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Dos corazones, cuatro ojos: Cold War de Pawel Pawlikowski
Dos corazones, cuatro ojos: Cold War de Pawel Pawlikowski
Chemi Gonzalez
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[crítica-cine-estudios culturales-historia]
Cold War es la película más reciente del cineasta polaco Pawel Pawlikoswki, ganador del Oscar a mejor película extranjera por su anterior largometraje Ida (2014). Al igual que dicho filme, Cold War continúa la exploración del director de la Polonia de la posguerra de la Segunda Guerra Mundial y su proceso histórico de sanación y de heridas abiertas. Al igual que Ida, Pawlikowski filma en un poderoso blanco y negro y mantiene en brevedad su metraje –90 minutos–. Si en Ida el mundo de la fe, la religión y el catolicismo ofrecían el punto de partida, a través de la historia del personaje titular, una monja católica que se enfrenta a un pasado desconocido y su origen judío; en Cold War es la música y el mundo del espectáculo donde Pawlikowski continúa esta especie de relato.
Quisiera señalar que Pawlikowski comenzó su carrera audiovisual como director de documentales para la televisión británica. Este dato sin duda informa el comienzo de Cold War que se asemeja a un documental antropológico sobre las formas más remotas de la música folclórica polaca. Vemos personajes y estampas de pobladores de la Polonia rural ejecutando diversos instrumentos, cantando y manteniendo diferentes conversaciones sin inmediatamente conectar los puntos. De pronto, irrumpe una leyenda que reza “Polonia 1946”. Un grupo de personas de diversas edades se bajan de unos enormes autobuses, y entran a una enorme y, al parecer, vacía mansión. Rápido, como espectador, reacciono y me pregunto si se trata de algún campo de concentración que se quedó olvidado, prisioneros de guerra o algo por el estilo. En la próxima escena conocemos a Wiktor (Tomasz Kot), pianista, arreglista y conductor musical y a Irena (Agata Kulesza) ambos músicos de renombre que entrevistan diversos candidatos para un nuevo proyecto musical. Una de las candidatas, Zula (Joana Kulig, en una de esas actuaciones que convierten a una actriz en leyenda) flecha inmediatamente a Wiktor que indaga sobre ella. Zula tiene un pasado turbio que incluye una estadía en la cárcel por asesinar a su padre cuando este intentó abusar sexualmente de ella –o en sus palabras: “lo asesiné porque me confundió con mi madre”–. Dicho pasado, combinado con su halo de misterio y voz poderosa, hace que no pase mucho tiempo en que Wiktor caiga rendido a los pies de Zula, y esta corresponda.
El proyecto musical en que ambos están involucrados resulta ser el de una gran orquesta y coro ambulante, comisionado por el régimen estalinista dominante en Polonia para cantar sus virtudes en suelo patrio. El filme, entonces, nos presenta la relación de Wiktor y Zula en pleno apogeo, constantemente en gira por diferentes puntos de Polonia y la Europa del Este, por los años subsiguientes. Zula confiesa a Wiktor, en una discusión, que las autoridades le han amenazado con poner en jaque su situación legal sino coopera en divulgar información sobre Wiktor quien ha comenzado a tener diferencias con el régimen y en secreto desea desertar. Un viaje a Berlín les da la oportunidad de escapar hacia París, pero solo lo hace Wiktor. Ya en la capital francesa, Wiktor se desempeña como pianista en varios clubs de jazz y como compositor y arreglista de música de cine. Un día, lo sorprende nuevamente Zula quien ha logrado llegar a París gracias a su matrimonio con un italiano –que nunca vemos–. Es en París que su relación implosiona entre celos y diferencias culturales, hasta llegar a su punto de ebullición. Wiktor terminará en un campo de concentración con Zula sacrificándose para salvarlo.
La formal, precisa y bien estudiada puesta en escena y guion de Pawlikowski –que cubre tres décadas en donde no nos muestra todo, a veces solamente retazos de todo, pero no sentimos que haga falta– se complementa poderosamente con el trabajo nominado al Oscar de su director de fotografía, Lukasz Zal, quien hace una labor rica en contrastes y en la maximización del blanco y negro, en donde cada encuadre destila un virtuosismo visual estimulante. En la primera parte del filme, ambientada en Polonia y la Europa del Este, dominan los planos estáticos, el movimiento de cámara mínimo y los contrastes mutados, y fríos, con constantes juegos entre el blanco y el gris. En la segunda parte, ambientada en París, la cámara se permite mayor fluidez, domina el negro y los constantes nocturnos y una estética menos depurada, mas cálida, que nos acerca como espectadores a la crisis de pareja de Zula y Wiktor. En la primera parte Pawlikowski y Zal parecen tener una clara influencia visual del cine ruso y los documentales de propaganda comunista de la posguerra, y ya en el segmento parisino entran en juego las influencias de la nueva ola francesa –en boga para los años en que los personajes viven en París.
