. Espero que hayas soportado este encierro y que todo haya salido de maravilla para ti y tus seres queridos. Por esta ocasión me despido, espero escribir y existir todavía en los próximos días, meses o años hasta que la vida, Dios o el destino me lo permitan, aún tengo que ir a pensar en qué es lo que haré al final de esta cuarentena, ¡me quisiera comer al mundo! Carlos Alberto Castillo Arriaga


El día que todo se detuvo. Karol Jazmín Moreno Pérez

Y de pronto te das cuenta que has pasado toda tu vida de prisa, y que has perdido todos los detalles pequeños. Hoy agradezco por el sol de cada mañana, por la tarde hermosa y fresca del jueves 19 de marzo, donde el silencio total de la calle ante la soledad de los automóviles, se interrumpía con el dulce sonido de las gotas de lluvia que caían por mi ventana. Hoy agradezco algo tan simple como no recalentar en microondas. Agradezco que tengo la oportunidad de convivir más con las personas que no elegimos pero son el vínculo más importante con nuestro pasado, y nuestro futuro:la familia. He logrado descubrir más en ellos en estas dos semanas que en 25 años, pues a veces un rutinario saludo por las mañanas no es suficiente, estábamos sin estar a pesar de compartir el mismo hogar. Hoy agradezco que puedo hacer feliz a mi perro, quién no sabe dónde guardar ya tanta alegría al no sentirse más solo. Agradezco que soy privilegiada por seguir trabajando y educándome desde mi habitación. Hoy me di cuenta que la salud no es importante, es esencial. Y de pronto parece que al vivir una vida sin frenos, nos olvidamos que solamente se vive un momento. Cuando todo termine, no volveré a dar por sentado mi vida, ni los buenos días seguido de un apretón de manos, ni la sonrisa de mi vecina mientras nos dirigimos al trabajo, ni un viaje hacia el lugar de mis sueños, o ese café de los martes entre risas con mis mejores amigas, ni ese estreno de la mejor película un viernes por la


noche que termina con un abrazo de mi pareja. No darĂŠ por sentado que la comida y el dinero sobran, que cuidarse no importa, que la amistad no se cultiva, que con la familia no se convive, que todos tenemos las mismas oportunidades y que nadie necesita mi ayuda. Cuando todo esto termine, el no poder haber ido afuera, quizĂĄ me haya enseĂąado a ir hacia adentro.



De noche, suelo pararme junto a su cama y mirarla, parece que no respira, me acerco hasta poder ver el leve movimiento de su pecho de arriba abajo y me cercioro que solo está dormida. Doy vueltas por el pasillo con un cigarro entre los labios, pensando en qué va a ser de ella. Por la mañana, en el desayuno, hago como que nada sucede, vemos las noticias y reímos un poco, pero dentro, la preocupación me apaga la ironía. Me pregunta si dormí bien y respondo que sí, que me he levantado tarde de tanto dormir, no sabe que en realidad paso las noches rondando afuera de su cuarto sin hacer ruido. Barro y trapeo la casa, preparo nuestra comida, separo sus platos y vasos de los míos, están marcados con un puntito de esmalte, de distinto color, para no confundirlos. De tarde ella mira el programa de concurso que tanto le gusta, yo la miro a ella a distancia. Me pregunta cuándo va a poder salir a la calle, le digo que lo más recomendable es esperar uno o dos meses más y que le he comprado cubrebocas. Tranquila y sin quejarse, intenta abrir la bolsita para sacarlos, no puede y yo no puedo ayudarla, me desespero al verla intentando, pero no quiero acercarme. Verla batallar me hace enojar, con ella, conmigo, con sus manos torpes y arrugadas, con su fragilidad y vejez. Miro en el celular las últimas noticias, los nuevos casos, los fallecidos, las edades. Es de noche otra vez, abro la puerta del patio y entra el perro a la casa, corre hacia el sillón donde está ella, lo recibe dulce y con la mirada iluminada. Después de su vaso tibio con leche y galletas, vemos las últimas noticias del día, va a su cuarto y busca su camisón, me despido de lejos y le digo que todo va a estar bien. Maribel Escobedo


Medio kilo de lo que sea

Karen Vizcarra Madrigal

El gobernador publicó en su página que nos quedáramos en casa durante cinco días. Hoy es el tercero y necesito algunas cosas. Hay unos abarrotes a cuatrocientos metros de aquí, alcanzo el no contagio. Me pongo la ropa que menos me gusta porque cuando vuelva necesito dejarla afuera, aislada como el resto del mundo, para no contaminar mi otra ropa. Llego a la tienda y al parecer el repartidor de tostadas no cree en el virus. Mantengo una distancia de metro y medio y él me dice que me acerque que cabemos como cigarros, y que como los cigarros entre más apretados mejor sabor. Nunca había escuchado esa frase, no le creí. Hace varios días que no fumo un cigarro y a lo que recuerdo me saben igual los sueltos que los apretados. Incluso disfruto más los sueltos porque eso significa que yo los compré y no estoy de pediche con mis amigos o con desconocidos de mesas de a lado en los bares. Pronto, pronto volveré a ser independiente con cigarros sueltos en mi cartera. Por ahora mantengo distancia y el señor de las tostadas se retira chiflando, feliz. -Una lata de atún en aceite, una sopa de municiones y medio kilo de jamón- le pido por favor a la que atiende. -No hay jamón. -Bueno de salchichas. -Tampoco. -Bueno de queso. -Eso sí. -Y dos cigarros sueltos, -para simular la independencia. Al final no me contagié en los cuatrocientos metros. La verdad es que el medio kilo que necesitaba solo era una excusa para encontrar material con el que pudiera terminar este relato. Por eso la ausencia de reclamo cuando pedí el medio kilo de queso. El reclamo me lo dará en un rato mi estómago reacio a la lactosa.


Cuarenta días para ser la del espejo

Norma Rivera

Busco en Internet la definición de cuarentena: “en medicina, es un término para describir el aislamiento de personas por consecuencia de una enfermedad, durante un período de tiempo no específico para evitar o limitar el riesgo de que se extienda la mencionada enfermedad.” En teoría, apenas han pasado 9 días o eso es lo que todos creen. Sin embargo, la cuarentena no empezó para todos al mismo tiempo. Para mí empezó mucho antes, tal vez hace seis meses cuando los antidepresivos y los ansiolíticos conquistaron el buró a lado de cama. O cuando decidiste marcharte hace más de treinta días porque querías evitar el riesgo de que se extendiera mi enfermedad. Es que estar triste es una enfermedad. Por eso decidiste aislarte, ¿no es así? Han pasado 9 días desde que no puedo salir de casa; encerrada con quien más miedo me da y a quien menos me quiero enfrentar: a mi misma. Me miro en el espejo, tengo miedo de que si me quedo mirando por mucho tiempo me desconozca o tal vez lo trágico sería reconocerme. Los ojos cafés del espejo me miran de vuelta, estoy segura de que mi reflejo quiere decirme algo, pero no soy capaz de entenderlo. Las horas no podrían pasar más lentas, y no tengo adonde huir: estoy aquí, estoy conmigo. No es irónico que lo que a algunos nos da más miedo es no poder escapar de quién somos y, ante este panorama, la muerte no es tan terrorífica. Evito acostarme temprano porque quisiera despertar tarde, pero los ataques de ansiedad son una alarma inoportuna que todavía no sé apagar.


Mientras pasan los días, los libros se acaban, las películas me aburren, el exterior parece una promesa lejana y el recuerdo de quiénes éramos se desvanece y, con ello, también me empiezo a borrar. Siento que vamos a desaparecer, juntos pero separados. Apenas recuerdo lo que me dijiste que no te gusta de mí y con eso también olvido lo que tampoco me gusta de mí. Tengo miedo de olvidarte, pero mucho más miedo me da olvidarme. Me pregunto… ¿la tristeza del alma también se puede olvidar? Empiezo a pasar más tiempo enfrente al espejo y, como lo temía, ya no me reconozco. Podría decir que la persona que me mira a través del espejo es completamente diferente a la idea que tenía de mí. Todos los días paso horas frente al espejo esperando a que el reflejo se mueva sin que yo lo haga. Poco a poco, conforme los días pasan, el reflejo parece estar en paz y lo único que quiero es ser como ella. Es una persona nueva y hasta ganas me dan de conversar con ella. Ya no nos tenemos miedo; hemos hecho las paces, sin decir ni una palabra. Abril ha llegado de manera violenta. Lo inevitable comienza a pasar, entramos dos, pero parece que saldremos siendo una. Una cuarentena para lograr lo impensable: hacer las paces con mi pasado y mi tristeza. Las noches son más largas y los sueños se sienten duraderos. Ya casi no siento los pies fríos y dicen que por ahí entra la tristeza, parece que le he cerrado la puerta aunque rara vez llega sin avisar. Lo mismo ha pasado con tu recuerdo, te aviso que decidimos hacer las paces y estamos mejor que nunca. Nos perdonamos por rompernos el corazón pero estamos seguros que todos los problemas tenían solución, tal vez —siendo un poco más honesta estoy segura que así será— siempre te extrañé pero tu ausencia ya no parece pesadilla y puedo vivir con esto. En esos días, en los que la tristeza llega sin invitación, nos sentamos juntas frente al espejo, siempre en silencio, y analizamos a quién tenemos enfrente. Ya no tengo miedo porque ahora, cada vez que miro mi reflejo, ahí está mi lugar favorito y soy yo.



Silencio

Dasaev Franco Prado

El silencio: todos corremos de él alguna vez en nuestra vida (o varias veces). Hoy no hay de otra, por la cuarentena tenemos que convivir con el silencio y lo que es peor, con nosotros mismos. Incluso, intentamos trasladar la rutina que teníamos antes de esto a nuestra casa para omitir la quietud. Tal vez nos aferramos al ruido porque cuando hay un silencio prolongado comienza existir en nuestras mentes las preguntas de “¿Por qué hiciste eso hace 10 años?” “¿Por qué dijiste eso cuando eras adolescente?” “¿Por qué te enamoraste de esa mujer?” Y conforme pasa el tiempo, esas preguntas se vuelven en fantasmas y esos fantasmas comienzan de a poco a comerse al ser humano. No obstante, el problema es que hoy, mi rutina es ir de la cama a la sala y existir, mientras mi mente es un caos. Mas siempre extrañando el ayer como un tiempo mejor y cuando caminar en la calle era algo normal y no una proeza. Mientras que al final de mi jornada me levanto de la mesa para irme merecidamente a descansar a la sala. No obstante, lo que no cambia es que a 15 días de comenzar un encierro voluntario, la rutina comienza también a asfixiar y ahora al doble por no tener adónde ir.


Uno debe encontrar la manera de sobrellevar eso para evitar los fantasmas por estar en su propia casa. ¿Qué queda por hacer? Llevar esos pensamientos que gritan en mi mente a una rama del arte. Ahora el silencio, sigue siendo silencio, pero las preguntas están plasmadas en un papel que tal vez después sea quemado, pero ¿eso importa cuando el bienestar de uno está en juego? En este momento el amor adolescente es lo que llevó a Ícaro a la muerte, lo dicho hace 10 años es un texto lleno de sarcasmo y el silencio es una mujer pelirroja que quemó su casa con su padre y ella dentro. Por el momento eso parece suficiente para sobrellevar la situación, sin embargo, hoy la vida ha regresado a nuestros hogares y el silencio se ha mudado en las calles. ¿Qué será de nosotros cuando se termine todo esto? Yo muy probablemente me despida del silencio y la literatura para arrojarlos a un lado y entregarme a la siempre amigable rutina del ruido y la satisfacción instantánea.


Cuando se acaba el mundo pero no el tiempo -Caronte Cervantes-

Por vez primera he logrado comprender lo absurda que sería nuestra vida si el tiempo desapareciera. En esta cuarentena posiblemente todos podríamos ser Lewis Carrol y escribir distintas versiones de Alicia en el país de las maravillas. En mis conversaciones pseudointelectuales de pedas, en aquellas donde el tema propuesto para platicar era aburrido, mi as bajo la manga siempre fue tripear a las personas hablándoles de la necesidad que el humano tuvo de crear una forma de medir el tiempo para no enloquecer o para comprender el mundo, o ambas. Me jacté ante distintos conversadores de saber que el humano necesita reconocer a través del lenguaje. El lenguaje nombra, lo que se nombra existe. Las horas, minutos y segundos sirven para comprender nuestra estancia en la Tierra. Hacemos que el tiempo, tal y como lo conocemos, exista al nombrarlo. Sin este, entonces ¿cómo sería posible comprender y aprender del mundo si no podemos comprendernos a nosotros mismos? El humano es efímero, muere rápido. Sin la comprensión del tiempo y cómo lo percibimos físicamente, cómo comprenderíamos que nuestra estancia aquí es efímera y, por lo tanto, insignificante. Es sencillo conversar sobre la teoría cuando te salvaguardas en tu imaginación. Teniendo la certeza de que en el momento en que la conversación termine, todo volverá a la normalidad siempre y cuando no te claves con un tema. Lamentablemente, en esta cuarentena no es así. Las primeras noticias sobre la cancelación de las clases en la universidad fue un alivio; así ya solo tendría que ocuparme de asistir al servicio social y estar fuera de casa seis horas diarias. Era un alivio dar un respiro a mi tema de tesis para comprender qué quiero hacer. Después,


dieron la noticia de que el servicio social quedaba cancelado también. Se me terminaron las excusas para salir. Desde el inicio de la cuarentena solo he salido tres veces. La primera fue a un centro de atención al cliente de Telcel porque portaron mi número a esa compañía y debía ir a recoger mi chip. La segunda, fui a visitar a mi abuela enferma de cáncer, muy querida y muy abandonada por su familia. La tercera, me encontré de nuevo en el centro de atención al cliente de Telcel porque la llamada que dijeron me harían, después de una semana, nunca llegó, así que tuve que ir de nuevo. Salvo en esas visitas no he tenido que preocuparme por si quiera cambiar de ropa. No he salido de las mismas dos camisas de Joy Division que visto y solo distingo una de otra por su tono de negro. El hambre tampoco mide mis días. No he visto más luz que la de las pantallas de la tele, mi celular estrellado o la laptop, o los rayos de sol que se cuelan entre los hilos de las cortinas oscuras con las que pretendo ocultarlos. Medio mes sin preocuparme del tiempo y es más que suficiente para perder la noción de este. Comienza a aterrarme que este loop de días sin consciencia no termine. Que mientras el pánico recorre las mentes, escondido detrás de gel antibacterial y rollos en cantidades extravagantemente grotescas, no seamos capaces de comprender después que el verdadero terror está en el tiempo y no en una enfermedad. Antes dije que todos podríamos ser Lewis Carrol, pero me retracto. La imaginación que este hombre tuvo sobre la importancia del tiempo decidió plasmarla sobre Alicia para no experimentarla. Ahora, somos nosotros quienes debemos vivir el absurdo y darnos cuenta qué hacemos para medir nuestra vida. Por ejemplo, mis inacciones, las mismas que me han hecho reconocer el papel del tiempo en la realidad, me han gritado a la cara verdades que no quiero repetir. Pero si, al igual que Carrol, pudiera plasmarlas en Alicia, ella sufriría de ansiedad y el mundo de las maravillas se parecería mucho a un anexo doble a.


Nos quedamos sin charla Audiel Gonzajuá

Nos hemos quedado sin charla, ya lo sé todo de mi madre, lo sé todo, hasta la forma en que se lavaba las rodillas cuando tenía seis años. Anoche se acabó la leche y papá no puede salir a trabajar, no lo reciben más bien, me acuerdo de una película reciente. Ya lo sé todo, quisiera haber leído más, visto más, vivir más. Nunca supe que mi hermana no me quiso hasta los 19. La maquila corrió a mamá a patadas a los 22 cuando yo estaba en su vientre. Las cosas se derriten en la casa y ya no hay nada que contar. Mamá se lava las rodillas frente a nosotros, parece que quiere recordar. Mi hermana no me mira, la besaría si me mirara. A padre lo corrieron del trabajo, yo no sé qué más decir, las lava de forma circular, ahora papá hace como que muerde el seno del aire que no vemos, quizá luego lo veamos y será precioso. Hermana dormita de pie, ya no la quiero besar, ya no hay nada que contar. Todo es un monólogo sobre las rodillas de mi madre y la metáfora inconclusa del seno del viento, del viento en los senos de mi hermana, de madre que sangra en forma circular de las rodillas, de un hueco en mi cabeza y en mi tórax. La leche y el pan, la sal y la saliva, mi hermana no me quiso hasta los 19. Nos hemos quedado sin charla y sin pan, nos queda la vida, nos queda la vida muy a medias, y con esta predisposición a la ficción, también nos queda la romántica creencia de que no estaremos locos.


