Relatos de la cuarentena 3

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Relatos de la cuarentena

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Leslie Elizabeth López Ruiz Brenda Guardado Diva Lozano Rolando Salas Elías Domínguez Alipi Nora Obregón Arely Aguirre Celeste Flores Artemio y Evangelina Ayala Mireille M. Cancino Marcelo Hernández Amatoria Fernanda Ortiz Antonio Olvera Ricardo Cahuantzi María de Lourdes León Rojas Ana Menchaca Luis Díaz Flores Iván Ramírez López Julián Razo Melissa Meléndez Nahieli Salinas Maricela de Jesús Barbosa Guadalupe Victorica América Gómez Rolando Salas Anahid Hernández Julián García Enrique Ruiz Michelle Narváez Jara Noek Izardui Ignacio Ruiz Héctor Octavio Soto Reyes Oswaldo Muñoz Mendoza Aurora Chavarria Saborio Rubas Tamez Laura Isabel Reyes Solórzano Nora Alicia Alemán Sauceda César Sepúlveda A

César Tavera Mariann Antonelli Morales Tobías Milis Mota Andrea Gonbelt Marcos Macias Mier Lourdes Solórzano Victoria Estefanía González Holguín Yazú Escapa Jorge Pedro Uribe Llamas Graciela Chávez Aura y Gala Torres Giselle Alejandra Pincheira Navarro Almudena Ramos Noel Osmán Anmrut Madana Om Luisa Fernanda Martínez Lozano Luis Frías Jessica Iliana Guerra Moreno César Alejandro Valdés González Arturo I. Vázquez Donnovan Yerena Briz Andrea López Herrera Susana Torres Rodríguez Samantta Serna Andrea Flores Aguirre Alejandro Flores Maya Tania de la Garza Coindreau Jeannette Garza Lucero Mejía Laura Fuentes José Aurelio Hernández Obregón Valeria Estrada Martha Castro María Madla


Vuelo 6327 Leslie Elizabeth López Ruiz

Ciento catorce días habían transcurrido y faltaban dos más para encontrarme con el amor, se había marchado a 11,000 km de distancia y diez horas de luz anticipada para continuar su proyecto. Quedamos de vernos el 7 de marzo en Atenas. Durante la planeación del viaje hubo obstáculos: ¿habrá dinero? ¿Obtendré los días libres en el trabajo? ¿Nos podremos encontrar el amor y yo de nuevo? Las dudas escondidas tras de mis ojos esperaban un descuido de mi parte para presentarse de frente y hacerme tambalear. Me mantuve positiva y convencida porque el amor y yo lo habíamos resuelto todo. Pero las verdaderas amenazas son silenciosas, ni siquiera visibles, y tan audaces para paralizar al mundo entero. Así fue como el dichoso virus creído rey porque porta una corona comenzó a plantear dudas en la población entera, pero seguía siendo subestimado, incluso yo lo subestimé y decidí mantener el viaje a Atenas. El destino me hizo una mala jugada y perdí mi vuelo por atrasos en las escalas - ¿Será una señal? - Me pregunté. Por microsegundos consideré regresar a casa y entender que no eran tiempos de encuentros sino de encierro, pero el amor es la única fuerza que no se detiene, aunque se le encuentre otra fuerza en dirección contraria. Después de comprar nuevos pasajes y cambiar el rumbo, tuvimos que sumarle dos días más a la espera y por fin el amor y yo nos vimos en Barcelona después de ciento dieciséis días, pero en estos tiempos, ¿quién sigue contando? Con un abrazo nos unimos y cada segundo representaba un día distante, y ese fue el abrazo más corto que ha valido la espera más larga. Ahora, contra toda amenaza nos encontrábamos decididos a vivirnos, disfrutarnos y amarnos en una ciudad que ya vivía en el miedo y la incertidumbre. No era la Barcelona alegre y espontánea que conocía, aquella de días soleados, calles inundadas de almas esperanzadas y espíritus alegres. En esta ocasión se sentía el aire frío y las noches oscuras y solitarias, sí que parecían noches.


Nosotros aprovechamos los primeros días para ir a los lugares más emblemáticos como Plaça d'Espanya, Parc Güell, Sagrada Família, y estuvimos todo un día en platja barceloneta y por diez segundos nuestros pies tocaron el mar, era imposible que los huesos soportaran el agua que aún arrastraba los restos del invierno. Así pasamos los primeros cuatro días y nos quedaban tres más antes de que el amor y yo nos volviéramos a separar. Teníamos muchas cosas planeadas, pero ninguna de esas sucedió. España entró en estado de emergencia y pronto los trabajadores fueron enviados a sus casas, los cafés retiraron sus mesas de convivencia, los museos cerraron las puertas, los Dj’s pospusieron sus eventos, y nos quedamos sin nada más que un ticket de vuelta a nuestras casas. La nueva sorpresa fue que Trump cerró la frontera de Estados Unidos, ahora mi regreso también se veía amenazado ya que mi escala sería por Miami. Mi mayor preocupación era no poder regresar a casa. Pasamos dos días en encierro, pero gracias a la buena compañía no fueron difíciles y duraron un palpitar del corazón seguido de un pestañear de ojos. Cuando salimos para dirigirnos al aeropuerto la sensación de una ciudad apagada era inevitable, un rey sin vida propia apagó la vida entera de Barcelona. El sentimiento de nostalgia se hizo presente de nuevo, extrañaba a la vieja Barcelona. Espero que pronto pueda volver a ser ella misma. Llegamos al aeropuerto y evidentemente me negaron la salida hacia Miami, pero la aerolínea tuvo la gentileza de ayudarme a buscar la manera de volar a casa. Mi amor también pudo regresar a su destino. De nuevo nos encontrábamos a 11,000 km de distancia. Vivimos sorpresas, alegrías, cambios inesperados y una cuarentena en Barcelona que se extendería en nuestras casas. Pasamos de ser unos indefensos enamorados a convertirnos en potentes amenazas para las tierras que nos recibían. Cumplimos los catorce días de aislamiento total y aún así jamás me sentí mejor acompañada, sentía su amor y compañía en sus mensajes, en sus videos y en sus detalles. Ninguno de los dos presentó síntomas graves, solo algunos malestares que pueden atribuirse a cualquier infección común. Por primera vez cuento la historia porque es mejor contar esto que contar los días para volver a ver al amor, aunque en estos días, ¿quién sigue contando? Y ya que no hay más que contar prefiero vivir el caos como siempre al universo le ha gustado.


Fotografía de Brenda Guardado


(16 de marzo del 2020)

El amor en los tiempos del Covid-19 Diva Lozano

Me había propuesto a finalizar las actividades de la universidad sentada en la cochera de mi casa bajo un cielo aliviado de la contaminación regia. Son las 6:45 p.m. y no hace mucho tiempo llegó un auto rojo a estacionarse frente al parque, los pasajeros han salido del vehículo y al parecer son una pareja, han venido aquí por no sé qué razón, si las condiciones no se prestan realmente para andar fuera. En Monterrey el coronavirus ha llegado apenas hace unos días y la mayoría se ha impuesto cuarentena. Pero ella acaba de acercarse a mirarlo de frente, ha recargado la mitad de su cuerpo y ha extendido los brazos de par en par. Lo abraza del cuello y sin decir palabra las comisuras de su boca han trazado una sonrisa. No tengo curiosidad por saber el gesto del otro, que está recargado en la puerta del conductor dándome la espalda, sin conocimiento de mi observación tras la reja. Sus brazos le han rodeado la cintura y así permanecen. Imagino un diálogo: Qué importa la diestra y siniestra que está azotando a la ciudad. Yo te abrazo de todas formas. En mis adentros él corresponde: Si vamos a morir, no será por inconscientes, será por habernos amado. Y en medio de la inventada cursilería, lo mejor de todo es que el abrazo todavía continúa, a pesar de la pandemia, que parece dispersarse alrededor de ellos como un gas verdoso y fosforescente. En el silencio que ocurre afuera, ella ha optado impulsivamente por plantarle un beso, para que él decida continuar. Ninguno tiene idea, pero tal acto, tan íntimo y mutuo, ahora parece como si fuera el principio de otro mundo.


DÍA 1 CUARENTENA Rolando Salas

Lunes 23 de marzo, iniciaba una nueva semana, un poco diferente a las anteriores en donde los pendientes y preocupaciones de mi trabajo habían desaparecido sin dejar una huella…Era muy común que todos los lunes me levantara de manera desesperada y corriera hacia todos lados para comprar y hacer el material con el que trabajaría mis clases ante mis alumnos, pero hoy, solo desperté miré el reloj que marcaba las diez de la mañana y volví a cerrar los ojos por un rato más. Días anteriores me embargaban y atormentaban los ecos del amor, tal vez les ha pasado, yo me enamoré de mi mejor amigo, de aquella persona que sin hacer más nada tenía ganado todo. Esta misma situación la arrastraba ya de años, pero hoy no me importaba más, creo que el ambiente se tornaba triste y no por mi corazón, sino por el de muchas persona que me rodeaban. El 2018 había cambiado mi vida por completo, después de volver a mi ciudad y comenzar de nuevo bajo aquellas tardes maravillosas de mi Aguascalientes, y aquel caluroso clima de abril, traía hacia mí aquel ser que cambiaba los términos de cada uno de los diccionarios del mundo y se


convertía en mi luz y aquella parte que de manera irracional formaba en mi ser y en mi libro de vida el poema más tierno y el cuento más extraño que comenzaría a vivir. Marcaba sin pensarlo un antes y un después, y los años pasaron y hoy estamos aquí, tan cercanos y tan lejanos, tan unidos pero separados, y no por lo que sucede en la sociedad, sino por lo que sucedía en el corazón de ambos… Por aquellos instantes en los que se dio todo pero no se ganó nada, y aquellos momentos en los que el corazón mandaba y la razón no controlaba, pero a pesar de eso aquí seguíamos y no sabíamos por cuánto tiempo más. Hoy todo eso pasa a segundo plano, y de pronto me doy cuenta que hay más cosas por las cuales seguir adelante y que en su momento no había valorado y hoy las echo de menos. Hoy no corrí por mi material, hoy no llegué a clases y vi a mis alumnos, hoy disfruté de mis padres en casa pero no les saludé de beso ni les di un abrazo, hoy no tomé mis clases de folklor ni seguí preparándome para mis presentaciones de danza, hoy no, y qué falta me hizo todo aquello cotidiano. El televisor sigue dando cifras, buenas y malas, contagios enumerados en enfermos y muertos a manera mundial, y nosotros formamos parte de la estadística, para mí el primer día de cuarentena, pero a la par el primer día de mi realidad, de descubrir y valorar lo que hoy no está. Durante años luché por un trabajo, una plaza que se dio ante millones de trabas de un gobierno limitante, y ahora en casa, qué ironía. Hoy en mi cabeza da vueltas el cómo cuidar de los


míos y cómo pasar esta prueba que como sociedad tenemos, hoy de verdad fuiste el último pensamiento de mi mente y solo porque en esta noche de estrellas y en estas líneas plasmadas apareciste como inicio, pero aún no eres mi final. Hoy en una habitación pequeña, postrado y con grandes sueños a futuro pienso en cuándo los seguiré forjando, cuándo volveré a ver a aquellos niños que aunque se encuentren en una etapa difícil como la adolescencia son el motor de mi vida como profesionista y de los cuales aprendo demasiado día con día al convivir y ver cómo aprenden y logran grandes resultados, cuándo volveré a un escenario y seguir representando a mi estado y mostrando su folklor y gritar ¡Viva Aguascalientes´n! a todo pulmón, cuándo veré a aquellos que están en la distancia, familia, amigos y conocidos que resguardo en mi corazón. Cuándo será que tus ojos se topen de nuevo con los míos, y descubra en ellos aquello que no nació… Solo es el día uno y todo esto surgió, ¿cómo serán los venideros y que reflexión seguiré haciendo yo?, porque tal vez también les ha pasado en esta vida, lo tenían todo y lo pararon por un amor. Pero ahora que les falta descubren que los tesoros se encuentren cuando a lo más pequeño le damos valor, cuando la vida reclama y hace pensar en un mañana del cual solo tiene respuestas Dios. Día uno. Espero sobrevivir.


Fotografía de Brenda Guardado


Fotografía de Brenda Guardado


FLORES Elías Domínguez Alipi

Ellos y yo estamos unidos, por sangre y por raíces. Hace un poquito más de un mes habíamos estado es este mismo jardín celebrando mi cumpleaños rodeado de estas mismas plantas y familiares. Ahora, veo cómo mis papás, los dos diabéticos, riegan las flores mientras me preguntan qué leo. Yo les respondo que estoy releyendo Cuentos de Eva Luna de Isabel Allende. Continúo leyendo. Pocos minutos después, se me acercan en un silencio amoroso. Mi mamá me da una copa de helado de mango casero. Helado igual de genuino que su sonrisa. Los dos tienen miedo de morir de COVID-19. Tienen miedo de morir igual que Margarita, una vecina. Yo trato de calmarlos diciéndoles que estamos seguros en casa. Dejo el libro y me dispongo a quitarle la mala hierba a algunas de las plantas. Espero que este virus no me quite a mis padres. Quiero regar las flores aquí y no en un panteón.


Un cambio va a venir Nora Obregón

“There have been times that I thought I couldn't last for long But now I think I'm able to carry on It's been a long, a long time coming But I know a change gonna come, oh yes it will” Sam Cooke Permanezco encerrada no solo en mi casa, me encierro en mí misma, otra vez mi cabeza girando como cuando volaba sobre el pasto del jardín de mi infancia, con la misma sensación extraña que me hace preguntarme una y otra vez ¿Existo? ¿Existe el mundo? ¿Por qué? Y ¿Para qué? “Nací junto al río en una pequeña tienda de campaña Y como el río que he estado corriendo desde entonces Ha pasado mucho, mucho tiempo Pero sé que vendrá un cambio, oh sí lo hará… Los cuadros y los muebles me miran y yo los reconozco, son testigos mudos de ilusiones y desesperanzas, de alegrías y enojos, de buenos, malos y malísimos pensamientos. Solo ellos saben cómo me siento culpable por tener resguardo, por estar con una familia cariñosa, por tener resentimientos, por no agradecer que tenemos trabajo y tenemos la posibilidad convertir nuestra casa en oficinas y aulas a distancia, por esperar reciprocidad de mis pupilos, por odiar los grupos de chat y culpable, culpable y más que culpable porque hay quienes ni siquiera pueden sentir culpa ante la desesperación de no tener un techo, comida, trabajo y ni siquiera sé si ellos se quejan. Lo único que nos hermana es la incertidumbre que nos corroe porque no sabemos qué va a pasar. Hablo y escribo con gente cercana, y otra no


tanto, me pregunto si nos volveremos a ver. Pienso en lo que estamos viviendo y no sé qué nos espera, ni siquiera puedo imaginar, ni soñar lo que quiero que pase, puedo decir que yo estaría lista para partir porque he vivido casi como he querido, no me arrepiento de no haber intentado algo, creo que ya he terminado esos compromisos que me hacían imprescindible, pero me sigue gustando la vida a pesar de este mundo caótico y.. “Ha sido muy duro vivir, pero tengo miedo de morir Porque no sé qué hay allá arriba más allá del cielo Ha pasado mucho, mucho tiempo Pero sé que vendrá un cambio, oh sí lo hará” Al día siguiente me despierto porque tocan insistentemente, abro los ojos y a través de la ventana descubierta veo un gorrión pecho verde revoloteando entre las julietas y el huele de noche. Me desperezo, salto de la cama, camino hacia el jardín descalza y así reconozco la llegada de la primavera. Me sorprende su bendecida indolencia, afuera nada se oculta, ya florecieron la ceiba y el laurel en tonos de rosa; del velo de novia, del jazmín y el lirio egipcio brotan hojas blancas; el níspero es dulce y anaranjado; el rojo de los geranios, las azucenas y las coronas de cristo me entusiasman, pero agradezco que la damiana y la fruta de la pasión continúen dormidas. Afuera los rayos de sol, las risas de un padre con sus dos hijos jugando y el recuerdo de aquellos por los que no me puedo rendir son un buen presagio. “Hubo momentos en los que pensé que no podía durar mucho tiempo Pero ahora creo que soy capaz de seguir adelante Ha pasado mucho, mucho tiempo Pero sé que vendrá un cambio, oh sí lo hará” Así bañada de primavera sigo caminando por el jardín y me doy cuenta que los pájaros vuelan de un árbol a otro, del níspero de mi jardín, se van a la magnolia del jardín vecino y el colibrí en el otro jardín ron-


da la buganvilia, ellos hacen comunidad, para ellos las cercas no son frontera, así que me desprendo del miedo viral, saludo a mis vecinos, a distancia, de jardín a jardín, pero con cercanía emocional, hablamos y atesoramos lo que tenemos y así coincidimos en las tardes para venerar a la primavera y conectarnos a través de las palabras que vuelan en relatos, adivinanzas, juegos, poemas, ahora todos somos uno en esos ratos que salimos del resguardo. Adentro, en mi casa suena la voz de Sam Cooke cobijada por una sintonía de violines, cellos, trombones, trompetas, cornos … It's been a long, a long time coming, But I know a change gonna come, oh yes it will y digo sí, existo, existe el mundo porque un cambio va a venir.


