Relatos de la cuarentena 7

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Relatos de la cuarentena

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Tania Martínez Suárez Jimena Merino Héctor García Jessica Selene Girón Avila Carlos Ortega Isadora García Hurtado Denise Longoria Alicia Fematt Mancilla Vicky de la Piedra Danae Rdz Mariela Servín Herrera Alejandra González Hernández Ismael Xiu Williams García Armanta Valeria Goab Aurora Buensuceso Celeste Alba Iris Ramsés Vázquez Sergio Feluel Hernández Loaiza Andrea López Herrera Omar Campa Velázquez Diego José Nieto Ayala Claudia Carrillo Yariel Anota Zuñiga Manuel Eduardo Luna Jara

Ilustrado con el ensayo visual titulado “Memoria familiar del confinamiento” de César Iván Pérez Durán.


Castillo y trinchera mi casa es Tania Martínez Suárez

Este es el día número 52 del confinamiento, sin salir de casa salvo para comprar algunos alimentos. Siento como si un bucle de tiempo se hubiera repetido 52 veces y lo estoy mirando como vuelve a configurarse para hacer su siguiente aparición; me agobia ese espectáculo así que abro todas las ventanas del inmueble con la intención de hacer circular el aire y sentirme un poco libre… unas veces funciona y otras… otras no. Durante el día es un campo de batalla entre mi mascota y su misión apodíctica de alejar al malvado dragón en que se ha convertido el camión repartidor del gas, apenas lo escucha arremolina por los pasillos y las habitaciones, da tumbos en la cocina y ladra sin parar, hasta que en efecto logra asustar al monstruo y mantenernos a salvo, entonces se recuesta en el patio a tomar el sol sabedora de su triunfo. Lo que mi heroína peluda no sabe ahora, es que pasamos todo el día en casa porque en efecto allá afuera aguarda un enemigo tan poderoso como microscópico que puede infectarnos sin darnos cuenta siquiera. Mi pequeña hija alberga dentro de sí el universo que arde y engulle cualquier cosa a su alrededor; nuestro hogar es un caldo de cultivo para su imaginación y un insecto puede ser la atracción matutina que le impide desayunar, los personajes de películas animadas salen del televisor para bailar con ella, quizá es hoy pirata, o astronauta, una arquitecta de edificios con largos brazos multicolor o hace un fuerte con los cojines de la sala. Habla, es una filosofa innata, indaga, experimenta y siempre tiene hambre; mientras que sobrellevar la cuarentena implica para mí trabajar desde casa al mismo tiempo que hacer los deberes escolares, cocino y trato de asear.


Casi no creo el silencio estentóreo en el que se encuentra la casa… imperturbable es entre las olas de la noche que me abrazan. La noche es mi trinchera, somos estas letras y yo, mis pensamientos y yo, mi café y yo; las tres ventanas del estudio me regalan la vista de la ciudad que duerme también, pero palpita un corazón en cada luz que veo encendida. No estoy sola esperando que la vida gire.




Carta a papá Jimena Merino

Una silla vacía, el auto bajo el polvo de días grises, silencio en los pasillos de mi infancia y el viejo guardián vikingo que yace bajo el guayabo del patio; son esas cosas que me quitan el aliento y realmente detienen la existencia. Viejos poemas de guerra que no pudiste terminar, un espacio en la cama que aún conserva tu olor y camisas de cuadros azules que combinan con el cielo. Recuerdo las dulces melodías infantiles donde tomabas mi mano y guiabas el turbulento camino hacia mi adolescencia. Silencio profundo y un suspiro hacia el cielo que me desconcertaba, ¿sería acaso que soñabas despierto? Sí, imaginabas universos paralelos y realidades infinitas que te transportaban a secretos inciertos, pero eso sí, siempre bajo tu mirada humilde, piadosa y llena de sabiduría. Compañero de viajes nocturnos, escuchabas atento las desentonadas notas de una voz que quería ser escuchada y sonreías con una nieve en la mano, sin saber que eras la luz de aquellos días inciertos. Escondías entre la alacena tus tesoros más preciados y tarde o temprano mi curiosidad me llevaba a robarlos. Pero, ¿qué sentido tiene el sabor de los chocolates si no estás para jugar a encontrarlos? Ahora solo encuentro su dulzura en las canciones de cuna, tus pasteles de coco y un trago de tequila. ¿Qué dirías de la soledad de las calles y el vacío de las tardes del verano?, ¿te acostumbrarías al eco que dejaron los transeúntes antes del caos o quizás bailarías danzas imaginarías entre los párrafos de un periódico antiguo? Solo sé que el tintineo de las luces en casa cesaría y las tardes serían menos largas si aún estuvieras aquí.


Contigo la utopía no parecía tan lejana y los rezos de media noche se juntaban con los del medio día, para ti la religión fue solo una, sin nombre, dogmas o pasos que te hicieran marchar. Simplemente, nos mostraste el significado de un beso por la mañana y la belleza inesperada que rompe con la superficie del día a día. En medio de esta penumbra donde todo se ha pausado, aún recuerdo tu voz diciendo: “tranquila, no pasa nada”, daría lo que fuera para volverla a escuchar. Y es que, fuiste tú quien me enseñó a volar lejos de casa y a buscar nuevos lugares para explorar. Te confieso que hablo con las paredes y uno que otro día les cuento mis secretos, jamás pensé que algo tan frío podría darme tantas respuestas que no sabía resolver, ¿será la locura del encierro o acaso el sigilo ayuda a encontrarse con uno mismo? Creo que todo se trata de un ciclo y tarde o temprano volveremos a aprender a caminar, así sea lento o rápido, eso depende de cómo queramos vivir de nuevo. Disfruta del azul de las olas, baila en los balcones de los solitarios e ilumina el ocaso que entra por mi ventana. Gracias, papá.



El lugar más incómodo de todos Héctor García

Lo más duro de la cuarentena es renunciar a la comodidad. Y es que yo no pertenezco al grupo que puede cantar desde un balcón. Mi aislamiento transcurre en unos cuantos metros: me levanto a calentar café, lavo mi cara para despabilarme y regreso al cuarto con una taza para redactar las notas que me piden. Son pocos los pasos entre cuarto, baño y cocina. En una INFONAVIT de Geo no existen las divisiones. Lejos está el refugio que era la casa cuando regresaba del trabajo. Casa, refugio y oficina ahora son lo mismo. En mi mundo se disipan las fronteras, pero la política se empeña en reforzarlas para repeler la pandemia. Pese a todo no reniego de mi suerte. Ni en los mejores escenarios imaginé conseguir trabajo de corrección de estilo en mitad de una emergencia sanitaria donde la recesión económica y los ecos del desempleo acaparan el inconsciente colectivo. Confieso que tengo varios días con la idea de escribir un cuento que no he podido plasmar. Ni siquiera en la cuarentena soy capaz de escribir unas palabras. Por el contrario, cada vez que me planto en el escritorio solo consigo pensar en lo que he postergado. Una especie de ánimo trata de convencerme de que poseo la energía para pintar la fachada, colocar el mosquitero o cambiar la regadera. Me culpo por desperdiciar el tiempo. En el fondo, me parece que si no hago nada es porque la escritura es el lugar más incómodo de todos. Al principio de esta situación conservaba la sorpresa: los primeros días se presentaron con el encanto de la novedad por estar en casa a horas no comunes en días poco habituales. Mientras cumplía con el horario del home office, me dejaba hipnotizar por el haz de luz que atravesaba mi ventana; apartaba mi atención de las notas que debía corregir y me concentraba en las partículas de polvo que


caían lentamente. Ese encanto me transportaba a los primeros años de mi infancia. Hechizado por el descubrimiento, me daba cuenta de la vida propia de la casa; presenciaba el juego de sombras que se desarrollaba en el interior de mi cuarto e identificaba qué partes de la habitación jamás eran iluminadas. Comencé a desarrollar mis sentidos hasta el punto de creerme capaz de descifrar el ritmo secreto de los electrodomésticos. Pero aquel entusiasmo inicial se perdió con el paso de las semanas y fue cediendo terreno a la repetición, a la rutina y al hartazgo psicológico del encierro. Conforme los días avanzaban la división entre ellos se disipaba. Los cambios de luz, con su proyección de sombras, carecían de sentido y la transición general concedida a las 00:00 horas perdía su relevancia. Cada segundo sonaba exactamente igual al tic-tac anterior. A las 2:30 de la mañana, continúo sin escribir una línea. No avanzo en la idea de un cuento que ha rondado mi cabeza y sin embargo, me parece que ya he resuelto de qué color convendría pintar las paredes. Cuando por fin tengo el atisbo de una buena frase, el vecino comienza a taladrar. La madrugada, parece, es el horario más idóneo para reparar los desperfectos de la casa. Taladra de nuevo. Imagino que pondrá unas repisas. Sin salir a la terraza le grito que estoy trabajando. Por lo visto el argumento de que estoy en los márgenes de un relato merecedor del Nobel no le ha convencido. Al terminar mi frase reanuda su tarea, pero mis nervios me llevan a pensar que ha taladrado con más fuerza. Segundos después busca desesperadamente en una bolsa repleta de metales; no encuentra el objeto deseado y retoma la búsqueda, intuyo, con mayor desesperación. El choque de metales es perceptiblemente más fuerte, más constante. Quizá yo pueda rescatarlo si le ofrezco mi caja de herramientas; entonces será todo mucho más sencillo para ambos: él acabará pronto y yo podré concentrarme en la trama de mi historia. Resuelta la cuestión, me parece que le he perdonado la imprudencia de estar trabajando a altas horas de la noche en una semana laboral. El silencio me devuelve a la tarea. Un silencio extrañamente pro-


longado. El vecino ha tomado un momento de descanso. Es probable que haya terminado su labor o simplemente, a la mitad de su última arremetida contra la pared, ha decidido que no quiere volver a taladrar en toda su vida. Piensa, tal vez, que el mero acto de levantar el taladro le representa una fatiga enorme y una pérdida de tiempo tal que no vale el acopio de todas sus fuerzas. Los arreglos de la casa, únicamente en este momento, en este brevísimo instante, han perdido todo sentido para él. Supongo que con el aislamiento y la inusitada cantidad de horas para pensar ha caído en una inquietante certidumbre. Está desorientado en una esquina de la habitación, lo percibo con claridad aunque no pueda verlo. Mira con extrañeza hacia la única repisa que ha logrado montar exitosamente. Hasta hace unos momentos estaba convencido de que hacía un excelente trabajo; a mitad de la colocación de la segunda repisa, se cuestiona el porqué de todo ello. Qué sentido tiene si después de todo su esposa lo ha abandonado desde hace varios días. La idea se incrustó tan profundamente en su cabeza con la misma intensidad con la que hace unos segundos empujaba el taladro en la pared. Es posible que, mientras pienso en todo esto, él mantenga la luz prendida no porque esté buscando más herramientas para continuar, sino porque está recargado en la pared deseando que su existencia tenga un soporte similar al que acaba de montar. Siente que su vida está sobre una base demasiado frágil, una base que no puede sostener todo el peso que de pronto ha adquirido. El peso de su existencia le parece tanto que baraja la posibilidad de acabar con las revelaciones de tajo, la oportunidad de acabar con la incomodidad que produce enfrentarse a la certeza. En sus manos está la opción de retirar el peso que triplican sus 80 kilos. El taladro suena una vez y se apaga de nueva cuenta. Con el silencio instalado en ambas casas logro percibir las manecillas del reloj. Las hojas del procesador siguen en blanco y al otro lado de mi cuarto, el eco de los segundos me sugiere una historia trágica que tal vez pueda escribir.