Si la música era una parte importante de Ida, en Cold War es básicamente la coprotagonista del filme y parece ser la amante, el barómetro y la razón de ser de la pareja Zula/Wiktor, tanto así que en París la ruptura de la pareja se propicia por la manera en que Wiktor para cumplir el sueño de Zula de dejar testimonio grabado de la música que hacen juntos, hace un arreglo musical y graba la canción “Dwa Serduzka” (Dos Corazones) que es el leitmotiv del filme. Originalmente, un lamento en forma de himno la versión que graban en París parece una criatura bastarda de aquello que en principio era al convertirse en una torch song cadenciosa y arropada por jazz. Zula no puede reconciliar el hecho de haber dejado atrás lo que eran a pesar de las promesas del mundo occidental. La música como expresión del alma más pura de un pueblo y su constante proceso de metamorfosis es un aspecto que fascina a Pawlikowski. Si el fi lme arranca con las expresiones musicales más primitivas, luego, en esas casi antropológicas secuencias introductorias, nos enfrenta a la “limpieza” de dichas melodías en búsqueda no solo de acercarlas a la modernidad y a un público más amplio sino, como dice uno de los personajes, a la “búsqueda de una raza perfecta”, librando a la expresión folclórica de toda conexión étnica posible y enfatizando así la conversión de dicha expresión en un producto accesible, mercadeable, moderno- otro personaje le afirma a Wiktor: “nunca me gustó mucho la música folclórica, pero lo que ustedes hacen me gusta mucho”, es decir la aceptación de lo “étnico” vía su blanqueamiento y empaque “universal”. Dicho proceso no esta exento, claro está, de la misma imagen que se proyecta con el contenido musical, cuando otro personaje comenta cómo una de las cantantes del coro con su pelo castaño no encaja con la imagen “pura” de las otras cantantes rubias que es la imagen que quieren proyectar como colectivo, haciendo la conexión entre la raza “ariana” con el comunismo estalinista. Canciones folclóricas, lamentos de amor perdidos y cantatas a Stalin son entremezcladas en un repertorio que une valores y tradición con futuro, como toda buena estrategia política- en este caso; todo con la omnipresente imagen del rostro de Stalin flanqueando el coro femenino. El “jazz” representa la modernidad y el espacio creativo al que Wiktor aspira llegar y lo consigue en París. Zula, a la vez que la irrupción y el quiebre del pasado en su vida, representa el incierto futuro de la misma modernidad –en una de las secuencias más celebradas del filme, baila escandalosamente el “Rock Around the Clock” de Bill Hailey and the Comets ante la vergüenza de Wiktor.
Cold War concluye de forma lógica para su pareja protagonista. De la forma en que ellos eligen que termine. El final ha causado críticas y revuelo, pero como sus protagonistas no encuentro otra manera lógica de acabar con su odisea. Los que me leen también tendrán que verlo por sí mismos para llegar a sus propias conclusiones. El final de Wiktor y Zula parece ser para ambos el regreso al lugar común, a todo lo que les quitó esa guerra fría literal y figurativa del título. Los círculos también se cierran. Los procesos de sanación perduran como para la misma Polonia, todavía como nación, expurgando sus culpas en un proceso infinito. Y entre medio de todo eso, siempre habrá dos corazones y cuatro ojos comiéndose de pasión, enfrentados a sí mismos.
Resulta curioso que Pawel Pawlikowski es uno de los pocos cineastas de renombre, que me puedan llegar a la mente, al recordar los grandes nombres del cine polaco: Andrzej Wajda, Roman Polanski, Krystofz Kieslowkski, Agniezka Holland, Andrzej Zulawski y Jerzy Soliwnoski, que son también nombres que han dejado huella en el cine mundial. De todos ellos es, sin embargo, el ya fallecido Wajda el que más trabajó en su Polonia natal desarrollando casi toda su filmografía allí, contrario a Polanski, Holland, Zulawksi o Kieslowski que desarrollaron carreras más internacionales. Cold War es, apenas, la primera película polaca en entrar al festival de Cannes desde 1990, allí ganó el premio al mejor director, tuvo una ovación de pie de 20 minutos y se dice que fue la película de consenso de crítica y público en la pasada edición del 2018. Arrasó con los premios de la Academia del Cine Europeo –los Félix– e incluso logró el premio a la mejor dirección de fotografía de la ASC –Asociación de Directores de Fotografía de Estados Unidos–, fue, además, éxito de taquilla en Polonia. Pawlikowski había desarrollado ya una carrera notable en Reino Unido en donde estudió, trabajó para la televisión, y realizó notables trabajos de ficción como Last Resort (2000), My Summer of Love (2004) o The Woman in the Fifth (2011). Al volverse a radicar en Polonia, y empezar a preparar Ida, varias casas productoras le mostraron resistencia al tratarse de un proyecto pequeño en blanco y negro en su Polonia natal, habiendo ya experimentado la comodidad de hacer cine producido en Inglaterra. Cold War, ha dicho Pawlikowski, es dedicada e inspirada en la historia de amor de sus padres que como los de Wiktor y Zula abarcó varias décadas y capitales del continente europeo. Pawlikowski con sus dos más recientes filmes no solo se ha convertido en el embajador y director “superestrella” del cine polaco, sino también en el cronista visual de un país remoto y desconocido para nosotros, y al parecer todavía con demasiadas heridas abiertas, ávido de escarbar en su posguerra y reinventar su historia.