“Tengo el don, quiero compartirlo”
ENERO-FEBRERO 2015 Redacción: Román Arana Iñíguez 5361 12300 Montevideo, Uruguay. Tel./fax: 2227 53 80 umbrales@chasque.net www.umbrales.edu.uy
Textos de: María Bedrossian. Imprenta Rojo - Salari 3460 A, Montevideo. Tel.: 2215 1812 Edición amparada en el Dec. 218/996. Comisión del Papel. D.L. nº 299574 M.E.C.: Registrada, T. VII, Folio 184
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Encontró un éxito mundial, por lo menos en las redes sociales, la participación de la hermana Cristina en un programa televisivo de canciones en Italia, donde la religiosa de 25 años compitió, sin dejar su hábito, cantando con su linda voz. Cuando grandes exponentes de la música italiana le preguntaron el por qué de su participación, la hermana contestó: “tengo el don de la voz, quiero compartirlo”. Los dones de Dios unen a la humanidad: verlos, apreciarlos y compartirlos es uno de los primeros pasos de la evangelización. Menos apreciada, por algunos atentos periodistas, la conclusión de la experiencia de la hermana Cristina en el mundo del espectáculo: llegando a ganar la competencia, la premiación culminó con el rezo del Padre Nuestro de todos los presentes en el estudio televisivo. Casi por la necesidad de bautizar aquel medio que la hermana había elegido en su deseo de evangelización, o manifestar, si no hubiese quedado claro, que Él allí estaba: con la inevitable descalificación del mismo medio. Un seguro desafío de la Iglesia es dialogar, como paso previo a la evangelización, con el mundo de la cultura, donde late el corazón de la humanidad. Entrar en este mundo para descubrir, apreciar la presencia y la acción de Dios que siempre precede, como en la casa y la familia de Cornelio (Hechos 10,1-48), el anuncio explícito de la Buena Noticia; apreciar la semillas del Verbo divino abundantemente esparcidas allí donde la persona y la comunidad humana busca su realización. Éste es el desafío que propone el número especial que estamos entregando. En la oportunidad de las vacaciones presentamos diez novelas, invitando a su lectura. El criterio de elección no ha sido seleccionar en la literatura textos que hablen explícitamente de Dios o de los valores que la Iglesia enseña: se escogieron novelas de autores de habla hispana latinoamericanos (con una atención particular para los uruguayos), hombres y mujeres que ayudaron a interpretar con profundidad nuestra realidad y nuestra vida; obras de alto nivel estético, ya sea por la elegancia y precisión de su estilo como por la composición original de su arte. Autores cuya energía creativa siempre genera aportes críticos que se plasman, por un lado, en nuevas perspectivas de análisis de la cultura y por otro, en una carga de idealismo que contribuye indefectiblemente al crecimiento espiritual de la humanidad. Un acercamiento entonces con el mundo de la literatura y de la cultura, sin adueñarse de él, solo escucharlo dejando que el arte y la belleza nos lleven a su Principio, dedicándole un tiempo atento. Un acercamiento que puede transformarse en un diálogo que persigue los mismos objetivos de éstos y otros poetas: pensar la vida, hacerla nueva, para vivirla en la armonía de Quien la creó.
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Introducción
Descubrir la belleza máxima Si pensamos seriamente en el acto de lectura, lo entendemos como un ejercicio de introspección. Quizás por eso mismo está en peligro de extinguirse. Porque lo que se lee se consume en pura actualidad, ya sea para estar al día, para informarse o para saber algo útil. Nuestra propuesta es invitarlos a leer de una forma diferente. A esto responde la selección de diez novelas latinoamericanas que aquí les presentamos. Interpretar su mensaje permitirá apropiarse de un antídoto contra el totalitarismo de la eficacia, y seguramente será una inversión para sacar mayor rendimiento al presente. Pero también es cancelar el tiempo y el espacio al rescatar voces antiguas y olvidadas. Acercarse a una obra literaria es resistir al estruendo mecánico, es ejercer la memoria y es a su vez adquirir una mirada polifacetada que divisa sustratos culturales, afectivos e ideológicos. Creer en la magia de la lectura implica asumirla como un fenómeno transformador de la condición humana y de superación de la propia finitud. Leer es una manera silenciosa de dejarse decir nuevamente algo. Porque al entrar en un terreno común con el autor, quien lee es interpelado. Y su esfuerzo para seguir esa conversación construye cotidianamente el gran edificio del saber, que ya es en sí una suerte de milagro de autotrascendencia. El que lee rompe con los techos que la cultura impone. Ensancha el equipaje conceptual y estira fronteras de relacionamiento. Su experiencia vital trasciende el libro. Porque al jugar con las categorías de realidad y ficción le permite preguntarse por uno mismo y resignificarse. Como dice Hans Georg Gadamer: “interpretar es conocerse allí en algo”. Es una vivencia que modifica radicalmente a quien la hace. En esta dirección se piensa en la literatura como una patria posible y como un divisadero para ver la vida desde una dimensión más alta, al poner en movimiento preguntas reverberantes (de esas que nos hacen sentir mentalmente vivos) que enhebran sentidos y que conectan con la conciencia personal y con la de los otros.
La Lectura como metáfora de la relación vida, ser humano y mundo Elegimos obras que no tienen un afán moralizante ni un fin pedagógico, ya que la Literatura está liberada de estos requisitos. Es más, el conjunto de textos elegidos no dan cuenta de ese reconocimiento sino tan solo del goce de la lectura. La pregunta conveniente consiste en pensar qué es lo que puede una novela sobre nosotros, sobre nuestra capacidad de reflexionar y sentir. Un nuevo desafío se impone: interrogarnos sobre cuál es el papel y el valor de la literatura hoy y que formas toma la dialéctica entre sujeción y resistencia que el acto literario mantiene con la cultura. En fin, el salto a la literatura depende de una decisión del lector y de su disposición a descubrir nuevas dimensiones de la experiencia. Dejamos constancia que este recorte tiene un movimiento continuo, hecho de encuentros y desencuentros con grandes autores. Sería ingenuo imaginar que dicha selección tiene un carácter perdurable. Si en un tiempo se nos volviese a pedir una nueva lista de novelas, las respuestas serían probablemente distintas aunque igualmente valiosas. Sabemos que no podemos decidir sobre el largo de la vida, pero sí podemos hacerlo sobre la profundidad que queremos darle. El encuentro con la Literatura es una manera posible de favorecer ese crecimiento.
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No robarás las botas de los muertos Mario Delgado Aparaín (Florida, 1949) se ha convertido en una de las figuras más representativas de la literatura uruguaya a nivel mundial, con obras traducidas al portugués, inglés, francés, alemán, búlgaro y griego. Pero no es este el único motivo por el cual lo incluimos en esta selección.
El legado de la memoria colectiva Una parte importante de la narrativa de Delgado está ambientada en dos lugares imaginarios: San José de las Cañas y Mosquitos, metáforas que remedan los pueblos existentes al norte y al sur del país. Con ese telón de fondo se irán haciendo visibles seres humildes, profundos, de escasa voz. Una de las principales preocupaciones de este autor ha sido la de mantener viva la memoria colectiva a través de sus personajes y anécdotas mínimas, lo cual no sería un recurso original si tenemos en cuenta el trabajo de Paco Espínola y José Morosoli en décadas anteriores, sino que su novedad radica en el tratamiento de ciertos temas en tiempos de postdictadura. Delgado Aparaín escribió varios libros de cuentos: Causa de buena muerte, Las llaves de Francia, Querido Charles Atlas, La leyenda del Fabulosísimo Cappi y otras historias, El canto de la corvina negra y La taberna del loro en el hombro, entre otros. También es autor con seis novelas: Estado de gracia, El día del cometa, La balada de Johnny Sosa (Primer Premio Municipal de Literatura de Montevideo), Por mandato de madre (Premio Foglia de Novela), Alivio de luto y No robarás las botas de los muertos (Premio “Bartolomé Hidalgo” a la novela del año 2002). En 2001 recibe el Premio Instituto Cervantes del Concurso “Juan Rulfo” de Radio Francia Internacional por el cuento Terribles ojos verdes. Posterior a estas cotas temporales irán apareciendo nuevas ediciones y numerosas publicaciones en colaboración, como por ejemplo Tu nombre flotando en el adiós (2006) en la cual varios autores latinoamericanos se quitan las máscaras de la ficción para contar la realidad de sus pasiones y fracasos amorosos.
El sitio y la destrucción de Paysandú fueron tal vez el más aberrante prolegómeno a la Guerra del Paraguay. Entre fines de noviembre de 1864 y principios de enero de 1865, esta pequeña y próspera ciudad sobre el río Uruguay, resistió y finalmente sucumbió al asedio de una triple fuerza integrada por colorados golpistas al mando de Venancio Flores, de tropas argentinas enviadas por el presidente Mitre y de una poderosa escuadra brasileña. El autor introduce su universo de ficción en un territorio que va quedando bajo los escombros, cubierto de cadáveres y saqueado por fuerzas invasoras. Con lenguaje elocuente no exento de crudeza y hasta de su habitual trazo irónico, Mario Delgado Aparaín reconstruye un escenario de dolor, poblado de valentía, amor, odio, locura y abnegación. El discurso literario se instala en la devastación de ese lugar, de cuyas calcinadas ruinas exhuman perdurables valores universales como la lealtad, la valentía, la dignidad y la libertad. Por eso consideramos que más que una novela histórica, es sin dudas el descarnado retrato de una guerra fratricida absurda y descabellada, narrado con sentido testimonial y conmovedor aliento épico. A la reconstrucción literaria del episodio histórico, la novela superpone un entramado ficticio donde el aventurero andaluz Martín Zamora, prisionero casual en la ciudad sitiada, escribe sus memorias “para que aquellos que quisieran emigrar a esta tierra fueran informados”. Este español errante llega a nuestra tierra por accidente luego de cruzar el gran océano. Confinado en una húmeda y oscura celda y mientras aguarda el pelotón de fusilamiento en la sitiada plaza, cavila y reflexiona sobre su tormentoso pasado. A su lado, agoniza un brasileño traficante de esclavos también condenado a
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Sobre las ruinas de Paysandú
muerte y un militar inglés que tiene los días contados acusado de actividades de espionaje a favor de Bartolomé Mitre. Estos tres personajes nacidos de la imaginación de Delgado Aparaín representan arquetipos de una época de turbulencias y enconos políticos. Dentro de esas impenetrables paredes están estos tres hombres aguardando el fin de sus vidas mientras que afuera apenas seiscientos combatientes comandados por Leandro Gómez se preparan a caer de pie frente a un enemigo muy superior en número y armamentos. La consigna de los defensores era vencer o morir sin actitudes dubitativas, pese a que la victoria era una mera utopía. Sin renunciar a la relación cronológica de los hechos que culminaron con uno de los tantos inútiles baños de sangre que registra nuestra historia, el autor avanza entre los complejos laberintos de las emociones, para retratar un tiempo de tragedia, ensayando una prolija descripción de ambientes y personajes y desnudando las pasiones de ese grupo de hombres que lucharon hasta el último aliento antes de caer aniquilados por una poderosa coalición de fuerzas. Con un estado de ánimo que irá cambiando desde la extrañeza inicial al compromiso con una batalla de la que finalmente también habrá de sentirse parte, Martín Zamora también nos remitirá a los tácitos códigos y mandatos de la guerra, ineludibles para quienes voluntaria o involuntariamente se ven envueltos en ella. El anclaje en el pasado permite considerar aspectos que se relacionan con la memoria y con el olvido, pero fundamentalmente con el devenir del poder cuando éste se apropia del discurso y lo manipula despiadadamente hasta transformarlo en una versión grotesca y deformada de la verdad. Vale la pena señalar que conseguir un lengua-
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je testimonial tan elocuente llevó diez años de investigación abrevando en abundantes fuentes históricas y bibliográficas. Con un puñado de personajes ficticios y la memoria de numerosos prohombres que vertieron su sangre en defensa de sus ideales, el narrador reconstruye la fantasmal atmósfera de realidad-ficción. Soslayando deliberadamente los juicios de valor sobre los malos y los buenos, Delgado Aparaín demuele algunos mitos entronizados por la mentira e instalados compulsivamente en el imaginario colectivo por inescrupulosos maquillajes de la realidad. La novela recupera un indispensable fragmento de nuestra historia para rescatar la dignidad como supremo capital y reserva moral del ser humano.
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El comienzo de la novela
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mediados del siglo diecinueve, un hombre muy alto, flaco y de notoria mala suerte, escribió sobre sus pasos por una aventura que no le era necesaria, a fin de que todos aquellos que tuviesen el deseo de emigrar al Río de la Plata fueran informados. No les ocultó ni lo bueno ni lo malo, ni los alentó ni los desalentó, aunque nada lleva a suponer que estuviese feliz de estar allí donde estaba, en una tierra indecisa, confinado en un calabozo del pueblo de Paysandú, a punto de ser sitiado por tres ejércitos y lejos de su gente. Al parecer, aquel hombre muy alto y flaco, con los pies destrozados por las caminatas interminables, escribió para que en el futuro supiesen que alguna vez existió, que era oriundo de Castellar de Andalucía, que su nombre fue Martín Zamora y que la vida es capaz de sorprender al más avispado, con violentas bifurcaciones relacionadas tramposamente con la gloria o la desgracia. Escribió porque la palabra es signo y seguramente habrá considerado que sólo el signo trasciende la vida, porque ha sido siempre de ese modo y el que no lo comprenda así es apenas una bestia sin pasado. Martín Zamora, alias “El Moro”, quien a los treinta y dos años se consideró a sí mismo un hombre vigoroso y entonado por el fuego, escribió también para dejar constancia de que estaba, se supone, en las reflexiones finales del veintiséis de noviembre de mil ochocientos sesenta y cuatro, demacrado y sin afeitar, en un resignado desaseo del cuerpo y a poco de ser pasado por las armas junto a un par de ciudadanos de diferentes imperios. A juzgar por sus apuntes, es fácil suponer que la historia le ocurrió con tal apremio que pasó abruptamente y contra su voluntad de los campos andaluces al océano, de las cantinas de Río Grande del Sur al calabozo de una población desconocida, sin tener oportunidad de conocer en aquel lugar del mundo, mucho más allá de lo que le enseñaron sus propios ojos a través del ventanillo de la mazmorra. De día, a la luz intensa del sol y a lo lejos, podía ver el río Uruguay, sus florestas lejanas y su corriente aterrada. Sabía que más acá, a su izquierda, estaba el enigmático teatro cerrado y a unas tres manzanas, el hospital resignado a esperar a los mutilados de una guerra inevitable; a cincuenta pasos del ventanuco, los fondos de un almacén de ramos generales llamado “El ancla dorada”. Solo eso podía ver de aquella villa de calles anchas y rectas centrada en la plaza de la Constitución y en la iglesia parroquial aún inconclusa en su construcción sin pretensiones, todo a punto de ser humillado por un trío de invasores prepotentes. De noche era otro mundo: apenas tinieblas heridas aquí y allá por la luz amarillenta de los faroles de aceite; pero a la madrugada desaparecían los fantasmas y los buques de altas arboladuras formaban una reja intrincada de palos y obenques ante la isla Caridad, estirada frente al caserío encalado. A esas horas primeras, las calles echaban al aire un ruido vago y febril de voces, de ruedas de carretones, de perros quejumbrosos y adivinos de la batalla, de leña quemada, de agua de toneleros, de mosquitos, de miseria recién llegada.