Diario de un editor desempleado Jessica Selene Girón Avila Día 188, todo es una mierda, la gente está muerta, cuerpos tirados en la calle, un virus sin fecha de caducidad extermina al 80 por ciento de la población. La tercera guerra mundial nos sorprendió silenciosa, equitativa, sin discriminar fronteras. Los pájaros cantan desde las 5:00 am, se escuchan felices, lo que empezó con el asombro de poder distinguir el canto de uno, se volvió una maldita sinfonía al despertar. Mientras el ser humano se extingue gradualmente, los animales regresan. No estoy enojado, ni triste, me siento incapaz de encontrar las palabras correctas para definir mi estado de ánimo, algo en el pecho me lo impide, sofoca, he pasado de la tranquilidad a la rabia, del llanto a la agonía, de la risa a la esperanza. Hoy soy testigo invisible de la indiferencia que nos devoró, no nos mató una pandemia ni un enemigo, nos asesinó nuestra falta de sensibilidad y respeto por la vida. Recuerdo cuando se escucharon las primeras noticias desde China, sonaba lejano, ajeno a nosotros, no merecía nuestra atención. No era real porque no nos afectaba directamente, eso creíamos. No me sentía un hombre sin sentimientos, ni nada por el estilo, en mi defensa podía decir que solo era una parte diminuta de la sociedad líquida, esa de la que tanto hablaba Bauman. No pedí nacer rodeado de tecnología tampoco era mi responsabilidad la inmediatez, ni el poco compromiso con los demás o uno mismo.


La cuarentena se transformó hasta hoy en 6 meses y 3 días, 4,512 horas de confinamiento, Quédate en casa, quédate en casa, quédate en casa, pasó de ser una medida opcional a un nuevo estilo de vida. En México, como siempre, las cosas llegan tarde, mientras que en París, Milán y Madrid todo está en su mayor esplendor y apogeo, a nosotros nos comparten las novedades cuando ya están pasadas de moda. Esta vez no fue su excepción, el COVID-19 apareció aquí, cuando España e Italia olían a muerte. El ser un país rezagado y reducido a la sombra de los grandes imperios internacionales, fue una gran bendición, tuvimos casi un mes de ventaja sobre los desafortunados que los tomó por sorpresa. Éramos los “olvidados”, y ese jodido olvido que en otros momentos nos ha causado dolor y conmiseración, era la diferencia. Sabíamos que el protocolo consistía en tres fases. Conocíamos la velocidad con la que se expandía, las estadísticas de mortandad, las consecuencias dentro del cuerpo humano y sobre todo cómo prevenirlo. Ni la referencia anticipada ni el colapso del sistema médico en otros continentes funcionó. La cagamos, no seguimos las medidas de seguridad propuestas por la Organización Mundial de Salud. Hoy estamos en fase cinco y nos acercamos a la fase seis, y esta mierda apenas comienza a apagarse. “Porque su suerte es nuestra suerte” se escuchó en Portugal, donde partidos de oposición tenían una tregua para salir adelante, la fraternidad y solidaridad brilló. La gente se guardó en casa por voluntad propia y no se ofendió al hacer filas de dos horas en el supermercado. No importaban los motivos ocultos, importó la unión, lo que le sucedía a uno, le sucedía a todos. No me siento un sobreviviente, en otros países cesó y


cuando estaban aliviados y confiados, una nueva ola los sacudió, cuatro países se han esfumado de la faz de la tierra. Ni Saramago imaginó una ficción tan caótica y poco alentadora, ¿cómo decide el karma o el destino seleccionar a alguien? Egipto, Dinamarca, Japón, Filipinas, Suecia, Irlanda y Republica Checa son de los afortunados que se salvaron por nada, por azar, su geografía aún figura en el mapa, nostálgicos, reducidos, incluso así, premiados por su suerte. Algunos han perdido más del 60 por ciento de su población, paralelamente en otras ciudades, no ha ocurrido nada. Israel, Singapur, Australia, Taiwán, Malasia, Bielorrusia, Lituania, Cuba, Afganistán, Mali y Jamaica no excedieron los 5 mil decesos. La muerte se mostró noble y bondadosa. Científicos, médicos, politólogos y filósofos intentan darle lógica al destino, responder a las preguntas que no tienen respuesta. Estados Unidos no soportó no ser el número 1, ni el centro de atención, a la brevedad era el país con más muertes y contagios en menos de un mes. Se vanagloriaba como el país ganador: 2,375 muertes por día, actualmente está en pie, reconstruyéndose y empezando de nuevo. En México solo una pequeña parte de la población podía guardarse en casa sin morir de hambre, los demás no podían darse ese lujo. Los indiferentes nos manejábamos en mood capitalista. Éramos, en los que me incluyo, la falsa socialité, los que vivimos en colonias trendy, desde la del Valle hasta Polanco. No nos considerábamos parte la población vulnerable, bajamos Tik Tok y Zoom, estábamos en casa armando


rompecabezas, tomando vino, leyendo novelas y viendo Netflix, Amazon Prime y HBO. Los primeros quince días nos sentíamos buenos ciudadanos, incrementaron nuestras compras en línea y pasamos compartiendo cada instante de nuestro aburrimiento en redes sociales, memes, alimentación, rutinas de ejercicio. A los 40 días volvió ampliarse el plazo de confinamiento, las noticias comenzaron a mostrar miles de muertes, el sector privado despidió a sus empleados o les bajó la nómina hasta un 60 por ciento, sin mencionar a los que les pidieron trabajar gratis. Los alimentos comenzaron a escasear y las amas de casa tuvieron que dejar que las empleadas domésticas volvieran a sus hogares. Y fue ahí donde salió a relucir la desigualdad, existía en México, según las cifras del CONEVAL más de 53 millones de personas viviendo de la economía informal y sobrellevando la cuarentena con menos de un salario mínimo. Escuché a mi vecino decir que todo era por culpa de los nacos de Iztapalapa, Chalco o del Estado de México, que no se habían guardado, todo era responsabilidad de esos ignorantes. Me di cuenta de que no todos teníamos las mismas posibilidades, esta pandemia igualó nuestras carencias, México era pobre, su gente era pobre de espíritu, de amor, de comprensión, de solidaridad, de fraternidad. No sé qué día es, con los cortes de energía, los saqueos y la escasez de recursos básicos he perdido la noción del tiempo. Murió mi hermana, también mis compañeros de trabajo, mi abuelo, el padre de mi amiga, mi actor favorito, el señor de la basura, el presidente; murieron mis vecinos, los médicos. Son tantos que me pregunto ¿a quién vamos a culpar mañana?



HIGIENE MENTAL Carlos Ortega

Del contexto Desperté a las 6 de la mañana en una incertidumbre pasiva, luego de haber montado en colera el último par de semanas. Es como si el enorme torbellino me tuviera en la cima y lo estuviera por fin asimilando, como si ya me resignará a la agonía, esperando a que esta me expulsará hacia un temible destino. Voluntarioso me había vuelto en las labores del hogar desde chico, pero en una prematura vida de pareja, los trastos sucios solo eran de cartón, y los rincones de un pequeño cuarto, apenas acumulaban polvo que anidaba y era casi imposible de limpiar. No era un ritual, era más bien un grito biológico, que prendía la alarma de la ansiedad, tallaba y tallaba manchas microscópicas o psicológicas. La lectura si era un hábito, gastaba mis céntimos como redactor en mis tablas aspiracionales, llegaba el periódico El Norte a la puerta de mi “cuchitril” y me disponía a extenderlo, titulaba en primera plana: SON MÉDICOS 9% DE LOS INFECTADOS. El COVID-19 ya arreciaba dentro de nuestras fronteras con 5 mil 847 casos, 230 de ellos en Nuevo León. Quince días de aislamiento voluntario me tenían en un delay social, que acrecentaba mis bastas actitudes en el arte de la soledad. Mi reina, mi amada o concubina, era la única que me hacía compañía codo a codo en mi histeria extranjera. Ella salió de la aventura, dentro del chantaje que me hacía a mí mismo recubierto en una fachada de falsa felicidad y litros de alcohol, distando mucho de mis característicos comportamientos de hombre serio, fue que la enamoré. Cuando la mascará se cayó y la morena permaneció junto a mí, fue ahí, en ese preciso instante que se ganó para siempre mi corazón. Prendí mi computadora para entrar en calor, la noticia era mi vida, y en estos tiempos parecía ahora sí cosa de todos. A la distancia me comuniqué con mis compañeros y jefe para la jornada laboral, las declaraciones de AMLO sobre la OPEP y el respaldo de Trump a Méxi-


co, parecían un aliciente en este boscoso universo que a veces pasa a lo surreal. Un silencio ensordecedor provocado por el largo sueño de Mariana, alimentaba mis nerviosos e incomodos pensamientos, parecía hasta malograr mi trabajo que erigía todos los días desde la pasada primavera. Mis dedos no eran tan rápidos y precisos como de costumbre, temblaban. Se aproximaban las preocupaciones a mi mente para enlistarlas; mi familia yace en la Ciudad de México, el foco álgido del virus, sin poder visitarlos, verlos, abrazarlos, imposibilitado de poder urgir a mi abuelo Mario y mi abuela María de primera mano sobre la emergencia sanitaria, con el miedo claro, de viajar y exponerlos al peligro incesante y en franco aumento. Además, un par de meses atrás, la morena y yo decidimos vivir juntos, aunque apretados, no nos importaba mientras nuestras largas jornadas laborales nos tendieran al final del día, por fin, sobre la misma cama. Pero el maldito virus irrumpió en el peor momento, abriendo las puertas del hambre y la necesidad, de la escasez y la avaricia, mismas que dejaron sin trabajo a Mariana un mes después de comenzar nuestra aventura independentista. De las preocupaciones Los blasones que me respaldaban como periodista eran tan endebles como las aptitudes que tenía para otros menesteres, nunca en mi vida había trabajado, era solamente un presuntuoso historial académico el que me respaldaba para ganarme el pan. La indecisión nunca había sido tan relevante para mí, pues tenía en mis manos una responsabilidad real, había decidido convertirme en un hombre, pero eso me quemaba las entrañas. Debía hacerme cargo de LA CASA. Mariana ganaba prácticamente el doble que yo, corría de esquina a esquina tomando órdenes y sirviendo platos, vendiendo y persuadiendo, habilidades que todavía le reconozco. Una vez con mi salario fijo, pensé, que podríamos lograrlo, que podíamos terminar la noche juntos en una mazmorra del amor. Poco pasó, y la pandemia entró a México, poniendo en jaque de inicio nuestra salud, nuestra economía… y un poco más adelante


exhibiendo la insanidad de un servidor. Mi poca clarividencia ante los duros golpes uno tras otro que la realidad me puso, nublaban a tal grado mis decisiones que prefería sacar del pasado mi mascará y enfundarme en el alcohol, a costa de la renta, la comida y la bella doncella. Un bullicio a mis espaldas me despabiló de mi transe apocalíptico, la morena se encontraba vomitando con la puerta entreabierta, en un derroche de jamón ahumado, un par de huevos estrellados y un licuado de vainilla que su cuerpo había rechazado. Inexperta del dolor que aproximaba la noticia, exhorté a Mariana a tomar un baño y una lluvia de buscapinas que asentarán su organismo. El goteo de la regadera lejos de tranquilizarme agudizaba mis sentidos y me frikeaba, al igual que el rechinido de las viejas estructuras del edificio, hacia el almuerzo con un cuchillo sin filo, cortando casi a machetazos las verduras. Trituraba mi piel con manos cruzadas y mi mente imaginaba el sonido de mis uñas contra la grisácea pared que me confinaba al sobre pensar mis decisiones. La morena seguía con molestias pasado el atardecer, pese a deleitarse con mi ensalada con mango y pollo a la plancha. No podía culparla, había vivido con un cascarón humano por un buen tiempo, y para acabarla, confinada. Esa no era la vida que ella proyectaba desde su interior. De los resultados El 25 de abril, la crisis por la pandemia del coronavirus se agravó en el continente americano, 200 mil muertes en todo el mundo, había causado ya el nuevo virus de Wuhan, los países se confinaban, la conmoción aumentaba y el caos en México empezaba a brotar, así como en mi hogar. Un fuerte empellón retumbó mi descarapelada puerta, detrás de ella, el casero exigía de inmediato el mes de adeudo que colgaba sobre los hombros de mi flaca economía. El arrebato que le siguió estuvo acorde a mi parálisis emocional, pues azoté de inmediato la mirilla directo a su nariz, ensangrentando su cara por completo. El hombre fúrico por mi reacción amenazó con dos posibilidades: “Mañana regreso por mi dinero o te vas por donde llegaste


maricón”, dijo despectivamente, el rentero, caucásico con principios de alopecia. A las “vacas flacas”, la prematura independencia, la inestabilidad emocional y la emergencia sanitaria, se le sumaba una noticia que en otro escenario hubiera sido recibida con mayor entusiasmo. Una consulta rutinaria de Mariana en el IMSS, siguió a exámenes de sangre por sospecha de anemia, que finalmente desembocaron en un embarazo de aproximadamente cuatro semanas… fue al momento del anuncio, que incrédulo rebobiné mi mente hasta el 21 de marzo, cuando en medio de mi borrachera solitaria enardecí de lujuria montando a la morena sin ningún tipo de protección, sosteniendo sus piernas sobre mis hombros y meneando mi pelvis contra la suya. Con el desalojo inminente, rascaba las manos de mi amada compartiendo mis secretos e inseguridades como una última confesión antes del desastre ¡Soy un cobarde!, pensé y después compartí con ella. Juntó mi frente con la suya y besó mis labios como muestra de apoyo. –No lo eres –dijo. Respondí una llamada con confianza después de sentirme aliviado, pero, era otro reto que increpaba el solidario momento. Me quedé helado ante lo revelado por la bocina… después de una prueba que demoró más de dos semanas, la empresa para la cual trabajo me confirmó que había dado positivo a coronavirus…




