Solar Flare - Metal pesado

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Solar Flare Metal pesado

Relatos basados en la música metalera

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Copyright © 2021 Editorial Solaris de Uruguay Todos los derechos reservados.


DEDICATORIA A todos los vestidos de negro que han luchado por el metal.





AGRADECIMIENTOS A los lectores de Editorial Solaris de Uruguay, a los escritores e ilustradores que han participado en esta convocatoria.

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LA COLUMNA DEL EDITOR Esta historia comienza en mil novecientos noventa y ocho, cuando dibujaba una historieta underground de adolescente, se llamaba El último metalero y estaba dedicada a una banda local llamada Chopper, ese primer número lo tienen los miembros de la agrupación. Se vendía fotocopiada en ambas caras y unida con ganchitos. ¡Todo un logro editorial! Ahí, nuestro peludo héroe tomaba los poderes del heavy y luchaba contra una productora corrupta conocida como EMI-KAOS. En el segundo tomo se complica el porvenir y Satán corrompe a los miembros de Venom para iniciar su conquista del Multiverso. Aquel guitarrista heroico de lentes negros recibe los poderes de la diosa del heavy metal y pelea para salvar el día, no sin antes encontrarse con Eddie de Iron Maiden y otros amigos. Esa historia es el germen de esta compilación. Busqué por la red muchas veces antologías con cuentos sobre el metal. Había libros que contaban sobre el estilo musical o las bandas, pero no una selección de relatos. Al no hallarlo, tal vez por impericia, decidí hacer este nuevo Solar Flare con historias de metal pesado. Como ya saben los lectores y escritores de esta editorial, con cada número buscamos darle un toque diferente, no es siempre ciencia ficción, fantasía o terror a secas. Y si se repite el género se toma de una forma nueva, buscando algo que no haya sido usado antes. Creo que lo hicimos con los tomos de fantasía, con las antologías de ciencia ficción y con los dos números previos, uno basado en el fenómeno ovni y el otro en ilustraciones clásicas de los setenta y ochenta. Tienen en sus manos una selección que no fue nada sencilla, elegir cada autor, en especial a los que nunca han participado con nosotros, fue todo un reto. Los pesos pesados vinieron con relatos que son demoledores, algo que esperaba. Se podían elegir tres géneros: terror, fantasía o ciencia ficción. Vamos a hallar mucho pero mucho terror, gore, un relato de fantasía medieval que es una referencia en sí misma a la música en la que está basada. También hay una pizca de ciencia ficción acompañada de loquísimas ideas sobre los sistemas de streaming y cierra un cuento basado en leyendas nórdicas. Van a sentir miedo, placer, a viajar a mundos 3


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fantásticos llenos de magia y a contemplar la riqueza de un género que tiene muchas raíces en la música clásica, que me enseñó a conocer que la literatura y el metal van de la mano. Maiden ya había compuesto sobre Dune de Frank Herbert. Blaze Bayley tiene una trilogía de ciencia ficción notable. El power metal nos lleva a la tierra de caballeros y héroes que parecen surgidos de Howard o Tolkien y a veces el black metal nos hace caminar por los senderos del terror cósmico. El trash nos dio la rebeldía para enfrentarnos a la corrupción social. ¡Siempre de pie! Luego ha surgido el metal sinfónico cargado de magia y el cantado o liderado por mujeres. A ambos los amo. Ni hablar del modo bella y bestia en voces. ¡Delicia! El metal en nuestra lengua también nos ha dado clase sobre combatir en lo político. En especial el rioplatense y español. Por eso, dedico mi relato a Barón Rojo y lo uno con aquel universo ya citado en el comic. Ahí imaginé una especie de España post franquista donde los metaleros eran despreciados y de nuevo ese viaje al universo del heavy, pues esto no es un género, es un estilo de vida. Es parte de nuestra esencia. Como todo, tiene su lado bueno y malo. Peleas de bandas y dinero, pero lo que han dado, los universos literarios abrieron, no hay forma de cómo pagarlo. ¡Por eso desde aquí seguiremos luchando por el metal! He quedado un poco sorprendido con el giro de la compilación hacia el horror como norma general. Prepárense los de estómago sensible: quedan advertidos. No todo el “heavy” conduce al terror, esto es solo el rumbo que ha inspirado a los autores. Cada cuento tiene la música que lo ha gestado, porque tal vez leas este libro sin ser metalero. Entonces te vamos a dar la banda sonora de tu vida y esta va a cambiar para siempre. Vas a descubrir un universo tan rico, tan lleno de matices, que quedarás sorprendido por esa música que muchísimas veces es positiva, narra sucesos históricos y nos carga de energía. Demostrando así una elevada intelectualidad. Hay también mucha luz en el metal, sin dudas. Vamos a la parte artística de este volumen. Contamos con una tapa a la acuarela que dibujé y pinté a mano con un fotomontaje de una calavera. Ya comenzaba a querer probar con técnicas mixtas en las tapas de Solaris. Espero que sea de su agrado. Una chica lleva el protagonismo, representando a cada una de las metaleras que han tomado su lugar en este mundo. Daniel Molina nos regala sus 4


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fantásticas ilustraciones. Ya sea desde la que ha servido de promoción para toda la convocatoria como otras que van desde lo fantástico a casi lo pseudocubista. Le agradezco infinitamente que comparta su talento con nosotros y alegre estas hojas dándole una variedad única al conjunto. Esta vez yo tomé un camino experimental, volví a probar un fotomontaje intervenido con Lemmy y usando tableta gráfica incursioné en el dibujo digital en blanco y negro. Quería darle un aire fresco al tomo y creo que se ha logrado. Aparece Dio, un retrato de Hetfield, el Painkiller, Vic Rattlehead, la mascota de Megadeth, una criatura cornuda entre los bosques, el Señor Oscuro, versioné el poster de El Resplandor con Ozzy y dos Eddie the Head. También van a ver tres grabados en madera, una técnica que se llama xilografía, que se usaba para hacer múltiples impresiones de una obra antes del nacimiento de la imprenta. Fue tomada en Japón y usada también por los vanguardistas. Todo lo que no está en negro es madera retirada con gubias o cuchillo, luego se le pasa con un rodillo la tinta de imprenta y se le coloca un papel humedecido, por medio de frotación o usando una prensa podemos sacar el número de copias que queramos. Ya saben, no son dibujos a tinta china. La serie de grabados basados en el metal tenía varios años, tomé tres de ellos y los retoqué digitalmente para que fueran únicos de este Metal pesado que tienen hoy en sus manos o en pantalla. Como siempre hay un componente plástico importante que queremos mantener en esta colección. Pueden investigar más sobre xilografía y ver lo maravillosa que es esta técnica. Ahora los dejo con los partícipes de esta colección. Con los verdaderos protagonistas de estas hojas. Les advierto nuevamente que tienen que estar preparados porque se sumergirán en pesadillas infernales, en rincones insospechados que han sido inspirados por una música que muchos prejuzgan pero pocos conocen. Esas notas musicales han traído estos textos, por mi parte he quedado más que contento con el resultado final. ¡Ardua la tarea de decidir y editar! Espero que de paso le den una escucha a todos estos discos, tal vez después de leer la obra vean cómo se empiezan a desarrollar estas ideas que dan forma a las páginas de acero. Lord Víctor Grippoli de Bandrum 5