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Historia universal de la infamia
En algunas ocasiones los lugares comunes aciertan. Uno de ellos se refiere a la imposibilidad de pensar en la Argentina sin la figura del escritor Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899), una pieza maestra a partir de la cual se cruzan o se dispersan todas las líneas de la literatura latinoamericana contemporánea.
Sin la presencia de este autor no habríamos descubierto el placer de la palabra justa en un castellano rioplatense límpido, tan criollo como cosmopolita. Pero hay algo que vale más que todo eso y que amerita esta presentación. Familiarizarse con la “idiosincrasia Borges” es desafiar la inteligencia del lector una vez que este ha decidido comprender su expresión, o para decirlo con una metáfora típicamente borgeana: leer esta literatura es entrar a un jardín cuyos senderos se bifurcan hasta el infinito. En este sentido hay que tener en cuenta dos cosas. Por un lado se debe asumir que dialogar con este autor implica quedarse con muchas preguntas rondando el espíritu (y que algunas probablemente no tendrán respuesta) y por otro, que devenir en un lector crítico es precisamente lo que Borges nos ofrece, entonces, vale la pena el esfuerzo de acercarse a él si es que no queremos perdernos una vital experiencia estética. Por habernos enseñado esa clase de felicidad es que elegimos la breve pero contundente Historia Universal de la Infamia, un texto precursor del estilo característico de Borges e ilustrativo de la génesis de sus posteriores producciones1. No estamos frente a una novela propiamente dicha, pero las anécdotas allí incluidas se enlazan en un hilo conductor que permite vislumbrar oscuras aventuras de contradictorios personajes que no presentan tajantes dicotomías ni coherencias monolíticas.
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Vida y Muerte de los hombres infames Esta Historia surge de la recopilación de textos publicados a lo largo de 1933 y 1934 en el suplemento de un diario bonaerense y que un avispado editor supo reunir en un único volumen en 1935, siendo reeditado con pocas modificaciones en 1954. Cabe señalar que en 1936 Borges da a conocer un ensayo denominado Historia de la Eternidad, libro que podría leerse en paralelo con el que aquí reseñamos. Resultan interesantísimas las meditaciones que se despliegan a lo largo de la obra, sea por su tono como por la sabiduría filosófica de su contenido, dado que, entre otros asuntos, se examinan dos concepciones contrapuestas de eternidad: la alejandrina, de raíz platónica, y la cristiana, nacida con la doctrina trinitaria de Ireneo y formalizada por San Agustín. Un ejemplo de la profundidad de ideas se evidencia en el siguiente pasaje: “Si los destinos de Edgar Allan Poe, de los vikingos, de Judas Iscariote y de mi lector secretamente son el mismo destino, el único destino posible, la historia universal, es la de un solo hombre.” En este volumen el autor reflexiona sobre la esencia del tiempo, sobre lo finito y lo infinito, las coincidencias y casualidades, el doble y la numerología, la posibilidad de ocupar el mismo lugar físico, las Matemáticas, la termodinámica y uno de sus temas más De la narrativa borgeana se destacan: “El jardín de los senderos que se bifurcan” , “Ficciones” , “El Aleph”, “La muerte y la brújula”, “El informe de Brodie”, “El libro de arena”, “ 25 de agosto, 1983”. Mucha de su genial producción se vierte en ensayos, antologías y poemas, junto a innumerables publicaciones en revistas culturales y académicas. 1
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apreciados: las antiguas literaturas germánicas y medievales. En la Historia Universal de la Infamia se abordan aspectos de la misma índole, pero reflejados en un espejo deformante. Es decir, tal como el título acierta a resumir, las historias que allí aparecen son una colección de episodios protagonizados por famosos maleantes e impostores, pendencieros alcohólicos, bandidos, piratas y bandoleros de toda época y lugar, los cuales no tienen otra cosa en común más que su iniquidad. Sin embargo, los actos de infamia alternan con “el lujo del coraje”, con la justicia, lo sagrado, la vergüenza, el ideal, la fe y, en resumen, con la virtud. Este surtido de anécdotas pintorescas se recrea con la utilización de fuentes concretas, característica muy borgeana por cierto, algunas tan fiables como la Enciclopedia Británica, otras más apócrifas e imprecisas como Vida en el Mississippi de Mark Twain. Dicho material, sumado a la erudición y al espíritu lúdico de Borges, permite elaborar, una suerte de “estética orillera” que aplicará a una galería de retratos psicológicos y excéntricos, inmersos en una atmósfera propia y envolvente.
La banalidad del mal Pero no es solo la fulguración de la corta carrera de notorios malhechores, tan proclives a la caricatura, lo que nos presenta este libro. Junto a El espantoso redentor Lazarus Morell; El impostor inverosímil Tom Castro; La viuda Ching, pirata; El proveedor de iniquidades Monk Eastman; El asesino desinteresado Bill Harrigan (Billy the Kid); El incivil maestro de ceremonias Kotsuké no Suké; El tintorero enmascarado Hákim de Merv también aparece,
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desde la primera edición, uno de los mejores relatos en lengua castellana: Hombre de la esquina rosada. Entre desafíos, duelos y venganzas, esta será la única pieza en la que Borges rinde homenaje al lenguaje porteño y a la vida en los arrabales de Buenos Aires. Sin duda, el localismo no está reñido con la pretendida universalidad que ostenta el título ni a la del conjunto de la obra borgiana. A este corpus se unirán otros relatos que abrevan en temáticas similares: Un teólogo en la muerte; La cámara de las estatuas; Del Libro de las 1001 Noches, noche 272; Historia de los dos que soñaron; Del Libro de las 1001 Noches, noche 351; El brujo postergado; El espejo de tinta. El valor de estos pequeños textos se impone por sí mismo. Su poca extensión no les resta intensidad y en todos ellos podemos disfrutar del fabulista magistral que es capaz de completar los huecos que las fuentes no atienden. A través de su elaboración, Borges parodia los rasgos del sensacionalismo, la sensiblería, la nota de alto impacto de los artículos periodísticos policiales cuya esencia era, y es, difundir lo truculento y violencias de todo tipo, algo muy afín al gusto de la cultura de masas. El autor capta esa tendencia y construye una serie de relatos sobre la banalidad e insignificancia de los infames, empleando para ello una dimensión irónica, un cierto proceso de acriollamiento verbal, traducciones europeas de relatos orientales, artículos de enciclopedia, biografías, episodios menores de historias mayores, insertando así materiales marginales dentro de las grandes tradiciones. En el tejido de esta combinatoria literaria, infinitamente variable en la posibilidad de tramas, radica la originalidad de Borges. Recomendamos entonces la lectura de la Historia Universal de la Infamia no solo para seguir conociendo los rasgos distintivos y el destino de seres ruinosos y monumentales que vivieron excesos y desmanes, sino también para apreciar la delicadeza de un estilo proverbial, llano, preciso y ajustado, sobrio y directo. Una estilo que solo Jorge Luis Borges puede detentar para mayor gloria de sus encantados y agradecidos lectores.
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Cosecharás tu siembra… He aquí una somera presentación de los más temidos e incomparables canallas de todos los tiempos, aquellos de rencorosas cicatrices, de pistoletazos en el desierto, de desaforados sombreros: Lazarus Morel: falso predicador, cuatrero, asesino, ladrón de esclavos, prófugo de la justicia que planea una sublevación de negros para tomar Nueva Orleáns y que va a terminar de una forma que no se corresponde a su turbulenta vida. Tom Castro: al amparo del negro Bogle, Tom Castro logra sostener una mentira genial: hacerse pasar por el militar ya fallecido Roger Charles Tichborne. La madre de este último no duda en reconocer en la figura obesa de aquel impostor la de su propio hijo al que nunca creyó muerto. Cuando la mentira parece desmoronarse, Bogle la sigue sosteniendo con un artificio tan inverosímil como eficaz. La viuda Ching: al ser envenenado su esposo por los accionistas de su escuadra pirática, su viuda congregó a los piratas, les reveló la traición de los accionistas y les propuso continuar con abordajes y demás fechorías por cuenta propia. Luego de ser nombrada almirante se lanza con su escuadra a depredar las costas y a asaltar naves imperiales. Feroces batallas entre livianos dragones construidos de caña y papel rojo producirán gran aflicción a la señora Ching, la cual no terminará como las piratas femeninas más famosas de la historia: Mary Read y Anne Bonney. Ellas sí morirán en la horca de acuerdo con la vida delictiva que llevaban, mientras que La viuda Ching eludirá este destino emprendiendo un camino de reconciliación y sabiduría. Monk Eastman: Irlandés pandillero de Nueva York, caudillo electoral, matón a sueldo, comandante de 1200 forajidos, convicto y luego combatiente en la Primera Guerra Mundial contra Alemania. Al contrario de Lazarus Morel, tendrá su merecido final de acuerdo a las leyes sociales. Hill Harrigan (Billy the Kid): Perseguido por el comisario Pat Garret, sus aventuras terminan de forma similar a las del mejicano Belisario Villagrán. Habrá que ver donde quedan los códigos de la virtud y del coraje cuando son transgredidos por esta clase de personajes.
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El barrio era una fiesta Esta novela es la memoria proliferante de un luchador social de la talla de Mauricio Rosencof (Florida, 1933) ex director de cultura de la Intendencia, periodista, dramaturgo y autor de más de una veintena de obras cuya trayectoria ha sido justamente reconocida por el premio Bartolomé Hidalgo en el año 2013.
Los paisajes de la memoria Desde sus comienzos, allá por 1960 con El gran Tuleque, el autor irá desplegando un abanico de diversas y coloridas historias con tiernos personajes típicamente uruguayos y por eso mismo, reconocibles en su idiosincrasia, sus costumbres y sus lenguajes. De sus trabajos más destacados resaltamos Memorias del Calabozo (2010) y Las Cartas que no llegaron (2002), textos que además de haber sido adaptados al cine, responden a un Rosencof en su condición de rehén de la dictadura y en este sentido, se inscriben en un compromiso con la reconstrucción de la memoria como una forma de resistencia. En “El barrio era una fiesta” se pincela un conmovedor friso costumbrista de trazo autobiográfico que rescata los paisajes de la cultura ciudadana del Uruguay de los años cuarenta, a poco tiempo de construido el Centenario y con los ecos de la Guerra Civil española. En el barrio se amalgamaban soledades y desamparos: el exilio de Menéndez, El Gallego apodado “el Gaita”– un ex brigadista que debió emigrar de la España de post guerra– con el criollo denominado el Negro de la Mirada, un fugitivo de la vida. Los dos han quedado huérfanos de afectos, aunque los conserven celosamente en su corazón; los dos añoran igualmente compañía, aquella que tuvieron en otros tiempos. Los rodean tuberculosos fugados del hospital en señal de protesta y que se habían atrincherado bajo las tribunas del Estadio. En este escenario también aparecerá un conjunto de adorables vecinos: el carnicero, las pibas del quilombito, el timbero: todos unidos al fin por la pobreza. Con el humor y el optimismo que lo caracterizan, el irrepetible Rosencof deja que su imaginario narre y se detenga en lo minúsculo cotidiano con una belleza rayana en la utopía. Este emigrado, un hombre que supo defender a la democracia y la dignidad, inicia de este lado del océano una nueva epopeya por la supervivencia cotidiana en condiciones adversas. Sin embargo, al desandar los territorios de la memoria, irá construyendo una identidad que terminará afincándose al nuevo colectivo social que lentamente irá sintiendo como propio. La pluma del autor reconstruye elocuentemente la cultura barrial que antaño representó al Uruguay, que con su entrañable sentido de pertenencia solía transformarse en una suerte de bálsamo para los forasteros, muchos de ellos héroes anónimos a quienes acogía como miembros de la comunidad. Sin embargo, nuestros paisajes ciudadanos, aparentemente amables para los extranjeros, están marcados también por el contraste que emerge de la pobreza de sus propios habitantes. El discurso literario asume un trazo crítico cuando describe las dicotomías sociales determinadas por las asimetrías entre los que muchos tenían y los que carecían de todo, a excepción de su dignidad y de sus sueños. Allí, junto al silencioso coloso de cemento cuyas tribunas fueron bautizadas en alusión a las proezas deportivas del balompié nacional, transcurre una experiencia comunitaria realmente singular con personajes inmortalizados por la evocación. “El Castillo”, “el hojalatero Jacinto”, el “macho” Gutiérrez, “el garrapiñero Jesús”, “la Cristina”, “Zacarías” y
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La humanidad uruguaya
“la Portera”, entre muchos otros, serán rescatados de los laberintos de la memoria. Mauricio Rosencof describe, sin eufemismos, la desolación del hospital para tuberculosos, un territorio tan temido como inexplorado, habitado por almas irredentas sin hogar. A la tragedia de la enfermedad marginadora, el autor contrapone al barrio como escudo contra la intemperie de la marginación y la soledad. En ese contexto, recuerda la solidaridad de sus comerciantes minoristas, la tradición de sus costumbres y oficios, la iglesia Tierra Santa siempre de puertas abiertas y el cine teatro Metropol de la fantasía de las matinés domingueras. En ese espacio, tributario de una fuerte cultura de pertenencia, el gallego construyó su propio “reino” entre sus baldíos cultivos de maíz, choclo y papas. Ese inmigrante que teje pacientemente su destino de sobreviviente, de ollas populares desbordadas de puchero en los que la carne era casi una quimera y de desinteresada ayuda al desamparado. Pero a su vez se intercalan insoslayables referencias históricas en torno a lo que por entonces sucedía en el hemisferio norte, en la añosa Europa irracionalmente desangrada por la más cruel de todas las guerras del siglo pasado. Aún a la distancia, el acontecimiento provocó una intensa conmoción en nuestro hospitalario país, donde residían miles de expatriados refugiados, a quienes la pesadilla había robado bastante más que el sueño. El señor Menéndez, personaje principal de este relato autobiográfico es en más de un sentido un arquetipo de ese traumático proceso de desarraigo. Su humilde chacra, con los maizales que crecen buscando el cielo, constituye ciertamente un lindo testimonio de la perdurabilidad de las utopías. El ansiado arribo de la cosecha que ali-
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menta a los famélicos estómagos de los desamparados, constituye toda una metáfora de lo compartido y del sentido de pertenencia que a todos incluye. Subliminalmente, Mauricio Rosencof extrapola el raudo avance de la urbanización que va “aniquilado” a los baldíos barriales con la marcha de las tropas franquistas en la guerra civil española. Parecería que el progreso coloniza y estrangula el espacio vital de seres que viven en un territorio que sin dudas les pertenece, porque allí se han afincado con sus proyectos, sus sueños y sus esperanzas. El barrio era una fiesta es un conmovedor cuadro de entrañables historias que recrea la iconografía humana de un Uruguay solidario, cuya ética y espíritu humanista resulta indispensable recrear.
