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HABANA PULP MISSION
Editorial Solaris de Uruguay Fundada en enero de 2018
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Barbarella D´Acevedo
(La Habana, Cuba, 1985). Escritora. Profesora y editora. Teatróloga, graduada del ISA y del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso. Obtuvo los Premios: de la Ciudad de Holguín en Narrativa (2022), Hermanos Loynaz en Literatura infantil (2021), XIX Certamen de Poesía Paco Mollá 2020 (España), I Premio de Poesía Rosa Butler 2020 (España), La Gaveta (2020), Bustos Domecq (2020), Beca de creación Caballo de Coral (2018), y Beca de creación El reino de este mundo por el disco de poesía Discurso de Eva (Pm records). Publicó Alta definición, antología de cuentos cubanos inspirados en los medios de comunicación audiovisual (2020), Músicos Ambulantes (2021) y El triunfo de Eros (2022) con Editorial Primigenios (Miami), Basilio y el deseo (DMcPherson Editorial, Panamá, 2022), Érebo (Aguaclara Libros, España, 2022) y Nada temas, la vida te sonríe, (Revista La Gaveta, Ediciones Loynaz, 2022).
Datos del autor y datos de localización: Nombre y apellidos: Barbarella D´Acevedo (Barbarella González Acevedo) Correo electrónico: barbarelladacevedo@gmail.com Redes sociales: Canal de Telegram: Discurso de Eva: t.me/DiscursoDeEva Instagram: @barbarelladacevedo Facebook: www.facebook.com/barbarella.dacevedo
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A la Habana.
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Habana Opus Magnum Ardua tarea es penetrar en las cualidades reales de cada cosa (Demócrito, siglo VIII A.C.)
Cuando Esteban Sacristán se encerraba a trabajar el mundo perdía consistencia a su alrededor. Tenía ya sesenta y cuatro años. Era el vigésimo séptimo Historiador de la Habana. —La Ceiba fundacional. El árbol de la Vida y Principio Original —repetía mientras meditaba, una y otra vez, inmerso en la penumbra de la oficina, devenida hacía tiempo, Laboratorio de Ciencias y Templo de la Alquimia. Aún sufría al no alcanzar a realizar un acto trascendente capaz de darle valía a su mandato en la ciudad egregia. La Habana se encontraba a punto de cumplir doscientos lustros de su fundación, allá, bajo una ceiba, que siglos atrás dejara de existir, en una primera misa también olvidada. Sus allegados sabían que cuando el estudioso se enfrascaba en su labor nada ni nadie debía perturbar su retiro. Solo su vieja secretaria, Sofrosine, se atrevía a señalar, con tímidos toques en la puerta del recinto, el paso de las horas, pues tenía autorización para ello. Y era este apenas, si su extrema concentración le permitía escucharlo, el único contacto del hombre con la época actual, el mundo, tal como era, pleno de realidad. Pero la realidad estaba vacía de tradición y era por eso deleznable. De la Habana antigua y digna de respeto solo quedaban los nombres de las calles: Obrapía, Oficios, Baratillo, Justiz, Mercaderes. Nuevos edificios crecían a diario por doquier, sobrepoblaban el espacio altos rascacielos con formas del futuro, pues el futuro era el presente ahora. Y solo en ciertos sitios se preservaban, las llamadas Ruinas, único patrimonio que el Gabinete de Historia debía pretender conservar, pues más no se le exigía. Ni siquiera el Templete, eje rector de ese Orbis, que debió ser la sexta villa fundada por la metrópolis española en la Isla, se mantenía en pie. Tampoco la antigua catedral Barroca, la muralla, el Palacio de
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los Capitanes Generales y tantos otros sitios. Solo se acumulaban en fotos, videos y diarios de otra época. En su continuo andar en un mismo lugar, de modo tempestivo, Esteban Sacristán solía repasar textos antiguos de imágenes herméticas: la pintura de un globo terrestre compuesto de tierra y agua, elementos densos e impuros, a los cuales se sumaba el aire y al final, próximo a la esfera lunar, el fuego, el elemento más sutil y puro de todos. —Sobre la tierra un árbol —enunció—, como si hiciera un descubrimiento notable. Allí, en su estudio pleno de columnas clásicas, cercano a la estéril Bahía, inútil para recibir barcos ya, en tanto el transporte marítimo había sido confinado a otros puertos, lo acompañaban desde sombríos retratos concebidos con las técnicas al uso en cada época, Emilio Roig de Leuchsenring, Eusebio Leal Spengler, Patricio Franco Ibarruri, Caridad de la Cruz, Juan Piedra de los Ángeles, los cinco Padres Fundadores del Estudio de la Historia y Maestros de las Ciencias Arqueológicas. A todos ellos miraba de vez en vez, en busca de esquiva inspiración. A menos de un día para un nuevo aniversario de la Ciudad, una imagen condujo al emérito sabio a otra, así como a un pensamiento futuro, con base en principios de antaño. —Todo empezó con una misa católica en latín, pronunciada el 16 de noviembre de 1519. Es ese un rito que también perdió su forma con el paso del tiempo —pronunció con voz queda. Luego dejó a su cuerpo denso y de barriga profusa fluir hacia regiones incorpóreas, de ese pretérito ya lejos del alcance del mundo. Sofrosine marcó en la puerta el arribo de las tres de la tarde. —La Habana de hoy no vale mucho. Se muere —repitió otra vez Esteban Sacristán, en su ansia de hallar el elemento desintegrador y final—. Pero la putrefacción guarda en sí misma un principio regenerativo, pues transmuta unos elementos en otros, al disolver las partículas más ínfimas del cuerpo. El fuego la destruye y luego la recompone. 8
Sin quererlo, a su mente vino el recuerdo del día en que asumiera su magistratura, y con ella los símbolos del reciente poder: la cinta púrpura junto a una mitra de reminiscencia obispal, también un frasquito con la tierra original de su ciudad, y una llave para abrir y cerrar sus inimaginables puertas. Buscó en una vitrina todos sus atributos y se invistió con ellos. Estudió con apuro el recipiente, contenedor de un polvo fino, que bien podía ser suelo de cualquier región del planeta, aunque se decía era de la Habana, y debía creerse. —Habana, bello nombre. Antaño lo evocaban con sus tiernos llamados los barcos tras llegar al puerto. Habana, la mujer más hermosa. Al centro de la habitación se hallaba el gran bureau y sobre este diseminados en aparente desorden textos antiguos de la Habana, Actas Capitulares, junto a otras obras de la Europa y el Asia, tratados de ciencias eficaces, para dictaminar el origen de la vida y la materia, estudios ya en el olvido. También había en la mesa, una escuadra, pirámides de alambre, tres brújulas, con varios siglos a su haber, el compás de plata, la balanza, tubos de ensayo donde se recomponían dosis exactas de mercurio, y azufre bajo el suplicio del fuego. Esteban Sacristán se acercó al mueble soberbio, y depositó la tierra del frasco a partes iguales en los pequeños platillos de la báscula de oro. —Presente y pasado —pronunció y pensó luego que con los avances de la Ciencia Nueva todo se hacía posible: viajar al cosmos, clonar la vida, despertar con eso animales extintos, o crear la tierra más hermosa, de los sueños humanos. —La Ciencia Nueva y la Vieja Alquimia. Opus Magnum —susurró. Y en un tubo de ensayo, la tierra se recompuso, con el abono de nuevos elementos, células vivas y tejidos. Se añadió a todo la semilla de una ceiba. El principio del fuego generó algo en apariencia vivo, un órgano tal vez, corazón, o cerebro. Con el arrullo de sus suaves latidos Esteban Sacristán cayó en una suerte de letargo hasta llegar a dormirse a profundidad. Seis toques en la puerta lo hicieron despertar con un torpe sobresalto. «Sofrosina se despide hasta mañana», se dijo cuando pudo por fin articular un pensamiento coherente. «Hace rato concluyó sus labores». 9
Y se dio cuenta de que la habitación a su alrededor estaba casi a oscuras. El mechero sobre el bureau ya extinguía su llama a estas horas. Buscó velas pues no quería perturbar con luces más fuertes tal alumbramiento, de sutileza silenciosa, que en ese instante tenía lugar en su gabinete. Tropezó con un asiento, más, sin llegar a caer, se quejó: —¡In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti! ¿Será posible un accidente? A un tiempo, alcanzó a encender pequeñas luces a su alrededor. Entonces entendió. El órgano latente era útero, matriz. Y dejaba nacer ante sus ojos una Niña, la cual en breve se transfiguró en Mujer: La Habana, desnuda y plena en luz de sol en medio de la noche. Esteban Sacristán percibió un olor a sal y algas. La Bella lo miró cerca de un minuto y apenas si le dedicó una caricia con el dorso de su mano. El historiador supo entonces que su ciencia alcanzaba a completarse, pues vio crecer hasta la madurez, en cuestión de segundos, a la Divina frente a él. La estatura de aquella se hizo sobrehumana. Amplió sus formas en curvas. Estas hicieron colapsar el recinto, derrumbaron las columnas y el techo. Apenas pudo el insigne estudioso asirse a los largos cabellos de la fémina, y sobrevivir entre escombros, para apreciar entonces el Fin del Mundo que había sido hasta hoy. El mundo real se descompuso de a poco. Logró sujetarse Esteban Sacristán a aquel cuerpo un poco más, para ver el declive de cuanto conociera. La Nueva Ciudad con sus edificios de decadencia enorme, y todo cuanto la habitaba fueron tragados por la Dama ya Anciana. Ella, solo entonces, en el momento culmen de la devastación, decidió reclinarse a descansar. Otro comienzo no se hizo esperar, el resurgir de la Habana en su año mil de haber nacido, un 16 de noviembre. La tierra pasada y la por venir. Y ahí, en el nuevo suelo, Esteban Sacristán cerró sus ojos para siempre. Cayó de su mano la Llave capaz de abrir la ciudad invisible y solo entonces, por designio alquimista, comenzó a nacer una Ceiba.
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Disco infernal en el planeta Kumbla
I “Si hubiera nacido en otra época, mi vida habría sido diferente.” Hace tres meses cumplí los dieciséis. En la escuela nadie me soporta. La profe Erlinda nunca me da buenas notas, los compañeros me ignoran y las niñas son incluso peores con sus bromas crueles. Solo mi madre me quiere. Ella lo daría todo por mí. Padre no tengo; fui uno de los miles de bebés probetas del 2030, cuando las mujeres decidieron que los hombres eran buenos para nada y ya no se necesitaban para engendrar hijos. Nací varón pero la mami dice que yo soy bueno para todo. Y por eso decidió gastar todos sus ahorros en comprarme este paseo. Para mí es importante ir al espacio. Quiero ser cosmólogo, científico. Y por eso insistí, aunque este viaje es carísimo. —Chiquito bonito, vuelve pronto —despide la mami y me planta un beso de esos, con un poco de lengua, que a ella le gusta darme en la boca. Esto es algo que se le ha hecho un hábito. Tal vez ella no entiende que ya soy mayorcito. Y aunque no lo disfruto, aguanto para no verla triste. Además, hay extraños en la estación y es mejor evitar que haga un escándalo. La otra pasajera, también en la pista de despegue, mira sin disimulo nuestra escena. Subimos por fin al transbordador. Es un modelo Burán que los soviéticos desarrollaron entre los 70 y 80 del siglo pasado. Ahora se ha vuelto a poner de moda. Aunque mucho más pequeño que su antecesor es de mejor velocidad. Lo he estudiado en detalle antes de empezar este viaje. La que ha de ser mi compañera en el trayecto hasta Marte, se para en la escalerilla en una pose ridícula. Un fotógrafo desaparece tras el paño de una cámara de cajón. Se produce el fogonazo del antiguo artefacto. La joven tira besos al aire; se despide de amigos y parientes. Cuando hayamos despegado estará lista la foto en blanco y negro. —Soy Mileidy —dice—. Este viaje es mi regalo de quince años. Es lo que se usa ahora por los quince. Luego a los dieciocho toca la cirugía de toda la cara. Yo asiento con la cabeza sin que me importe mucho. Estamos en una pequeña cabina de estructura circular. Solo molesta algo el olor a limpieza, que 11
recuerda las salas de los hospitales. Dos butacas, una frente a la otra, podrían reclinarse hasta convertirse en camas; el clásico confort de otra época. Atrás de cada asiento hay botones de emergencia, uno permite acceder al cuarto de navegación y otro contactar con la Tierra. Miro por la ventanilla y veo que se alejan los altos rascacielos de La Habana art decó, las luces de neón con anuncios que tanto me molestan en los espejuelos. La ciudad de pronto queda lejos, y luego es el mundo el que desaparece. El espacio pasa a toda velocidad.
II La nave se traslada rápido, sin sacudidas, en un movimiento continuo que al principio produce algo de vértigo. —Mi nombre es John —respondo al rato. En realidad me llamó Juan pero no lo soporto e insisto en que me digan John, que tiene más gracia. Alrededor hay varios estantes de metal que Mileidy no tarda en registrar. Al fondo se entrevé una puerta que da al baño. —¿Tomamos champagne? —pregunta ella y ofrece una copa con burbujas doradas que extrae de un pequeño refrigerador. —En la telerealidad la gente siempre toma champagne cuando comienza un viaje —insiste y se sienta frente a mí. Mileidy es una rubia muy desarrollada para sus pocos años. —Nos han dejado hasta caviar —dice y muestra varias latas y pomos. Le ofrezco aperitivos de mi propia bolsa de provisiones, algunos paquetes de papas con queso y maníes cubiertos de leche de coco. Ella los rechaza con mueca de asco. Yo me avergüenzo por la devoción a la comida chatarra. Bebo y me mareo, no sé si por el champagne o lo acelerado del desplazamiento. —A algunos el cosmos los vuelve locos ¿sabes? Los vuelve marcianos. —“Eran oscuros y de ojos dorados”. —¿Qué? —Tonterías. —¿No te emocionas? Vamos solos, solitos, a lo desconocido. 12
En realidad tengo una emoción muy grande con este viaje. Después de todo es la primera vez que me logro separar de la mami. Pero a pesar de todo finjo que nada me importa. La rubia ríe altísimo por encima de la música swing que se escapa de todos los rincones de la nave. El swing es el nuevo ritmo del momento en esta época que ha hecho del pasado un modus vivendi. —Qué calor hace ¿verdad? —dice. Me quita los espejuelos, se abre el botón más alto de la blusa del vestido, y con el pedacito de tela que queda suelto, los limpia. Creo, aunque no tengo mucha experiencia en tales cosas, que intenta seducirme y eso es raro, muy raro, pues no recuerdo haberle gustado a nadie hasta hoy. —Es la velocidad. Supongo —le digo con cierta desconfianza. —Ay, sería tan emocionante que nos secuestraran los extraterrícolas. Recupero los espejuelos y me pongo a mirar por la ventanilla: —La vida EXTRATERRESTRE no ha sido comprobada. Además nos movemos hacia un seguro aterrizaje en la Estación Mundial de Marte, dentro de cuatro horas y cuarenta minutos. —Pues mira que yo he leído que los marcianos si existen. —Existen solo en la ficción, tontica. —Y tú, ¿es también tu cumpleaños? ¿Por qué haces este viaje? —Porque “el hombre no nace, se hace”. —Qué bonito. —Es de Sartre. —Debes ser muy rico si tienes un sastre para ti solo. —Sartre el filósofo —le digo e intento explicarle que tengo el propósito de hacer una bitácora de este viaje: —Quiero describir la experiencia con detalles minuciosos desde el punto de vista de un adolescente, lo que soy, y eso puede ser bueno para aplicar en la universidad —pero es inútil. —¡Qué bonitas las estrellas! —exclama en mi oído—. ¿Por qué no me das un masajito? 13
Se arranca los zapatos y trepa sus piernas sobre las mías. Tiene unos pies muy bonitos con uñas perladas, que no quiero mirar, pero así y todo, le doy su masaje. La rubia me gusta, claro y no sé bien por qué, pero parece que yo le intereso también ¿será eso posible? Se ve que es un poco tonta y tal vez trate de usarme. Pero no seré el primer intelectual que cae por una chica de esta naturaleza. Antes que yo hubo otros, Arthur Miller, Orson Welles. El problema real es que me pongo nervioso. La ventanilla ofrece un espectáculo extraño. Estamos en los límites de la Vía Láctea, rodeados de cúmulos globulares, estrellas antiguas… Nos movemos muy rápido alrededor de masas ígneas que también rotan, orbitan unas alrededor de otras.