Elegía de un imbécil Carlos Alberto Román Sánchez

Nunca fui capaz de cocinar. No pensé que fuera malo. No me daba tiempo. Entre las labores de la oficina y las demandas de mi exnovia... Ella me cambió hace cinco meses por su maestro de yoga —a ver cuánto le dura— y el virus chino paniqueó al jefe de volada. Estamos haciendo home office. Dos o tres juntas al día —de 45 minutos cada una, porque el jefe es tacaño y nos quitó el plan corporativo del Zoom— y nada. Pero, nada. Entonces, desde el lunes, tuve tiempo, todo el tiempo del mundo, para cocinar. Fui al súper con todo el outfit apocalíptico y compré verduras que ni conocía, carnes, especias... hasta un delantal con manchas de vaca y un cuchillo que en el empaque tenía la imagen de un ninja y pensé que debía cortar cabrón. Llegué a la casa emocionado. Eché Lysol en todas las bolsas antes de guardar algunas cosas en el refri y dejar fuera otras y buscar una receta en Internet. Elegí un pollo a la mostaza con papas noisette a la provenzal, porque sonaba con madre y había imágenes de cada paso y yo, de mamón, saqué el celu y comencé a presumir en Instagram hasta el mise en plat. Los amigos se cagaron de risa y empezaron a hacer memes con mis fotos. Encuentre las 10 diferencias era el más leve. Nunca comí tan mal. Quemado por fuera y crudo por dentro. Esas fotos no las compartí. Las piezas de pollo estaban para portada de periódico vespertino y las papas parecían briquettes de carbón sanguinolento. Y cómo renegaba de la sopa de mi madre, que dios la tenga a


salvo de la histeria colectiva en el geriátrico. Acabando la cuarentena, la visito. No era falta de tiempo. Por suerte, estudié algo de provecho y no me faltan recursos. Se estarán muriendo de hambre la ex y su faquir… Pero son tiempos de unidad forzosa. No hay que hacer drama. Hay que reflexionar y eso. Gracias a dios por Uber, Didi, Rappi... y, ya que estamos, por Netflix y por la Play. Son cosas que uno da por sentado y a las que no les damos la importancia debida, sino hasta que nos ensartan un preview del fin del mundo. Y gracias a los héroes anónimos que, desde el martes, tres veces al día, me dejan el delivery a dos metros de la puerta. Para ellos, un upgrade en la propina y mi reconocimiento hasta que todo pase. ¡Salud!



S

algo para lo indispensable y las salidas a la tienda de la esquina me parecen toda una aventura. Debo de confesar que en ocasiones, solo me doy una vuelta a la manzana en el auto y vuelvo a entrar a casa como si hubiera estado de viaje. Ayer se declaró en estado de emergencia la ciudad donde vivo. Hoy, salí con toda mi valentía, para la mayor aventura de la semana, hacia el supermercado. Dedo chiquito para jalar el carrito, limpiarlo antes de tocarlo y antibacterial de nuevo para limpiar el dedo chiquito, las manos por si acaso y lista como toda una cirujana antes de la operación. Recorro los pasillos buscando productos pero no puedo dejar de observar las caras de “posibles sospechosos”. –Ese tiene cara de que se siente mal, esta otra se ve con temperatura, aquél de allá de seguro está enfermo pero no lo sabe.– Un litro de antibacterial en las manos cada vez que tengo miedo y santo remedio. Suena mi celular, respondo y mientras hablo me doy cuenta que estaba tocándome los ojos. Nunca me toco los ojos, pero todo es de que te digan “No te toque los ojos porque te puedes contagiar de Coronavirus” y entonces me pican los ojos cada vez que lo recuerdo. ¿Me podré poner antibacterial en los ojos después de tocármelos, porque entonces cómo me quito el virus? Tomo un paquete de papel higiénico, ya que según los memes, todos compraron menos yo. Dicen los expertos que el motivo de las compras exageradas es para sentir control de una situación que los sobrepasa pero yo esa ansiedad me la quito con Tequila o Merlot porque es más barato que llenar la despensa. Entre pasillo y pasillo, checo de nuevo mi celular y veo 523 mensajes, 522 son del Coronavirus , todos repetidos en los diferentes chats. Solo un mensaje en el chat familiar que dice “Mamá vente ya”. Vuelvo a sacar el antibacterial para las manos, una pasadita al


celular y aspiro el aroma del alcohol como si eso me limpiara los chakras. De repente pasa a mi lado un señor con mascarilla y en calidad de “córrele” me dirijo a la caja para pagar, las mascarillas son para los enfermos y yo no me quiero enfermar. La gente haciendo fila con la distancia que se puede tener entre carrito y carrito. Con mi mirada de escáner, observo a las personas para hacerles un examen diagnóstico… Todos lucen como culpables y potenciales positivos, contengo la respiración como si eso me fuera a salvar. La cajera comienza a marcar mi mercancía y me pregunto cuántas horas tiene con los mismos guantes y sin ponerse antibacterial. –Y si tomó dinero con Coronavirus y ya todo se contaminó como en los videos que me han enviado. La persona que empaca corre el mismo peligro… – Ciertos aromas fuertes, como el del jabón en polvo, me producen ataques de tos y cuando lo percibo siento cierto cosquilleo en la garganta. Así que empiezan los cosquilleos mientras hago ligeros ruiditos tratando de aclarar mi garganta, sin ponerme nerviosa –¡No! No puedo toser en público… ¡Por favor, Dios! ¡Por favor! – Intento buscar un dulce en mi bolsa y comienzo a bloquear la tos apretando mi diafragma y la boca. Vacío la bolsa y nada, no tengo dulces. Mi tos se comienza a percibir por el aire que sale de mi boca apretada, escuchándose como pequeñas trompetillas, que bien parecía que hacía pucheros de bebé. Esto es, cara desfigurada de varias tonalidades y espasmos. Respiro lo que puedo e intento toser discretamente dirigiendo la boca a mi axila como Batman, así les explicaron a los niños, pero no logro conseguir nada. Me armo de valor y pienso “!Ya basta! Tose fuerte de una vez y listo”. Mi tos salió rítmica, seca, expulsiva y fuerte; de verdad era una


tos digna de asmático profesional. Mientras tosía, mis ojos llenos de lágrimas observaban las caras asustadas que tenían las personas en la fila, pero sin quitárseles la etiqueta que les había dado hacia unos minutos de potenciales positivos. –Vamos concéntrate! Piensa en otra cosa para dejar de toser– y mientras más intentas distraer tu mente de la tos, más toses. Como dicen en Italia “El amor, como la tos, no puede ocultarse”. Amablemente el gerente llegó con un bote de agua para ofrecérmelo, ya sin rosca. Las personas se había cambiado de fila, sí, esas personas con potencial alto de positivo. La atenta cajera, el cortés empacador y el amable gerente no se movieron, quizás ellos estén pensando que yo los pude contagiar. Cuando te haces consciente sobre el cuidado que debes tener para no contaminarte, te das cuenta que es imposible no hacerlo. Por favor, ¡no salgas! Y si necesariamente debes salir, no olvides llevar un dulcecito para la tos, nerviosa o alérgica, en tiempos de Coronavirus.

Sandra Saenco


Día 14 (26 de marzo) Macrohistorias y microhistorias María Paula Corredor

La maldita manzanilla

Desperté súbitamente a las cinco de mañana. No podía volver a dormir. Revisé el celular, había un mensaje del Doctor. En México, el virus ya estaba en fase dos, eso significaba que ya se empezaba a enfermar la gente local y no solo los extranjeros que lo portaban (1). En realidad, este se había infiltrado silenciosamente desde hacía un tiempo en las entrañas de la población. El Doctor me había contado, hacía más de una semana, que un amigo suyo trabajaba en una planta de ensamblaje de piezas chinas y una mujer había enfermado, daba positivo al virus. La empresa, sin embargo, no quería que se supiera. ¿Cuántos infectados habría ya en la planta? ¿Cuántos habrían llevado ya los virus a sus familias? Empezaba la fase dos del virus: el temor a la incertidumbre. Volví a dormir. Soñé con otra casa, con otras neveras (frigoríficos) y con la hermana de Aleska. Sonó la alarma, no quería levantarme pero tenía que seguir "la rutina", como recomendaban para permanecer en calma. Allí empezó mi diatriba contra la manzanilla. Llevaba dos días recurriendo a ella para desayunar. Me calmaba, me hacía sentir racional, como si todo a mi alrededor estuviera bien. Pero, a la vez, me suprimía una parte de mí, aquella que me hacía expresarme y escribir. El último texto, el más largo, me había costado mucho, no solo por el tema que tenía que sacar de mí, sino porque pensaba demasiado las palabras. Eso me molestaba. Por otro lado, la manzanilla me había dejado trabajar como un día normal, hacer ejercicio, leer, ¡hasta hacer mi primera entrevista y cocinar un pastel! Pero no me permitía escribir. Por eso, el diario del día anterior había quedado mudo: había hecho muchas cosas pero nada qué contar. Ahora estaba a flor de piel, quería sentir, ser emocional y


expresar eso que sentía. Pero esas emociones me podía llevar a la ansiedad, ¿valía la pena correr el riesgo? Tal vez. Decidí tomar la manzanilla solo en un momento esencial. Pero se me había acabado la leche. Me sentí como una vecina tocando la puerta de mi roomie y preguntándole si me podía dar un poco. Era común, al menos donde yo vivía cuando era pequeña, que las mujeres tocaran a las casas de otras vecinas para pedir "una taza de arroz", "un poco de azúcar"... No creo que ese panorama hubiera cambiado mucho, solo que los vecinos se fueron y las circunstancias se transformaron. ¿Cuántos estarían ahora en la misma situación? ¿Cuántos estarían tratando de alargar la comida un día más? ¿Cuántos no habían podido conseguir el sustento diario para la panela (piloncillo) y el pan del desayuno? ¿Cuáles eran las consecuencias obvias de esta crisis de sanidad? Así estarían muchos en América Latina. Mis amigos en diferentes partes me habían contado su situación. Esta vez: tres personas, tres mensajes y un olvido sistemático. En México, donde vivía el Doctor, no se había declarado cuarentena. La capital todavía tenía en vilo a gente que había quedado sin hogar desde el terremoto de 2017. Había lugares de hacinamiento, con condiciones precarias, sin servicio de agua y menos de salud pública. Muchos vivían en campamentos improvisados con láminas de zinc. El foco de infecciones estaba allí, pero, como decía uno de sus habitantes “Si llevan sin preocuparse por nosotros desde 2017, ¿de verdad alguien cree que se van a preocupar ahora?” (2). Los casos, sin embargo, seguían en aumento. No solo eso, el mismo gobernador de Puebla decía que los pobres eran inmunes al virus, eran los ricos quienes se habían contagiado al viajar al exterior; si los pobres no podían viajar, no se podían contagiar (3). Definitivamente, el estado los había olvidado. El presidente seguía besando y abrazando, y encomendando el pueblo a la virgen, irónicamente el presidente Obrador le seguía dando la espalda. La situación en Colombia solo iba unos pasos adelante. Se había declarado la cuarentena y había dejado al descubierto la precariedad social. El primer día de confinamiento nacional no estaba funcionando. En muchos lugares, la gente vivía del susten-


to diario, a otros muchos las empresas no les habían dado "el permiso". Así que la gente seguía atorada en el servicio de transporte público, al menos en Bogotá. La misma alcaldesa lo decía: "Hay gente que tiene que escoger entre el hambre o el coronavirus" (4). Esto solo podía desembocar en una crisis social más aguda. Mi amiga N., antropóloga, también podía sentir ese peligro palpitar. ¿Cuánto faltaría para que se acabara el dinero a los que poco tenían? ¿Cuál sería la reacción? Era una incógnita. Y, mientras tanto, ¿qué hacía Duque? Tomar dinero de los ahorros pensionales de los departamentos para dárselo a los bancos (5). El subpresidente también había olvidado a su pueblo, si es que alguna vez había pensado en él. Y Brasil… bueno, no era la excepción. Santi me había contado un poco acerca de esto, pero no lo había escrito por la maldita manzanilla. La situación era grave, me decía con su voz adolorida (lo aquejaba un dolor que nada tenía que ver con el virus) y con ese acento medio andaluz y medio brasileño: "la gran cantidad de las personas, quizá el 50% de la población no tiene saneamiento básico [...], es gente que vive en condición muy precaria, sobre todo los grandes centros, en zonas de favelas con casas muy compactas, muy pequeñas, con mucha gente adentro. Por ejemplo en Río de Janeiro esta semana [...] vecinos de distintas favelas están diciendo mire que nosotros no tenemos agua a casa [...] y efectivamente los primeros brotes del Covid19 ya empezaron a surgir en las favelas". No era solo el asomo de la enfermedad, el desprecio de Bolsonaro creaba reacciones en el crimen organizado, la mafia en Río había organizado toque de queda e irónicamente decían "Toque de queda desde las 8 de la tarde. Quien sea visto en la calle después de ese momento aprenderá a respetar al prójimo. Queremos lo mejor para la población. Si el gobierno no tiene la capacidad de arreglarlo, el crimen organizado lo hará" (6). Bolsonaro no era muy diferente de los otros dos, ¿o era peor? Otro que volvía a darle la espalda a su pueblo. ¿Que tenían en común los tres países? Había quedado a flor de piel su precariedad social. ¿Qué tenían en común el Doctor, N. y Santi? El miedo a la incertidumbre. Y yo, ¿qué haré? No dejarme callar por la maldita manzanilla.


1. Morán. "La OMS declara a México en la fase 2 de la pandemia del coronavirus con cinco casos de contagio local". (El País, 24 de marzo) 2. Mota y Salinas. "Millones de personas esperan lo más crudo de la epidemia hacinadas en asentamientos precarios en México". (El País, 24 de marzo) 3. Clarín Internacional “Coronavirus en México: un gobernador dice que los pobres son “inmunes” al virus”. (El Clarín, 26 de marzo) 4. Nación. "¿Qué pasó en TransMilenio? Claudia López explica el colapso en el sur de Bogotá" (Revista Semana, 25 de marzo) 5. Jerez. "Congresistas dicen que Gobierno busca beneficiar a bancos en medio de emergencia" (RCN Radio, 23 de marzo) 6. S. A. "Las mafias de las favelas de Río de Janeiro desafían al Gobierno ante el coronavirus" (El confidencial, 24 de marzo).


A LA PANDEMIA

Carolina Marcos Garza

Si pudiera con certeza afirmar que esta es la vigilia, la desnutrida realidad en la que he habitado por ya dos décadas y más Entonces tendría más miedo las llagas de mis manos arderían con el ansia de cien mil amores perdidos por las plagas las guerras el silencio. Inalcanzable resulta desmentir que los últimos días han sido tejidos con los dóciles hilos de Morfeo Cuál Penélope aguardo destejiendo en las noches los vestidos de mis lágrimas. Y aunque Perséfone ahora se pasea en nuestra tierra Hades se regocija con la pandemia.



Crónicas en tiempos de COVID 19

Arely Hernández

Día 1: Estoy llegando a México desde Madrid, aquí aún no hay alertas, recibo un correo de una persona con la que conviví hace un par de días, informándome que su hijo tiene coronavirus. Caigo en la cuenta de que es probable que yo también lo tenga. Tengo un poco de miedo porque mi mamá tiene 64 años y mi papá 69. Hay mucha incertidumbre y desinformación, se sabe muy poco en mi país, pero las cifras estadísticas de la gente mayor de edad muriendo en el mundo son muy altas. Decido ni siquiera pisar mi casa, afortunadamente tengo un lugar en donde quedarme sola y por decisión propia comienzo a hacer mi cuarentena que en realidad es una quincena, es una medida que han tomado muchos países, para observar si aparecen síntomas. Día 2: Vuelvo del hospital porque me hice la prueba para COVID 19, quiero saber si puedo regresar a casa. Consta de un exudado nasal y un exudado faríngeo, lo cual es de las peores experiencias médicas que he sentido hasta ahora, el rosar del cotonete en la pared posterior de mi fosa nasal es muy incómodo y se me sale una lágrima. Me dicen que tendrán mi resultado de 24 a 48 horas y que me llamarán por teléfono, finalmente me piden mantenerme aislada como hasta ahora. Día 3: No hay refrigerador. Mis papás me ayudan con la comida pasándomela como imagino lo hacen en la cárcel, mejor no arriesgar. No me da hambre, pero sí tengo ganas de estar comiendo solo por gula, es el aburrimiento, creo que tengo que comenzar a moverme más, empiezo a hacer rutinas de ejercicio, pero ha comenzado a hacer calor, entró recién la primavera, por lo que me quito los pantalones y empiezo a hacer ejercicio en calzones, qué más da, no hay nadie más aquí.