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El exiliado Menéndez llega al barrio
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ra su primer trabajo desde el arribo. Ese arribo triste y cauteloso de los que vienen de la derrota. Buscó tierra, viñedos, olivares, lo suyo. Pero nada. Le cayó esto y lo levantó. Una cuadrilla de vialidad. Abrir calles sonaba lindo. Era como abrir camino, abrirse camino. Tenían que hormigonar calles en un territorio de pocas casas y mucha tierra. Un pueblo. Iban a fundar un pueblo. Acá lo llamaban barrio. Y le gustó porque se llevaba jornal y casa. Durante el día, pico y pala. Por la noche, habitar como sereno la casilla de chapa donde quedaban las herramientas y un catre de tres patas vivas y en la cuarta una estiba de ladrillos. Hubiera clavado las cuatro fotos que le dolían, pero no. No quería preguntas. Cuando la cuadrilla se fue, le gustó el barrio y se quedó. Ya contaba con algunos pocos ahorros magros como para comprar gallinas y, por lo demás, no le desarmaron el cobertizo, a la voz del capataz: Dejen eso quieto; chapas sobran. Pero ni ahí fijó los retratitos en las vigas. Tomó las fotos, les pasó un pañuelito limpio y las guardó en el sobre del último sueldo, dormidas, cuidadas. Les cantaría, les contaría, las besaría alguna vez, cuando quisiera. Pero que lo estuvieran mirando, no. Esa camisa de viyela, con manchas y vejez, el pantalón recibido, tan usado, atado con chaura de plomada, no, eso no. Él tenía un traje. Uno. Se lo ponía los atardeceres que iba al bar, de sombrero gris, afeitado. A beber. Pero antes de salir, vestido como estaba, limpio como estaba, les sonreía. Ya vuelvo. Y la familia volvía al estantecito de tabla de obra, entre la lata que conservaba el pan y la otra, que contenía eso, que estaba aprendiendo a manipular, que era de lo más compañero. Verde.... Avanzaban lentamente y sin gritos. Sin gritos porque el aliento no les daba para coros. Y porque la boca abierta de los tuberculosos amenaza, como esos uniformes, túnicas grises de tela basta, sin bolsillos, pobres, como los rostros. Rostros pobres, ricos en ojeras; faltos de mejillas, hundidas, como comprimiendo las bocas, que parecían famélicas. Y lo eran. Caminaban despacio, se cuidaban de la fatiga, algunos con más fiebre, otros con menos. La fiebre la llevaban en la mirada. …Toser es contagioso, pensó Menéndez. Porque cuando la marcha en gris se aproximaba a la cuadrilla, todos en descanso y pico a tierra, una mujer de manos pequeñitas que estrujaba un ovillo de pañuelo grande, o repasador, o trapo nomás, retazo de una falda vieja, fuera de uso, soltó una tos breve, contenida, que venía apretando durante cuadras, y fue como si saltara un tapón de botella de champaña agitada; entonces las toses se sucedieron, a borbotones, y fue cuando otras, muchas, de todos, recibieron una señal, o un contagio, porque la consigna era no toser en el trayecto, en la larga caminata del hospital de tísicos hacia el estadio, para no provocar rechazo en la gente, que no se espantaran; ellos eran respetuosos, no querían contagiar, solo medicamento y churrasco. Y la mujer flaquita, pobre, se llevó el pañuelo repasador hasta la boca, y era, mismo, como querer tapar la botella de champaña con el tapón que saltó, que no vuelve jamás al gollete donde estaba comprimido, aprisionado; pero no hubo caso, sobre todo cuando todos, como el tapón, se sintieron liberados y tosían hacia abajo unos, haciendo carpa con la mano otros, y otros con las dos, como orejeras de matungo carrero, para que gargajos y bacilos salieran en dirección al piso. A Menéndez se le llenaron los ojos de solidaridad y fue cuando su mirada se cruzó con la del Negro en gris, cuya mirada pedía auxilio, y una y otra, uno y otro, por esas cosas que vaya uno a saber, quedaron enganchados.”Vaya viendo, don”, le dijo el Negro de la Mirada a Menéndez. “Solo falta gaita, pa’ romería…”, respondió Menéndez, con un resto de humor agrio, que hizo que el Negro lo mirara por debajo de la visera, y con retraso se le desbocó una carcajada a campo abierto, que se la cortó la tos, una tos de adentro, sacudida, y fijesé: le lloraba la vista…”
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Cien años de soledad
Publicada en 1967, esta obra narra el origen, evolución y ruina de Macondo, un lugar en donde la magia se entrelaza con la vida de sus habitantes. En este escenario de mitos y quimeras se darán situaciones reales e insólitas, absurdas y verdaderas. Allí se viven numerosos acontecimientos en los que cualquier latinoamericano podría reconocerse. Sin embargo, existe algo que atraviesa la cultura macondiana y es la batalla que cada uno de los personajes libra para salvarse de la soledad (una condición que parece casi genética y por ende fatal). La búsqueda constante del amor más allá del tiempo y de la muerte es lo que nos identifica con la experiencia vital de los Buendía. Es precisamente por esto que a quienes quieran leer la novela aquí reseñada le aguardan seguramente emociones inusitadas.
La soledad de América Latina Este es el título que eligió Gabriel García Márquez para recibir el premio Nobel de 1982 por su novela Cien años de Soledad. Frente a un exigente auditorio europeo, el escritor se refirió a una realidad latinoamericana desenfrenada (muy distinta al Dorado que imaginaban los deseos e intereses de España), marcada por la violencia de la conquista, de las dictaduras, de las guerras civiles y del exilio: “Me atrevo a pensar que es esta realidad descomunal, y no sólo su expresión literaria, la que este año ha merecido la atención de la Academia Sueca de las Letras. Una realidad que no es la del papel, sino que vive con nosotros y determina cada instante de nuestras incontables muertes cotidianas (…) Poetas y mendigos, guerreros y malandrines, todas las criaturas de aquella realidad desaforada hemos tenido que pedirle muy poco a la imaginación, porque el desafío mayor para nosotros ha sido la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida. Éste es, amigos, el nudo de nuestra soledad”. Con estas expresiones “Gabo” se distanciaba de la folklórica idea del realismo mágico con que se definía la experiencia vital latinoamericana y afirmaba que la mejor forma de solidaridad europea sería que “revisaran a fondo su manera de vernos”. Finalmente señalaba que, a pesar de las tragedias cotidianas, había que apostar a la vida: “Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la Tierra.”
El fenómeno Macondo: la magia en lo real-cotidiano
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De esta emblemática y excepcional novela se han vendido más de cuarenta millones de ejemplares traducidos a treinta y cuatro idiomas. Tan sólo dos autores en la historia de la literatura española han merecido ese honor: don Miguel de Cervantes, autor de El Quijote y Gabriel García Márquez. Publicada en 1967, esta obra relata el origen, la evolución y la ruina de Macondo y sus habitantes. Estructurada como una saga familiar, la historia de la estirpe de los Buendía se extiende por más de cien años, y cuenta con seis generaciones para hacerlo. El realismo mágico hace posible que la vida material se vea matizada por la subjetividad de una fantasía en la cual el humor, lo insólito y lo absurdo (con situaciones parecidas a los cuentos de hadas, levitaciones, premoniciones, extrasensorialidad) tiene su lugar para atenuar las miserias cotidianas. La vida en este pueblo supone una suerte de historia de la humanidad. Sus fundadores, José Arcadio Buendía y Úrsula Iguarán, remedan a Adán y Eva en un nuevo Paraíso. Pueblo idílico y pequeño, cuenta con unas 200 casas y un río de enormes piedras blancas “como huevos de dinosaurio”. A ese lugar donde “no ha muerto nadie todavía” llegarán las noti-
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cias del exterior a través gitano Melquiades y su parafernalia de inventos. A pesar del primigenio aislamiento, la pureza de este Edén irá progresivamente desapareciendo, ya sea por el crecimiento de la familia y la llegada de extranjeros como por la devastación provocada a causa de la instalación de una Compañía bananera. Las existencias de José Arcadio, Úrsula y su numerosa descendencia no avanzarán en orden cronológico, sino a brincos y por flashes, lo cual nos permite conocer fragmentos de unas vidas que solo al final se unirán en una visión global. El suceso más antiguo ocurre en 1573, en una casa que fue asaltada por el pirata Francis Drake en el lejano pueblo de Riohacha. A partir de entonces, las familias no dejarán de mezclar su sangre a lo largo de trescientos años siguientes, hasta llegar a los hijos de Arcadio y Úrsula: José Arcadio, Aureliano y Amaranta, los tres personajes principales en esta historia. La magia se espeja en acontecimientos tales como el descenso de una lluvia de flores o la subida al cielo de Remedios, la continua reinvención de pescaditos de oro, en la llegada de la peste del insomnio y la construcción de una máquina para restablecer la memoria, la existencia de la pianola italiana que desencadenará una tragedia, los indios guajiros llamados Visitación y Cataure, los amores de Mauricio Babilonia y sus mariposas amarillas, el temporal de cuatro años de duración, el taller de alquimia de José Arcadio, el carnaval con sus disfraces, la venta de gallos, los temidos niños con cola de iguana, los pergaminos del gitano Melquíades. Y cada uno de estos hechos será atravesado por la dimensión histórica y prosaica de incontables revoluciones y fusilamientos, traiciones, y amores fuera y dentro del matrimonio. Más allá de estos registros, los temas que verdaderamente importan son la identidad y la herencia, las ilusiones y los desengaños, el amor y la soledad, en fin. De hecho, lo mágico de esta novela es que poco a poco se irá tornando en la vida misma Todos los personajes son apasionados y todos tienen distintas fijaciones: los Buendía belicosos buscan las guerras del Coronel Aureliano, los Buendía con aires académicos intentan descifrar los pergaminos de Melquíades, los Buendía lujuriosos sueñan incesantemente con mujeres. La amargura y la felicidad colaboran en este libro. Pero las virtudes de su prosa no se hallan tan solo en la narración de anécdotas inverosímiles, sino en la estructura misma de su composición, hecha de un número limitado de temas que regresan y se abordan en varios planos de la enunciación. La belleza que entraña Cien años de soledad está en que García
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Márquez demuestra cómo las fronteras entre lo real y lo maravilloso se van difuminando en Macondo. Así como un riachuelo de sangre recorre todo el pueblo hasta alcanzar a una madre que se entera de esta manera que su hijo ha muerto, una bella joven asciende al cielo entre los trapos blancos de la lavandería y una familia entera vive con el terror constante de parir un hijo que tenga una cola de cerdo. García Márquez lleva a su máximo esplendor el género iniciado por Carpentier, aquella narrativa que juega con esta disolución de las fronteras entre lo real y lo fantástico. En términos más amplios y seductores, Macondo pretende ser sin duda un espejo de la realidad de cuanto ocurre no solamente en Colombia, sino en toda Latinoamérica. Nuestro continente ha vivido en soledad por mucho tiempo, aislado de un mundo con el que sólo ha mantenido esporádicos contactos (así como los gitanos de Melquíades, que conquistan Macondo a base de maravillas perfectamente comparables con los abalorios y chucherías de que siempre se sirvieron misioneros y conquistadores). En términos más amplios y seductores, fue la idea de la cultura como una vasta combinatoria coherente, completa y de signos entremezclados de actividades tan diversas, lo que estimuló la creación del metafórico mundo macondiano con su extraordinaria capacidad simbólica para traducir, significar y reescribir nuestra propia realidad.
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Remedios La Bella Es uno de los personajes más fascinantes de Macondo. Remedios tenía una hermosura legendaria, elemental y pura, que vive como ajena a la vida ordinaria. Su belleza inquietante enciende el deseo de los hombres, pero aquellos que pretenden consumarlo mueren de forma inesperada. Veamos el poético final de la historia de tan insólita mujer.
