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EN CLAVE DE MUJER Mujeres

36 La columna de monseñor

¡Ad vitam! –Un canto a la fe–

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El Decreto del Concilio Vaticano II sobre la Actividad Misionera de la Iglesia, Ad gentes es, sin duda, uno de los documentos más logrados y aprobado casi por unanimidad. Fue la votación más alta de todas las realizadas con sólo cinco «non placet».

Por: Mons. Vittorino GIRARDI, mccj, obispo emérito de Tilarán-Liberia

1. El Capítulo IV está dedicado a los misioneros y en él se describe detalladamente la belleza de la vocación misionera específca y se traza el perfl de cuantos, por un don especial de la gracia, han decidido seguir la «huellas de su Maestro», enviado del Padre «para estar en su compañía y para ser enviados a predicar con poder» (Mc 3, 14). No cabe duda de que en la descripción del rostro y del alma del misionero, hay un auténtico «crescendo» que llega a su máxima expresión cuando se afrma: «El enviado entra en la vida y en la misión de Aquel que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo (Flp 2, 7), por lo cual ahora debe estar dispuesto a perseverar toda la vida en su vocación, a renunciarse a sí mismo y a todo lo que tuvo hasta entonces y a hacerse todo para todos» (cf 1Cor 9, 22).

Hace muchos años me resuena la afrmación: «ad vitam stare», es decir, «perseverar toda la vida». Nos hallamos con una de las más luminosas herencias combonianas. Cuando Comboni afrma que la primera «casa abierta en la misión», es la casa de formación en Verona, es porque quiere y sueña con que ahí se forme a misioneros, «que persistan en el frme propósito de consagrarse por toda la vida al servicio de la obra para la regeneración de África» (Reglas de 1871, Cap. II).

Vittorino Girardi 2.

Al respecto, nuestro fundador hizo suya la exhortación de san Pablo: «sean imitadores míos, como yo lo soy de Cristo» (1Cor 11,1). En efecto, su breve vida fue marcada y sellada por juramentos de fdelidad a su consagración misionera «ad vitam», de por vida. Tenía 17 años cuando, por primera vez, de rodillas, a los pies de don Nicolás Mazza juró fdelidad a África; de donde acababa de volver, cansado y enfermo, el padre Abuna Vinco, del mismo instituto Mazza. Repitió su solemne juramento, cuando a los 27 años acogió la invitación del padre Oliboni, ya casi en agonía en la desolada misión de Santa Cruz en Sudán, cuando éste suspiró: «aunque uno solo quede, jure que va a ser fel a la misión africana». Comboni cierra su camino de fdelidad «ad vitam», cuando a punto de expirar en Khartum, Sudán, tomado de la mano del joven clérigo Juan Dichtl, le insiste: «jura que vas a ser fel a tu vocación hasta la muerte». 2. Tocamos aquí lo «esencial» de la vocación misionera, su «verdadero corazón»; a saber, la disposición incondicional para que la misma misión nos «consagre», es decir, nos una a Cristo de una manera defnitiva, sin mirar atrás, y sin preocuparnos de lo que pueda seguir, después de pronunciar el «¡sí, aquí me tienes!». Hay que atreverse, con su gracia, a asumir toda la fuerza y las consecuencias de lo que afrma el autor de la carta a los Hebreos: «por la fe obedeció Abraham al ser llamado, saliendo hacia la tierra que debía recibir en herencia, y salió sin saber a dónde iba… a tierra extraña» (Heb 11, 8-9).

En una ocasión, tuve la feliz oportunidad de ser recibido por el Papa

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Eliseo Cittonvaticannews.va

emérito Benedicto XVI. Sentí su acogida como una invitación a hablarle de mí, de mi vocación misionera… Dejando los temas ofciales del encuentro, le comenté: «Santidad, cuando me ordenaron sacerdote, un formador que bien me conocía me comentó: “padre Vittorino, nunca creí que pudiera ser misionero comboniano, no otra razón, sino por tu falta de salud…” Y ahora, Santidad, estoy aquí, hermano suyo en el episcopado». Y el Papa, con la serenidad de quien se siente en las manos de Dios, me comentó: «Yo tampoco tenía mucha salud, y aquí estamos». Era otro modo para evidenciar lo esencial de toda vocación: la plena disponibilidad a la acción de Dios, Padre providente; acción siempre misteriosa, siempre sorprendente, aunque siempre amorosa. Lo expresó Jesús mismo, afrmando: «Mi Padre siempre trabaja y yo con Él» (Jn 5,17)… Lo que realmente cuenta es atreverse a ser barro en sus manos de divino Alfarero.

Gracias a esta «disponibilidad», no ha sido menos misionera la niña Teresita Castillo de Diego, quien falleció a los diez años, el 7 de marzo de 2021. Aceptó varias y muy dolorosas operaciones, ofreciéndolas todas «para que muchos niños –repetía– conozcan a Jesús y vayan al Cielo, felices, para siempre, para siempre». El padre Ángel Camino L., vicario episcopal de la octava zona de Madrid, la visitó en el hospital y la constituyó misionera de la Iglesia Católica, haciendo que se le entregara el documento ofcial. 3. Ha sido en esta lógica de la «inevidencia» y de la fe que en no pocas ocasiones he sorprendido a un amigo y hermano mío comboniano. Cuando, estando en la misma comunidad, recibíamos la información acerca del estado de salud muy precaria de algún misionero enfermo o anciano, él espontáneamente me comentaba: «pidamos que el Señor lo recoja, para que ya no sufra». Sé que le sorprendía preguntándole: «¿y no será ese hermano nuestro misionero, el más fecundo de bien ahora en la dolorosa experiencia de inutilidad?».

Por la fe y con su fuerza, hay que atreverse a dejar que la vida, la nuestra, en algún momento, «se pase en pura pérdida», dejando a Dios hacer de ella, lo más fecundo de nuestra existencia terrena. Comboni nos diría que ese es el lenguaje de los santos, quienes, sin embargo, son los únicos a quienes debemos escuchar y seguir.

Desde estos renglones, quiero expresar un gracias enorme a todos nuestros sacerdotes y hermanos residentes en las distintas casas de ancianos, auténticos misioneros combonianos «ad vitam».

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