III —Algo pasa —dice Mileidy— ¿no lo sientes? Yo, perdido en mis pensamientos, intento desperezarme. Un grito de la rubia me pone alerta del todo. Algo ocurre. ¡Oh, Dios! A través de la ventanilla veo, a cierta distancia, una estrella que fulgura, explota. Exhala llamas azules. Se comprime. El transbordador se remueve como si estuviéramos en medio de un temblor de tierra. ¡Oh, Dios! No quiero morir. —Solo tengo quince años. No quiero morir —grita Mileidy mientras rebota en su butaca frente a mí. Me aferro al asiento. La ventanilla deja ver ahora en lugar de la estrella fulgurante un vacío. ¡Un agujero negro! ¿Y ahora? Aprieto los dientes. ¡Oh, Dios! ¡Es terrible! Y parece que va a tragarnos. Si ocurriera un milagro. Cierro los ojos. No quiero saber. Nos desprendemos de las sillas. Es el final. Lo sé. Somos lanzados arriba y abajo. Un buche ácido sube a mi boca y sale. ¡Voy a morir virgen! La rubia sin querer me golpea la cabeza con un pie. Abro los ojos y puedo sentir el dolor de cabeza. —¿Dónde estamos? —pregunto y todavía no alcanzo a creer que estoy vivo.
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—No sé. Tú eres el inteligente —dice e intenta limpiarse con la saya mi vómito que se le pega al brazo izquierdo como el chicle de un niño. La nave permanece ladeada a escasos metros de nosotros. No sé cómo Mileidy me arrastró fuera. Parece que logramos traspasar el agujero ¡y sobrevivimos! Estamos en una tierra amarilla y alrededor nuestro el cielo es negro e infinito. ¿Qué lugar será este? Veo mal porque uno de los cristales de mis espejuelos se ha hecho pedazos. Corro al transbordador, y acciono el botón que permite acceder al cuarto de navegación. Es una habitación llena de comandos con una pantalla oscura que anuncia «Alerta» en letras verdes de tipografía arcade. Pruebo varias combinaciones de teclas y la nave no se mueve, pero la pantalla acaba por apagarse con un sonido discreto. En una esquina veo un estante con herramientas. «Cosa absurda», me digo, «especialmente en una nave que se maneja sola. De todas formas las reviso. Hay una especie de gato mecánico. Imagino el titular en las noticias del mundo entero: «Un jovencísimo aspirante a cosmólogo arregla un transbordador averiado, y salva a damisela en peligro». Supongo que si lograra levantar un poco el transbordador podría llegar al motor y darle una revisada. En mis oídos resuena la frase típica de la profe Erlinda: «Eres un bueno para nada, el clásico perdedor de la clase». A mi lado Mileidy llora, dos negras marcas de maquillaje le recorren las mejillas: —Yo solo quería celebrar los quince por todo lo alto. Trato de alzar el Burán con ayuda del gato mecánico pero a pesar de no ser una nave grande no se mueve ni un poco: Y las niñas que me miran en el partido de pelota gritan: Gordo, gordo. Hago un esfuerzo último y sin éxito caigo al suelo. —Ay —suspira Mileidy y yo quiero abrazarla o mejor abrazarme a su pecho espléndido, que me acune como un niñito para que se me quite el miedo. —¿Y ahora que va pasar? —interroga al aire. Y antes de que haya tiempo para pensar en otra cosa del cielo llegan seres que parecen aves enormes. —¡Corre Mileidy! ¡Corre! —exclamo y me lanzo a trotar yo mismo. La rubia viene detrás de mí, pero no tarda en adelantarse pues sus piernas son más largas que las mías, esbeltas, hechas de puro músculo.
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IV Las aves no son tales. Zumban en el aire y hacen un ruido espantoso. Parecen mosquitos transmutados, resultado de largas modificaciones genéticas. Sus largas bocas punzantes nos van a succionar si no hacemos algo, si no ocurre un milagro. Y corro, y corro ya no sé hacia donde ni porqué. Mileidy me sigue con su vestido rojo. Parece una flor a punto de perder los pétalos. Estoy arrepentido de mi falta de osadía, pues no besé a la rubia cuando pude, allá en el calorcito tranquilo de la nave. «No sirve de nada encontrar a la persona correcta si el momento no es el adecuado», o si uno no está listo para ello. Y pienso un segundo en mi madre, que gastó su dinero por gusto, porque yo no lograré ser científico ni nada y voy a terminar convertido en un poquito de basura cósmica, caca de insecto, después de que uno de estos monstruos me trague. De pronto aparece de la nada un joven negro, o tal vez llega de alguna parte y soy yo, en mi terror, quien no ve de dónde sale. Viene sobre una bola de espejos que gira, vuela en el aire, y tiene un lazo de vaquero sobre el hombro, enganchado en bandolera. La rubia se detiene alelada y yo también, mientras el hombre pasa de largo entre nosotros. Uno a uno somete a los mosquitos, los enlaza como si fueran reses y quedan todos tumbados en la arena de nácar. Solo entonces llegan de muchas partes unos seres verdes, hombrecitos de un metro de altura, ojos negros saltones y sin boca. Mileidy se acerca y me sujeta. Siento que voy a desmayarme otra vez. El hombre de la bola se detiene ante nosotros y saluda: —Bienvenidos al planeta Kumbla donde el único problema temporal son los mosquitos. Mi nombre es Kusmar y soy el rey de todo esto. That´s the way. Ah, Ah, ah, ah. I like it —ríe y me parece por un momento que canta y los hombrecitos bailan. ¿Será eso posible? pero después ya no escucho ni veo nada.
V Estamos en un oasis en medio del desierto. Yo nunca antes he visto de verdad un oasis pero tengo la experiencia de las holografías en los parques temáticos. Allá cerca hay un lago, algunas palmeras y otras plantas que no se 16
conocen en la Tierra. Es fuerte el olor a ozono. Estoy tendido en algo que al despertar me parece una hamaca pero que luego podría definir mejor como una especie de nube, sin embargo después de tantos acontecimientos ni siquiera esto me asombra. Un hombrecito verde me observa, me vigila. —Yo también vengo de la Tierra. Soy un macho man terrícola —oigo decir a Kusmar. Caigo de mi nube y me parece que el hombrecillo ríe aunque no tiene boca. —Allí no era rey, sino cantante —aclara mientras me ayuda a levantar del suelo. Lleva pantalones acampanados de tono iridiscente y color indefinido, una camiseta que dice KUSMAR, en mayúsculas y un peinado afro, que he visto solo en libros, pues en la Tierra los pelos rizados se suelen corregir ahora con ingeniería genética. Es alto y de músculos enormes. —¡Cantante! ¿De swing? —exclama y pregunta la rubia casi al mismo tiempo. —No, de disco, un género del que ya nadie se acuerda. —Entonces, ¿qué edad tienes? —pregunta la rubia y hace cuentas con sus deditos torpes. —Siento interrumpir —digo—, pero ¿me pueden decir dónde estamos? O ¿cómo vamos a salir de esta? —Mis súbditos ya arreglan la nave. —¿Y tú vendrás con nosotros a la Tierra? —insiste Mileidy con una sonrisa que parece, que se le cae la baba. El hombrecito verde no deja de mirarme. —Nunca. Partí hace mucho. La nave colapsó, por fortuna. Y me trajo a este planeta que yo solo bauticé. En la Tierra no soy nadie y aquí vivo como un rey. Aquí he de morir. Rey sin reina —narra Kusmar en un tono grandilocuente que a mí me resulta algo ridículo, pero que al parecer a la rubia la deja loquita. —Tengo calor —dice y se abre el segundo botón de su blusa. —¿Y estos aliens, son de fiar? Yo mismo intenté arreglar la nave y no pude. A lo mejor están destruyéndola o se la roban y atacan la Tierra. Pero entonces el cantante me mira con desprecio. Mileidy le hace una seña extraña como si se me faltara alguna tuerca; Kusmar se exhibe condescendiente:
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—No son aliens sino inteligencias superiores a las nuestras, seres sensibles más allá de lo sensible. —Aliens de todas formas. El cantante me lanza frente al extraterrestre, que parece va a aniquilarme con el láser que sale de su dedo. Pero no. Los espejuelos rotos se separan de mi cara. Quedan suspendidos en el aire. Y no se puede ver nada porque desaparecen en una luz muy fuerte, que de a poco se apaga, hasta que regresan a mí, con los cristales nuevos otra vez. —Magia —susurro apenas. —No. Alta tecnología, incorporada a cada ser. Cosa de entes desarrollados. Y lo más importante: pacifistas. —¡Qué emoción! —grita la rubia. Y Kusmar canta: —Show me emotion. Sha, la, la, la, lah. Show me emotion. Y los hombrecitos verdes llegan de todas partes. Y bailan junto a Kusmar. Alzan sus brazos. Giran sus torsos, mientras la rubia se suma a la coreografía. Yo me pregunto, dónde he venido a caer. A mí estos seres no me gustan, ni me convencen. No hablan, aunque parecen entender todo lo que se dice. Y sirven a Kusmar como perros fieles.
VI No puedo creer que Mileidy, al final me traicionara. Intento aferrarme a ella pero estos kumblarianos malditos me arrastran a la fuerza hasta la nave. Kusmar solo ríe. Pataleo, escupo, grito. Y lo peor, la rubia ríe junto a él, trepada también ella en una bola de espejos ingrávida: —Pobre. Déjalo. Se ha vuelto loco y además extraterrestre. Voy rumbo a la Tierra, solo y amarrado. Ella me abandonó a la hora del regreso. Todavía no sé lo que voy a decir cuando llegue. Quiso quedarse en Kumbla y ser reina. ¡Qué loca la rubia! Además de estúpida y traidora. Imagino cómo han de reaccionar todos.
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—Gordo, gordo —gritan las niñas en el partido de pelota. Si ya antes se burlaban de mí no sé lo que me espera ahora. Los nudos de los kumblarianos son fuertes y apretados. Erlinda me llama inútil. Pero el hombre no nace, se hace. Yo no podía quedarme allí, con ellos, después de todo. Y Mileidy debió venir conmigo. La ventanilla exhibe un cúmulo de estrellas azules. Me zafo del asiento a duras penas. El hombre no nace. Doy vueltas de un lado a otro en la pequeña cabina. Ni siquiera sé si voy en la ruta correcta, ni si sea preciso remontar otra vez el agujero negro, o cómo hacerlo. Recuerdo de pronto el botón de emergencia, el que sirve para llamar a la Tierra. Lo presiono y en el piso se abre una compuerta pequeña que deja ver un receptor de radio de diseño pretérito. —Tierra, contacto, tierra —digo y ruego porque funcione. Nadie contesta. Hago girar la pequeña antena metálica e insisto. Se escucha una voz decrépita: —Aquí Tierra recibe. —Transmito a Tierra. Soy John, digo… Juan. Transbordador Burán de paseo a Marte. Tormenta espacial. Agujero negro. Gran impacto. Llegada a planeta Kumbla. Reparo nave. Ataque alienígena. Raptan a la rubia. Perdón, a Mileidy. Favor de rectificar ruta. —Tierra recibe. Ruta revisada. Todo listo para el regreso. El hombre se hace. Y yo puedo triunfar después de todo. Ya estoy en el camino correcto. La nave pasa cerca del asteroide Leningrad, el número 2046. ¡Y Eureka! Me premiarán porque arreglé la nave sin ayuda. La vieja Erlinda ya no podrá llamarme perdedor. Conseguiré el ingreso a una academia. Seré famoso por sobrevivir un ataque extraterrestre. Podré hablar del “Universo físico, metafísico y matemático; material y espiritual; de su esencia, origen, creación; de su condición presente y su destino”. Nadie nunca más podrá llamarme Gordo, ni raro. Hoy voy rumbo a la Habana. Pero en el futuro regresaré al espacio. Kusmar será el primer preso intergaláctico del mundo. Para que la rubia y su novio aprendan a no burlarse de mí. Macho man, ni macho man. Me llevaré un montón de hombres verdes para estudios genéticos. La rubia será mía. Exterminaré el Disco de la galaxia. Y me convertiré en rey de Kumbla. Seré el padre y fundador de una nueva raza de amos del universo. 19
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La máquina H.G. Wells
Llueve. Siempre llueve en la Habana. No importa si es en la de Hoy, en la de Ayer, o en la de cien o más años atrás. También va a llover después, o mañana. Es por eso quizá que ves el mundo como a través de un velo. Según las teorías es también consecuencia de sentirte alienado. Y desconfío del presente, lo rechazo. Más ahora que apareció una opción, con esa máquina de marca H. G. Wells. La que luego de mil confirmaciones a tu cargo ha de usarse como un juguete más en la feria de diversiones de la corporativa japonesa, para la cual trabajas, cerca del Malecón. Y tal vez sea solo un juguete, y no otra cosa, pero aun así es necesario probar, inventar un pasado distinto a ver si me cambia el hoy, un pasado, o varios, con múltiples alternativas. Porque no estás conforme con tu vida. No hay manera de que te resignes. Comprendes que no eres el único en tal situación pero eso no evita que te sepas solo, a fin de cuentas hace siglos que no tienes familia para compartir tu miseria. Y te sientes basura como ellos quieren, los japos, los que mandan en todo con sus grandes inversiones y te obligan a labores menores de echar a andar los aparatos del parque, a ti que eres un cerebrito, un ingeniero informático, un hacker, el tipo que en otro tiempo habría podido tener el mundo a su servicio con dar un click, o apretar un botón. El artefacto acaba de llegar hace unos días. Y es a ti a quien le toca ocuparse de su desembalaje, de armarlo, hacer ajustes y ponerlo a prueba antes de su estreno oficial. Permite viajar en el tiempo, por supuesto. Al menos eso es lo que anuncia su manual de instrucciones. No en el espacio. Solo ir y venir en la Habana a partir de su fecha fundacional. Y voy a ir y virar cuanto quiera, porque este ingenio no va a salir de mis manos hasta que pueda resolverse la cuestión nacional. Desde hace días lees todo tipo de libros, artículos y documentos sobre el tema, aunque hasta ahora no llegas a tener una opinión definitiva. Abundan los relatos de ciencia ficción. Para empezar aquel del autor H. G. Wells, de donde toma nombre el artilugio. También divagaciones científicas sobre múltiples 21
paradojas. Pero esa no es la cuestión aquí. Esto es un parque de diversiones y sabes que los japoneses no son bobos. Si tan solo supieras su maldito idioma, tal vez podrías probar a extraer información. Pero por más que pretendieras aprenderlo, no lo conseguiste. Es muy distante del español, a no ser por su fonética. No, de bobos ellos no tienen un pelo, para tu desgracia. Por lo general hasta buscan un beneficio extra en cuanto hacen. Y aunque la altísima noria cuenta con restricciones para enfermos cardiacos, rara vez sale alguien de ella rumbo al hospital o al cementerio. Y si la fatalidad ocurre se las ingenian para probar fallas en las víctimas, nunca en su sistema. Así que el aparato frente a ti debe ser seguro. Y no ha de poder realizarse en él ningún paseo por hechos históricos de relevante envergadura, que pongan en riesgo a los usuarios de la máquina, o de paso, a los creadores de este. La H. G. Wells no debe servir para cambios dramáticos pero quizá sí para algunos pequeños y quién puede imaginar lo que eso implique a largo plazo. Al menos debo buscar salir como sea de mi vida de mierda. Provocar una variación. Ya se halla lista en tu taller. Es una cápsula con un asiento y un tablero analógico para escoger fechas en el rango previsto. Ese es entonces otro dilema. ¿Qué día seleccionar a fin de cuentas? ¿Qué año? ¿Cuál suceso? Ninguno que sea
de
una
preeminencia
marcada
debe
ser
estimable.