Día 4: Como no tengo permitido salir entonces hago labores domésticas de limpieza con demasiada frecuencia, pero no me quejo, es una gran manera de invertir el tiempo y agotar la energía. La escoba y la música son increíbles compañeras, no me queda de otra, home office o citas online no son opción para una dentista. Día 5: Han pasado más de 48 horas desde que me hice la prueba. No he recibido ninguna llamada así que decido llamar al hospital y tras insistir varias veces me dicen que mi resultado para el virus SARS CoV-2 es positivo; sí, tengo COVID-19. Hasta ahorita sigo siendo completamente asintomática, me siento increíblemente bien. Mis papás se quieren morir con la noticia, pero lo último que deseo es que algo les pase. En un inicio me sentía asustada porque a nadie le gusta enterarse que está enferma, después se me pasó porque entendí que lo único que hay que hacer es esperar en aislamiento mientras no haya síntomas graves. Ahora lo que me asusta es pensar qué voy a hacer tanto tiempo completamente sola. Día 6: Nunca suelo maquillarme, solo en ocasiones especiales. Por suerte traía mi maquillaje en la maleta que me lleve a España. Veo tutoriales de maquillaje, me maquillo, me gusta, me siento bonita y decido hacer una sesión de fotos para presumir mi nuevo talento. Día 7: El Internet y las redes sociales son una bendición cuando de entretenimiento se trata. Nunca en mi vida había aceptado hacer retos en historias de Instagram, pensaba que eran la mayor estupidez, pero he aceptado dibujar una naranja, una manzana, una fresa y un diente. He subido historias en redes sociales como nunca… comienzo a documentar mi día a día sola y las selfies están a la orden del día. No tengo ningún síntoma. Día 8: Me encanta bailar salsa y bachata. Solía pertenecer a una compañía de salsa estilo Nueva York; este es mi momento, tengo todo el tiempo para practicar mis pasos de baile frente al espejo. Escucho las congas, los timbales, las trompetas, las claves y las reproduzco en mi cuerpo con toda la sabrosura, escucho la bachata y nunca antes


me había sentido tan sexy y sensual bailando. “Baila como si nadie te estuviera mirando”, ahora esa frase cobra total sentido. Día 9: Creí que Netflix iba a ser de mis mejores amigos en estos momentos y no lo ha sido, me doy cuenta de que no me gusta pasar tanto tiempo frente a la computadora, más bien lo hago por necesidad cuando mi vida es “normal”. Son las 11 pm y el silencio se apodera de la noche, acabo de escuchar como le pegan a un niño, gritos de mamá nefasta y el niño indefenso llorando, —mamá por favor no me pegues—, no identifico de donde proviene, pero no es tan cerca. No entiendo para qué la gente quiere hijos si los va a tratar así, pienso que yo no quiero hijos, pero si por alguna razón los tuviera, nunca haría eso, me pongo a escuchar música para tratar de olvidar. Sigo asintomática. Día 10: Estoy adolorida por bailar y hacer ejercicio, de un dolor placentero. No sé si es lunes o martes, perdí la noción de la semana. Hoy fue mi primera clase del posgrado vía Internet, nunca había tenido esa experiencia, tenía pocas expectativas, pero la verdad me encantó tomar clases en mi cama y en pijama. Día 12: Hay gente que se queja de no tener que hacer, que están aburridos, eso dicen. Me doy gracias a mi misma por tener hobbies y aspiraciones de vida, mas allá de mi profesión, que me permiten disfrutar de mi soledad y de mi día a día con una sonrisa en el rostro. Ahora el día no me alcanza, tengo que comer, dormir, hacer ejercicio, bailar, debo hacer mi trabajo de titulación, tomar clases y hacer videollamadas con mis amigos, tengo que hacer la limpieza de la casa y quiero ver películas, quisiera que el día durará más. Día 13: Hoy más que nunca entiendo por qué este virus en tan contagioso, es que pasa desapercibido, la gente sin síntomas como yo anda paseándose por la calle quizá esparciendo una entidad de ácidos nucleicos sin darse cuenta. Extraño a mi familia, a mis amigos y a mi novio pero me siento satisfecha por ser responsable con ellos y con la sociedad estando aquí encerrada, ojalá todos reaccionaran como mi


cuerpo lo hizo, sé que no será así por eso hay tanta gente muriendo y me enoja que haya tanta gente que no es capaz de entender la magnitud del problema. Día 14: Nunca tuve algún síntoma, estaré encerrada una semana más “para amarrar” como diría la gente. Debo desinfectar la casa y mis cosas muy bien para que cuando regrese con mi familia no corran ningún riesgo de contagio. Me la pasé muy bien, me siento privilegiada por tener una familia que me apoyó durante este tiempo y agradecida con la vida por estar en condiciones sociales y económicas que hicieron de mi cuarentena algo soportable, ojalá todos pudieran tener esta suerte. Saldré de aquí siendo una mejor persona para el mundo, creo que, si nos está pasando esto es porque el planeta necesita un respiro de nosotros, siempre lo ha necesitado y todo tiene un porqué, las epidemias han existido a lo largo de la historia. Informaré a toda la gente mi experiencia con el virus, trataré de hacer que todos se cuiden y nosotros seguiremos con las precauciones debidas sin caer en pánico, espero la pronta recuperación del planeta y de las personas que habitamos en él.


S ile n cio Adrian Ruíz Sánchez Han pasado ya varias semanas desde que se declaró la cuarentena en mi ciudad y las cosas no mejoran sino todo lo contrario. Cada vez hay menos gente en las calles, en redes sociales las personas han dejado de participar compartiendo noticias o memes, mis vecinos ya no “armonizan el ambiente” con su música desde la bocina de su porche, el panadero con el pan también dejó de escucharse por las tardes y yo solo me pregunto ¿cuánto más va a durar este encierro? Antes, mientras hacía mi rutina semanal en el trabajo solo podía pensar en el fin de semana para hacer esas cosas que tenía pendientes y que solo con algo de tiempo me sería posible realizar. Hoy, en cambio, daría lo que fuera por salir de estas cuatro paredes que me aíslan de mi familia. En días pasados tomé la decisión de encerrarme en mi cuarto. Un pequeño cuarto con apenas una ventana por donde puedo escuchar sonidos del día a día, mas no tengo contacto con nadie en el exterior pues dicha ventana da hacía un pasillo de concreto que separa mi casa con la del vecino. El aislarme lo hice pensando en el bien común y no exponer a mis padres ya que ellos, según dicen las noticias y expertos en la salud, son los más propensos a morir si es que enferman por este virus. Mi decisión fue respaldada por los 38 grados que mi tempera-


tura corporal marcaba en el termómetro misma que varía durante la noche, el escurrimiento nasal es otro factor que me preocupa pues no deja de obstruir mi respiración la cual es cada vez más complicada realizar ya que entre la tos seca que aturde mis oídos y mis pulmones y los estornudos que me provocan vértigos por la intensidad y por la dificultad de respirar es que cuento más y más los segundos para que esto por fin termine y poder salir de aquí. Pero solo veo el tiempo pasar como castigo por no haber hecho caso a esas recomendaciones que tanto escuche una y otra vez por todos los medios. Hoy ya es de mañana, no sé la hora precisa pero veo al sol asomarse por mi ventana y un sentimiento de preocupación se apodera de mí. Desde anoche que me fui a dormir y me despedí de mi familia no escucho ruido alguno. Todo es silencio. No sé si seguirán dormidos, si tuvieron que salir de urgencia o si algo más pasó. Lo que sí sé es que ya no tengo esa espantosa tos, tampoco el escurrimiento nasal y mi temperatura bajó. Ya no siento mi sangre hervir. Solo siento frío… un silencioso y sepulcral frío.


Salvar mi mundo

Martha Patricia Zavala Cerda Salgo de mi casa con un bolillo y medio en una bolsa de plástico para ir dejando en el camino, me siento como en Hansel y Gretel, pero esas migajas que dejo no son para encontrar el camino de regreso, son para las aves, leí que, como no estamos saliendo, las aves no encuentran comida en la calle. He visto muchas películas sobre el fin del mundo y recuerdo que, en una de ellas, se daban cuenta los protagonistas, al salir de su casa, que no se escuchaba el canto de las aves, señal de que algo malo estaba pasando. Por mí no va a quedar, yo llevo pan para ir dejando en el camino; paso por la primaria, extraño el movimiento de los niños a la hora de entrada, los tacos de harina de 6 pesos, los sándwiches de 10, por este camino llego al parque, hay árboles. Llego al consultorio, llevo el periódico del día para leerlo antes de empezar las sesiones, como todos los días, también, pido un café a domicilio. Café y periódico, sigo mi rutina, como todos los días, para sentir que la vida sigue, que algo se mantiene igual. No tuve ninguna duda en seguir trabajando, mientras estábamos en fase 1, estaba segura de lo importante de poder mantener un espacio para hablar y escuchar todas las ansiedades que esta situación despierta. En la fase 2 dudé un segundo, solo las actividades esenciales dijeron, y seguí porque esto también es esencial.


¿Como no hablar de los duelos que estamos viviendo? Hemos perdido nuestro ritmo de vida, tenemos la esperanza de recuperarlo pero no sabemos cuándo ni cómo. Escucho los temores de los niños, la actividad abrumadora de clases y tareas, pienso que es para que sepan que la vida sigue y la escuela existe, pero no les dan tiempo para pensar y procesar. Los adolescentes piensan que lo único que permite soportar la carga académica es la presencia de los amigos, ahora solo tienen la carga, no pueden ver a los amigos. ¿Cuándo, con quién van a hablar de lo importante? De las grandes preguntas que nos hacemos o que evitamos pensar. ¿Vamos a sobrevivir ?, ¿ quiénes ?,¿ cuánto va a durar esto ? ¿Mis amigos van a verse afectados?, ¿ sus familias ?, ¿ podremos regresar a la vida que teníamos antes ? Y lo que sentimos: dolor, enojo, tristeza, una profunda sensación de duelo. Los “ expertos” nos dicen que debemos estar activos y productivos , yo pienso que es más importante entender lo que estamos viviendo, que no es momento de hacer pendientes o adelantar trabajo. Estamos en una situación única de nuestras vidas, haciendo cada quien lo que podemos para salvar al mundo, salvarnos... Regreso por el mismo camino hacia mi casa al final del día. Escucho el canto de los pájaros, me alegra. Ha pasado otro día.


Las personas que padecemos de depresión, convivimos a diario con la sensación de que nos vamos a morir. De repente, de la nada sentimos que nos vamos. Sí, así como lo describo. Primero te ahogás, se te acelera el pulso, se te cierra el pecho, y se siente un vacío extremo. Todo se oscurece y la mente se nubla de tal manera, que la nada y el vacío se apoderan del cuerpo, mente y alma. Me siento como un hongo. Inerte. No me puedo concentrar en nada, hago todo a medias, me molesta que algunos no entiendan lo que estamos afrontando, que esto no es joda, ni nada pasajero, y que si no nos cuidamos entre todos podemos agravar la situación, darle rienda suelta a esta pandemia que vino para no marcharse. Si no puede llevarse a la mayoría, se acoplará seguramente a otros virus y ahí sí que algún Dios nos ampare.

Claudia Alejandra Auriol



Pandemia

Malely Linares Sánchez

Deambulamos por la vida postergando encuentros, abrazos y besos, confiados en la infinitud del tiempo. Aplazamos palabras que se desvanecen en la inmediatez de la cotidianidad. Una creación minúscula nos confina a la distancia para trastocar los límites temporales, mientras el tiempo se dilata junto a la promesa de un nuevo encuentro. Ahora abrigamos la certeza de lo incierto, El capricho incólume de la esperanza que respira mientras cubre su boca. Un silencio ensordecedor nos reclama diáfanos, danzantes en la misma frecuencia¬ del sonido ausente. El hálito mortuorio desprende lentas las hojas de los almanaques y los días transcurren en una cuenta regresiva: cuarenta, diecinueve, noventa… Somos síntomas, padecemos la infección, frágiles epidermis próximas a mutar en nuevos cuerpos. Volveremos a las calles contagiados de rebeldía.


Vivo en una familia de cinco personas, mis padres, mis dos hermanas menores y yo. Somos la típica familia de clase media y vivimos en Nuevo León. Y no, no se crean todo lo que dicen de Nuevo León, que aquí todos somos ricos y universitarios, la verdad es que la mayoría son personas que trabajan en fábrica y que tienen solo la prepa terminada. La mayoría creció en una familia pobre, pero a base de mucho esfuerzo y trabajo pudo subir un poco de nivel. Día a día en mi casa mis padres, mis hermanas y yo tenemos que salir a trabajar, porque con un sueldo no alcanza. Ya no hay trabajo. Antier corrieron a una de mis hermanas de su trabajo, hoy a mi madre la mandaron a casa porque la fábrica donde ella trabaja ya no tiene ventas y le pagarán el sueldo mínimo, y ustedes dirán eso está bien, pero no lo está porque si el coronavirus no se detiene correrán a todos; mi otra hermana es una estilista que apenas iba empezando y ya no tiene clientas, solo quedamos mi padre y yo. Todos los días nos levantamos pidiendo a Dios un mejor día, tomamos el camión y luego la ecovia que es un pequeño camión lleno de gente que va tosiendo y estornudando sin cubrirse. En el trabajo de mi padre, poco a poco están regresando a las personas, y en mi trabajo me pagan por comisión. Trabajo en un local y me pagan mal. La mayoría de la gente está viviendo esta situación igual que mi familia. Yo daría todo porque mis padres hicieran “home office” y mis hermanas y yo “clases en línea” pero no es así, si tú y tu familia si están en casa y tienen esa oportunidad de estar ahí, sé agradecido, muchos daríamos todo por estar en tu lugar. Mi familia y yo estamos orando por ti y por tu familia, para que esta epidemia se termine, porque Dios es más grande que toda enfermedad, que toda epidemia, que todo lo malo, dice la biblia:


Si se humillaré Mi Pueblo sobre el cual mi nombre es invocado, y oraren y buscaren mi rostro y se convirtieron de sus malos caminos, entonces yo oiré desde los cielos, perdonaré sus pecados y Sanaré su tierra; 2 de crónicas 7:14. Así que ten fe y paciencia esto acabará, sé conagradecido con lo que ahora tienes, disfruta de las pequeñas cosas de la vida, y dile a tu familia que la amas. Naomi GN oh RacNam


23 de marzo de 2020

A veces no me entiendo, quisiera ser menos complicado. Hoy amanecí con torticolis. La vida no tiene significado alguno, ¿será que es malo decir esto en voz alta? No he visto sino gente tratando de escapar a este hecho. La vida es aburrida, un tedio interminable. Facebook es un tedio interminable. Mi mente es un tedio interminable. No logro encender nada, no logro arrancar ningún motor oculto en mi interior. No hay nada. Es patético, y sin embargo me mueven las grandes construcciones de las mujeres y de los hombres. ¿Para qué? Para qué vivir una vida intentando encontrar quien sabe qué. ¿La paz? No la conozco, no la he visto. Los momentos más felices de mi vida han sido jugar futbol en el patio del recreo, anotar un gol, y que la red se mueva. Algo tan banal, tan brillante. Lo más brillante es lo que te hace feliz. Formula fácil del ego. Dolor absoluto de la conciencia. Millones de años, para generar una cultura, técnicas para encender un cerillo, para amarrar una corbata, para construir una canoa, lentísimo proceso. Para esto, para la muerte, para volver a iniciar, y, aun así, siempre es diferente, y siempre es igual. Qué aburrido. Me duele algo en el pecho, hay sentimientos muy duros, demasiado duros. Estamos mal construidos, con un exterior duro y unos huesos bien estructurados, pero un alma blanda. Me gusta leer como escribo, me es difícil escribir, pero quiero escribir un cuento, pero no me atrevo, estoy trabado, constipado. No te encierres en ti mismo. Abre tu mente, la vida es complicada, hay que resolver una serie de enigmas, hay que resolverse a sí mismos, pero no para sanar, curarse, ¿curarse de qué?, no hay que dejarse morir. Pero es difícil, y hay quien muere de tristeza, hay quien nace en lugares tan hediondos. Y hay que sentir pena por esas almas. Y hay que sentir dolor por aquellas almas que no tienen salida. Como se siente pena por los pájaros en una jaula. O las iguanas, o los peces, o cualquier ser vivo que no puede hacer lo que vino a hacer en esta tierra. La tierra duele, el tiempo es importante. La ausencia de sentido arrasa con todo. Lo importante es tener una voluntad, una voluntad inquebrantable, pero eso no existe, es trabajo, y el trabajo es difícil si no se aprende.


dos poemas

I Crecí con la televisión. Como un niño gringo. Un niño de infomercial que come cereales fluorescentes. Sobre el vasto augurio del sonido. En un mundo lleno de música y MTV y sus programas no aptos para niños, y las mujeres delgadas y bellas impactando en mi mente como meteoros. Nací en el tiempo de las esferas lumínicas, en medio de los desiertos y de la promesa del poder. Y la saturación policromática, y el metro y los aviones, y las enormes torres reflejantes. Crecí inocente, sin saber de las largas filas, llenas de idiotas monstruosos. Crecí como un hongo sobre una pared bermeja, como una larva en un cuerpo descompuesto.