La primavera no está en cuarentena Isadora García Hurtado

¿Cómo comenzar a hablar de esta cuarentena sin dejar escapar una lágrima? ¿Cómo dejar de contar los días y noches, semanas y meses, soles y lunas que han pasado ya? ¿Cómo dejar de lado tantos sentimientos encontrados, todo lo ganado y también, todo lo perdido? ¿Cómo dejar de hablar de la solidaridad, pero también de la avaricia?…¿cómo poder contar de la ayuda, pero también de la soledad? Y aquí estamos, después de 9 semanas ya. Pareciera que a cuentagotas se van aumentando días y semanas y meses. Pareciera que todo está en suspenso aquí adentro, mientras afuera para muchos, todo sigue igual o peor. Confieso que he pasado por todas las emociones posibles de imaginar. Desde la misma alegría por poder, finalmente, estar en casa y disfrutar de este lugar mágico en el que vivo hasta el hastío y la ansiedad por volver a sentirme parte de una comunidad. Vivo rodeada de naturaleza, en un sitio del que me enamoré a primera vista y sin remedio desde que vine a conocer la casa con mi hijo. Sin embargo, pocas veces tengo el tiempo o me doy el tiempo de disfrutarla como se merece, porque creo ciertamente que las casas también tienen un espíritu y que habla por ellas. Mi casa me dice: “No solo me habites. Víveme”. Así, durante este tiempo he encontrado un rincón para el trabajo, la costura y la escritura, en una ventana frente a los árboles y la enredadera que crecen sin detenerse a pensar en ningún virus. Y algunos pájaros perdidos vienen a tocar el cristal de la ventana mientras estoy aquí, presumiéndome su libertad y su tranquilidad perenne. La primavera nos tomó por sorpresa ya en el encierro “voluntario” y lo pongo entre comillas porque en realidad a nadie nos preguntaron si queríamos hacerlo. Simplemente acatamos las recomendaciones de las autoridades de salud y pum…la vida cambió. La primavera


llegó igual que siempre, solo ahora lo notamos más, porque antes estábamos muy ocupados corriendo, yendo de aquí a allá, luchando por conseguir todo eso que hoy no sirve de nada. Entonces, me han sorprendido las lunas, alumbrando el jardín y comiéndose las noches enteras. Luciérnagas juguetonas que se esconden y se asoman entre los arbustos. Las magnolias que muy tímidas ellas van naciendo de a poco, orgullosas de su belleza pero temerosas de opacar al resto del jardín y no ser amadas por ello. El nogal en cambio dejó regados sus frutos por todo el pasto, paternal, abraza a las ardillas que bajan a alimentarse de él; cuidadosas de que a Luna y Tara, mis labradoras, no les alcance el instinto cazador y las pesquen en una de esas carreras que me regalan como espectáculo matinal. También está el horno que me ayuda a olvidarme de todo y me acompaña mientras lo alimento con bandejas llenas de mezclas y me las regresa cual sombrero al mago con olores, sabores y colores que nos conquistan no solo el paladar, sino el alma. Y es que, hay magia en la comida, en esa comida que se prepara con el corazón, en esos platos que se sirven con la esperanza, con los recuerdos, con la añoranza, con las sonrisas de quien los prueba y se deleita en ellos. Tras las rejas de nuestro jardín, también hemos encontrado una manera de refugiarnos del encierro cuando, por las tardes, nos “reunimos” entre vecinos para leer y escribir. Leer cuentos, escribir poesía y textos; pero sobretodo, para hablar y recordarnos que a pesar de estar aquí, estamos con otros. Que no somos solo nosotros los únicos que necesitamos ese contacto, escuchar esas voces, sentir ese abrazo, mirarnos en esos ojos. La otredad. Nos damos cuenta de cuánto apreciamos al otro. Su voz, sus pensamientos, sus emociones, su ir y venir, su existencia. Y también, el encierro nos trajo fantasmas, nos trajo tardes y noches y sí, días también sombríos. Nos trajo nuestros demonios potenciados al 1000%. En esas ocasiones en que la casa nos ahoga, en que el aire se vuelve pesado, en que las voces se salen por las ventanas, las miradas se vuelven balas… y las lágrimas nos inundan y nos ahogan. Porque también somos eso, la sombra, la oscuridad, nuestros miedos y nuestras heridas, algunas aún abiertas.


Pero no todos están gozando o sufriendo el encierro. Algunos están afuera, lejos de este privilegio, lejos de la posibilidad de la decisión de parar sus vidas, porque simplemente no tendrían vida. Sobrevivir a cualquier costo es la única opción para muchos. Y entonces, nuestro encierro cobra un sentido distinto, porque nos sabemos menos vulnerables que la mayoría, que las masas, que esos que no vemos, que son invisibles, que son inexistentes. El encierro nos divide aún más en las clases que siempre se han dibujado en nuestra sociedad “wanna be” y nuestra clase media disfrazada. Pero mirando las estadísticas de lo que es una clase alta, pertenezco a ella y a veces me siento pobre. Y entonces me siento ruin también, porque entonces… ¿qué piensan los pobres? ¿Quiénes son los pobres? ¿Porqué nos es tan difícil pensar en sus necesidades e identificarnos con ellos? Pues, tal vez simplemente porque no tenemos mucho en común en la cotidianeidad de nuestras vidas. Pienso que incluso tendrán más el sentido de la aceptación, la pertenencia y de la resistencia con los ricos. Porque, los ricos siempre serán ricos…y los pobres, ellos siempre serán pobres. Nos guste aceptarlo o no. Y entonces, nosotros, aspiramos siempre. Aspiramos a no bajar, aspiramos a subir al menos escalón por escalón. Y en ese intento la vida se nos va y se nos asoma el fracaso, la insatisfacción, la búsqueda continua y cansada. Los días nos han dado de todo. Calor sofocante, viento fresco, frío acogedor y también, llegaron las lluvias torrenciales. Esas tardes en que parece que el cielo llora también con nosotros. O por nosotros. Y entonces disfrutamos el espectáculo. La vista de los árboles meciéndose ante la fuerza del agua y el viento, limpiando todo, llevándose todo, para dar paso a la majestuosidad de un sol de ocaso lleno de rojos y de rosas que despide el día esperanzado y en paz. Está la familia, la compañía cercana, los juegos infantiles, las peleas de hermanos, los ladridos de mis perras y su amor constante e interminable como gota de agua de un pozo sin fin, están las tareas de la escuela, las mamás en los chats, las video llamadas con amigas amadas, la añoranza de la familia que no está cercana, la nostalgia de


la voz de mamá y papá, las risas con mis hermanos. Están las noches largas y los días cortos, están los deseos de que esto sea tan solo un sueño, un largo sueño y que al despertar, la vida siga ahí, esperando por nosotros, por un nosotros más humano, más consciente, más compartido. Está en otras palabras, la cotidianeidad así, simple, pequeña y fugaz, que es la vida misma. El presente, que no se queda y que al mismo tiempo nos pide que lo estiremos lo más que podamos, porque en el instante que llega, ya se está yendo. Están las noches tocando los pies tibios de mis hijos, las tardes de un viento fresco y suave, las listas de películas para ver y los libros para leer, los juegos de mesa en familia, las historias a carcajadas, las copas de vino tinto haciéndome reír y soñar, las canciones viejas, los bailes alegres, los juegos con globos de agua y harina, las poesías, las lecturas, los helados, el pan y la mermelada. Y está también, como siempre, dulce y amargo, benévolo, el café de la mañana. La vida es, con encierro y sin encierro, la apreciación de las cosas y de las personas que me rodean y que están más lejos, que conozco y no, que aprecio y no, que entiendo y no. Y llegará el día en que las puertas se abran nuevamente y nuestras manos se estrechen y los abrazos nos reconforten cálidos y la comunidad, la humanidad, nos acompañe nuevamente. Y ojalá que no necesitemos otra nueva pandemia para encontrar el equilibrio que nos hemos robado a nosotros mismos y a la madre tierra, al mundo. Cierro mis ojos y siento cerca de mí el canto de las aves y escucho a lo lejos alguna voz de quienes viven cerca. Y sé entonces que todos cohabitamos y somos parte del todo. El viento me acaricia y la música en mi teléfono canta. La flor nace y el insecto muere. Vida y muerte. Salud y enfermedad. Todo junto. Todo bello. Y así, la cuarentena habla. Así, la cuarentena pasa.




El infinito papel de arena en una sombra que te abraza El infinito es una sombra se agita como las hojas contra el sol de verano. Algo estรก rozando tu corazรณn algo que vive, algo que raspa. Una anacua dobla sus ramas hacia ti te estรก acariciando quiere limpiarte las lรกgrimas de los ojos y tus ojos rojos rojos la lija los abraza.


El espacio que El espacio que contiene los espacios que contengo. No el espacio que me contiene contenido en otros espacios. ¿Serán similares todos? Espacios sin consciencia, sin tiempo ¿son espacios también o pierden su cualidad espacial sin transcurso que diferencie latitudes y movimientos? En un espacio sin tiempo no hay una persona sentada en una silla que luego está de pie, y ahora está sentada de nuevo porque no hay tiempo que diferencie uno de otro momento. Aunque haya espacios con otros tiempos, como el espacio donde viste a la persona sentada en la silla, que luego se puso de pie y ahora está sentada de nuevo. aunque la hayas visto ayer aunque nunca la hayas visto y la recordarás mañana, quizás, en otro espacio contenido en ese espacio que tú y yo estamos compartiendo.