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a suposición de que Remedios, la bella, poseía poderes de muerte, estaba entonces sustentada por cuatro hechos irrebatibles. Aunque algunos hombres ligeros de palabra se complacían en decir que bien valía sacrificar la vida por una noche de amor con tan conturbadora mujer, la verdad fue que ninguno hizo esfuerzos por conseguirlo. Tal vez, no sólo para rendirla sino también para conjurar sus peligros, habría bastado con un sentimiento tan primitivo, y simple como el amor, pero eso fue lo único que no se le ocurrió a nadie. Úrsula no volvió a ocuparse de ella. En otra época, cuando todavía no renunciaba al propósito de salvarla para el mundo, procuró que se interesara por los asuntos elementales de la casa. “Los hombres piden más de lo que tú crees”, le decía enigmáticamente. “Hay mucho que cocinar, mucho que barrer, mucho que sufrir por pequeñeces, además de lo que crees.” En el fondo se engañaba a sí misma tratando de adiestrarla para la felicidad doméstica, porque estaba convencida de que, una vez satisfecha la pasión, no había un hombre sobre la tierra capaz de soportar así fuera por un día una negligencia que estaba más allá de toda comprensión. El nacimiento del último José Arcadio, y su inquebrantable voluntad de educarlo para Papa, terminaron por hacerla desistir de sus preocupaciones por la bisnieta. La abandonó a su suerte, confiando que tarde o temprano ocurriera un milagro, y que en este mundo donde había de todo hubiera también un hombre con suficiente cachaza para cargar con ella. Ya desde mucho antes, Amaranta había renunciado a toda tentativa de convertirla en una mujer útil. Desde las tardes olvidadas del costurero, cuando la sobrina apenas se interesaba por darle vuelta a la manivela de la máquina de coser, llegó a la conclusión simple de que era boba. “Vamos a tener que rifarte”, le decía, perpleja ante su impermeabilidad a la palabra de los hombres... Fernanda no hizo siquiera la tentativa de comprenderla. Cuando vio a Remedios, la bella, vestida de reina en el carnaval sangriento, pensó que era una criatura extraordinaria. Pero cuando la vio comiendo con las manos, incapaz de dar una respuesta que no fuera un prodigio de simplicidad, lo único que lamentó fue que los bobos de familia tuvieran una vida tan larga... Remedios, la bella, se quedó vagando por el desierto de la soledad, sin cruces a cuestas, madurándose en sus sueños sin pesadillas, en sus baños interminables, en sus comidas sin horarios, en sus hondos y prolongados silencios sin recuerdos, hasta una tarde de marzo en que Fernanda quiso doblar en el jardín sus sábanas de bramante, y pidió ayuda a las mujeres de la casa. Apenas había empezado, cuando Amaranta advirtió que Remedios, la bella, estaba transparentada por una palidez intensa. -¿Te sientes mal? -le preguntó. Remedios, la bella, que tenía agarrada la sábana por el otro extremo, hizo una sonrisa de lástima. -Al contrario -dijo-, nunca me he sentido mejor. Acabó de decirlo, cuando Fernanda sintió que un delicado viento de luz le arrancó las sábanas de las manos y las desplegó en toda su amplitud. Amaranta sintió un temblor misterioso en los encajes de sus pollerines y trató de agarrarse de la sábana para no caer, en el instante en que Remedios, la bella, empezaba a elevarse. Úrsula, ya casi ciega, fue la única que tuvo serenidad para identificar la naturaleza de aquel viento irreparable, y dejó las sábanas a merced de la luz, viendo a Remedios, la bella, que le decía adiós con la mano, entre el deslumbrante aleteo de las sábanas que subían con ella, que abandonaban con ella el aire de los escarabajos y las dalias, y pasaban con ella a través del aire donde terminaban las cuatro de la tarde, y se perdieron con ella para siempre en los altos aires donde no podían alcanzarla ni los más altos pájaros de la memoria”.
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Por los tiempos de Clemente Colling Felisberto Hernández (Montevideo, 1902- 1963) no es un escritor habitual. Su narrativa se inscribe en la tradición de la literatura fantástica, es decir, de un género literario caracterizado por la intrusión del misterio en el mundo familiar y por la presencia de acontecimientos extraños e inexplicables en las normas que gobiernan la vida cotidiana.
Más allá de las apariencias Con su particular manera de ver las cosas, este creador inventó mundos de límites sutiles entre realidad e irrealidad. En sus obras siempre hallamos una dimensión de la existencia en la cual personas, animales y objetos interactúan dentro del mismo plano vital. Se sostiene con frecuencia que al universo hernandiano lo cruzan percepciones inesperadas de extrañeza y memoria, de equívoco y paradoja, aristas comunes de su dominio cognitivo. La novela que aquí presentamos es fundamental. Primero porque es el punto de partida de la trayectoria de uno de los más talentosos escritores del medio siglo hasta nuestros días. A su vez, porque estamos frente a un indicador de la creatividad y del alto nivel artístico de quien fue capaz de romper con la estructura de la corriente realista predominante en el escenario literario del momento. Y sobre todo, porque esta obra ya contiene en sí misma el germen de la original, sensible e inteligente literatura de Felisberto Hernández. Como bien saben sus admiradores, leerlo implica un inverosímil abordaje de lo real; una cuestión que el autor trataba de explicar con cuidado. A su juicio, la realidad no es solamente aquello que aparece externamente, sino que a las circunstancias humanas se le une el valor simbólico de los objetos. Por esa vía, queda fundada una cosmovisión oblicua, ciertamente ambigua y asombrosa, naturalmente inclinada a la profundidad, en la cual lo inanimado cobra diversas formas y cada imagen parece fruto de un sueño expectante y metafórico. Justamente a esto se refería Italo Calvino cuando llamaba zarabandas mentales a esas conjeturas tan propias de Felisberto. Y Cortázar, por su parte, aludía a las galas de estilo y argumento de una obra excepcional que se alejaba desde un inicio de los trillados caminos por los cuales marcha toda una literatura. Por los tiempos de Clemente Colling aparece en 19421. Hasta entonces, el autor había publicado tímidamente algunos textos y generalmente se trataba de ediciones “caseras”. No tan tímida fue su dedicación a la música, ya que vivía de tocar el piano en cafés y en salas de cine del interior del país. Siempre excéntrico, peregrinó con su música por el Uruguay profundo y parte de Argentina, siendo de esta manera descubierto por Julio Cortázar, un escritor que reconoció desde el principio su validez e influencia en la literatura latinoamericana. Admirados por Italo Calvino (que también escribió sobre ciudades invisibles) y por Jules Supervielle, sus textos serán valorados primero en el extranjero, y como casi siempre ocurre con la buena literatura, su importancia se ha revelado con el tiempo más allá de modas y favores. Antes de esta novela, Felisberto escribió una serie de cuatro cuadernos, publicados en pleno auge del modesto vanguardismo uruguayo: Fulano de tal (1925), Libro sin tapas (1929), La cara de Ana (1930) y La envenenada (1931). La década de los cuarenta señala el definitivo nacimiento de como escritor. Pasa de las nouvelles que surgen de la región de la memoria y rescatan la infancia y la adolescencia en el Montevideo antiguo (Por los tiempos de Clemente Colling 1942, El caballo perdido, 1943, y Tierras de la memoria, escrita en 1944, pero de publicación póstuma, en 1965), a los relatos construidos en torno de hechos fantásticos o de situaciones insólitas, emparentados con la literatura del absurdo, recogidos en Nadie encendía sus lámparas (1947) y en su producción posterior: “El balcón”, “La casa inundada”, “El acomodador”, “Menos Julia” y “El cocodrilo” son algunos de los textos más notables.
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Sobre la belleza de la música y el misterio del ser…
A partir de 1920, las lecciones de piano de Clemente Colling proporcionan al alumno destreza, criterio estético y pasión. Al margen de sus virtudes musicales, no hay duda de que esta fue la más estimulante de todas las amistades de Felisberto. Este hombre bohemio y singular es ciego, y que según su propia versión había vivido en París tocando conciertos con grandes pianistas de la época, se desempeñaba como organista en la Iglesia de los Vascos. Habitaba en una pieza de un viejo conventillo de la calle Gaboto, y por supuesto, era muy pobre. Para mantenerse escribía en braille algunas notas en revistas y periódicos franceses además de dar clases a los que toleraban su afición por la bebida y su falta de higiene personal. Con el transcurso del tiempo, entre maestro y alumno se irá construyendo una relación que escapará a cualquier definición clásica de un vínculo por el estilo. Como todo aprendizaje, el joven pasa por momentos de decepción cuando el maestro no actúa como él espera que lo haga; por ejemplo cuando el profesor juzga negativamente la composición de un Nocturno de Felisberto. En realidad, el profesor lo desilusiona muchas veces, como músico y como hombre. Pero lo aprendido se verificará por completo en el futuro. El niño será una continuidad de su maestro cuando dé conciertos, cuando improvise, cuando oiga y juzgue los nocturnos de otros. “Colling me dio un sentido nuevo de la vida” dice el narrador. Porque el misterio de Colling no solo lo adiestra en la ciencia y el arte de la música, sino también en el ejercicio de indagación de los seres y de las cosas del mundo. Fue su “maestro de armonía”, y no solo como disciplina musical. Asimismo, tal como debe suceder en un acto pedagógico, el docente también aprenderá del
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discípulo quien, ya más adelante, tendrá su propio juicio y aportará nuevos criterios: “¿Sabe una cosa?, que tienen razón Stravinski, Prokofiev, Ud. y todos los locos como Ud”, reconocerá Colling una noche. En definitiva, esta historia narra de forma poco tradicional los recuerdos de un niño en aquel Montevideo de los años veinte y su incipiente formación como futuro músico. No obstante, si queremos llegar a un nivel de lectura más profundo, algo nos dice que en la persona del viejo y desprolijo profesor ya despunta el universo fantástico y su connivencia con los misterios de la vida. El hombre del piano reúne todo el atractivo de esos mundos inclasificables que tanto fascinaban y que tanto alimentaron la obra ineludible de este gran escritor. Además, estas páginas reflejan de algún modo la huella que la memoria deja en el carácter. Está claro que sin la evocación del músico ciego y de la escenografía dispuesta en torno suyo lo que aquí se narra no sería concebible. Deducimos entonces que leer dicha novela permite comprender un doble proceso creativo, el que es concebido por la remembranza y el que corresponde a una implacable búsqueda interior ejercida a través del delicado tanteo de la mente de un niño. El resultado de este devenir le permitió una aproximación al misterio del ser, algo que también nosotros podemos vislumbrar si nos acercamos a la poética de Felisberto y a la belleza de sus palabras: “Si alguna vez hice un movimiento instintivo hacia una persona fue cuando el misterio de ella me hacía alguna señal”.
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El inicio
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o sé bien por qué quieren entrar en la historia de Colling, ciertos recuerdos. No parece que tuvieran mucho que ver con él. La relación que tuvo esa época de mi niñez y la familia por quien conocí a Colling, no son tan importantes en este asunto como para justificar su intervención. La lógica de la hilación sería muy débil. Por algo que yo no comprendo, esos recuerdos acuden a este relato. Y como insisten, he preferido atenderlos”. El encuentro “Una noche, invitados por las tías -las longevas- fuimos a la casa de El nene y lo sentimos tocar el piano. Para mí fue una impresión extraordinaria. Por él tuve la iniciación en la música clásica. Tocaba una sonata de Mozart. Sentí por primera vez lo serio de la música. Y el placer -tal vez con bastante vanidad de mi parte- de pensar que me vinculaba con algo de valor legítimo. Además sentía el orgullo de estar en una cosa de la vida que era de una estética superior: sería un lujo para mí entender y estar en aquello que sólo correspondía a personas inteligentes. Pero cuando después tocó una composición de él, un nocturno, lo sentí verdaderamente como un placer mío, me llenaba ampliamente de placer; descubría la coincidencia de que otro hubiera hecho algo que tuviera una rareza o una ocurrencia que sentía como mía, o que yo la hubiera querido tener. La melodía iba a caer de pronto en una nota extraña que respondía a una pasión y al mismo tiempo a un acierto; como si hubiera visto a un compañero que hacía algo muy próximo a mi comprensión, a mi vida y a una predilección en la que los dos nos encontrábamos de acuerdo; con esa complicidad en la que dos camaradas se cuentan una parecida picardía amorosa. Yo había encontrado camaradas para otras cosas; pero un amigo con quien pudiéramos representarnos el amor en aquella forma era un secreto de la vida que podíamos ir atrapando con escondido regocijo de más sorpresas, de esas que dependen mucho de nuestras manos.” La amistad “Estaba mi alma inclinada hacia Colling, me seducía todo lo que tenía de ingenuo, de pintoresco, su cordialidad sinceramente bien predispuesta; parecía que su corazón se moldeaba fácilmente con una franca espontaneidad a cualquier vuelta nueva de la vida. Como todos, se había inventado una sonrisa artificial para un cumplimiento, pero parecía que ese artificio lo empleaba con gusto, que estaba deseando que fuera del todo natural y tener motivos para ser sincero. También me seducía su ciencia, su inmensa sabiduría de músico. Por lo menos a mí me parecía un sabio. Y a pesar de lo fácil que era ver algunos de sus sentimientos, de la inexplicable gracia que le hacían ciertas cosas, de sus ingenuos arrebatos de orgullo, de la seriedad de sus despampanantes mentiras, a pesar de todo, yo empezaba a internarme en muchos misterios que me empezaron conociendo como persona. Sentía que iba a conocer de cerca, que se me iba a producir una amistad, un extraño intercambio, con un personaje excepcional, que además era ciego” La mañana “Nosotros vivíamos en Minas entre Asunción y Lima. En la vereda había viejos paraísos. Seguí por Minas en dirección a “18”. El sol quebraba todas las cosas y hasta parecía que también era él el que quebraba los ruidos del día. La mañana era milagrosa. La atención flotaba sobre todas las cosas y sin embargo había que pensar en mantener el apresuramiento de los pasos. Pero uno se distraía hasta con el polvo que se levantaba entre las patas de los caballos y los rayos de las ruedas de un carro pesado. Había que renovar a cada momento el apresuramiento de los pasos. Y entonces, al mucho rato, cuando uno lograba acomodarse en la nueva inercia, podía seguir ligero y de un tirón hasta la casa de Colling.”