Repasas
tus
conocimientos históricos y revisas la edición de la guía La Habana de bolsillo que siempre traes contigo. Y sí, encuentras uno, que tal vez resulte conveniente. Habrá que intentarlo. Un hecho de una cierta envergadura desde el aspecto cultural para los cubanos, pero sin relevancia manifiesta ante ojos extranjeros. A poco tiempo del inicio de la guerra del 68 un grito de libertad desde un teatro le trajo días de horror a la Habana. 22 de enero de 1869. Noche. Subes hasta la intersección de Morro y Zulueta. Aquí también llueve, como era de esperarse. Pero incluso así puedes notar diferencias con respecto a tu época. La máquina funciona. La vieja Habana es nueva y muchos se aventuran por las calles en calesas que guían negros de pintorescos trajes. Ya estás ahí, en una silla más de la fila de butacas del Teatro Villanueva. Solo te preocupa que tu imagen del futuro realce en demasía. Aunque 22
la opción de vestir siempre de negro quizá resalta aquí menos que en tu época, donde te llaman un churroso y un rarito. Además el beneficio que ofrece la compañía de los Caricatos se antoja concurrido, casi convulso para que cualquiera pueda detenerse en prestarte atención. Abundan las mujeres con trajes en blanco, azul y rojo. Estudiaste lo que ha de ocurrir a detalle. La programación anuncia el pot pourri de las piezas Perro huevero, Ataques de nervios de Narciso Valor y Fe y El santo de la lotería, la canción La crisis, el estreno de la danza La insurrecta, la pieza musical bufa Los caricatos y una rumba para el cierre. De manera previa conoces lo que debes hacer. Y en el instante que el personaje de Matías grita en el Perro huevero, «No tiene vergüenza ni buena ni regular ni mala, el que no diga conmigo: Viva la tierra...» Ahí mismo, sin pensarlo apenas, le doy un golpe en plena cara al hombre a mi derecha y lo que debía ser un acto patriótico subversivo se convierte gracias a tu intervención en una trifulca de las grandes. Lo sientes por tu compañero de platea, quien quiera que fuese. Pero al menos nadie coreará: «¡Viva la tierra que produce la caña!», o «¡Viva Céspedes y Cuba libre!», «¡Muera España!». No habrá disparos de revólver, ni muertes, solo un pleito apenas memorable poco digno de aparecer en los libros por venir. Sales del teatro con el alivio de que los voluntarios no han de hallar un pretexto para asolar las calles como bandas armadas por varios días y eso en algún sentido debe modificar lo que está por venir, o mi mañana. Regresas al presente y rezumas humedad, olor a viejo. La niebla puebla siempre a la Habana. Te sabes distinto, y un poco traidor. Como si te pesara en la conciencia interrumpir el grito, como si esa historia de cuyo flujo pretendías trastocar la continuidad tuviera que ver directamente contigo. Pero tranquilo, eres todavía un diseñador industrial, viudo, que busca un hoy mejor para sus dos hijos. Estás desconcertado, y piensas que tal vez se trate de un ligero efecto secundario, como cuando al bajar de la montaña rusa se tienen ganas de vomitar. Sí, hay cambios y puedes percibirlos. El embalaje de la máquina anuncia que esta fue fabricada por Japón pero en cooperación con la India. Rastreas en los computadores del parque los acontecimientos dignos de memoria de tu nación y 23
puedes ver ciertas variables que por segundos te asombran. No entiendes los motivos causales exactos pero no es ya Martí el apóstol de la nación cubana sino un amigo suyo Fermín Valdés Domínguez y cumple el también con el designio de la muerte en Dos Ríos. Si bien de ahí en adelante todo parece continuar el mismo orden. La Protesta de los Quince y el Asalto a Radio Reloj, otros dos hechos relevantes también acaecidos en tu ciudad. Sales del taller al calor reverberante, solo para comprobar que es ahora un indio quien te ladra, en lugar de un nipón y al dar una vuelta por la ciudad intuyes que en este momento a los del país del sol naciente incluso les va mejor al lograr convertir, gracias a ti, en esta unidad de tiempo alternativa, a sus competidores en vasallos. Sin embargo, tu posición sigue igual. Y has de vivir en esta porquería por siempre si no consigues modificar eso, al tantear otra variable. De vuelta al Villanueva ya pretendes introducir un nuevo cambio, iniciar antes el efecto mariposa. E imbuido de un sentimiento patriótico que nunca antes sintiera y que no deja incluso de resultarme extraño, gritas con una voz que apenas reconoces: «¡Viva Cuba Libre!», previo a que Matías comience su incitación. Y después de todo, eso es lo que quieres, una Cuba que pueda ser libre, autónoma, donde cada uno sea respetado en lo que vale. El teatro entero te hace coro. Comienzan los disparos. Entran los voluntarios dispuestos afuera de antemano. Una mujer tremola una bandera. Y apenas si logras salir del lugar y regresar a tu tiempo. Si pudieras, rezarías. Aunque no estás seguro de quien debería hacerlo, si el tú de ahora, en el pretérito al que no perteneces, o el del futuro, que es tu presente, o ambos ni cuándo sería más propicio que presentaras una plegaria al cielo, ayer o mañana. Ni siquiera estás seguro de a quién dirigirte, a Dios, a las máquinas. A tu regreso reflexionas en lo increíble de que nunca llegara a ocurrir la explosión del Maine, a causa de unos minutos de antelación en los sucesos del Villanueva. Y te emociona que Cuba a inicios del siglo XX no conociera la intervención norteamericana y sí un presidente que fraguó su apostolado desde antes, en las guerras de independencia. Son cambios dignos de considerar, aunque ninguno resulta trascedente para el hoy. Ya ni siquiera te asombras. Los 24
japoneses no son bobos, y ellos siguen ahí sin que tú logres hackear su sistema. Aunque debo poder si me esfuerzo una vez más. Solo que tu confusión aumenta otro tanto. En tu mente se agrupan nombres y eventos, Martí, Valdés Domínguez, el Maine, la República, el Asalto a Radio Tiempo y te preguntas a cada rato: ¿Y yo? ¿Y yo? ¿Y yo? ¿Quién eres? ¿Es que acaso puedo seguir el mismo si el pasado cambió? ¿Qué persigues con usar este simple aparato de parque de atracciones como algo diferente, para cambiar el mundo? Quizás deberías tan solo desistir. ¿Por qué insistes, si la historia lucha por la conservación de los eventos y sustituye a uno por otro, para llegar a idéntico punto, una y otra vez? Padeces una suerte de mareo. Debo conservar la calma frente a las secuelas. Soy un rarito físico cuántico, recién casado, que hace trabajos de miseria para los japoneses porque aquí solo cuenta sobrevivir, en medio de sus devaneos inversionistas y conquista del mundo. Resuelves por instinto salir del taller a tomar un poco de aire fresco. La nieve cae afuera en copos diminutos. Siempre nieva en la Habana. No importa si es Hoy, o Ayer. Ya está todo bien y quieres intentarlo una vez más, aunque sea la última. 22 de enero de 1869. Todavía tu cabeza es un lío y notas la garganta seca. En la cantina del teatro, pides un té casi con vergüenza pues la mayoría bebe café o licor y te escabulles para evitar pagar. El Villanueva arde en furores patrióticos. Esta vez sí llevas un lugar esencial en los sucesos. Y por eso no te asombra al ser el primero en interrumpir cuando Matías pronuncia su «¡Viva la tierra…!», con un alto y sonoro «¡Qué viva Japón!», mientras otros cien rostros amarillos como el tuyo repiten la exclamación «¡Viva la tierra que produce el arroz!». Sientes incluso el alivio de saber que ya no llegarán los voluntarios porque está vez sí el futuro cambió.
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Ala, Ahma y Amla
Las conocí en la Alameda de Paula, en la Habana Vieja. Y un barco lanzó una queja a sus espaldas. En invierno. Invierno de Cuba que casi no es invierno. Estábamos a domingo o a martes. Se sentía como domingo. Eran tres. Trillizas. Pero no idénticas. Mulatas. Parecían de aquí pero no lo eran. Ala, Amla, y Ahma. «Ahma con h entre la A y la M», aclaró Ala. Su acento sonaba italiano. Menos el de Amla que era un poco francés. Llevaban pamelas que les cubrían el pelo, y gafas. Amla no. Amla usaba un pañuelo. Un turbante. Tenía ojos chinos. Preciosos ojos chinos. Me invitaron: —Vámonos a la playa. Vámonos. Que la Habana no aguanta más. No la paran ni los nuevos inversionistas japoneses. Ni mucho menos los indios. Vámonos. Que es un peligro andar por las calles de la Habana. Ya en la Alameda hasta el piso tiembla de vez en cuando. Y nos fuimos. A Santamaría, a Guanabo. Oye, sí. Aquí siempre se resuelve algo. Mejor a Guanabo. Solté: —¡Soy lo mejor de la Habana! De La Habana. Del Caribe. De América. Y la Llave del Golfo. Y Ala exclamó: —¡Qué bárbaro, mi chino! Pero ¿Es verdad todo eso? Pensé: «Es mentira. Soy un comemierda en tercero de informática. Pero no importa. Hoy me tiro con la guagua andando. A ver qué sale de esto. Cómo sale». Amla rio como si me leyera la mente. Le pregunté: —¿De dónde son ustedes? Y ella: —Ay, chino, si te decimos, no nos vas a creer de todos modos. 27
Llegamos a la playa muy rápido. Más que rápido. En un turbo privado y descapotable que yo no había montado nunca. De esos muy caros. Caía la tarde. No había nadie. Sol bueno. Todo era amarillo. Y el carro se fue. No estaba ni el hombre que alquila las tumbonas. Ni los perros callejeros. Nadie. Arena fina. Y falsa. Ruinas de antiguos edificios a orillas del mar de espuma. El niño que vende los cocos ya se alejaba. No esperó ni aunque le hice señas. Nada. El sol iba ya a perderse entre las olas. “Desnuda estaba la noche”. Amla se quitó el turbante. Me asombré: —Tu pelo es fluorescente. Fosforescente. Era verde y brillaba. Me extrañé: —Qué tintes más buenos hay en otros países. —Tú no sabes nada, chino —me respondió. Después me alegré. Sus trenzas bastaban para iluminar la noche. Las otras rieron. Salió una luna, pálida y grande. Ala se desnudó pero no se quitó la pamela ni las gafas. Se entregó al mar. Sacaba y metía la cabeza del agua. Parecía una medusa de sombrillita. Ahma reía y reía. Y también se echó al agua. Con ropa, y sombrero. Especulé qué intrigas habría bajo esos sombreros: Esto es para volverse loco. Qué clase de vacilón, más rico. —Maferefum Shangó. Hoy soy Shangó y tengo tres mujeres para mí solo — exclamé. —Nos gusta todo eso. Y el mestizaje —insistió Amla con su acento francés. O a lo mejor fue Ala—. El mestizo es lo superior ahora. Imaginé que eso sería allá, de dónde era ella. De dónde eran ellas. Aquí nunca ha sido así. —Queremos tener hijos mestizos. 28
Y me reí. Entonces llegaron dos agentes. Siempre vienen en pares. No sé por qué, pero es así. Seguro uno compensa lo que le falta al otro. O son pareja. Pareja sexual quiero decir. En sus trajes de lentejuelas. Para ser vistos de lejos. Cómo aquí no hay más nada. Ni luces led, ni materiales reflectantes. ¡Lentejuelas! Expresaron a coro: —No se puede estar en la playa después de las siete de la tarde. Son las diez. Vamos a ver a como tocamos. Pensé, no dicen nada de Ala desnuda. Encuera. A la bola. Pero lo van a decir. Esta vez sí se jodió la cosa. Esto es pornografía, prostitución, diversionismo e incluso gusanera. Seguro hasta de la universidad me botan. Ahma rio como si me leyera el pensamiento. Me leyó el pensamiento. —No se puede estar… —repitió uno—. Aunque se podría, chama, si hacemos un arreglo. Si nos tocas con algo. Pero se congeló como una estatua. Tieso. De piedra. El otro también. Grité: —¡Pa´ su madre! ¿Qué pasó? —No te preocupes, mi chino —dijo Ala—. Todo está okey. No pasa nada. Especulé que era tecnología nipona. De avanzada. Como un mando de televisor. Y los agentes estaban en mute. Ahma me dio un beso sencillo. De piquito. Yo no quería sentirme nervioso. Pero lo estaba. Y cavilé. Ahora sí no se puede hacer nada, con esos dos mirando. De piedra pero ahí. Ala me leyó la mente y afirmó: —Los enterramos en la arena un ratico. Tú vas a ver qué fácil. Entre las tres los desvistieron. Poco a poco los enterraron en la arena. Y las ropas las escondieron. No sé dónde. Amla aseguró: —Esos no se van a acordar más nunca de quienes son. Y Ahma: 29
—Ni de la madre que los parió se van a acordar. Uno tuvo una erección y Ala se burló: —Mira que asta de bandera más graciosa. Pero la enterró también. Y ahí estaba yo. Me metí con las tres en el agua. Hasta la punta de la nariz bajo el agua. Fría como un hielo. Después de todo era invierno. A Ala le mordí una costilla. Tenía sabor a fresa. Qué rico aquello, coño. Se nota que lo yuma es lo yuma. Ellas me besaron las tres al mismo tiempo, los dedos de los pies. Luego chuparon. Y tuve las nalgas de Ala entre las manos. Eran lisas. Como delfines. El agua no se les pegaba. Me volví más loco todavía. Amla se sentía de sabor picante. Reía si uno le halaba un poquito las trenzas fluorescentes. Que eran como algas. Y brillaba. Todo en ella era lumínico. Ala porfió: —Ay, chino, lo que te espera. Ahma me ruborizó una axila. El mar se me metía por todas partes. Me dije: Estoy muerto. Se acabó. Y después: Estoy vivo. —¡Qué cosa más grande! —indicaron las tres al mismo tiempo— ¡Sabroso! Y me probaron como un menú degustación. Y yo: —No puedo más. Van a acabar conmigo. Una ola nos devolvió a la orilla cuando todo acabó. Exclamé: —Todavía estoy aquí. Aunque no sé ni cómo. Al final llegó su nave. Un platillo dorado con forma de frijol. Casi grité: —¡Alaba´o! Mira cómo era la cosa. Y ellas: —Vamos. Pero rumié:
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—¿Voy? ¿O no voy? Esa es la cuestión. Mejor no. ¿Qué voy a hacer en otros mundos con otras lunas y otros soles? Si aquí resuelvo. Para lo que hay, yo tiro. Siempre algo se pega. O alguien. Amla me extendió su turbante y yo especulé, mañana lo vendo en la universidad. —Vuelvo, chino, vuelvo —dijo Ala y me dio un beso. Aunque no le creí e hice bien. Esas son exploradoras de planetas. Y ya en este saben cómo se goza. Y quién sabe si tendré un hijo allá, por otros rumbos. A lo mejor hasta se llevaron un mesticito en las barrigas. Uno para cada una. Cualquiera sabe si hasta dos. O tres. Así me quedé. En la playa desierta. De noche. Con los dos tipos que ya no son nada enterrados en la arena. Y solo el ruido de las olas y los peces.