Fotografías de Arely Aguirre


Ella vio mis canas… Celeste Flores

Se suman tres semanas desde la última vez que tuve un día de rutina, últimamente los sonidos de las casas de junto me son tan peculiares, puedo ser partícipe de sus nuevas actividades, y poco a poco me he sumergido en las mías, cada día que pasa es una aventura, sin una rutina establecida y sin un horario que acatar, hace que esto sea más confuso, no sé porque es tan complejo estar encerrada en su propia casa. Intento ser optimista para no hacerle ver a ella que la cuenta se achica, y que los problemas se agrandan, ella es en este momento el centro de mi universo, un universo de tan solo 100 metros cuadrados, que a veces me parece tan estrecho, y no, no es que no lo fuera antes, es que ahora tiene otro sentido. Cada día que despierta hace la misma pregunta, ¿Mamá ya se terminó la pandemia?, No hija aún no… y sus enormes ojos que se abren al contestarle es como si se acabara su ilusión, trato de sonreírle, de que no me vea preocupada, y luego hacemos planes para ver qué haremos del día, de su día, es entonces cuando vuelve a encender su motor, estar encerrada con dos adultos debe ser peor de lo que pueda yo alcanzar a comprender, es por ello, que hacemos de todo para que esté ocupada y en la medida de lo posible, feliz. Ella a veces me pilla durmiendo más de la cuenta, y sin hacer ruido busca la manera de bajar a la sala y encender la televisión sin hacer ruido, a los cinco minutos sube para ver si ya estoy despierta y darme un enorme abrazo de buenos días, una recarga de pila para volver a estar encerrada buscando que hacer con ella misma. El trabajo no tiene horario y a veces lo aplazo, estoy tan metida en esta nueva YO que me sorprende lo rápido que es estar aquí adentro y ver como de pronto llega la noche, y no sé en qué momento


llegó, luego vuelve a hacerse de día, y otra vez, no sé cómo pasó, es como si algo estuviera hechizado aquí dentro de casa, y me pregunto por el exterior, los días de hace más de tres semanas eran todos distintos, y aquí todo parece igual. Cuando me sofoco veo las noticias, y solo así veo lo que pasa en la ciudad, la cual no me sorprende, porque solo somos unos cuantos que seguimos en el privilegio de vivir encerrados. Pero no tengo mucho tiempo para sofocarme, siempre me habla y me busca, y cuando estoy distraída, vuelve a llamarme, Mamá, mi papá está haciendo algo en el patio, ¿puedo salir? Es tan pertinente su pregunta, ¿puedo salir?, cuando veo su cara encogida de hombros, con temor, me pregunto si las advertencias fueron exageradas y si ella, por poco se da cuenta de que las cosas no mejorarán pronto. Y entonces sale al patio para ver un nuevo proyecto de remodelación de su papá. Esta casa nos ha sorprendido, se puede limpiar, recoger, ordenar, remodelar, y nunca se termina, es como si reflejara lo que intentamos hacer con nosotros, un día a la vez me repito, un día a la vez le digo a ella, y él me dice, qué vamos hacer después. Y la angustia vuelve otra vez a mí, y es cuando recurro a sus brazos y viene ella detrás de mi hacer nuestro, el abrazo de los tres, y todo vuelve a la calma. En realidad si trato de ser objetiva, no lo lograría, porque somos un mar de sentimientos que oscilan como las olas, y lo que parecía tener sentido ahora, ya no lo tiene, de pronto, solo en un instante, con una breve mirada en silencio, en un día de esos sin sentido, ella vio mis canas, y su sorpresa fue tanta, que con sus enormes ojos, y con su pelo chino moviéndolo de un lado a otro, lo negó todo… ¿Mamá estás envejeciendo muy rápido? Su voz sonaba asustada, le dije, la verdad hija es que no me he pintado el pelo en muchos días… y con sus manitas me tocó la frente, como buscando más, me abrió las sienes y me esculcó hasta el cuero, luego me pidió que me acercará a la ventana, estaba tratando de entender un hecho tan simple, su mamá tenía pelo blanco. La sorpresa le


entristeció mucho, y luego de un rato me dijo, ósea que eres así, y yo no lo sabía, se sentó junto a mí, me tomó de la mano, y me dijo: ¿Desde cuándo eres así mamá, desde cuándo estás envejeciendo? No supe que responderle, me quedé callada un rato, y recordé las palabras tan amargas que alguna vez mi mamá me dijo… “te cuesta tanto aceptar que tu madre está envejeciendo”, obviamente no se las dije…. Tiene solo ocho años, no sé si entendería esas duras palabras que apenas entendí este día, y sí, en ese instante entendí que todo lo que ella recordará de este confinamiento, es que su mamá está envejeciendo y lo descubrió en confinamiento, luego de un minuto me sonrío y me dijo, Si no estuviéramos aquí jamás hubiera descubierto tu secreto.


Arriba dibujo de Artemio Ayala Cedeño y abajo dibujo de Evangelina Ayala Cedeño.


Posiblemente, es probable.

Mireille M. Cancino

Domingo podría ser un día para convivir con la familia y demostrar una hipocresía infinita con mucho amor, apoyo, sororidad, fe. Me contaron que así era pero yo vivo en otra sintonía; en una recámara hecha de madera donde si no abres las persianas es eternamente noche, un ciclo constante. Tomar medicación para la enfermedad congénita que padeces, buscar monedas para ir al tianguis a comprar banalidades y según estudiar textos científicos, los cuales ni el mismo investigador que los publicó comprende. Ay, un domingo de ensueño. Tomando en cuenta la gran cantidad de medios de comunicación existentes, encontrar información veraz es extenuante. Tanto así que llevo meses escuchando sobre una pandemia que surgió en Asia y se ha convertido en una crisis sanitaria internacional, yo no le daba importancia por lo que realizaba cuanto comentario jocoso se me ocurriera. Pero la verdad tengo arrepentimiento de ello, no pensé que sería un suceso tan cercano a mi entorno. Repentinamente se cancelaron las clases en la facultad; un hecho que pasa solo en situaciones extremas por el rigor que ejercen con sus estudiantes, que al fin de cuentas no es de gran utilidad porque de todas maneras poseemos un sistema de salud con notables irregularidades, no digo que el médico sea el único culpable pero si el chivo expiatorio. Sucedido lo anterior es el momento en donde tomo conciencia y reflexiono que también puedo formar parte del problema. Esto no es nuevo en nuestro entorno, ya vivimos la epidemia de influenza HN1 en 2009. Cuando pensábamos que usar


gel antibacterial era un chiste y esto solo era una mentira de las autoridades para tener a la población controlada, además de que varios no teníamos la edad suficiente para comprender la gravedad del problema. Una cosa cierta es que hacer pan sirve para crear historias porque desde que pones la levadura en el agua tibia con azúcar, eres responsable de cuidar al hongo para evitar su muerte, así como si cuidaras al hijo del que nunca deseas ser madre. Al igual cuando dejas fermentar la masa y observas las burbujas de dióxido de carbono, parecen un panal de abejas con todos sus hexágonos donde almacenan la eterna miel, sin olvidar ese olor que te recuerda a una cerveza recién servida. Olvidas la negligencia del sistema de salud y desvío de recursos poco hablados. Otros días no existe ningún mundo; en cambio te gobierna la fiaca, escuchas los fados más tristes e incomprensibles, no cepillas tu cabello, desajustas tu horario de sueño. Haces conciencia de la extinción del koala por los incendios forestales, te sientes inútil de que tus acciones para evitar la contaminación no son suficientes para evitar la catástrofe. Tu decepción es tanta que tampoco eres capaz de empezar a leer los tópicos el temario inconcluso por la suspensión de clases y llega el pensamiento de que nunca obtendrás un título universitario. Al acabar esta cuarentena uno se dará cuenta de que no es el más desafortunado; habrá una excelsa cantidad de personas con carencia económica y con enfermedad. Las patologías mentales por los cielos como para regalar. Definitivamente la vida que tenías no será la misma, se romperán muchas amistades y amores pero con esto puedes decir que has vivido en una película posmoderna, no es lo mismo que comentar una historia creada por ese ratón merolico que tanto aman los niños.


Dibujo de Marcelo Hernández


Traigo una nostalgia de infancia, todas las cosas que hacía en los noventas y todas las veces que viví los fines del mundo. El terror. Taparme la cabeza con el cobertor aún en verano o canícula, como si eso fuera a evitar el terror. Cubrir el rostro, ver la oscuridad, no cerrar los ojos ante la realidad pero temerle. Aquel fin del mundo del 96' dormimos con un tendido en el piso de la sala-comedor de 3 x 6 metros de la casa de Infonavit de mis padres. Dos ventiladores de techo y un aire lavado ayudaban a mitigar aquel infierno aquella madrugada del seis de junio. No podía dormir, solo pensaba que no había vivido lo suficiente para morir sin haber siquiera sentido atracción por algún niño que no fuera del grupo Mercurio, Pablito Ruiz o los Back Street Boys. Era una niña aún. Esa noche sí cerré los ojos, los apreté y no quise ver más la obscuridad de mi cobertor negro (que aún conservo), me aferré a desear con el alma abrir los ojos y ver el sol. La fascinación por las rendijas, por los huecos, los recovecos, por los pedacitos que la cortina no alcanzó a cubrir. ¿Qué entra? ¿Quién se asoma? ¿Me miran? ¿Saben que los observo? Esa mañana temía ver aquel pedacito. Abrí los ojos lento y entraba un rayo de sol. Sobreviví a ese fin del mundo. Hoy comprendo que este es otro de los finales del mundo para ver nacer otro.

Amatoria

Página siguiente: dibujo de Amatoria




Dibujo de Marcelo Hernández


Autoaislamiento: la difícil tarea de convivir con uno mismo durante la cuarentena. Fernanda Ortiz La pandemia actual del COVID-19 modificó las dinámicas comunicativas, de interacción y socialización del entorno de las personas, es decir, las tecnologías de la información y de la comunicación (TIC´s) , que van desde un dispositivo móvil u ordenador, llegaron a suplir a la comunicación cara a cara; mientras que las relaciones entre personas incursionaron en un proceso mediado por equipos y máquinas, cuyo motor es el Internet; ¿qué decir de la forma en que ahora comparten aquello que piensan y sienten las personas? Sin duda alguna, la expresión comunicativa se limitó a 280 caracteres o, si se tiene el ánimo para debrayarse más, a escribir un post en Facebook e incluso hay quienes recurren a los arcaicos blogs. Ante el actual panorama lleno de crisis, caos e incertidumbre ocasionado por un virus, el único recurso que se tiene es al autoaislamiento del trabajo, de la escuela, de los amigos, los familiares y toda manifestación de convivencia, por supuesto, solo si la intención es contribuir a frenar el contagio de la pandemia porque mientras unos luchan por convivir consigo mismos otros ocupan sus horas para visitar las aparatosas tiendas del centro comercial, llevar a los niños a pasear e incluso, en este momento, encontraron el tiempo perfecto para reunirse con sus seres queridos que no habían visto desde hace años, como si se tratara de un periodo vacacional. Sin embargo, el problema suele aparecer cuando el individuo, por convicción, decide aislarse de su realidad; día a día las personas se sienten sofocadas por la multiplicidad de actividades que realizan, aquellas en donde pareciera ser que las veinticuatro horas no dan abasto para llevarlas a cabo, pero al encontrarse en un estado incomunicado la soledad (aunque ya ha sido retratada en diferentes manifestaciones como la literatura, pintura e historia del siglo XVIII) aparece como una idea desconocida y moderna, es decir, los sujetos no están acostumbrados a convivir consigo mismos


porque viven el paso de los días inmersos en una masa homogeneizada que obstaculiza el entendimiento de la individualidad. El aislamiento, en estos tiempos, es tan ajeno que puede someter a los individuos a sentirse más estresados, ansiosos, a desesperarse por no saber cómo sobrellevar la cuarentena, pese a tener home office, plataformas de streaming o Internet, las vías de entretenimiento no logran satisfacer las necesidades intrínsecas, como el simple hecho de interactuar cara a cara. El estado de la cuarentena convierte a los seres humanos en cuerpos estáticos cuya única forma de sentirse en compañía es mediante las redes sociodigitales: se busca crear comunidad con los usuarios ajenos de Instagram, ser escuchado en Snapchat, construir nuevas dialécticas en Twitter, es decir, el dinamismo y el ruido que caracterizan la cotidianeidad ahora están ausentes en casa, en consecuencia, son sustituidos por los abundantes flujos de información sobre cifras de nuevas víctimas o defunciones, la recesión económica, el aumento de precio en servicios y un sinfín de tópicos que circulan en la prensa, radio, televisión e Internet que a la larga pesan, cansan, aburren de uno mismo y de los demás. En tiempos de pandemia, la única arma que la sociedad posee es el autoaislamiento, una tarea que resulta difícil en el momento en que se pone como prioridad la interacción con los demás y se piensa que es la única forma en que uno puede evitar sentirse infelizmente solo.


Collage de Antonio Olvera


Fotografías de Ricardo Cahuantzi


Laguna mental María de Lourdes León Rojas

Nací y crecí en un lago. Un gigantesco recipiente de agua junto contigo, con él, con ella, con todos los demás, solo que en este lago cada quien nada a distinta profundidad y a diferente ritmo. Sin embargo, nos encontramos moviéndonos todo el tiempo. Desplazándonos de aquí para allá, chapoteando en el agua hasta que sea nuestra hora de salirnos del juego. Recuerdo cuando el lago era más cristalino y claro, eran tiempos diferentes. Llevamos años escuchando malas noticias sobre esto. Al inicio comenzaron como rumores, pero cada vez retumbaron más fuertemente. Incluso nosotros hemos sentido el cambio en el agua, en su temperatura y la manera en la que se mueve la corriente. Y es que a medida que nos hemos movido a través del lago, hemos levantado el fondo de este. El agua no tiene la misma claridad que antes, incluso en algunas partes, esta esfera lacustre se ha secado en algunas áreas y en algunas otras, lo que antes era agua, se ha convertido prácticamente en lodo. El tiempo que le queda a este gran lago, es limitado. De pronto, algo nos obliga a mantenernos quietos, sin movimiento, sin traslación. Todos en este gran lago debemos hacer una pausa. Algunos logran hacerlo fácilmente, ya que se encuentran en una profundidad baja y solo basta con ponerse en pie. Es fácil hablar y juzgar a los demás cuando se habla desde el beneficio. Para otros, reducir su movimiento representa un reto, ya que es difícil lograrlo cuando sientes el agua hasta el cuello y no tienes algo de qué sostenerte. Unos cuantos más son los que continúan con el movimiento porque así lo desean, ya que desde su perspectiva, aquella agua turbia siempre ha estado así o peor aún, se jactan de ser inventos, ya que las señales no se han manifestado ante sus ojos.


Algo que sin duda me gusta de esta pausa es que ha sido un punto para revalorar el conocimiento. Hoy más que nada el saber nadar, es vital para mantenerte con vida, aunque tampoco te asegura mantenerte a flote. En medio de un evento inesperado, siempre están los que ven el vaso medio vacío y los que lo ven medio lleno. Quedarse quietos para algunos representa un castigo, pero para unos cuantos más, representa un regalo. Y es que ellos saben que cuando el agua deja de agitarse, el fondo se asienta y es posible que se aclare un poco nuestra visión. Con el agua tranquila podemos ver en la superficie de ella, el reflejo de nosotros mismos, de lo que somos y en quien nos hemos convertido. Podemos distinguir si somos buenos nadadores, si nos hemos convertido en lo que deseábamos ser hace unos años o si aún nos hace falta nadar unos cuantos metros más para lograrlo. Si nos quedamos aún más quietos y nos es posible distinguir nuestros pies en el fondo, puede ser que la calma nos diga en dónde estamos parados y de ahí, saber a dónde queremos ir. Al lograr ver el fondo, es posible conocer si estamos en una superficie rocosa o si estamos rodeados de arena suave al tacto, si nos encontramos al borde de un abismo o si en donde estamos parados siempre fue rodeado de lodo. Si alcanzas a ver tus pies en el fondo y no estás en donde deseas llegar, traza tu camino. El agua calmada y cristalina puede ayudarte a vislumbrar una ruta, pues no todos los lugares se alcanzan de la misma manera. Sí, la línea recta puede ser la distancia más corta, sin embargo no siempre es la mejor alternativa para llegar a algún lado. En la mayoría de las ocasiones es el camino y no el destino lo que vale la pena recordar del traslado. Ahora que, si alcanzas a ver tus pies en el fondo y reconoces que estás en dónde así lo deseabas, aprovéchalo lo más que puedas. No todos tienen la fortuna de encontrarse en tu posición. Disfruta la vista, alégrate por la temperatura del agua, toma consciencia de los que se encuentran a tu alrededor y goza de su


compañía. Recuerda que la marea cambia todos los días y el día de mañana te puedes encontrar en una costa diferente. Esta pausa puede ser algo que no queríamos o para lo que no estábamos preparados, pero a la vez, es posible que sea la que más necesitábamos y no solamente en un macro nivel, sino a una esfera personal, ya que si esto definitivamente está dejando una huella en la historia de este lago y sus circunstancias comienzan a mejorar, es imposible pensar que ante esta purificación del agua, nos será posible mantenernos sin cambio. Sin lugar a dudas, también dejará su huella en nosotros y en lo que seremos después de esto. Esto no es un intermedio en una función, sino ese momento breve antes de arrancar el segundo acto. Alguna vez leí que la dinámica de un flujo cambia según los elementos que se encuentren interactuando con este. Nuestro lago nos prueba que es posible que cambie su flujo tan solo con tomar aquello que necesitamos, con movemos con él en lugar de querer viajar a contracorriente, alterando la manera en la que se comportan sus riachuelos porque “limitan el paso del progreso”. Viviendo en una antigua laguna desecada, las grietas en el suelo reclaman su inherente naturaleza lacustre, y así las grandes ciudades en donde se ha asentado el ser humano. Si te es posible ir más allá del lago, recuerda la íntima relación que guardamos con él. Estamos sumergidos en ¾ partes de agua, en las que nuestro cuerpo está formado por 60% de este mismo elemento. Si pensamos a gran escala, lo que el agua calmada puede hacer por nuestro lago, en un órgano como el cerebro, compuesto por 70% agua ¿qué crees que suceda con nuestra mente cuando podamos poner ese lago en completa calma? ¿Qué pasará cuando tomemos solo lo que necesitamos de ella?


Fotografía de Brenda Guardado


¿Por dónde empezar? Ana Menchaca

Que si me tengo que levantar temprano, que si me tengo que arreglar, que si debo hacer cosas nuevas o pendientes... a pesar de llevar ya casi 4 semanas encerrada en casa de mi padre. Vivo en Monterrey desde hace poco más de 10 años, pero por cuarentena tuve que regresar a mi ciudad natal con mi familia en Coahuila. Sigo sintiendo una angustia e incertidumbre de no saber hasta cuándo poder regresar a mis labores habituales. Esa angustia me paraliza, a ratos, y me hace sentir desorganizada... ¿desorganizada? Bien, no sé por dónde empezar a vivir lo incierto. Soy psicóloga clínica y ofrezco mis servicios en un preescolar, que como la mayoría de los trabajos de ahora, no ofrecen prestaciones ni un sueldo fijo, ganas lo que trabajas. Así que esta contingencia me afectó directamente en el bolsillo. Al cerrar las instituciones educativas, mi trabajo tuvo que ponerse en stand by, si no trabajo, no gano dinero, pero como no hay niños en el preescolar, no hay trabajo. Mi angustia sube al pensar que pasarán meses sin tener un ingreso y que debo de pagar la renta de mi departamento y los servicios; por "suerte" mi arrendador disminuyó la renta a la mitad, y por más "suerte" tengo aún a mi papá (abogado litigante) que puede ayudarme (a duras penas, pues no hay trabajo al estar todo cerrado). Son días de estar pensando qué debo cambiar en mi aspecto laboral, qué voy a hacer cuando todo esto acabe y sobre todo, por dónde empezar a vivir esta situación. Hay días que parece una rutina normal: me levanto, como algo, hago ejercicio, me baño, me arreglo, como otra vez algo, convivo con las personas en mi casa, leo un libro, veo alguna serie, hora de la cena y a la cama... y hay otros días que no quiero hacer nada y me siento con una energía bastante baja; el común denominador de estos dos tipos de días es que el tiempo pasa bastante lento. Extraño a mi novio, extraño a mis amigos (que aunque no los veía tanto, es diferente cancelar planes por no querer salir, a realmente NO PODER salir), extraño a ese pacientito que batallaba mucho para que se sentara y me pusiera atención, extraño levantarme temprano y saber que iba a trabajar en algo que me gusta ¿o que ya me tenía enrutinada?, extraño a mi compañera de departamento, extraño mi tiempo a solas, extraño salir de compras a Walmart, extraño ir a pagar el agua, la luz, el gas al Oxxo, (ahora lo tengo que hacer vía electrónico)... como dicen: la vida también está en esas pequeñas salidas que en su momento eran insignificantes.