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La Mujer Habitada Gioconda Belli (Nicaragua, 1948) empezó a escribir La Mujer Habitada durante la Revolución Sandinista y todos sus textos están marcados por una conciencia femenina que busca “verse” y “saberse”. Además de que la mujer alcanza importantes niveles de representación, en esta novela se construye una visión crítica del entorno centroamericano, elaborada con agudas percepciones que incluyen voces de distintos sectores, grupos sociales tales como los obreros, los militares y la burguesía.
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Una voz femenina en la novela centroamericana contemporánea ¿De qué hablamos cuando hablamos de literatura femenina? Lo primero que hay que decir es que no depende del sexo del autor para poder ser definida como tal. Lo que aquí cuenta es el uso de nuevas ópticas, sensibilidades y códigos para acercarse a la realidad cotidiana. Por ende, una mujer que escribe no significa que lo haga necesariamente desde una perspectiva de género. En cambio, la literatura de un hombre podría llegar a ser femenina si el autor intenta ubicarse en el lugar del aquel ser humano sometido históricamente. En la novela hispanoamericana actual conviven diferentes grupos, ideologías, manifestaciones y estilos culturales que se expresan mediante una pluralidad de discursos. No se excluyen colectivos ni sectores, más bien se abren espacios que incorporan una heterogeneidad de vivencias, y una de ellas es la experiencia de “devenir” mujer. Las últimas décadas se han caracterizado por un reordenamiento de mapas políticos, sociales y étnicos, lo cual permite en principio la emergencia y reivindicación de subjetividades que hasta entonces habían permanecido invisibles y acalladas. El rescate de la voz y presencia de la mujeres, en fin, es consecuente con los logros que ésta ha alcanzado en la sociedad actual, cuestión que se traduce en la aparición de obras de autoras hispanoamericanas tales como Luisa Valenzuela (Argentina, 1938), Elena Poniatowska (México, 1933), Cristina Peri Rossi (Uruguay, 1941), Isabel Allende (Chile, 1942), Rosario Ferré (Puerto Rico, 1942), Laura Esquivel (México, 1950), y tantas otras que han mostrado abiertamente su decisión de abandonar los cánones machistas de la sociedad y crear de este modo, una literatura rebelde y liberadora con una escritura dialógica que toma a la mujer como eje y principio organizador del mundo. En este panorama también se alzan con fuerza novelas como Arráncame la vida (1986) de Ángeles Mastretta (México), Eva Luna (1987) de Isabel Allende (Chile), Antigua vida mía (1995) de Marcela Serrano (Chile) y La última noche que pasé contigo de Mayra Ocampo (Cuba – Puerto Rico). En esta producción encontramos gran parte de las brechas abiertas por una narrativa en la cual las escritoras toman un lugar protagonista lejos ya de la relegación a la escritura emocional; lejos de la queja o de la rabia de un discurso sentimental, lejos de la pedagogía ejemplarizante, lejos también de la adhesión a los cánones patriarcales para legitimar una voz particular. En esta nueva conducta, las autoras crean espacios escriturales que subvierten paradigmas literarios para cuestionar toda hegemonía. Se erigen desde el margen para redefinirse, para desmaquillar y desmitificar ciertas verdades absolutas e iluminar espacios ocultos.
El compromiso de la mujer en la construcción de su protagonismo social Lavinia, la protagonista, se impone como arquitecta, profesión que tradicionalmente corresponde al mundo masculino, e ingresa y participa en el movimiento revolucionario ejerciendo funciones decisivas como una de las dirigentes más destacadas en la toma de la casa del General Vela. Es capaz de regir los destinos de su vida con un espíritu emprendedor y con la sabiduría que le otorga su sensibilidad. En su camino existencial irá revisando el lugar asignado a lo femenino con un matiz humano muy interesante en la medida que también busca la reconciliación y la felicidad de las personas,
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siempre que se respete su dignidad y su modo de ser. Aquí se muestra la imagen de la mujer firme y convencida de la necesidad de alcanzar una libertad que no la haga depender de voluntades ajenas. Esto incidirá en su relación con el universo. Más que al exterior, su mirada se volverá siempre más introspectiva. El abordaje al mundo de los otros le interesa en la medida que pueda explicar el suyo personal, para aprender a hablar con una voz única y libre de temores.
Una vida “habitada” de amor e ideales Otro de los personajes relevantes en esta obra es el de un árbol ubicado en el jardín de la casa de Lavinia. En ese naranjo habita el espíritu de una mujer guerrera nahuatl que formó parte de la resistencia ante la conquista de los españoles y que murió junto a su compañero Yarince. Siendo en principio una observadora externa de la vida de Lavinia, en un segundo momento la esencia de la indígena logra introducirse en el cuerpo y pensamientos de la protagonista, lo que le permitirá conocer el estado de su organismo y sus sensaciones ante los diferentes acontecimientos. La estructura de la novela teje estas dos voces narrativas y dos presencias femeninas centrales. El uso de la tercera persona en la narración privilegia la historia y el punto de vista de la mujer moderna y una evolución que parte de una adolescente rebelde de clase media a una profesional independiente y posteriormente a una guerrillera que entrega la vida por la liberación de su pueblo afligido por la dictadura. La trama transcurre en Faguas, país imaginario reminiscente del ambiente político de Managua en la década de los setenta. Los lectores conocemos a Lavinia a través de sus pensamientos, sus reacciones, sus reparos, su capacidad de reflexión, su lógica y también, como no, de su sensualidad. Conocemos también su mundo cotidiano en las minucias de la rutina del trabajo y del cuidado de la casa; la vida social de su clase y la situación política del país tal como se impone en su conciencia cada vez con mayor intensidad; también las amistades, particularmente la de Flor, su mentora en el Movimiento Revolucionario; las cada vez más frías relaciones con sus padres y su relación amorosa apasionada, y a la vez
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problemática, con su compañero del trabajo y miembro, como ella, de la organización clandestina. Todo hace creíble la transformación que la prepara para su misión heroica. Porque Lavinia será una heroína y esto hay que destacarlo si atendemos al hecho de que los héroes siempre fueron mayoritariamente hombres. A esta historia Belli le añade una contrapartida mítico-poética. Intercalados entre los capítulos de estilo convencional están los narrados en primera persona por Itzá, ahora por orden de sus dioses, renacida en un naranjo. Cuando Lavinia bebe el zumo de las naranjas, Itzá misteriosamente penetra en su sangre y en su mente. Con este hecho, tan simple y tan fresco, se diluyen las fronteras entre el mundo vegetal y la dimensión humana. Los siglos también se desvanecen, porque la naturaleza es siempre la misma. Escuchemos la voz de Itzá: “Al amanecer emergí. [...] Vi las raíces. Las manos extendidas, llamándome. Y la fuerza del mandato me atrajo irremisiblemente. Penetré en el árbol, en su sistema sanguíneo, lo recorrí como una larga caricia de savia y vida, un abrir de pétalos, un estremecimiento de hojas. Sentí su tacto rugoso [...] y me extendí en los pasadizos vegetales de esta nueva piel, desperezándome después de tanto tiempo, soltando mi cabellera, asomándome al cielo azul de nubes blancas para oír los pájaros que cantan como antes”. El lenguaje poético facilita la aceptación de elementos mágicos, pero también exige al lector un desplazamiento en constante transición de un mundo a
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otro. La narración de Itzá es de tono legendario y está dominada por creencias mitológicas, pero en cambio, en la presencia de Lavinia rige la verosimilitud del mundo actual. Quien lee esta obra, aprende a equilibrar dichos escenarios permitiendo que se complementen mutuamente. Pero, ¿a qué sirve este aparato narrativo de historia y leyenda, de mimesis y fantasía, de testimonio y mitos, de lógica y poesía? Por un lado, la voz de Itzá habla del pasado silenciado de Faguas para simbolizar la memoria recuperada de los vencidos. Sin embargo, dado que ambas mujeres funcionan como ‘espejo’ la una a la otra, en sus dos vidas yuxtapuestas se plasman los cambios y las permanencias de la situación de la mujer actual. No es menor el constatar la continuidad de los mecanismos de exclusión de la mujer en la toma de decisiones para el futuro de su comunidad. La marginación de Itzá de los consejos de su pueblo prefigura la exclusión de Lavinia de la acción del comando. Otro aspecto importante de esta novela es que en ella se escudriñan las relaciones más íntimas entre el hombre y la mujer. Interesa destacar que será en sus propios compañeros donde Lavinia e Itzá encontrarán la resistencia más inquebrantable. Algo que también merece atención es el lugar que ocupa el cine, la literatura y la música en los momentos trascendentes de la vida de Lavinia. Todos funcionan como elementos organizadores, como hitos en los cuales ella puede contemplar su camino existencial. En definitiva y por lo mismo, en este texto se aprecia la relación dialéctica entre literatura y vida. Así como la experiencia de Lavinia, también Gioconda Belli vivirá sus encrucijadas. La escritora tuvo que exiliarse en Costa Rica y en México para evitar su encarcela-
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miento. Y sin embargo, nunca dejó de ensayar, con sus creaciones literarias, nuevas alternativas al ser mujer, a lo que ella querría o hubiera podido ser y a lo que debería aspirar. Una novela que nos muestra muy especialmente la plenitud de vivir “habitados” en contraposición a una vida vacía e indiferente. Es decir entonces que, en este sistema de reflejos entre literatura y vida, podríamos definir a la mujer habitada como aquella que se configura también como una mujer lectora. Porque sentir la belleza de las palabras la conducirían, inexorablemente, a ser una mujer que se ama a sí misma.
Flor le recordaba a la tía Inés
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ran tan diferentes y, sin embargo, había momentos en que Lavinia no podía dejar de sentir que algo tenían en común las dos; una cierta manera grave de hablar de la vida, de percibir pliegues íntimos de las cosas. —Te preocupas demasiado por eso de la aceptación —decía Flor—. O por la identidad... Cada uno de nosotros carga con lo propio hasta el fin de los días. Pero también construye. Como arquitecta deberías saberlo. El terreno es lo que te dan de nacimiento, pero la construcción es tu responsabilidad. —Precisamente como arquitecta, sé cómo influye el terreno... —sonreía Lavinia—. Pero es verdad lo que decís. No sé por qué me preocupa tanto. —Así es. No te “preocupes” tanto. Ocúpate mejor en dar lo máximo de vos misma. La aceptación vendrá poco a poco. Lo importante es ser honesto con uno mismo. Eso es lo que los demás aprenden a respetar. Flor era así. Sin estridencias, ni extremismos. A Lavinia no dejaba de sorprenderle descubrir, mientras más la conocía, la profundidad y la ternura que albergaba detrás de su apariencia seria, mesurada, a veces adusta.
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Yo el Supremo El interés y la admiración suscitados por la obra de Augusto Roa Bastos (Paraguay, 1917-2005) han tomado una considerable atención en forma de traducciones a catorce idiomas, investigaciones, libros y artículos en periódicos y revistas especializadas, numerosos simposios y congresos convocados para discutir y analizar su producción y varios premios internacionales.
La culminación del reconocimiento público del que se ha hecho merecedor se produjo con el otorgamiento del “Premio de Literatura en Lengua Castellana Miguel de Cervantes” a fines de 1989. Dicho premio se otorga no por una obra en especial, sino por el trabajo de toda una vida de un artista que ha contribuido a enriquecer el legado cultural hispánico. Su novela más importante, Yo el Supremo (1974), nos relata veintiséis años de Historia latinoamericana, tomando el ámbito del Paraguay como escenario y la conciencia irradiadora de Gaspar Rodríguez de Francia, el personaje principal construido sobre el modelo histórico de quien gobernó ese país desde 1814 a 1840. Esta narración es parte de un conjunto a las que la crítica denomina como “nueva novela histórica latinoamericana”. El argumento enfoca al tema del poder y las alternativas que han encontrado los pueblos para resistirlo y hasta quebrarlo, de tal manera que los personajes serán una suerte de metáfora de la biografía de nuestro continente. Es cierto también que en este tipo de literatura lo que importa es “reescribir la Historia”. Generalmente se concibe a la Historia y a la Novela como opuestas; una vinculada a la verdad, y la otra a la especulación dado su carácter subjetivo y simbólico. En desacuerdo con esta consideración, el filósofo e historiador Hayden White sostiene que tanto una como otra están separadas nada más que desde el punto de vista teórico, ya que en los dos casos se parte de una interpretación de la realidad y de una utilización de recursos estéticos para procesar los fenómenos sociales y culturales a través de la escritura. Los vasos comunicantes entre Historia y Literatura se plasman en este género narrativo al que cada autor le impondrá su estilo. Mientras que Miguel Ángel Asturias (guatemalteco, ganador del Premio Nobel) y Jorge Zalamea (colombiano) han escrito respectivamente El señor presidente y El Gran Burundún Burundá ha muerto ubicándose en una perspectiva exterior para focalizar a ‘sus’ dictadores, otros como García Márquez y Alejo Carpentier (El otoño del patriarca, El recurso del método) observarán la intimidad de sus conciencias instaladas en la soledad de su poder. El “Doctor Francia” es abordado por Roa Bastos exactamente de esta forma, es decir, cuando tiene tras de sí la casi totalidad de su dictadura y cuando su persona ha devenido íntegramente como dictador. La conocida austeridad de su vida, la dedicación exclusiva a su tarea, la falta de lazos amistosos o sentimentales, la implacable soledad en que vivió hasta el fin, disuelven otros aspectos de su existencia -salvo, en el presente, el corporal y espiritual trance de la enfermedad y la muerte; salvo, en el pasado, bajo las formas de la evocación, el recuerdo de la juventud y años adultostrasuntándolo en el ejercitante del poder, en el celoso guardián de la nacionalidad y en el ansioso capitán de su desarrollo.