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Karakuri
I El cuarto olía a rosas pero estas no se veían por ningún sitio. En cuanto entramos Óscar se abalanzó sobre el diván con tapiz de terciopelo que de tan rojo parecía negro, y se acostó en aquel con pose coqueta. Recitó en voz baja alguna canción triste. Juana, con premura, comenzó a revisar los libreros, como si pretendiera encontrar alguna cosa y luego se dio a la tarea de husmear en cajones y gavetas. Yo, en un primer momento, apenas si me decidí a entrar. Durante un rato me detuve bajo dintel de la puerta y solo cuando Juana encendió una lamparilla de queroseno de reminiscencia turca avancé unos pasos y comencé a interesarme en unos cuadernos que ella ahora separaba. Julián había escrito en ellos poemas, el atisbo de un cuento o una crónica y también lo que parecía ser un diario, pero todas las palabras en ese instante me resultaban enigmáticas, difíciles de dilucidar. Mi mente divagaba, en tanto mis ojos recorrían el lugar y sus rincones. El olor a flores parecía atraer a alguna que otra mariposa negra. Caía la tarde y en la habitación reinaba un ambiente en penumbras. Desde la azotea del periódico donde se hallaba el cuarto de Julián podía verse allá abajo la Habana mustia en su obsolescencia decimonónica. La última vez que había estado allí, él aún vivía. —¿Crees de veras que hacemos lo correcto? —pregunté sin esperar respuesta. Solo entonces Óscar se irguió y su semblante se tornó serio. Pero no contestó. Juana, sin abandonar lo que hacía, fue quien me habló: —¿Y que querías, Alberto? Si él no tenía a más nadie. Solo a nosotros, los amigos. Alguien debía ocuparse de sus asuntos ahora que ya no va a estar más. —¿Piensas que uno al morir, deja de estar, como dijiste? ¿O crees que existe un Más Allá? —insistió Óscar—. Ahora, en París, hay muchas teorías al respecto. Yo había descubierto un abanico donde se veía un paisaje de otra tierra, un ave en el campo. Y a mi boca vino aquel poema: 33
—“vuelan de los bambúes finos flamencos, poblando de graznidos el bosque mudo, rompiendo de la atmósfera los níveos velos”. Pero Juana tal vez para sacarnos del letargo sensible al que quizás Óscar y yo éramos propensos dijo casi con brusquedad: —No vale la pena ponernos trascendentes y menos a esta hora del día, o de la noche. Al rato es preciso que nos marchemos a cenar. Pero interrumpió su regaño al toparse con algo sorprendente y exclamó: —¡Vaya, así que era cierto en definitiva! Junto a ella se colocó Óscar con agilidad envidiable. Y yo por un instante quedé en un ángulo desde el cual no podía percibir la envergadura del hallazgo que acaban de hacer. —Julián me lo contó en sus cartas que yo recibía allá en la Francia. —¿Será hombre o mujer? —interrogó Juana y presentí que ella sentía celos. Entonces alcancé a verlo. Se trataba de una especie de muñeco de madera con articulaciones. Tenía estatura humana. Llevaba un traje japonés y peinado elegante. —Un karakuri. Eso es lo que es —respondió Óscar—, una especie de máquina, capaz de actuar como si estuviera viva, servir el té y hacer otras cosas. Obra de algún artesano del reino del sol naciente. Continuó su argumentación en un tono pedante, mientras hacía un esfuerzo por colocar a aquel objeto en medio de la habitación. —Ya oí hablar de algo así. Aunque nunca lo vi antes —añadió Juana, al tiempo que pretendió dedicar una caricia a aquel ser, cuyo género no alcanzaba a precisarse—. Fue el regalo de alguien a quien Julián dio unas lindas calabazas en forma de poema. Tuvo ella por un instante un acceso de tos, que pareció brotar de un pecho de cristal. Debió sentarse. Óscar y yo la miramos con cierto recelo y temor por su enfermedad, tan similar a aquella que padeció Julián. Su alma y cuerpo quedaron en exaltación como era de preverse: —Fue el regalo de alguien a quién desdeñó. Y desdeñó a tantas personas… Pero solo una le respondió con un obsequio semejante. De eso estoy muy segura, 34
aunque a mí él no me dijo nada. En los últimos tiempos ni siquiera me hablaba, a causa de aquella pequeña desavenencia entre los dos. Alberto, busca su diario, debe estar por ahí. Tal vez nos permita saber mucho más.
II Fue otra vez Noche buena, y estuve en la iglesia de la Merced para Misa de Gallo. Sentía frío. El olor a incienso me sofocaba y a la par resultaba agradable. De percibirlo por más tiempo habría sido quizás capaz de provocarme una suerte de feliz desmayo. Salí a la calle con el fin de observar los zapaticos que los niños colocan en las ventanas para que sus madres llenen de golosinas. Ser artista a veces resulta un poco triste. Se siente uno muy solo. Me incomodó al final la algarabía callejera y quise llegar a casa para hojear mis libros favoritos. La inspiración aguarda que el mundo se aleje para poder entrar... La luna resultaba a aquella hora una princesa oriental con el cuerpo oculto entre los pliegues de un paño de azul terciopelo azul, recamado de diamantes. Llegué a mi cuarto y en medio de este encontré aquel regalo de alguien a quien no pude querer. Estaba envuelto en papeles de China y parecía algo vivo.
III Óscar preparó el café y lo sirvió en una tacita graciosa de tres patas que luego colocó sobre un plato que puso entre las manos del karakuri. Por unos segundos no sucedió nada. Ya casi iba él a retirar la porcelana aquella para probar otra cosa, pero en tal instante ese ser pareció comenzar a vivir como uno más entre nosotros tres, e inició una caminata con diminutos pasos. Juana languidecía recostada en el diván, dónde la habíamos obligado a descansar. Y el extraño homúnculo se le acercó, hasta que a ella, no sin cierto resquemor, no le quedó más remedio que tomar la bebida que se le ofrecía. A mí me recorrió un escalofrío. Y me pregunté por qué la escogía a ella. Óscar pareció adivinarme el pensamiento al expresar:
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—La sabe enferma y por eso le dirige atenciones. Era lo mismo con él, según me contó hace un tiempo. Aquella máquina que no había sido concebida por Dios o la naturaleza resultaba en exceso humana en su gestualidad. —Así fue también con Julián —insistió Óscar para continuar con un relato que él conocía y yo apenas si deseaba escuchar.
IV Julián observó por días aquel objeto tan bello que parecía estar vivo aun en su quietud, sin llegar a entenderlo. En un primer momento lo colocó en un lugar preferencial de su pequeño cuarto, desde el cual podía verlo y admirarlo, ya fuera que escribiera, preparara cierto alimento, o se recostara a descansar. En las primeras jornadas no logró prever las habilidades de la figura de madera. Era un juguete sin manual de instrucciones pero aun así digno de elogio por su belleza. «Debió ser concebido por un artesano de esos que viven para crear algo hermoso y esconder después los misterios de su arte», pensó, desde luego. Solo por accidente se activó el mecanismo de aquel y así de casualidad Julián logró entender que podía moverse. Entonces se dio a la tarea de realizar varios experimentos para descubrir las habilidades con que se simulaban, en tal obra, los misterios de la vida. Al principio el karakuri era capaz de servir el té, y las comidas, caminar y realizar discretos movimientos. Parecía una suerte de monje en su traje elegante y discreto. Y exhibía una expresión amable. Pero a los días comenzó a transmutarse. Su ropaje inició a transfigurarse en la insólita cualidad del doblarse la tela, para dejar a la luz brocados y diseños en oro. Era como si fuera uno y contuviera a la vez otros en su interior. Incluso los cabellos podían feminizar el rostro al recomponerse en peinados de sofisticación. Y la metamorfosis llegó a su máxima expresión en la ejecución de un elegante baile de abanicos.
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“Ahora sí la venganza por mi despecho va a acabar de concretarse. Y terminaré por parecerme a un Pigmalión que suspira por la extraña Galatea que no sabe ni siquiera si ha de ser hombre o mujer”, escribió Julián en las páginas de su diario.
V —Según la cosmogonía asiática, hasta podría tener alma, él o cualquier otro ente inanimado —aventuró Óscar al tiempo que apuraba un sorbo de café—. Aunque este no es eso a cabalidad. Se anima, no sabemos a causa de que mecanismos, resortes o rodillos. Tales figuras se asocian a rituales primigenios. Han sido motivo de adoración y reverencia, de manera similar a nuestras imágenes religiosas. Pero asimismo pueden llegar a resultar contenedores de peculiares maldiciones, al estilo de muñecas vudú, esos asuntos de negros que imagino se conozcan en esta tierra. A mí me resultaba tremendo tener aquella conversación frente al karakuri, que se mantenía erguido junto a nosotros, ahí, en el cuarto de Julián, con una expresión ambigua en su rostro al punto de que uno dudaba de si entendía cuanto Óscar relataba. —Entre nosotros es distinto. He visto autómatas en Francia, y aunque gustan mucho por allá, siempre se les respeta. No nos puede agradar algo que simula vivir sin estarlo en realidad. Aunque nos provoque curiosidad —añadió Óscar. —Pero ¿es posible creer todo esto, sin dudar de su cordura? —interrogué. —Algunos dicen que Julián actuaba de un modo raro en los últimos tiempos. Hablaba de temas que ya nadie entendía, incluso de viajes en el espacio-tiempo. Pero nunca creí que se hubiese vuelto loco. Su enfermedad era en cualquier caso solo del cuerpo, no del espíritu —dijo Juana con voz entrecortada.
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VI Querido mío: No te extrañe si dentro de poco recibes la noticia de mi muerte. No llores por mí tampoco. Al fin conseguí conocer el mundo entero. Ese que otras veces intentara alcanzar y parecía escurrirse entre mis dedos. En ocasiones creo que puedo incluso viajar por distintas épocas, que conocí la máquina del tiempo. Aunque no es eso tampoco. Tengo la sensación de que logro ser ubicuo, estar en varios lugares a la vez. Eso sí. Y ni siquiera estoy dormido cuando eso me pasa. Ante mis ojos se abre un valle donde una garza triste y blanca como la luna ejecuta una danza primigenia. El karakuri. Esa es la causa de esta extraña situación, en que no sé si vivo o muero. En mí que rechacé tantos amores resulta paradójica la devoción por ese ser que no es de carne o huesos. Pero no interesa… Veo París, el París de mis anhelos desde lo alto, como si estuviera de pie sobre una de las torres de Notre Dame. Y allá abajo un poco lejos el cementerio, donde otros muchos descansan ya. Cruzo así de un sitio a otro, de una forma que no entiendo y no quiero saber de explicaciones, porque esos instantes de asomarme al mundo son lo único que ahora tengo, o que he tenido, lo único capaz de valer la pena. Aunque a menudo vuelvo un poco cansado, como si algo de mí se perdiera en el retorno: En cada intento de regreso abandono un poco de cuanto he sido.
VII Julián dejó inconclusa aquella carta y esperó a que se secara en ella la tinta para esconderla entre las páginas de su diario. Ni siquiera se sorprendió entonces de la proximidad del karakuri. Se le antojaba cada vez más una mujer muy bella aunque por momentos presentía en ella una expresión maligna. El extraño ser humedeció la pluma con la tinta y luego trazó un caligrama que Julián creyó conocer pero cuya significación no alcanzaba a recordar: 生 38
Y dijo luego con una voz delgada como un trino: —Ikiru. Sin embargo a él apenas le sorprendió que hablara. Era a fin de cuentas una máquina muy singular y la fase de los asombros había transcurrido hacía algún tiempo. Se vistió para ir a cenar con unos amigos. Al cerrar tras de sí la puerta de su cuarto tuvo la sensación de hallarse tendido en un campo de amables amapolas, pero aquello fue solo la visión de un momento.
VIII Juana se recuperó al fin lo suficiente como para que pudiéramos irnos. Tomó, con el fin de llevárselos, el diario y varios cuadernos con poemas. Y apartó unos libros, los colocó sobre el diván para luego, más adelante, enviar a alguien por ellos. Óscar se guardó el abanico de la garza en un bolsillo de su saco. —¿Y el karakuri? —pregunté— ¿qué haremos con él? —Déjalo —dijo Juana —me provoca malestar. —A mí tampoco me gusta —replicó Óscar. —Olvídalo —reiteró Juana. —Ustedes creen que Julián estaba lúcido. O que el karakuri tuvo que ver en su destino. Yo ni siquiera estoy muy seguro de una u otra cosa —pronuncié, pero no quise insistir. Dejamos la habitación en orden para marcharnos. En la calle comenzaba a soplar una gélida brisa procedente del mar. —No pienses tanto, Alberto —se despidió Juana—. Siento que a veces pensar mucho nos puede hacer mal. Nos dijimos adiós unos a otros y al fin nos separamos. Caminé por las calles desiertas a esa hora. En las casas se percibía calidez y algunos ventanales dejaban ver grupos enteros de familias reunidas. Al final decidí retornar sobre mis pasos y sin apenas darme cuenta me encontré de vuelta en el cuarto de Julián. Por un instante me costó orientarme
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pues Juana había apagado la luz antes de irnos. Pero hallé pronto la lamparilla turca y ahí estuvo otra vez frente a mí el karakuri. Apenas si pronuncié la palabra japonesa última que aquel dijo a Julián: —Ikiru. Vivir. Él no lo supo, pero se trató desde el inicio de una sentencia. El regalo de alguien a quien rechazó con indolencia cruel, no podía resultarle una cosa benévola, una enfermera para sus malestares, o la máquina feliz de conocer el mundo. Y seguro lo entendió, ya en la cena final. Después de tantos viajes había de sentirse débil en su día postrero, porque el karakuri incidía en aquello y más si se trataba de alguien disminuido por el efecto de una enfermedad. De ahí debió nacer esa última risa que guardó en sus labios al morir, de su comprensión ante la finitud del ser. Tal fue, en definitiva, mi sentencia. —Ya podemos decirnos adiós, Julián. Ikiru. Vida y muerte. Adiós, o buenos días otra vez —pronuncié, en voz alta. Entonces vi que el karakuri tenía los ojos fijos en mí y pensé, en lo melancólicas que resultan siempre, todas las cosas muy bellas.