Una noche, a los 10 días de haber iniciado mi cuarentena, antes de acostarme a dormir, comencé a sentir agitación en mi pecho, mi corazón palpitaba muy rápido, estaba temblando y comencé a llorar, mientras lloraba cerré mis ojos y pensé "es un ataque de ansiedad, pero es solo un breve momento" y empecé a hacer ejercicios de respiración hasta que se me pasó. Una vez que me sentí mejor, pensé en qué era lo que me preocupaba, ¿porqué lloraba? Esa noche tuve insomnio. Al día siguiente le comenté a una amiga por mensaje, y ella me contesta: Creo que es todo lo que está pasando, tú ahorita crees que no lo sientes porque estás acostumbrada a estar sola y hacer de tu tiempo lo que quieras, pero en el fondo te preocupa tu situación y la de los tuyos, tal vez, pero todos nos sentimos en algún momento así y está bien. ¡Y vaya que tuvo razón! A la hora de la comida hablé con mi papá al respecto y él bastante tranquilo me dijo: es una situación a nivel mundial, no puedes controlarlo, no te preocupes y más tarde en otra plática me dice: yo te voy a ayudar. Ese apoyo, esas palabras de los dos (mi amiga y mi papá) hicieron que me tranquilizara, que no solo yo me siento así, o saber que no solo yo estoy en esta situación, y sobre todo, tener cerca a esas personas que me hacen bien, que pueden ser mi base para cuando algo dentro de mí se derrumbe. Como dicen: si tú estás bien, yo estoy bien, y somos uno, la tranquilidad transmite tranquilidad. Agradezco estar con las personas correctas para este encierro. Definitivamente es un tiempo de reflexión en todos los ámbitos, de todo lo que nos rodea y de todo lo que somos como individuos dentro y fuera de la sociedad, y también definitivamente, saldremos de esto con al menos un aprendizaje, el que sea: práctico, reflexivo, emocional... el que sea. Todavía no me acostumbro, todavía no puedo organizar mis pensamientos y mi nueva rutina y ya voy para un mes de confinamiento. Yo solo espero que cuando volvamos, volvamos más humanos, más conscientes de todo lo que nos rodea.


Óleo de Luis Díaz Flores


ESTAMPAS SUSPENDIDAS Iván Ramírez López

A Rossy, pronto volveremos a abrazarnos...

I. ¿Quién me ha robado el mes de abril? Durante el confinamiento, asumo con monotonía las tareas que demanda la vida doméstica, el calendario ha perdido su importancia y el reloj de la sala se ha reducido a artefacto ornamental. Los pendientes aplazados durante meses ahora encuentran cabida para su ejecución; arranco el plástico que recubre el libro de Lobo Antunes que adquirí el año pasado. Mis ojos llegan hasta el quinto capítulo pero mi mente ha divagado a otro lado, retomo la lectura unas páginas atrás con el mismo resultado. Dejo el libro sobre la mesa. Una incertidumbre se acrecienta en mi interior, parece flotar y sofocarme. Abro la ventana, la música del vecino se cuela al interior de la estancia. Recostado en el sofá, cierro los ojos y me permito sentir la ansiedad que me acecha. Me toma el tiempo para desmarañar mis temores, reconocerlos y enunciarlos. Una voz aguardentosa se cuela desde la calle, abro los ojos, un hombre con bombín y nariz espigada se pregunta ¿Quién me ha robado el mes de abril? Me seco el sudor de la frente y retomo la lectura desde el principio. *


II. La primavera no se detiene. Un virus venido del otro lado del mundo, no ha engullido la primavera, solo a nosotros. Las bugambilias se han unido formando un arco de la entrada al balcón, su sombra da tregua al calor de la tarde, por la noche el viento soplará esparciendo sus flores, formando en el suelo un mosaico multicolor. Cada mañana rejunto la hojarasca en pequeños montones junto al ciruelo y los tulipanes. ** III. Tiempo de Chicharras. Espío a la gata, tiene la mira clavada en una chicharra postrada sobre el pilar del corredor. Se agazapa como un pequeño tigre al acecho. Pondera la distancia, calculando los movimientos necesarios para llegar a ella. Es por mucho lo más interesante que he presenciado el día de hoy. La chicharra no se inmuta, estridula con más fuerza. Desde el ciruelo del patio, otra chicharra responde al sonido, luego otra se une al coro desde el arco que han formado las bugambilias. Pasan unos instantes y la felina desiste de sus intenciones. Llegar al extraño insecto representa un desgaste innecesario de energía. Relaja sus músculos, se recuesta sobre la loseta fresca y duerme asumiendo una posición inverosímil. ***


Todos nos quedamos en casa incluso el gato. Julián Razo


¿Existo en la medida en que soy vista? Melissa Meléndez

Durante este periodo de aislamiento nos atrevemos a cumplir algunos de nuestros propósitos porque ya no podemos excusarnos con la falta de tiempo, nos enfrentamos a los planes que hemos ido postergando mientras ingenuamente creíamos que podríamos cumplirlos y me declaro culpable por eso, ahora mis sueños e ideas están sobre mí y no puedo escapar al compromiso. ¿Cuáles son mis prioridades en este momento? Se me ocurre escribir una lista de cosas que debo hacer estas semanas y por ahora creo que mientras la cumpla me sentiré productiva y satisfecha, (aunque quizá como de costumbre lamente no haber hecho más cuando regrese a mi rutina de trabajo) pero también siento una necesidad de expresarlo, no exactamente que mis contactos sepan en lo que me estoy ocupando, ni mucho menos para despertar interés, es más que nada por identificarme con los demás, compartir ideas, aprender de otros e inspirarme y mostrar mi creatividad aunque sea en el más humilde ejemplo. Si no puedo satisfacer esta necesidad y me aíslo completamente de las redes sociales nadie se enterará de lo que hago (lo cual no está mal, yo elijo mi privacidad) pero entonces, ¿cómo comunicarme? Deseo y necesito tanto expresarme pues, aunque aparento ser tranquila en realidad no puedo quedarme quieta, ¿o es que necesito la aprobación de los demás? Pongo un ejemplo, las personas que nos ejercitamos en nuestra casa: es posible hacerlo sin registrarlo en redes sociales, pero puedo entender que es satisfactorio compartir esa rutina con los demás, es como demostrar que somos capaces de hacerlo y la atención del otro nos anima a seguir haciéndolo, a continuar con la idea de “cómo quiero ser visto” y por lo tanto existiendo en el día a día de los demás.


Yo no estoy en contra de querer atención, todos la necesitamos y no precisamente porque nos falte la atención propia, necesitamos al otro y quizá a veces para mantenernos más cuerdos aun en situación de caos, deseamos ser vistos y comprobar que existimos pues somos naturalmente espejos andantes.

Ilustración de Nahieli Salinas


Ilustración de Nahieli Salinas


Escrito #2 Maricela de Jesús Barbosa Apareció de pronto, sin previo aviso... Y, como el jardinero arranca la maleza desde la raíz, hasta la raíz que es la vida misma está arrancándonos de tajo. Un día maldiciendo, bebiendo hasta la inconciencia, ensuciando, invadiendo, destruyendo y acabando con el planeta; al día siguiente deseando abarrotar las iglesias, pidiendo perdón con látigo de miedo más que de culpabilidad, auto flagelándonos de prisa; por si no hay tiempo de pedir perdón, por si la vida sale ganadora del tan temido premio mayor: La muerte misma… Y mientras tanto, si no hay un caso cercano de muerte por el virus, ¡a darle, a gozar lo que nos queda, a salir, a divertirnos, a disfrutar de la libertad que ha expirado en otros lados ya! ¡Qué inconciencia!… Pero, ¿qué me sorprende? ¡Si hasta uno de los nuestros creó todo este caos!


Guadalupe Victorica Silla en espera, Documental Muerte en Arizona Tin Dirdamal Grabado en Linóleo, 21x28cm


Cómo empezar. Con la tristeza o enojo, frustración que siento, he de aclarar que soy médico, por lo tanto, conozco del virus, la pandemia y los resultados que podemos esperar. Vivo con la ansiedad de no poder hacer más. Con el miedo que mi familia se enferme, seguro todo el personal de salud tienen pensamientos o sentimientos similares, pero me da más temor que mi familia no cercana se enferme y no poder estar ahí. Que las consecuencias sean... letales. Muchos quisieran no tener que salir, pero, aquí, de forma anónima he de confesar que yo no. Para mí es una ayuda salir a trabajar (y no es que diario salve vidas) pero al menos es un descanso de la rutina, del encierro al cual estamos sometidos. Siento culpa, mi depresión se ha exacerbado, misma que guardo en secreto, ni yo sé porqué. Tal vez porque todos creen que los médicos no nos enfermamos o porque quiero ser fuerte, y no preocupar a mi familia, o tal vez porque ni yo lo acepto. Miles de ideas pasan diario por mi cabeza: hacer rutina, mejorar la casa, mejorar mis hábitos, mejorar la educación en casa de mis hijos, leer los miles de artículos de Covid que se publican diario... muchas ideas, pero la que prevalece es, sin duda, mantener la calma, ser paciente. Sobrevivir haciendo los quehaceres y tratando de poner la mejor cara en cada momento y ser más paciente con mis pequeños hijos. Ya no sé cuántos días llevamos en aislamiento domiciliario, saliendo lo mínimo indispensable, empezamos desde el 15 de marzo. Hoy particularmente me siento peor al ver que hay familias reunidas festejando; por un lado me da melancolía, no


estar, no solo hoy sino tantas veces por estudiar medicina, por hacer guardias o trabajo, el caso es: sigo sin estar ahí. Por otro lado frustración o enojo, ¡qué no entienden la Sana distancia! ¡Estamos en cuarentena! Muchos de ellos con factores de riesgo: obesidad, diabetes, embarazo, etc. Por otro lado, siento una secreta felicidad, verlos reunidos, felices, relajados. Y el miedo que siempre siento (y quisiera ignorar), me hace pensar en lo que pasará si alguno se enferma, sobre todo los más vulnerables. Siento miedo, mucho miedo y lo seguiré sintiendo por los siguientes meses hasta que esto termine. Anónimo

Collage de América Gómez


Domingo de Ramos Rolando Salas Fotografía tomada en la hacienda de El Lobo Loreto Zacatecas durante el domingo de Ramos y una iglesia sola de un pueblo lleno de fe.


Cuarentena Anahid Hernández Boligrafo/papel marquilla


Preces de terapeuta Julián García El doctor organizó las guardias, personal no esencial no deberá presentarse hasta nuevo aviso. El servicio de psicología fue suspendido en todos los protocolos de atención. En la calle la naturaleza nos ha censurado las caras. Para la nube, la espiga y la abeja somos personal no esencial. Las personas van por la calle con trompetas de juguete, todos quieren ser el ángel que anuncia el fin del mundo, juegan a ser los voceros de Dios, los voceros de la naturaleza. Anticipan un infierno venidero. ¿Y qué infierno pueden prever que no sea una parodia exagerada de lo que hoy ya se vive? Un éxodo de desempleados, de hijos que lloran la muerte de sus padres, de doctores frustrados, vamos en el desierto pero ya no hay Moisés que nos acompañe. La serpiente cumplió su promesa, somos como dioses, pequeños e insignificantes dioses. Los pacientes ya no son pacientes. Llevarán cobijada su depresión y su ansiedad, pensarán en cómo esconderla, la llevarán como un pequeño alacrán entre los dedos. El agorafóbico tendrá por primera vez una razón para no salir. Y el trauma, esa herida roja, se volverá ya indistinguible de su entorno. No hay consultas hasta nuevo aviso. Ellos serán, como las personas con problemas mentales de otros tiempos, olvidados. Qué fue del adicto al opio en la pandemia del cólera, el esquizofrénico en la plaga de Justiniano, del disociado en la peste negra. A todos ellos les hemos echado un manto púrpura encima, cómo quién esconde las efigies en un viernes santo. Solo cuando esto termine nos asomaremos por debajo de esos mantos y veremos los rostros dolientes de quienes llevan una corona de espinas con clasificación en el DSM- V. ¿Seremos pueblo que cruza el mar rojo o la marea roja que las costas temen?


Collages de Enrique Ruiz


Tragedia en cámara lenta Michelle Narváez Jara

La muerte nunca me ha dado miedo. Así como decían los epicúreos materialistas: la muerte jamás se puede experimentar, es pura ausencia, vacío, y por más que diga que estoy acostumbrada a esa sensación, no la conozco, es más bien ese sosiego y estatismo lo que más anhelo. Extraño esa tranquilidad que no he probado, pero sé que existe pues de ella provenimos. Dicen que el origen del mundo es el caos y ahora reina el orden, yo creo que lo contrario es más bien cierto. No obstante, no por ello le impondría mi sentir a otro. Así, entiendo que en esta cuarentena debo cuidarme no por mí sino por los demás. Lo curioso es que a mí no me gusta salir, sin embargo desde que inició esto no he hecho más que eso debido a la búsqueda inexorable de trabajo, pues la economía en mi familia empeoró y la responsabilidad se impuso ante mí. El tipo de trabajo que estuve realizando es de las actividades que más odio y más me niegan, no obstante, a la vuelta de la esquina había grafitis con el lema “muerte al mundo mercantil”, lo cual me daba ánimo no sé por qué, tal vez podría argumentar como lo hace Pessoa en El banquero anarquista que se afirma no destruyendo el sistema desde adentro, -pues es imposible, solo una revolución puede hacerlo, y esperemos no quede tan lejana como el fin de esta cuarentena, tal vez la urgencia de ella la imponga, y espero que no se limite a ser puros saqueos, pues permanecería en la misma lógica- sino despojándose de la influencia del dinero, de su yugo, del sufrimiento que causa, haciéndose uno amo de él, y así se obtiene la libertad: en pocas palabras como dice Rosalía (no de Castro) “dios nos libre del dinero: teniéndolo”. Dinero sucio para causas puras, pues no sé si se justifique, pero parte de ese dinero que gané en rea-


lidad fue substraído (parece que el equilibrio del mercado sí es regulado por la mano invisible de Smith) -pues ya había cancelado esa suscripción- para donaciones a niños migrantes. Cuando finalmente pude hacer trabajo en casa, pensé que al fin podría descansar, pero las perturbaciones me siguieron visitando. A pesar de que no quise yo hacer ya ningún contacto con nadie debido al riesgo de la enfermedad, hay quien se lo ha tomado a mal aun sabiendo las razones. Entendí que aunque yo quiera cuidar a las personas del mal, aquellas necesitan expiar su mal en mí. Bien. Como dije, yo no le temo a la muerte, y hay personas que quieren competir en cuanto a nivel de enfermedad de todo tipo. Venganza imprevista, el virus atrapó a mi enemigo, junto con cien mil víctimas más y casi me atrapa a mí. Tal vez no pueda morir ahora, tendré que dejar la tumba para después, pero puedo sí vivir como si ya hubiera muerto. Preveo mi ansiado hundimiento futuro, necesito del descanso, para un luto que estuvo constantemente pospuesto. La paranoia me ha aumentado, siento mil deberes cargados no sé por quién. A veces escucho vibraciones, que podrían ser del celular o terremotos, y no sé cuál sería peor. Con la caída de la lluvia en el techo escucho aplausos burlones que me recriminan. Tampoco me siento en mi hogar, mi cuerpo tira y tiembla cuando escucha el mero ruido de cuando rompes plástico. El apocalipsis no era tan malo, pero yo hice que lo fuera, antes de que me destruyera a mí y mi hogar, me le adelanté desde el inicio y me construí mi propio apocalipsis personal. El estado de guerra nunca terminó: en cualquier momento te pueden desaparecer. A veces (muchas), las circunstancias no te permiten mantener tus principios, y más cuando se vive en un justificado estado de excepción. A mi hogar le hace falta un cuarto propio, no el de Virginia Woolf, pues ese sí lo tiene, de entre los pocos libros que no


me atreví a vender para poder subsistir un poco más. Preferiría vender cualquier cosa antes que a ellos, sin embargo no tengo nada más pues ya vendí todo para poder conseguirlos en primer lugar. Por estas fechas el año pasado yo me encontraba muy lejos de mi hogar, lo único que quería era regresar, en un principio me fui porque ya no quería estar aquí (¿aquí dónde?) y yo sabía que una vez regresara. Y pienso en conocidos que ahora mismo están estudiando lejos de su hogar, encerrados y solo quieren regresar, y ahora yo les envidio ese anhelo, esa esperanza que yo tuve y conozco falsa, esa fértil soledad que inocente busca el regreso al origen, aunque lo reconozca doloroso. Una caída que empezó hace muchos siglos, que sigue cayendo, pero no llega al fondo, cuya sensación es como en los sueños, esperas ya poder chocar con algo para tener una base que te sostenga, algo que te arrope y no puro desprendimiento. El infierno es solo la sala de espera de él, una expectativa infinita.


Collage de Enrique Ruiz


Ph •Anfibio•, Noek Izardui


La enfermedad urbana Noek Izardui

Erigimos catedrales entorno a las sombras Su aliento es una mentira piadosa que se queda rondando los huesos Mundo ajeno Creemos en la enfermedad urbana que tuesta la piel del lince Miramos a los ojos de la piedad arrancándonos las entrañas como quien aplasta la cabeza de un anfibio Previo a la sed. Abrazar un cuerpo dolido es entintarse Es transmutar el musgo por la piedra. Sentarse a rezar bajo el sol del desierto.


Pasará Ignacio Ruiz

Si te dijeran que puedes pasar todo el día en tu sofá, que podrás quedarte en tu casa por algunos días o incluso semanas, suena gratificante y hasta como unas vacaciones bien merecidas por todas las labores que puedes hacer en tu día a día. Lo que no te dijeron es que tendrías que hacerlo sin poder ver a tus seres queridos, sin ver los deportes que más te gustan y sin si quiera poder compartir un momento con tus amigos. Ya no suena tan bien, ¿verdad? Ahora imagina que no es opcional, que incluso ir al supermercado se siente como si estuvieras corriendo un riesgo enorme no solo para ti, sino para toda tu familia, y no se te ocurra toser o estornudar porque en ese momento te conviertes en el enemigo. Pero no todo es color negro, ya no tienes esa escasez de tiempo de la que tanto te quejabas, ahora tienes mucho espacio por llenar con actividades de todo tipo, ¿recuerdas ese libro que dejaste a un lado? Ahora puedes terminarlo, ¿qué tal esa receta que viste la otra vez? Es el momento de probarla, ¿una rutina de ejercicio? Mejor tarde que nunca, pero no olvides que no puedes bajar la guardia, porque afuera tal vez no la estén pasando del todo bien, porque hay una cosa que olvidé decirte; eres afortunado. Porque para poder quedarte en casa; necesitas una, para poder probar esa nueva receta; necesitas los ingredientes, para esa rutina; necesitas la fuerza que te permite hacerla. Probablemente alguien la necesite, una mano siempre nos viene bien a todos, más cuando día a día puedes ver como empezamos a perder la batalla, empezamos a perder soldados, diez, catorce, treinta, cada vez más; todo por algo que ni siquiera podemos ver. Empiezan a pasar los días y dejas de saber si es lunes o viernes, en las noches el insomnio te visita junto con mil recuerdos y reflexiones. Ya acabaste todos los rompecabezas que tenías y empiezas a notar la desesperación en la gente y sus momentos de debilidad. Sin embargo, se tiene que seguir, rendirse no está dentro de los pla-


nes. Si lo haces estarías dejando de lado a aquellos que más saben, los que tanto tienen por contar y quienes tanto nos apoyaron cuando nosotros apenas sabíamos caminar. Puede ser muy difícil, pero tenemos que resistir, las situaciones más complicadas son las que sacan lo mejor de nosotros, se ve lejos aún, pero pasará, lo peor pasará y volveremos a estar juntos, volveremos a reír y volveremos a disfrutar incluso más que antes de esta pesadilla. Todo parece mala noticia, pero en todos los que buscan una cura, en aquel que dio de comer a quien no tenía, en aquel que canceló todos sus viajes, o quien no fue a visitar a sus padres pensando en su bienestar, en todos ellos, vemos esperanza.