Denise Longoria




El color se ha ido Alicia Fematt Mancilla

Estoy por terminar el día 59 de la cuarentena, 11:00 p.m., mi espalda duele, ha sido una tarde pesada, entre tantas emociones perdí la noción del tiempo. Es hora de irme a dormir, y mientras me levanto, mi reflejo se observa fijo en el espejo que nunca miro. Mis ojeras heredadas están marcadas, reconozco el cansancio, pero no a la que estoy viendo. Mi cabello ahora es más largo, el color de mi piel es más blanco, y aunque mi madre me repite en ocasiones “salte un rato al sol, que te me vas a desaparecer”, hoy por fin lo veo, tan pálida que resalta el azul amoratado de mis venas. Busco el rastro de kilos aumentados pero no los encuentro, al contrario, algunos han desaparecido. El ruido de los vecinos me saca del trance y por fin sigo el camino a mi cama solitaria. Me acuesto y pongo atención a los gritos que la vecina saca desde lo profundo de su vientre, “ya me tienes harta” “lárgate de la casa”, junto a ellos retumba una puerta, seguramente su esposo ya se fue. Pienso, pobre de él, lo más seguro es que se contagie. Y me es absurdo el pensamiento, por lo que me doy cuenta en ese instante, que tengo miedo de salir. Que tengo miedo de ver a la gente, incluso cuando quiero abrazar a los que amo. Me da pánico encontrarme con la realidad, y me hundo en mi cama, queriéndome quedar aquí para siempre, has-


ta ser transparente, hasta que mi cabello ya no pueda crecer más. Ya no recuerdo lo que es usar zapatos, ni ropa decente. Mi piel no ha sentido el calor, natural ni artificial, solo el vapor del agua que la enjuaga. Las que sufren son mis uñas, falta poco para que dejen de existir. Si mis labios hablaran reclamarían a los dientes por el daño que hacer al morder. Ya no quiero pensar, pero lo hago. Hasta que me vence el sueño, y sigue la rutina. Cada 45 minutos despierto, veo el techo, que me cuenta todo lo que ya me contó. Y vuelvo a dormir, me despierto de nuevo. Así, hasta que amanece una vez más. Tocan mi puerta, es mi mamá a las 7 a.m. de siempre, con la frase habitual, “ya es hora, mi niña”, abro los ojos y asiento, se marcha, no sin antes aventarme un beso. Quiero que hoy sea diferente. Después de tanto tiempo, mis cortinas se abren, dejando al sol entrar, y al miedo descansar. Y así comienza el día 60, de no sé cuántos más.




Si yo fuera agua Isadora García Hurtado

Si hoy fuera agua, Sería las olas del mar, Envueltas en una noche oscura, fría y de aire desordenado. Azotaría mis miedos tan fuerte sobre las rocas, que al final sería tan solo espuma blanca tocando la arena bajo las huellas de pies desconocidos. Si hoy fuera agua, Sería las olas del mar. Abrazaría con mi canto a los amantes y me metería para siempre en los caracoles Que dicen secretos y dicen nostalgias y juegan con niños traviesos. Si hoy fuera agua, sería las olas del mar. Viajaría lejos, hasta el mundo del nunca jamás, a donde la libertad no empieza ni acaba y el sol me acariciaría tibio por la mañana. Si hoy fuera agua, sería las olas del mar. Descansaría mi alma al posar la luna su luz sobre mí. Entonces me quedaría quieta, observando cómo baja por su escalera hasta lo más oscuro del mar. Si hoy fuera agua, sería...yo sería...sería las olas del mar.



COVID-19 Vicky de la Piedra

Puff…de pronto un pequeñísimo e increíble ser tan diminuto como el coronavid19 fue capaz de quitarnos las vestiduras, y desnudar al mundo entero. Independientemente de las creencias de cada quien que si es verdad o no, que si fue creado o no, que si es pandemia o no, que si es una simple gripa o no, el mundo empezó a arder en las llamas del temor. Con una gran capacidad de expandirse, ha sido capaz de enclaustrarnos, de aterrorizarnos, de angustiarnos y de llevarnos al hartazgo; bombardeados de noticias que envenenan y de gente esquizofrénica, asustada y nerviosa sumidos en la incertidumbre que no acaba y no acaba. Pero lo que es peor: acabó con nuestra libertad, o con lo que creíamos que era nuestra libertad porque estábamos atrapados en un mundo materialista y de consumismo y de mercadotecnias que nos hacían querer tener y tener y nos habíamos olvidado del ser. Así que la libertad, los proyectos, los planes a futuro, el trabajo, los viajes, los estudios, las artes, el deporte, los restaurantes y negocios… todo quedó en una gran PAUSA. Una pausa en el mundo entero que nos ha puesto de frente a la


tolerancia a la paciencia y a la voluntad. Una pausa que acabó con la prisa, con el deber ser y con muchos egos inflados. Una pausa donde las familias se re encuentran, donde los abrazos se sustituyen por llamadas cibernéticas con amigos y familiares que parecían ya tan lejanos. Las familias conviven, conversan, juegan, comparten, cuentan historias, los niños juegan, cantan y están tranquilos, los jóvenes aprenden y re valoran, los abuelos se notan, las parejas se re encuentran, o se definen, los empresarios cambian de estrategias, re organizan, recortan, amplían su visión, los pequeños negocios se re construyen, y todo se ajusta en perfecto orden. Una pausa donde los pájaros cantan, las aguas se limpian, los animales retoman sus espacios, las mariposas cambian de color, las luciérnagas alumbran los parques, los mares se aclaran, las ballenas se aparean, las pequeñas tortugas regresan al mar, los peces bailan, los osos bajan, el cielo se aclara y las estrellas re aparecen, una pausa donde la naturaleza ha cobrado vida, los árboles son aún más fantásticos, la gama de verdes parece ser interminable, los amaneceres llegan sin prisa, y los atardeceres nos abrazan, los ríos corren y el viento canta, la luna es aún más brillante y el sol no deja de aparecer. La naturaleza ahí presente siempre recordándonos de muchas maneras su presencia, su poder y su sabiduría. Una pausa donde los creativos crean, los dramaturgos escriben, los artistas se re inventan, las musas esperan quietas su turno, los bailarines practican, los escultores proyectan, los arquitectos di-


señan, los músicos tocan y comparten, los cineastas planean porque el renacer de las artes será maravilloso. Estamos ya en tercera llamada para abrir los telones. Una pausa donde las artes toman su verdadero lugar en los hogares, una pausa donde encontramos la libertad en los libros que nos llevan a sitios inimaginables, en las películas, en las pinturas, en la poesía, herramientas que nos salvan de no enloquecer en el encierro Una pausa donde guardamos silencio, donde re conectamos con nosotros mismos, con la luz divina, con quien verdaderamente somos para no dejarnos caer ante lo inevitable del momento. Una pausa que nos alerta del gran poder de nuestros pensamientos y la capacidad que tenemos TODOS de influir de manera positiva a esto que estamos viviendo. Una pausa llena de oportunidades para renacer, reinventarnos, renovarnos, conocernos, y ser mejores seres humanos, una pausa donde el amor y el perdón van de la mano.



Tick tock Danae Rdz La casa se siente abarrotada, la rutina es subir y bajar, subir y bajar y mi espacio personal ya no me pertenece. Es como si tras todo esto, la inspiración y dedicación se me hubieran escapado de las manos. Es como si todo a lo que pudiera aferrarme es a una rutina que poco a poco lo único que me provoca es sentirme como un robot, un zombie que sigue caminando sin llegar a detenerse. He creado una normalidad dentro de lo irregular, pero los días avanzan, y sigo igual. Los viernes dejaron de sentirse como viernes desde hace mucho, lo divertido de pasar tiempo en casa ha dejado de sentirse así. ¿Hasta cuándo todo esto terminará? Cada uno de los planes que se hicieron antes se pospusieron, se convirtieron en un “algún día” que me revuelve el estómago. Ahora, vivimos el día a día haciendo planes que comienzan en un “cuando la cuarentena termine” pero, ni siquiera sabemos cuándo será eso. La incertidumbre me está matando, me ocasiona un nudo en la garganta y me oprime el pecho. ¿Me graduaré? Es la pregunta del millón, aquella que se mantie-


ne repitiéndose una y otra y otra vez. Aquella que a veces me ocasiona escribirle por consejo a alguien que jamás me responderá, y me aterra. Me aterra pensar en el futuro, en lo incierto, en todo lo que esto podría acarrear. Siento la necesidad imperiosa de correr, de gritar con todas mis fuerzas, de volver a sentir el estrés de lo cotidiano, de vivir a prisa. Anhelo la normalidad, de ver a mis abuelos sin temer a que se puedan enfermar, de poderlos abrazar como antes. Anhelo lo que antes estaba al alcance de mis manos. Pero todo cambió. Me aferro con una fuerza que pensé no poseía al contenido que suben los artistas, me sujeto de ellos con fuerza y no los dejo, porque si me permito estar un solo minuto conmigo, el pesimismo me invade. Y no creo poder contra él. Sigo avanzando, con el constante tick tock tras de mí, con el miedo pisándome los talones y la taza de café frío en la mano. Sigo moviéndome, con precaución y haciendo lo debido, pero no puedo negar que los pensamientos me sobrepasan, y poco a poco, solo vivo por costumbre.




Tú a la lejanía Mariela Servín Herrera Eres algo especial, o al menos así se siente en mi corazón, como una calidez reconfortante y una bella distracción. Todo es gris por aquí y tus palabras se sienten como luz en las tinieblas, porque entre tanta oscuridad, irónicamente tú, con tu densa neblina eres como un rayo de sol en mi día. Sé que no puedes despejar tu mente, pero lo que no sabes tú es que puedes despejar la mía y callar ciertas voces en mi tormento. Suavizas mi molesta ansiedad. Tu recuerdo me suena a calma en la tempestad. Tu voz me suena a arrullo en una noche de insomnio. Tu imagen enciende sentimientos que creí haber perdido. Tus palabras me saben agridulces por tu esencia férrea y cambiante. Tu cariño me viene realmente bien porque te siento sincero y a la vez tan distante. ¿Cuándo he de volverte a ver? Para deleitar la calma que traes contigo, para conocer un poco más ese mal carácter y presenciar de nuevo, tu buena y bella naturaleza. Estoy aquí a la lejanía, al menos hoy centrando toda mi energía en deseos acerca de tu bienestar y el de los que amas, porque te quiero.


En Santiago Nuevo León, el 14 de mayo de 2020

Querido abuelo: ¿Cómo te va? ¿Qué tal el cielo? Aquí abajo todo está de cabeza, estamos en cuarentena desde hace más de 60 días por un virus llamado Covid19, muy peligroso, por cierto. En estos 60 días han pasado muchas cosas, hemos aprendido a valorar lo que tenemos en casa porque salir no es recomendable, aprender a utilizar las 24 horas del día en casa. Los días se me pasan rápido, pero batallo para dormir por las noches. Las tardes de los martes y los jueves, nos reunimos Fer y yo con los vecinos, leemos y escribimos poesía, Nora nos lee cuentos y la pasamos muy bien. También acostumbro a ir con mi abuela Paty a ayudarle a limpiar, o simplemente a comer con ella. Su hermano tuvo coronavirus y gracias a Dios ya no lo tiene. Me siento asustada, pues me da miedo que esto dure mucho tiempo. No te miento, he visto a dos o tres amigos que también están en cuarentena y tal vez eso me ha ayudado a no sentirme tan extraña, pero mis papás ya me dijeron que estas semanas son las más críticas, así que ya no veré a nadie. Por otro lado, Fer cumplirá años, y yo también, así que tendremos un cumpleaños un poco diferente a los anteriores. Esto es un poco de lo que ha pasado en lo que llevamos de cuarentena. Todos te extrañamos acá abajo y no te olvidamos. No sé cómo te haré llegar esta carta, pero supongo que se la daré a alguno de los pájaros que me despiertan por las mañanas. Nos vemos en algunos años abuelo, ¡¡¡Te amo!!! Alejandra, tu nieta.