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Los dobles y yo
No sé porque tenían que escogerme a mí. En efecto, me asombré cuando aquella tarde el Jefe llamó a todos para la asignación del caso y resulté electo. No soy el mejor, ni mucho menos su favorito. Y hoy ya puedo estar seguro de que para él no valgo mucho. Nunca antes confió en mí, y por idéntico motivo, yo debí desconfiar, pero el asunto es, que no lo hice. Estaba también latente el tema de aquellos dos de nuestro grupo que amanecieron sin ropa en una playa lejana y ni siquiera podían recordar sus nombres, por lo que hubo que meterlos en un asilo de débiles mentales. Los de arriba andaban molestos, por tal ultraje a la Agencia Anónima Nacional de Detectives, así que era mejor no ripostar, ni averiguar de más, andar al hilo. —Ramírez —me dijo el Jefe—, esperemos que esta vez sí de la talla —y luego sonrió con expresión sardónica. Ahí me quedé yo con cara de tonto. Me colocaron delante la fotografía de un hombre con disfraz de Ernest Hemingway en compañía de un pez aguja enorme y sangrante a su lado. El animal aquel me causó impresión. En la Habana del 2078 no existen belónidos así para matar. Belónidos, así dijo mi Jefe en un suspiro. Aunque insisten en celebrar un torneo de pesca en pleno Malecón, donde invitan a participar a cuantos dobles del famoso escritor, provenientes del mundo entero, quieran inscribirse, todo el mundo sabe que se procede según las normas ecológicas internacionales sin provocarle perjuicio a ningún animal. Con la contaminación marina generalizada a nivel global nadie puede darse el lujo de perder ni uno de estos preciosos ejemplares que se reciclan de año en año para el evento. De ahí el impacto de una foto a todas luces reciente con tal exhibición de sangre y vísceras. —Si se descubre el incidente, adiós torneo, adiós turismo, y adiós Agencia Anónima Nacional de Detectives —insiste uno de los lacayos del Jefe, su Mano Derecha, a quien la mayoría de nosotros odia por ladino. —Esto es una operación encubierta, Ramírez —reitera, y a mí me parece que otros de los presentes se ríen y no entiendo el motivo. 41
Quizá todavía pesa sobre mis hombros aquel suceso que no quiero recordar de los inicios de mi carrera que incidió en reducirme la confianza de los superiores. Una mujer y un colibrí son las imágenes que se superponen en mi mente pero hago todo por recobrarme. —Adiós, turismo, ¿y sin turismo qué somos, Ramírez? Yo indago si el hombre ha sido identificado. Y Mano Derecha me explica que cómo habría de serlo si otros cientos como él hormiguean por la ciudad y los lugares que con asiduidad frecuentara el original: El Floridita, el hotel Ambos Mundos, la Bodeguita del Medio. —Tampoco es momento de recurrir a interrogatorios, citaciones, ¿o no entiende, Ramírez, la envergadura del asunto? Pero vea, use sus dotes detectivescas —y presiento que hay una burla en la expresión—, fíjese. Hay una pista en la foto. Sí, la hay, es el nombre de un bar de esos clandestinos que pululan en todas partes ahora de manera ilegal, que todo el mundo sabe que existen pero que a ningún bolsillo le conviene denunciar. Se llama Gaya y está en Teniente Rey entre Cuba y Aguiar. Debe ser un antro de mala muerte. Salgo del puesto de mando a recorrer la Habana de Hemingway, la misma que más que Centro Histórico es el único centro con que podemos contar, pues de ahí para allá, todo ha vuelto a ser áreas verdes, como en tiempos de la Colonia. Y dicen que sigue idéntico al de hace más de cien años, aunque yo lo dudo bastante, pues, en algún momento, quizá antes de los temblores de tierra, debió existir algo mejor. Nuestra estación está en Dragones entre Zulueta y Monserrate. Yo decido dar una vuelta para hacer nuevas indagaciones. Así que sigo hasta llegar a la intersección con Obispo y compruebo que incluso a esa hora en el Floridita, hay varios imitadores de Hemingway reunidos y abundan los daiquiris, mojitos y el Cuba Libre. Todavía faltan dos días para el inicio oficial del torneo, aunque mañana es su inauguración y sin embargo pareciera que ya a estas fechas no cabe un doble más en la ciudad. Esto tal vez, si alguno le metiera cabeza, podría dar lugar a un buen negocio, quizá con la ayuda de capital extranjero, ¿por qué 42
no? Bajo por Obispo hacia la Avenida del Puerto para apreciar los preparativos. Por momentos siento que la gente me mira, como si fuera yo el raro en esta ciudad de locos. El Malecón se ha vuelto una gran piscina de aguas libres de petróleo y otros contaminantes, para el evento y hasta el Cristo del otro lado de la Bahía lleva en la mano libre, la que no va sobre su corazón, una vara de pescar. Algunos viejos ensayan, pero no noto nada anormal. Y me preocupo por primera vez por la responsabilidad enorme que me ha caído encima. Acudo a mi cuartucho en el edificio de Tacón esquina a O´Reilly para cambiarme la ropa. Si es una operación encubierta mejor será dejar atrás la que ahora llevo. Me pongo unos jeans y un pulóver. Estoy ya lo suficientemente informal como para el bar clandestino. No podré llevar arma sin que se note así que opto por un objeto más discreto, una fosforera Zippo que a un mínimo de distancia expulsa gas lacrimógeno, todo lo que podría necesitar en una emergencia para aplicar la técnica de defensa personal kendoeira, combinación marcial de kendo y capoeira. Antes de irme aprovecho los restos de una pizza vieja que lleva en la nevera a saber cuánto tiempo. Esta vez sí debo esmerarme a cumplir con lo que esperan de mí y recobrar de una buena vez la estima de los superiores. Por Mercaderes accedo a la Plaza Vieja hasta que doblo hacia Teniente Rey. Las calles permanecen en penumbras, con la escasa iluminación que se filtra de los edificios al exterior, la cual provoca sombras y haces de luz cortantes. Siento que alguien me sigue, o me espía. Es extraña la sensación de sentirse observado y supongo que a fin de cuentas ando algo con paranoico con el nuevo caso, resultado de demasiada presión tal vez. Paro a revisar el panorama pero no hallo ninguna cosa digna de interés en un sentido u otro y continúo. Ya en la dirección al fin, toco una aldaba vieja y se asoma a una ventanita una vieja con cara de bruja, que sin decir palabra me extiende un ticket. Pago y se abre una puerta. En un rincón una banda de negros viejos toca música jazz. Todos hablan y un barman en la barra hace de la coctelería, acto de circo. Me acerco con el fin de hacerme de un trago. Si quiero pasar desapercibido, esta ha de ser mi primera misión. Aquí, como en todas partes, pululan hombres en disfraz de Hemingway, y la mayoría se 43
dedica a usar sus días de libertad habanera en varios tipos de libertinaje. Incluso varios bailan emparejados, ridículos corps a corps. Hay un billar y apuestas. También algunas mujeres, putas en especial. Enciendo un cigarro. A pesar de sus escasas dimensiones el lugar rebosa de actividad. Solo un Hemingway, taciturno a diferencia de los otros, llama mi atención. A una esquina de la barra anota algo en un papel. Intento acercarme a él pero una rubia me lo impide. Es una hembra despampanante de pelo platino y voluminoso escote, cuyo rostro me parece recordar aunque no sé de dónde. —Baby —me dice— ¿por qué no me invitas a bailar? Sin yo quererlo en un tris tras estoy en el centro de la pista y me ocupo en insinuantes bamboleos de femeniles caderas. Con el rabillo del ojo observo que el hombre en la barra no está más aunque ha dejado atrás el papel en que escribiera antes. Intento deshacerme de la rubia y tras un esfuerzo lo consigo, solo para percatarme de que la hoja está en blanco. Me es inevitable freír un huevo en el acto de chasquear los dientes, pues presiento que perdí una oportunidad importante. Pero ahí está de nuevo la mujer que insiste: —¿Perdiste algo, baby? Déjame compensarte el disgusto. Yo la miro y aún me resulta conocida. —Mi nombre es Marilyn —dice, pero todavía no asocio el rostro al nombre. Ella se come las uñas con nerviosismo mientras lanza una carcajada al aire. Resulta en extremo irresistible. Me obliga a seguirla al sujetarme de un brazo. Yo apenas si quiero hacerlo, aunque al fin accedo pues en definitiva voy encubierto y malo sería que con una actitud discordante al contexto llamara en exceso la atención. Además, que no solo de pan vive el hombre, ni del cumplimiento del deber y todas esas bazofias. Entonces compruebo que tras el cortinaje de la pared del fondo se ocultan varias puertas. «Vaya con el bar clandestino», me digo, «tremendo parque de atracciones». Entramos a una especie de celda minúscula donde una cama personal con sábanas de seda roja nos espera. Parece un cuarto para un video porno. La rubia me desnuda, me tira en la cama y yo la dejo hacer conmigo lo que quiera.
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—Oh, baby. Promete que serás bueno —dice y me obliga a amarrarle las manos con un pañuelo. Luego ofrece sus nalgas para que las azote. La rubia gime con mis acometidas y cada vez que lo hace estoy más persuadido de que la conozco de algún sitio, aunque no recuerdo de donde, ni tengo tiempo para pensar en ello en plena faena. Le hago todo lo que un hombre debe hacerle a una mujer sin descuidar ningún punto, aunque por instantes no puedo evitar la sensación de sentirme observado. Y al final resulta que me vence el cansancio. Al despertar, ya Marilyn no está a mi lado. Me visto para darme cuenta de que no llevo mi fosforera. Salgo del cuartucho y me digo: «Una mujer, con o sin tatuaje de colibrí, es justo lo que se necesita para que lo eche todo a perder. Al final va a resultar que tienen razón y soy una mierda». El barman que a esta hora se dedica a limpiar el lugar se sonríe al verme, pero la vieja bruja de la entrada que ahora fuma sentada en un rincón me mira con cara de pocos amigos. Avanzo de la penumbra a la luz en la calle y en ésta percibo una cierta agitación. Distingo gente que corre y pronto me entero de que hubo un robo en la farmacia Sarrá. Llego al lugar para entender que ha desaparecido un lote significativo de ansiolíticos. Y cuando casi estoy listo para abordar el crimen, llegan mis compañeros de la unidad, y Mano Derecha al frente. Él me mira con desprecio, y alcanzo a darme cuenta de que estuve a punto de echar a perder la investigación, al revelar mi identidad. Marilyn, Marilyn, es el nombre que golpea mi cabeza como si en él estuviera la clave para resolver el caso. Y claro, Eureka, no sé de dónde pero siento que de pronto llega un cúmulo de información a mi cabeza. Tal vez todo eso parte del confrontar al actual robo de ansiolíticos. Como si un hecho pudiera despertar un recuerdo. Sí, en efecto, la rubia despampanante de mi noche anterior, es Marilyn Monroe, una actriz del siglo anterior que murió en situaciones jamás esclarecidas. Y me pregunto cómo es posible que se trate de la misma persona. —Aquí hay gato encerrado, sin lugar a dudas —digo e intuyo que ella está más involucrada en el caso de lo que desearía.
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Escapo a mi cuarto y valoro la necesidad de usar un disfraz para continuar la investigación, pues no creo conveniente seguir tal como voy ahora, menos después del incidente con la rubia seductora, en la noche anterior. Seguro la vecina podrá prestarme algo de ropa, aun sin saberlo. Entre las ventajas de ser detective está la de saber abrir puertas como un delincuente. Cojo una saya, una blusa, y pienso que podré devolverlos en algún momento. Logro comer algo también de su refrigerador y bebo algo de agua. Escondo el escaso largo de mi pelo bajo un pañuelo, aunque me peino de modo que sobresalga una especie de flequillo. Uso también los cosméticos de la vecina y logro un resultado del cual alcanzo a sentirme orgulloso. Ya con esa facha bajo las escaleras, y logro que un niño callejero traiga para mí un par de zapatos que me vengan bien. Primero lo amenazo con mandarlo a un correccional por no ir a la escuela y le hago saber que conozco su dirección, a sus padres y la zona en que opera. Eso con voz disimulada en un falsete. El chiquillo se asusta y cumple, de lo contrario se habría quedado mi dinero para gozarlo por ahí. Al final le dejo hasta unos quilos de propina y me responde: —Gracias, señora. —Solo entonces me percato de que el disfraz, en efecto, funciona. Bajo al puerto para buscar una nueva pista. Entre la multitud reunida me parece reconocer a Marilyn a unos metros de distancia. Intento acercarme a ella pero no lo consigo. Hay cámaras de video por todas partes. En mi camino empiezan a aparecer, surgidas del propio suelo, unas latas de conserva de tamaño humano, y de ellas salen unas mujeres todas similares y de pelo oxigenado, por demás. Es el espectáculo de inauguración del torneo y además, como parte de este, el lanzamiento comercial de un alimento con sabor a pescado, que no es de origen marino, a fin de cuentas. Una de las solistas canta casi frenética, al tiempo que hace cuclillas, “like a virgin”, otra tartamudea la frase “genie in a bottle” y la tercera vocifera una línea repetitiva “kiss me, baby, one more time”. De pronto cerca de mí descubro al Hemingway taciturno. Sí, es el mismo de ayer, aquel al que traté de acceder en el bar cuando Marilyn no me dejó, el que 46
parece más real que los demás, tal vez porque lleva su personaje sin armar aspavientos o griteríos eufóricos como los otros. Presiento que quizá pueda tratarse del mismo que apareciera en la foto que dio origen al caso. El instinto me impulsa a asir su muñeca y a aferrarme a él, sin recordar siquiera que no actúo acorde al modo en que voy vestido, como dama. Pero entonces, antes de que pueda darme cuenta, recibo un puñetazo en pleno rostro y el mundo desaparece ante mis ojos… Despierto en una habitación de hotel, con la nariz llena de sangre coagulada, y sin poder recordar como llegué hasta allí, o que sucedió, supongo el golpe me dejó sin sentido. Reviso el cuarto para darme cuenta de que estoy en el Ambos Mundos. Frente a mí hay un televisor y en la pantalla de este distingo ahora un post-it que anuncia en letra corrida: «Encender». Comienza a reproducirse un video en que Marilyn hace un pastel de aguja. Orienta la receta como si estuviera en un programa televisivo de cocina, pero al mismo tiempo con sensualidad, se quita toda la ropa. De pronto creo recordar algo, a pesar de mi actual dolor de cabeza. Puedo reconocer que el video se filmó en el mismo lugar en que me encuentro ahora, conmigo presente y hasta tomando parte de la acción, aunque por fortuna tal faena no llegara a grabarse. Rememoro los gemidos de Marilyn en mi oído y puedo decir que en lo absoluto la restringió mi traje de fémina. Decido marcharme y llevarme la cinta. Debo apurarme o estaré bien jodido. Pero junto a la puerta tropiezo con una vara de pescar que lleva inscritas unas iniciales, E.H. y M.M. La recojo también como evidencia. Miro el reloj en el lobby del hotel y percibo que faltan pocas horas para que comience el torneo y por tanto me queda ya escaso tiempo para solucionar el caso. Si en el presente no lo consigo es probable que esta vez sí los superiores pierdan la confianza en mí, terminen por destituirme, e incluso deba mudarme a las áreas verdes de esta ciudad jodida. Todavía voy con ropa de mujer aunque no estoy seguro de que a esta hora engañe a nadie con mi aspecto y sigo con la sensación de que alguien me observa. Atravieso la Plaza de Armas y solo entonces me parece ver en un banco 47
como tórtolos a Marilyn y Hemingway. Ella le hace a él, haciendo los mismos tipos de arrumacos que antes me dedicara. Soy descubierto y se lanzan a correr. Voy tras ellos. Aunque por el camino dejo caer la vara, todavía aprieto la cinta contra el pecho. Se me rompe el tacón de la sandalia, pero no me detengo y continúo la persecución como una coja enloquecida. Es la última oportunidad de resolver el caso, a fin de cuentas. Ya en la avenida la multitud es creciente, Marilyn gira un poco su rostro en dirección a mí y lanza un beso. Casi la tengo al alcance de la mano pero Hemingway la obliga a avanzar de un tirón. De súbito veo como se abren paso entre la gente. Suben a un yate y comienzan a alejarse. Se nota que tenían un buen plan el par de cabrones. De pronto escucho el estruendo de un disparo y presiento que llega mi fin. Pero no, es solo la señal que marca el inicio del torneo. El yate de los criminales se detiene allá al centro de la Bahía. Solo en ese instante me percato de que múltiples periodistas me acosan con sus cámaras. «Estoy acabado. Aunque vaya con ropa de mujer, y aún peor, por eso
mismo», pienso. A mi derecha aparecen, no sé de donde, el Jefe y Mano Derecha. —Felicidades, Ramírez. El caso contigo fue por la buena senda y has dado un buen espectáculo como era de preverse —dice el segundón muerto de risa y me lanza de vuelta mi fosforera Zippo. Yo al principio no consigo entender el hecho, ni la alegría del imbécil, pues a fin de cuentas calculaba que mi fracaso alcanzaría a afectarlo incluso a él. Pero ya después poco a poco empiezo a tragarme los montones de evidencia que colocan ante mis ojos sus palabras y comprendo. Después de todo Marilyn y Hemingway no son viles delincuentes, sino clones, a partir de un experimento reciente, copias fieles de los reales para el uso de una empresa de entretenimiento actual, en tanto que, como actores, resultan sencillos de controlar, no producen gastos apenas y nadie se queja por sus usos o perjuicios físicos, ya sea que incluyan sexo, violencia, o lenguaje de adultos. Vaya, más o menos, bastante equivalentes en sus roles a mí y al lugar que ocupo en esta historia. Al final resulta que he sido seguido y filmado, sin conocimiento de causa, con 48
autorización de mis superiores para un estúpido programa de tele-realidad que hará a la Habana catapultarse como destino turístico. —Hemingway tenía que estar, por razones obvias —aclara Mano Derecha—. Su relación con la Habana. Además de aprovecharse el caos del torneo. Y la rubia porque está buena. Vendía antes y ahora también. Y otra gran noticia. Con esto de los clones eficaces se acabó hasta el reciclaje de los peces —agrega y puedo notar que está eufórico por salir en televisión. —¿Por qué yo? —interrogo todavía. Pero el Jefe me mira con cara de pocos amigos y susurra discreto: —¿Y a quién pretendías que escogiera, Ramírez? Además debías haberte dado cuenta: Nunca te habríamos asignado un caso del que dependiera en verdad el destino de la Agencia Anónima Nacional de Detectives. —Más afable añade luego—: No haga pucheros ahora que al final el asunto resultó bastante bien. E incluso usted disfrutó bastante, como ya sabemos. Vaya, lo normal con una rubia como esa. —¿Y el robo? ¿Los ansiolíticos? —Resulta que el clon de la chica de vez en vez todavía se les descoloca un poco —responde Mano Derecha aunque bajito, con discreción. Sin más remedio consiento y accedo, aún en el disfraz de mi vecina, a mostrar mi mejor rostro en una foto de la Habana para el mundo, junto a Marilyn y Hemingway, a los que recién han hecho regresar al puerto. Sobre nosotros, una banda lleva inscrita una frase que no alcanzo a comprender, y señala: «Conócete a ti mismo.» Pero no me preocupo por eso ni por nada. Después de todo mi historia acabó bastante bien, mejor que la de mis compañeros ahora en un hospicio de locos. A estas alturas del mundo hay que andar a tientas para no tropezar de esa forma. —Sonría, hombre, sonría —me apura un periodista—. Al menos por esta vez se ha convertido en héroe, o por lo menos en galán de cine. Marilyn Monroe me besa en la boca, y aunque ya sé lo poco que valgo, siento por fin algo similar a la alegría.