Fotografía de Héctor Octavio Soto Reyes. Su esposa haciendo cubrebocas para la comunidad.


No tengas miedo, ¡ten fe! Dibujo de Oswaldo Muñoz Mendoza & frase de Carmina Fabiola Esquivel de la Rosa


40 y cuarentena Aurora Chavarria Saborio

Los años me han convencido de que todos tenemos ese amor de la vida que nos llevaremos a la tumba a veces sin que nadie incluso lo sepa. Mi vida y el mundo entero pasan una cuarentena, tengo 40 años disfrutados, vividos bailados en fin una larga historia igual a veces, pero muy diferente a las demás. En estos días me he preguntado con algo de incertidumbre, ¿seré el amor de la vida de alguien?, ¿me llamará alguien así? Me asaltan los miedos, las sonrisas, los pensamientos, afloran recuerdos y momentos. Este tiempo de recogimiento no me asombra, pues de hace un largo tiempo, he cercado mi vida. Mis sentimientos y emociones, duermen el sueño eterno, del cual veo con tristeza no podrán despertar, aun así, bailo, canto desahogo mi alma de tanto dolor que va conmigo, que no sé explicar, que desde siempre me acompaña. Serán ahora los años que no me dejan en paz, me he cansado de llorar, y nadie nunca me llamara.


EN CASA

Rubas Tamez

Me gusta mi ciudad, la quiero mucho, pero cada vez descubro más detalles que me provocan ganas de ya no andar paseándome por ella, ni siquiera de asomarme por la ventana. Puede sonar exagerado, pero así me pasa a veces. Las calles siempre están calientes, incluso en las noches. Ahora que, llamarlas calles, es mucho decir; entre tanto bache, son en realidad como una gran pista de motocrós. Uno se acostumbraría a todo lo anterior si se pudiera transitar con tranquilidad, con espacio, en armonía. Eso estaría bien, pero eso nomás no se da por una sencilla razón: la gente. Pensaba en eso el otro día, detenido en el gran estacionamiento que es la avenida cuando vuelvo a casa. Volteé a mi alrededor y vi los cofres y las placas; bajé el vidrio y escuché el amontonamiento de sonidos, una llamada en altavoz, un acordeón, un solo de guitarra y mucho reguetón. Vi más atrás a los cerros cubiertos por esa neblina amarillenta que a veces se hace ocre. Comencé a sentir cómo entró por mi nariz un hilito que vino del mofle del carro de adelante. Fastidiado, me pregunté ¿y si no estuviera esta gente?, ¿y si yo no tuviera que andar pasando por aquí?, ¿por qué no trabajar todos desde casa?, ¿algún día podremos adoptar el mentado home office? Y llegó la cuarentena. Primero me pareció exagerado, ¿neta?, ¿desde ahora?, ¡¿que vamos a volver hasta cuándo?! Pero recordé la imagen de la avenida saturada y pasé al gozo, ¡menos gente! Me frotaba las manos (con gel antibacterial, por supuesto) imaginando esa postal de la calle agujerada, amplia y libre solo para mí. Poco tiempo tardé en darme cuenta de que no consideré un detalle muy importante sobre eso. Esa imagen en la que me veía


manejando campante era inaplicable porque tenía que estar encerrado. Adiós a conducir salvo para vueltas indispensables, cercanas y rápidas. Por otro lado, quién sabe cuándo volvería a una gasolinera, pues acababa de llenar el tanque. Esas conclusiones llegaron el primer día, resultado de tres horas de análisis, tumbado sobre mi sofá, rodeado de restos de merienda y revistas, inmerso en el silencio total, descubriendo detalles que no había visto de la casa, rincones que no sabía que existían. A partir de ese momento, gran parte de mi tiempo desembocaría en conclusiones de todo. Tormenta de preguntas, charcos de memorias. No es que no tuviera chamba, había de sobra, pero en cuarentena el tiempo pasa de modo distinto, la inmediatez con que se realizan y terminan las labores cotidianas hace que sobren horas. Esto me agradó, pues me hizo pensar en que podré hacer todo aquello que por cuestiones de horario y traslados nunca he cumplido. Hice una lista con dichas cosas; ver ciertas películas, leer más, escribir algún texto medio decente, por enésima vez, hacer ejercicio, etc. Tan solo con dar el primer repaso a la lista el entusiasmo inicial se desvaneció y siguió en descenso. Comencé a sentirme mal. Como si un hilito de aire denso entrara por mi nariz y se almacenara dentro mío, haciéndose pesado, impidiendo que pudiera siquiera enderezarme. Apenas pude alcanzar el celular y fue para darme cuenta de que, como había pasado más de cuatro veces antes, no tenía wifi. Pésimo servicio, ahí voy de nuevo, fastidiado. Siempre me había molestado lo de usar un clip o una aguja para reiniciar el módem del Internet. No era el gran problema antes, puesto que no había pasado demasiadas veces, acaso diez en los cinco años que llevo en esta casa, pero es en sí una acción molesta. Increíble que se haya multiplicado ahora con solo unos días de encierro, cuando más se necesita el mugroso servicio o ¿siempre suele ser así, pero no lo sé porque nunca estoy? Vamos de nuevo a las conclusiones. No había hecho mucho aún, pero qué cansado estaba. De nuevo en el sofá, observando otra vez. Qué extraña se ha vuelto la casa. Sigue sin llegar el wifi y la cabeza en blanco. Sin percatarme, estoy de nuevo sentado, pensando y viendo nada. Después alzo los brazos a la altura de mi pecho y cierro las manos


comenzando a hacer girar una rueda invisible. Cierro los ojos y el hilito denso que aún me perseguía comienza a oler a mofle. Sonrío discreto. Me abordan músicas con el dembow por encima y escucho a lo lejos un par de cláxones. Hago la cuenta, después de tres largos días, me siento en casa de nuevo.


Foto montaje de Luis Díaz Flores


Retrospectiva

Laura Isabel Reyes Solórzano

Cuando era pequeña disfrutaba sentarme en la banqueta y observar los coches que circulaban por la avenida uno tras otro. Las horas pasaban mientras me preguntaba ¿quién será el señor que conduce?, ¿acaso tendrá hijos?, ¿irá a casa o algún otro sitio? Entonces inventaba una que otra historia para cada persona que veía. No recuerdo con exactitud el porqué de esa manía, de vez en cuando aún lo hago. Es miércoles, ombligo de la semana y son las 14:23 horas. Estoy sentada en mi cama al tiempo que escribo estas líneas. Hace calor y es sofocante. Me detengo un momento, suspiro, escucho el canto de los pajarillos que se posan en los cables de la electricidad. Aquel nítido sonido se funde con el fuerte ladrido de los perros. Miro por la ventana; una señora de mediana edad cuelga la ropa en el tendedero de su azotea. La vida no se detiene. El camión del gas se acerca, lo sé por el singular sonido que emite desde un altoparlante. Algunos niños juegan en la calle. Tengo 21 años. Nací en un pueblo al sur de Jalisco, Zapotlán el Grande. “Cuna de grandes artistas” reza el letrero que indica a los locales y visitantes que han llegado a la tierra que vio nacer a Juan José Arreola y que lo inspiró para escribir “La Feria”; la tierra de uno de los tres grandes muralistas, José Clemente Orozco; y el lugar donde creció la mujer que tocó el corazón de millones con Bésame Mucho, Consuelito Velázquez. Hoy no recorro las calles de mi pueblo. Hoy admiro a la distancia la belleza del Nevado de Colima y la majestuosidad del Volcán de Fuego. Hoy me detengo, es necesario hacer una retrospectiva. Todo comenzó hace unas semanas. Tenía una rutina establecida e incluso sentía que le faltaban horas al día. Me levantaba cada día planeando el siguiente. La premura de lo cotidiano me absorbía y no sé en qué momento comencé


a olvidar mis sueños, mis verdaderos sueños. Soy estudiante de periodismo, mis compañeros de carrera, mis profesores y yo, estábamos en un congreso en Morelia, cuando el Rector General de la Universidad de Guadalajara anunció que las clases se suspenderían para prevenir el contagio por COVID-19, dando paso a sesiones virtuales por un par de semanas; a través de videollamadas y actividades en plataformas digitales. El congreso terminó y después de un largo viaje, me encontré de nuevo en casa. Inició la cuarentena y los primeros días dormí hasta tarde. Me di cuenta que la segunda mitad del semestre comenzaba de una manera poco convencional y debo confesar que el proceso de adaptación fue complicado. Despertaba, realizaba las tareas en línea y después, tenía un montón de horas libres. Una sensación extraña me recorría. De repente, frené los planes trazados al principio del año y que poco a poco empezaba a construir. Me despedí de los horarios fijos. Es cierto, las viejas costumbres desaparecían, pero dejaban la puerta abierta a una nueva especie de monotonía. Me siento decepcionada. Hace unos días, el gobierno de la ciudad decidió cubrir con cintas de precaución las bancas del Jardín Principal para evitar que las personas se sentaran ahí. Yo tuve que salir un momento al supermercado. Observé por la ventana del coche y entonces, me percaté que había un señor sentado en una de las bancas, sin preocupación alguna. La rabia me invadió al ver que aún hay personas que no se dan cuenta de la gravedad de la situación que enfrentamos a nivel mundial, pensé que no solo era un acto de rebeldía, sino de egoísmo. Hace setenta años, mis bisabuelos crearon la receta de los taquitos al vapor. Hoy en día el negocio familiar continúa. Yo ayudo los domingos en nuestra pequeña lonchería. Desde que comenzó la cuarentena solo ofrecemos servicio para llevar y usamos cubrebocas. Preparamos treinta y seis lonches a las nueve de la mañana y a la una de la tarde para las personas que se encuentran en las tres entradas de la ciudad y realizan los filtros sanitarios, su labor es admirable. Veo algunas caras conocidas, los clientes que nunca fallan y conversamos un poco: “no dejo que mis hijos salgan a la calle”, me comentan; “en mi trabajo no aplicaron la cuarentena”, me dicen otros; “¿hasta cuándo será solo para


llevar?, preguntan algunos; y finalmente, “y a ustedes ¿cómo les va de cuarentena?” Me doy cuenta que la noche está por caer y aprovecho la oportunidad para salir por el balcón de mi habitación. Cada día, el cielo nos regala una obra de arte al teñirse de tonalidades naranjas y rojizas. Hoy es diferente, el atardecer se pintó de gris, hay incendios en algunos cerros cercanos y aunque no es muy notorio, el aire se ha impregnado de un olor peculiar…y muy desagradable. Tampoco puedo ir a la avenida a ver pasar los coches y dejar volar mi imaginación. La consigna es clara: quédate en casa. Retrospectiva. El peligro de la propagación del virus es latente. Pienso en Servando, mi hermano mayor, vive en Guadalajara y trabaja desde casa para no correr riesgos. Pienso en Adriana, mi hermana mayor, que ignoró nuestro consejo de no ir al mercado municipal en la mañana, aun cuando le recalcamos que había muchas personas. Pienso en Fernando, mi hermano menor, todo el tiempo busca un pretexto para hacerme sonreír. Pienso en Lidia y Sebastián, mis primos, que despiertan en mí el deseo de volver a ser niña. Pienso en Bertha, mi tía, que endulza la cuarentena con su delicioso pay de queso. Pienso en Patricia, mi madre, que continúa trabajando en su papelería para que nada nos falte. Pienso en la estrella más hermosa y brillante del firmamento, Juan, mi padre. Lo extraño y recuerdo con nostalgia nuestras conversaciones en el comedor: - ¡Papá! De grande seré como el señor que da las noticias en la televisión. Trataré de ayudar a las personas. Conoceré España y París. Tendré mi propia editorial. Cuando la cuarentena termine, me esforzaré y lucharé por convertir los sueños del ayer en la realidad del mañana.


Fotografía de Nora Alicia Alemán Sauceda


Desde mis ojos

César Sepúlveda A

Se me eriza la piel al circular por las calles del centro de la cuidad en una calma absoluta. Espero que el semáforo cambie de rojo a verde para avanzar. El silencio es total, escalofriante... El verde ilumina el pavimento y me pongo en marcha. A lo lejos, las luces intermitentes azules y rojas indican que un auto de la policía circula a baja velocidad, con un potente faro que ilumina en dirección a las viviendas y vehículos estacionados. Escudriñan cada rincón que se pierde entre las sombras de la madrugada en busca de oportunistas que intenten obtener algo vendible, para llevar quizá, sustento a la familia. La economía en casa está seriamente fracturada y desafortunadamente es el último eslabón de esta cadena, ya que la cuidad se encuentra en las mismas condiciones así como el país, el continente y el mundo entero. El sistema económico global ha colapsado en consecuencia a la cuarentena. La población mundial expectante a los "tera-bites" de noticias que arriban de todo el mundo, algunas falsas, inexactas, algunas reales pero todas grises dejan pinceladas de muerte, dolor, enfermedad, caos... Tal fuera un lienzo donde estampar un exquisito drama obscuro. Sin embargo, la mayoría permanecerá y continuará su vida. Todo, tarde o temprano volverá a la normalidad. La realidad es que aun con la muerte en el aire nos resistimos a obedecer las normas de nuestra seguridad. Y es que quisiera ser optimista y de verdad imaginar un mundo cuidado y protegido por sus ocupantes. Estoy seguro que la madre naturaleza pondrá cada cosa en su lugar para salvaguardar y conservar la belleza infinita del planeta.


Fotografía de César Tavera


Fotografía de César Tavera


Fotografía de César Tavera


El poema y la ciudad

El inicio del final entre una amarga espera, y la ciudad reposa para aliviar el mal, y la mente grita ardiendo desde el interior entre versos que mutilan la libertad de ser para vivir un poco más fuerte que ayer, y el alma llora dejando escapar verbos grises, poemas de ciudad y rezagos de humanidad tristes, y el cuerpo descansa con sed de tierra y hambre de felicidad, bebe miel de abeja y también mastica soledad, y el tiempo brota entre grietas de solidaridad, sobrevivir hasta el silencio siempre juntos a distancia en este mismo mar.

Mariann Antonelli Morales Tobías


¡El encierro del poeta!

Me han encerrado en el 304, ha surgido un virus del cual tememos, hay que lavarnos las manos, untarnos gel antibacterial y no tratar de saludarnos ¡Qué mal educados! Ahora hay que taparnos al toser o al estornudar, no reutilizar el papel con el que nos limpiamos ¡Vaya costumbre de los mexicanos! Los noticieros y los supermercados no se han dado abasto, ya no hay papel higiénico con que seque mis lágrimas, ya no hay cloro con qué beba mis penas, ahora solo me queda sentarme a escribir, imaginar que soy un colibrí y salgo volando de aquí.

Milis Mota

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Rudorf Marcos Macias Mier La señora Laura tocó a la puerta mientras estábamos desayunando. Llevaba unos tenis gastados, una playera enorme y sus pants eternamente manchados por las huellas de Kabah. Aun así habló como una reina. Habló como si estuviera a punto de participar en una fiesta de té con la familia real completa, y no a punto de pedir desesperadamente por ayuda. –Marquitos– dijo con una cara radiante- no sea malo. No me ha caído nada de lana y me veo en la necesidad de pedirle algo. Verá…. se me terminaron las croquetas para Kabah. Yo no tenía mucho dinero y de inmediato sentí un ligero golpeteo en el estómago, como si ya me estuviera doliendo el costo de ese favor. Sin embargo, sus ojos dejaban ver una desesperación que terminó por convencerme. Me conmovió, además, el orden de sus prioridades: la señora Laura prefería comprar comida para su perra que algo de fruta o arroz para ella. Vaya que le hacía falta. Conocía perfectamente las razones que la orillaban a pedir ayuda. Ella se dedicó a vender ropa de segunda mano después de que comenzaran los dolores de la ciática y la despidieran de una empresa a la que había dedicado gran parte de su vida. Comprar una playera usada o unos vestidos pasados de moda no era primordial en una cuarentena que comenzaba, por lo que no estaba exagerando sus problemas. No recuerdo cómo accedí, pero cuando me di cuenta ya estaba comprometido a comprarle huevos, queso y un cuarto de jamón. –Ten, te coopero con algo– dijo Jocelyn después de que la señora se marchara mientras me entregaba un par de billetes. –No, ¿cómo crees? Son mis problemas. ¿Quién me anda metiendo en el sindicato de buenos samaritanos? Ella insistió. –Tómalo. Ni siquiera es para ti, no puedes negarte. Es que se ve tan abrumada por el mundo…


Esa misma tarde fui al supermercado. Compré demasiadas cosas. Las croquetas, claro. Lentejas, arroz. Un cereal. Leche deslactosada, incluso un par de barras de chocolate. Mientras tomaba los productos de los anaqueles casi vacíos llegué a pensar que debía llevarle cosas de mejor calidad, de buena marca. Así era la señora Laura. A ella le hacías un favor y buscabas hacerlo de la mejor manera posible, y todavía querías agradecerle por habértelo pedido. Había dos razones para esto. En primer lugar, su voz era contundente, como si la vergüenza le fuera ajena y sus peticiones fueran parte fundamental del mundo. En segundo lugar, ella era tan irremediablemente pobre, tan desamparada, que a uno le alegraba el hecho de poder ser su héroe personal con una acción tan pequeña como llevarle despensa. Al final todos agradecemos las tragedias de los otros, ya sea por la posibilidad de ayudar o por el mero gusto de no estarlas sufriendo. Otra cualidad de Laura era su habilidad para prometer que, en cuanto pasara la tormenta, todos los favores realizados serían retribuidos. Hablaba, por ejemplo, de cuentas que llevaba de regalos que haría y de fiestas modestas que organizaría a todos los vecinos por su apoyo en los tiempos complicados. “Marquitos, muchas gracias, ¿cuánto fue? Lo anotaré en la cuenta”, prometía. A veces me sacaba de quicio su espera por aquella gloria que nunca llegaba. Depositaba su esperanza en el regreso de alguno de sus amigos de España, en el perdón de su único hijo o en la resolución de un juicio pendiente tras el cual recibiría la herencia de su padre. El efecto de aquellas palabras combinadas con su hambre resultaba chocante. La pobre hablaba de viajar a París o de vivir en Portugal mientras tenía que pedir prestado para pagar el gas. –Pásale– me dijo con su sonrisa enorme cuando fui a dejarle su despensa. Kabah se abalanzó sobre mí como si adivinara que mi bolsa de mandado incluía un par de sobres con carne para perro, de esos que humean en los comerciales de televisión. Era un perro joven con dientes de viejo. Me causaba conflicto entrar en su hogar. Siempre me hacía una fiesta cuando llegaba. Era tanta su alegría que resultaba un poco triste, casi patético. Solo una persona verdaderamente solitaria se alegraría tanto de los quince minutos que le estaba regalando un vecino casi desconocido. –¿Sabías que mi apellido es Rudorf ? – Dijo mientras Kabah me traía uno de sus juguetes para que lo arrojara. –¿En serio señora? ¿De dónde viene?