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Retrospección Andrea Solares Volví a casa, hoy vuelvo a casa, ayer volví a casa, mañana vuelvo a casa, no volveré a casa… He derramado muchas lágrimas en esta vida, el muchacho débil que fui un día se compadece de este otro yo, que sufre igual pero no llora, no limpia las penas con sus oculares goteras saladas y termina callando lo que le acongoja, termina guardándolo en un escandalosamente pesado bolso, lleno de porquería y ridiculeces que carga amarrado al cuello como una pesa constante. El típico que se traga el sufrimiento con una sonrisa. Por eso no creí volver a llorar, ahora mismo me siento exhausto de hacerlo, atrapado en una gran pileta salada, acorralado en el ángulo entre dos paredes y observando desconcertado el centro de lo que un día fue la sala de mi madre. Reposa eso sobre una antigua silla de madera y metal, con un desgastado tapiz rojo y un respaldo de forma imperial, una calavera amarillenta, demasiado desfigurada como para asociarla sin dudar con la de un ser humano, pero manteniendo la estructura de un hombre. Quizá un triste caso de esclerosis, o alguna extraña acumulación de calcio llegaron a deformar al desafortunado portador de aquella horrorosa cabeza amarillenta y frágil. Miles de terribles pensamientos recorrieron los recónditos caminos de la mente y un miedo terrible se apoderó de mi cuerpo haciéndome incapaz de moverme ni de quitar los ojos de aquellos terribles muebles. Nada explicaba su presencia en aquella casa de la infancia, así como nada explicaba la ausencia de mis padres, ni el porqué de la existencia de aquella monumental y terrorífica silla que se posaba como soberana por encima de los sucios y viejos sillones que en un día distante sirvieron como asiento a la familia. La infancia en la miseria es una lesión de por vida y el recuerdo se veía terriblemente perturbado por periodos de hambre y soledad, heridas que ningún niño debería llevar y que, sin embargo, yo llevaba. Aún con estas situaciones, el resentimiento no me impidió 7


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viajar al menos cuarenta y cuatro kilómetros desde mi apartamento hasta el viejo pueblo, y la vieja casa donde vivían desde siempre los viejos padres. No lo hacía hace años, pero la llamada de una vecina, que creía ya muerta hace mucho, me alertó de la ausencia de ellos. Al inicio ella creyó que se habían marchado, quizá por fin yo los llevara conmigo a vivir a la ciudad, pero días después vio vagar como sonámbulo al gato que mi madre solía mimar y se dio cuenta de que ella nunca se iría sin su tan preciado animal, por lo que tocó a la puerta y al no obtener respuesta ingresó por la fuerza con ayuda de uno de sus hijos. No encontraron nada, ni a nadie, por lo que tomaron un cuaderno de notas donde ella apuntaba los limitados números de teléfono que conocía y se dispuso a llamarme. La casa de mis padres, mi casa un día, se ubicaba un poco distante del resto, no demasiado para perderse de vista ni dejar de percibir el sonido de las vecindades, pero lo suficiente como para rodearse de un descuidado jardín usualmente seco. Cuando acudí al llamado, lo primero que noté era el extraño verdor del rededor de la vivienda, muestra inequívoca de humedad constante, humedad extremadamente extraña en una zona tan calurosa. Le escribí un breve pero urgente mensaje a mi novia y lo envié por teléfono: temía encontrar algo desafortunado y le pedía su ayuda. Cada paso dado era una epifanía basada en un espejismo del pasado, puede ser una experiencia difícil de expresar, algo inconcreto pero extremadamente sensible para el individuo que la sufre. Es empezar a discutir entre un singular en primera persona y un singular en tercera, poder separar entre un yo con pertenencia y un yo que se permite ver en la distancia y el tiempo, ver un yo más joven perseguido por ideas que mucho más tarde concretaría en realidad. Hoy la sensación se repetía, ideas clavadas en mi psique que sabía que de alguna forma se concretarían en un futuro demasiado próximo. La inminente muerte, como una sombra que se expande a las horas del ocaso, se sentía aproximarse y crecer con cada paso que daba. 8


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Uno a uno, estos pies atravesaron el húmedo jardín, despertando a su paso a una cantidad de insectos que habría sido inconcebible para mi madre. La voz de mamá, la primera impronta en esta memoria, resonaba como un tambor constante. Redonda, sonora y repetitiva. Su voz a veces jubilosa se iba apagando en las cantidades de los recuerdos, y se convertía en un quejido constante; un zumbido de reproches apagaba la tenue melodía que un día distante cantó a la luz de una vela. Me dispuse a entrar. Inexplicablemente vacía, la casa desprendía un desconocido aroma marino. Lo primero que encontré fue aquella discordante silla. Allí me quedé estático en el medio de la sala. Mis petrificados miembros solo me permitieron retroceder hasta chocar la espalda con la pared. Después de algún tiempo en esta patética posición, por fin, como si una cortina se levantara, me atreví a pararme y acercarme. Tomé la calavera y terminé sentado sobre la silla. ¿Por qué hice aquello? No lo sé, pero mis músculos se movían como impulsados por una cuerda invisible. Al acomodar el cuerpo y sentir el respaldo tan cerca de la espalda fue como si una indescifrable fuerza me jalara hacia adentro, como si algo me hundiera en el asiento. Incapaz de moverme fui arrastrado a las profundidades. Invadido de un pánico incalculable, mi cuerpo empezó a sudar. Traté de gritar pero la boca se negaba a abrirse y la garganta a proferir sonido alguno. Las manos, ahora pegadas a los brazos de la silla, se resistían a obedecer mis órdenes y las piernas, incapaces de responder, sentían el impulso de lanzarse a la carrera. Si mi cabeza hubiera podido despegarse del cuerpo lo habría hecho, todo con tal de escapar de aquella interminable, lenta y dolorosa succión. La petrificación en la madera, la trasformación del yo en parte de la tapicería era inminente. Sentí como la piel del cuello se rasgaba, sentí el correr de la sangre en débiles surcos desde el cuello y hasta el pecho. El dolor era insoportable, la succión del cuerpo y la separación de la cabeza. Por fin entendí qué le había sucedido a mi padre de quien sin duda era aquel cráneo que reposaba sobre mis piernas incapacitadas. Casi logré ver sus ojos marrones y tristes dentro de las cuencas vacías y negras de la 9