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Nada temas, la vida te sonríe
0 Y yo como escribano público, al servicio de la República, redacto esta crónica para que quede constancia de los hechos en los archivos divulgables o secretos del Estado según decisión de los que deban decidir. Porque así fue su epopeya, la epopeya de su excelencia Alberto Yarini Ponce de León, Presidente de la República de Cuba, como genuino representante del Partido Conservador. Así fue su muerte. En los festejos que él mismo convocó. Y registro los testimonios como los vi y oí.
00 Lo hice porque tenía que hacerlo. Lo maté. Sí. Así que enjuícienme si quieren y esta vez con razón. No como antes que recibí sentencia por un crimen que fue suyo, la muerte de Luis Letot, el levantisco francés. Chulo como él. Todo para que así pudiera erigirse Rey de Reyes, Señor de Señores. Díganme ustedes si merecía haber llegado alto. Primero chulo y después peor. Traidor. Eso entre ekobios es un crimen también. Díganme si no es mejor borrar todo eso de la memoria. Yo les hice un favor. A lo Charlotte Corday. Y aunque prometiera no olvidarme me dejó a merced de mi suerte en aquella celda, en ese infierno. Por eso volví de la desdicha para desagraviarme. Y tienen razón, después de todo, los que me creyeron espíritu, enviación, Sikanekua. Porque eso soy. La que vino del más allá para develar los secretos del hombre, para cobrar venganza.
000 Desde inicios de la tarde estuvo listo todo en la Plaza de Marte alrededor de la ceiba anciana, para la entronización de Alberto Yarini Ponce de León, como Rey, Señor y Sacerdote de una nueva potencia abakúa: La Macaró Efó. Y habría de ponerse la primera piedra de su Pequeño Trianón, palacio presidencial de lujo y 51
abundancia, a imitación de su semejante francés, con espacios para jaulas de leones, invernaderos con nenúfares, observatorios astronómicos y otros muchos portentos. El presidente, llegó con ropas de legionario romano Gran Señor de la Prosperidad y la Bonanza, Representante Egregio del Partido Conservador, Conservador de las Buenas Costumbres, de la Mesa Bien Servida, de la Cama Bien Puesta, de la Alegría de Vivir, Paz y Bonanza para el Futuro de la Nación Cubana. Un tabaco pendía del filo de su labio. Su carro más que carro era carroza que tiraban caballos alazanes, con adorno de serpentinas y plumas. Lo rodeaban los ministros rechonchos, también en galas festivas, a la usanza de un senado romano. Y muchos fueron los aplausos entre el pueblo cuando posó su pies por fin en el estrado, estrado magnífico pleno de flores y lujosos canapés de seda roja. —Llegó el Gallo —exclamó y hubo risas y rondas de aplausos. Dos que habían sido sus mujeres y se decía que todavía lo eran, representaron con muñecos empalados, anaquillés de negros, escenas de tiempos pretéritos, amores de indias y españoles. Y hubo también chinos que portaban faroles de papel, e indios que ejecutaron bailes y cabriolas. Los diablitos, iremes, se soltaron en el Campo de Marte. Danzaron al ritmo de tambores viejos, unos en trajes de tela burda y otros en ropas de caprichosos dibujos de colores. Los negros entonaron una cantilena monótona, con voces destempladas y aguardentosas, a ritmo de bombo, tambor, güiros, marimbas: Ekué Ekué Chabiak Mokongo Ma Cheveré. El esmalte de sudor les resaltaba las venas en los cuellos a punto de estallar en el canto. Asperjaron agua bendita con sus mazos de albahaca, mientras el campo se llenó de un fuerte olor a inciensos de benjuí. Al frente de la procesión, del beromo, se puso la Santa Cruz, el Abasí, Dios Todopoderoso. Yarini exclamó: —La Santa Cruz de Dios.
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0000 Yo también soy eso, como lo que es usted, escribano que le dicen ¿no? Pero de oráculos, cosa seria, ¿sabe? Soy el Empegó. Cojo así la tiza, amarilla tiene que ser, y escribo la firma del Juego: un círculo, arriba tres cruces, y otras cosas que no se cuentan. Y toco el tambor. Yarini, era mi ekobio. Yo sí lo conocía de atrás, de los años. Hombre a todas. Ñáñigo. A veces le servíamos también de guardaespaldas. Tenía que cuidarse porque detrás de él andaba mucha gente, gente que quería su mal, sala´os, cómo no. Todo por líos de mujeres, que eso era lo que lo perdía, pero a quién no lo vuelven loco las mujeres. Y aunque ya había llegado alto, a presidente, lo perseguía aquella guerra de portañuelas, culpa de los franceses, los apaches, que lo que hay que hacer es acabar de botarlos, zumbarlos de aquí pa´l carajo, pa´ que no jodan más. Era rey del puterío y de los buenos vicios. ¿Dictador? Na´. Si lo reeligieron justamente las dos veces en los comicios. El tipo era bueno y pa´ su gente, pa´l pueblo. Lo certifico yo, vaya, que soy escriba también, a mi forma. Pero lo mató una mujer, eso está claro. Y entonces sí que empezó nuestro lamento, el enlloró. Fue por celos. Era mi ekobio. Y ni importaba que fuera blanco. Y hombre a todas. Eso no se duda. Lo que la gente se confunde porque no le hacía feos ni a los mariquitas. Era chévere. Y eso a veces es un problema. ¿Liberal o conservador? Conservador de la gozadera.
00000 Y el brujo, el hechicero congo, Nasakó, apareció de pronto en el Campo de Marte, con el cabro amarrado de una soga, el Mbori, de largas barbas canas y cuernos enormes, el predestinado. Y sobre los cuernos la corona de laureles, labrada en plata. 53
Yarini dijo entonces: —Yo soy el macho cabrón. Y las mujeres exhalaron mil suspiros, por esos ojos, por esas manos, por esa boca. La ceiba estuvo preparada de antemano, rodeada de cirios. Y a ella ató el Nasakó al cabro, que quedó muy quieto a espera de la muerte. El brujo recitó sus conjuros. Hizo ademanes, abluciones de uemba. Se acercó al estrado y asperjó sobre el Gran Señor de la Llave del Trópico las bebidas resguardadas en su boca. Yarini se puso a reír como un condenado. Las mujeres del anaquillé se le acercaron y de a poco lo secaron con las melenas sueltas. El Empegó tocó su tambor. Con yeso amarillo marcó la ceiba, y luego el suelo al pie del árbol. Escribió con detenimiento la fórmula mágica, lo que debía hacerse. Después comenzó a hacer marcas de cruces en las molleras, los brazos, el pecho, de todos los presentes. Y el diablo Aberisún no quiso matar al cabro, nunca quiere, pero el Enkoríkamo le cantó un conjuro para que así lo hiciera. El Aberisún golpeó al animal con el itón sagrado, le rajó la testa y salió un líquido viscoso y prieto. Luego huyó como loco, a saber hacia dónde. Pero muchos se acercaron y bebieron la sangre. Los negros descueraron al cabro allí y con su piel cubrieron al Señor, Paz y Bonanza para el Futuro de Todos los Cubanos, a quien cargaron en andas. Y cantaron: Baroko mandiba baroko. Yarini gritó por encima del canto: —Soy el cordero.
000000 Yo estuve ahí. Llámeme si quiere la mujer sin nombre. Ninguna de nosotras tenía nombre cuando estaba a su lado. Y estuve para llorar su muerte en día que debió ser de fiesta y gozadera.
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Y ella lo mató por venganza. La Pepa Basterrechea como le decíamos, que no era Pepa sino Pepe, pero que se creía más mujer que nosotras aunque no tenía allá abajo lo que debía tener. Me entiende ¿no? Y no es veneno mío, es la verdad. Habían disfrutado su amistad en otro tiempo. Hasta que ocurrió lo del francés, que por líos de faldas y de portañuelas trató de asesinar a Yarini. Yarini se salvó y la Pepa fue presa por matar a Letot. Después el Blanco Lindo de esta ciudad maldita llegó a ser presidente. Esta ciudad que no lo merecía. No lo merece… Ahora dicen que le van a hacer una estatua, a la Sikanekua, Basterrechea. La estatua de la República, con túnica ligera y carita de macho lagartón. Y ya no habrá un Trianón en esta Habana y sí un capitolio y ella en su estatua porque dicen que nos salvó la patria.
0000000 Después un Ireme mató un gallo muy prieto, el enkiko, y con su sangre se bañó la que había de ser la primera piedra del palacio Trianón. Yarini dijo: —Lo hecho, hecho está. Aquí no puede haber más gallo que yo. Y entonces empezó a cantar, aquel tema que le dedicara el músico Sindo Garay: —Nada temas. La vida te sonríe. Y los hombres del Senado, sus ministros le arrojaron flores, y grullas de papel. Para mayor escándalo se mesaron los cabellos. Las mujeres aplaudieron y hubo también desmayos entre los diablos negros.
00000000 Fue mi venganza, es cierto. Pero tenía razones. Y ahora me van a decir si no es mejor olvidar todo esto, evitar la vergüenza, borrarlo de los libros de historia. Y destruir sus estatuas, prohibir sus rituales, silenciar su nombre e inventar la 55
leyenda de que murió cuando no murió, a manos del francés Luis Letot por juegos de amores con la Petite Berthé. 000000000 La percusión se hizo más fuerte. Y apareció aquella, que nadie sabía de dónde había salido, envuelta en un poncho largo de trapos de colores. Reía y reía. Y los más viejos la dejaron. Porque dijeron que era un espíritu de verdad, que se iba a manifestar, la Sikanekua, la mujer que descubrió el secreto de los ñáñigos fundadores, la que murió por saber demasiado, para que no pudiera decir nada, la traicionada por los hombres. Se le acercó, con aquella tinaja en la cabeza, y lo cercó en su baile. Después se quitó el poncho. Dejó ver el cuerpo voluptuoso y acechante envuelto solo en una túnica ligera. La tinaja contenía el Gran Pez del Misterio Original. Él tuvo entonces que bajar del estrado, y quiso más que nada danzar con ella. Pero el Pez se volvió espada y le dio muerte. Y Yarini reconoció el amor en la Sikanekua. Entre sus brazos exhaló las frases últimas de su martirio santo: Llegó el Gallo La Santa Cruz de Dios. Yo soy el macho cabrón. Y el cordero. Lo hecho, hecho está. Nada temas. La vida te sonríe. Nada temas. Así fue que Alberto Yarini Ponce de León, el Señor Presidente, el blanco lindo de San Isidro, el ekobio de Cuba, murió en el carnaval, en el jolgorio de su fiesta, entre comparsas de negros, indios emplumados y chinos con linternas de pintarrajeados papeles de colores.
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Barbarella —Hola. ¿Me puedes decir si estoy en el planeta Tierra? —Pues sí. Estamos en la Tierra. En la Habana, en el lobby del Edificio de la otrora Lonja del Comercio para ser más específicas. En una fiesta de graduados del Cepero, aunque no he visto todavía a nadie que conozca y eso que ya hay bastante gente… —¿El Cepero? —Sí, el pre de la Víbora, promoción del 2003. Recibí una cita vía Facebook. ¿Tú no? Estoy bien nerviosa, emocionada, qué se yo. ¿Será que van a reunirse varios preuniversitarios? —Ah, ¿Facebook? —Bueno. Mi nombre es Barbarella, como el comic, la película y sí, claro, por supuesto que escribo ciencia ficción, aunque no del todo erótica. —¿Ciencia ficción? —Sí, ese género que especula sobre acontecimientos posibles pero irreales e intenta dar respuestas lógicas a cosas no lógicas, como naves espaciales, vida en otros planetas. Seguro del cine te puede sonar más: Alien, La guerra de las galaxias, o no, y va y simplemente no es tu género… —¿Y a qué estamos hoy? —31 de diciembre de 2017, por supuesto. A decir verdad una fecha un poco complicada para reunir a una promoción, pero como yo no tenía un plan mejor me pareció buena idea. —¿Y qué hora es? —Diez de la noche. En punto. —Pues debo ajustar mi reloj. —A lo mejor un Cosmopolitan de esos que lleva el mozo te ayudan. Un poco de alcohol para aclarar fecha, hora, lugar… —¿Qué bebes tú?