–Es alemán, Marquitos. Mira esta foto. Es de mi padre. Era un hombre muy apuesto, ¿no te parece? Un verdadero hombre, de esos de antes. Bueno, no realmente. Era uno bondadoso en un tiempo que era hostil para la bondad. Vino de Alemania por un trabajo en una aseguradora y fue escalando en la empresa y en la vida hasta que se topó con mi madre. –¿Es ella? Es muy bonita. –Algo bueno tenía que tener. Que me perdone Dios, pero tenía un carácter endemoniado. De lo peor, Marquitos, de lo peor que te puedas imaginar. Fue secretaria de mi papá y luego le dieron el ascenso a esposa. Solo tuvo que trabajar dos años más, dos años que le recriminaría a mi santo padre hasta el final de su vida. Siempre rodeada de botellas de brandi Presidente, la pobre. El departamento no olía mal, pero escondía un aroma a dulces rancios, perfumes viejos y cigarros mentolados. Sus paredes eran lo contrario a todo eso. Estaban llenas de souvenirs de una gran cantidad de países y contextos, todos enmarcados en una sola clase de buen gusto a pesar de la diversidad. Un abanico chino gigante con un tigre poderoso estampado convivía con una matrushka exquisita. Tenía una réplica de un papiro mostrando al dios Anubis en su ponderación del alma; copias de un Van Gogh y otra de un Rembrandt, una más de Velasco; platos con imágenes de la torre Eiffel, Venecia y Londres y pinturas representando actores de kabuki al lado de máscaras de viejos de la danza provenientes del sur del país. Era un museo decorado de manera precisa, lleno de historia personal y nostalgia. –¿Te gusta, verdad? Mi pared. Cada souvenir es un viaje. Viví en Europa un tiempo, primero con el dinero de mi papá, que ganaba tanto como odiaba a mi mamá, después con lo poco que sacaba haciendo trabajitos de traducción. Egipto un tiempo, luego Rusia. Si te contara. Me encanta viajar a tierras diferentes, como si lo desconocido me causara adicción. Mi padre nunca lo comprendió. Después de un tiempo dejó de enviarme cartas, justo antes de rogarme que regresara a México. Le respondí que debía aprender a valerme por mí misma, que lo hacía porque mi vida me había quedado chica. No lo comprendió. Ni él ni mi ex, tiempo después. Tampoco mi hijo… –¿Qué le digo? Igual me escapé cuando vine acá a la capital, de cierta manera. –Se necesita cierto carácter para que alguien corte sus raíces y eso siempre te hace enemigo del bosque, ¿no? – le dije para acortar la conversación. Tenía demasiada hambre y el tiempo en ese departamento pasaba con un ritmo extraño. Seguimos hablando, sin embargo, de los vecinos, del mejor café que habíamos tomado en la vida, de cómo tejía figuritas de brujas para que le hicieran


compañía y le cuidaran la casa (“entre hermanas nos cuidamos”, había dicho) y en cómo había adoptado a un ratón que se había metido en su closet, el Ratatouille, que le había estado royendo la almohadilla de su sillón durante dos semanas. –Estoy tan pobre que me da pena envenenar al Ratatouille. Suficiente tortura tiene comiéndose mis muebles por no tener comida que robarme. Después de jugar con Kabah por última vez decidí marcharme. La señora me entregó un pantalón acampanado y algo sucio como muestra de agradecimiento, me despidió como siempre (apuntándolo todo en la cuenta y haciendo como si no le hubiera hecho un favor) y me abrió la puerta con un movimiento torpe. La ciática no tardaría en torturarla. –Te digo, ya me voy de este país. En serio Marquitos, en serio. Sufro mucho acá. Solo salgo del bache y me regreso a Alemania. Por eso no he ido de visita: si viajo, allá me quedo sin despedirme de nadie, y eso no sería muy cortés. Ya nomás que mi hijo, el muy hijo de la peinada (dijo mientras tomaba su pelo) se acuerde de que tiene madre y me mudo a las propiedades que tiene nuestra familia en el viejo continente. Allá lo voy a invitar, Marquitos, para que juegue con Kabah. Se enamorará del buen gusto que tuvo Johan Rudorf, mi abuelo, al construir y adornar esas casas de campo que nos quedan. Siguen tal como él las decoró. Comenzó a hablar nuevamente como hablan los solitarios cuando encuentran un oído decente. Mientras, yo seguía embelesado por los cuadros y los recuerdos hasta que me fijé en la mesa. Ahí vi el nombre completo de la señora impreso en un recibo de la electricidad. Laura Pérez Zambrano. Sentí un nudo en la garganta. Me di cuenta de que, seguramente, esas réplicas egipcias del libro de los muertos habrían sido elaborados en alguna fábrica de Tlalnepantla y no sé si me dolió más la ilusión de su pasado, el castigo de su presente o su futuro que estaba destinado a ser espejo eterno de esos días de hambre, ratas y recuerdos ficticios. –Y mi familia hace un vino, Marquitos, délicieux…


Fotografía de Brenda Guardado


Primer día: nos han indicado quedarnos en casa y suspender toda labor no esencial, lo cual excluye todo excepto la respiración, esa sigue siendo permitida con diversas medidas de seguridad. Se habla de dos semanas, ¨como anillo al dedo¨-pensamos- descansamos del tráfico y volvemos, ya está. Con cierta novedad redescubrimos la casa en horas en que nunca la habitábamos. Yo por ejemplo, he encontrado que a las 5:00 pm el sol se cuela por la ventana de la cocina dibujando dos rectángulos calientes de luz en el piso: sé que están calientes porque pasé descalza a prepararme una bebida muy sofisticada que vi varias veces en Instagram. Hoy mismo no sé cuántos días llevo, o llevamos. Todos los días son iguales y no por eso son malos, ni buenos. Son parecidos, son largos y tienen una constante: la incertidumbre. Esa ya la teníamos desde antes sin saberlo. Con qué certeza íbamos todos, tan seguros, tan evolucionados, tan de prisa. Cuánta estructura, cuántas respuestas teníamos. En la palma de la mano las buscábamos. Y las encontrábamos, y las analizábamos y las discutíamos. Luego volvíamos a nuestras vidas certeras. Había cosas que podían pasar, pero no a nosotros. Pasaba en países lejanos, donde son menos iguales que otros. Pasaba en alguna película buenísima y nos parecía una historia tan emocionante… Hoy la única certeza que tengo, es que nunca la tuve de nada. Se habla de la unión de la humanidad. Nuca estuvimos unidos en el triunfo, la gloria de unos siempre fue la desgracia de otros. Y ahora jodidos todos en la hermandad, hermanados en la joda. Y la pregunta persistente: ¿Cuándo dice que vamos a poder salir?

Lourdes Solórzano


El encierro

Victoria Estefanía González Holguín

30 de marzo Perdí la cuenta de los días, ¿sábado, domingo, lunes?, ¿existe alguna diferencia ya? El café no me sabe igual, y el carrillón de viento del patio no suena más, el sol ya no quema y desde acá siento su angustia, algún día, me dice, algún día volveré a brillar, solo espera un poco más. No puedo dejar de preguntarme cuándo será ese día, si estará cerca o lejos, que voy a hacer, cómo será, cómo seré, no creo ser la misma de hoy ni de ayer ni de antes, esa persona ya no está, se perdió en alguna de las incontables horas que pasó tratando de ocupar su mente para no perderla, al final no sé si esté lista para ese día. A veces recuerdo esos pequeños momentos, los previos al encierro, estaba calmada mientras a todos los apoderaba el pánico y la desesperación, el caos es muy familiar para mí, ahí crecí, me sentía en casa. Me gusta de vez en cuando recordar cómo eran esos días cuando la vida era normal, al principio los podía recordar con facilidad, ahí estaban a la mano, fáciles de encontrar, de nombrar, vaya hasta podía enumerarlos. Los días y las semanas han corrido pero las horas ya no las siento, y ya no me es tan fácil, los recuerdos se están esfumando y trato de rescatar algún pedazo de aquellos que más atesoraba pero no encuentro ninguno, hay veces que me pregunto si esos días siguen existiendo, si alguna vez existieron, ¿a caso los habré inventado?


31 de marzo Otro día más empezaba y un poco de sol atravesaba entre la pequeña abertura que quedaba entre las dos cortinas, abrí los ojos y sentí algo pesado, algo me estorbaba, algo me aplastaba, ahí justo en el pecho, creo que han venido a visitarme, creo que ha llegado mi hora, de nuevo, y creo que he fallado en esta guerra contra la propia mente. Mi plan de contingencia era simple; tenía planeado cada minuto del día para no dejarle entrada a alguno de los pensamientos que se quisieran apoderar de mí, de esos que te arrastran hasta el fondo, tenía que cumplirlo, era la única manera en la que no volvería a ese lugar, donde la fe y la esperanza parecen no existir pero la pesadez del alma abunda, ni regresaría a experimentar ese sentimiento de pesar al abrir los ojos, depresión le llaman, verán, me gusta ver a la depresión como una antigua amiga, pero de esas que entre más no vengan, mejor. Fallé. ¿Cómo es el ser humano tan frágil como para romperse en un solo día? No he podido dejar de preguntarme a mí misma eso. Me esfuerzo por encontrar algún recuerdo para hacerme sentir que en algún momento todo volverá a ser igual…nada, intento de nuevo…nada. 4 de abril Pasé días sin poder moverme y sin probar bocado alguno, no por algo físico, sino porque me pesaba el alma, la vida. El café seguía sabiendo mal, el sol seguía sin brillar, y la poca esperanza que tenía se ha ido, intenté buscarle, la he llamado incluso, pero no me respondió, no ha regresado, no sé dónde está ni dónde encontrarla. Pregunté por ella, “yo la vi hace días por acá”, me respondieron, “a mí se me escapó, tampoco logro encontrarla”, otros agregaron, “la tengo yo” gritaron unos más, me dieron un poco de ella, lo necesario para cultivar la mía de nuevo, ya saben el


dicho, enseña a un hombre a pescar. La he regado diario, le he dado los cuidados que se me indicaron el mismo día que me la concedieron, pero creo que algo no anda bien, puedo sentirlo. Salí al patio, me pareció escuchar el carrillón de viento, y sentí una ligera brisa que pegaba en mi cara, mi mamá tocó mi hombro y me preguntó si estaba bien, vi sus ojos llenos de preocupación, me confesó que tenía miedo de que la depresión volviera y que me arrebatara de ella, y ahí, mientras veía lágrimas caer como si fueran una cascada interminable, no supe como decirle que ese momento del que ella tenía miedo estaba aquí, que ya había llegado y que tengo miedo, de nuevo.


Fotografía de Brenda Guardado



Híbridos

Yazú Escapa

Hace unas semanas éramos ratas desesperadas comiendo del mismo plato y lamiendo las sobras, encimándonos unos a otros. Parecíamos un cardumen de sardinas en el transporte público, con nuestros maletines tristes, nuestros zapatos y zapatillas sudadas y nuestros cansados cuerpos sintiendo la grasa entre ellos, apapachando el viaje de regreso. Por las calles deambulábamos entre perros callejeros, caminando por las aceras nos cruzábamos entre todos y solo los ojos revelaban las historias que vivíamos. Por las cuadras de la ciudad solíamos ser caballos de carreras con anteojeras, esquizofrénicos por mirar solo hacia adelante. La modernidad nos convirtió en agresivos monos aventando portafolios contra los archiveros, dirigiendo chillidos desesperados, trepando sobre los pequeños cubículos, creando un caos por el delirio del papel verde. El mundo promovía los abrazos contra una guerra tecnológica, unos que otros hicimos danzas de apareamiento como aves del paraíso. Éramos un conjunto de gusanos de fruta compartiendo el tacto constante como si penetráramos inalcanzablemente una manzana jugosa. Pertenecíamos al jardín cuando interpretábamos música al compartir cuerpos, sonidos de grillos, saborearnos los fluidos, y los besos que delataban los ojos al tocarse. Ahora somos conejos que observamos desde nuestras madrigueras, algunos furiosos conteniendo las ganas de salir, otros expresan la delicada paciencia con sus dotes de jaguar cuando observan a su presa. Durante el día iguanas buscando el lugar más adecuado para refrescarse en la intensa primavera. Durante la noche jaurías de lobos iniciando las sangrientas peleas familiares dentro de casa. Seres vulnerables expuestos a los cambios tratando de sobrevivir.

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Es la libertad

Jorge Pedro Uribe Llamas

Preparaba un artículo titulado "Historias de primavera" cuando un par de acontecimientos jalaron mi atención hacia la calle. El borrador comenzaba así: Hasta donde consigo recordar ni los guionistas de Years and Years ni los de Black Mirror, series televisivas distópicas, fueron capaces de anticipar el bajón en el que nos hallamos actualmente. A diferencia de Herbert George Wells en cuya famosa novela de 1898 sí queda patente el poder destructivo de un virus –¿o era bacteria?– al momento de prescindir de inmunidad. Los clásicos siempre vigentes, por eso son clásicos. De hecho La guerra de los mundos fue el primer libro que leí de niño. Enseguida me ponía a hablar de la famosa emisión de radio de Orson Welles de 1938 y la escena alusiva en Radio Days de Woody Allen. En la ristra de ejemplos también aparecía Stefan Zweig y su observación sobre el episodio de la Torre de Babel: "Dios se volvió temeroso de que estos hombres pudieran volverse como él, una unidad" y, por lo tanto, "mostró su crueldad hacia la humanidad". ¿Ejemplos de qué? De que cualquier historia imaginable ya ha sido contada con anterioridad, y así cada persona tiene el chance de consultar la que más le guste, de preferencia una que haya sobrevivido al paso del tiempo, ora en busca de consuelo, ora de inspiración, y no solo a manera de distracción (lo que ya sería suficiente). En fin, que quizá para eso sirvan determinadas narraciones –igualmente series, películas, canciones– en el contexto de una pandemia como esta de COVID-19. El escrito queda inconcluso toda vez que decido asomarme por


la ventana para aprovechar el solecito agradable que se cuela esta tarde de domingo. Es entonces cuando noto un perrito aparentemente extraviado corriendo nervioso por la banqueta de enfrente – mi departamento da a República de Chile, entre Cuba y Belisario, en el Centro Histórico de la Ciudad de México–, y acto seguido salgo aprisa del edificio con la esperanza de acercarme y anotar el número probablemente grabado en la placa del collar. Complicado. Tras un largo rato el chihuahua termina alejándose de nosotros, el policía esquinero, la viandante peripuesta y un servidor con camiseta blanca-man boobs-sí me bañé. Guardando, por supuesto, la sana distancia entre nosotros. Ni hablar, hicimos lo que se pudo. De regreso en mi sala retomo el gozo de la calle, su ambarina suavidad de licor. Pronto va a anochecer. Mis cavilaciones literarias ya se empiezan a desteñir. Allí vuelve el perro diminuto, en esta ocasión arrinconado por alguien más sagaz. Mordida lanzada, objetivo logrado, resulta que ni estaba perdido ni nada y que vive en el 30 de Chile. El suceso permite que me fije en el edificio neocolonial, adornado con azulejos. Casi a la altura de mi piso un hombre de mediana edad abre su balcón de par en par, coloca un atril y conecta su micrófono a un pequeño amplificador –pronto habré de enterarme– recién comprado. Sin preámbulos se suelta a cantar. Procedentes de distintas viviendas se reúnen aplausos como aves fatigadas. El recital dura menos de 15 minutos. Entrevisto al vecino a grito pelado, quien de buena gana y bastante dueño de sí mismo responde que a partir de ahora piensa deleitarnos con su voz a diario: "My Way", "La Bikina", el gato que está triste y azul nunca se olvida que fuiste mía, temas así, y algún día espera poder interpretar "Granada" como lo hace Plácido Domingo. Ofrecerá su función a las ocho, justo acabando la conferencia de las siete que tanto nos agüita a muchos (de tarde en tarde también nos inyecta ánimo). Lo usará como un trampolín para cumplir su sueño de convertirse en cantante.


Por lo visto le gusta el volumen, incluso a la hora de ensayar, o será tal vez la sensación de contar con un público literalmente cautivo. Dos mañanas después me marca por teléfono: –Es la primera vez que canto delante de otros, luego de cuatro años de estudiar música, mi mano izquierda hasta me temblaba y todo antier. –Esto es lo mejor que me ha pasado en la vida. Una gran oportunidad para dejar de ser un esclavo del capitalismo. –Una frase negativa es más fuerte que una positiva, por eso no conviene quejarnos. –Yo crecí en Xalostoc, allá en Ecatepec, tuve una infancia con carencias, pero fue una infancia feliz. –Yo no lo veo como un encierro, es la libertad. Un ladrido me saca del marasmo de la escritura. Pienso que Zweig se equivoca, que Dios no puede tener miedo, Él nos redime cada año de la tierra de Egipto, tal es la esencia de mi cuento primaveral favorito. La liberación, que rima con inspiración, suele habitar en la calle, esto es, fuera de nosotros, donde feraces historias prosperan, generalmente clásicas. Ya lo tenía claro Alonso Quijano: leer libros importa, pero es mejor si salimos a ejercerlos. Martes 7 de abril de 2020.