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amarilla calavera. Es más, no era una ilusión, estaba viendo los ojos de mi padre dentro de la calavera que me miraban con desconcierto y pánico. Me observaba desde dentro de una calavera decapitada, era el padre el que me veía desde un lugar desconocido, era el que atendía el terrible suceso de ver morir decapitado a su hijo. Cuando fueron mis músculos los que empezaron a rasgarse y vi la inminente muerte que esperaba. La salvación vino desde la habitación de arriba, corriendo como una bestia furiosa, el gato de mamá maullaba con desesperación, mordiendo los pantalones, arañando mis brazos con una fuerza colérica. Logró despertar de su letargo aquellos pesados miembros. Como por obra de una divinidad benévola, mi cuerpo logró separarse del terrible asiento. El precipitado movimiento lanzó al suelo la deforme calavera y vi diluirse en la negrura de la nada la mirada de mi padre. Los músculos de las piernas y brazos se tensaron. Sentí correr por el cuerpo la sangre, como recobrando el control de algo que volvía a ser de mi posesión después de mucho tiempo. Por la espalda corría un sudor frío que terminó empapando la camisa que me cubría. Como si despertara de un perturbador sueño, los ojos se deshicieron de un tenue velo que les cubría y recorrieron horrorizados los contornos de la habitación. A pocos metros de donde estaba, el rincón en donde estuve agazapado parecía extrañamente húmedo, como cubierto de un vaho verde, un sedimento oceánico inexplicable que desprendía un olor como el de las algas marinas. La habitación completa discutía entre los tonos ocre de la pintura de las paredes y la mortecina luz que se colaba por las ventanas, la cual iluminaba toda esa vorágine de muebles viejos y terribles, encerrados hoy por manchas de humedad que parecían querer engullirlos. Por motivos inexplicables se alzaba sobre una cómoda una enorme pintura, grandes árboles que daban sombra a un joven que leía tendido sobre el césped. El cuadro, adornado por un marco estilo victoriano en los mismos colores de la maldita silla, parecía tener un movimiento particular. Ni el expresionismo, 10


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ni el impresionismo, ¡no! Ni siquiera el realismo sería capaz de expresar el movimiento casi mareante de aquellas hojas al moverse al ritmo de un viento que debería hacer imposible el pintar de tan monstruosa forma. Un invisible imán me atrajo hacia la pintura, lo que pude vislumbrar fue horroroso. En el centro de aquella imagen se hallaba el joven tendido sobre el césped parecía volver el rostro hace mí y dentro de sus ojos se percibía una luz desconocida. El viento que movía las ramas pareció arreciar, el césped debajo del cuerpo del joven y en todo a su rededor, empezó a ser víctima también del movimiento. En pocos segundos el muchacho estaba de pie, encarándome, y pude observar que, dejando de ser una pintura, se convertía en mi reflejo. Lo terrible de esto no era simplemente el reflejo móvil dentro de un cuadro, sino lo terrible de una imagen duplicada: dos jóvenes idénticos, una imagen cual reflejo y otra autónoma. Los objetos en el espejo están más cerca de lo que parecen, todo es más tangible, todo dentro del cuadro-espejo era terriblemente tangible; el césped, el aire, la atmósfera entera se mezcla con el olor de la humedad y lo pegajoso de la alfombra en el suelo. Todo es duplicado y se integra de manera extraña y atrapante. Da la sensación de estar muy cerca y a la vez muy lejos, como si un espejismo o un truco óptico los hiciera ver distantes cuando basta con levantar una mano y recogerles. De pronto mi propia imagen pareció cobrar vida. Se acercó y puso sus manos sobre estos hombros. Poco duró en esta pose. Luego, agitando una de las manos, señalo un portarretratos que hace un minuto no estaba allí. En el fotograma me encontraba con mis padres, abrazados mientras veíamos a la cámara. Aquella fotografía jamás había sido tomada, pero me resultaba muy familiar. Mi otro yo tomó el portarretratos y lo destruyó con un golpe seco contra la mesa. Luego tomó el retrato en una de sus manos. Un proceso acelerado de descomposición empezó a deteriorar el fotograma proyectado en la pintura-espejo: los rostros de mis padres se empezaron a difuminar y lentamente el retrato entero empezó a caerse a pedazos. Mi atención se concentró en ese proceso, a la vez que sucedía, escuchaba lejanos los gritos de 11


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mamá junto con una voz más joven que creí reconocer como propia. Cuando levante los ojos me vi nuevamente, pero la imagen duplicada había desaparecido, solo quedábamos el del otro lado del cuadro-espejo y yo, luchando por quedarme en este lado. Mi otro yo introdujo su mano en el centro del pecho y del mismo extrajo un podrido corazón del que empezaron a emerger decenas de insectos alados y de gusanos. —Dependes demasiado del buen señor. Pronto, estos días estarán atrapados en el pasado —dijo aquel reflejo—, y los insectos levantaron vuelo. Atravesaron no solamente el umbral del cuadro, sino que fueron capaces de posarse sobre mi cuerpo entero, amoratando al contacto la piel y distribuyendo por el lugar la humedad contagiosa que se veía por toda la estructura. Librándome de ellos por la fuerza de aplastarlos contra la piel, busqué alejarme de las criaturas corriendo en dirección contraria al centro de la estancia. Choqué con diversos objetos y de todos se desprendió un olor de desperdicio y humedad. Caí de rodillas, dando manotazos a las testarudas criaturas que aún me seguían. Mis manos tocaron el suelo de madera y se encontraron con el pie de la escalera que un día llevaba a los aposentos familiares. Corrí frenético hacia arriba, por donde había descendido el gato. El segundo nivel de la casa era un patético colocar de viejas tablas de madera y paredes tabla yeso, las cuales se habían ido deteriorando más aún con el tiempo. Toda la estructura crujía al caminar y por todos lados se amontonaban objetos viejos que mamá insistía en guardar. No había terminado de subir la podrida escalera y encontré aquello que sin saber venía buscando. Flotando en el centro de una enorme mesa de madera, ubicada en una de las esquinas de la estancia, se hallaba una esfera celeste similar al vidrio, ¡No! similar al hielo, que irradiaba una fría luz blanquecina. Fui aproximándome con más ansiedad que miedo y golpeé la esfera con el puño. Fue un golpe seco, cargado de incertidumbre. Al contacto de mi mano, en la parte interior del orbe, golpeó un cuerpo entero, diminuto y comprimido, pero visible a través de la superficie de la esfera. Era un cuerpo difuminado por el cristal de 12


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la misma. Se veía entumecido, como si se asfixiara, más no lo suficiente para llegar a morir. El sobresalto fue terrible, un cuerpo humano golpeaba la prisión esférica como queriendo salir de ella. Tomé un fragmento de tubo que se encontraba tirado por el suelo y golpeé frenéticamente la esfera hasta hacerla romperse en pedazos. De ella cayó un cuerpo desnudo que al contacto con el suelo lo hizo crujir. El cuerpo creció hasta recuperar sus dimensiones habituales, pero era un cuerpo enjuto y reseco, reconocí el rostro de mi madre y en sus ojos vi cómo sucedía la muerte… Para después ver cómo lentamente se diluía su mirada exánime en la nada. Del cuerpo de mi madre solo quedaron las manos, el resto se convirtió en una ceniza fría y se esparció por el lugar con el viento que se colaba. Sus manos, como dos blancos racimos de plátanos, reposaban sobre el suelo, solo huesos sin piel que empezaban a deformarse con unas estructuras callosas alrededor de las articulaciones. Con la misma furia con que destruí la esfera, golpeé los huesos hasta convertirlos en polvo. Luego descendí la escalera. El gato se paseaba por la sala y la cocina, como ciego, golpeando los muebles y las paredes, presa de un pánico incontrolable. Lo tomé con dificultad y, a pesar de sus mordidas conseguí sosegarlo, salí corriendo con gran dificultad de aquella desdichada estructura. Caí de rodillas maldiciendo la suerte de la infancia, maldiciendo el final de mis padres, maldiciendo a cada ser vivo, terrestre o divino que permitió aquellos inexplicables sucesos. El amor del padre y la mano de la madre envueltos en una humedad tétrica y blanquecina, y en una dureza roja, metálica y desconocida. No sé cuánto tiempo permanecimos allí el pobre gato y yo. Salí del estupor por el sonido de una bocina de auto. Helena llegaba algo tarde para salvarme. Al subir al auto logré escuchar que se reproducía el álbum Macro de Jinjer, la melodía resonaba en esta cabeza como queriendo despegar en mí una terrible sensación de sonidos fragmentados, creí que en ese momento me desmayaría por la impresión. Helena arranco el auto. Estamos en la carretera. El gato dejo de llorar. 13