II El símbolo. El símbolo. El símbolo. Navaja, el mar abriéndose en la noche con su respiración de madera. Cuchillo, un pensamiento aéreo, entre la oscuridad espacial. Machete, el vuelo de un androide, y la esperanza de un forma última y perfecta. Vacío, la palabra sónica que atraviesa las paredes en busca de una frontera.

Silvio

Letort


Fernando es un adolescente, Fernando me riñe todo el tiempo, Fernando tiene muchos argumentos para todas sus necesidades, Fernando ya no se parece a mi niño, Fernando está distante. Fernando está encerrado en casa desde hace 5 días, Fernando me habla de su música, sus videos y come con gusto todo lo que le cocino, Fernando hoy regresó a mi cama para que lo abrace y acarició mi cabeza.

Ileana Bunbury



E

stamos siendo confrontados. Con la ansiedad existencial de la muerte inminente, con nosotros mismos con quienes tenemos obligatoriamente que convivir durante el aislamiento, con una interpretación cualitativa del tiempo. En resumidas cuentas, estamos siendo confrontados con cosas que obstinadamente nos esforzamos por ignorar. Hoy me levanté a las 9 am (impensable para mi rutina de 5 am) y en lugar de beber mi café y tomar un curso de maestria online antes de irme a trabajar, como de costumbre, vi varios capítulos de mi anime favorito. En lugar de comprar pan en un Oxxo debido a salir en ayunas al trabajo, disfruté un almuerzo casero hecho por mamá. Leí mis libros, hablé con mi novia, limpié mi habitación, escribí un poco y comencé a ver Netflix. Adivinen que, preparé palominas. Llevo más de nueve años de no jugar videojuegos, descubrí uno online que estoy disfrutando. Me informo de lo que pasa en el mundo ¿Lo sabían? Se acerca una crisis económica, y a mí que me acaban de despedir por un recorte de personal a causa de la pandemia, realmente no me preocupa ni el virus ni la crisis. Soy un sobreviviente. He disfrutado estos días, aunque esta quincena no me llegó un centavo. Reflexiono, más que cualquier otra cosa, reflexiono. La vida se nos va a ir, y más nos vale disfrutarla, ya no sé si valga la pena volver a trabajar, no porque sea flojo o vago, sino que ¿ese dinero que me dan es lo que vale mi vida? Estoy siendo confrontado. Me voy a morir ¿Estoy viviendo para mí? Arturo López


Aislamiento en Aislamiento

Naomi Sánchez

Soy mala roomie, lo he descubierto en esta cuarentena. La convivencia en mi hogar con mis otros dos compañeros de aislamiento es mínima. Tal vez porque soy Acuario. Desconozco si acaso tiene algo que ver, he visto mucho de astrología en Instagram y tal vez tengan algo de razón. Estoy atrapada con un Piscis y un Tauro, aún no sé qué significa, solo sé que me estoy volviendo loca. Es mi propia familia y ya los quiero fuera de la casa. Extraño que sean sociales y me permitan disfrutar de mi propia compañía en casa, un espacio que disfrutaba porque podía ser Acuario sin ser juzgada. Ahora tengo aislamiento dentro del aislamiento, empezó como una idea interesante, pero es algo que no pudo ser. Ya no puedo quedarme encerrada en mi cuarto, mi cama ya tiene un molde de mi persona y tal vez un exceso de ADN entre las sábanas. Si bajo a la sala me encuentro en un extraño espacio compartido donde Piscis trabaja y Tauro juega. Todos traemos audífonos y estamos perdidos en nuestros propios mundos. La casa se mantiene en silencio total. Piscis trabaja demás en su home-office, ya odio a sus jefes tanto como ella… solo debo tener cuidado cerca de su oficina improvisada, no puedo hacer ruido porque se escucha en su videollamada. Tauro no deja de jugar videojuegos, sea usando el televisor o su computadora, cada carrera de clics con sus amigos me transporta instantáneamente a un mantra ya trabajado que me ayuda a no gritarle, porque si lo hago Piscis se enoja conmigo. Yo quiero cantar. Canto feo, pero soy feliz con música. Piscis y Tauro no comparten los mismos gustos que yo, si una canción empieza piden que la quite o me calle. Ahora vivo con audífonos. Ya me estoy quedando sin ideas de qué puedo hacer en esta cuarentena aun cuando tengo mil y una cosas por hacer. Piscis quiere que limpie, Tauro con que no le hable es feliz. Facebook se ha llenado de cadenas y actividades como si estuviéramos en el 2014, no me gusta hacerlas porque no tengo la misma res-


puesta que mis amigos en sus perfiles. No soy tan popular. Mis amigos se aburren con otros amigos… extraño aburrirme con ellos. Tinder ya me aburrió. No puedo salir y la gente no quiere solo hablar. No quiero seguir viendo Tik Toks, no tengo espacio para bailar y mucho menos una buena cámara para grabarme. Mi cuenta no tendría buen contenido. Instagram tiene cuerpos fitness y cadenas de famosos pidiendo que nos quedemos en casa como ellos, personas que tienen más de dos cuartos y pueden caminar más de dos metros sin seguir estorbando a sus roomies. Quién no quisiera estar en cuarentena en casas como esas. Veo videos de cómo pasa la gente en otras partes del mundo su aislamiento, como dan conciertos en balcones en España y mis vecinos que siempre tienen fiesta no prenden su bocina en estas fechas. Extraño el ruido. Extraño quejarme de él. Extraño tener esa libertad de salir… nunca pude aprovecharla. Extraño que Piscis salga a trabajar o a bailar con sus amigos, incluso extraño que Tauro hable de sus materias, solo así puedo preguntarles “cómo estuvo tu día” y tendría una respuesta diferente en cada reencuentro al llegar a casa. Mi única distracción es escribir para ti. No sé qué signo seas o qué tan aburrido estés por esta cuarentena, pero algo debes estarlo si seguiste leyendo hasta aquí. Debería cerrar con una reflexión. Solo puedo decir que Acuario extraña a la gente.


Mi cuarentena Ruth Elizondo

La cuarentena me trajo de regreso, casi por obligación a mi niñez. A esas mañanas infinitas de los 9 a los 17 que pasé con mi mamá y mi hermana. Fui educada en mi casa por mi mamá. Hacíamos la escuela en pijamas. Bajábamos a desayunar, a veces nos enseñaba a hacer el desayuno, como hot cakes o gorditas de azúcar. Mamá me enseñó inglés, mamá se sentaba horas a explicarme matemáticas. En las tardes veíamos una serie juntas. Otros días nos llevaba a hacer deporte o a clases de pintura. Siempre me pregunté porque decidió dar todo su tiempo para nosotras. De pronto, no podía con la culpa. No está bien, las mamás también deberían ser ellas mismas, las mamás también quieren cumplir sus sueños, también quieren seguir descubriendo. Luego sentí que mamá lo hizo para controlar que fuera una buena niña, controlar que fuera una mamá como ella en el futuro. Entregada. Recuerdo que a los 10 años le dije que no me quería casar, casi llora. Mamá nunca me obligó a leer un libro que no me interesara. Empecé por leer el librero de mi hermano. La vuelta al mundo en 80 días, La isla del Tesoro, Sherlock Holmes, Las Crónicas de Narnia. Luego empecé a pedir mis propios libros como Peter Pan y Alicia en el País de las Maravillas, me encantaba leer porque era como salir de casa, estar en otro mundo. Cuando me regalaron un Kindle fue el momento perfecto para leer los libros que me tenían prohibidos, empecé por Harry Potter. Desde que entré a la Universidad he tratado de aprendérmelo todo otra vez, a desaprender y a cuestionarme. De mantenerme abierta a probar nuevas cosas. No me gustaba estar en casa, salía desde la mañana hasta la noche. Los últimos tres meses antes de la cuarentena estaba de intercambio. Me iba a ver el mar y escuchar las olas. La cuarentena me trajo de regreso al hogar, con mis padres y mi hermana menor. Ahora todos los días son una clase de déjà vu, me levanto y huele a café, las mañanas son lentas, desayunamos juntos, ahora mi papá estaá retirado y nos acompaña. Estamos en pijama hasta tarde, hasta que se nos antoja el baño.


Siempre me gustó tener mi espacio. Paso mucho tiempo sola en mi cuarto, leyendo, escuchando música, bailando y viendo Netflix. Incluso he podido esconder una que otra cerveza y he tomado siestas después de comer. Pero ahora es distinto. Ya no me da miedo decir lo que pienso. Estos días nos cuidamos entre nosotros, mi familia hospeda a nueve mujeres del Salvador que se quedaron sin poder regresar a su país ya que cerraron fronteras. Ellas están separadas de sus hijos, pero su esperanza es que el mundo sane para volver a verlos. Mi hermana y yo nos cuidamos, porque el virus es más grave para mis papás. Ahora incluso caminar afuera se siente como un gran riesgo. Tal vez es momento de parar juntos por un momento, reconsiderar, platicar con nosotros mismos, sanar. Tener tiempo de soñar. Dejar que el mundo respire. La cuarentena nos obligó a volver a pasar tiempo juntas, apreciarnos a pesar de las diferencias, tal vez a vernos distinto. Ahora somos adultas y aunque muchas veces siento un abismo de distancia entre la persona que me he convertido y mi familia, es muy fuerte la conexión del pasado, de ese tiempo invertido, de esas mañanas y de esas tardes que tanto me recuerdan a estos primeros días de cuarentena.


Adentro afuera- afuera adentro Laiza Onofre

Soy muy feliz de tener mi propio patio. Un espacio entre lo público y lo privado. Un lugar en donde converge lo íntimo y lo colectivo. Mientras tenga mi jardín, mis plantas y mi espacio con aire fresco, todo estará bien. (Me lo repito las veces que sean necesarias) Verme en las plantas, cuidarme en el cuidado de las plantas, saludar al vecino que pase, saludar al perrito que pase, escuchar al carrito de las tortillas calientitas pasar por la cuadra, oler los azahares del naranjo de mi abuelo. Ahí, entre el afuera adentro y el adentro afuera Ahí, entre el abrazo colectivo y distante.



Escribir no es problema, pero no garantizo el producto Bruno Javier

A Ana Kullick y Patricia Laurent

Debo aceptar que soy un terrible lector, que leo, casi siempre, cinco libros al mismo tiempo. Aunque algo me apasione, mi atención me suele abandonar pronto. Del mismo modo veo series y juego videojuegos. Todo en desorden, con mucho caos, creo que se me volvió maña. Una amiga dice que tengo TDA, puede ser. Los médicos no dijeron nada sobre el tema. A finales del año pasado estuve un mes entero internado en un hospital, casi sin acceso a entretenimiento. Había un canal fijo en la televisión, siempre dramas musicales adolescentes, muchas veces prefería estar con la tele apagada, en silencio, excepto por las mañanas que pasaban caricaturas. En cuanto al Internet, básicamente inexistente, me hacía caminar por los pasillos hasta encontrar señal. Publicaba en mis redes sociales tanto como pudiera para que familia y amigos no se dieran cuenta de mi ausencia, solo mis padres y mi hermana sabían de mi condición de salud. Ahora, volviendo a mis lecturas desordenadas, las enfermeras restringían la entrada de más de un libro. Mi papá, cómplice de mi necedad, metía un segundo libro cuando podía, muchas veces, por desobediente, me quitaban ambos. El punto es que descubrí, en aquella situación, la falta de autonomía en mis actos como un detonador de estrés y ansiedad, y no el encierro por sí mismo. Aprendí a dividir mi vida en bloques de cuatro horas. Cuando me dieron de alta, las jornadas laborales de horas nones me distraían, me


ponían en otro sitio. Tuve tres meses de relativa normalidad, cambiaron las cosas en marzo: comenzó el brote de la enfermedad que ahora nos tiene escribiendo memorias, crónicas, poemas, tesis y novelas; o leyendo, jugando y viendo películas. Antier por la tarde, pensaba en escribir justo lo que escribo ahora, pero el orden temporal sí que afecta el producto. Uno ya no piensa lo que pensaba días antes, supongo, me gusta creer que es lo regular. Lo digo porque este texto trataría sobre mi estadía en el hospital y daría algunos consejos para hacer llevadero un encierro, pero no he contado de mi internamiento, algunos amigos podrían conflictuarse por no saber, sentir que su amistad no es significativa por no intuirlo en su momento o, simplemente, atar cabos. Pero hoy no se trata de ese encierro, se trata de otro, en el que participamos todos. He dejado tiempo en mis bloques de cuatro horas para escribir sobre lo que interesa hoy (separar los días en grupos de horas dividendos del 24 es mi único consejo por ahora). Ayer puse en práctica mis métodos de dispersión. Leí libros en desorden, escribí en desorden, hice llamadas completamente ociosas y descargué más videojuegos que los que podré jugar sin fastidiarme; hasta di clases en línea por puro gusto. Me he sentido pleno en el encierro. Después medité acerca de la biblioteca que he ido formando a cuenta gotas desde hace unos diez años. Alguna vez oí a algún escritor decir que nuestra colección de libros es una curaduría, algo que nace del deseo y de la imposibilidad de leer todo. Pero los libros se escriben para ser leídos, interpelé mi recuerdo. Aplazo su lectura por el trabajo o por mil pretextos que me impongo, pero quiero leerlo todo. Creo que fue Gabriel Zaid, mi héroe personal, quien escribió que la frustración lectora es común, que puede causar intranquilidad. Yo, más que intranquilo, me sentí deprimido. Me senté en la cochera, saqué a mi perro y jugamos con la pelota, luego a las luchitas. Después de muchas victorias injustas de mi parte recibí una llamada. Taciturno y de bajón, no estaba para creer en las almas gemelas. Me llamó, yo no tenía pretexto para colgar y seguir en mis tristes reflexiones sin utilidad monetaria. Habló de una novela que había ter-


minado de leer la noche anterior. Yo escuchaba atento y pensaba en la muerte, no la mía, más bien la de una amiga que sigo extrañando y llega su recuerdo de la nada y, en los momentos más libres de sospecha, sabe llegar a mi memoria. Puede que sí tenga TDA, pensé y me quedé calladito. “Siento que no estás poniendo atención”, y no podía desmentir algo tan evidente. Le pedí tiempo para meter al perro a la casa, después platicamos más. “(…) Sí, estoy distraído. Más de lo regular, y es que extraño a una amiga que también era lectora. Le gustaba mucho leer a los autores del Siglo de Oro. Alguna vez me habló de Sor Juana por dos horas”. “¿A tu amiga le gustaba cocinar?, porque cuentan que Sor Juana amaba la cocina”. No estaba para creer en almas gemelas, pero después de esa pregunta: ¡qué viva el amor, y qué viva Sor Juana! Reflexionamos sobre lo injusta que es la historia cuando es mal contada y sometida a los libros de texto gratuitos, nos vuelve aburridos a los genios de otras épocas. Sin duda, llegamos a este punto: aquella docta madre fue rockstar, modelo a seguir, paseaba con la realeza y su voz era escuchada como rebelde, protopunk. Yo quería hablar de Jesucristo, que, aunque no creo en las divinidades, me parece una figura digna de seguidores y, a su vez, indigna de sus seguidores. Irónicamente, no supe conectar el tema de una monja con Cristo, después lo vi innecesario. “Voy a escribir un texto sobre nuestra charla y se lo haré llegar”, pensé con mucha velocidad para que no notara nuevamente mi distracción. La noche se hizo muy corta. Claro que se habló de pandemias y temas del momento, pero eran pretextos para seguir escuchando la voz del otro. La conversación carecía de pausas, un tema llevaba a otro, entre los: te acurdas cuando, te gusta, conociste a, has leído, la música de, has pensado que… Algunos momentos no llegaron a ser segundos, fueron silencios tan pequeños, tan inocuos, en apariencia, pero ahí creamos una casa temporal donde nos descubrimos de verdad, un encierro pleno a luces llenas.



Uno pone, Dios dispone, llega el coronavirus y todo lo descompone. Anaid Díaz Parece una pesadilla, creo que ya ni siquiera sé cuándo empezó, cuando fue el momento en el que dejamos de salir a la calle, ¿a dónde fui la última vez?, ¿a quién abracé?, ¿qué comí? No recuerdo y ahora añoro hacerlo. Pero bien dice el refrán “uno pone, Dios dispone, llega el coronavirus y todo lo descompone”. A principios de año me enamoré, bueno, creo que ya estaba enamorada de un chico peruano que conocí hace un año en mi primer viaje a Europa. Nuestra historia es de cuento: Ana conoce a Luis en Roma, Ana y Luis van juntos a Florencia, aprenden, visitan museos, hablan (más Ana que Luis) y se separan, días después Luis alcanza a Ana en Madrid, pasan el mejor año nuevo en la Puerta del Sol, ríen más, crean nuevas anécdotas e historias y se separan para volver a sus países de origen. Pero Luis y yo, no dejamos de hablar ni un solo día, ni uno, había ocasiones que hacíamos videollamada para recordar nuestro viaje, volver a reír y en los mensajes había memes, canciones, frustraciones de amor y trabajo y más. Hasta que fui a visitarlo, nos enamoramos y decidimos tener una relación a distancia con los mejores planes a futuro. El viaje a Lima fue magia pura, en el fondo creo que ambos sabíamos que esa visita iba a acabar en romance y fueron los mejores días juntos, (ahora sí) el mejor año nuevo con besos por cada campanada, baile, risas y un futuro juntos cocinándose. La despedida fue compleja, pero nos prometimos que lo haríamos lo mejor posible y, claro, que nos veríamos pronto. He de confesar que yo soy la desesperada de esta relación (y de todo), así que mi principal actividad era buscar vuelos, cazar y ofertas, todo el tiempo. Compré un vuelo para finales de abril, eran pocos días, pero todo valía la pena con tal de ver, tocar, besar y abrazar al dueño de mis pensamientos. La ilusión creció, sabíamos la playa que íbamos a ir, lo que íbamos a hacer apenas llegara al aeropuerto de Lima, incluso Luis buscaría a alguien que nos grabara cuando se abriera la puerta de la sala y nos fundiéramos en ese abrazo atrasado ya por cuatro meses.