El poder de la palabra El primer problema que se le plantea a un presidente, sea civil o militar, es el de convencer a su pueblo de que él tiene la verdad, y por eso no duda en hacer uso de la fuerza coercitiva que establecen los laberintos de los aparatos militares,
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Novela histórica latinoamericana
políticos y burocráticos. Pero esto no alcanzará en el caso del Doctor Francia. Su verdad proviene también, en gran parte, del dominio retórico del lenguaje, o mejor dicho, del poder de las palabras para manipular las conciencias y hacer la Historia. Así lo expresa él mismo en la novela: “Yo no escribo la historia. La hago. Puedo rehacerla según mi voluntad, ayudando, reforzando, enriqueciendo su sentido y verdad. En la historia escrita por publicanos y fariseos, éstos convierten sus embustes a interés compuesto. Las fechas para ellos son sagradas. Sobre todo cuando son erróneas. Para estos roedores, el error es precisamente roer lo cierto del documento. Se convierten en rivales de las polillas y los ratones.” Uno de los recursos que va a utilizar el dictador es una circular firmada por él, y a la que denomina como ‘perpetua’ (puesto que no tendrá punto final) para hacer propagar ‘su verdad’ como la única Verdad monolítica. No obstante ello, habrá un quiebre íntimo en la certeza y solidez que aparenta. En su Diario aparecerán apuntes que darán cuenta de su inestabilidad emocional: “Lo único que revelas es tu inseguridad. Pavor cavernario. Te has conformado con poco. Tu horror al vacío, tu agorafobia disfrazada de negro para confundirse con la oscuridad te ha marchitado el juicio”. Esta la auténtica voz interior que nos muestra la inseguridad, el miedo y las dudas de un ser humano, aunque de todas formas tratará de imponer su propia lógica. Así advierte a sus empleados: “Lean muy atentamente las anteriores entregas de esta circular-perpetua de modo de hallar un sentido continuo en cada vuelta. No se pongan en los bordes de la rueda, que son
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los que reciben los barquinazos, sino en el eje de mi pensamiento que está siempre fijo girando sobre sí mismo”. El ‘sentido continuo’ que el dictador invoca busca transformar el pensamiento relativo en absoluto. Tiene el poder de la palabra culta, aunque también domina la palabra popular de los relatos orales guaraníes. Escribe en el ‘cuaderno privado’. Redacta documentos. Le habla a sus súbditos. No descansa. Porque dejar de hablar es perder, frente a otros que toman la palabra y hacen circular nuevas verdades. El Poder de la palabra es para sí y el poder del silencio se impone a los demás. Amparado en su casa de gobierno, cuenta con todos los poderes en la mano. Él mismo se ha hecho llamar ‘Supremo y Perpetuo’, y su pueblo lo llama Karaí Guasú (El Supremo, en guaraní). Para ascender al poder se valió del argumento de que no lo había tomado a la fuerza, sino que surge en respuesta a una carta que los juntistas le enviaron solicitando que regresara. Él mismo la cita: “Señor: Bien satisfechos de la grandeza de su corazón, no tememos caer en la nota de temerarios con la presente súplica, y siendo nuestros conocimientos muy inferiores a nuestro celo, no hemos encontrado otro medio de implorar a S. Md. vuelva a echarle el timón al bajel, que la presente ignorante borrasca arrebató. De lo contrario se perdió la Patria. Sus siempre afectuosísimos compañeros”. Lo que el doctor Francia no dice a los demás, aunque lo dice para sí, es que astutamente fue preparando y manipulando este llamado de los fatuos de la Junta. El dictador se ocupará personalmente de detalles casi insignificantes, tales como hacer llegar los instrumentos a las bandas de música populares o permitir a una viuda enterrar a su marido. Pero el estar presente no es lo único que sostiene tantos años de gobierno. Su influencia se irá extendiendo en todos los frentes, ayudada precisamente por las armas que le brinda su facilidad de palabra. Hay que tener en cuenta su profesión de abogado, lo que le permitió esgrimir un lenguaje recorrido por la persuasión. Prueba de ello es que mientras a nivel interno sometió a todos los paraguayos, supo también evadir las pretensiones anexionistas de los estados vecinos: Brasil, Uruguay (los orientales) y Buenos Aires (los porteños). A los delegados de los tres estados supo envolverlos en las redes de su ambiguo y polifónico discurso hasta la desesperación de sus interlocutores. Los vericuetos del poder y de la vida de Francia no son los únicos
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tópicos que se abordan en la novela. Aquí aparece una dimensión que trasciende a lo meramente anecdótico. De lo que se trata es de comprender la lógica verbal de los seres humanos. Para el Supremo el tema del lenguaje es una obsesión. Para él tendrían que existir palabras “que tengan voz. Su Espacio libre. Su propia memoria. Palabras que subsistan solas, que lleven el lugar consigo. Un lugar. Su lugar. Su propia materia. Un espacio donde esa palabra suceda igual que un hecho”. En este pasaje se expresa una utopía lingüística en la que el signo sería “idéntico al objeto” y en donde la comunicación debería ser como “el lenguaje de ciertos animales, de ciertas aves, de algunos insectos muy antiguos”. Este es un punto clave. No es inocente ni contradictorio que un dictador prefiera un lenguaje sin articulación. Dicha afirmación parecería negar la centralidad que le dio en su vida a las palabras. Sin embargo, lo que realmente está planteando es la posibilidad de aplicar la destrucción del lenguaje en la vida de los otros, mientras que él mismo se concibe como dueño de la palabra y de la memoria. “En todas las lenguas las exclamaciones más vivas son inarticuladas”. Francia dice elegir a los animales ya que “no hablan porque no articulan, pero se entienden mucho mejor y más rápidamente que nosotros”. Estas apreciaciones constituyen la base de un autoritarismo cuya finalidad es la apropiación del habla y escritura de su nación.
Entre luces y sombras de la Historia En definitiva, con esta narrativa rigurosa se presenta un testimonio del poder y la soledad que acarrea, a su vez se muestran los alcances de un absolutismo que intentará permear lo lingüístico y lo histórico, lo legendario y lo folklórico, lo actual y lo mítico. Sin embargo, estas páginas preñadas de belleza y simbolismo también contienen un mensaje de esperanza para aquellos que, con dignidad y amor a su gente, siempre buscan caminos para enfrentar las vicisitudes, infortunios y desdichas. Con la literatura de Roa Bastos, Paraguay alcanza esa envidiable condición sociológica: tener quien lo exprese en el arte y, mejor aún, quien lo comprenda en algo que es más que el acaecer de la vida nacional: en la raigambre viva y en la identidad profunda de su pueblo. Se trata entonces de encontrar sentido a las luces y sombras de la Historia a través de la Literatura, lo cual podría considerarse una de las tantas formas de felicidad que un libro de alta calidad estética como Yo El Supremo, nos puede proporcionar.
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Tengo pocos amigos
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decir verdad, nunca está abierto mi corazón al amigo presente sino al ausente. Abrazamos a los que fueron y a los que todavía no son, no menos que a los ausentes. Uno de ellos, el general Manuel Belgrano. Hay noches en que viene a hacerme compañía. Llega ahora libre de cuidados, de recuerdos. Entra sin necesidad de que le abra la puerta. Más que verlo, siento su presencia. Está ahí presenciando mi ausencia. Ni el más leve ruido lo anuncia. Simplemente está ahí. Me vuelvo de costado en mi pensamiento. El general está ahí. Hinchado monstruosamente, menos por la hidropesía que por la pena. Flota a medio palmo del suelo. Ocupa la mitad y media de la no-habitación. Mi pierna hinchada, el resto del cuarto. Sin necesidad de apretarnos mucho ocupamos en el tiempo mayor lugar del que limitadamente nos concede en esta vida el espacio. Buenas noches, mi estimado general. Me escucha, me contesta a su modo. La nebulosa persona se remueve un poco. ¿Está usted cómodo? Me dice que sí. Me hace entender que pese a nuestras desemejanzas, se siente cómodo a mi lado. Lo que yo más apreciaba en los hombres, murmura, la sabiduría, la austeridad, la verdad, la sinceridad, la independencia, el patriotismo...
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Arráncame la vida Al lado de novelistas canónicos de la literatura mexicana de mediados del siglo XX tales como Juan Rulfo, José Emilio Pacheco, Carlos Fuentes, Elena Poniatowska y Rosario Castellanos, han ido apareciendo escritores menos conocidos pero que obtuvieron gran éxito y hasta mejor acogida por parte del público lector. Como botón de muestra presentamos el bestseller Arráncame la vida, ópera prima de Ángeles Mastretta (México, 1949).
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Escuchar, memorizar, narrar ¿Cómo se explica una difusión tan vertiginosa que llegó a seis ediciones a pocos meses de su publicación? Ensayemos algunas respuestas. En primer lugar, en esta novela se da un acercamiento a lo cotidiano con un estilo espontáneo, una capacidad de enfocar en la perspectiva interior del universo femenino para ver la realidad, y el uso de registros emocionales para contarla, cuestión históricamente considerada marginal y, por ende, relegada. Esta novela de Mastretta fue galardonada con el Premio Mazatlán el mismo año de su aparición en 1985, y posteriormente fue traducida a más de quince idiomas, lo cual es indicio de su indudable calidad. Su reconocimiento se confirmaría pocos años más tarde con la consecución del prestigioso Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos en su décima edición (1997) por su otra novela Mal de amores (1996). Era la primera vez en la historia que este Premio se le otorgaba a una mujer. Anteriormente lo habían conseguido escritores como Fernando del Paso, Javier Marías, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa. En un contexto socio-cultural tan marcado por la tradición masculina, el hecho de que una mujer escriba no deja de ser trascendente. Por un lado, la cantidad de obras literarias producidas por mujeres en la década del ochenta, suscitó, entre otras reacciones, la valoración despectiva de “literatura light”. Por otro lado, llama la atención el hecho de que muchos trabajos críticos dedicados a las obras de escritoras en general suelen dar como a priori la presencia del feminismo y la defensa del género como postura o actitud ideológica común a toda mujer que se anima a escribir. Sin embargo, más que reclamos o reivindicaciones, en esta novela se constata que, si bien es un hecho obvio la postergación de lo femenino a un segundo plano, de esta situación de debilidad se pueden sacar algunas ventajas. Las mujeres aprendieron estratégicamente a escuchar, a memorizar, asimilar y también a narrar. Si la crítica ha tendido a ver en la novela de Ángeles Mastretta una dimensión feminista, es -así lo creemos- por dos motivos principales. El primero es de orden contextual biográfico y en relación con la labor que la misma autora desarrolló durante varios años como miembro del Consejo de redacción de la revista feminista mexicana FEM, sobre todo entre los años 1982 y 1985, y también como miembro del Consejo Editorial de la revista Nexos. Algunas de sus columnas eran dedicadas a la problemática femenina. Esta etapa coincidió además con los años de lucha febril por los derechos de las mujeres en México, lo cual reveló una actitud de compromiso social de dimensiones apreciables que pronto se confundió con el feminismo ambiente. El segundo motivo tiene que ver con la novela misma, dado que la voz principal es asumida por un personaje femenino, hecho poco frecuente en la narrativa mexicana.