Collage de Antonio Olvera


En tiempos de cuarentena Graciela Chávez

Qué día triste y gris, parece que se hubiera enterado que acabo de morir. No, en realidad no he muerto, me mató él. Sabía que en algún momento podía pasar pero jamás que fuera hoy, un día sin sol. No traigas a mis hijos aquí, pedazo de mierda. Son pequeños y no entienden nada. No hace falta esta escena. Apenas tienen seis y cinco años, son hermosos. Déjalos que jueguen en el patio. No puedo hablar. Es increíble recordar cómo conocí a Ángel, apenas tenía dieciocho años, el último año de la secundaria, que bella etapa. Él tenía veintidós y mucha más experiencia que yo. Mi único novio antes de él había sido Claudio, que nunca se me declaró tal vez porque era una asignatura pendiente declarar primero su homosexualidad. Estar conmigo le aseguraba cierta posición ante los compañeros y nunca pasamos de abrazos y besos. En una fiesta encontré a Ángel, que nombre ridículo pensé, pero me enamoré como una tonta, era muy joven. He odiado ese momento desde que nació mi primer hijo. No sé por qué razón fijo esa fecha como el inicio de todo cuando en realidad Ángel siempre fue un maldito. Tal vez cuando nació mi hijo encontré un amor mayor, algo que no se parecía a lo que podía haberme ofrecido. Eso sí era amor. Un mundo en un pequeño ser. Podía mover la tierra solo por él, mi amado Joaquín, precioso y bello. Inmenso amor, de colores y magia, de carcajadas y murmullos cómplices, mi amor perfecto. Con Ángel fueron dos años de noviazgo y en ese tiempo cuanto perdí, fiestas, viajes, amigas, oportunidades y lo peor de todo es que de a poco perdí a mi familia. Qué loco es el amor, cómo pude pensar que su familia me amaba más que mis propios padres. Cuanta tontería, solo era una forma de atraparme o solo era yo creyéndome rebelde. Pobre mujercita frágil que era la presa de una araña cuando cae en


su tela. Me casé y fui a vivir a la casa de mi suegra, esa que me quería tanto. Tanto que cuando Ángel me gritaba se hacía la sorda, o que luego de los primeros golpes me convenció que yo lo provocaba. Debía ser comprensiva, amable, buena y en particular accesible cuando él quisiera intimidad. Debía, debía, solo debía yo. Él no debía ser ni hacer nada especial. Solo ser el mismo hombre dueño de mi vida por ocho años. La vida parecía que cambiaba al nacer mi segundo hijo, Lautaro. Nos fuimos a vivir solos y eso para mí era una esperanza. Pero podría decirse que solo cambió el escenario, nada se da de forma mágica. Sumado a esto mi suegra se encargó de convencer a mi esposo que Lautaro no era su hijo, el pequeño nació con un leve retraso, producto de la vida que me regaló Ángel durante el embarazo, sus adicciones y cuánto más. Es increíble cómo nos vamos acostumbrando a todo, cómo se normaliza, se nos hace piel y nos parece que siempre será así. Nunca empecé la carrera de mis sueños, empecé a trabajar en la panadería de un tío de Ángel, conocedor de todos mis padecimientos. Pero lo que sucede en la familia queda en la familia. Flavia, mi compañera de trabajo me animó siempre a que contara la verdad, que dijera todo esto, que denunciara a Ángel. Me lo dijo hasta que alguien la escuchó y le advirtieron que cuidara su trabajo. Nunca más hablamos del tema. Pero solo yo era la responsable de lo que me sucedía, nadie más. Debía enfrentarlo, debía dar vuelta la tortilla de una vez y por todas. Empecé a planearlo, a anotar en mi cabeza opciones, posibilidades, contactos que pudieran ayudarme, a esconder dinero. Pronto tendría lo que necesitaba para irme con mis hijos. Me faltaba poco para lograrlo y llegó la pandemia. Qué fácil es decir quédense en sus casas, allí van a estar seguros. La convivencia las veinticuatro horas con un hombre como Ángel es casi peor a enfrentarse con un virus mortal, las rutinas, los malos tratos, los insultos, mis nervios para minimizar todo ante los chicos. Ayer fue un momento de calma cuando se fue al supermercado a comprar víveres y Joaquín con sus tiernos seis años me dijo: Papá es malo, vamos a otra casa. Mi hijo ya no es pequeño, se da cuenta de todo. Ha crecido de


repente viendo cosas que jamás hubiera querido que viera. El problema fue cuando regresó y me vio llorando con Joaquín. Ángel se puso furioso, odia que Joaquín llore, le dice maricón y lo encierra en su dormitorio, así lo hizo. Allí se desató la pelea, casi no discutí pero me dio una terrible golpiza. Hoy amanecí ahogándome con sangre, mal, muy mal. Ángel me vio pero no va a llamar a nadie. Cómo exponerse. Cualquiera se va a dar cuenta que esto no es un virus, no. Desde hace unos minutos me siento muerta, pude ver como mis hijos se acercaron a la cama temprano mientras Ángel les decía que estaba enferma, que no me tocaran, también los vi en el patio incluso vi cuando mi marido salió y regresó nervioso con su madre. No puede ser, mi cuerpo está tendido en la cama. Estoy muerta, dejen de tocarme, no me envuelvan en esas sábanas. De repente golpes, ruidos, mis hijos llorando, grita mi suegra como loca, siguen moviendo mi cuerpo, son muchas personas, demasiadas luces. Acabo de despertar, estoy conectada a tubos y llena de cables en un hospital, no entiendo nada. ¿Mi vecina Lourdes aquí?, ¿mis hijos? Intento preguntar pero no puedo hablar. Ella se acerca y habla : Natalia tranquila, estás cuidada y tienes que mejorarte. Tus hijos están con tu hermana. Ángel y tu suegra presos, te creyeron muerta e iban a tirarte por algún lado. Te pido perdón, siempre escuché tus gritos, las discusiones y todo, pero mi marido me decía que no era problema mío. Te preguntarás por qué lo hice esta vez. No escuché tu pelea, escuché a Joaquín que gritó hasta ahogarse o hasta que regresó tu marido, Ayudaaaa mi mamá está muerta. Lautaro se sumó y eran sus voces de niños pidiendo ayuda lo que me conmovió. Pensé que te había pasado algo diferente, llamé a la policía y cuando entramos tu marido junto a tu suegra te habían envuelto en sábanas. Todo va a estar bien. No puedo dejar de llorar, me salvé. En realidad no, fueron mis hijos. Son ellos los que me salvaron de algo peor que un virus en tiempos de cuarentena.


Acción de Aura y Gala Torres


Mi mejor compañía Giselle Alejandra Pincheira Navarro

Me pongo a pensar en mi compañía de esta cuarentena, esa compañía intangible, pero tan certera y funcional, que llena cada espacio cuando la energía baja y los ánimos quieren decantar, porque ha sido así, una montaña rusa de emociones, de sentires, de descubrimientos, de mirarse hacia adentro, ese adentro que queremos en lo cotidiano dejarlo lo más arrinconado posible, por allí en un rinconcito de una esquina para no toparnos con nosotros mismos. ¿Pero aquí? aquí no hay escapatoria me encuentro sola pasando esta cuarentena y digo en lo físico y vuelvo entonces a reflexionar de esa compañía que se hace parte de un nuevo cotidiano, la que rompe con la rutina establecida y que pone nuevos hábitos en mi día. Esa compañía ha sido variada, pero sin duda con un tronco central, y ahí están ellas las artes, la música, el canto, la danza, la escritura. La danza, parte fundamental en mi vida, desde su raíz terapéutica, esa esencia que es capaz de energizar cualquier cuerpo en estado de aflicción, esa que hace que me sienta con el alma plena y vibrante…me tomo de su mano y comienzo a moverme, aquí en mi cuarto, ese que sentía tan solo, ahora se ilumina y ya no cabe nadie más. Comencé a escuchar mi cuerpo, a generar esa relación tan bella de conexión, bailé de mañana y de tarde y las endorfinas se hacían parte para seguir el día, la semana y los meses que se vienen. ¿Saben que sentí al bailar? Le agradecí a mi cuerpo el estar aquí, el estar sano, el ser bondadoso en todo esto, que, aunque se muestre agotado a ratos, me ofrece espacios de resignificación, como el valorarlo cuando se mueve al sonido de una melodía. Le agradecí por hacer lo mejor posible a mi cuerpo, a mi alma y mi cabeza, porque cuando mi mente trae pensamientos entorpecedores, mi cuerpo lo resiente, porque cuando mi alma está triste, mi cuerpo lo resiente, entonces como no acariciarlo


y agradecerlo si es el motor de resistencia en esta batalla diaria, si me permite seguir a pesar de todo. Hoy lo cuido, lo nutro y le doy atención plena, esa que jamás le di con tanta consciencia. Hoy a pesar de todo, me siento feliz con mis pequeños logros que voy construyendo a diario, porque además de la compañía de la música, la danza, yo he sido mi mejor compañía. Hago mi mejor esfuerzo, me he derrumbado en la angustia y la ansiedad y he vuelto con más fuerzas para seguir. Hoy soy mi mejor compañía para transitar este cambio universal, este cambio que viene a recordarnos lo esencial, lo valioso, ese cambio que nos fuerza a mirarnos en lo literal al espejo y ver que ese reflejo necesita amor perdurable, constante y honesto. Hoy tú también puedes ser tu mejor compañía.

Escrito flamenco (“cómo una ola” canción de Rocío Jurado) durante la primera semana de confinamiento en España. Por Almudena Ramos.


Fotografía de Noel Osmán


¿Cómo acabará todo esto? Anmrut Madana Om

Quisiera cerrar los ojos y al abrirlos verte aquí, frente a mí. Despertar de esta pesadilla y olvidarla como un sueño cualquiera. Quisiera taparme el rostro empapado de lágrimas y decir que no estoy llorando Cubrirme de optimismo y decir que soy fuerte, que pronto las cosas buenas vendrán. Mas yo creo que finalmente me he quedado entumecida Ya mis ojos no ven porque no están aquí Ya mi boca no captura el sabor de las cosas que antes me hacían feliz Ya mis oídos esquivan el sonido de las dulces melodías Ya mi ser está lejos de aquí. Solo soy un cuerpo que consume y desecha Un vacío que camina y que habla sin rumbo y sin sentido. ¿Esto es el fondo? ¿Esto es el final? ¿Dónde quedó esa persona que todo lo vencía? Ya no vive más aquí. ¿Dónde quedó esa emoción por vivir? Se ha mudado y encontró descanso su paraíso terrenal. Entonces, ¿quién vive aquí? ¿Quién eres?, que te veo en cada reflejo y en cada foto No perteneces aquí, Tendré que matarte. Algún día.


Casa empolvada Luisa Fernanda Martínez Lozano

Quedarse en casa no es quedarse solo. Quedarse en casa es quedarse con uno mismo. Quedarse en casa no es aislarse, es encontrarse en el rincón de una habitación empolvada. Quedarse en casa es quitarse el polvo. Quedarse en casa es encontrarse después de haberse perdido por lo mundano. Quedarse en casa es caminar en una calle transitada de pensamientos efímeros y volátiles. Quedarse en casa es amarse desde las profundas raíces de un alma desnuda que sonríe, y en otras ocasiones, se deprime. Quedarse en casa es mirarse, incluso cuando los ojos se han cansado. Quedarse en casa es leer el libro que habías empezado, pero que nunca terminaste. Quedarse en casa es viajar entre las letras de una lectura. Quedarse en casa es salvar el mundo, haciendo nada. Quedarse en casa es proteger a quienes un día nos dieron la vida. Quedarse en casa es recordar que el aislamiento no nos separa de la familia. Quedarse en casa, es el aliento para quienes creen haber perdido el aire. Quedarse en casa es el impulso de continuar los proyectos inconclusos y tejer los hilos sueltos de la mente. Quedarse en casa es tocarse las heridas sin que duelan. Quedarse en casa es cepillarse el cabello y desenredar los nudos de las emociones que se habían quedado en la garganta. Quedarse en casa es escarbar un pozo de tierra en el interior, arrancar las raíces y encontrar quienes somos y de dónde venimos. Quedarse en casa no es quedarse en casa. Quedarse en casa es quedarse con uno, es decidir quedarse con todo o quedarse con nada.


Dibujo de Luis Frías


Collage de Enrique Ruiz


No siento mis pies Jessica Iliana Guerra Moreno

Ya casi no siento mis pies… otra vez corriendo como en cada pesadilla, escapando, tratando de no mirar atrás, pero es inevitable a veces para prepararse ante lo que nos quiere atacar, dominar, como los pensamientos negativos, los demonios de nuestra mente. Algunos vibran tan fuerte que pueden traspasar su dimensión, adoptando forma física en la nuestra, al acecho de mentes humanas, como parásitos, amenazando con tragarse todo. Pueden resultar tan irreconocibles como nuestro propio reflejo cuando nos dejamos llevar por ellos, como si durmiéramos. Pero los sueños también se pueden controlar y esta vez, logré infundir esa determinación en mí, en esa dimensión onírica, paso tras paso y con los latidos casi estallando; decidí llamar a la policía de un pueblo fantasma en el que nunca había estado antes, pero la línea estaba caída. Seguí el sonido de las campanas de una iglesia pero al llegar vi que sonaban por sí solas, como si me advirtieran que muchas cosas pueden pasar en cuestión de segundos, el tiempo corre y muchas veces será mejor correr con él. Entonces reconocí que debía dar todo de mí antes que pedir auxilio. Así fue que terminé por pensar sólo en escapar y a pesar de todo mirar hacia adelante. Cuando no controlas tus sentimientos, pueden llevarse una parte de ti, un momento valioso que nunca volverá. De esta forma, me perdí en los recuerdos de mi lado oscuro, mientras discutía con mi madre, cegada por tanto tiempo juntas dentro las mismas cuatro paredes. Sentí que dormía y a la vez me sumergía en un mar negro; estando medio inconsciente unas creaturas me arrastraban a la costa de arena, también negra, con insectos brillando de color celeste, como cristales, recogí uno y se desvaneció en mi mano, entonces me di cuenta de lo que eran, que llevaba mucho tiempo llorando egoístamente. Ahí fue donde comencé a adentrarme en un bosque y apareció él, una creatura con pupilas rojas, cuerpo como esqueleto, piel de reptil albino, cubierto con una manta negra y su cuello rodeado de cadenas rotas, como si acabara de escapar... entonces comenzó mi huida. Mi mente divaga mucho, estoy casi hipnotizada, todo esto que pasó lo recuerdo mientras sigo corriendo, asustada, valga la redundancia, perseguida por lo que parece venir del mismo miedo, la ansiedad, un espectro con garras de cuervo. Me está gritando que lo desperté de un profundo sueño, que tiene que saber ya lo que haré mañana, que por qué no estoy trabajando, que por qué me siento a escribir acerca de él en vez de hacer mi tarea con días de anticipación; dice que no importa cuanto corra yo,


él no se sabe cansar, lo alimenta mi actividad y en cuanto me canse, podrá morderme. Entonces pensé, si estoy proyectando lo que llevo dentro, ¿por qué voy tan rápido? ¿por qué lo alimento?, pero es que parece tener un hambre… abriendo sus dientes afilados con gotas de sangre, ¡sabrá Dios que se habrá tragado! Seguro una mentira o una verdad que merodeaba dolorosamente por este mundo, ¡cómo yo! ¡que ya no siento mis pies! Tal vez sea momento de tocar alguna puerta y pedir ayuda. Justo pensando en esto choco contra un poste, pero me escondo en un callejón al lado. Respiro hondo, el volumen de los pasos del fenómeno tras de mí disminuye. Siento que entre más lejos está y menos prisa tengo, más fuerte que él me vuelvo, entonces solo camino, alzo la mirada, y miro una puerta cerca. Algo me dice “corre”, escucho los pies del demonio pero harta de correr, opto por tocar la puerta, entonces se abre, entro apurada y me escondo, sin caer en cuenta que aunque realmente parecía habitada, con la chimenea prendida en la sala de la entrada, y las luces prendidas de un candelabro, sorprendentemente no había nadie. Escucho los pasos otra vez, tan rápidos, tan adheridos a mi subconsciente que incluso mis pies se calientan. No pensé que esa cosa fuera a adivinar dónde estoy, y ahora solo tengo dos opciones, seguir escapando o usar lo que me queda de fuerza y tratar de acabar con esa creatura tan perturbadora que me ha despertado ya en más de una pesadilla... Miro el candelabro, tiene colgando dos calaveras que parecen tener unos ojos movibles, como si alguien hubiese quedado atrapado ahí, derrotado por sus miedos, creo yo; en fin, tal vez eso me pueda servir, así que claro está, lo enfrentaré. Me escondo detrás de las cortinas de la sala, subiendo a la barda bajo la ventana que me coloca más cerca del candelabro. La puerta enseguida rechina, entra el demonio como una sombra, cuya carne se hace translúcida con la luz; murmurando, parece articular la palabra anxietatem, muy lento, grave, muy penetrante. Yo helada, otra vez no siento mis pies, parece que ya no me puedo mover, pero cuando este se acerca la adrenalina gana, me impulso con la tela, me lanzo al candelabro y le pateo lo que parece ser su cabeza con mis pies, en dirección a la chimenea. El espectro cae al fuego, al tiempo que la luz se esfuma y todo se vuelve gris, cayendo en cenizas. Me siento desvanecer, volver a la realidad y ahora sí, ya no siento nada mis pies ahí. Me di cuenta que había estado alimentando un mundo dónde nunca querría vivir, y este a su vez mutó seres, esparciendo vibraciones


de prisa, miedo, negación a aceptar la realidad, un lugar lleno de pasado y tan poco futuro. Por eso de él tan solo cenizas quedaron y de tanto correr, aprendí que es mejor volar, cada vez más y más alto, para no rebajarme con autoengaños, pesadillas; no escapar ni del miedo porque es parte de mí y ahora puedo decir, cuídate de todos, pero sobretodo de ti, porque de todos podrás escapar menos de ti mismo. Solo queda evitar que te consuman tus demonios, si es que lo permites, porque el artista siempre será más grande que su obra. Por eso prefiero volar tan alto hasta que no pueda sentir más mis pies.

Collage de Enrique Ruiz


Foto montaje de Luis Díaz Flores


Allá en el fondo, un recuerdo.

César Alejandro Valdés González

De casa recuerdo cosas luminosas, cosas bellas, cosas inmaculadas. Amplias estancias, una sala beige que parecía no ensuciarse nunca. Jugábamos en el amplio jardín –al menos me parecía amplio en esos días- y nos correteábamos alrededor del delgado árbol de ciruelas. Éramos niños felices, creo. Rogelio y yo pasábamos la mayor parte del tiempo jugando en el patio. A veces, cuando las hojas se acumulaban un poco o el pasto se veía algo crecido, una fugaz sonrisa homicida se asomaba en mi cara y empujaba bélicamente a mi hermanito. Caía sobre las hojas, rodaba, sangraba su rodilla, pero nunca pasó nada más. En esos días no existía la muerte, todo era eterno. Pasamos una infancia feliz sin presentir por aquellos días el inminente divorcio, ni los problemas económicos que vendrían después, ni nada de eso. Para nosotros todo era ciruelas y correr alrededor de los muebles y ver partículas de polvo danzar a través de la blanca luz que atravesaba las marmóreas cortinas. Escupir furtivamente los huesitos de las ciruelas, saltar sobre las camas, negarse a hacer la tarea lo suficiente, solo lo suficiente, para conseguir de mamá un regaño cargado de cariño latente. Visitábamos a la abuela muy de vez en cuando. El terror se asomaba en el estómago desde que llegábamos a la colonia. La calle estaba llena para mí de mil presagios de lo más funestos: un tenue pero interminable olor a carne quemada que venía de quién sabe dónde, una vagabunda sucia y con dientes carcomidos que nos espantaba cuando íbamos a la tienda. De inmediato me llegaban a la mente vagos relatos familiares. Mi madre narrando historias de brujas, de luces inexplicables que presenció en aquella casa, sentada en el techo, fumando a hurtadillas. En las fiestas familiares juraba empecinadamente- ante las risas poco disimuladas de los demás- que “El caníbal de la Guerrero” había sido su vecino. Que cierta vez, movida por un impulso inefable, se levantó a media noche y caminó entre los autos. Miró por entre las rejas de la tercera casa y vio cómo se cometía un asesinato; cómo un hombre removía la piel de una jovencita, dejando al desnudo la carne rojiza. Mitologías familiares que me llenaban de terror y de curiosidad.