Tener una relación a distancia no es fácil. Nos damos los buenos días, nos enviamos mensajes de lo que estamos haciendo, nos contamos chismes, nos decimos “te quiero” y “te extraño”, Luis es experto en hacerme memes con cualquier situación y en la noche nos vemos. Somos una pareja que se debe 100% a la bendita tecnología. Quien ha vivido este tipo de experiencia sabe que hablar, escucharse, escribirse es increíble, pero que decir “te mando besos” y no darlos es duro, o empezar la mañana con “me encantaría despertar y verte” es más difícil cuando sabes que faltan meses para que ese deseo se cumpla. En medio de esta crisis en la que no sabemos qué va a pasar ni cuándo va a terminar la pesadilla, revisé un correo que decía “cancelación de vuelo” y el corazón se me detuvo. No había visto la magnitud de la situación hasta que leí que mi vuelo a Lima se había cancelado por medida de seguridad y prevención ante el coronavirus. Me quedé inmóvil, primero no lo creí, seguramente estaba viendo mal y me mandarían otro correo diciendo: disculpe, su vuelo sigue en pie, pero nada. ¿Qué fue lo primero que pensé? Dios mío, dije, ¿por qué a mí?, ¿por qué pasa esto justo ahora que mis planes son tan perfectos? Le llamé a Luis con lágrimas de tristeza, enojo y más incertidumbre que nunca. Ahora mismo que escribo esto, el corazón se me pone triste y la sonrisa se me borra, siento un huequito en el alma. Todos los días al despertar deseo que la pesadilla haya terminado o que revise de nuevo mi mail y vea un correo que diga “Reprogramación de vuelo a Lima”, pero no. Y siento miedo, miedo de olvidar su olor, ese que se quedó impregnado en un sombrero que descansa en la cabecera de mi cama; miedo de que nos aburramos de las llamadas, los besos ficticios, la imaginación y el deseo de estar uno junto al otro caminando de la mano a la orilla del mar; miedo de que un día simplemente nos dejemos de llamar. “Confía, confía en que todo saldrá bien, no es tu culpa que no puedas venir”, me dice Luis con algo de tristeza en la mirada y con su tono tranquilizador y le creo. Me serena en esos momentos que hablamos y me escribe en un papel “te quiero” con letras de colores, corazones y que me enseña por la pantalla; le creo cuando me dice que me extraña y bailamos nuestra canción favorita, cada quien en su propia habitación a quién sabe cuántos kilómetros de distancia. No le quiero decir que mi cabeza vuela y piensa cosas raras o


que me invento una película apocalíptica en donde pasan más meses y no nos podemos ver, o que incluso después de leer noticias fatalistas, siento que me estalla la cabeza como un síntoma inminente y moriré sin sentir de nuevo sus labios ni sentir el calor de su cuerpo. No le digo eso, mejor me pongo a recordar y me lleno de esperanza, sé que vamos a poder. Que tarde o temprano me responderán en la aerolínea y podré cambiar mi vuelo, que el tiempo pasará volando y que la distancia solo nos hará querernos más. Sé que más pronto de lo que esperamos, estaré bajando de un avión con una maleta llena de mis cosas y el alma atascada de deseos de verlo. La sonrisa a tope, el corazón latiendo tanto, que siento que se me va a salir y esas mariposas en el estómago revoloteando inquietas. Y se abrirá la puerta corrediza de las llegadas y Luis estará ahí en medio de todos con su camisa de pajaritos y los ojos brillantes esperándome. Los dos correremos a abrazarnos, soltaré la maleta y me enredaré en su cuello para darnos el beso que tenemos ganas de darnos desde enero, ese que todos los días nos mandamos por mensaje y que se hace más necesario antes de dormir. La gente nos mirará y estoy segura que les daremos felicidad a algunos. Luis no me soltará la mano, me lo prometió y nos iremos juntos, deteniéndonos cada diez, tres, siete pasos para besarnos, mirarnos y tocarnos la cara. Ya no hay pantalla que nos separe ni un “como quisiera que estés aquí”, ya estamos uno junto al otro. Nos daremos otro beso y gritaremos que lo logramos, que vencimos al miedo, a la distancia y que nuestro amor sobrevivió a la pandemia mundial, porque el amor todo lo puede (aunque suene a discurso cursi de película) y que si deseas algo con todo el corazón, se cumplirá. Ahora ya con la sonrisa de nuevo y el corazón recuperando los latidos de la esperanza, les diré que todo, absolutamente todo pasa, y esto pasará para volver a nuestra vida habitual y estoy segura que cuando esto acabe, todos nos abrazaremos más fuerte, valoraremos más a las personas que tenemos al lado y no se nos va a olvidar qué comimos ayer o a quién fue a la última persona que le dijimos “como te eché de menos”. Que no nos falte nunca la paciencia ni la fe.


Una voz más del encierro

Bladimir Ramírez

Ha sido domingo muchos días. Y el domingo es el peor día de la semana, porque te da una visión panorámica de todas las cosas que debes hacer y no haces. La limpieza. Las tareas. Ejercicio. Aprender japonés. Volverte especialista en cine húngaro o cualquier otra que te ayude a soportar las veinticuatro horas más largas de la semana. Cada minuto de un domingo tiene algo de plomo, de incertidumbre y acidez. El virus, en poco tiempo, dejó de ser una noticia exótica e indiferente. Migró de un continente a otro a la velocidad del miedo. Para cuando llegó a Europa, imaginé que ya no se podría controlar. Después vino a México y como todas las cosas que ya llegan a nuestro país, el virus perdió disciplina y respeto; comenzó a contagiar de forma festiva e inexacta pero igualmente eficiente. En mi caso, creo que vivir lejos de las grandes ciudades me ha ayudado a mantener la calma. Veo las zonas metropolitanas temblar con sus millones de habitantes, sin saber qué hacer, como una cuchara iluminada por la luz de la cocina en la madrugada. En mi pueblo, que para muchos es ciudad y para muchos no, las cosas se mantienen tranquilas. Aunque en las calles se percibe un miedo no confesado, como un tema incómodo o peligroso del que es mejor no hablar. Al igual que en el resto de México, los niños no van a la calle, y las personas que pueden, se quedan en su casa la mayor parte del día. Los restaurantes, bares y cafeterías están cerrados. Tenemos pocas actividades disponibles, además de la histeria, la preocupación y algunas compras de pánico circunstanciales. Mi casa se ha convertido en un lugar que, a ciertas horas del día, no es mío. Lo sé por el clima, la cantidad de luz que entra por las ventanas y el ruido de los vecinos. Me cuesta trabajo adaptarme a mi propio hogar. Yo pensé, al inicio de todo esto, que serían días difíciles pero productivos. Que podría leer lar-


varias páginas al día, en fin, dedicarme a mí, a lo mío. Pero la realidad es otra. No sé si sean los distractores del siglo XXI, Internet, redes sociales y todo lo que eso implica, o si, acaso, hay otra cosa que me tiene con la mente mucho más lenta y distinta. Tal vez sean las noticias, que cada día muere más gente en condiciones desfavorables, que hay muertos sin funerales, que en todo el mundo, hay gente que muere de una forma que jamás imaginaron. Y uno cree que el fallecimiento de chinos, alemanes, italianos o españoles es cosa de ellos, que cada país debe preocuparse por sus muertos. Sin embargo, las tumbas no conocen de patrias ni pasaportes. Las conversaciones con mis amigos más cercanos están invadidas de COVID-19, porque aunque intentamos evadir el tema, siempre acabamos comentando al respecto. ¿Checaste el número de contagios hoy? ¿Ya viste lo que pasó en la Cdmx? ¿Cómo sigues del dolor de garganta? ¿Dormiste bien? Mi preocupación, o tal vez, mi miedo más latente, es que estamos encerrados, pensando que el virus va a ganar por pura perseverancia, que es una batalla contra el tiempo que no sabemos librar. En mi caso, me aterra la idea de un virus, porque es algo invisible. Y es muy difícil combatir lo invisible. No sé si la vida después de la pandemia será mejor o peor, no sé si los gobiernos internacionales comenzarán a verse, uno a otro, como semejantes, como iguales más allá de las banderas y la cantidad de litros de petróleo. No lo sé, tampoco sé si nosotros, los que aún no estamos infectados, los que seguimos vivos, estemos preparados para lo que viene. Porque lo que viene son las muertes, los hospitales llenos, las ciudades llorando al unísono de la desesperación, el hambre, abriendo su boca desdentada e impaciente, el crimen y la abyección en su estado más puro. Dicen que los jóvenes siempre pensamos en el futuro, pero hoy pienso en mi vida antes de la pandemia y me doy cuenta que sí tenía mucho que perder y lo perdí. ¿Dónde se recupera la tranquilidad? ¿Dónde reinicias tus miedos?


E

l aislamiento obligatorio me quitó un peso inmenso de encima. Ya me costaba atender a la escuela y soportar la rutina en general. Aunque de igual manera el aislamiento me quitó muchos elementos que me distraían de mi propio pensamiento. Tiempos así sacan lo mejor y lo peor de cada persona. Obviamente fue el caso conmigo. Mi estado de ánimo fluctuaba mucho; y al parecer, inconscientemente me di la libertad de poder sacar de manera imprescindible, la peor parte de mí. En ningún momento fue sorprendente, pero sí agobiante. Mis recuerdos y lazos formados en el pasado ya eran completamente ajenos a mí. ¿Qué era eso que me ponía melancólica? ¿Qué era eso que ya no tengo en mis manos? ¿Quiénes eran aquellos que eran parte de mí? ¿Qué era eso que tanto añoré? ¿Por qué me envolvía a mí misma en tantos hechos catastróficos con poca probabilidad de acontecer? Intenté de todo. Compré por Internet. Hablé a distancia con viejos amigos. Jugué en mi PC. Pinté y coloreé. Mejoré la relación con mis padres. Dormí poco. Dormí mucho. Comí a horas y deshoras. Vi películas. Hice ejercicio. Pero nada funcionaba para mí. Técnicamente, podía pasar el día sin ningún problema. Pero yo no estaba viviendo. Estaba sobreviviendo. Sentía un vacío. Y estaba segura de que no me faltaba absolutamente nada. Tenía lo básico, y lujos materiales e inmateriales. A la larga ya desconocía de mí. La gente también. ¿Quién eres? ¿Qué aconteciste? ¿Por qué te cuesta hablar? ¿Por qué


te desapareces? ¿Por qué ya no sabemos nada de ti? ¿Por qué quitaste los espejos de casa? ¿Por qué eres una malagradecida? Debes de estar en casa, ¿no? Debes de tener tiempo para dar noticias a quienes más amas. De verdad pensé, que necesitaba un tiempo extra, soñaba con poder aislarme y que no me viera afectada de ninguna manera en los distintos ámbitos de mí vida. Mírenme ahora. ¿COVID-19? Hasta ahora me entero que la pandemia dio origen a la paranoia de quedarse en casa todo el día a todas horas. Yo, ni en cuenta. Вальехо



EL ARBOL DE TORONJAS. Ayer me quedé dormida en mi cama. Tuve un sueño; soñé que estaba en el patio de mi casa y que era pequeña y estaba el árbol de toronjas que antes había, ahí estaba mi papá con una vara intentando bajar la mejor para mí. Yo brincaba de un lado a otro de la emoción y él me miraba con ternura y amor; al fin me daba una toronja y yo le echaba sal y me la comía. Después desperté. Hoy le conté mi sueño y me respondió que si quería podíamos plantar otra vez el árbol de toronjas. Alexa Gante


El sonido de las chachalacas

Nancy Tamez

A Virgilio

NVM

Oiga compadre, ¿alguna vez se había preguntado a qué hora del día empiezan a graznar las chachalacas? Desde que dejamos el pueblo pa probar suerte acá en la suidad ya casi ni las escucho. ¿Tá usté loco o qué compadre?, a quen le interesan esas cosas con todo lo que estamos viviendo con esta mendiga pandenia, o como se diga, esa cosa del coronavirus. Pos es que ahora con este encierro en que nos tenen, paso harto tiempo piense y piense, y pos, me preguntaba eso; estoy seguro que el otro día oyí graznar a unas, sempre me ha gustado el ruidillo que hacen, siento como si estuviera en un rancho. Me acuerdo cuando a veces, nos íbanos todos, las viejas, los guercos, y mi madrecita chula al rancho de mi apá, Dios lo tenga en su santa gloria, allá, en los Los Matorrales, un pedazo de tierra en las afueras de Villa Juárez, no tenía mucho en el tejabancito, una vieja mesa, dos sillas con unas tablas de madera encima, pa poder sentarse uno, porque si tuvieron asientos, pero ya estaban bien podridos, por eso lo de las tablas; un triste abanico pa los calorones en verano, con las aspas bien oxidadas, refrescaba, pero hacía un ruidal del demonio, las cortinas estaban ya rollidas por el sol y el paso del tiempo, un radiecito, pa escuchar su música, y ahí andaba, solo, regando sus árboles de naranjas, sempre nos traíba hartas naranjas, bien dulces compadre, bien grandotas, pero su rancho estaba muy alejado de todo, casi nunca íbanos, apenas y corría un vientecillo terregoso, veías a alguna víbora arrastrase, o un ratón correr y esconderse a lo lejos, y con eso ya sentías que algo importante sucedía por aquellos lares, por eso, yo sempre me preguntaba, porqué le gustaba tanto a mi viejo estar allá. Podía estar días, a veces hasta semanas, de preferencia solo, le gustaba la soledad. Cargaba con tortillas, papas, tomate, cebolla, chile, café y su coca, aunque el dotorcito ya le había prohibido tomarla porque ya ves que anduvo rete malito de la gastritis, y luego lo otro,


lo que lo mató, la hepatitis, y pues bueno, la coca fue de las primeras cosas que le quitó al probecillo. Pos si compadre, pero, ¿que tene que ver todo eso con las chachalacas? No pos nada compadre, yo solo le decía, por decir algo. Qué curioso compadre, el sol no salió este día. Dan ganas de ir caminar por ay como antes, cuando teníamos tiempo y no andábanos sempre apurados por todo, porque así es aquí en las grandes suidades; de verdá, no sé en qué andábanos pensando usté y yo cuando decidimos venir pa acá, en el pueblo teníamos todo, hasta nuestras familias, ahora en este triste cuartucho de servicio en que nos tenen, siento que no puedo ni respirar, haga de cuenta que nos tenen enjaulados, y pa acabarla de fregar, los patrones no nos dejan acercarnos a naiden, como si estuviéramos apestados, pero si nosotros semos rete limpios compadre. Le digo, qué ganas de salir a caminar, pero pos ya ve usté, es peligroso caminar por donde todos caminan. Ya nomás que pase este infierno de encierramiento, nos largamos de aquí, yo le juro que me hubiera aguantado y estaría quieto, pero si me hubiera tocado todo esto allá en mi tejabancito, con mi familia, ota cosa sería, ahora si valoro todo eso, de verdá. Si no juera por estos aparatos celulares, ¿qué sería de nosotros compadre? bendito sea Dios por lo menos oigo las voces de mi Martha y de mis muchachos, pero pos, no es lo mesmo compadre, no puedo verles las caras, mucho menos tocarlos, y los extraño rete harto, pero le digo, ya pasando esto yo me largo de regreso a mi casa, humilde, pero es mía y ahí está mi gente. ¿Escuchó compadre? Le juro que oí el ruido de las chachalacas, o a lo mejor, ya me estoy quedando zonzo. Nunca había extrañado tanto a mi familia, al pueblo, mi casa, mi cama, ¡nombre, deje usté!, los taquitos de huevo con chorizo en tortillita de harina recién hecha, pero los que me hace mi Martha, con rete harto chile quipín y frijoles de bola, mi café bien cargado, y de postre, mi cigarro, pal desempance. Luego, irme a mi tallercito de herrería, donde no ganaba mucha lana, pero pos pa que quero ahora tanta, si no estoy feliz compadre, si no estoy allá. La comida de aquí es guena, pero estraña, no sabe a nada, no es sabrosa como la de mi vieja, siento que hasta me he puesto flaco, aunque correoso, con tanto jale aquí en esta casa tan enorme que parece más bien una cárcel, de lujo, pero cárcel al fin y al cabo.