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—Yo prefiero mantener la lucidez mientras pueda, en lo que llegan los otros. Es mi segundo Ginger ale. —Está rico el cosmo. ¡Y rosado! ¡Como achispa! ¿Pero me dejas probar también el tuyo? —Eh, preferiría que no, pero... Bueno, está bien. —Delicioso. Me encantó probar algo tuyo Barbarella. —Ah, que bien... —Igual, prefiero el mío. Thanks and love. —Entonces era puro fingimiento y algo de ciencia ficción conoces… Esa línea es de Barbarella, la película. —¿Ciencia ficción? Te juro que no entiendo del todo el concepto. Esta fiesta, por ejemplo, ¿qué es para ti? ¿Real o irreal? ¿Posible o imposible? —Tú sí que haces preguntas raras. Real, por supuesto. Y del todo posible, a pesar de la fecha incómoda… —Ah, bueno, que bien. —Por cierto, no me has dicho tú nombre, aunque no sé si lo tengas claro después de tres Cosmopolitan. —Por todos los soles, que maleducada estoy. Pero no te preocupes por el alcohol, de dónde vengo estamos acostumbrados a más, desde todo punto de vista... Aunque este coctel de verdad es delicioso. —¿Por todos los soles? Que frase tan interesante. —Barbarella. Mi nombre es Barbarella. —Pues que gracia, ja, ja. Veo que contigo no se puede hablar en serio. —¿Por qué? ¿Tanto te sorprende? ¿Crees que tienes derechos de exclusividad sobre el nombre? Los humanos del siglo XXI son un poquito ególatras. —No, no es eso. Es que nunca he conocido a nadie más con mi nombre. —¿Tu nombre? Mi nombre… —Está bien. Ya que insistes en que te llamas Barbarella, entonces será mejor que diga nuestro nombre. —Y esto que te parece ¿ciencia ficción también? 58
—Para ser sincera una broma, con su punto de simpatía lo reconozco. Se ve que Marcos con los años se ha vuelto más sofisticado en los chistes… —¿Quién es Marcos? —Ah, finges bien. Me percato de que ha contratado una profesional. Pero ya que insistes en no entender, te explico. Marcos era el payaso del pre, e insistía en hacerme la vida miserable. Sí, acoso, eso que ahora llaman bullyng. Pensé que había madurado, porque me buscó en el Facebook ¿Puedes creerlo? Él me buscó. Y yo de ingenua lo acepté como amigo. Pero no sé para qué te cuento, si tú debes saberlo todo, vienes a ser su cómplice. —¿Facebook de nuevo? Tú sí que estás enganchada con las redes sociales. Pero no. Te garantizo que no conozco a ningún Marcos, ni a nadie de ese Cepero tuyo. —Ya. Lo que tú digas. Entonces cuéntame ¿por qué estás aquí? No me dirás que es pura casualidad que dos barbarellas se encuentren en una fiesta o en cualquier otra parte, después de todo mi nombre, nuestro nombre, perdón, no es del todo corriente. —No, no es casualidad. En eso llevas razón. Y estoy aquí de misión, por supuesto. —Ya. Solo falta que me digas que se trata de una misión espacial. —Claro. —Y seguro procedes del año 40.000. —Acertaste en las dos cosas. Sé que es un punto difícil de aceptar por los humanos del XXI pero no te asombres después de todo el espacio y el tiempo pueden comprimirse, alargarse, o incluso coexistir en una unidad perfecta, fusionados. Bueno, qué voy a explicarte a ti que escribes ciencia ficción. —Mozo, un Cosmopolitan, por favor. A ver si me achispo y asimilo todo esto. —Te dije que el Cosmopolitan estaba más rico que tu Ginger. —Sí, sí. Lo que tú digas. Pero me cuentas de la misión. Quiero ver hasta dónde llega la imaginación de Marcos. —¿No será mejor que te muestre mi nave? —¿En serio? ¿Tienes una nave? 59
—Ay, Barbarella, pensé que con tus pretensiones de escritora ibas a ser un poco más ágil de pensamiento. Claro que tengo una nave. Debe estar en la azotea según mi localizador. Tuve un problema con la llegada pero ya he ajustado las coordenadas. Se puede acceder por ese elevador, el de la derecha, nos deja directo en la cabina de navegación. ¿Vamos? —Esto me parece más surreal que otra cosa, pero vamos. Quiero ver cómo termina todo. —No seas tan negativa, “Barbarellita”. A lo mejor es más un comienzo que un final. Me encantan estos elevadores de cristal, bastante estéticos para su tiempo por cierto. Y rápidos. Mira, ya estamos en la nave. —Veo que se la han gastado en decoración. —Es la cabina de la nave. Ya te dije. —Aunque se excedieron un poquito en el papel de africana, vaya, para mi gusto. Muy del estilo Flash Gordon. —Ay, hace un tiempito que no veo a Flash. Qué recuerdos tengo de esos músculos suyos. —¿En serio? La fiesta era también de disfraces y yo no lo sabía… Hay un Pygar y todo, con alas enormes. —Pygar es un ornitántropo, o un ángel si prefieres, un ángel ciego con unas plumas maravillosas, para muchos usos... Aunque desvarío, no sé para que te explico. Se me olvida que eres una especialista. —Y tienen también una Gran Tirana. —Uy, sí. Es algo de lo que no he podido librarme desde que Sogo se hundió en el Mathmos. Hasta hoy... —¿A cuántos convenció Marcos a contribuir con los gastos? —Hola, pretty, pretty, veo que has traído a la nueva pretty, pretty. No se parece mucho a ti pero quizá podamos hacer algo con ella. —Me alegra mucho que esté complacida, Su Majestad Gran Tirana. Ah, Barbarella, están también las niñas. Te recomiendo tener cuidado con ellas, estamos tratando de reeducarlas pero no hemos tenido un éxito definitivo. De vez en cuando muerden. 60
—Otra terrícola. —Umm. —Pues ya. Tengo que irme. Los voy a extrañar a todos. Cuida a la nueva Barbarella, Pygar. —Un ángel siempre cuida de todos. —No necesito que nadie me cuide. Todavía el Cosmopolitan no me ha hecho gran efecto. Por cierto ¿No hay mozo aquí arriba? Quiero otro trago. Pero explícame ¿Irte? ¿Ahora? Tengo que felicitarlos, están muy bien en sus personajes. Muy convincentes. —Lástima que todavía no te des cuenta. Podríamos haber aprovechado mejor el tiempo que nos restaba juntas. En definitiva no todos los días se encuentran dos barbarellas. Pero te explico. Te dije que estaba de misión y no sé en cuantos años podré regresar. Debo tomar tu lugar en la Tierra. Es una orden de arriba. Y necesitaba de ti, por supuesto, para que te hicieras cargo de mi nave, pero sobre todo de mi tripulación. Con lo de los nombres iguales intercambiar personalidades es más fácil ¿no te parece? —Oh, new pretty, pretty, considéralo una oportunidad de hacer trabajo de campo. Después de todo es lo más emocionante que te va a pasar en la vida. —Adiós a todos. Me marcho al fin. —En serio. ¿Vas a dejarme sola, con estos otros locos? —Chau, my pretty, pretty. Thanks and love. Dile adiós, Pygar, que ya desciende y se cierra nuestra escotilla. —Adiós, mi Barbarella. —Ay, por Dios, está temblando el piso. Ustedes sí que se toman las bromas en serio. ¿Y la otra, la Barbarella a dónde fue a parar? —Cálmate, new pretty pretty, es solo el despegue, después es más tranquilo. —Aaaaaay. Se está moviendo. ¿Será posible que todo sea verdad? ¿Y la otra me suplante? Pero no, no tiene sentido. Tengo que estar calmada. Es Marcos, tiene que ser Marcos. ¡Y estas niñas terribles! ¡Ay! Una me mordió. —Niñas. Suelten a Barbarella o no les permitiré jugar luego con mis plumas.
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—Ya, en serio. Es suficiente. Abran la puerta, quiero salir. Basta de chistes. ¡Por Dios! ¿Quiénes son estos locos? ¿Por qué vine a la maldita fiesta? —Pygar, es hora de que ayudes a relajarse a la nueva pretty, pretty. Tal vez un poquito de hipnosis le pueda hacer bien. —¡Dios mío! ¡Esto es un secuestro! ¡Mi mamá! ¡Mis gatos! —A ver, pretty darling, estás muy estresada, quizá sea momento de tomar una siestecita. —¡Auxilio! Quiero salir de aquí. —Sí, Barbarella, ven a mis alas. Y repite: Yo soy Barbarella y esta es mi nave. —Repeat, pretty, pretty: I´am Barbarella. —No. No quiero. ¡No! ¡Auxilio! —Sí. I´am Barbarella. Repeat. —Un ángel no hace el amor. Es el amor. —Sí, un ángel. No. No quiero. ¿Un ángel? Y… ¡Yo! ¡Yo soy Barbarella!
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Cecilia, monstruo marino
La Habana, 28 de junio de 1856.
Cecilia, mi Cecilia:
Ayer te encontraron a orillas del mar, en la Bahía roñosa por el olor a sal y óxido, envuelta en míseras redes de pesca. «El Leviatán por fin perdió su vida», anunciaban los niños que venden los periódicos en cada amanecer. Así supe por ellos que habías muerto. Me deshice en angustias y fui a verte una última vez. Pero tú, por supuesto, no eras ya la de antes. Ni tu cuerpo, ese, que tiempo atrás, descendía cada mañana la Loma del Ángel, con los brazos repletos de rosas, en suave balanceo de caderas y lindo resonar con las chinelas. A tu cuerpo, lo intenté contener a veces con el mío, en choques de ternura aptos para extenuarnos, sin placidez o gozo. Pero no logré el éxito. Para la mayoría eras el kraken, la medusa gigante, maldición de leyenda. Y asolabas las aguas contiguas a la Habana. Apenas soy el único que sabe la verdad. Algo informe, se extendió frente a mí, ayer, el día de tu muerte, al borde del mar. Cecilia, monstruo marino. Y hubo algún pescador que incluso procuró indagar si me sentía enfermo. Terrible debió resultar mi aspecto en tal instante. «Siéntese unos minutos. Descanse la impresión», me dijo. Y se dispuso a contarme sus historias, arcanos del océano, mas no logré escuchar. Cómo hacerlo, si eres tú acaso, el mayor de esos misterios de la profundidad. Corazón de ballena y aletas de pez. Ay, Cecilia, mi amor esquivo. Retengo entre lamentos, el día tan lejano, donde nos conocimos. Llegué por aire a tu ciudad y sentí miedo. Temí que mi artefacto para volar fuera quizá una suerte de máquina del tiempo, y haberme extraviado sin remedio. Pues en nada tu mundo se parecía al mío, ese distante, 63
dónde pululan desde antaño artilugios mecánicos, y múltiples ingenios. Ciencias espantosas que tardarían ya poco, para nuestro perjuicio, en llegar a tu pueblo otrora virgen. Pero eso no lo sabíamos entonces y la ciudad dormía su siesta, sin reparos. Estuve solo de un sitio para otro, sin encontrar sosiego, hasta que se produjo ese milagro del encuentro inicial. Me cediste una flor sin mirar a estos ojos. Con el ánimo de portugués errante, pleno en saudade, quedo prendido del calor en tu sonrisa. Me atrajo el rostro bello, con labios cual turrón y la tez color miel, tu cuerpo de formas sinuosas como crestas de olas. Solo mucho después me mostraste tu angustia, la leyenda del alma hecha pedazos que no podría nunca volverse a enamorar. Por supuesto, todo era culpa de aquel primer afecto. Devoción mítica plagada por absurdos, amagaba tu espíritu, en vil desasosiego. Ni siquiera, tras pasar varios años, lograste deshacer el vacío dejado por la pérdida, la memoria, y el duelo. Y eso que te empeñabas, casi a diario, en hechizos, y ruegos, estériles esfuerzos por volver a sentir. Los procurabas con matronas en los suburbios negros. Yo era un ser solitario, incapaz de anhelar tus sacrificios, conforme con cuanto apenas podías concederme: el Deseo. Y eso intenté sin éxito hacerte comprender. En mi patria el amor es otra cosa. No como aquí en la tuya, el arrebato, de buscar entregarse hasta morir. Cuánto extraño acariciar tus cabellos. Mi Cecilia, pedacito de arena con aroma a sal. Se extinguieron los exiguos ahorros, en procurar la magia de la ciencia, cuando escuchaste la oferta de un sino promisorio, que te hiciera un galeno recién llegado a puerto. Y compraste sus elegantes pócimas. No conseguí con mis reclamos retrasar lo que era tu destino. Por eso desistí, renuncié a ti en la hora postrera. No quise saber más lo que ibas a intentar. Y así te fuiste a la costa, en el anhelo de instalarte en el pecho, el corazón gigante de un cetáceo, para poder amar. Arrepentido te busqué. Pero fue casi tarde. Aunque no para ver la mutación. 64
Tu cuerpo dejó de latir como hasta entonces. La sangre se te hizo líquida en las venas. Mudó tu seno, asimismo la faz que antes tuvieras. Te hiciste pez. Y jamás apeteciste regresar. Rezo porque al menos, ese difícil sueño tuyo, de sentir otra vez, se hiciera realidad. Letárgico, fui a menudo, a sentir como llorabas, a escuchar, como otros tantos, tu gemir en cada pleamar. Fue así, por tu lamento, el cual confundieron con una amenaza, que surgió esa leyenda, del monstruo extraordinario, de las aguas salobres. Yo aquí, embargado en nostalgia, resistí mientras te supe viva. Pero ahora ¿qué me dejas, Cecilia?, si ya nunca estarás. Cecilia, mi muchacha Leviatán, torpe para la vida. Ni siquiera podrás leer mi mensaje final. Tú destino fue el mar, el mío el cielo, adonde quiero retornar, no porque tenga vocación de ave, sino por el ansia de huir de tu recuerdo. En mi patria el amor era otra cosa. Tu tierra me cambió. Cecilia, dulce enigma. Hoy dispongo, con precisión extrema, el último de mis viajes en globo. A ver si me libero del dolor.
Tu Matías
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Pulp mission
1 El día en que las naves extraterrestres gravitaron sobre la Habana hubo que reunir a toda prisa a los miembros de la Sociedad Ufológica de la Ciudad. El conclave se realizó al amanecer, a manera de operación encubierta en una habitación del Hotel Telégrafo. Alrededor de un corazón de pétalos de rosa, sobre la cama Luis XV de la suite matrimonial, se instalaron, con sobrios traje negros, los principales jefes de la asociación. Mientras en torno a una mesa cercana varios técnicos realizaban cálculos. —Todavía nadie sospecha —dijo el Especialista de Información—. Para conseguir operar en paz hemos logrado que los medios transmitan una noticia edulcorada: «Una productora millonaria que insiste en no revelar su nombre aún, como estrategia de marketing filmará en la ciudad una película sobre marcianos». El Supremo Presidente permaneció taciturno. «Edulcorada, como la mayoría de las noticias. Y la gente cree eso», pensó Klaus pero se mantuvo en silencio. Klaus era un astronauta, en plena crisis de los cuarenta. Hacía unos cuantos años, al inicio de los viajes turísticos a los asteroides cercanos de la galaxia tuvo la oportunidad de estudiar en los mejores centros mundiales. Pero al final se le había descubierto una lesión pulmonar, de insignificancia para su vida en la Tierra, aunque capaz de impedirle una carrera espacial. No era miembro oficial de la Sociedad Ufológica de la Ciudad, pero le hacían llamar porque resultaba uno de los mejores en su oficio, con gran desempeño en el plano teórico. Y él asistía a la cita por una mera cuestión de ego. —Lo que interesa es si ya han hecho contacto —subrayó Elisa, la única fémina del grupo. Llevaba un vestido negro que permitía apreciar su incipiente embarazo y el pelo corto y rojo. Elisa era una experimentada científica con una tesis en exobiología donde especulaba sobre diferentes razas extraterrestres en diversos ecosistemas. Hacía escasos meses se había inseminado a sí misma, dispuesta a convertirse en 67
madre soltera ahora que entre las mujeres era común el pensamiento de que los hombres no servían para mucho. Tampoco era, como la mayoría de los presentes, miembro de la Sociedad, si bien sus estudios la habían hecho contactar con esta en más de una ocasión. El Asesor para la Defensa Cívica aclaró: —El único contacto que procuraron fue a través de dos plagas de comestibles. Ambas precedieron a su llegada. Primero cayeron del cielo mariscos: camarones y langostas. —Así que mariscos. Qué delicatesen —rio Klaus por lo bajo mientras el otro prosiguió: —Después fue lo de los panes. La gente comenzó a decir que eran maná. Por supuesto tratamos de retirarlos lo antes posible pues desconocíamos su procedencia, y su impacto. Nos preocupaba el bien del pueblo. Además quisimos evitar que el tema se nos saliera de las manos, o se iniciara un movimiento religioso a consecuencia del milagro, cualquier hecho que pusiera en peligro el enfoque científico del evento, pues eso es lo que atiende nuestra Asociación señores, ciencia y no fe, supercherías de esas. No en balde es la primera de su tipo en el país y vanguardia nacional. —Por supuesto —sonrió Klaus con una mueca irónica. —Los camarones no tenían nada y el pan era pan —intervino Elisa—. Con alteraciones genéticas, lo cual es usual hoy en día. Se le hacen estudios a la proteína que portan pero… —Señores. No realizamos esta reunión para hablar de avances científicos. Tres naves gravitan en la Habana. Sobre el Morro, al final del Prado y encima del Capitolio —se llevó las manos a la cabeza el Supremo Presidente. Era un hombre maduro, pero no en exceso. Tenía el hábito de una vida de paz y en estos días se le veía mustio, a razón de la agitación presente. —Perdón señor, la del Prado, según las mediciones de los técnicos, parece que inicia un descenso —dijo el Asesor para la Defensa Cívica y le alargó el plano que obtuvo de los técnicos en la mesa cercana. —Déjeme ver —retiró Elisa el legajo de papeles de manos del presidente. 68
—Y la niebla. Es ese otro factor —añadió este con cansancio al tiempo que señaló a una ventana. —No es climática —aseveró el Técnico en Meteorología—. Las condiciones de humedad no son propicias para su desarrollo. —Me notifican que hace unos minutos se escucharon resonancias similares a explosiones en la Bahía. Aunque no se pudo percibir una finalidad —dijo el Especialista de Información. —¡Una invasión extraterrestre! ¡De eso se trata! —exclamó el Supremo Presidente y señaló a Klaus y Elisa con una mano blanca y temblorosa—. Ahí es donde ustedes dos entrarían a jugar un papel vital. —Son los únicos con la conveniente especialización para tomar parte en el caso y averiguar que quieren, o si puede evitarse un desastre. Y si el diálogo no resulta, tendrán que intentar librarse de ellos —añadió el Asesor para la Defensa Cívica. Elisa sonrió y golpeó sutilmente con su codo a Klaus en un costado: —Así que para eso estamos aquí. —Por supuesto —replicó Klaus con sorna—. Nos mandan al ruedo, y hemos de estar felices de servir para algo al fin. Quizá hasta lograremos sobrevivir, y tendremos una historia para no olvidar. Es un honor. ¿Cierto? —Sin dudas es una oportunidad para no desperdiciar. Y entraremos en contacto con sus tecnologías. Aunque debemos prepararnos por si el asunto se pone feo en verdad —replicó ella, sin hacerle apenas caso. —A lo mejor no es tan grave y hasta logran convencerlos de abrir un centro turístico en la ciudad. Se podría inaugurar el hotel El Platillo, o un complejo hotelero. Un resort modernísimo —aplaudió uno de los técnicos de más capital, que hasta entonces se mantuviera en silencio. —Esta va a ser la Misión Habana —aseveró el Asesor para la Defensa Cívica. —Una pulp mission —dejó escapar Klaus, mientras pensaba:
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«Una pulp mission con ingredientes de sobra para cocinarse mal. Y como soy hombre debo asumir mi rol, ser valiente y evitar que otros sientan el hedor que sube de mis pantalones». —Señores, sin lugar a dudas nos enfrentamos al peor evento de la historia de la nación. Pero ustedes al final han de recibir medallas y condecoraciones. Serán nuestros libertadores —insistió letárgico el Supremo Presidente y su mirada se perdió en la niebla que parecía crecer en el exterior.