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La música que inspiró este relato: Jinjer — Macro Jinjer — King of Everything Jinjer —Objects In Mirror Are Closer Than They Appear

Andrea Solares, joven escritora, originaria de Antigua Guatemala, Profesora en Pedagogía y Psicología graduada en la URL y actualmente estudiante de la Licenciatura en Música en la Universidad San Carlos de Guatemala. Ha incursionado en el mundo de la literatura y la música y se encuentra en un constante proceso formativo en esas áreas. Ha tenido participaciones literarias en revistas digitales y físicas así, como en diversos certámenes.

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Number of the beast Fernando Soria

Progreso, Uruguay – 13 de julio del 2000. Hace unos años atrás, en la ciudad uruguaya de Progreso, Bruno, padre de una hermosa niña de siete años, separado, de treinta y siete años de edad, amanecía a las ocho de la mañana como todos los días. En esta ocasión, con la alegría de que, en lugar de ir a desempeñar su jornada laboral, esta vez aprontaría un café con tostadas y se quedaría mirando la nada por ser martes, su día de descanso. Como si se tratase de un ritual, se dirige al living de su humilde casa hacia un armario un tanto viejo y le da los buenos días, con beso mediante, a un portarretrato que contiene la foto de una niña no más de cinco años. La pequeña, era su hermanita Sofía, que desapareció misteriosamente cuando salía de su visita dominical de la iglesia del barrio, perdiéndose de vista de su madre, la señora Lidia. Pocas semanas después y debido a la carga importante de culpa que sentía, Lidia se quitaría la vida ahorcándose en una plaza cercana a su hogar, donde solía jugar con su pequeña hija. Previo a tomar esta dramática decisión, dejó una nota en su bolsillo que expresaba: «Hija, ojalá este cobarde acto me lleve a tu lado… ¿Dónde está Dios cuando más lo necesitamos? Bruno, mi hombrecito, espero sepas disculparme. Los ama, mamá». Bruno, desde aquel entonces, queda a cargo de su padre, un alcohólico sin muchas ganas de superar su adicción y al cual, contrariamente a tomarlo como ejemplo, lo ve como todo aquello que no se debe hacer como padre. Y así fue, por suerte. A medida que iba creciendo, y debido a todos los golpes que le dio la vida hasta el momento, Bruno comienza a dejar de lado toda creencia religiosa (católica) para hacerse adepto a la vestimenta negra y a escuchar metal, música que lo acompañaría el resto de su vida y que lo ayudaría a despejar los traumas de 17


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aquellos acontecimientos. Creer en un supuesto dios todopoderoso no le había aportado nada productivo a su vida, al contrario, posiblemente le haya robado parte de su valioso tiempo. Además, unas de las cosas que sí heredó de su padre durante su traumática pubertad fue el ateísmo, ya que recordaba siempre aquella imagen de su progenitor, con una botella de whisky en mano, tirado en un viejo sofá diciendo muy convencido: —Bruno, si tenemos que creer en alguien que sea en el Diablo. Él se manifiesta más sobre nosotros, unos simples mortales ¿o alguna vez conociste a alguien a que le haya dado resultados sus plegarias? ¡No! Sin embargo, el mal se hace notar absolutamente todos los días. ¿Te diste cuenta que cuando pasa algo malo culpan al Diablo y cuando es algo bueno es un milagro de Dios? Bruno no sabía si aquellas palabras de su padre eran producto de su estado etílico, pero analizando un poco lo que le transmitían, tenían algo de lógica. Aquel martes el frío acechaba la jornada matinal del mes de julio. No daba para hacer muchos planes y su pequeña hija se encontraba a cargo de su madre debido al calendario de tenencia compartida. Entonces Bruno se sienta en su sillón preferido, toma su celular y comienza a explorar las redes sociales pensando irónicamente cómo en tiempos no muy lejanos uno agarraba un periódico en vez de ese aparato tecnológico. Nada nuevo en Twitter, nada nuevo en Instagram; fotos de chicas, las cuales él seguía porque le atraía ver sus fotos en ropa interior, o alguna que otra promoción que invitaba a compartir una imagen de un local gastronómico para ganarte un dos por uno de pizza. En una de ellas, más precisamente en Facebook, comienza a entretenerse con un sitio de situaciones retro. Esas que a muchos les recuerdan etapas de la infancia o adolescencia. En ella, ve cómo alguien recordaba la clásica broma de llamar por teléfono a números desconocidos para inventar cualquier cosa o simplemente colgar una vez que el receptor atendía. En su rostro se dibujó una leve sonrisa al pensar en aquellos momentos de su juventud (o mejor dicho, niñez), donde con gran picardía llamaba desde el teléfono de la casa de su madre a cualquier número para jugarle 18


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alguna broma pesada a quien era su víctima del momento. Termina su café, deja media tostada por si más tarde le da hambre y se dirige al baño para darse una ducha de agua caliente, el clima lo ameritaba. Sale del mismo, toma una ropa poco formal pero muy cómoda y comienza a intentar prender la estufa a leña. Se coloca unas zapatillas, toma unos retazos de papel y algún que otro cartón para encender el fuego y con la sonrisa, aún sin borrarse de su rostro, vuelve a recordar aquellos días de niñez bizarra donde uno se entretenía llamando a números desconocidos para jugarle una broma a personas sin saber qué tanto podía afectar a la víctima aquella picardía. También se le vino a la mente el “ring raje”, que consistía en tocar timbres en casa de desconocidos y salir corriendo, pero le seducía y divertía más la broma telefónica, ya que entendía, nunca podría ser atrapado. Luego de unas horas mirando el fuego, como buen sagitariano que era, Bruno se acuerda que el día anterior había jugado una quiniela para ver si podía agarrar un poco de dinero extra y darse algunos gustos. Toma su celular nuevamente y se dispone a chequear su suerte en el sitio oficial de Loterías y Quinielas. Para su desgracia, había jugado el ciento diecisiete a la cabeza, pero el número favorecido fue el seiscientos sesenta y seis. «¿Quién jugaría ese nefasto número?» —se preguntó Bruno, algo resignado—, ya que su billetera seguiría con la misma cantidad de dinero que tenía hasta el momento o, peor aún, con cincuenta pesos menos, cifra que había apostado a dicho juego de azar. Enojado porque su economía no se vería incrementada por la suerte, se dispuso a ir al almacén del barrio a comprar algunas verduras y milanesas para prepararse el almuerzo. Cuando llega a dicho negocio, tiene una espera de dos personas por delante: una señora con un bolso muy grande, que posiblemente haría un surtido y le llevaría varios minutos de espera, y un joven que vestía una remera de la banda metalera Iron Maiden, gusto musical que Bruno comparte y hasta se podría decir que es su banda favorita. Cuando llega su turno, pide algunas papas, media docena de huevos, aceite y por supuesto, las milanesas de carne que tanto le gustaban. Cuando la veterana almacenera le comunica cuánto 19