Estampas de la vida femenina desde la intimidad del ser “Arráncame la vida con el último beso de amor, arráncala, toma mi corazón... Arráncame la vida y si acaso te hiere el dolor, ha de ser de no verme, porque al fin tus ojos me los llevo yo.” Así cantaba allá por los años treinta el gran intérprete mexicano Agustín Lara, también llamado El flaco de oro, El músico poeta. De este tango nace el título de la obra, una de las clásicas piezas musicales cuya melodía y discurso sentimental
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ilustra, con cierto matiz irónico, la relación entre Catalina y Andrés, pareja inevitablemente anclada a la historia mexicana de los años treinta y cuarenta. A través de los ojos de la protagonista se irá advirtiendo la corrupción política de su país y a su vez, también los lectores observaremos la trayectoria vital de esta muchacha ingenua, casada a los quince años con un general ex-revolucionario y convertida más tarde en primera dama de Puebla. Al adoptar Mastretta la perspectiva femenina, la expresión de los hechos históricos cobra tonos de inesperada sencillez, contrastando de modo sensible con la complejidad formal y los usos metafóricos que caracterizaron las novelas de autores consagrados del boom latinoamericano. El uso de un lenguaje poco complicado y de una estructura cronológica lineal promueve una lectura ágil y amena. En este contexto, la misma escritora afirma, en defensa de su estilo, que decidió adoptarlo como opción de su expresión novelesca: “Yo creo que las mujeres tienen muchísimo que ofrecer a la literatura porque tienen ciertas características especiales: estamos muy hechas a pensar en lo que nos pasa; tenemos más tiempo, y fuimos educadas y crecidas para tener más tiempo para eso. ¿De quién me enamoro? ¿Cómo me enamoro? ¿Qué estoy sintiendo? ¿A dónde me voy a conducir? Luego, por ejemplo, las mujeres tenemos mucha más memoria para los diálogos, para registrar las conversaciones, para los detalles, para recordar con precisión cómo era un lugar. Si las mujeres empezamos a contar, narrar lo que percibimos y sentimos, vamos a enriquecer muchísimo la literatura.” Arráncame la vida consta de 26 capítulos en los cuales Catalina va narrando su vida a partir de 1930. El entrecruzamiento entre su peripecia vital con la Historia mexicana será una constante a lo largo de toda la obra: “Ese año pasaron muchas cosas en este país. Entre otras, Andrés y yo nos casamos.” De este modo queda establecido el inicio de una trayectoria personal enlazada al devenir de su país, empezando por Puebla, su patria chica, para llegar posteriormente a la capital a medida que se extendía el poder del esposo. En este recorrido se reconstruyen momentos de la Revolución Mexicana en la que había participado Andrés Ascencio y de la que se beneficiaría después para propulsarse a las más altas esferas del presidente Manuel Ávila Camacho (1940-1946). Aquellos fueron los difíciles años de la depresión económica que siguió a la crisis de 1929, un período que se tradujo también en el afianzamiento del Partido Nacionalista Revolucionario (PNR), y que posteriormente se convertiría en el Par-
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tido Revolucionario Institucional (PRI). Héroes y anti-héroes tales como Francisco Ignacio Madero, Emiliano Zapata, Francisco Villa, Victoriano Huerta, Venustiano Carranza y Álvaro Obregón irán desfilando en una ambiente cargado de anécdotas que se recogen dentro de la mejor tradición de la literatura típica de la Revolución Mexicana. En líneas generales, el perfil del revolucionario será caracterizado por un amplio espectro de valores que van del oportunista inescrupuloso y avivado de las primeras obras de la Revolución a otros de más relieve como Luis Cervantes en Los de abajo de Mariano Azuela, Pedro Páramo de Juan Rulfo, Ulises Roca en El agua envenenada de Fernando Benítez, o Artemio Cruz en la novela de Carlos Fuentes, por citar tan solo algunos de los personajes más importantes de novelas contemporáneas. En una fase posterior, cronológicamente hablando, también aparecerán los líderes de la CTM y de la CROM, los dos sindicatos más importantes de México, víctimas de la opresión gubernamental de la que Andrés Ascencio será uno de los instrumentos más eficaces. El capítulo dieciocho, por ejemplo, refiere a la forma con que Andrés, entonces gobernador de Puebla, resolvió una huelga de obreros que reclamaban aumento de salario y plazas para los eventuales: “Un mes estuvieron con sus banderas puestas. Hasta que llegó el gobernador. - Échame a andar las máquinas -le dijo a uno que se negó. -Entonces camínale -ordenó. Sacó la pistola y le dio un tiro. -Tú échame las máquinas a caminar -le pidió a otro que también se negó-. Camínale -dijo y volvió a disparar-. ¿Van a seguir de necios? les preguntó a los cien obreros que lo miraban
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en silencio-. A ver tú -le dijo a un muchacho¿quieren morir todos? No va a faltar quien los reemplace mañana mismo. El muchacho echó a andar su máquina y con él los demás fueron acercándose a las suyas hasta que la fábrica volvió a rugir turno tras turno sin un centavo de aumento”. La tenebrosa política personificada en el esposo de Catalina y sus compañeros se continúa en el aparato demagógico oficial y en la progresiva desvalorización de la cultura. Al convertirse la narradora-protagonista en “primera dama”, comienza a recibir personas que solicitan su intercesión ante su omnipotente gobernador: “Mi primera gran decepción fue cuando me visitó un señor muy culto para contarme que se pretendía vender el archivo de la ciudad a una fábrica de cartón. Todo el archivo de la ciudad a tres centavos el kilo de papel. En la noche fue el primer asunto que traté con Andrés. No quiso ni detenerse a discutirlo. Nada más dijo que ésos eran puros papeles inútiles, que lo que necesitaba Puebla era futuro, y que no había dónde poner tanto recuerdo.” Sin embargo, el grado de implicación de Andrés Ascencio en asuntos criminales lo convierte en blanco de reiteradas tentativas de asesinato, por lo cual estará condenado a rodearse de precauciones extremas, hasta el punto de “no dormir nunca en el mismo cuarto”. Catalina irá calibrando el legado de su esposo que, paradójicamente, será tan extenso materialmente como vacío desde el punto
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de vista humano. He aquí el mayor aporte de Mastretta. En efecto, en esta poética de la sencillez, el punto de vista femenino se enfoca en el espacio de la intimidad (un lugar diferente y auténtico, a veces desconocido e incontrolable) para dar cuenta de una progresiva toma de conciencia del maltrato al que se ve sometida dentro del matrimonio así como la comprensión cada vez más clara que va adquiriendo de las verdades ocultas y laberínticas del poder político. Lo original del planteo radica en que, más allá de la reivindicación de igualdad, de lo que se trata es de la búsqueda de una mujer en el dominio de sí misma. Con el paso del tiempo Catalina irá saliendo de la esfera doméstica para tomar la palabra y asumir un compromiso ante diversos problemas sociales que la involucran a ella y a todas: la falta de acceso a la educación, la represión sexual, la pobreza en el campo, el mundo del trabajo. Arráncame la vida se inscribe por lo tanto, en la dinámica relativa a la emancipación y a la construcción de una identidad, tema alrededor del cual, como es sabido, se articula gran parte de la narrativa latinoamericana escrita por mujeres.
Arráncame la vida
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n estas noches de frío, de duro cierzo invernal, llegan hasta el cuarto mío las quejas del arrabal. En estas noches de frío, de duro cierzo invernal, llegan hasta el cuarto mío las quejas del arrabal. Arráncame la vida con el último beso de amor, arráncala, toma mi corazón... Arráncame la vida y si acaso te hiere el dolor, ha de ser de no verme, porque al fin tus ojos me los llevo yo. La canción que me pides te la vengo a cantar, la llevaba en el alma, la llevaba escondida y te la voy a dar. (Letra y música de Agustín Lara)
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La ciudad y los Perros Cualquier persona que quiera explorar esta novela sabe de antemano que está frente a un autor consagrado que ha merecido el Premio Nobel (2010), que en cierto sentido se trata de un clásico, y que su lectura ha sido precedida por la de miles y miles de aficionados. Sin embargo, cuando La Ciudad y los Perros se publicó por primera vez, fue una sorpresa absoluta debido a la radicalidad de su estética.
Lectura y metáfora Gustav Flaubert decía que hay muchas maneras de leer, pero el verdadero talento está en leer bien. Precisamente, el desarrollo de esa capacidad es lo que nos proponen Ciro Alegría, José María Arguedas, Cesar Vallejo y Vargas Llosa, autores de alta calidad y maestría, esencia de la literatura peruana del siglo XX. En esta oportunidad nos detendremos en 1963, año en que aparece La Ciudad y los Perros de Mario Vargas Llosa (Arequipa, 1936). El paso de las décadas ha probado que con la publicación de esta ópera prima del joven autor de veintiséis años, se asistía a la segunda fundación de un tipo de novelística, equivalente por la innovación en sus recursos formales, al primer libro de poesía de César Vallejo, Los heraldos negros (1919). Con estas dos producciones, la literatura del Perú, tantas veces vista como un espejo de lo que ocurría en la antigua metrópoli española, alcanzaba una autonomía creativa. Una tentación muy grande es la de considerar la literatura como espejo de la realidad. Los primeros lectores de La Ciudad y los Perros fueron inducidos a una interpretación verista, tanto por la propia editorial Seix Barral que acompañó el texto con un plano de la ciudad de Lima, como por el propio libro que, leído con distracción, podía ser confundido con una crónica ficcional sobre el Colegio Militar Leoncio Prado, una institución muy conocida en la sociedad peruana a la que arribaban jóvenes de distintos estratos sociales. Ese enredo motivó campañas periodísticas en contra de la novela y muchos fueron los intentos de censurarla. Inclusive se llegó a una quema de ejemplares atribuida a egresados del Colegio Militar. No obstante, y por fortuna, siempre existen espíritus amantes de las letras que son capaces de advertir, como también en aquel momento, que un rayo había caído en la ficción del Perú. Cuando leemos una y otra vez esta novela, percibimos su rara belleza verbal y la inteligencia creativa de su estructura. Se requiere estar muy atento al juego de voces y a la confusión constante de los planos de la realidad, algo complicado aunque hermosamente necesario. Intrincadamente coral, esta narración no siempre avisa sobre el interior de qué cabeza estamos indagando, un estilo que se inspira en el mundo del escritor norteamericano William Faulkner (influencia que el propio Vargas Llosa en múltiples ocasiones ha reconocido) en lo que respecta a ese entrelazado de pensamientos y al constante vaivén temporal que explica el presente desde el atronador recuerdo del pasado. Ordenar este rompecabezas nos proporciona, sin lugar a dudas, una suerte de goce intelectual que compensa cualquier esfuerzo de entendimiento. La ciudad y los perros se tituló originalmente La morada del héroe y más tarde Los impostores. Luego de fracasar varias veces en el intento de hallar editores que se arriesgaran a publicarla, finalmente obtuvo en 1962 en España el Premio Biblioteca Breve Seix Barral y el Premio de la Crítica en 1964. El impacto del texto fue inmediato y las sucesivas reimpresiones y nuevas ediciones a lo largo de tantos años no han hecho otra cosa que celebrar esta pieza extraña, deslumbrante y revolucionaria en el ámbito de las letras hispanoamericanas. En esta se cuentan las peripecias de un grupo de alumnos del Colegio Militar Leoncio Prado, situado en La Perla, Provincia Constitucional del Callao, Perú. Perros es el apodo que reciben los cadetes novatos que ingresan a tercer año. Entre la sordidez, la soledad y el abandono, la vida de cada uno de ellos se entrecruza con experiencias duras y descabelladas de las que solo tendremos
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Polifonía de la violencia
noticias a través de largos monólogos interiores de sus protagonistas. El Poeta, el Jaguar, el Esclavo poseen una trayectoria vital común a su juventud, pero tienen grandes diferencias culturales entre sí, por lo que, a pesar de dormir en literas pegadas, están separados por abismos insondables que los pondrán a prueba y llegarán a cobrarse el honor, la moral, la libertad y e incluso la vida de uno de ellos. Los fríos amaneceres, ambientados en la sempiterna niebla que cubre el colegio junto al mar, son narrados con tal habilidad, que el lector siente junto a los alumnos la amarga sensación de tener que pasar un nuevo día en el centro castrense. Las noches, inútilmente controladas por la férrea guardia de los soldados de la Prevención, son en realidad los únicos momentos en que los muchachos se liberan de su represión y se constituyen en fieros luchadores, hábiles jugadores o escritores de cartas por encargo para novias que aguardan en sus ciudades de origen, lo que muchas veces se traduce en textos de alto calibre cuyo objetivo parece aliviar la ansiedad de un pelotón de hormonas encerradas y uniformadas. Pero hay una dimensión que trasciende lo descriptivo y es adonde apuntamos con nuestros comentarios. En esta literatura eminentemente simbolista, de trazas realistas, costumbristas y urbanas, lo que está en juego es la relación entre los estudiantes y la estructura militarizada de la institución, y el poder dar cuenta de la existencia de reglas paralelas y alternativas establecidas en convivencia con la rigidez de un sistema jerárquico.
Bestiario Un “perro” es el que recibe las bofetadas no solo de los oficiales, sino también de sus propios compañeros, apenas mayores, que ac-
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túan con extrema crueldad. Debajo de ellos quedan los otros animales, empezando por la Malpapeada, una perra que recibe el afecto, pero también la violencia de los cadetes. No es azar que muchos personajes tengan nombres de animales: Jaguar, Boa, Piraña, Gallo, Mono, Rata, Burro. Se subraya continuamente la semejanza de los humanos con los perros: la nariz aplastada de Jaguar recuerda la de un bulldog y “El suboficial Pezoa estaba allí, husmeando un cuaderno con su gran hocico y sus ojillos desconfiados”. Hay una escena inolvidable que describe la iniciación de Ricardo Arana, alias Esclavo, a la vida militar. Sus compañeros le obligan a luchar, a arrastrarse en cuatro patas, a vociferar ladrando las palabras “soy un perro”. Cuando se le ordena que ataque y muerda a un compañero de clase, Arana siente que su cuerpo se convierte en el de un perro rabioso. El Colegio Militar será un humillante bestiario: un oficial tiene pasos de gaviota, otro, dentadura de piraña, otro semeja una tortuga hundida en su caparazón; monos, almejas, langostas son evocados como semejantes a los hombres. En las actividades cotidianas, aparte de luchas de perros, se ven pasos de ganso en las ordenadas marchas militares. En las clases, los cadetes hablan, se insultan, se escupen, se bombardean con proyectiles de papel, interrumpen a los profesores imitando relinchos, bufidos, gruñidos, maullidos, ladridos. En esta zoopoética, todos los personajes serán tragados por una estricta disciplina: la de los oficiales, obviamente, pero también la de los propios cadetes, subterránea y mucho más siniestra. Lo evidente es que en este lugar se anula cualquier hecho pedagógico. En este inframundo se instruye para reproducir el despotismo y cada uno se moverá de acuerdo a la lógica castrense: el capitán Garrido personifica el sistema, el teniente Huarina es el burócrata y el honrado teniente Gamboa será incapaz de enfrentarse al proceso que lo oprime. Por otra parte, La Ciudad y los Perros admite ser inscrito en la hermosa tradición de los libros de adolescencia, aquella que reúne los nombres de James Joyce con El retrato del artista adolescente, Dylan Thomas y El retrato del artista cachorro, también El guardián del centeno de J. D. Salinger, aunque el parentesco más cercano lo tiene con Robert Musil en su novela Las tribulaciones del estudiante Törless, y con José María Arguedas en Los ríos profundos. Este aire de familia no hace sino resaltar la profunda originalidad de Mario Vargas Llosa, en cuya fuente primaria abreva su propia experiencia vital. Los adolescentes de Vargas Llosa ven el Colegio Militar como una prisión de la que desean salir, como un espacio depresivo y abyecto
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Ficha técnica/artística de la película homónima Director: Francisco Lombardi Guionista: José Watanabe, basado en la novela homónima de Mario Vargas Llosa Fotografía: “Pili” Flores-Guerra Música: Enrique Iturriaga Montaje: Gianfranco Annichini, Augusto Tamayo San Román Sonido: Guillermo Palacios Director artístico: Lloyd Moore Productor ejecutivo: Emilio Moscoso Duración: 135 minutos Reparto: Pablo Serra, Gustavo Bueno, Luis Álvarez, Juan Manuel Ochoa, Eduardo Adrianzén, Liliana Navarro, Miguel Iza.
en el que no quieren quedarse. Costeños y serranos, blancos, indios, negros, mestizos; los pobres (el Jaguar), los de clase media (el Esclavo) y los burgueses acomodados (Alberto) conviven en un microcosmos que reproduce todas las desigualdades sociales. La ciudad abierta, vista como un paraíso, está en otro lado. Es en torno a esta oposición que se teje la novela. El ambiente opresor del liceo se describe con todo detalle, recurso quizás inspirado en las imágenes infernales de la Divina Comedia, a lo que también se agrega la forma con que este libro se escribió: con “las mandíbulas apretadas” dice Rodríguez Monegal, al referirse a las vivencias autobiográficas del autor. En aquella primera juventud y de un modo verdaderamente asombroso, Vargas Llosa ha sabido entregarnos un relato de múltiples perspectivas que nos conducirán a un epílogo inesperado, cuya gran eficacia estética radica en su metáfora. No se trata únicamente de cuestionar la violencia contra y desde un grupo de jóvenes, sino de llamar la atención sobre el concepto
Premios: Festival Internacional de Cine de San Sebastián, País Vasco, España (1985): Premio al Mejor Director. Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, La Habana, Cuba (1985): Tercer Premio Coral. Festival de Cine Latinoamericano de Biarritz, País Vasco, Francia (1985): Premio a la Mejor Película. Muestra Internacional de Cine en México 1985: Premio a la Mejor Película. Festival de Mannheim-Heidelberg, Alemania (1985): Mención de Honor.
erróneo de virilidad, de sus funciones y de las consecuencias de una malentendida educación castrense en la que el abuso es la norma. Diferentes y profundos significados se irán revelando para aquel que desee incursionar en esta novela como si fuera un palimpsesto. Con este ejercicio de interpretación, el talentoso lector podrá religar otros vínculos, otros cruces y vislumbrar así lo que se oculta detrás de la pasión desbocada de unos muchachos que parecen vehementes, agresivos y fanáticos. Solo a ese trasluz se apreciarán las huellas de una sensibilidad auténticamente juvenil cristalizada en páginas de áspera belleza.