(Alejandra González Hernández)




CUARENTENADA No sé como sentirme después de tantos días, cuando todos me hablan al mismo tiempo, diciéndome qué tengo que hacer, además me señalan a cualquier hora, sinceramente, no quiero perder el control si llego a despertar. No entiendo nada, de que forma quieren humanizar la humanidad del ser o de que manera desean racionalizar la razón del humano. No creo que sea correcto seguir un sistema que te encierra o reprime por días sin fin, en un cuadrado inestable con una puerta sin salida. Un sistema organizado que te aleja a tus seres queridos y de la sociedad. Ocultando el reflejo de tu rostro que imitaba el mar al sonreír o el de tu sombra que se quedó en el recuerdo del último día en el que el sol acarició tu silueta. Y ahora quieren que salgamos al mundo cubriendo nuestro rostro, cuando hace un par de días que empecé a aceptarme tal y como soy, es más, hace un par de días en el espejo practicaba mi mejor sonrisa para compartirla con los pasantes de la ciudad, que quizá, ni conozco, ni me conocen pero era lo que más podía ofrecerles. El hombre acaba con todo, no creo que sea del todo cierto, el hombre le ha dado sentido a la vida, porqué sé que no solo morimos después de la muerte, sino cuando llega el olvido de cada uno. En el surgimiento del hombre, en la época de nuestros ancestros, donde somos delimitados por los arqueólogos como "homos", aseguran que una de las razones por las que evolucionamos fue nuestra conciencia, prácticamente que la conciencia nos ayudó a sobrevivir, ahora solo me pregunto antes de despertar si sobrevivir nos ayudará a tener conciencia. Y no quiero frustrarme más, estando dentro de este cuadrado. A veces siento que todo esto es mi culpa, porqué a pesar de que cada día me la paso leyendo o escribiendo, no he podido crear una nueva ideología para que la gente pueda cambiar para bien. Me da miedo que todo esto no nos sirva de nada, que no aprendamos absolutamente nada, que ni encerrados en el vacío de nuestra “Cuarentenada” aprendamos a conocernos a nosotros mismos, me da miedo que no podamos entender que


la humanidad no se mide por cantidad de humanos sino por la cantidad de humanidad que tenga cada uno, me da miedo que terminemos enfermos mentalmente y a la vez me da miedo no querer despertar el día de mañana. Ahora solo quiero despertar... Porque hace días que mi alarma no genera ruido alguno, hace días que te pienso sin levantarme de mi cama, hace días que todos gritan mi nombre y mi mente susurra el tuyo. Quiero despertar, y no sé, como sé que no lo haré, porque soy inconsciente a mi tiempo por ser consciente a tu cuerpo, desde el punto de tu partida hasta la línea de mi herida. Quiero despertar porque cuando despierto pienso en donde estás, y quizá cuando lo haga, todo estará a la normalidad. Porqué sé que si no despierto hoy mañana no podré dormir y además pasado mañana llegaré otra vez tarde a la Universidad por quedarme dormido pensando cuando te volveré a ver. Mañana, precisamente mañana volveré a leer esta carta para acercarme a ti, olvidando así, que pasado mañana te comencé a perder por encontrarte abrazándome por última vez en mi cama. Mañana tendré un nuevo día sin ti, porque todavía va a faltar un día más para estar contigo, porque sé que ese pasado mañana del que tanto estoy susurrando en mi cuarto, es hoy, y no he podido despertar... Ismael Xiu




Noches largas Williams García Armanta

Son casi las 7:00 a.m. Y ya estoy aquí pegado a mi computadora, dispuesto a plasmar algunas líneas. No puedo dormir ¿de qué otra forma estaría yo despierto a esta hora? Mi insomnio no es necesariamente por la ‘’ansiedad del encierro’’, ni algo parecido, me es ya natural. Todos saben que no soy una persona mañanera. Hace muchos años que mis horarios son nocturnos, me encanta el silencio, así estoy más a gusto, y en la obscuridad de la noche es donde he encontrado este lugar y momento de paz. A veces escribo un poco, a veces solo leo, a veces… Solo pienso. Hay veces en las que no he podido dormir ni un momento durante un día o dos. No es nada saludable, lo sé. Pero es el precio por algo de silencio. Pasé desde las 4:00 a las 5:30 a.m. Fumando cigarrillos, sentado en la escalera que da al segundo piso, viendo las estrellas y la luna. Esta última lucía hermosa, grande y amarilla todavía. Confieso que me sentí un poco estúpido; miré la luna fijamente durante unos minutos, sin parpadear, intentando ‘’descubrir algo en ella’’. Tenía la esperanza de ver algo inusual, un movimiento, un parpadeo, un camino, lo que sea. Por supuesto, no pasó nada. La luna jamás me revelaría sus secretos. Después de mi ridículo, que afortunadamente nadie vio y duró solo unos minutos, abandoné la luna y me perdí en las estrellas, y también en mis fantasías. Comencé a pensar en lo que haré, todo lo que tengo que hacer cuando toda esta situación de cuarentena termine. Mi graduación y titulación, los cursos de francés que quiero tomar, también


el de literatura que tanto he estado esperando, entre otras cosas que me esperan. De pronto pasó por mi mente, durante un segundo, la reciente decepción amorosa que acabo de sufrir hace unos meses. Gracias a la importancia de mis asuntos, no reparé mucho en ese amargo recuerdo. Pero, mis fantasías… Ir a otro país, casarme con una extranjera (conocí a una española, y estoy dispuesto a que haga su conquista, como Cortés), convertirme en escritor, ser un buen psicoanalista, viajar dando conferencias, una casa en un lago para mí familia en alguna región hermosa, Italia o España tal vez. Son tan lejanas aún que ni siquiera veo los faros de ningún puerto cercano. El peso de la incertidumbre y mis propias fantasías es aplastante. En esta noche, viendo las estrellas, fumando mis últimos cigarrillos, sin ni un solo peso en la bolsa… Suena prácticamente imposible. Pero a mis cortos 23 años, sé que no lo es, al menos el intento no me será negado mientras siga vivo. Tengo un poco de confianza en mí mismo, y sé que si la alimento bien, podré soportar el peso de mis miedos, incertidumbres, no me dejaré vencer por el peso de mis fantasías, sino que las volveré realidad. No hay garantía por supuesto, pero es lo que lo vuelve interesante. Me gusta el desafío y el vértigo que provoca. Estuve hundido en estos pensamientos desde las 4:00 a.m., Paré a las 5:30, com. Entonces bajé las escaleras, tomé un vaso con agua e intenté inútilmente dormir. No lo conseguí, entonces tomé mi marca textos y un libro de Freud que tengo en un escritorio, literalmente pegado a mi cama y comencé a leer, continuando el capítulo que dejé pendiente: ‘’Actos y síntomas casuales’’ se titula el capítulo. Lo que hacía antes de esa hora de contemplación fue simplemente mirar la T.V, pasé de las 12:00 a.m. A las 3:00 a.m. mirando una serie documental sobre el universo en Netflix, y de cuando en cuando me distraía para contestar o enviar un whatsapp. Debo confesar honestamente que, aunque me encantan esas series sobre el universo y cien-


cia, me causan vértigo, miedo. Reconozco mi diminuto tamaño y el de mi casa, la tierra, ante toda la inmensidad cósmica que existe ahí fuera. Mi imaginación levanta su vuelo. Sufro terror cuando veo los posibles finales de la tierra, de nuestro sol, lo que pasa con las estrellas, el peligro de los agujeros negros, entre otras tantas curiosidades. Me asusta sobremanera, pero no puedo dejar de mirar, me gusta aprender. Es en esos momentos de pequeñez, hundido en mi contemplación de los hermosos astros, justo ahí cuando siento mi finitud… Cuando sé que todo acabará, en ese momento es cuando me siento más vivo, cuando entiendo que debo dar el máximo de mí para cumplir mis metas, pues tengo cronómetro. Recorro mi rostro con ambas manos, me aprieto fuertemente los hombros como si me diera un abrazo a mí mismo, siento mi cuerpo, mi corazón latir. No puedo nunca evitar pensar en una frase de un viejo filósofo, la cual me reconforta y me devuelve la esperanza. Dice:

‘’No quería descubrir, a la hora de la muerte, que no había vivido’’. (Henry David Thoureau 1817 – 1862) Por ese hecho de que todo acabará para mí algún día, y para todos, precisamente por eso es que no puedo, ni quiero abandonar mis lejanas fantasías. Porque quiero llegar a la hora de mi muerte sabiendo que viví ‘’deliberadamente’’ como decía Thoureau. Saber que decidí y tomé el peso de mis decisiones sobre los hombros, y si logré volver mis fantasías realidad o no… Eso será cosa mía, de nadie más. Saber que al menos lo intenté, y tener la fuerza para aceptar cuando algo no se da, pero nunca dejar de soñar.


Después de toda mi actividad nocturna y un día común dentro de mis pensamientos, me decidí a sentarme a escribir. Abandoné el libro que estaba leyendo a las 6:40 a.m. más o menos, lo retomaría por la tarde. Encendí mi computadora. Preparé un café y me dispuse en mi escritorio a escribir estas líneas. Dejé la puerta de mi cuarto entreabierta y de repente pasó mi papá por enfrente, abrió un poco, entró algo de luz y me dijo ‘’buenos días’’, preguntó que, si había dormido, le dije naturalmente que no, pero que igual, no tenía sueño de momento, él sabía que dormiría cuando el sueño me venciera, lo que podía ser en unas horas, o hasta la noche siguiente. Se preparó un café y me dejó escribir. Después pasó mi mamá con las mismas preguntas y se volvió al mismo objetivo; café. Prepararon desayuno y me llamaron a comer, fui a la cocina. Mientras comíamos platicábamos, como es costumbre. Les hablaba de la serie que me tiene enganchado, las cosas del universo que ahí aprendí –debatía con mi papá-, les hablaba de Freud y mis fantasías de escritor-psicoanalista-trilingüe, en fin, les resumí todos mis sueños y fantasías a detalle, por milésima vez. Ellos oían y comían, siempre oyen gustosos las fantasías de sus hijos (mis 2 hermanos y yo), por más disparatadas y lejanas que parezcan. Dan su punto de vista, comentan si lo desean, aprueban o cuestionan. La convivencia en esta casa es genial, somos libres. Incluso en este enclaustramiento o cualquier otro, somos libres. Jamás hemos estado encerrados, ni en una creencia, ni en ninguna doctrina, jamás se nos impuso lo que debíamos ser, ni pensar, solo se nos advirtió la consecuencia de actuar ‘’mal’’. Si tengo algo que agradecerles es precisamente haberme dado libertad de pensamiento y elección, y si tengo un compromiso en la vida es la responsabilidad por mi libertad. Afrontar las consecuencias de mis decisiones…


Después del desayuno y la charla matutina, volvieron a subir a su habitación, antes de irse, ambos me dieron un abrazo, agradecí por el desayuno. Sonreí a mi madre y le dije: ‘’un día de estos me iré a España a traer a esa chica que te dije’’. Me sonrió de vuelta y me dijo en broma: ‘’no fuiste ni a Guadalajara la última vez, pero está bien allá te quedas, en España para que nos lleves a tu papá y a mí’’. A decir verdad, no me pareció una mala idea. Ambos soltaron una carcajada y entonces subieron por completo las escaleras, me reí con ellos mientras subían. En ese momento eran ya las 8:30 a.m. Afortunadamente el sueño me venció. Abandoné todo. Dormí plácidamente. No soñé, pues como ven, yo sueño despierto.


Lo que anhelo Valeria Goab Porque no soy como el viento corriendo Viaja, vibra, acaricia y arrastra Sube, baja, sopla lento y con fuerza Va alto, va bajo, va lento, va fuerte Pero no hay montaña o fosa que resista su corriente 
 Porque me contienen en este cuarto extraño Cuatro extremidades y múltiples agujeros Pero aun así siento el encierro Siento la pesadez, el cansancio, el deseo 
 Porque siendo más que este barro con aliento Tengo que soportar la celda donde me encuentro Sin embargo, puedo sentir algo de eso que anhelo Al momento en el que el viento se mueve entre mis cabellos