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dinero gastó, para su sorpresa era la suma de seiscientos sesenta y seis pesos. No obstante, abona sin presentar asombro por la coincidencia de que dicho número había sido parte de su vida ya dos veces en aquella mañana y vuelve a su hogar. Todo el camino de regreso a su casa fue pensando en aquel viejo número que todos conocemos e identificamos como el número de la Bestia y se preguntaba, “recordando la broma telefónica”, ¿Qué hubiera pasado si cuando jugaba a llamar a números desconocidos, hubiera discado (sí, en su época los teléfonos tenían disco para realizar llamadas) el número del Diablo? Cuando llega a su vivienda, ya se había olvidado de ese loco pensamiento de qué pasaría si uno llama al curioso número, pero, sobre todo, de la enigmática coincidencia que se le había presentado con el seiscientos sesenta y seis en su aparición en la quiniela y cuenta de almacén. Se dispone a sacar de su bolsa reciclable todo lo que había comprado para el almuerzo y, entre tanto manoteo, se le cae el papel que le había proporcionado su almacenera con la cuenta de dinero de lo comprado y se encontraría con algo que lo dejó sorprendido: la suma de todos los productos daba un resultado final a abonar de unos seiscientos treinta y tres pesos, poco menos de lo que le había cobrado la veterana almacenera. Asombrado por lo que estaba viendo y poco convencido, hace la cuenta mentalmente para ver si el resultado no era una simple equivocación, pero no fue así: le da seiscientos treinta y tres. Sigue sin convencerse, toma la calculadora y vuelve a sumar. El resultado sigue siendo el mismo; seiscientos treinta y tres. Cuando se dispone ir a reclamarle esa diferencia de treinta y tres pesos a su almacenera (para él ameritaba la queja), una fuerte lluvia comienza a caer en aquel humilde barrio de la ciudad de Progreso, impidiendo que Bruno pudiera hacer efectivo su reclamo. Poco preocupado, decide evitar mojarse por tan poco dinero y realizaría la interpelación una vez la lluvia mermara. Comienza a calentar el aceite mientras pela las papas para hacer papas fritas como guarnición de sus milanesas. En ese momento, suena su teléfono celular de una forma tan brusca que debido al susto Bruno se hace un leve corte con el cuchillo en uno 20


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de sus dedos. Chupa la sangre que comienza a emerger y se dispone a atender. El llamado provenía de la madre de su hija que le solicitaba sin compromiso podía llevar a la niña a pasar el día con él, ya que la pequeña estaba mal del estómago y pedía por su padre de forma reiterada. Bruno acepta, pero le comenta que podría pasar por la niña en unos minutos, quizás una hora. Cuando la lluvia dio un poco de tregua, se dispone a ir por su hija en su viejo Ford. La casa de su antigua pareja quedaba a unos tres kilómetros de la suya, por lo cual su desgastado auto color negro apenas podía ir y venir, pero nunca lo dejó a pie. En el trayecto, pasa por el almacén de su barrio y observa que hay un movimiento poco habitual: estaba restringido por cintas policiales y había presencia de bomberos, policías y emergencia móvil en el lugar. Detiene su marcha y le pregunta a uno de los oficiales si todo estaba en orden. —La dueña de este comercio se quitó la vida de una forma muy sangrienta —le responde el oficial. Bruno queda mudo, no sabe qué responder. Ni siquiera se atreve a preguntarle cuál fue la forma sangrienta a la que hace referencia. Queda inmóvil por unos minutos hasta que un mensaje de la madre de su hija lo vuelve en sí: ¿Estas en camino? — expresaba el texto. —Qué tragedia, debo irme, buena jornada —responde y vuelve a la marcha, perplejo por lo que le había comentado el oficial. A medida que se alejaba y aún si poder creer lo que había sucedido, se limita a ver una vez más por el espejo retrovisor, el local de aquella mujer que le había cobrado treinta y tres pesos de más y la sorpresa que se llevaría sería espeluznante: en el vidrio del viejo almacén estaba escrito con lo que parecía ser sangre en uno de sus ventanales la frase «¿Dónde está Dios cuando lo necesitamos?» Ya la situación se estaba poniendo algo tenebrosa. Muchas cosas extrañas relacionadas con Dios y el Diablo sucediendo el 21


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mismo día y en cuestión de unas pocas horas. Bruno ya estaba algo incómodo, demasiado. Llega a la casa de su hija, aunque de alguna manera distraído por pensar en lo acontecido, se pasa unos metros cuando escucha la voz de una niña gritar: ¡Papá! Su pequeña lo vio pasar y lo llamó al ver que Bruno, su progenitor, estaba siguiendo de largo y no se detuvo en su casa. —Hola, hija. —saludó Bruno por la ventana del auto a la pequeña después de haber dado marcha atrás. —Está con algunos vómitos y no ha parado de llamar por ti. Es raro, sé que te adora, pero nunca antes había estado tan densa preguntando por vos —interrumpe la madre en medio del encuentro de padre e hija. —No hay problema, yo me encargo, la devuelvo mañana a primera hora antes de ir al trabajo —agregó Bruno, despidiéndose de su expareja con la que llevó cinco años de concubinato. La niña sube al auto y emprenden el viaje a casa de su padre, que opta por hacer otro camino, ya que su hija conocía a la almacenera y no quería que la pequeña viese toda esa situación. Finalmente, cuando llegan al hogar, Bruno le dice a su hija que vaya a acostarse para que pueda descansar y así recuperarse pronto. Su hija obedece sin mediar palabra. —Te voy a preparar un tecito de limón para que mejore esa pancita —le informa Bruno a su hija mientras se dirige a la cocina. Previo a agarrar el limón y poner el agua a hervir, Bruno entiende que lo motivaría un poco de buena música después de unas horas agitadas, pero sobre todo muy extrañas. Cuando pulsa el on de su radio, como si se tratase de una broma del destino, comienzan a escucharse las primeras frases del ícono tema The number of the beast de su banda favorita, Iron Maiden: /Woe to you, oh earth and sea. / For the Devil sends the beast with wrath. / Because he knows the times is short. / Let him who hath understanding. / Reckon the number of the beast. / For it is a human number. / Its number is six hundred and sixty-six” («Ay 22