Orden y disciplina
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alía la pena haber dedicado tantas horas a aprender de memoria esas páginas áridas, haber puesto el mismo empeño en el estudio de los códigos y reglamentos que en los cursos de estrategia, logística y geografía militar? “El orden y la disciplina constituyen la justicia -recitó Gamboa, con una sonrisa ácida en los labios-, y son los instrumentos indispensables de una vida colectiva racional. El orden y la disciplina se obtienen adecuando la realidad a las leyes.” El capitán Montero les obligó a meterse en la cabeza hasta los prólogos del reglamento. Le decían “el leguleyo- porque era un fanático de las citas jurídicas. “Un excelente profesor, pensó Gamboa. Y un gran oficial. ¿Seguirá pudriéndose en la guarnición de Borja?” Al regresar de Chorrillos, Gamboa imitaba los ademanes del capitán Montero. Había sido destacado a Ayacucho y pronto ganó fama de severo. Los oficiales le decían “el Fiscal” y la tropa “el Malote”. Se burlaban de su estrictez, pero él sabía que en el fondo lo respetaban con cierta admiración. Su compañía era la más entrenada, la de mejor disciplina. Ni siquiera necesitaba castigar a los soldados; después de un adiestramiento rígido y de unas cuantas advertencias, todo comenzaba a andar sobre ruedas. Imponer la disciplina había sido hasta ahora para Gamboa, tan fácil como obedecerla. Él había creído que en el Colegio Militar sería lo mismo. Ahora dudaba. ¿Cómo confiar ciegamente en la superioridad después de lo ocurrido? Lo sensato sería tal vez hacer como los demás. Sin duda, el capitán Garrido tenía razón: los reglamentos deben ser interpretados con cabeza, por encima de todo hay que cuidar su propia seguridad, su porvenir.
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Mi país inventado
Sobre Isabel Allende (1942) existen dos posiciones críticas: una es juzgarla como novelista carente de profundidad literaria y otra es exaltarla como una figura importantísima. Parecería que un texto de circulación masiva riñe con una valoración estética desde el punto de vista académico. Pero, como se sabe, en muchos casos, el argumento de que la literatura popular o de masas no tenga calidad, tiene poco peso. Para derribar fundamentos tangenciales y apresurados, alcanza, como botón de muestra, la difusión que siguen, y seguirán teniendo, El Quijote de Cervantes y los dramas de Shakespeare.
La literatura chilena consta de un grupo de escritores imprescindibles que con su aporte han embellecido las letras hispanoamericanas. Las creaciones poéticas de Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Pablo Neruda y Nicanor Parra, además de las novelas experimentales de Augusto D’Halmar, María Luisa Bombal, José Donoso, Jorge Edwards Roberto Bolaño y Pedro Lemebel, son objeto de estudios universitarios por su valoración de canónicos. Merecen admiración y reconocimiento, pero sin embargo, ninguno es tan popular como Isabel Allende -ganadora del Premio Nacional de Literatura en Chile en 2010 y Miembro de la Academia de Artes y Letras de Estados Unidos desde el 2004- o Marcela Serrano, preclaros exponentes de la narrativa chilena actual.
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Cruzando la cordillera con “ese pueblo dentro de mi cabeza” En Mi país inventado (2003) se perciben varios cruces. Los más notorios son entre Historia y Género, entre memoria y autobiografía, entre Chile y Estados Unidos, entre pasado y presente, entre realidad y fantasía, entre humor y nostalgia. Tal como hemos comentado anteriormente, la literatura moderna de Latinoamérica tiende a incluir eventos históricos en sus ficciones. El interés se observa en la ambientación de hechos y personajes, trasfondo que será utilizado para reexaminar el pasado, comentar sobre la cultura y entender a la gente. El contradiscurso hacia la Historia oficial se elabora para contar lo que fue silenciado, repasar lo desdibujado y para interpretar lo que quedó escondido. Este último aspecto adquiere relevancia y pertinencia frente a la literatura de mujeres, porque no alcanza con incluir el pasado en sus relatos, sino que el valor agregado se define en la originalidad para tratarlos con una mirada íntima. Dicho enfoque intenta explorar, por un lado, una búsqueda personal, y por otro, un cambio de posición, de tal modo que lo marginal -el típico lugar para relegar lo femenino- lentamente se irá desplazando hacia el centro. Otro cruce que permite nuevos protagonismos femeninos en su relación de dependencia con la cultura del hombre. En este sentido, podemos caracterizar la narrativa de Allende como feminocéntrica. En ella, la mujer, en tanto autora y personaje, toma la decisión de compartir una memoria sensible porque tiene la capacidad suficiente para pensarse a sí misma. Esta obra no es una autobiografía en el sentido estricto del género, aunque incluya datos que nos permiten conocer algunas de sus peripecias vitales y los orígenes (casi siempre familiares) de ciertos nombres que allí aparecen. Tampoco puede considerarse como un análisis sociológico del pueblo chileno y no pretende ser la descripción psicológica de un colectivo. No podemos calificarla de novela costumbrista, a pesar de ofrecernos un variado repertorio de hábitos a lo largo del tiempo. No es un libro que describa las bellezas naturales de Chile, ni es un estudio profundo de su Historia y su cultura. Sin embargo, algo de todo ello podrá encontrarse en sus páginas.
Chile en mi corazón Con un estilo claro y reconocible para sus lectores, Allende va trazando desde el exilio un recorrido por varios momentos de su vida, siendo las anécdotas más interesantes las que se destinan a la infancia, a la abuela, al maestro colombiano
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y a la casa que tanto ha inspirado su literatura. Otro personaje atractivo y casi mítico es el abuelo, aunque el más entrañable resultará ser Willie, el hombre al que está unida desde 1987. Se nos informa también acerca de su vida real, su lugar de nacimiento, el tiempo de la infancia con su madre y hermanos, las relaciones familiares, y muy especialmente, la manera de convivir en el Chile de esa época. En varios pasajes se realizan consideraciones– algo genéricas y arbitrarias– acerca de la idiosincrasia de chilenos y de norteamericanos, no obstante ello, debemos recordar que se trata de una mirada personal bajo el signo de la memoria afectiva. A esto se suma la experiencia del exilio por causa de la violencia y el trauma que atravesaba el país, lo que se plasma en sentimientos contradictorios que se irán vertebrando en torno al acto de escribir: “no puedo ser objetiva cuando de Chile se trata; digamos mejor que no puedo ser objetiva casi nunca. En todo caso, lo más importante de mi viaje por este mundo no aparece en mi biografía o en mis libros, sucedió en forma casi imperceptible en las cámaras secretas del corazón. Soy escritora porque nací con buen oído para las historias y tuve la suerte de contar con una familia excéntrica y un destino de peregrina errante. El oficio de la literatura me ha definido: palabra a palabra he creado la persona que soy y el país inventado donde vivo”. De esta mujer que se siente “chilena de corazón”, aunque perteneciente a la “variopinta población norteamericana”, no puede faltar la benevolente autocrítica personal: “En mi infancia fui un bicho raro, en la adolescencia un roedor tímido [...] y en la juventud fui de todo, desde iracunda feminista hasta hippy coronada de flores. Lo más grave es que cuento secretos propios y ajenos”. Pero, aunque de paso, describe también su fase de típica esposa tradicional chilena. Salvador Allende, primo de su padre, será recordado con simpatía no exenta de críticas a la Unidad Popular, período en el que la autora colaboró en el entusiasmo general. Más dura, por su-
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puesto, se manifiesta con Pinochet y con la tragedia chilena que la llevaría al exilio. Entiende que el Chile actual, que visita dos veces al año no ha solventado sus problemas tradicionales: desigualdades económicas, la moral hipócrita. Excesiva en sus manifestaciones feministas, abuela un poco “rígida”, periodista por casualidad y escritora tardía por vocación, escribe casi desde la felicidad, aunque se reconoce habituada a las consultas del psiquiatra, y conocedora de la filosofía oriental con que tiñe su pensamiento. A Mi país inventado puede reprochársele el exceso de tópicos, pero no su sentido del humor. Como muchas otras autobiografías noveladas, esta de Isabel Allende, al considerar la infancia, se centra en el papel vital que han desempeñado los padres en la formación de la personalidad de los hijos. Se expresan con frecuencia sentimientos de ambivalencia en lo que atañe al apego a la madre, protectora suya y protegida suya a la vez; a la distancia afectiva y actitud fuertemente crítica y rebelde ante el padrastro; al cariño, reverencia y admiración por el abuelo materno; en el afecto inmenso por la abuela materna; en el asombro y fascinación ante unos tíos extravagantes, pero también hay resentimiento. Lo que llama la atención es que la rabia que sintiera la niña y la adolescente, se convertirán, de cara a la mujer madura y reflexiva, en cariño y comprensión sincera por las mismas personas que rechaza su recuerdo inicial. Además de la variable emocional también se hace presente
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la dimensión documental, lo que lleva a inscribir esta obra en lo que se ha constituido un rasgo recurrente en la tradición memorialista de Hispanoamérica. A su vez este texto representa todo un quiebre frente a lo que sucede con la literatura autobiográfica en Chile tras el retorno a la democracia: es decir, más que abrazar la causa colectiva o el discurso de la literatura comprometida, la autora se adscribirá al “canon personalista” para dar cuenta de su subjetividad particular. Esto denota el vigor de una actitud creativa que no dejándose limitar por exigencias de tal o cual corriente, asume su propia posición en todo lo que escribe. Puede estimarse que, en mayor o menor grado -más Paula que Mi país inventado- las autobiografías de Isabel Allende se sitúan dentro de lo que podría llamarse una intención de “buscarse a sí misma”, cuyo afán es interpretar su propia realidad interior. Interesa detenerse en el gesto, o en la necesidad mejor dicho, de exhibir las trazas de la vida privada. Quizás, el solo hecho de publicar sobre la propia vida funciona como una solicitud para ser comprendida. O tal vez se trata de una búsqueda para transformar la imagen de uno en un espejo en el que se miran los otros. Lo que sí es cierto es que, para Isabel Allende, escribir es una manera privilegiada de amar y ser amada, de contar la vida como a ella le gustaría que fuera y de sobrevivir a esa melancolía tan bien expresada por Neruda, y a través de cuyos versos se abre la novela: “…Por una razón u otra, yo soy un triste desterrado. De alguna manera o de otra, yo viajo con nuestro territorio y siguen viviendo conmigo, allá lejos, las esencias longitudinales de mi patria”.
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País de esencias longitudinales
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mpecemos por el principio, por Chile, esa tierra remota que pocos pueden ubicar en el mapa porque es lo más lejos que se puede ir sin caerse del planeta. “¿Por qué no vendemos Chile y compramos algo más cerca de París...?”, preguntaba uno de nuestros escritores. Nadie pasa casualmente por esos lados, por muy perdido que ande, aunque muchos visitantes deciden quedarse para siempre, enamorados de la tierra y la gente. Es el fin de todos los caminos, una lanza al sur del sur de América, cuatro mil trescientos kilómetros de cerros, valles, lagos y mar. Así la describe Neruda en su ardiente poesía: Noche, nieve y arena hacen la forma de mi delgada patria, todo el silencio está en su larga línea, toda la espuma sale de su barba marina, todo el carbón la llena de misteriosos besos. Este esbelto territorio es como una isla, separada del resto del continente al norte por el desierto de Atacama, el más seco del mundo, según les gusta decir a sus habitantes, aunque debe ser falso, porque en primavera una parte de ese cascote lunar suele arroparse con un manto de flores, como una prodigiosa pintura de Monet; al este por la cordillera de los Andes, formidable macizo de roca y nieves eternas; al oeste por las abruptas costas del océano Pacífico; abajo por la solitaria Antártida. Este país de topografía dramática y climas diversos, salpicado de caprichosos obstáculos y sacudido por los suspiros de centenares de volcanes, que existe como un milagro geológico entre las alturas de la cordillera y las profundidades del mar, está unido de punta a rabo por el empecinado sentimiento de nación de sus habitantes.
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