La llamada Esa mañana tomé tiempo hasta para una segunda taza de café. Mi computadora personal ya tenía las páginas en las que trabajaría, mi teléfono celular descansaba a un lado y mientras yo reflexionaba sobre lo que haría y cómo lo haría, un proceso que es más breve e inmediato en un día normal, pero que ahora en los tiempos de encierro podía extender para darme el lujo de repasar cada cosa más de una vez. Había cerrado mi estudio de danza hacía un mes, pues la contingencia sanitaria requería que todos estuviéramos en casa, salvo los rebeldes, los más necesitados y quienes realmente están en pie de batalla. Recogí papeles, libros, computadoras, cosas personales; me detuve en la puerta, tomé una imagen del salón vacío y cerré, diciéndole al estudio y a mí misma que todo estaría bien y que en breve nos veríamos para bailar de nueva cuenta. Sonó el teléfono. En la pantalla aparecía el número del Estudio; lo había enrutado para recibir cualquier posible llamada, fueran de empresas de telefonía o tarjetas de banco o —a lo mejor— alguien que quisiera informes de clases y proyectos. Del otro lado, la voz de una señora mayor, Andrea, dijo llamarse. Amablemente me saludó y dijo si me podía hacer una pregunta. Sí, dígame, y soltó con seriedad: “Disculpe, ¿Usted cree que esto que estamos pasando es culpa de Dios?” Le respondí extrañada que no. Ella, con voz aliviada, continuó: “¿Verdad que no? Es que unos dicen que es culpa de Él, pero en la Biblia en tal capítulo dice tal cosa. ¿Me permite hablarle luego para platicar de la Biblia?” No soy ni la mejor ni la más interesada en el tema, pero no quería ser grosera. Le comenté que tengo


horarios irregulares mientras mi cabeza daba vueltas buscando qué contestar. Tal vez la señora necesitaba hablar en esta contingencia y yo era su tablita de salvación entonces le dije, queriendo decirle no sé qué contestar... Puede marcarme. Se despidió y colgó. Esa llamada me hizo pensar en mi madre y en mi suegra; en mi hermana, mis primas, toda mi familia, amigas, colegas, grupos. Escribí en mi estado de Facebook que aquí estoy para platicar, y conté mi experiencia. A los escasos minutos, amigos intrigados me preguntaron sobre la salud de la señora Andrea y otras curiosidades. A la semana siguiente me marcó alrededor de la misma hora: “Quedé en que le marcaría ahora”. Su pregunta hoy era sobre cómo se sentiría el diablo con esto; que en Juan XX, XX decía tal cosa. Me contó que estaba confinada desde el 17 de marzo; que no ha salido para nada porque sus hijos no la dejan, porque estuvo enferma, por eso marca por teléfono. Aún no le he preguntado de dónde sacó mi número. La llamada fue breve, 3 o 4 minutos, y es agradable escuchar y conocer a alguien del otro lado del teléfono. Comprometida con esta historia, compartí las novedades. Intrigados y solidarios muchos me escribieron palabras agradables y algunas preguntas que no debería de dejar pasar para la siguiente. Llegó el día y la señora Andrea volvió a llamar. Amablemente empecé con las preguntas para curar la curiosidad: que tomó mi teléfono de la sección amarilla, que vive en San Nicolás, por la Clínica 6, que está bien, y que para no sentirse sola pues llama al azar. Yo fui la ganadora. Entonces me habló de Isaías..., y continuó diciendo: “Es que uno se hace preguntas y esperamos que las respuestas sean satisfactorias.” Pienso que en lo satisfactorio cabe todo, lo bueno y lo malo, porque está escrito. Ella tiene 76 años; entonces le dije hashtag: “Quédese en casa”. Le comenté que tenía fans, que mis amigos le habían enviado saludos,


que también estaban preocupados y mandándole buena vibra. Y que se cuide mucho. Me dio su teléfono y la próxima sería videollamada de WhatsApp. Mi nuevo relato causó más curiosidad. Dejé de usar la Sección Amarilla nueve años atrás. Nuestro mercado meta ya no usaba la guía telefónica y en la ola de inseguridad que entonces atravesábamos en la ciudad, supuestos comandantes estaban llamando para extorsionar a la gente y a las pequeñas y medianas empresas. Mi pequeña historia pudiera dar un giro al terror. Un maestro que vive a una cuadra de la escuela y quien da clase de danza en línea desde el estudio a nuestros estudiantes, me dice en una llamada: “Oye, pasó algo en el estudio”. Imaginé muchas cosas, todas malas: ¿entraron extraños, hubo un desperfecto, hicieron alguna pinta? Entonces me dijo que no, qué fue en la oficina y envió la fotografía de una repisa con cedés caídos, un desastre en verdad, como si un perro travieso o gato o algo sobrenatural, como la niña que se aparece en las escuelas, hubiera movido algo e hiciera que haya caído todo lo que sostenía la repisa. Nada de eso, y tampoco fue la señora Andrea, estoy segura. Es la cuarta semana que me llama. Hoy me videollamó, no tomé la foto porque me dio pena, sin su consentimiento. Siempre lo hace en el momento del rico café veracruzano de grano molido, obsequio de una alumna; eso significa que yo estoy dispuesta a lo que venga. La señora es muy amable, le hacen el mandado sus hijos, tiene seis; está muy bien, no se preocupen amigos, solo se trata de platicar, de platicar de Dios. Mientras imaginaba su vida, hizo su pregunta que respondí algo distraída, me sorprendí y hasta reí cuando me interrumpió y me dijo: “Pues no”. Ay. Respondí mal, y no pasa nada me equivoco muchas veces, pero recordé cuando era chica y en misa me perdía en alguna parte, o algunas partes y cuando el Padre en la homilía preguntaba cosas como:


“¿Qué espera Dios de nosotros?” o “Como decía la primera lectura…”, y nos observaba y yo pensaba: Ve para otro lado Aurora y pon cara que sí pusiste atención, pero moría de miedo de que me preguntara. No importa, sabemos que el Apocalipsis es así, todo un apocalipsis pero no hemos llegado a él o eso espero. Ese fue nuestro tema en esta llamada. Ahora me dijo que me veía muy joven, eso puso leña a la hoguera de la vanidad. Amigos: esto no se trata de religión, ni de fútbol ni de política. Solo es una charla de cuarentena, de amistad y de estar, estar juntas. Compartir esta historia en mi Facebook me ha permitido sacudir no solo cada rincón de la casa, sino a la misma segunda parte de la cuarentena que vivimos. Mientras hago el trajín diario y exploro sugerencias educativas para ofrecer a distancia o me esfuerzo en el reto de dar una clase en línea como invitada de una página con maestros italianos. Imagino cuántas cosas podemos recordar, reflexionar, y cuántas amistades podemos todavía hacer o fortalecer. Dentro de todo, dentro de mi casa, a mi espíritu libre esta llamada le agrada y serena, en tiempos en que la gente ya no se llama por teléfono. Aurora Buensuceso Monterrey, N.L., 10 de mayo 2020




Cuatro relatos Celeste Alba Iris

MI ABUELO ERA HIJO ÚNICO El abuelo y su hermano eran contrabandistas honrados. Ellos decían: a tal hora, tal día, usted tendrá su mercancía. Y se iban, cruzaban el río, compraban religiosamente los encargos y algo más que pudieran ofrecer en su tienda a buen precio. Envolvían en lonas las adquisiciones, cargaban sus mulas y venían de regreso. Entonces la mayor parte de los productos en el país estaban para llorar pero cruzando el Río Bravo, los driles, el percal, los zapatos, las armas, eran de una excelente calidad a un óptimo precio. El hermano mayor, que no llegó a ser mi tío abuelo, falleció de una intoxicación por metales: le administraron más plomo del que su organismo pudo tolerar y murió. Pero el abuelo siempre supo que la muerte es natural y llega de una u otra forma, por eso continuó con su trabajo: cobrando lo justo, entregando a tiempo y completo. Era importador, no digo que era gente que usara papeles, porque los papeles solo sirven para usos viles. Vea usted, yo escribo aún en papel a puño y letra, si mi abuelo leyera sobre lo que él en realidad nunca fue y durante la cuarentena escribo, más valdría que fuera cierto...

MAYO 4: TU VOZ EN LA FRONTERA Para El Vampiro del Río Grande No conocías los desagües de barro y por eso preguntaste por los salientes del techo. Desde entonces, sin importar lo furioso que pueda ser el mal tiempo, sonrío al recordar tu aire de falsa suficiencia al decir que en cambio tu casa tenía canaletas para evacuar el agua. Aunque no lo creas estás presente cada vez que hay aguacero y las


gárgolas rugen el paso de la lluvia caudalosa. Mayo tras mayo insististe que volviera pero la distancia me pronunció hacia otro lado. De nadie me despedí. No sé qué te habrán contado o lo que diste por hecho. Sin embargo, luego de tantos años escuché clarito tu voz y hasta tu risa. Amanecí en tu recuerdo: Dije tu nombre. En medio de esta pandemia no será posible hacer un servicio funerario como mereces tú que elegiste esta manera de decir adiós.

MEDIDA DE CONTENCIÓN Un hombre vigilaba nuestra casa sin pretender disimulo. Aún en la cama podíamos sentir la presencia amenazante del desconocido. Era como si pudiéramos verlo tras la pared de la recámara, recargado en el poste de la acera de enfrente, siempre esperando. Víctor Hugo me dijo que saldría a hablar con él. Le supliqué que no. Los tres sabíamos que solo esperaba por eso, que se lo llevaría de ''levantón'' apenas estuviera afuera. —Es una provocación, le insistí mientras se encaminaba a la puerta. Desperté. Tomé la mano de Víctor Hugo quien seguía dormido a mi lado y percibí la diferencia de temperatura corporal entre ambos. Él también lo notó. Luego de negarme a tomar algún antipirético porque el sudor había comenzado inclusive a humedecer la sábana y acaso la fiebre no era ya una admonición sino un rescoldo impreciso. Resolvimos que él debería ir a dormir al sofá porque tras los primeros síntomas la etapa más contagiosa del COVID-19 parece ser la inicial. Ahora soy yo quien escuchando los ronquidos observo su sueño del otro lado de la pared.


¿CUÁNTAS VIDAS TIENE EL GATO? Mis horas son desde hace tiempo horas extras. No voy a dejar de salir al mundo, me dijo él, a quien más de una posible muerte definitiva le guiñó el ojo.


RULETA RUSA Ramsés Vázquez

¿Alguna vez has jugado ruleta rusa? ¿No?, te explico: 1-Agarras un revolver. 2- Abres el barril e insertas una bala. 3- Giras el barril y de un golpe lo pones en su lugar. 4- Jalas el martillo hacia atrás. 5- Pones la pistola a un lado de tu cabeza, y aprietas el gatillo. 6- Click o boom, no hay otro sonido. Si fue el primero puedes seguir jugando, en caso contrario, saluda a mi abuelo. Ese sentimiento lo tienes en tu cabeza al momento de que abres la puerta y decides ir por algo “necesario” al supermercado. No sabes qué persona es bala o recámara vacía, regresa a tu casa y espera 14 días para seguir jugando o hablar con un septuagenario.





Los días impares Sergio Feluel Hernández Loaiza

Parece casi mentira que desde hace ya dos meses las cosas cambiaron de manera drástica, parece casi mentira que he vuelto en el tiempo y volví a la casa de mis padres, parece casi mentira incluso que mi horario de dormir se estropeó de nuevo. Desde que la cuarentena empezó todo ha sido irreal, algo parecido a un sueño o, mejor dicho, a una pesadilla. De un día para otro dejar mi universidad, mi departamento, la ciudad, mis amigos y regresar a lo que solía llamar casa. Regresar con mis papás y mi hermana, compartir mi espacio y tiempo. Es extraño el cambio de pasar de ser foráneo por dos años y después, sin ningún previo aviso regresar a lo que solía llamar común, regresar a lo que solía ser mi vida y a lo que solía ser mi rutina. Al principio, cuando venía de visita a casa de mis padres era como si estuviera de vacaciones, así cuando uno va a visitar a un familiar y se ven obligados a convencerte de quedarte con ellos para que no pagues algún hotel. Una sensación te invade al momento de ir a la cama porque sabes que estás seguro, que estás con tu familia, pero, aun así, no es tu casa y no es tu hogar. Una sensación de pertenecer y a la vez no, donde la única idea que choca dentro de tu cráneo es que pronto amanecerá y tendrás que irte, esa idea de saber que esa no es tu realidad y solo será algo temporal. Cuando todo esto comenzó así se sentía, pero los días pasaron y las semanas se acabaron, incluso un mes completo pasó y aquel sentimiento se ha desvanecido completamente. Tuve que hacerme la idea de que ahora esta era mi realidad: despertar, desayunar, tener clases en línea, procrastinar mientras decido hacer tarea o