Para mis padres la travesía parecía siempre estar cargada de remordimiento. Iban a regañadientes y llevaban canastitas con frutas o bolsas del supermercado, como un tributo, como una penitencia. Seguramente el otro precio era más alto: preocuparse genuinamente por aquellas viejas mujeres y no relegarlas al olvido. Al entrar a la casa de inmediato llegaba el olor a viejo, las manos arrugadas que buscaban desesperadamente unas mejillas qué pellizcar y que se asían vampíricamente a nuestra piel infantil. Rogelio y yo, como disimulándolo pobremente, dábamos un pasito atrás, girábamos la cabeza, evadíamos las caricias elogiosas e incómodas. Saludábamos a mi abuela con cierta distancia, desconfiados. Después, escondidos detrás del fregadero, nos limpiándonos las marcas de los besos y las babas centenarias. Los adultos se sentaban en la diminuta mesita de mi abuela. Discutían temas que poco nos importaban a Rogelio y a mí, forzando la convivencia de todos. A nosotros, los pequeños, no se nos escapaba lo incómodo de la situación. ¿Por qué los adultos iban a donde no querían ir y hablaban de cosas que no parecían importarles? Era un misterio. A veces, cuando el calor de la casa subía por el amotinamiento de los cuerpos y las bebidas calientes, una suave sensación de comodidad se colaba hasta los huesos. Aquello llegaba a sentirse casi agradable, como el cálido abrazo de una madre o como cuando uno se cobija de más y uno se queda plácidamente dormido. O como cuando uno espera en el auto en un día veraniego. Primero el bochorno es incómodo, casi mórbido; luego se trepa en el cuerpo, se mete por los poros. Los adultos nos daban dulces o chocolate caliente y nos perdíamos en esa aparente calma. Pero entonces ella chillaba, o se retorcía en su camita, y los resortes rechinaban. Cobrábamos consciencia de que ella ahí estaba, al fondo, respirando, viva. Entonces, la calidez se esfumaba. Los chillidos venían del cuarto del fondo. Ahí habitaba ella. Me aterraba el lugar, me aterraba el olor, la pronta sensación de claustrofobia: la casa era zigzagueante, tenía una consistencia de entraña. Para llegar se tenía que caminar por el viejo patio (era largo, pero estrecho, y dos perros amarrados recordaban la paradoja a la cual se enfrentó Odiseo con Escila y Caribdis). El caminito estaba poblado de árboles tupidos y descuidados. Brotaban del diminuto patio como el agua de una fuente. Las toscas ramas incluso se escurrían sobre las


paredes de la casa, lanzándose aventuradamente hacia lugares vecinos. Aquello poco se parecía a nuestro ecuánime patio, tan alumbrado y terso. Más bien, las grandes hojas superpuestas bloqueaban la luz. Era algo tenebroso. Las ramas frías, largas como esqueléticos dedos, tenían que ser movidas para pasar por la angosta puerta. Después, en el centro de la sala, un sillón que fungía como camita improvisada; tal vez, a fuerza de fingirlo, era ya más cama que sillón. Mi abuela dormía ahí. La camita improvisada desentonaba con el resto de lugar. Mi abuela había hecho un cuarto improvisado, con sus libritos y sus fotos, con sus recuerdos. Viejos sillones cubierto de plástico, fotos de antaño en cuyos rostros se reconocían vagamente a mi madre y a mis tías, si uno entrecerraba los ojos y usaba un poco la imaginación. La casa tenía un esqueleto de tubos de plástico que goteaban y nutrían decenas de peceras pestilentes el piso de arriba. Mi tío era biólogo y había hecho suyo el segundo piso. También oíamos sus pesadas huellas, las tablas crujir bajo su obeso cuerpo. Rogelio y yo lo imaginábamos haciendo experimentos grotescos con sus pobres pececillos en decenas de peceras enmohecidas y sucias, sangrantes de agua cloacal. -Vayan a saludar a tu bisabuela, hijito- decía siempre mi mamá, dándome un empujón ligeramente amenazante. Entonces caminábamos hacia el viejo cuarto. Pasábamos cajas apiladas, ropa antiquísima que mi abuela juraba vendería algún día. La puerta crujía y, de inmediato, un olor nauseabundo, encerrado, nos golpeaba la cara. Olía a polvo y a cuerpos en desuso. El techo era amarillo, raído. Ella siempre había fumado muchísimo. Pilas de platos se asomaban de aquí y allá. Vivía en aquellos días en un pequeño catre. Su cuerpo, casi inerte, se intuía entre montones de cobijas y muñecos de peluche pero uno tenía que agudizar su mirada para detectarla. Olvidábamos fácilmente que aún estaba viva. Su cuerpo ya solo aguantaba el peso de una playerita gris, viejísima, que seguramente ella jamás usó en sus buenos días. Sus brazos eran delgadísimos, marcados por varias venas que parecían no palpitar. La piel luchaba desesperadamente por asirse a esos huesos, por encajar, por mantener una fachada de viva. Ya le parecía ajena esa carne. En su mirada ya no había reconocimiento pero sí tal vez- no sé si lo hablo desde la adultez, desde la consciencia de que las cosas son finitas y que el fin puede ser justamente un alivio- un vago y poco centrado deseo de morir. Comía y respiraba,


Rogelio y yo lo sabíamos. Estaba viva, y en eso tratábamos de pensar cuando nos obligaban a besar las secas mejillas. Lo cierto es que Rogelio y yo sentimos alivio cuando ella murió. Nos vestimos con nuestros trajecitos (los habíamos usado una o dos veces para ocasiones solemnes, no más. Para nosotros en esos tiempos lo solemne sabía a aburrición, a horas interminables) y trepamos al auto sin entender muy bien qué deparaba aquello. Nos acercamos al féretro y mi padre me levantó hasta la altura de su robusto pecho. Con cierta timidez pero enorme deseo, asomé mi cabecita: muerta al fin, casi en calma. Ya no agitaría jamás sus bracitos diminutos y caricaturescos ni emitiría esos siniestros chillidos mongoloides. Ya de vuelta al auto, en la intimidad del asiento trasero, Rogelio y yo nos miramos con complicidad, sabiendo que aquello había terminado. Hace poco fui a la casa de mis padres, de mi infancia, y la luz había perdido cierto brillo.


Foto secuencia de Arturo I. Vázquez


Foto secuencia de Arturo I. Vázquez


Foto secuencia de Arturo I. Vázquez


Ácido y huesudo descubrimiento

Donnovan Yerena Briz

Cuando la cuarentena inició hice mis maletas y tomé el primer avión que me llevara a casa. En tiempos de adversidad no hay nada mejor que regresar a donde nuestras historias comenzaron y bañarnos de nuevo en el agua de la inocencia. Regresé a casa de mi abuela con dos libros en la mochila y ninguna idea de cuánto tiempo estaría aquí. No sabía si sería un mes con sesenta soles o noventa lunas, lo único que sabía es que estaba de regreso a la cocina que me hizo feliz cuando era niño y al cuidado de la mujer más noble que he conocido. Los primeros días, los desayunos de mi abuela eran tan variados que nunca se repetían. Un día chilaquiles rojos con mucha cebolla, otro día molletes esponjosos, huevos tibios no tan tibios, avena con arándanos y fresas. Al final una taza de amargo café que compartía con ella mientras platicábamos de los sueños que habíamos tenido. Cada mañana me despertaba el sonido de ollas contra el fuego y cucharones en caldillo. Abría los ojos a un mundo de olores y sabores que me recordaba a esos largos desayunos con mi abuelo y abuela que parecían durar más que un bolero interminable. Finalmente la rutina se volvió evidente: despertaba, desayunaba, café, tomaba un baño y leía con recelo y un poco de egoísmo mis libros, temeroso de terminarlos antes de regresar al mundo ajetreado. Sin embargo, Nettel me acompañó solamente tres días y para el octavo había llegado al final de Cortázar. Como un mal augurio, por primera vez me aburrí. El domingo algo cambió, o más bien, se repitió. El desayuno era avena con arándanos y fresa, igual que el del martes pasado. Extrañado me senté mientras mi abuela vertía un líquido espeso y amarillo en uno de los vasos ligeramente curveados: -Tómate el jugo primero, antes de


que se le vayan los nutrientes, me dijo mientras ponía el vaso delante del plato con un sonido sordo. La miré extrañado y ella me miró insistente, sabía que no quitaría sus pequeños ojos de mí hasta que sorbiera hasta la última gota de jugo de naranja, así que le di un gran trago. El sabor era más ácido que de costumbre y se sentía ajeno mientras bajaba por mi garganta; no era solamente naranja. Cuando reconocí ese peculiar sabor le pregunté a mi abuela: -¿Tiene…? y la miré deseando que negara con la cabeza. Pero asintió. -Las guayabas tienen más vitamina C que la naranja, y ahorita entre más tengas, pues mejor. Un vuelco en mi estómago casi me hace decirle: “sabes que a mí no me gustan las guayabas, al abuelo era al que le gustaban”, aunque no lo hice para no amargar el momento. Sin embargo, era la verdad, a mi abuelo le gustaban las guayabas más que a nadie en el mundo, comía más de diez por semana y siempre sonreía cuando lo hacía. Trató en más de una ocasión contagiarme esa pasión pero nunca lo logró. Siempre me pareció que las guayabas ocultan secretos que nadie quiere saber, aparte su piel es muy extraña y huelen feo. Lo peor de todo es que entre su carne ácida esconden incontables huesos duros que se atoran en tus muelas. Mi abuelo me dijo una vez que todos esos huesos son historias y memorias que guardaban pacientes hasta que alguien digno las comiera y pudieran compartirlas. Por supuesto que yo tenía muchas dudas, ¿historias sobre qué?, ¿de quiénes eran esas memorias?, ¿quién era digno y quién no?, ¿qué pasa con las historias si alguien que no es digno decide comerlas? Mi abuelo se rascó la barba y entre risas disimuladas se hincó hasta quedar casi de mi tamaño, me miró con sus ojos melosos a punto de reventar de amor y me contestó: “Son las memorias que han acumulado a lo largo de su vida, desde que eran una delgada raíz que creció entre tierra húmeda, se fortaleció y se hizo árbol; hasta las manos que las arrancaron con delicadeza para no magullarlas. En cada hueso hay una historia que acumularon en ese tiempo y ellas esperan con paciencia a encontrar a alguien que esté dispuesto a escucharlas. Ellas nos eligen a nosotros, no al revés como la mayoría piensa. Por eso, nunca menosprecies la oportunidad de comer una, mejor acepta la dicha.” Quién diría que mi abuelo inventó todo eso para hacer que no rezongara cuando tocaba comer guayabas. Ahora lo pienso y me causa ternura y nostalgia. Mi abuelo no está ya para hacer que tome estos jugos que repentinamente prepara mi abuela. Lo único que me queda es cerrar los ojos y tragar de golpe los jugos ácidos para no hacer enojar a mi abuela, que anda bien preocupada por mí.


Ayer en la noche soñé con mi abuelo. Lo vi en la cocina sentado en la barra, con su short verde que usaba todos los domingos, tenía entre sus manos dos vasos con jugo, me miró y me dijo: “Ven, quiero contarte una historia”. Y me extendió uno de los vasos. Cuando abrí los ojos, sentí en mis muelas algunos huesos molestos. Fui a la cocina y mi abuela ya estaba sirviendo el desayuno, el jugo esperándome en la barra. Me lo tomé en dos tragos grandes y extrañamente era más dulce que de costumbre, no hice ni una sola mueca y mi estómago no refunfuñó. Miré a mi abuela y le sonreí asombrado. Desayunamos y tomamos café. Hace unos minutos estaba en la sala leyendo un libro viejo sobre gatos que encontré en el cuarto de mi abuela y de pronto un inmenso antojo me abrumó. Tomé del frutero la guayaba más próxima, corrí por mi computadora y subí a la azotea. Ahora estoy aquí, sentado en el suelo y comiendo la guayaba. Los árboles son testigos de cuánto la estoy disfrutando, con cada mordisco aumenta el placer, ni siquiera me importa si se atoran algunos huesos en mi mandíbula. La guayaba ahora baja por mi garganta hacia mi estómago, que ya la espera ansiosamente. Mis dedos huelen a guayaba y mientras escribo cada palabra, el teclado de mi computadora se embija hasta quedar impregnado también. Miles de huesos nadan en mi interior, germinando dentro de mí quizás, floreciendo en la historia que escribo aquí, los siento creciendo entre puntos y comas pero no puedo evitar preguntarme: ¿son sus historias, las mías, o las de mi abuelo?


Fotografía de Brenda Guardado


Collage de Antonio Olvera

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AL FINAL SIENTO Andrea López Herrera

Pasaron ya dos meses que la epidemia recién salía en cada canal. En ese momento yo no hacía caso ¿Un virus al otro lado del mundo nos podía afectar? Hoy somos el otro lado, y todo va muy mal. "No crees que pueda pasar, hasta que te pasa a ti", no importa cuántas veces lo escuche sigo creyendo que no aplica para mí. Ignoro cada noticia que aparece, no quiero temer ahora, con el encierro es suficiente. No tengo miedo de lo que está afuera, si apago el televisor y cierro las cortinas, dejo de verlo. Pero, ¿qué hago con lo de adentro? ¿Cómo puedo escapar de mis ideas? Cuando todos los demás se fueron a dormir, en mis audífonos subo la música a tope. Pero la voz en mi cabeza sigue ahí. Demasiadas lágrimas por mi mejilla corren, y siento un golpe en cada palpitar.


¿Debería sentirme triste? ¿O canto como si no hubiera un mañana? Por favor, alguien diga que sigue. Ojalá este cuento ya acabara. Todo lo que queda es silencio. Mi voz se apaga y se hace un nudo en mi garganta. Duele no poder decirte lo que siento. Es peor cuando intento dormir y no consigo nada. Ya no puedo guardarlo por más tiempo, ahora solo quiero sacar las palabras. Sé que una vez que empiece no podré detenerlo, pero este sentimiento a mi pecho cansa. Al final siento este fuego que quema por dentro ¿Y qué es este calor de piel que choca con el frío del viento? Cuando solo quiero dejar de ser. Pasaron ya dos meses que mi mejor amigo me decía los síntomas de la enfermedad. En ese momento yo no hacía caso, un virus al otro lado del mundo no me podía afectar. Hoy somos el otro lado, y creo que esta tos no es normal.


Grabado de Susana Torres Rodríguez


Y

entonces llega esta triste paradoja...Tal vez el universo trata de decirnos que nada de lo que tenemos en la vida, ni el trabajo, ni la casa, ni tan siquiera el tiempo, merece la pena sino podemos compartirlo... Puede ser una oportunidad de entender el propósito real de nuestro paso por el mundo, cuando un abrazo pasa a ser un arma, cuando el dinero no te salvará, cuando la vida como la entendíamos hasta ahora, se detiene para todos y el tiempo se torna como si fuera un castigo... Tal vez cuando volvamos a caminar, caminemos más despacio, más cercanos, más humildes, más humanos.

Susana Torres Rodríguez


Pasos para el autodescubrimiento y sanación Samantta Serna A mi abuela.

1 Era una niña muy chiquita (seis años) cuando empecé a conocer la ansiedad. Mi familia constantemente discutía y se peleaba. Mi refugio: La soledad… Pero el miedo me empezó a acompañar también. 2 La adolescencia trajo consigo hostigamiento por parte de mis tías y tíos. Estuve a la orilla de la desolación por tanto tiempo. Mamá estaba igual de confundida que yo. Mi abuela y yo nos acompañábamos por las tardes, tuvo recaídas debido a que enfermó, diagnosticaron mis familiares que yo era la culpable. 3 En la preparatoria tardé en adaptarme al modelo educativo basado en competencias. Sacaba 70 de calificación. Mi abuela me platicó que mis tías comentaron que era una burra. A los 17 años ya sabía lo que era la resignación. 4 Tenía que explotar. La segunda etapa de mi terapia inició con mi enojo en contra de todas esas heridas y palabras. Se cerraron. Me sentí mejor. Pero ahora sentía el rechazo. ¿Por qué no hay alegría al verme? 5 Ayer. He estado trabajando para dejar atrás tanto daño con palabras. Las convierto en pájaros de papel. Se alejan, si regresan me hacen mirar el presente. Es lo único que hay. Tercer round en terapia. Mucho mejor. Ayer veía “Matilda” y lloré. Porque aunque quizá no haya sido valorada un día todo cambiará. Y ayer empezó a cambiar, por mí. Diría Pita Amor: “Yo soy mi propio hogar”.


Fotografía de Andrea Flores Aguirre


Delirios de un chilango en el norte

Alejandro Flores Maya

Un tema recurrente en todas y cada una de las ramas artísticas, desde la literatura hasta la cinematografía, es el de explorar cuáles son los efectos de la soledad en una persona. En ese sentido, un punto compartido entre todas esas historias es que resaltan la necesidad, hasta biológica, de la interacción social para el ser humano. Estos relatos retratan a la soledad como un viaje cuyo destino certero es la locura, la depresión, la pérdida del sentido propio y, de manera última, la vida. Es una travesía oscura, tortuosa, enfrenta al individuo a la introspección más profunda y al abismo más negro; le entierra en el agujero más recóndito del planeta y le priva de cualquier consuelo. Esta situación lleva a preguntarse inevitablemente ¿qué está oculto en la soledad?, ¿cuáles son los monstruos, escondidos tras el velo del aislamiento, capaces de doblegar a los guerreros más valientes y audaces?, ¿cuáles las visiones y las voces que llevan al genio más racional, al devoto con temple de acero, a la esquizofrenia más irreversible? El miedo a la soledad llega a un extremo tal, que las personas atrapadas en esa situación terminan por construir su propia compañía, cuya forma puede variar: es el Wilson de Tom Hanks en “Náufrago” o la mascota de Will Smith en “Soy Leyenda”. Ya sea con una personalidad real o ficticia, al ser humano le urge convivir con una otredad cuando está solo, casi tanto como le urge respirar cuando se ahoga. Sin embargo, hay quienes han logrado sobreponerse a la fiera, al terror y a la oscuridad; quienes han mirado a la profundidad del abismo y escalado del fondo del hoyo. Ellos han encontrado en el viaje un foco de iluminación y autodescubrimiento sin igual… podría decirse que cuando perdieron a todos, se encontraron a sí mismos. La razón de esto, o al menos eso quiero creer, es porque uno realmente nunca puede estar solo, siempre se tendrá la compañía de sí mismo. Personalmente, esto me parece el fundamento por el cual la gente rehuye de estar sola, por el miedo a conocerse, descubrirse, a dar-


se cuenta de que, tal vez, y solo tal vez, no son tan buena compañía después de todo. Muchas personas empezaron su “aislamiento social” o “cuarentena” a mediados de marzo, pero, ¿la mía?, la mía comenzó el 10 de enero, el día que llegué a Monterrey. Decidí cursar el último semestre de la carrera en otra universidad, dejar atrás a todas mis amistades y familiares en mi ciudad natal, aventurarme a lo desconocido… a la soledad. Lejos de todos y lejos de casa los días pasaron, conocí a nuevas personas, hice amistades, me sentí acogido por la gente… la Sultana del Norte me había hecho suyo. Cambié al Cerro del Tepeyac, por el Cerro de la Silla, al metro por los camiones y a las tortas de tamal por la carne asada; pero también mi cara de mamón, mi acento, mis lentes, mi manera de tratar a la gente y de llevarme por la vida. Al principio pensé que Monterrey me había cambiado, pero no era así, no habían sido los paisajes, la gente, la comida, las salidas, ni las calles. Poco tiempo después descubrí que fue la soledad, fueron las oscuras noches cuando extrañaba a todos, las tardes inagotables cuando no encontraba nada qué hacer y nadie con quién estar, las horas que pasé con la mirada perdida en el techo y me preguntaba ¿qué hago aquí?, ¿por qué me vine a recluir así lejos de todo? Días después de esa gran revelación llegó el COVID-19, la gran amenaza de oriente había pisado tierras aztecas, al igual que cientos de conquistadores extranjeros han hecho a lo largo de la historia mexicana. La profecía se había hecho realidad y la pandemia se mostraba con su primer infectado, como si fuera una especie de emisario para anunciar el inicio de una guerra. No pasaba momento en que las imágenes de otros países del mundo no retumbaran en mi mente: el silencio de las calles, la ausencia de la gente. Las ciudades que nunca dormían estaban inconscientes, las luces de París se apagaron, los canales de Venecia dejaron de cantar, las fábricas chinas no produjeron más, las calles españolas ya no bailaban flamenco. Todos los días me preguntaba: ¿cuándo llegará el día en que las plazas mexicanas dejen de cantar mariachi? Poco a poco, la fiesta mexicana empezó a terminar, el número de infectados crecía cada día, se cancelaron eventos, se cerraron escuelas, y, de pronto, todos estábamos confinados en nuestros hogares… en soledad. ¿Y qué pasó? Nos encerramos en nuestras casas, esas a donde llegamos todos los días cansados del trabajo o de la escuela. Son ellas quienes han acumulado polvo y recuerdos durante años, quienes saben


todo de nosotros y, sin embargo, a las cuales somos incapaces de describir o reconocer, porque, a pesar de verlas diario, jamás las observamos. De pronto empezamos a encontrar cosas: ese videojuego arrumbado, ese libro a medio leer, esas fotos tiradas en el piso o esos boletos de aquella salida especial. ¿Después?... empezamos a encontrar gente: ese hermano al cual no le habíamos preguntado por su día, esa madre o ese padre a quienes no habíamos visto desde quién sabe cuándo, porque llegábamos después de su cita con el sueño y ellos se iban antes de la nuestra con el despertar. El problema llegó cuando la gente se empezó se encontrar a sí misma, cuando sus momentos de soledad llegaron y tuvieron que hacerse frente como nunca antes. Las ansiedades, depresiones y miedos regresaron, los defectos propios y las inseguridades fueron evidentes y, repentinamente, todos estaban en su odisea personal en ese sendero, oscuro y maldito, llamado soledad. Algo curioso pasó entonces, de la misma forma que en mi soledad convertí a Monterrey en mi hogar, las personas convirtieron esas casas en hogares. De la misma manera en que yo lo hice, las personas se buscaron por WhatsApp, Facebook, Skype, armaron las fiestas en línea y las citas a distancia; se contestaron los mensajes pendientes y se hicieron nuevos amigos. Fue ahí, cuando nos encerramos y los mexicanos emprendimos el camino de la soledad… cuando la gran fiesta mexicana se acabó en las calles… fue ese momento cuando empezamos el after en nuestro hogar y el mariachi se volvió a oír, porque cantando alegramos nuestros corazones.