2 El viaje hasta el final de Prado debía ser de apenas unos minutos. Sin embargo se demoró al menos media hora debido a que avanzaban con lentitud a consecuencia de la niebla. Una especie de velo gris se extendía por todas partes y provocaba que los ojos ardieran, aunque carecía de olor. Con el fin de llamar lo menos posible la atención Elisa y Klaus iban en un automóvil
de colección,
descapotable, que en esta misión resultaba ridículo. La mujer llevaba sobre la saya una especie de perro metálico que debía funcionar como aparato de grabación si lograban penetrar al interior de la nave. Se lo había cedido el Especialista de Información, con la alarma de que lo cuidaran por encima de sus vidas. —Se llama Totó —le dijo Elisa a Klaus, para añadir al rato—. Nos arrojan a las fauces de los leones, pero no vamos mal dispuestos. Ten ánimos... Y esas palabras sacaron a Klaus de su ensimismamiento: —Esperemos que al final elaboren una estrategia de seguridad que en verdad valga la pena. Porque si no corremos el riesgo de fracasar —dijo. —Sí. Es cierto. Tú eres un seudo-cosmonauta. Y yo, solo una bióloga de laboratorio, que jamás ha visto un extraterrestre de verdad, aunque me muero de ganas de conocer uno, y tener al menos tal instante de gloria —soltó Elisa una carcajada. Al llegar a su destino lograron con esfuerzo vislumbrar la nave. Se trataba de un platillo espacial enorme que levitaba a unos cinco metros del piso.
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—¿Y ahora? ¿Cómo se supone que tocaremos a esa puerta? —interrogó Elisa y señaló a las alturas. Pero no tuvieron que preocuparse apenas por aquello. En breve el platillo, que hasta entonces se intuía de metal se hizo flexible. Pareció abrirse, similar a una enorme boca de carne, para dejar salir una rampa que se desenrolló ante sus ojos como la lengua de un reptil. Allá sobre el malecón era posible percibir unos extraños relámpagos.
3 Luego de darse cuenta de que nadie bajaría a recibirlos decidieron iniciar el ascenso hacia la nave. Klaus le brindó un brazo como apoyo a Elisa pero ella fingió no notarlo. Totó los siguió mientras meneaba su cola de metal. Klaus todavía buscó asir a la mujer antes de entrar. Y le susurró: —A lo mejor el tema sale mejor si fingimos ser una familia. Mamá, papá, nené en la barriga y hasta mascota. —Con solo ver las naves uno nota que se trata de seres de alto desarrollo, y no han de darle importancia a un tópico que en la Tierra ya se vino a olvidar: la familia. Además, va a ser mejor mostrarles respeto… Elisa no pudo completar la frase. De pronto se vieron los tres envueltos en una bruma tan profunda que ni siquiera les permitía ver sus manos. «Ahora podrían matarnos y no nos íbamos a dar cuenta», pensó Klaus. Solo tras unos segundos que resultaron larguísimos, una luz que procedía de varios ángulos a la par, desdibujó la niebla y permitió la visibilidad total de los cuerpos. Una multitud de mujeres en ropajes grises idénticos mantuvieron todavía el silencio frente a Klaus y Elisa. En conjunto podían resultar atractivas, de pechos voluminosos y caderas curvas, sin embargo, sus cabezas, rapadas o calvas, resultaban voluminosas, desproporcionadas para la escala humana. —Somos los Tanit, del planeta T —dijo en un español con acento una de ellas y su traje brilló con un artificial fulgor de plata—. Ustedes están ahora en nuestra nave. 71
«Y tu Nave, está en nuestra ciudad», pensó Klaus, «si no estuviera, nos podríamos ahorrar cualquier absurdo protocolo». El Tanit que hasta ahora parecía liderar lo miró con expresión de irritación, y Klaus sospechó que tal vez podían hasta entender los pensamientos. —Venimos como emisarios de la Paz y en nombre de la Ciencia —apuró. —¿Los Tanit o las Tanit? —indagó Elisa. —No comprendo —respondió el jefe del platillo. —Sí. ¿Cuál es el género de su especie? —insistió Elisa. —Ah. Eso. Claro. El género no es de interés en nuestro planeta. Por demás podemos realizar ajustes en nuestros organismos para presentarnos ante nuevas comunidades. De ahí que tengamos ahora este aspecto, e incluso podamos replicar el idioma de ustedes. —Interesante, sin dudas. Mi nombre es Elisa. Él es Klaus. El perro se llama Totó. No tenemos parentesco. Pero seremos responsables de las negociaciones. Al menos, eso nos encomendaron. —Oh. Los humanos tienen la rara costumbre de nombrar. Aunque de verdad no haga falta. Para evitarles confusiones pueden llamarme Milus. Aunque les aclaro que todos aquí conformamos un solo cuerpo, integramos una misma alma colectiva. Somos indivisos. «Vaya, una comuna hippie extraterrestre», pensó Klaus en el olvido de que podían penetrar sus ideas. —Queremos saber cuáles son sus planes en la Habana —espetó Elisa directa. Y los Tanit comenzaron a proferir unas resonancias que en cierta medida recordaban risas. —Tal vez no nos interese decirles. No nos preocupan los humanos, ni los necesitamos. Tenemos el poder para hacer lo que nos venga en ganas —añadió Milus con expresión colérica, aunque luego dijo sin exhibir un ápice de ira—. Pero de todas formas, ya que están aquí los invitaremos a conocer la nave. Será como abrirles una ventana a nuestro mundo. —Pero… —Intentó insistir Elisa. Y Klaus le susurró al oído: 72
—Sé que no le harás caso a ningún hombre pero créeme si te digo que no es momento de reclamar. Recuerda que en el mejor de los casos solo somos una presa para ellos, pues nos ofrecemos a bajo costo. Elisa entonces calló.
4 Entretanto los Tanit los hicieron adentrarse en las habitaciones de la nave, las cuales tenían en efecto un tono de conjunto hotelero, que podría haberle sido de interés al técnico capitalista de la Sociedad Ufológica. Había salones holográficos con efectivas imágenes que daban la sensación de poder acceder a extraños planetas de infinitas dunas. También un casino con billar, y mesas de apuestas. Y en pequeños acuarios de aguas rosadas se agitaban pequeñas y multicolores criaturas acuáticas, especímenes de otros mundos. Sin saber apenas como, Klaus se percató, a mitad del paseo, de que Elisa y Totó ya no estaban junto a él. Terminó entonces implicado en una pulseada con uno de esos Tanit, en cierta medida, muy similares a lujuriosas mujeres terrícolas. «La primera vez con una oportunidad como esta, adentro de una nave de otro mundo y ni siquiera me inquieto por su funcionamiento astronáutico. Tal vez es el aire. O la niebla contiene químicos que me borran las ideas y ya lo único que me intriga es cuánto estas tienen bajo sus túnicas», se dijo. Perdió tres de cinco veces. Y el Tanit frente a él lo besó en la boca como castigo. Klaus ni se percató de que aquel ser parecía obligarlo a tragar la saliva espesa y con cierto sabor a menta y clavo de olor, que le salía de la boca. «¿Hombre o mujer?», se interrogó Klaus. «¡Pero no importa, a fin de cuenta son un alma colectiva! ¿Qué dirían los jefes? Esos, a los que poco les importa el riesgo que corremos en este paraíso de delicias. Sin embargo he de agradecerles por ayudarme a superar la bendita crisis de los cuarenta». Apenas si Klaus se asombró cuando su mano fue extendida sobre la mesa y los extraterrestres procedieron a amputarle un dedo. No alcanzó a sentir dolor, pues percibía su brazo como si no fuera suyo, sino de otro más. El acto aconteció sin que se derramara apenas sangre. 73
—Resistirse es inútil —le susurraron entre risas, mientras lo acariciaban para hacerle el amor. Y él sintió que era verdad, de poco valdría oponerse, pero no tuvo miedo y se dejó conducir al éxtasis, entre cuerpos orgiásticos, plenos de voluptuosidad. «Me deben haber drogado», se dijo en el instante que por fin lo dejaron en paz. Y apenas logró mantenerse en pie para trasladarse a otra habitación. Ya en el gabinete de navegación, en medio de múltiples computadores, se recriminó: «Parece mentira que tenga entrenamiento espacial, que sea un astronauta prominente, el mejor del Caribe, aún con mi fracasos. Al final soy como cualquiera y me dejo llevar por las pasiones». Escupió varias veces en un intento de deshacerse del sabor a menta que le resultaba anestésico. Luego consiguió vomitar. Y solo entonces percibió una especie de punzada leve en la mano izquierda. Notó que ahora carecía de anular, aunque ni siquiera le quedaban huellas visibles de la amputación. «Ya nunca podré llevar anillo», se dijo. «O casarme». Klaus se ocupó entonces en descifrar el ordenador central y logró así enterarse de que los Tanit tenían también su “Habana mission”. Las tres naves, ahora en la ciudad, eran de naturaleza exploratoria y poseían el fin de compilar material habanero biológico, social, técnico y arquitectónico con el objetivo de descubrir puntos vulnerables de entrada al planeta Tierra, pues Cuba seguía siendo, también para ellos, la Llave del Golfo. En un próximo viaje, con la asistencia de los datos compilados, procederían a la invasión total. Unos gritos, lo hicieron salir de sus reflexiones y recordar a sus compañeros. Corrió en ayuda de Elisa para percatarse de que ella se encontraba en una habitación próxima, tendida, apenas en ropa interior, en lo que sin dudas era una cama extraterrestre. Su compañera reía eufórica, mientras dos de esos entes de cabezas enormes discutían cerca, en una lengua extraña, y proferían un sonido semejante al rugir de un animal. Klaus acudió para socorrer a Elisa pero ella no parecía percatarse de cuanto sucedía a su alrededor. Los Tanit huyeron al verlo. —Estás drogada. Como yo antes —dijo él. 74
—Tuve sexo alienígena —rio Elisa. Y Klaus pensó: «Ahora si tienen estos material biológico, y social, de sobra para cualquier invento que se les ocurra». Sacudió a la bióloga y la obligó a escupir la saliva azul que le llenaba la boca, aunque no consiguió hacerla vomitar. Luego la obligó a vestirse. Ella consiguió reaccionar para decirle sin apenas pudor: —Son unas diablas, o diablos. No estoy segura. Pero saben hacer las cosas bien. Klaus consiguió hacerle entender a grandes rasgos lo que se proponían los Tanit: —Tenemos que buscar a Totó —replicó ella. —O mejor, salir de aquí —añadió él. Y avanzaron en el laberinto que era la nave sin saber dónde encontrar al animal robótico ni como escapar. Fue Milus quien junto a sus siervas los encontró. —¿Me buscaban? —interrogó—. ¿O era a su perro a quien pretendían hallar? Klaus y Elisa vieron que una de las Tanit sostenía por la cola los restos de quien antes fuera Totó. Solo quedaba en sus manos un caparazón de metal sin extremidades. —Disculpen. En mi planeta somos así. Nos interesa saber cómo funciona todo. Y eso es algo que ya pudieron notar —dijo en la medida que pretendía cercar a ambos con caricias. Klaus se percató de que si se daba tiempo para pensar, o trazar un plan, no se salvarían. Además esos seres podían leerle la mente. Así que actuó en un instante de valor, inesperado incluso para él. Y aunque escuchó a Elisa que intentaba detenerlo con un grito, se arrojó sobre Milus. A fin de cuentas podía someter sin gran esfuerzo a aquel extraterrestre, en especial si se encontraba como ahora, contenido en un cuerpo de una mujer. Sus vasallas rugieron de miedo. El Tanit luchó por zafarse sin éxitos. En su condición de rehén terminó por rogarle a los suyos que cedieran a las exigencias del hombre. Klaus ordenó con una voz ronca: 75
—Queremos salir de aquí. Sintió que se abría el piso de la nave y Milus logró zafarse de su abrazo. Klaus y Elisa cayeron desde lo alto al pavimento. «Es el fin», pensaron ambos. Pero apenas si se hicieron daño. Elisa, por instinto, protegió su vientre con los brazos en el violento descenso. Solo recibió en el impacto unos rasguños, aunque su ropa quedó casi destrozada. A Klaus le dolía una pierna y estaba seguro de haberse quebrado un hueso. Pero eso no les importó cuando sintieron fulgurar sobre ellos el platillo y pudieron ver como se alejaba. Se detuvo sobre la entrada de la Bahía hasta que se le unieron otros dos en formación piramidal. —El del Capitolio y el del Morro —susurró Klaus. Las naves dispararon luces que no alcanzaban a producir ruido en la atmósfera terrestre. El mar se estremeció en fuertes sacudidas que amenazaron con convertirse en maremoto. Klaus y Elisa temieron por el destino de la ciudad. Entonces ella dijo: —Pero esto no se queda así —y apretó una especie de mando a distancia que hasta ahora mantenía oculto en la mano apretada. Los platillos fulguraron en el cielo, para luego desaparecer en una explosión insonora. —¿Qué hiciste? —la interrogó Klaus. —El perro era el plan B, para que se fueran al quinto infierno. Te garantizo que tenía una bomba. Después de todo la Sociedad Ufológica resulta eficiente, única en su tipo y vanguardia nacional. Y la misión pulp, como tú la llamaste, va acabar con éxito —comenzó a reírse histérica. La niebla, para entonces difusa, terminó de despejarse. Y la tarde exhibió sus usuales matices. Elisa ayudó a Klaus a sentarse en el borde de la calle, en el piso. Pero de algún lado salió un hombre en traje de inspector para advertirles que estaba prohibido estacionarse allí. Así que ella tuvo que ofrecerle el apoyo de su hombro.
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—¿Sabes? Si no fueras hombre, hasta me caerías bien. Haríamos buen par en la caza de extraterrestres, de propiciarse otra oportunidad como esta —le susurró al oído. Y así, muy despacio, comenzaron a alejarse.
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Diseño de tapas e ilustración: Víctor Grippoli Corrección y edición: Víctor Grippoli Editorial Solaris de Uruguay — fundada por Víctor Grippoli Junio — 2022
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