Me acuerdo, que, el otro día, todavía andaba yo en el pueblo, iba subido en mi bici, cuando si querer atropellé a una chachalaca, no pregunté usté que como pudo ser eso, porque así fue, salió de la nada el bendito animal, me sentí tan acongojado, que corrí al centro de salud, ahí el dotor me dijo que si estaba yo loco, que ahí solo atendían cristianos, pero ya ve como soy yo, rete sentimental. Las chachalacas, los grillos, las chicharras, antes no lo les ponía antención a estos animalitos, y que re chulo cantan. Ahhh méndiga cuarentena, no se le hace mucha coincidencia, que esté sucediendo, justo en tiempos de la cuaresma?, yo pienso que todo esto es un castigo de Dios. Híjole compadre, ahora mesmo pienso, de veritas, juro, que el día que me muera quero estar con los míos, en mi pueblo, contento, tranquilo, y oyendo el graznido de las mendigas chachalacas.


Quédate en casa, si tienes el privilegio de que te sigan abonando tu sueldo. Quédate en casa, algunas semanas no podrás ir al cine, al bar, al museo, a los conciertos o al gimnasio… Quédate en casa, si ya llenaste tu alacena de comida para tres meses y de papel sanitario para diez años. Quédate en casa, si ya compraste todo el gel antibacterial que cupo en tu carrito del súper. Quédate en casa, si ya tienes en tu WhatsApp todas las noticias alarmista que necesitas. Quédate en casa y no le abras la puerta a nadie. Quédate en casa y no se te ocurra preguntar a tus vecinos si necesitan algo. Quédate en casa a despotricar desde tu sapiencia cómo sí se debería atender la situación. Quédate en casa, y enseña a tus niños a despreciar a quienes no se pueden quedar en casa porque no tienen una. Quédate en casa, sigue propagando el miedo y, ante todo, el odio por los que piensan diferente a ti. Quédate en casa y, como si vivieras en Europa,


canta desde tu ventana que la vida es bella a pesar de tener que estar en casa. Quédate en casa con Wagner, una nevera llena y tiempo disponible para leer, escuchar música, mirar series... Quédate en casa, pon mayor distancia entre tu seguridad y la necesidad de siempre de la gente que no puede quedarse en casa, que no tiene para hacer compras de pánico, ni siquiera para comprar lo de la subsistencia diaria. Quédate en casa, sigue criticando y quejándote de lo que otros hacen para evitar la desinformación y el miedo. Quédate en casa sin mirar que hay niñas, niños, que se mueren todos los días por desnutrición, por abandono, por odio, que son echados de su casa por la violencia o la miseria y tienen que andar los caminos con el frío y la lluvia, que cruzan el mar o las fronteras tomados apenas de la mano de sus padres o sus madres, o sin ellos, sosteniendo la esperanza de que alguien salga de su casa y los mire y los abrace. Quédate en casa, mientras en el mundo siguen creciendo las injusticias, mientras no aparezca un virus que propague la indignación por todos los que no pueden quedarse en casa, por todas las que salen de casa y no regresan. Quédate en casa


mientras el virus llega a países donde no hay hospitales suficientes ni siquiera para la demanda cotidiana, donde hay gente que no puede hacer compras de ningún tipo. Quédate en casa, mientras animales y plantas vuelven a asomarse a sus territorios arrebatados. Quédate en casa, y con mala suerte este mundo seguirá rodando igual que antes y tú podrás seguir con tu vida privilegiada. Quédate en casa y, con suerte, el mundo se sacudirá, volverás a la calle y no serás el mismo.

María Esther Pérez Feria



14 de marzo 2020 Desde que el mundo decidió detenerse entendí que una colonia sin música no es colonia. Desde febrero dejó de escucharse en la radio "Cuatro Vidas de Pedro Infante" a causa de la muerte de Amapola. Ya no hay más días de sol. En cambio ahora, es una veladora y un par de rituales quienes se hacen presentes por las noches. Me sigue sin tomar el pelo la cuarentena. Humillados ya estábamos. Es la tensión ante la pérdida lo que aún no logramos soltar. 19 de marzo 2020 Veo desde mi ventana, cómo los árboles siguen creciendo y las abejas continúan alimentándose de las tronadoras. El viento y los vecinos chismosos aún me escuchan recitar fragmentos de la Defensa de Vladimir Nabokov, pues vendí mis libros de poemas para sobrevivir ante la contingencia y la morralla me duró unos días. Mi vecino ya toca mejor la trompeta y yo ya me echo en piano Trois Gymnopedies de Gary Numan. Armaremos a distancia, un dueto y, ante la desesperanza lo llamamos "El elote triste" (el vendía elotes para sobrevivir). Pensamos que, la música atraería o alejará a la gente pero algo tenía que pasar. Entre mis memorias, una semana antes de la pandemia, un niño de una comunidad me regaló el abrazo más puro. Abandonado por su madre y por el mismo Estado, recuerdo que nos contó en un taller que a él le gustaban mucho los pájaros, que no le gustaba que el Río de la Rivereña (comunidad donde vive), estuviera envenenada porque aves y otros animales, no tendrían más agua que beber. Todo cambió un 14 de marzo de este año. Entre anuncios oficiales de distanciamiento y cancelación académica, ya no pudimos continuar con la faena comunitaria para seguir sosteniendo conciencia ambiental en niños y niñas de ese sector casi olvidado. Con el pasar de los días nos vimos ante una problemática que ya se avecinaba: las minorías percibieron la amenaza más fuerte y más encontrándose en puntos rojos de la ciudad. Las personas que viven en condiciones de insalubridad son quienes más desprotegidas están ante la pandemia del Coronavirus. La recolección de alimentos inició esta misma semana al


igual que el desabasto de productos de limpieza en casi toda la ciudad. No hay más que podamos hacer por ellos. 21 de marzo 2020 La tierra está despierta y la ciudad silenciosa. La escasez de alimentos continúa al igual que ese río contaminado. Días sin nosotros no lo limpiarán porque nosotros que no somos la verdadera amenaza, no estamos ahí para abrazar a nuestro planeta ni a esos niños. Por fortuna, amigos míos sobreviven gracias al home office. Me cuentan ingenuamente que, si trabajan más duro y los resultados incrementan, quizá, la empresa decida que siempre se trabaje desde casa y así ahorrarían gasolina y tendrían más tiempo con sus familias. Lo cierto es que nada puede detenerse acá abajo por completo. Aún recibo con un abrazo a mi madre cuando llega tarde a casa, pues sigue experimentando la explotación laboral y tiene que seguir asistiendo, aunque hace apenas unos días les dieron trescientos pesos para comprar máscaras u otras protecciones. Todos hacemos lo posible por traer pan a la casa. 22 de marzo 2020 Ante la depresión social que experimenta el mundo, sobre todo en nuestro país (una depresión que ya existía antes del (COVID-19), nos seguimos abrazando como mecanismo de defensa al igual que a la utopía de un mejor mañana. Creemos que esto fue un golpe humano. Un golpe que nos obliga a parar aunque sabemos bien, no podemos. Vivimos ante un estrés permanente y las grandes potencias y mucho menos el Estado, saben qué hacer ante este descontrol de realidad. Se ha suspendido lo que sostenía al síntoma y es que, fue el cuerpo quien puso palabra a la nueva enfermedad del siglo XXI. La palabra ya no solo es el capitalismo, ahora es virus. 23 de marzo 2020 Me gustaría que el andar en la vida cotidiana sea tan fácil como andar en bicicleta. Trazas el mejor camino para pedalear, lo sigues sin parar, y justo cuando no puedes más te detienes a observar el paisaje o piensas en lo que verás al final. Una esperanza


para continuar. Pero allá, donde hay gente, donde hay problemas, medios alimentando ese morbo, trazar ese camino es complejo. Somos igual que los animales en el desierto. Durante estos días comencé a leer a mi viejo amigo Nietzsche, un pequeño fragmento de su libro “Humano demasiado humano (1878) y me decía al oído: “la gran transformación llega para siervos de esta especie como terremoto: el alma joven se siente en un solo instante, conmovida, desasida, arrancada de todo lo que antes amaba; ni aun se da cuenta de lo que le pasa. Extraña investigación, desconocida fuerza impulsiva la dominan y se apoderan de ella, hasta imponérsele como un orden; se despierta el deseo, la voluntad de ir adelante, no importa adónde, a toda costa, violenta y peligrosa curiosidad de un mundo no descubierto brilla y flamea en todos sus sentidos. << Antes morir que vivir aquí>> - le dice la imperiosa voz de la seducción: - y este “aquí”, este en “nuestra casa”, ¡Es todo lo que amo hasta ahora!” (p.8). Cuánta razón tenía ese loco. Esperamos tolerantes, a que la marea violenta del mar nos calme y regrese la tranquilidad de sus olas nuestras vidas. Algunos, en su locura e impaciencia, llevan ofrendas y hacen todo tipo de rituales. Los que podemos observar desde nuestras ventanas, vemos cómo todo tiende a repetirse: malas acciones como no amarse ni cuidarse, violencia, una política corrupta y todo lo que inspira a que una marea colapse. Es por eso que entre el espacio y tiempo todo tiende a repetirse: entre olas y cantos del mar y sal. Es muy bello callar, pero reír lo es aún más. Ahora desde el silencio, veo cómo las mareas rojas suben y bajan o cambian de lugar pero jamás se transforman. La humanidad envejece y pulveriza entre palabras y sombras del pasado y presente. Millones de hombres y mujeres, producen involuntariamente, un salto cada vez más cercano y claro a las ideas que no han podido replicar desde el encierro. Amor y violencia, una lucha interna y a la vez externa que continúa a pesar del virus y ante pensamientos estáticos. Especialmente, en la lucha de la humanidad contra su propia naturaleza. Wendy Abigail García Juárez


27 de marzo de 2020

Relatos de la cuarentena, un futuro incierto Sandra Hernández García

Ya no sé si es martes, jueves o fin de semana, ya los lunes no son tan odiados, el despertador dejó de sonar al alba para correr, tomarse una ducha, agarrar cualquier cosa de la cocina y salir con prisa directo al trabajo. Con juntas laborales, con pendientes, con actividades por hacer… todo se esfumó. Mientras nos reuníamos la noche del 31 de diciembre a recibir el año nuevo y mandábamos mensajes de buenos deseos a nuestros seres queridos. En Wuhan, Hubei, China, se registraban los primeros casos de neumonía por un virus desconocido. Amor, dinero y salud, ¡salud! eran los deseos que predominaban mientras brindábamos por el comienzo de un gran año. Sería un 2020 inolvidable, desde hace dos años había preparado mi boda con destino de luna de miel a Italia. Era el 18 de enero cuando decía “Sí acepto“ frente al altar y el 21 de enero viajé de Guadalajara a Estados Unidos, fecha en que llegó el primer caso de coronavirus en este país, así lo confirmaron los funcionarios en el estado de Washington. COVID-19 aún no era un nombre tan popular en el continente americano, tomé mis maletas y me fui a Roma. En el aeropuerto se veía cómo las personas asiáticas usaban cubre bocas y algunas otras guantes. Era mi luna de miel, me había distanciado de las noticias y aún no sabía lo que estaba pasando a mi alrededor. Era el 27 de enero cuando esperaba el tren para viajar de Florencia a Venecia, tiempo de espera 30 minutos así que tomé el New York Times que estaba a mi lado y comencé a leer las noticias internacionales, “Los mercados de China, epicentro de un brote letal”, ese era su encabezado mientras leía que el nuevo virus había cobrado al menos 56 vidas y enfermado a más de mil 370 personas en China y en todo el mundo.


Aparentemente, todo estaba bajo control, no había miedos, ni compras pánico, ni cierre de espacios compartidos, todo funcionaba con normalidad. Roma, Florencia, Pisa y Venecia, lugares históricos e impactantes donde los turistas paseaban con una gran sonrisa, probando los famosos gelatos sin importar que estuviéramos a bajas temperaturas. Pasé más de diez veces por la Fontana Di Trevi y nunca logré tener una foto sin personas a mí alrededor. Visité el Vaticano y recorrí el Coliseo junto con otras 40 mil personas que lo visitan en un día. El viaje terminó y regresé a Estados Unidos, dos semanas después el Presidente Donald Trump anunció la prohibición de la entrada de extranjeros provenientes de Europa. Durante esos días, Italia ya registraba uno de los mayores números de infectados y muertos por el coronavirus de todo el mundo. Ya no eran 56 personas fallecidas, ya no era un tema exclusivo de China. Luego de que la Organización Mundial de la Salud declarara como pandemia, el temor al que ya veíamos venir, llegó. “Lávense las manos frecuentemente” era la primera indicación. Ya habían pasado tres semanas luego de regresar de Italia y por fortuna no presenté ningún síntoma. -Qué suerte la mía, me dije. Pero después esa suerte cambió. Me encontraba en la espera de mi cita en migración para poder obtener la residencia cuando el Consulado General de los Estados Unidos en Ciudad Juárez, canceló sus citas e invitó a esperar hasta nuevo aviso. Leía historias de cómo había personas que por fin se reunirían con sus familias después de 5, 10 o 15 años y ahora solo quedaba esperar. De cómo había personas varadas en un país lejano al suyo, con vuelos cancelados, con falta de respuesta por las aerolíneas o las Embajadas. Las cifras de infectados y decesos iban en aumento, no bastaba con lavarse las manos, ahora nos recomendaban quedarnos en nuestras casas, suspendieron clases en las escuelas, cerraron bares y restaurantes, cancelaron cualquier evento social y dejaron de presidir misas. Todos hablaban del nuevo coronavirus, algunos con informa-


ción más precisa y certera, otros divagando sobre rumores. Gretchen Whitmer, Gobernadora del Estado de Michigan en Estados Unidos, dictaba orden de quedarse en casa 24/7 y Enrique Alfaro, Gobernador de Jalisco, en México, mediante un comunicado invitaba a los jaliscienses que se encontraban en Estados Unidos a no visitar el Estado en estas fechas. Estaba en casa, aislada, sin recibir visitas, veía como ahora el Coliseo dejó de recibir sus 40 mil visitas y el papa Francisco daba la bendición frente a la Plaza de San Pedro vacía. Ahora, la Fontana de Trevi estaba deshabitada, en Venecia los hermosos canales se encontraban vacíos, tan opuesto a lo que había mirado días atrás. Salir a la calle a recobrar la vida normal parece una utopía. Ir al supermercado ya no es como antes, tenemos que manejar una distancia aproximada de un metro entre una persona y otra, no nos es permitido comprar más de 4 latas del mismo alimento, saludar con un beso se volvió un arma letal. Cada quien sobrelleva esta pandemia como puede, la mayoría desgastando sus energías creando historias con el famoso Tik tok para olvidarnos de la realidad que vivimos, unos creando y otros absorbiendo su contenido. Sabemos lo que pasa pero no queremos entrar en pánico, tenemos un futuro incierto, una economía inestable y un miedo que tratamos de controlar. No sé cuándo me llegará mi cita en migración, no sé cuando regrese a Jalisco, no sé cuánto tiempo me quedaré en Estados Unidos donde ahora ocupamos el primer lugar de casos registrados rebasando China e Italia, no sé cuándo pueda volver a regresar a mi trabajo formal ni cuándo podamos salir a la calle sin estar expuestos a enfermarnos, esas preguntas invaden mi cabeza mientras veo pasar la vida en la sala, en la cocina o en mi habitación. Espero que cuando estés leyendo esto, yo ya tenga las respuestas.