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de ti, oh tierra y mar. / Ya que el Diablo envía a la bestia con toda su ira. / Porque sabe que el tiempo es poco. / Deja que el que tiene entendimiento reconozca el número de la bestia. / Pues es un número humano. Y su número es seiscientos sesenta y seis»). Ya era demasiada la coincidencia, pero, sobre todo, el susto. Decide desenchufar la radio y comenzar a calentar el agua para el té de su hija. Sin darse cuenta el tiempo había pasado volando y ya oscurecía en aquella helada jornada de julio. De pronto, a su celular llegan muchísimas notificaciones. Bruno observó aterrado. Su celular no paraba de recibir notificaciones de comentarios de la página de situaciones retro que él había visitado en la mañana. Ya temblando y con mucho temor, se dispone a ver de qué se trataban esas notificaciones. Eran muchas, demasiadas, y todos comentarios en el posteo de la broma telefónica de un sujeto que se hacía llamar Belial, con una foto de perfil de la Virgen María llorando sangre. Todas las publicaciones decían lo mismo; Bruno, ¿intentaste jugarle una broma telefónica al número seiscientos sesenta y seis? Bruno inmediatamente dejó caer el celular petrificado por el miedo. En ese momento, su hija lo llama desesperadamente desde su habitación. Su padre corre hacia donde se encontraba su pequeña hija y la encuentra en su cama en un rincón, temblando, en una posición que delataba su miedo. Impregnado en sudor la queda observando. El miedo que le transmitía su hija lo hacía quedar paralizado. Cuando notó que debía actuar, se acercó lentamente a la cama de su hija. Llega hasta ella lo más cercano posible y su pequeña le susurra: —Papi, hay algo debajo de mi cama. Bruno, inmovilizado por el miedo que ya descontrolaba su coherencia, pero sabiendo que era su hija la que corría peligro, se dispone a bajar lentamente para observar qué había debajo del lecho de su niña. Llegando al suelo y al borde del llanto provocado por el terror, observa debajo de la cama de la pequeña y, para su sorpresa, lo que ve es irracional; estaba su hija temblando con lágrimas en los ojos y esta le dice por lo bajo: —Papá, hay alguien en mi cama. 23


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Bruno levanta la mirada muy lentamente y ahí estaba eso. Un ser que se podría describir como una mezcla de animal y humano. Cuerpo masculino bien trabajado y orejas que parecían alas de murciélago. Un pelaje bien rojo que irradiaba calor de solo verlo. En su frente, cuernos relativamente pequeños y una cola lo suficientemente larga que culmina en forma de punta. Unos bigotes muy largos y una sonrisa que dejaba ver sus filosos dientes. Bruno, ya inundado por el llanto comienza a rezar: «Padre nuestro que estás en los cie…» y de pronto, un grito ensordecedor lo distrae y detiene su plegaria. Bruno cubre sus oídos hasta que nota que todo vuelve a ser silencio. Abre muy despacio sus ojos y ahí estaba su pequeña hija nuevamente arriba de la cama. Cuando se dispone a abrazarla y sacarla del lugar, algo extraño nota en los ojos de su niña: los mismos estaban totalmente blancos y aun así, parecían que estaban mirando fijamente a su padre. En ese mismo momento, se escucha el ringtone del celular de Bruno. Lo saca de su bolsillo y cuando creyó que todo había terminado, la llamada provenía del número seiscientos sesenta y seis. —¡Atiende! —gritó su hija con una extraña voz que delataba no era ella. (O por lo menos no era quien se encontraba dentro de su diminuto cuerpo) Bruno aprieta el ícono de contestar y se lleva el teléfono muy lentamente y temblando a su oído, girando y dándole la espalda a quien en teoría no sería su hija. —Hola —dice con la voz algo cortada debido al miedo. Del otro lado no se escucha nada. —Hola —vuelve a repetir. Y esta vez parece escucharse un sonido, aunque en realidad, parecía el llanto de una niña que cada vez se hacía más fuerte y más claro hasta el punto que ya se podía escuchar de forma muy nítida lo que provenía de aquel llamado. —Hermanito, me están violando, no dejes que me hagan esto. —Escuchó claramente de una voz que parecía ser la de su difunta hermana. 24


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—Brunito, hace mucho calor aquí. Yo solo fui por los caramelos que el sacerdote me dijo iba a regalar al finalizar la misa. No quería esto ¿Por qué me dejaste? ¿Por qué Dios no estuvo cuando lo necesité? ¿Por qué mamá no está conmigo? Hermanito, ¿me vas a dejar así? —se escuchó desde su teléfono. Bruno no puede evitar gritar desesperado: —¡No! ¡Suéltala, hijo de una gran puta! ¡Suéltala! En ese momento, percibe una risa de lo que parecía ser un adulto detrás de él. Sin darse vuelta aún, escucha como esa misma voz que se reía le dice: —¿En serio vas a dejar que esta putita siga gozando? Bruno voltea lentamente ya bajando su teléfono celular de su oído. Cuando logra culminar el giro, ve que arriba de la cama de su pequeña hija estaba el sacerdote que dio misa aquel fatídico domingo que Sofía desapareció, violando a su pequeña hermana. La tenía semidesnuda, penetrando con mucha fuerza su virgen vagina toda ensangrentada y llorando de miedo y dolor, pero sin poder emitir gritos, ya que su violador tapaba su boca fuertemente. En el cuerpo de la pequeña, había muchas marcas y signos de violencia y en su cabeza tenía colocada una corona de espinas. El sacerdote genera una risa socarrona mientras continúa violando a la niña y pronuncia: —¿Dónde estabas, Bruno, cuando la puta de tu hermana me hizo eyacular en su pequeña vagina dos veces? ¡Tu Dios estaba en primera fila presenciando esto y no hizo nada! Es más, debió haberse masturbado viéndolo todo. La imagen del supuesto sacerdote sonríe cada vez más fuerte. Quita su mano de la boca de Sofía. Toma a la pequeña fuertemente y le da un giro dejando el rostro de ella de forma frontal a su cuerpo. —¿Ahora quieres ver cómo me chupa la verga? ¿Cómo cuando lo hizo aquel domingo y nadie escuchó sus gritos pidiendo 25


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por la puta de su madre y el ausente de su hermano? —agrega el predicador. Bruno, ya desconsolado y lleno de ira por lo que estaba viendo, se abalanzó hacia la horrenda situación del sacerdote y su desaparecida hermana y toma por el cuello al veterano predicador. —¡Muere, hijo de una gran puta! ¡Muere! —gritaba Bruno mientras apretaba lo más fuerte que podía el cuello del posible asesino de su hermana. Pero de pronto, de la boca del veterano sacerdote se escucha la voz de una niña con muy poco aire decir: —¡Papi! ¿Qué haces? ¡Suéltame! Bruno se alejó y a medida que lo hacía vio cómo su hija quedaba llorando muy asustada en su cama, tomando su cuello, expresando claramente signos de asfixia y dolor. —Esto no puede continuar, debo llamar a la ley. Debo hacerlo. O tal vez no, pensarán que estoy loco; ¿y si es solo un sueño? — decía Bruno a sí mismo, tomándose la frente, golpeándose la cabeza y dando vueltas en giros. De pronto, su hija cambió llanto por risa. El regocijo se hacía cada vez más fuerte y grave. Alrededor de su cama comenzaron a salir llamas. El calor que hacía en esa pieza era indescriptible, parecía el mismísimo infierno. Todo lo que estaba colgado en su habitación; cuadros y crucifijos, comenzaron a girar ciento ochenta grados quedando todo cabeza abajo. —Volveré. Regresaré. Poseeré tu cuerpo y te haré arder. Tengo el fuego, tengo la fuerza. Tengo el poder para hacer que mi maldad siga su curso —pronunciaba la niña con voz adulta y gutural. Del fuego salían volando muy velozmente especies de ángeles con pelaje y alas negras que entonaban canciones poco descifrables pero que a Bruno lo dejaban hipnotizado como si se tratase de un hechizo. Afuera la tormenta se hacía más fuerte, los relámpagos parecían el rugir de una poderosa y gigantesca bestia. La radio comenzó a emitir a todo volumen Number of the Beast de Iron Maiden sin siquiera estar enchufada. En su teléfono móvil no 26