no, tratar de hacer ejercicio para olvidar el hecho de que he estado encerrado desde días atrás, tratar de dormir y repetir toda una vez más al día siguiente. Uno nunca sabe como salir de un círculo vicioso, menos de la rutina, esta última te atrapa y poco a poco te va succionando la vida hasta que deja a una persona promedio más, aquella que no anhela nada, pero que tampoco se arrepiente de nada. Esas personas que buscan un trabajo fijo en el cual durar al menos más de treinta años, tener una familia, conseguir una casa y poder brindar apenas lo necesario para subsistir. A decir verdad, no tengo ni la más mínima idea de si esto es cierto o si realmente lo causa la pequeña ciudad en donde mis padres viven, pero algo está convenciéndome de que tal vez, solo tal vez, ese puede llegar a ser mi destino: otro muerto viviente dentro de las garras del capitalismo. No es tan diferente a lo que hago ahora, es decir, muy apenas y me mantengo vivo, casi todo el día estoy cansado y solo espero el momento de la noche para poder volver a dormir, aunque no pueda. No es por la escuela o la tarea, ni mucho menos por las pobres rutinas de ejercicio que trato de hacer, es más un cansancio emocional. Aquel que te quita las ganas de todo, leer, escribir, ver una película y que te deja completamente vacío. Un cansancio que te quita los colores y te deja completamente gris, un cansancio el cual no sabes de donde proviene y tienes miedo de no saber si algún día se irá. Mucha gente le llama tal vez pánico colectivo, o simplemente secuelas de lo que está pasando, pero siendo honesto la cuarentena solo me ha ayudado a ver cosas que antes no veía. Por el buen sentido, me doy cuenta cuanto extraño caminar el parque o incluso ir a hacer el súper yo solo, viajar en camión o volver en el metro justo al atardecer, ver el sol ponerse sobre el horizonte y sentir sus últimos rayos, aquellos que le dan cavidad a la noche y a una nueva vida. Es tan


inusual cuanto extraño incluso las cosas más simples como ir a la facultad, caminar por los pasillos e ir a la biblioteca, salir a correr o incluso a caminar, abrazar a mis amigos o simplemente escucharlos reír hasta que el aire se nos va. Extraño las noches largas, las pláticas sin sentido a las tres de la mañana, las fiestas, los nuevos lugares que conocí sin planearlo, la sensación de estar medio ebrio al momento de estar bailando con alguien que nunca habías visto en toda tu vida, conocer gente nueva, congeniar con alguien, llorar, gritar y cantar. A decir verdad, no todo es tan malo, la cuarentena puede estar matándome lentamente (a más de uno tal vez), pero también me da tiempo de pensar y recordar, de planear y de recordarme que bueno es disfrutar de esos momentos que le hacen olvidar a uno todo aquello molesto. A veces pasamos desapercibidas varias cosas, olvidamos que hay buenos momentos, nos encontramos tan absortos en nuestras vidas y nuestra propia forma de vivirla que olvidamos cosas importantes, olvidamos que esas risas valen mucho, olvidamos que el cielo se ve hermoso a cualquier hora y olvidamos hacia donde vamos muchas de las veces. Parece casi mentira que desde hace ya dos meses las cosas cambiaron de manera drástica, parece casi mentira que he vuelto en el tiempo y volví a la casa de mis padres, parece casi mentira incluso que mi horario de dormir se estropeó de nuevo. Desde que empezó la cuarentena todo ha sido irracional, algo así como un sueño, un sueño en donde cada día recuerdo algo bueno. Un sueño en donde mi amor por mis amigos se hace cada vez más grande, un sueño que me ayuda a recordar el por qué sigo vivo, recordar que en esta vida no todo es malo y que a veces, es necesario detenernos a pensar y recordar todo. A veces necesitamos descansos para no perder el camino o rumbo de nuestras vidas, aunque siendo honesto, todos debemos de perdernos alguna vez porque eso nos llevará eventualmente a encontrarnos de nuevo.


Hoy soy

Andrea López Herrera Creí haber encontrado la parte de mí que quería, pero ni siquiera sé si soy quien yo creía ¿Me mentí todo este tiempo?, ¿o solo es una caída? ¿Alguna vez fui libre?, ¿o me he detenido toda la vida? ¿Quiénes seremos cuando todo esto termine? En el día, la risa de mi hermana me mantiene alegre, pero en las noches los pensamientos vuelven. Y es que en el silencio todo se escucha más fuerte. Cada latido hace que mi cabeza suene. ¿Quiénes seremos cuando todo esto termine? ¿De qué sirve esta calma si no significa paz? Recuerdo estar sobre el pasto cuando soplaba el viento, al frente de un largo pasillo con patio trasero. Lejos de esta escena donde las paredes solo regresan mi eco. Se siente tan distante como otra vida, se ve tan borroso como un sueño. Luego del llanto el dolor pasa. Recuerdo al reloj que escondí al fondo del ropero, porque el ruido de las manecillas no me dejaba dormir. Hoy el segundero se ha vuelto a oír, pero ese sonido ya no significa nada. Entendí que el reloj no marca el ritmo de las almas. Al regresar el silencio, presté atención a mis latidos, y volví a encontrarme en cada uno de ellos. Sé que no son los mismos que la última vez que entre árboles recorrí un camino, pero representan lo que está sintiendo la persona que fui antes, y seguiré siendo cuando termine esto.




Aislamiento Me repetía: “este es el camino, Este es el camino”. Sin embargo, la noche me pesaba, me quedaba parado viéndome en el espejo. Me insistía: “aún existo”. Palabras vienen, palabras de más; el encierro me fatigaba, me fulminaba: “este es el camino, este es el camino”, decía, me decía. Solo mis adentros respondían: “aún existo”. Como una llama que se apaga sentí el extinguir de la vida, el aislamiento se extendía. La melancolía se reflejaba en los ojos: “el llanto de una perdida, la ansiedad de afuera, el pensamiento que punza”. Insistía: “aún existo, aún respiro”.

Cumpleaños Un año más de vida, pero el primero con una crisis mundial después de la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. Es cierto que la humanidad se ha enfrentado a peores escenarios, no obstante, nunca a nivel global. Sí, otro cumpleaños con la familia: los seres que más amo estuvieron conmigo y algunos se presentaron por medio de la virtualidad. Otro año que crece mi ansiedad y la ansiedad colectiva de la soledad. El encierro nos ha demostrado que un ser microscópico puede ser más letal que las peores palabras dichas, la bomba más mortífera; el dinero solo es una felicidad efímera; todos somos partí-


culas de un mismo todo, del universo que se expande. Este cumpleaños ha sido el más desconcertante, pero también donde se muestran los sentimientos tan profundos y sinceros que tenemos por aquellos que no deseas que un virus sea el culpable del rumbo incierto de tu vida. Pedir un deseo cuando quisiera pedir más; mirar a tu familia mientras sonríes nerviosamente a los celulares; sentir que nada es normal, que el ciclo de la vida sigue y seguirá. –ya nada es normal: un año más, un virus más, una recesión más, una ansiedad más, un problema más, un encierro más, un día más, pediré un día más…

Omar Campa Velázquez



Romper la cotidianidad en tiempos de cuarentena Diego José Nieto Ayala Estoy sentado y a la vez estoy pensando, no siempre es fácil hacer la segunda, a veces creo que soy un poco nostálgico, pero también creo que es parte de estar viviendo en medio de una pandemia, la más grande en los últimos 30 años. Pensándolo bien creo que es parte de la vida. Ahora el encierro me hace recordar y de repente, cuando menos lo espero, aparece una canción del 2010 cuyo nombre llevo buscando por años y de la cual estuve tan cerca que hasta llegué a toparme con el grupo que la interpretaba y que ni así pude atinar el nombre, he sido muy distraído en algunas cosas y he prestado mucha atención en otras, tal vez debo de encontrar el equilibrio. Es probable que la vida me la estuviera reservando para estos momentos, justo así como nos reserva tantas cosas. Respiro, a veces nos hace falta darnos uno. Unos segundos más tarde me reincorporo a la escena, no es que me haya ido, solo me distraje un poco platicando contigo, estoy en el comedor de mi casa, a mi padre siempre le gustaron las casas con techos altos, tal vez sea por eso que la mía mide 4 metros, a mi madre le gustaba mucho el color blanco, seguro que es por eso que está pintada de ese color, desconozco a cual de los dos les gustaba tanto la madera o quizá a ninguno y solo escogieron el candil de ese material simplemente porque les gustó, yo no elegí nada, pero aquí vivo y me gusta. El comedor está lleno de un profundo silencio interrumpido de vez en cuando por el ladrido del perro de los vecinos más cercanos que tenemos e iluminado por el candil de madera que tanto me ha gustado siempre y que ni siquiera sé bien cómo llegó aquí.


A unos cien o doscientos metros vive un matrimonio con sus 3 hijos y poco más allá una pareja de recién casados, prácticamente vivimos en soledad, es agradable, te permite conocerte mejor a ti mismo, tiene sus ventajas, sin embargo, a veces uno quiere compartir un asado con alguien el sábado. Respiro de nuevo, lo percibo, pero ahora con mayor profundidad y conciencia, en ocasiones hacemos mejor las cosas cuando ya no es la primera vez, pues ahora hemos ganado experiencia. Tomo un poco del vaso con whisky que me he servido hace poco, de vez en cuando me gusta disfrutar de un trago, tengo un viejo radio aquí cerca, pero no puedo usarlo, está descompuesto, pertenecía al abuelo, su valor es sentimental más que económico, por eso lo guardamos. Quisiera reproducir en él la canción de hace 10 años, pero no me queda de otra más que hacerlo en mi computadora, ya casi es medianoche. ¿Es poco habitual o es más común de lo que creo? Mis días durante esta cuarentena han sido todos muy similares, despertar de lunes a domingo a las 7:30, leer un poco hasta las 9:00, comenzar a trabajar desde casa, soy afortunado de poder hacerlo, tomar un descanso a las 2 horas y desayunar, retomar mis labores justo al medio día, terminar a las 16:00 para comer, tomar un café, ejercitarme un poco, leer de nuevo e irme a la cama justo a las 00:00, pero hoy por alguna razón, he de romper la cotidianidad en tiempos de cuarentena, sorprendente porque no lo hice cuando era libre de hacer e ir a donde quisiera, la canción sigue sonando, he de confesar que cuando descubro una nueva canción que me gusta la escucho tantas veces que dejo de hacerlo hasta que me enfada. Un momento, la vida es eso, momentos. Viene el recuerdo. Mi época de estudiante hace 10 años, asistí a un campamento nacional. Unos estudiantes del centro del país subieron a un escenario improvisado y estando en occidente se apoderaron del momento, cantaron y bailaron, estoy seguro que lo disfrutaron, yo los observé desde abajo, a una distancia considerable, nunca me ha gustado estar muy cerca de las personas y ahora me recomiendan alejarme al menos un metro y


medio de ellas, extraño los abrazos y los apretones de mano. A veces ni nosotros nos entendemos. Sin nadie darse cuenta, yo generé mi propio momento y ahora que la canción de hace una década me ha hecho recordarlo, me doy cuenta de lo feliz que era en aquel entonces y que ni siquiera me percataba. ¿Se puede ser feliz solo porque se ve a otros felices? Creo que no soy el único con ese sentimiento, las personas ocultan sus sentimientos, hace tiempo que las escucho y presto más atención, pero primero tuve que escucharme y ponerme más atención a mí mismo, creo que si estoy bien conmigo mismo, puedo estar bien con los demás, en realidad compartimos muchas cosas, por eso cuando alguien se atreve a hablar, muchos se identifican, pero a la vez mucho lo critican, pues no soportan que se ha atrevido a hacer algo que ellos no. La vida me ha colocado en medio de una pandemia, me ha atrapado en mi casa y para consolarme me ha invadido de recuerdos acompañados de una canción, me susurra al oído que yo era feliz y me cuestiona cómo es que no me daba cuenta, pero su intención no es esa, ahora la que miró fijamente a los ojos y después de invitarle un whisky, se ha sincerado, me comienza a cuestionar, pero le pido silencio, ha hecho mucho ruido y me ha desconcentrado, haciéndome perder el momento unos segundos, a veces la rutina nos hace perdernos por años. Vida, le digo como si la conociera, yo soy feliz, pero ahora me doy cuenta, la cuarentena me ha hecho romper con la cotidianidad. Dentro de todo lo ocurrido en medio de la pandemia, algo ha ocurrido en mí, he frenado bruscamente antes de impactarme y he experimentado una sacudida, justo a tiempo. ¿La cuarentena también ha impactado en ti o la rutina sigue a pesar de ella? He aprendido algunas cosas como a no asistir a un lugar que no me gusta, a no convivir con quien no me agrada y a no comer lo que no se me antoja. La vida es muy corta. Pretendo no seguir aplazando la ida al estadio, planeo hacer el viaje que he estado pensando hacer durante años y acercarme un poco a


aquellos que aprecio, quien lo pensaría, ni siquiera yo lo imaginaría, que debido a una pandemia escucharía la canción que hace años estaba buscando y que gracias a ella iba a romper la cotidianidad en tiempos de cuarentena. ¡Salud por ello!