La escalera de Jacob y el video de la CNN

David Granados

La melodía es inconfundible. La orquesta toca en el exterior de una mansión y la calidad del video confirma su antigüedad. Se trata del himno "Nearer My God To Thee". Durante un tiempo este video fue parte de eso que llamamos leyendas urbanas, hasta que se confirmó su existencia en un artículo que publicó un blog hace algunos años. Y aunque el tema realmente no tiene relevancia alguna, me he encontrado con el video el día de hoy. Ted Turner, el fundador de CNN lo había dicho antes de que su cadena iniciara sus transmisiones. Anunció que la cadena de televisión emitiría el fin del mundo, reproduciendo al final de la historia el himno escrito en 1841 por la poetisa inglesa Sarah Flower Adams. Himno que en la época actual saltó a la fama mundial por aparecer en la película Titanic, aunque los historiadores ponen en duda que los músicos hayan tocado este himno durante la tragedia. Le subí al volumen. Hace calor en la habitación. Abro un poco la ventana y a lo lejos se oye solo el ladrido de un perro. No sé a qué o a quién le estará ladrando. A esta hora no hay nadie en la calle de mi colonia. Un extraño silencio reina en la tarde. Fuera de los ladridos no hay un ruido adicional que intente menguar las notas de "Cerca de ti, Señor". El fin del mundo. Vaya, CNN tiene un plan para cuando ese día llegue. En algún lugar de las oficinas de la estación este video que ahora se reproduce en mi teléfono está a la espera de ser transmitido a todo el mundo, para anunciar con el canto de Sarah Flower que la humanidad, o solo la


Tierra (si es que llegamos a ser una especie interplanetaria en ese tiempo) ha llegado a su fin. Si ciegos al mirar, mis ojos no te ven yo creo en Ti, Señor, aumenta mi fe. El video que tiene preparado CNN dura menos de un minuto y no tiene letra, pero en mi mente sonaban estos versos que de alguna manera quedaron marcados en mi mente cuando lo escuché en una ocasión en una clase dominical. Según recuerdo, la poeta escribió este canto inspirándose en el pasaje de Génesis 28, cuando Jacob sueña con una escalera que une el cielo y la Tierra. Por ella bajan y suben ángeles y Dios mismo se encontraba en lo alto de la escalera. Vaya sueño el de Jacob. Al despertar levantó un altar que llamó Casa de Dios. El sudor empieza a recorrer mi frente. El aire acondicionado no funciona desde hace más de dos años, y este día me obliga a pensar que debí haber ahorrado dinero para pagar la reparación. Son las 3 de la tarde. El video termina y dejo el teléfono sobre la cama. El fin del mundo, un sueño, una escalera al cielo. No sé si estamos cerca del fin del mundo. Mi país acaba de entrar a la Fase 2 de esta pandemia. Tenemos nueve días en aislamiento. En todos lados nos recuerdan que tenemos que quedarnos en casa. Los casos no dejan de subir en Italia y España. El mundo sigue siendo sacudido por este virus que nació en China. Los Juegos Olímpicos han sido pospuestos en "época de paz" por primera vez en la historia. Hace una hora recibí la noticia de que si la cuarentena se extiende, el lugar donde trabajo cerrará y estaré desempleado. La incertidumbre en la economía mundial se traslada a mi habitación, poniéndome a pensar que nunca tendré para pagar la reparación del aire acondicionado. Los dolores que tengo en


el pecho desde hace dos días me recuerdan que la ansiedad está siempre al acecho. Nueva York supera los treinta mil casos y Estados Unidos va en camino a ser el nuevo epicentro de esta pandemia... Si ciegos al mirar, mis ojos no te ven Por mi mente pasa Sarah Flower, en su lecho muriendo de tuberculosis mientras sueña con una escalera. Luego recreo la escena del Titanic hundiéndose mientras los músicos tocan el himno. En una pared, entre las sombras y la luz del sol que se entromete en mi habitación, creo ver una escalera, al lado de ella veo a Jacob, ungiendo una piedra para levantar su altar. En la pared de enfrente veo a Ted Turner, con su estúpida sonrisa ordenando a sus técnicos que tengan preparado el video para transmitirlo. Mientras yo me adhiero por el sudor a esta cama, pienso resignado, que nunca podré reparar el aire acondicionado.


Bienaventurado

“Para mi fortuna y buena suerte vivo solo”, pensé al escuchar la noticia de la cuarentena. Sin prisas y sin pánico realicé las compras necesarias para pasar encerrado el periodo del mandato gubernamental. Me divertía ver a las familias peleando por papel higiénico o por gel antibacterial, me sentía privilegiado. Mi única preocupación era mi persona. El primer día lo pasé viendo televisión. Creo que lo que vi me hizo sentir solo, empecé a sentirme desamparado. Casi no pude dormir. Al despertar el sentimiento de soledad continuaba en mí. En el desayuno, conforme masticaba las insípidas hojuelas de cereal integral, recordé que al lado vivía una familia. La curiosidad por escuchar cómo la pasaban me hizo pegar un oído en la delgada pared. Risas, charlas amenas y diferentes juegos me hicieron saber que estaban mejor que yo, sentí envidia. No, fue nostalgia. Recordé a mis padres, ¿cómo estarían los viejos?, ¿vivirían? Esa noche dormí mejor que la anterior, me sentía cansado. Me levanté desganado, preparé unos huevos con jamón y me acomodé en la pared para escuchar; ¡cómo extrañaba la vida en familia!: Alguien tosió fuerte varias veces, todos preguntaron si estaba bien. Luego de un rato volvieron las risas y la plática familiar. Sin darme cuenta, me quedé dormido en la silla.


Por la mañana me dolía todo, como pude me arrastré a la cama. Desperté por la noche, la cabeza me daba vueltas y tenía mucha sed. Fui por agua, pero solo llegué a la sala. No supe de mí. No sé cuántos días han pasado, respiro con dificultad y el dolor de cabeza es insoportable. Penosamente obligo a mi humanidad a ir a la silla junto a la pared, ¿cómo estarán los vecinos? Acerco mi oído esperando risas, pero no las hay. Un pesado silencio dispara mis miedos. Hurgo en mis bolsillos por el celular, lo saco para marcar a emergencias… Está muerto. ¿Dónde dejé el cargador? La ansiedad de la situación aumenta mis latidos, ¡el aire no me alcanza! Abro la boca y aspiro fuerte ¡es difícil respirar, me duele! El túnel de oscuros bordes se cierra sobre mis ojos. “Para mi fortuna y buena suerte vivo solo”. Sin prisas y sin pánico me recuesto en el piso de la sala. RaS



Crónica del Covid-19 desde California

Martín Camps

Veo el calendario de principios de marzo con nostalgia. Antes de que azotara el coronavirus las calles estaban concurridas y los cafés boyantes. Es después de todo el inicio de la primavera. Sin embargo, llevamos dos semanas en casa. El hombre de la paquetería toca el timbre, deja un sobre y regresa rápidamente a su camioneta antes de que salgamos a recibirlo. El miedo es recíproco. Nos hemos convertido en sospechosos. Me despierto en la madrugada y veo los videos que llegan de Italia, personas despidiéndose de sus familiares en un Ipad porque están en la sala de espera de la muerte, entubados, ahogándose con el agua acumulada de sus pulmones que el virus les ha carcomido. Concilio el sueño haciendo un esfuerzo para no caer en la paranoia. El virus se llama el Covid-19, el presidente Trump lo quiere nombrar el virus de Wuhan para fastidiar a China y porque él tiene siempre que odiar a alguien. Creo que el 2020 (bisiesto) será el año de la peste, el año perdido, y el 2019 el año que simplemente no termina de irse con sus malas noticias. El estado de California ha declarado que 40 millones de ciudadanos deben permanecer en casa. Las calles están desiertas, salvo uno que otro atolondrado y los desobedientes que se creen mejores a todos. Los niños no tienen escuela, así que estas dos semanas parecen domingos continuos. En un esfuerzo para crearles un curriculm improvisado, les leo algunos de mis libros favoritos. Me doy cuenta que hacía años que no leía La metamorfosis de Kafka. Me acordaba de la anécdota general y ese íncipit histórico: La mañana en que se despertó Gregorio Samsa se encontró transformado en un insecto. El título en la versión original en alemán es “Die Verwandlung”, que refiere a una “transformación” que en sus traducciones al español y al inglés se convirtió en “La metamorfosis” un título más biológico y de tono mítico. Se sabe, la anécdota es la de un vendedor de telas que una mañana inusitada sufre una mutación y se convierte en el apestado de la casa, a pesar de que era el ganapán de su familia. Su hermana Greta es quien se ocupa de alimentarlo mien-


tras se escabulle debajo de los muebles y camina por los techos. El padre lo desprecia, como ya sabemos, la relación de Kafka con su padre era conflictiva, como lo demuestra su Carta a mi padre donde lo culpa de autoritario. Este libro se actualiza a más de cien años de su escritura, 1915 (tres años antes de la gripe española) porque los que se transforman por acarrear un virus, se convierten en esos escarabajos que son encuarentenados por la sociedad. La madre de Gegorio sufre un desmayo al verlo y los inquilinos de la casa huyen al ver tamaño escarabajo. Al final, como sabemos, Gegorio se da cuenta que no es necesitado por su familia y que debe morir, su cabeza cae hasta ser descubierto muerto por la sirvienta y la hermana. Se han librado del apestado, ahora pueden seguir sus vidas. Leer a Kafka es presenciar el germen del realismo mágico, porque nadie cuestiona el por qué alguien se puede transformar en un ser cucarachesco, lo aceptamos en sus nuevas leyes universales. Le peste nos ha convertido a todos en sospechosos, en posibles focos de infección del virus. Todos somos Gregorio Samsa. Las pestes revelan también las disparidades del mundo. El Covid-19 no ha respetado a personajes famosos (Tom Hanks), deportistas (Kevin Durant) o la realeza (Prince Charles). Es el gran ecualizador y también el desenmascarador del capitalismo. Daniel Defoe, que sobrevivió una peste con la única estrategia posible, guarcerse en casa, escribió en ese lapso El diario del año de la peste (1722) para narrar su experiencia. Escribe: “Another plague year would reconcile all these differences; a close conversing with death, or with diseases that threaten death, would scum off the gall from our tempers, remove the animosities among us, and bring us to see with differing eyes than those which we looked on things with before.” La plaga quita las diferencias entre los humanos y nos hace ver con nuevos ojos. En el libro incluye gráficas de números de muertos, así como nuestra nueva obsesión, leer los números de infectados, decesos y recuperados. Este era el año de las Olimpiadas en Japón, ahora canceladas. Nos queda ver ahora un medallero en rojo de la muerte. China en primer lugar, en segundo, Italia y en tercero Estados Unidos. Nadie quiere llevar la delantera en esta competencia del horror. Convertidos ahora en ociólogos, confinados en nuestras casas mientras afuera de la ventana se exhiben días gloriosos donde la primavera se deslizó sin retraso, vemos ahora las pantallas con más frecuencia de la acostumbrada. En el universo internético los memes son el virus cibernético. Un grupo de gatos estornuda y todos huyen despavoridos. Ante la ausencia de papel higiénico en los supermercados, en un meme, un rollo pintado de morado


se vende como si fuera vino añejado. Las mil ocurrencias graciosas de estar atrapados con la familia, como una navidad en primavera. Otro es de un hombre que dice haber encontrado a un niño en su casa que dice ser su hijo. El humor ayuda a poner distancia con la gravedad de la situación, con el miedo al contagio. La televisión, la caja idiota, ahora ocupa un lugar principal en las casas. Ver series de Netflix, quemar tiempo, esperar, evitar el contagio para dar un respiro a los trabajadores de la salud que están trabajando sin descanso, los hospitales repletos. El apocalipsis es así, por tandas, como una hoz centenaria. Lo único que se nos pide es amasar el aburrimiento, por ahora, antes de que la ayuda del gobierno por el desempleo se agote, antes de que se viralicen los despidos. El galeno musulmán Ibna Sina (980-1037) dijo: “La imaginación es la mitad de la enfermedad. La tranquilidad es la mitad del remedio. Y la paciencia es el comienzo de la cura”. Con eso en mente me voy al sofá con Juego de Masacre de Eugène Ionesco y La peste de Albert Camus. Dos lecturas sobre el peligroso bacilo del miedo y la similitud de la peste con el totalitarismo.


Relatos de la Cuarentena Irma Lissette Rodríguez Hernández Un día soleado en las montañas de Santiago en el estado de Nuevo León, corre el día 24 de marzo de 2020. Aquí en México, el nueve del mes presente las mujeres no fuimos a trabajar, unos dicen que por el día internacional de la mujer, otros que por las protestas y marchas de los feminicidios, a resumidas cuentas se logró “un día sin mujeres”; hasta esas fechas nuestro país y nosotros los ciudadanos no teníamos restringido nada, aun andábamos por las calles, trabajando, sin toques de queda, sin ninguna noticia que nos causara miedo. Una semana después fue asueto y ya estaba en las noticias el diálogo entre secretarias de adelantar el periodo vacacional para proteger a nuestra población y que cada gobierno determinara sus medidas precautorias por los casos de contagio. No soy partidaria de ver noticias, no compro el periódico, y no leo revistas de política, me encuentro en el rango de la ignorancia de la filosofía profunda de cómo se mueve nuestro país y aun así vivo, subsisto y navego en el mundo que quiero ver a mis cuarenta y cuatro años, no me preparo para el mañana en ese sentido, no corro a comprar gasolina porque ni enterada estoy de que mañana estará más cara, tampoco compro dólares para ganar de enero a marzo seis pesos por cada uno. He aprendido a vivir hoy, vivo sin miedos y acepto lo que no puedo cambiar. Hoy acepto que tengo que permanecer en casa, que la pandemia en nuestro país tiene poco de un mes y que se propaga en cientos de casos en cortas horas y días. Nuevo León ha clausurado centros sociales, cines, teatros, parques públicos, ha decidido que su población escolar tome clases a distancia, por medio de plataformas y el canal gubernamental, los supermercados establecieron horarios de apertura y cierre, así como también horarios de compra para adultos mayores y embarazadas, solo podrá ir una persona por familia y no niños; los empleados de gobierno estatal permanecen en casa, solo algunos hacen guardias; aun operan los centros y plazas comerciales y tiendas departamentales. Este estornudo y sacudida de nuestro planeta nos ha desbalanceado a toda la población mundial con el fin de acercarnos más a nuestro origen, nuestro hogar nuestra familia, ahora todos estamos en casa las 24 horas, reinventando el día a día, descubriéndonos de qué más somos capaces, poniendo a prueba nuestra paciencia y creatividad, de reflexionar de qué estamos hechos, de aceptar y rechazar lo que es mejor para


nuestro bienestar, de poner a trabajar nuestra actitud a frecuencia alta; aceptemos que la vida nos regaló este receso por algo y que cada ser lo aplique a los que más necesita. Acepto esta pausa con amor, con buena actitud y eso mismo se los trasmito a mis hijos, a mi familia; soy empleada de gobierno y mis hijos acuden a escuelas públicas, vivo en el campo, donde para tener internet tienes que bajar por una brecha de 20 minutos en auto a la civilización. Somos un fragmento de esta nueva historia, como experiencia me quedo con la reflexión de qué estamos hechos, quiénes somos y para dónde vamos; tomemos esta pausa con buena actitud y amor.



CRÓNICA EN CUARENTENA

Selene Ferrer

Estamos en cuarentena, murmuran algunos con sus familiares durante el trayecto en el camión. La mayoría estamos sin tapabocas; unos porque no encontraron, otros porque no quieren. Nos vemos de reojo con un poco de desconfianza. Una mujer lo lleva y voltea a mirarnos, ya sabe que solo ella lo trae y aún así parece que está buscando algo en nuestras caras. El conductor recibe el dinero sucio y sudado de todas las manos que le pagan, "¿Estarán infectadas?", creo que se pregunta. Nadie usa el gel antibacterial que adaptaron en el camión. A lo mejor ahí están mis dos pesos "Pero es que sirve más lavarse la manos con agua y jabón, ¿no?" La demanda del gel antibacterial ha hecho que cueste hasta 120 pesos. Es un virus, no una bacteria "El jabón rompe la barrera lipídica del virus bla bla bla". Le prometí a mi novio que iba a ahorrar. Compré una botellita de gel antibacterial de 100 mililitros en 70 pesos. Es salud. Una señora lo quería. Yo también. No utilicé el del camión al subir. Sirve más el jabón, no hay duda. Estamos en cuarentena. Por la ventana veo mucha gente en sus autos. Un señor se está picando la nariz "¿¡No ve que debemos evitar tocarnos ojos, nariz y boca!?", Grito en mi mente. Yo estoy terminando de comer unas papas. Me chupo los dedos. Qué bueno que solo lo pensé. Ojalá que él no se los chupe también. No sé a cuántos grados estamos. ¿Alguien sabe? Dicen que en Estado de México no hay infectados. Un anciano viaja en bicicleta en medio de tantos coches. La ciudad no para. ¿Estamos en cuarentena? Lleva plátano y jitomate, creo. ¿Arroz rojo con plátano? Como en las fondas. No trae sombrero, se debe estar quemando. "¡Tampoco trae cubrebocas!" Vuelvo a gritar en mi