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paraba de sonar nuevamente la llamada del seiscientos sesenta y seis. Un centenar de manos bañadas en sangre salían de las paredes de aquella habitación en llamas. Gritos desoladores como si estuviera presenciando muchas torturas al mismo tiempo. En una esquina, la imagen del sacerdote y su hermana con lágrimas de sangre observando todo. Los vidrios comenzaban a romperse, las paredes a rajarse. Desesperado por la situación, Bruno corre hacia el cuerpo de su hija (entendiendo que no era ella) y nuevamente procede a sujetarla del cuello muy fuerte. Detrás de él nuevamente se visualiza emerger entre las llamas la figura satánica que había visto arriba de la cama de su hija, riéndose a carcajadas y pronunciando: —Eso es, que acompañe en el infierno a la puta de tu hermanita. Bruno, observando cómo su hija lloraba de dolor por el fuerte apretón que le estaba dando, decide soltarla y corre hacia una de las ventanas rotas y toma un pedazo de vidrio. Coloca el objeto punzante en su cuello y antes de degollarse se dirige a la sombría presencia observándola fijamente. —Nos vemos en el infierno —pronunció, para luego agregar por lo bajo a sí mismo—, ¿dónde estás, maldito Dios, cuándo te necesito? Acto seguido se corta el cuello como una especie de sacrificio, cayendo al piso inmediatamente con las manos alzadas al cielo, pidiéndole a su ausente Dios que se apiade de él.

*** Hospital psiquiátrico, Montevideo, Uruguay - 6 de junio del año 2020. —¡Bruno! ¡Bruno, despierta! ¡Es hora de tus visitas! — proviene de una voz femenina.

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Bruno, recostado en una cama de una plaza abre primero un ojo, a continuación, lo hace con el otro. Ingresan a la sala toda acolchada dos personas, un sacerdote y una mujer muy bella. —¿Cómo has estado? —pronuncia la bella mujer. Bruno solo los observa, mientras el sacerdote emprende un diálogo: —¿Quisieras contarnos nuevamente que pasó aquel jul…? —¡No! Interrumpe Bruno observándolo con una mirada amenazante. La dama y el representante de Dios (eso dicen ser) se miran resignados, se levantan y se retiran. No obstante, antes de que continúen su marcha, Bruno llama a aquella bella mujer que llevaba puesto un vestido todo negro muy elegante. —Señora. Por favor, venga —le dice. La mujer vuelve, se sienta frente a él y lo observa. —¿Podríamos cantar juntos esa canción que tanto nos gusta? —dijo Bruno vestido con un chaleco de fuerza y haciendo movimientos como si se estuviera meciendo en una silla. La dama, dejando caer unas lágrimas antes de responderle. —Por supuesto, papá. Y juntos comienzan a entonar: «I left alone, my mind was blank. / I needed time to think to get the memories from my mind. / What did I see? Can I believe? / That what I saw. / That night was real and not just fantasy?»

La música que inspiró este relato: The Number of the Beast es el tercer álbum de estudio de la banda británica de heavy metal Iron Maiden, publicado el veintidós de marzo de mil novecientos ochenta y dos. Este trabajo supone el primero con el vocalista Bruce Dickinson y el último con el percusionista Clive Burr. Es considerado uno de los mejores 28


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álbumes de metal de todos los tiempos. The Number of the Beast tuvo un gran éxito entre la crítica y el público, y llegó al puesto número uno en Reino Unido para la banda y la certificación de disco de platino en Estados Unidos. Dos sencillos fueron extraídos del álbum: The Number of the Beast y Run to the Hills. Este último fue el primer sencillo de la banda en alcanzar el top diez en Reino Unido. El álbum también tuvo polémica debido a la naturaleza profana de las letras y su portada.

Fernando Soria nació en la ciudad de Las Piedras el 29 de noviembre de 1983. Padre de una hija. Actualmente se desempeña como responsable de ventas de una empresa de comunicación visual. Es productor de espectáculos artísticos, diseñador gráfico y presidente de un grupo honorario de beneficencia. En cuanto a su carrera como escritor, se inició en el año 2015 editando Ghiggia Biografía Oficial (Grupo Planeta Uruguay). Dicha obra narra en primera persona la historia del último campeón del mundo con la Selección Uruguaya de Fútbol desde su nacimiento, hasta sus últimos días. Posterior a esto, le ofrecen ser guionista de obras de teatro pero rechaza el desafío debido a la enorme carga laboral con la que ya contaba. En el año 2018 edita su segundo libro: Fuerte y Claro - Historia del metal en Uruguay. Una obra que narra la historia de un estilo musical que en Uruguay está algo dejado de lado. El mismo fue editado por Ediciones B para el grupo editorial Penguin Random House y su primera edición está a punto de ser agotada.

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Iluminado en la penumbra Jorge Zarco

Odio a los chuchos de marca como se dice. Esos que se venden y compran en tiendas esnob a la moda y parecen diseñados en un laboratorio solo para el capricho de ciertos bolsillos privilegiados. Siempre he pensado que suelen ser las filias psicosexuales de ese tipo de gente que se compra un animal, con el mismo interés con el que se compraría un mueble o un consolador. Pues encuentro a esos perros totalmente inútiles de cara a mantener la seguridad de un hogar, o proporcionar auténtica compañía y confianza a un propietario. Son como carne de cañón para convenciones de sabor zoofílico y exhibición de espíritus infantiloides. Manías que tiene uno. Siempre he pensado en eso y, sobre todo, con esos chuchos que lucen como poco más de que adorno. Y de los que más odio especialmente, es a los caniches. Porque suelen estar en el iceberg de todas las listas de mis manías y fobias personales. Apenas había vuelto del cementerio, fui a parar a casa de Rafa, tal como habíamos quedado. Me invitó a tomar algo en la pequeña terraza que había improvisado en la parte trasera del chalet que heredó de sus padres años atrás y se fue a la cocina a preparar un par de copas. Quedándome yo a solas en aquel amplio salón de enormes ventanales y grandes persianas, con vistas a una piscina veraniega construida en su infancia. Ahora llena a rebosar de agua de lluvia, ya sucia por la inclemencia del tiempo y cubierta por las hojas del otoño. Oí a Rafa sacar dos vasos de un lavaplatos y abrir su nevera en busca de alguna bebida que invitara a la conversación. Escuché como sacaba el hielo del frigorífico y cortaba limones sobre la encimera de mármol y también débilmente, oí unos pasos sobre el suelo enmoquetado en dirección a mi persona. Un caniche de raza micro toy de color pardo entró en el salón y empezó a ladrarme de forma tan ridícula como irritante. Mi primera reacción instintiva fue querer comerme al chucho de una coz, pero era el perro de un amigo y no podía hacer eso. El caniche enano color arena se subió a un mullido asiento de tipo cojín y se 33