De rodillas Claudia Carrillo

El anuncio lo recibí en Las Vegas, era el puente de marzo. Faltaban dos días para el regreso y la angustia se apoderó de mí. ¿Y si no había vuelo para regresar? ¿Y si cerraban la frontera? Luego fue ver cómo la vida, siempre activa en la ciudad del pecado, empezaba a extinguirse: los famosos y deliciosos bufetes de los hoteles, cerrados, los grandes espectáculos, igual. A un día del regreso, poco a poco las opciones de conseguir comida empezaron a escasear, la gente iniciaba el éxodo. De pronto, el anuncio de cierre de hoteles y casinos fue oficial. Cuando preparaba mi salida vi lo que nunca había presenciado: las máquinas tragamonedas apagadas, las mesas de juego vacías, las tiendas cerradas. Era desolador, era la prueba tangible de la muerte anunciada. El bullicio del aeropuerto solo confirmaba el caos, todo mundo queríamos lo mismo: volver a casa para refugiarnos en la seguridad de nuestras paredes. Escuché a una mujer durante el viaje: llegamos ayer, dijo, me avisaron anoche que este era el último vuelo que mandaban de Monterrey, si no lo tomábamos estábamos por nuestra cuenta. Estábamos por nuestra cuenta… Vinieron después los catorce días más angustiantes: ¿y si nos habíamos contagiado sin saberlo? Lo único que pudimos hacer, lo que debíamos hacer, era aislarnos del mundo para que, en caso de haber cargado el letal virus en nuestro cuerpo, no anduviéramos esparciéndolo de manera irresponsable.


Día 15, no hubo síntomas, entonces una preocupación reemplazó a otra ¿qué vamos a hacer un mes así? Y con esa interrogante llegaron las noches de insomnio, los días de ansiedad, la angustia, el miedo, el sufrimiento por lo que esta pandemia nos ha quitado, sin embargo, la cualidad humana de adaptación aparece cuando más se necesita: empecé a ver lo que tengo y a olvidarme de lo que no. Esto es lo que hay, dice con frecuencia mi terapeuta, hoy hay dos meses más de encierro, pero hay todo aquello que en la prisa diaria olvidé vivir: dejé de correr sin sentido, ya no me preocupo por el futuro ni me angustio por el pasado, vivo día a día, como se supone que debe ser, dejé de enfocarme en el exterior y me concentré en el interior, encontré cosas maravillosas y otras no tanto, en esas estoy trabajando para que cuanto esto termine solo haya cosas buenas aquí dentro. ¿Cuánto falta por aprender? No lo sé, también eso está ocurriendo un día a la vez. Lo que sí me quedó muy claro fue que cuando las luces se apagaron en la ciudad las alertas tenían que encenderse de inmediato: teníamos que tomar medidas, dejar de adorar a los falsos ídolos que regían nuestras vidas: el consumismo, la frivolidad, el egoísmo, y la depredación, estamos obligados a empezar a respetar al planeta que nos dio asilo y cuya hospitalidad no hemos agradecido. Cuánta arrogancia invadió a la humanidad, nos sentíamos dueños del mundo y vino un enemigo invisible a ponernos de rodillas.




Escribir para ser leído.

Nunca antes me había pasado eso por la mente, ciertamente prefiero escribir solo para mí. En esta ocasión opté por escribir para los demás. De igual forma, cualquiera que lo lea se olvidara del texto al cabo de unos minutos. Es el absurdo que me envolvía en el mismo instante en el que mire la invitación para escribir en dicha plataforma de Internet. Honestamente, en primer momento, no me animaba a escribir porque sé perfectamente que lo que vivo y pienso que carece de importancia para todo el público, pero ¡qué va! A final de cuentas las personas en redes sociales se llenan de información inservible para sus vidas y, en mucha de esa información se presentan personas que ellas desconocen y aun así se interesan durante un corto periodo de tiempo. ¿Por dónde empezar para lograr describir todo aquello que he estado haciendo en esta cuarentena? No es tanto lo que he hecho, sino lo que he pensado. Mi día a día transcurre quizá más aburrido que de cualquier otra persona viciosa en el planeta. Comienzo el día, despertando de una noche de desvelo, siempre duermo tarde, soy de esas personas que prefieren vivir de noche y, en el día, suelo estar taciturno y de mal genio, con mucho sueño e insatisfecho por no dormir bien a pesar de ser yo el culpable de mi estado anímico. Usualmente estoy de mal genio, veo a los integrantes de mi familia, a veces tan alegres y otras veces enemistados y lo mismo se repite el siguiente día. Qué entretenida es la vida del hombre. No quiero llenar este texto de negatividad y pesimismo, simplemente describo todo aquello que no le puedo contar nadie, pero, ¿por qué no puedo contar esto que pienso y siento? Es simple, porque antes ya lo he hecho, y me sorprendí al ver la reacción de esa persona, tan taciturna en ese momento, con los ojos caídos, desanimado por lo que le había expresado, avergonzado, ella solo estaba ahí, enfrente de mí. Lo único que dijo fue: “chale”. Es eso lo que le pasó por la cabeza, es lo que tiene en la cabeza, eso y nada más. ¿Y qué fue lo que pensé? Deduje que a cualquiera que le contara mis cosas reaccionarias de igual forma ¿es que acaso no se dan cuenta de la gravedad del asunto? Pude yo entender que todos son unos frívolos, no son sensibles ante el sufrimiento ajeno, no se


interesan, incluso, por saber más, solo saben hasta donde les permite uno saber, al cabo estas son siempre las relaciones interpersonales de los sujetos. Después de estar medio amargado, me dirijo a mi cuarto, veo un librero casi lleno, en su mayoría de libros que aún no he leído, sí, soy de las personas acumuladoras de libros, los compro con la ilusión de que dentro de un mes ya lo habré de tener leído. Por supuesto, que no es algo de lo que me sienta muy orgulloso, de hecho, me avergüenza cuando alguien entra y me pregunta si ya los he leído todos. Pena me doy al contestar negativamente. Para las seis de la tarde estoy de buen humor (relativamente), veo que el sol ya está apunto de ocultarse por la colina, veo la primera estrella brillar en un cielo todavía azul, siento un fresco aire sobre el rostro y me alivia saber que ya terminó dicho día caluroso. Es un gusto demasiado efímero, pues mañana nuevamente habrá calor y, por supuesto, otro día con el mismo estado de ánimo. Existe la posibilidad de que mañana no esté de mal talante. De vuelta en mi cuarto, suelo pensar en que el encierro que cae muy bien, a veces me reconforta saber que no tengo que ver todos los días a personas que no conozco por la calle, me gusta la soledad, el ensimismamiento, gozar del privilegio de pensar. Esto último es lo que han perdido todos los jóvenes de hoy en día, –pienso-: en la actualidad es imposible que puedas reflexionar, los jóvenes están tan ocupados colgando fotos en sus redes sociales que han perdido el gusto por pensar, por leer, por disfrutar de un café. Cosa que me preocupa y desanima aún más es, que sé que posiblemente estos jóvenes nunca han pensado racionalmente, y lo sé porque ni siquiera han visto el engaño de las redes sociales, no se dan cuenta que son los más destacados seguidores del poder mediático. Todos están atrapados, quizás este sea el motivo de mi estado de ánimo diario. ¿Qué pasara el día en que, en lugar de un encierro obligatorio en casa, sea, en cambio, un olvido de las redes sociales? Es fácil saberlo, toda “la vida” de estos jóvenes se destruiría, no les quedaría nada, y, aun así, no se sentirían tan mal como yo me siento por ellos. Hoy tampoco dormiré temprano. Yariel Anota Zuñiga


E

stoy sentado en este gran salón de clases, veo las caras temerosas de mis compañeros de aula, abro mi libreta para repasar los apuntes pero no hay nada, ni una sola oración que se relacione con el tema que se supone debo presentar, los otros integrantes de mi equipo están igual de asustados y nerviosos. Somos treinta y dos alumnos en segundo de secundaria, ocho equipos de cuatro; como siempre la maestra es quien decide qué equipo debe pasar a exponer, ya han pasado dos y no a todos les ha ido bien, nosotros no tenemos ni idea de lo que debemos exponer, conocemos el tema pero los nervios son más grandes que nuestra pobre confianza. Tememos ser los siguientes en ser nombrados, cada que un nuevo estudiante termina su parte sentimos más cerca la posibilidad de pasar al frente a hacer el ridículo, escuchamos en nuestras mentes a la profesora nombrar a nuestro equipo pero solo en nuestras mentes. Me tiemblan las piernas, el desayuno se siente salir, miro a los otros y pido alguna mirada que me salve del castigo terrible de pararme frente a mis compañeros a hablar como tonto. Una idea ronda mi mente perturbándome aún más ¿Qué pasaría si nuestro equipo fuera el siguiente en pasar a exponer? ¡Acaso no sería un alivio! Me imagino estando del otro lado, veo los rostros de los compañeros que han pasado antes que yo, algunos completamente tristes, desilusionados, enojados por la calificación obtenida, otros orgullosos de su trabajo, satisfechos con su esfuerzo, vuelvo a la realidad solo para seguir sentado esperando mi turno. Es la incertidumbre de no saber cuándo estaré de pie frente a todos con el estómago revuelto y las rodillas temblando, sería diferente si conociera el orden, si existiera una lista que pudiera decirme cuándo es mi momento y cuál es mi calificación, buena o mala pero escrita por fin. Un equipo más delante de mí se levanta, la profesora pasa a mi lado y trato de ver discretamente si en su libreta tiene un listado, el orden en el que debemos pasar, pero nada; Estamos sometidos a su capricho. Es claro que todos pasaremos en algún momento, es obvio que mañana estaremos metidos en una nueva encrucijada, pero hoy, en este momento en el que miro mis zapatos limpios, mi pantalón planchado, mis manos sudorosas; es aquí cuando entiendo que no puedo escapar. Levanto la mirada mientras la profesora busca en su libreta, parpadea un


poco alzándose sobre los alumnos, una sensación comienza a llenarme, me mira a los ojos, entre abre la boca, me late el corazón muy rápido, levanta la mano en dirección a mí… Mi esposa me despierta, ya es tarde, he dormido mucho, la televisión encendida me da el recuento del día, mil ciento cincuenta contagios, cincuenta muertos por el virus, más de un millón de personas enfermas en todo el mundo. Tiemblo un poco, me alisto para salir a trabajar, me pongo el cubrebocas, los guantes, tomo el gel antibacterial. Nuevamente la incertidumbre, se me revuelve el estómago, me tiemblan las piernas, ¿cuándo será mi turno en la lista?

Manuel Eduardo Luna Jara


Diseño y edición: Virginie Kastel Relatos de la cuarentena VII, Primera edición, 2020 © 2020, los autores © 2020, Tresnubes SAPI de CV © 2020, Universidad Autónoma de Nuevo León UANL Rogelio G. Garza Rivera Rector Santos Guzmán López Secretario General Celso José Garza Acuña Secretario de Extensión y Cultura Antonio Ramos Revillas Director de Editorial Universitaria Padre Mier No. 909 poniente, esquina con Vallarta Centro, Monterrey, Nuevo León, México, C.P 64000 http://editorialuniversitaria.uanl.mx/ editorial.uanl@uanl.mx TRESNUBES EDICIONES Reforma 427, San Pedro Garza García, C.P 62400 https://www.kichink.com/stores/tresnubes tresnubesediciones@gmail.com



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