mente. No puedo sacar la cabeza por la ventana para gritárselo. Tal vez no ha encontrado. Siento que me palpita el cubrebocas que sé que tengo guardado en la bolsa de mi chamarra. ¿De qué serviría gritárselo? Ya debe saber que no trae. El camión se va vaciando. Quedamos tres mujeres y ninguna trae cubrebocas. Dicen que nosotras nos infectamos menos. Dicen que este virus fue enviado por Dios porque andamos abortando. ¿Por qué los mata a ellos? Vaya incongruencia. Como sea, este virus es de fe. Ya solo quedamos dos. "Aborto seguro, legal y gratuito" repito a modo de rosario. ¿A qué sabe un murciélago? Me imagino que como a rata y la rata debe saber a pollo agrio. Lo he probado porque seguido se me echan las cosas a perder y como por comer. ¿Serán como yo los que se comieron al murciélago? Nah, suena imposible. Debe ser Dios enojado. Ojalá Dios no se haya comido al murciélago. Ojalá existiera. "Por favor ya llévate el coronavirus, nuestros viejitos se están muriendo". Igual y en una de esas se lleva a mi abuela. Ojalá. Bajamos en la parada. "Gracias", le decimos al conductor, "... por no matarme", murmuro. Maneja como loco. "Estás peor que el coronavirus", pienso. Un señor me rebasa con 6 botes de crema de un litro. Supongo que en la cuarentena hacen falta siempre unas tostadas de pata. Tal vez tiene un negocio. En una hoja de papel pegada en la pared dice " 'Sí' tenemos cubrebocas". Ese entrecomillado me desconcierta. Yo tampoco sé usarlo. ¿Los tienen o no? O ¿Qué es lo que tienen? Siento que quieren venderme algo más en vez de cubrebocas. Y yo solo tengo dinero para comprar lo indispensable: papel de baño, gel antibacterial y crema para tostadas. Es tiempo de crisis. Tengo un negocio. Me urge llegar a mi casa para trabajar en él. Soy fotógrafa de ropa. De la ropa que vendo. Ojalá a la gente


le sobre dinero para comprarme algo. Lo necesito. Ustedes no necesitan tanto papel, ni tanto gel antibacterial. ¿Cuánta crema se le puede poner a una tostada? Seamos mesurados. Así puede quedarles algo para un vestido o una falda. Aunque no salgan deben estar bien arreglados. Pero sí salen y eso que estamos en cuarentena. Escucho a mi lado una señora que llama a su hija para pedirle que le lleve una bolsa de mandado porque va muy cargada con las compras. Yo estoy escribiendo y pienso en si ayudarla o no. Me da pena. La gente no sabe corresponder la ayuda, como hoy en la escuela. La gente es culera. Yo traigo una bolsa del mandado. La niña tardará así que me ofrezco a ayudar. La señora acepta, pero solo llevaba tres pequeñas bolsitas: una con longaniza, otra con verduras en cuadritos y otra de papas fritas con salsa Valentina. "Usted podía cargar con esto sin ayuda", pienso mientras le sonrío. Vivimos en el mismo fraccionamiento, así que me queda de paso. "¿Qué tal la trata la cuarentena?", pregunto con voz de idiota. Con la misma voz me responde "Pues hay que salir". Seguimos caminando azotadas por el sol. Me suda el bigote y el cuello, ¿Por qué me salí tan tapada? Platicamos algo más al respecto que no vale la pena mencionar. Yo cargo la nada pesada bolsa pensando en lo floja que es la señora. Yo cargo pesadísimas bolsas de ropa cada que voy a mi bazar. Tal vez esté cansada... a lo mejor solo es huevona. Yo también. Su hija viene hacia nosotras con una bolsa verde. Se ríen de algo que no me enteré. Le paso las papas y la longaniza. Cuando le paso las verduras, se me abre la bolsa y mando a volar muchos pedazos. La señora grita "Aaaaaay". Miro en el suelo un gran trozo de calabaza en forma de media luna. ¿No que estaba en cuadritos? "Ay, perdón, yo queriendo ayudar y le tiro la sopa de verduras", otra vez con voz de idiota. La niña me mira con una sonrisa extraña. Siento que me pongo muy roja. Sigo pidiendo perdón y me despido. Ojalá las ratas se las coman. Estamos en cuarentena, pero la gente no usa cubrebocas, ni gel antibacterial aunque lo compra a precios altísimos; las señoras miran raro a las personas del camión; la gente se pica la nariz y se chupa los dedos y los ancianos comen arroz rojo con plátano;


esos mismos viejos no tienen cubrebocas y los jóvenes guardamos uno echo bola en nuestros bolsillos; Dios castiga a las mujeres matando a los hombres y nadie tiene idea de a qué sabe un murciélago; la gente te vende con engaños cosas que no son cubrebocas y se preparan muchas tostadas de crema con pata; las señoras se niegan a cargar bolsas de menos de un kilo y reciben ayuda de mujeres que tiran la sopa de verduras. Camino hacia mi casa lo más rápido que puedo. Ya estuve mucho tiempo afuera y hay que guardarse, no me vaya a infectar. Abro la puerta, aviento mi gel antibacterial y corro a lavarme las manos. Tomen sus precauciones. Estamos en cuarentena.


Matar, perdiendo el tiempo Romualdo Ramírez

Me la paso de la cama al baño y del baño a la migraña, luego de la migraña al suelo y del suelo a la cama; y encima de la almohada se cultiva un hastío que no parece acabar; y encima de la almohada y del hastío nada una cabeza con destino a ningún sitio, esperando a que llegue la ansiedad. Entre tanto, la histeria colectiva me ha provocado ganas de volver a jugar de nuevo con el tiempo, despertando en mí viejos sueños infrecuentes. Desde que inició el encierro, creo sentir la presencia de una sombra que me sigue a todos lados. Una vez la oí gritar, alzando un silencio resistente, “¡oye, no encuentro!”; pero yo pasé de largo y fingí cansancio desmesurado. He de confesar, también, que ya no sueño como antes, porque los sueños ya no me dejan dormir; y aunque trate de ponerle fin a este inconveniente programándome algún circuito mental, cuando cierro los ojos me suspendo: suspiro, pienso, silabeo, resuspiro y repienso, y al final ya no me duermo. Y antes del primer bocado de monótono alimento, ya me he tragado un par de ajos y un tercio de cigarrillos. Hace tanto me enseñaron que el humo de tabaco es el mejor anticuerpo, recetado para combatirse a uno mismo, cuando uno mismo se roba el aliento. Pese a esto, agarro un libro viejo, una de esas novelas del siglo XXI que nunca quise leer. Busco la página donde había finalizado la lectura que no recuerdo y leo un puñado de líneas. Me detengo. Arrojo el libro al suelo. Me siento extraño y me pongo tenso. Para aliviar esta cuestión, me asomo por el televisor, la única venta que sigue viviendo, y me doy cuenta que allá fuera todo se complica. La gente se ríe, pero no escucho su risa. Y no sé si estoy sordo o indiferente; no sé si melancólico o disperso… De inmediato, me asalta a la memoria un discursillo muy repetido: ¡Qué grande es el privilegio de poder matar el tiempo, perdiéndolo!



Distanciamiento Social Erika Garza

Nacimos para estar en contacto con seres humanos. Desde el primer día de nuestra existencia. No comprendemos la importancia de esto, hasta que nos dicen las palabras… “Distanciamiento Social.” Y de un día para otro dejaste de ver a tus compañeros de escuela, del trabajo; a ese amigo tuyo del cual no te despediste con un fuerte abrazo, ya que bien sabías que mañana se verían de nuevo. A tu novio o tu novia, que, aunque un día antes estuvieron dándose de besos y abrazos no fueron suficientes para ahora soportar no verse en un largo tiempo. Papá llegó del trabajo, aún no le han dado la opción de trabajar en casa o suspender labores. Mi madre, quien suele recibirlo con un abrazo y un beso, ya no lo hace. Ahora mi padre tiene que llegar directo a la ducha, pero antes haber dejado los zapatos en la cochera. Mi padre me comentó que en su trabajo dieron algunas recomendaciones para evitar el contagio del COVID-19, revisan a cada uno de los empleados al entrar, les toman la temperatura y les hacen algunas preguntas, han dejado las puertas de acceso de control abiertas, en el comedor las mesas ahora están más separadas, ya no se escuchan esas risas y ese platicar de las personas mientras comen. Los saludos de mano y beso han quedado atrás, un “buen día” al aire es lo único que se escucha al llegar. Yo desde mi cuarto miro por la ventana y veo pocos carros


pasar. Don Chuy, el señor de los tacos, ya no se pone más en la esquina. Mi madre mira las noticias, cada día aumentan los contagios. Es miércoles y la señora de los postres no pasó por la colonia, seguramente como don Chuy están siguiendo las recomendaciones que el Sistema de Salud ha indicado. Un día más de cuarentena, y todos estamos con la incertidumbre, y sí, también con el miedo. ¿Qué va a pasar? No me quiero contagiar, ni que se contagie un ser querido. La gente comienza a hacer compras de pánico. Y aunque quieres guardar la calma, las emociones se contagian. Voy a la tienda que está a dos cuadras de mi casa, en la puerta tienen un letrero que dice “Solo se admiten 3 personas, hasta no salir las 3, pueden pasar 3 más”. Espero en la fila, tardaré un poco, delante de mí hay 8 personas. Le doy una leída a la lista de cosas que mi mamá me encargó, “huevo, tortillas, jamón, arroz, agua y cloro”. Ahora este es el estilo de vida que estamos llevando. Hasta hace un par de meses, esperábamos ansiosos, ese festival, esa boda, ese viaje. Y todo cambió. Se pospuso hasta no sabes cuándo. Porque esto no tiene una fecha límite que puedas saber. Las personas que están a cargo, los biólogos luchando contra el virus, médicos, enfermeras, paramédicos atendiendo a enfermos, el gobierno realizando estrategias para que no se propague en todo el país. La policía, soldados, la marina, todos apoyando a la contingencia. Y los demás, los que no somos médicos, ni biólogos, ni policías, ni tampoco parte del gobierno, también podemos ayudar, no es difícil de realizar, pero es un trabajo demasiado importante para el bien común de todos, de la manera que podemos ayudar, es esa que escuchas a diario en la TV o en las redes sociales, “Quédate en Casa”. Que para unos es difícil hacerlo, que otros no creen, o piensan que a ellos no les pasará. Sé que a muchos el Internet nos salva un poco, esa laptop, esa tablet, ese celular, que nos acerca un poco a nuestros


seres queridos que por el momento no podemos ver, desde la pantalla nos escribimos, nos escuchamos, nos vemos. Esto no tiene una fecha fin, pero va a pasar. Solo tenemos que esperar.



CAJAS

Arturo Belmont

Esta es la última caja de hoy, para una familia que vive relativamente lejos de mi hogar. Me recibió una señora junto con su hija, solas, porque su esposo no se encontraba por el momento. Salió para abrir la puerta de reja, y mientras yo cruzaba el umbral ella se apresuró para abrir la puerta de la casa. Mientras untaba desinfectante en la caja para que ella pudiera manipularla sin tanto miedo, notaba que la pequeña me observaba con curiosidad, cosa que era de esperarse considerando que usaba una bandana de calavera cubriendo mi rostro. Cuando terminé, la mujer me dio unos billetes y unas cuantas monedas, o más bien, las dejo caer en una mochilita que colgaba de mi hombro, y después me agradeció mientras yo metía mis manos en las bolsas de mi chaleco. Antes de irme la pequeña hizo la pregunta que tanto deseaba hacer: “¿Por qué usa una calaca en el rostro?” Sin sacar las manos, y en realidad, apretando el interior de mi suéter para evitar aquel reflejo, me puse de rodillas para estar a la altura de aquella criatura, que tendría apenas unos 5 o 6 años, y le respondí: “es para que el virus me tenga miedo, así no se va a acercar a mí y podré seguir ayudando a los demás”. La pequeña sonrió y después salió corriendo a su habitación, dejándome a solas con su madre, quien me acompañaría a la reja de nuevo. Cuando estaba afuera la mujer me pidió esperar un momento, entró a su hogar por unos cuantos minutos, tiempo que usé para observar a mi alrededor. Había estado lloviendo estos últimos días, pero las nubes tenían un tono gris más oscuro, y eso, junto con aquel silencio espectral que nunca se hacía presente tan temprano, hacía que el ambiente tan tenso de ese momento me recordara a aquellos videojuegos, donde a la vuelta de la esquina podría esconderse algún ser horrible de otra dimensión. Mientras esa idea pasaba por mi cabeza, vi a lo lejos a dos de mis compañeros, quienes me saludaron a distancia, y cuando respondí el saludo mi mente me llevó a recordar cómo había llegado a donde hasta ahí.


Fue hace dos semanas en que, algunos dueños de los mercados locales tuvieron la idea de enviar cajas con víveres a quienes necesitaran algo de ayuda extra: gente mayor que no tuviera parientes cercanos en ese momento, gente con alguna enfermedad, o como este caso, una mujer sola, cuidando a una pequeña, con un esposo que desafortunadamente tuvo que salir del país poco antes de que todo esto empezara. Así que inmediatamente pensé que era una buena oportunidad para hacer algo bueno, y aprovechar el exceso de tiempo libre que tenía en mis manos. Me acerqué a uno de esos lugares donde ofrecían el servicio y al notar que no había muchos voluntarios, sentí algo de decepción por eso. Conocía a muchas personas a mi alrededor que quizás podrían hacer algo al respecto y ayudar, pero si le daba muchas vueltas a ese asunto solo iba a enloquecer más, así que solo acepté el primer pedido y comencé a realizar mis entregas. En mi mente, usar esa bandana que tenía guardada parecía algo divertido, y cuando platicaba con los demás voluntarios, uno que otro siguió mi ejemplo. Al poco tiempo nos convertimos en un puñado de sujetos con rostros de calavera entregando víveres, pero solo hasta hoy, alguien me había preguntado por qué lo hacía. La mujer volvió y me entregó un pequeño bote con más gel antibacterial, y me dio un poco más de dinero, como una especie de propina por mi servicio. Agradecí el gesto y regresé a casa. En el camino de regreso me topé de nuevo con aquellos compañeros que me saludaron desde lejos, discutíamos cosas sobre el virus, de cuánto dinero recibían a cambio, o de cuantas entregas habíamos hecho hasta ahora. No había pensado en ello sino hasta que lo mencionaron. Cuando nos separamos, disfruté de la tranquilidad y de la frescura del ambiente, volvía a comenzar a llover poco a poco, no aceleré mi paso, tardé dos horas en llegar a casa pero no me importó tardar tanto, no siempre tenía la oportunidad de disfrutar de un clima y una calma así al mismo tiempo. Llegué a mi hogar y antes de abrir la puerta de la reja me unté del gel que me dio aquella mujer, entré a mi hogar y me quité los zapatos. Cuando caminé a la sala vi a mis padres viendo la televisión y sentí alivio al verlos ahí, descansando y pasando el rato. Me quité mi bandana del rostro, fui a lavar mis manos y regresé a saludarlos propia-


mente. Mi papá hacía comentarios de esa bandana que uso y los tres nos reímos al respecto. A los pocos momentos bajó mi hermano, me saludó y se sentó junto a mí mientras mi madre venía de la cocina con mi cena. Le pregunté si ella recordaba cuántas cajas había entregado hasta el momento, a lo que ella respondió que tampoco recordaba. Subí a mi cuarto, lugar en el que últimamente había pasado quizás demasiado tiempo, observaba mi consola de videojuegos, mis pesas, mi cama, mis libros, se suponía que ese lugar debería brindarme calma pero ya no era así. Seguí inmerso en mis pensamientos mientras me bañaba, y hasta que llegó la hora de dormir, mi último pensamiento ahora fue: “¿cuántas cajas más voy a entregar?” Al día siguiente, seguía en otro de mis recorridos, pero esta vez compartí una minivan junto con otros tres compañeros y un montón de cajas llenas de lo mismo, dividimos las entregas, y para mi suerte me tocaron los lugares que esperaba evitar. Terminé entregando cajas en hogares donde la ayuda no era tan necesaria, a mi punto de vista. Incluso, considerando como estaba la situación, me resultaba algo molesto que aquellas personas capaces de ayudar, no ofrecieran su ayuda cuando se necesitaba. Pensé en la mujer que había ayudado el día anterior, mientras una chica de unos dos años menor que yo me arrojaba el dinero de lejos, como si tuviera lepra o algo peor, para después insistir de manera innecesaria que me fuera. Resistí ese impulso de idiotez que me rogaba que le lanzara de regreso su dinero en la cara y me fui. Estaba tan concentrado en mis deberes y en no decir algo de lo que me arrepentiría, que no había notado que estaba en la misma colonia del día anterior, pero lo que me llevó a notar eso, fueron los gritos de aquella mujer que me llamaba desde su patio. Me acerqué a ella preguntándome si podía hacer algo para brindarle algo de ayuda, cuando en realidad, sería turno de su hija. “Lo hizo para usted ayer después de que se fue”, dijo, mientras me entregaba un pedazo de tela rosa con una calavera dibujada con crayón morado. Después, la pequeña salió de su casa usando uno igual, cubriendo su rostro. Se acercó a mí para saludarme, de lejos, obviamente, y darme algo de gel antibacterial.


“Dice que también quiere ayudar”, me dijo la señora con una sonrisa en el rostro. Mientras sonreía decidí quitarme mi bandana y usar la que esa criatura me acababa de regalar. Ambas sonrieron y la pequeña dio unos cuantos brincos por la emoción. Me despedí de ambas y regresé con mis compañeros, pensando que por más adorable que sea el deseo de ayudar de esa pequeña, ojalá que cuando ella crezca, no hagan más falta estas cajas.



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