Gestos de cuarentena Tania de la Garza Coindreau Pastel al óleo sobre madera, abril 2020


Hoy. Sin reloj, sin tiempo. Jeannette Garza

Es como si estuviéramos viviendo en una de esas historias que alguna vez leímos en algún libro o vimos en alguna película. La vida siempre nos sorprende: hoy nos presenta este escenario para el cual nadie nos preparó. Se escucha fácil, se trata de quedarse en casa y seguir algunas reglas. Sin embargo, de pronto nos damos cuenta que no lo es. Es difícil distanciarse físicamente de las personas que amamos, es difícil ajustarnos a una nueva rutina y a una nueva forma de trabajar o estudiar. Pero es necesario. Y te das cuenta que extrañas ir a casa de tus papás, extrañas ir a la escuela, salir a esa junta de trabajo, ir a ese desayuno con las amigas, a ese cumpleaños. Y te das cuenta de otras realidades más dolorosas: hay quienes no pueden aislarse, hay quienes tienen que salir. Y quisieras que todo fuera más equilibrado. Y escuchas noticias tristes, muy tristes; el mundo colapsa y te duele lo que sucede en cada uno de los continentes. Y quisieras que fuera un sueño, un mal sueño, de esos a los que llamamos pesadillas. Y es que de todo siempre se aprende algo. La vida nos está forzando a detenernos. Hace ya años que vivimos en un eterno correr sin descanso. Todo rápido, todo ya. Nos hemos olvidado de lo esencial, de disfrutar lo sencillo, valorar las pequeñas cosas, vivir en el ahora, sentir, escuchar. Siempre recordando el pasado y anhelando el futuro. ¿Qué no es este el momento? Yo sí quiero aprender de este episodio, y al salir de esta tormenta, cambiar esa incesante prisa por un andar tranquilo, quedarme con todo lo bueno que me está enseñando este capítulo. Quiero volver a darle valor a lo que merece ser valorado, quiero ser y estar aquí. Hoy. Sin reloj, sin tiempo. Quiero estar para los míos e involucrarme y escucharlos. Quiero estar para mí, en ese momento de soledad que tanto disfruto, sentada en mi rincón especial, con mi lámpara favorita encendida, unas velas y un


buen libro. Quiero conversar sin prisas con mi mamá por teléfono. Quiero escribir esa reflexión que me ha estado rondando la cabeza. Quiero contar mis bendiciones y dar una caminata al atardecer, escuchando el canto del mundo. Quiero volver a mirar como viajero, mirar como niño, tener ojos de asombro. Quiero recostarme en el césped y contemplar ese mágico espectáculo del pasar de las nubes, encontrarles formas y por las noches contar las estrellas. ¿Quién dijo que el hacer está ligado a una recompensa económica o de reconocimiento? Yo pretendo otro tipo de hacer, aquel que me otorga algo más importante: bienestar y felicidad. Porque si algo me ha quedado claro de estos momentos, es que la vida es un día a la vez. Un simple, sabio y milenario consejo. Lo tomo.

Fotografía de Ricardo Cahuantzi


Sentimientos de cuarentena: miedo, hambre y felicidad Lucero Mejía

Sigo despertándome todos los días deseando que esto sea solo un sueño y que nuestra hermosa rutina que antes me llegaba a cansar, no por ser aburrida sino intensa, pudiera empezar nuevamente. Pero no, prendo el noticiero y al menos una persona más no tiene el beneficio de desesperarse a lado de su familia. Así que empieza mi cabeza a organizar el día y hacer lo mejor que puedo como mamá, esposa y por mí. Trato de poner mi mejor cara y ánimo en todo lo que hago, guardar en mi mente todas las preocupaciones que pasan por ahí y convertirlos en unas vacaciones que hagan que mis hijas no se den cuenta de todo lo que está pasando fuera de nuestro hogar, esa es mi misión por el momento y espero que en el futuro sea solo una historia con final feliz platicada con toda la familia completa. Seguramente todas las mamás que tenemos la bendición de poder quedarnos en casa con nuestros hijos somos el gran filtro de información, angustia, ansiedad, enojo, frustración pero sobre todo de miedo. Nuestro reto, convertir todo eso en diversión, aprendizaje, convivencia y armonía. Mamá siempre estará cuidándote con mucho amor. Iluminaremos todos los libros que teníamos pendientes y haremos una exposición en la sala. Empezaremos las tareas de la escuela hasta terminarlas lo mejor que podamos. Dormiremos hasta tarde abrazadas y despertaremos con unas ricas galletas con leche. Orar nos ayudará a sentirnos seguras y protegidas todos los días.


Ese es mi principal trabajo por un buen tiempo, debo ser fuerte y buscar una manera de desechar todos esos sentimientos pesados y dañinos para que no se queden dentro de mi mente y corazón, expulsarlos y volver a empezar un día más para que esto sea después solo un recuerdo de cómo nuestra familia estuvo más unida que nunca. Sé que soy el pilar emocional del hogar y me necesitan. Al final, cuando todo esto termine sentiré seguramente un orgullo personal como nunca antes, por jugar lo que no jugaba antes, por cocinar recetas sin ninguna prisa y saboreando cada momento, por dejar a un lado el celular y de verdad estar con esas personitas que no conocen la palabra pandemia pero adoran la palabra mamá. Le pedí a mi hija de 6 años que dibujara qué sentimientos estaba teniendo más frecuentemente estos días de cuarentena, su respuesta fue hambre y felicidad, así que me quedé por lo pronto tranquila y en paz un día más.


El Regalo de la cuarentena Laura Fuentes

Todos pensamos que esto que está pasando en todo el mundo, con la entrada de Covid-19 que inició en China hace ya unos meses, es terrible y pues, sí lo es especialmente para las personas que desafortunadamente fueron infectadas por este virus. Personas de la tercera edad (que son las más vulnerables) y otras que no lo son, pero que no siguieron indicaciones y realizaron viajes a países con un alto índice de contagio. A muchos de nosotros no nos había tocado escuchar la palabra pandemia, es una palabra que al escucharla da miedo y el vivirla ha sido lo peor que les ha tocado a mucha gente vivir. Nadie está preparado para vivir algo así y de primera instancia causa mucha incertidumbre. Lo único de lo que se habla en las noticias de la TV y lo que circula en las redes sociales es en torno a esta problemática. Y por supuesto, este bombardeo de noticias provoca que el ser humano adopte todo este flujo de información… pero, ¿qué es lo que realmente pasa? Inmediatamente la gente se llena de miedo y en lugar de ocuparse en seguir las indicaciones para que todo esto pase con tranquilidad, aumentan las preocupaciones, el terror y el pánico. ¡Esto es lo peor que se debe hacer! Es claro que no se sabe cómo actuar en esos momentos, no hemos sido enseñados para ello. Es muy fácil escuchar frases como “Ten calma.” Pero, ¿cómo obtengo calma en esos momentos tan difíciles en los que algo me puede pasar y hasta me puedo morir? Hemos sido educados en base al temor; no nos han enseñado a liberarnos del miedo, a ser personas seguras de sí mismas y decir “¿si estoy haciendo todo lo que debo hacer para no contagiarme, porqué sigo con miedo?”


Debemos estar tranquilos y en paz, confiados y con absoluta confianza de que esto va a pasar pronto. Es ahí es donde llega el regalo de la cuarentena. ¿Qué es esto? ¿Cómo puede ser la cuarentena un regalo? ¡Pues sí! Depende de cómo lo vea cada persona. La cuarentena puede ser considerada como un regalo cuando vemos los beneficios que nos puede traer. Es un tiempo donde todo se detiene, es el momento para estar con nosotros mismos, reflexionando de todo lo que hemos hecho y cómo podemos mejorar. La cuarentena puede propiciar momentos de silencio, de tranquilidad y de crecimiento espiritual. Vamos a aprovecharlo y a sacarle beneficio; mucha gente está trabajando desde sus casas (qué bueno que conservaron sus trabajos), pero esto puede volverse rutinario y estresante, por eso es recomendable que después de terminar su jornada de trabajo, esperanzadoramente felices y contentos, el hacer alguna actividad como ejercicio en casa, leer un libro, etc. Si eres ama de casa y ahora tienes a tus hijos contigo todo el día, ¡pues qué bendición! Puedes hacer actividades con ellos, siempre con muy buena actitud y positivismo. Sin embargo, es importante que también te des un tiempo para ti sola, meditar o hacer yoga te puede dar tranquilidad y paz. Esto depende de cómo vemos las cosas, si todo lo vemos pesimista, pues así va a resultar, pero si lo vemos optimista y pensando que esta cuarentena nos va a traer un crecimiento en todos los sentidos, en ese momento habremos entendido porqué la cuarentena puede ser un regalo.


Fotografía de Brenda Guardado


UN NUEVO CAPÍTULO EN LA HISTORIA DE MI VIDA José Aurelio Hernández Obregón

Supongo que puedo empezar diciendo que esta cuarentena y todo el asunto de la pandemia me tomó por sorpresa, igual que a todos. Sí, había noticias, había gente comentando cosas en Internet, en las redes sociales, pero creo que no estábamos realmente preparados para lo que venía. Recuerdo que al principio el asunto se dividía en tres partes, estaban las noticias sobre lo que estaba ocurriendo en otros países, estaba la gente de las redes sociales hablando del tema, soltando información a diestra y siniestra, algunos con información verdadera y otros exagerando el tema, por último, se encontraba el grupo que hacía burla sobre los sucesos y ¿qué hacían?, los ya tan conocidos memes de la época, si bien yo nunca publiqué o compartí alguno en mis redes sociales, debo admitir que hubo momentos en los que dejaba que la seriedad se saliera de mi cabeza y me divertía viendo como los diversos memes hacían burla de nuestra historia actual. De pronto la situación cambió en el país, en nuestros hogares, en nuestras redes sociales, en nosotros, COVID-19 había llegado a México y no llegó de manera aislada, llegó fuerte, llegó para cambiarnos la vida y no de buena manera, como se puede ver las noticias, en la información de las redes y en la caída de memes que solían mofarse de este virus. La gracia desapareció y la seriedad tomó el control del asunto, al menos hasta cierto punto, teniendo gente de todo tipo ante la situación, está la gente asustada, la gente que continúa con su vida normal, la gente que se resguarda totalmente en sus casas. Ni hablar de cómo afectó nuestra economía, nuestros servicios y diversiones, en fin, afectó toda nuestra vida. ¿Dónde me encuentro yo?, físicamente estoy resguardado en mi casa, pertenezco a ese grupo de gente y como dije, esto llegó para cambiar nuestra vida y no de buena manera, pero no soy la clase de persona que le gusta ver solo lo malo, me gusta ver las cosas


en diferentes capas, diferentes perspectivas y es que esta situación, me ha renovado. Como ya he dicho, esto es un suceso histórico que nos ha sacado de nuestra zona de confort, de las rutinas y reglas a las que ya estábamos acostumbrados a vivir todos los días, pero en lo personal esto ha sido algo muy bueno para mí, siempre he sido alguien de rutinas y cuando algo cambia, me vuelve loco y al principio esto no fue la excepción, hasta que descubrí mundos nuevos que siempre estuvieron frente a mis ojos y no sabía ver. Lo primero que pude ver es que tenía tiempo para mis gustos personales, lo quisiera o no, había tiempo extra para mí, para lo personal, aunque de parte de mi facultad se seguían dando indicaciones de cómo seguir con el semestre en línea, ese tiempo extra estaba ahí. Así que me dediqué a hacer cosas que quería hacer y no había encontrado el tiempo para hacerlas, leer un libro, escribir un poco, aprender a tocar un instrumento musical, aprender cualquier cosa nueva, el tiempo de verdad existe y hasta la fecha me sigue asombrando. Algo más increíble vino la segunda semana de esta contingencia tan repentina. Nunca he sido alguien muy sociable en persona, pero ya no tenía que socializar en persona, las opciones para eso eran nulas y fue entonces que comencé a platicar en redes sociales con diferentes personas las que ya conocía, pero no me había dado el tiempo de conocer y ahora podía hacerlo. Fue bastante grato para mí empezar a sacar pláticas con las personas porque he estado conociendo pequeñas partes de cada una, cada vez más y ahí es cuando uno se da cuenta de la riqueza que se puede encontrar en otras personas, una buena charla, algún consejo, algún chiste, cosas en común y un montón de cosas más que he encontrado en personas en las que quizá no habría encontrado de no ser por esta contingencia. Sigo platicando y conociendo más personas y me alegra mucho hacerlo. Lo dije en una red social y lo sostengo, cuando todo esto pase, no voy a poder seguir siendo alguien callado porque he conocido tanto de muchas personas y ellas de mí que ser callado ya no es opción, quiero hablar más. Pero de todo esto, siento que lo verdaderamente grandioso que he


aprendido, es de mí. He tenido tiempo para meditar sobre mi propia persona y creo que ha sido la experiencia a la cual le he sacado más provecho en estos días. He podido reflexionar sobre muchas de las decisiones que he tomado con el paso del tiempo y en diferentes etapas, etapas que por una u otra razón no lograba cerrar por completo, pero ahora lo he hecho y de la mejor manera, no pretendiendo que las cosas no pasaron o pensando las razones por las que pasaron o pensando que pudo ser diferente. Aceptación, así fue como pude cerrar etapas y me siento realmente tranquilo, porque sé que las cosas que he vivido han sido por algo y me han llevado a ser la clase de persona que soy hoy. Realmente me gusta pensar que todos en mayor o menor medida se han dado la oportunidad de abrirse, aunque sea un poco, a todos estos “mundos” diferentes que he podido conocer yo durante este tiempo de contingencia y quién sabe, quizá todavía queden más experiencias por explorar en estos tiempos, seguramente sí.

Fotografía de Ricardo Cahuantzi


Reinicio bajo las mangas Valeria Estrada

"El 31 de diciembre, China, informó sobre un grupo de casos de neumonía con etiología desconocida. El 9 de enero de 2020, el Centro Chino para el Control y la Prevención de Enfermedades identificó un nuevo coronavirus COVID-19 como el agente causante de este brote." Muy egoísta ni siquiera le tomé importancia al televisor, una noticia más, me dije. Ese día lo viví como cualquier otro, nada distinto, cansada y llena de mil emociones. Pasando las semanas la información empezó a destacar aún más, pero nada cambiaba, todo seguía por su rumbo, mis clases, mis actividades, mi día a día. Las redes se comenzaban a llenar de cuidados preventivos, pero todo seguía igual, se me miraba muy tranquila... Una semana más y empezaron los cambios, los eventos empezaban a cancelarse, los estudios tomaron un tiempo, la economía se hundía silenciosamente. Pues cuando el contendiente empezó sin piedad, las oportunidades se desbordaron de mis manos tratándole de ganar al rival, quedé encerrada en las paredes perdiendo la libertad de mi diario vivir. Ahora, miro fascinada a la ventana, escenario gris detrás de mis cortinas, convencida de que siempre hay algo nuevo allá afuera, aunque no lo puedo mirar, porque nunca lo observo todo. Quizá de eso se trataba, sentarme en el sofá mientras tomo un poco de café caliente en tardes llenas de auténticas charlas, buscándole reemplazo al aburrimiento. Las emociones las voy guardando en el baúl, aquel que se abrirá cuando esté lleno de tantos. Encima de la distancia la calidez aún permanezco, ojalá los vea pronto, ojalá pueda apapacharles el alma como cada mañana como lo hacía al verlos.


El flash para las redes no va más allá de las cuatro paredes blancas, la sala se vuelve mi bello paisaje cotidiano. La única cárcel con muros de recuerdos, infestada quizá de soledad, aprovechando la ocasión para pensar y salvar viejas deudas, dejando atrás el egoísmo dándome cuenta que necesito de tantos que complementen mis días. Pasados los días, y sin previo aviso, en abril siguiente llegó a encerrarme aún más, pensando que el mundo siempre se pone en marcha cada mañana y siempre surgen nuevos problemas, ¿Cuánto aburrimiento habitará aquí a través de los días?... Encontrar que es divertido aquí, hasta podré llamarlo Buenaventura. ¿Podría hacer yo una cosa mejor todavía?, tengo tiempo y tranquilidad para preparar cualquier postre, ir de la sala a la cocina y comer lo primero que vea, las risas con mis hermanos son mucho más hermosas, probarme ropa que nunca antes había mirando en mi closet, mirar documentales con mi padre, tantos años sin hacerlo... Perdiendo la cuenta de los días, llena de tiempo libre, ya sin poder ir a conocer de un lugar a otro, simplemente sigo escondida trabajando en extender mi pobre pensamiento diario, el estrés de mi vida desapareció sin aviso alguno, los video chats se vuelven frecuentes con mis amigos, pero será mejor así, me doy ese espacio que necesitaba para mí desde hace tiempo e incluso es mucho más de lo que me pedía a mí misma, siempre buscando mi bien. Al terminar todo, en pie sigo dándome cuenta que cada instante es preciado, que lo estoy haciendo bien como muchos otros, tiempo aprovechado para atenderme, esperando estrenar mi nuevo comienzo después de esto, contar mis nuevas experiencias a través de las madrugadas: mi perspectiva será real, más sincera, más viva que nunca, para ser aún mejor cada mañana que vuelva.


Fotografías de Ricardo Cahuantzi



Fotografía de Martha Castro



Diseño y edición: Virginie Kastel Relatos de la cuarentena III, Primera edición, 2020 © 2020, los autores © 2020, Tresnubes SAPI de CV © 2020, Universidad Autónoma de Nuevo León UANL Rogelio G. Garza Rivera Rector Santos Guzmán López Secretario General Celso José Garza Acuña Secretario de Extensión y Cultura Antonio Ramos Revillas Director de Editorial Universitaria Padre Mier No. 909 poniente, esquina con Vallarta Centro, Monterrey, Nuevo León, México, C.P 64000 http://editorialuniversitaria.uanl.mx/ editorial.uanl@uanl.mx TRESNUBES EDICIONES Reforma 427, San Pedro Garza García, C.P 62400 https://www.kichink.com/stores/tresnubes tresnubesediciones@gmail.com



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