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me quedó mirando. La habitación estaba en penumbra, aprovechando el sol que todavía entraba por el ventanal a primeras horas de la tarde, mientras aquel perro me miraba, oscurecido por una luz que lo iluminaba desde atrás, casi a contraluz. Mientras esperaba a que mi amigo viniese y saliéramos a la pequeña terraza improvisada en el patio de atrás a tomar nuestra bebida. —Jota… —pegué un bote, tras percatarme de que la voz provenía de aquella boca de canido, de aquel chucho sentado frente a mí—. Jota, no te acojones. Soy yo, Sebas. —¿Qué? —aquello era un imposible, a no ser que uno creyese en asuntos de posesiones demoniacas. El caniche color tierra siguió mirándome fijamente y volvió a hablar a través de su boca de perro. —No te asustes, no te has vuelto loco. Por cierto, gracias por venir a mi entierro. No creí que fueras, la verdad, a otros los esperé y no aparecieron. Tú sí, y te lo agradezco. ¿Cómo te encuentras? —Se supone que esto es una posesión; no creo en ellas y “sin embargo” tengo una delante de mis morros. —Ahora mismo… alucinando vivo… —No me extraña, apuesto que cualquier otro saldría pitando. Aprecio tu tranquilidad. ¿Cómo te va? —Sebas me mira a través de sus nuevos ojos de caniche. Debe de ser una sensación extraña para él. —Bueno… mi familia está tranquila… y yo creo que me encuentro bien. —Intenté aparentar esa tranquilidad, pero los nuevos ojos de Sebas adquirieron un tono perverso, insólito para un chucho de marca. —Mientes, anda que no se te nota, estás acojonado. Pero eso no me extraña. Dadas las circunstancias en las que estamos conversando. Debes estar deseando con fuerza que todo esto sea solo un delirio. —Casi me río, pero respiro hondo. Rafa todavía está en la cocina, preparando nuestra bebida para conversar a lo largo del resto de la tarde y no sé cómo se tomará todo este asunto. 34


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—Creo que Rafa volverá a entrar de un momento a otro y no sé su reacción al ver charlar al chucho con uno de sus colegas… —No temas por él, yo ya me abro. —Sebas hace un ademán de sonrisa con una boca no muy habituada a sonreír—. Lamento haberte metido mal rollo en el cuerpo. Gracias por venir a mi entierro. Nos vemos. El caniche color tierra tembló levemente, como sacudido por una ráfaga de viento, y Rafa volvió a entrar en su salón con vistas a la vieja piscina, llevando dos vasos en ambas manos. Como un chico sumiso dispuesto a agradar a una novia caprichosa. —¿Cómo lo llevas? —Aquí, con tu perro. —El chucho volvió a ladrar en un tono ridículo y bajó del asiento mullido para lamerme la palma de la mano. Paco se me acercó y me ofreció la copa antes de sentarse en el mismo lugar del que su perro se había bajado. —¿Ya veo que conoces a Rufus? Le has caído bien. No suelen caerle bien los extraños. —Me alegro de ello. —le acaricio la barbilla a Rufus y Rafa echó un trago y volvió a preguntarme: —¿No habías estado en el entierro de un amigo tuyo? Debió de ser duro. —Me dio mi vaso y el chucho siguió lamiéndome la mano. —Ya he estado en varios funerales de amigos, pero este fue discreto para el follón que mi colega había montado en vida. Demasiado discreto, la verdad. —¿Hizo algo digno de mencionarse? —Echó otro trago, esperando mi respuesta. Pensé en la posibilidad de que Sebas me oyese a través de su nuevo amiguito. —Mató al hermano en una cruzada de cables. Ambos habían estado desde niños enfrentados. Luego le escribió una nota a su mujer para que cuidase de los dos niños que ambos habían tenido en común y se suicidó… Metiéndose un «cebollazo» con un cartucho de postas para jabalíes. Su cabeza quedó hecha un poema 35


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por lo que vi en las fotos que me enseñó el forense cuando fui a reconocer su cuerpo a la morgue. Dicho sea de paso… se había enrollado con su cuñada; la esposa de su hermano pequeño — Rufus emitió un leve gruñido—. «Tenía que decirlo, Sebas, lo siento» —El caniche de marca volvió a lamerme la mano. —Vaya tela. —Ni te lo imaginas. Pensé en Sebas y en el estado en el que había quedado su cuerpo allá en la morgue, y Rufus volvió a lamer mis falanges mientras acaricié su barbilla. Aquella tarde pasó tranquilamente, sin percances dignos de mención. Más allá de ser consciente de que quizá aquel viejo amigo me estaba oyendo a través de su nuevo amiguito para percatarse de mis sentimientos reales hacia su persona. Rafa puso el Master of Puppets de Metallica y la tarde se oscureció súbitamente. Estalló una tormenta. En la parte de atrás se oía la lluvia caer a plomo sobre el agua de la piscina cubierta por las hojas del otoño, pero aquella tarde fue una buena velada y pasó tranquila. No pedí más. Al día siguiente, desperté tras un cómodo sueño sin pesadillas y me encontré con Rufus dormitando recostado sobre mi vientre. Ventajas de ser pequeño y pesar poco. Fui a desayunar y Rafa ya preparaba el desayuno. —¿Qué tal la noche? —me preguntó mi colega mientras se servía un espeso café, cuyo olor se me antojó cargadísimo. —No estuvo mal. Creo que soñé con una compañera de instituto. —Solté de pasada y Rafa sonrió, apagando el estertor de una pequeña risa mientras depositaba en la encimera un café que quemaba sus dedos a través del cristal del pequeño vaso que lo contenía. Sacudió la mano dándome a entender que se había lastimado más de la cuenta. —A propósito, una vecina del barrio viene a comer con nosotros. Vendrá sobre la una y media. —¿Y eso? 36


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—Esther es una profesora de gramática y me está dando unas clases que me van a ayudar en los cursos de escritura creativa. Vendrá con su chucho. No te asustes al verlo. —¿Es un perro de presa? —Un rottweiler —me aclaró Rafa sin dejar de preparar su desayuno. No evité imaginar un gigantesco cánido negro de morro achatado al que no convenía meterle los dedos en la boca. A lo largo de la mañana, salí de la urbanización para comprar la comida en el mercado del pueblo. Incluida la pitanza para perros. No quise hacerme a la idea sobre qué aspecto tendría esa mujer para no llevarme decepciones. Llegó sobre la una y media. Esther era una delgada muchacha de poco más de veinte años y una bonita sonrisa que apareció frente al chalet de Rafa, llevando consigo de una correa a un perro enorme cuyo tamaño impresionaba. No quise pensar en cómo reaccionaría este en caso de ponerse de malas pulgas. —Hola, este de aquí, es Conrad. —Evidentemente, se refería al chucho. Conrad nos miró serio, aparentemente tranquilo. Pero ninguno de los dos ahí presentes quiso acariciarlo por razones evidentes. La comida transcurrió tranquila en la terraza mientras Rufus y Conrad comían en una esquina sin montar escándalo. Llegó la sobremesa con el programa de cotilleos de una tele privada y yo me encargué de fregar mientras Esther le contaba a Rafa chismes y cotilleos personales. Lavaba los platos con las manos enjabonadas, dando rienda suelta a un estropajo sobre platos de cristal. Algo se me acercó a los pies, y giré la vista a la altura del suelo. Era Conrad, que me miró fijamente, como en estado de tensión. Se sentó frente a mí y esperó mi reacción. —¿Quieres algo, churri? Hay helado en la nevera. —Lo hice para caerle bien, y Conrad movió la boca y su lengua al unísono, hablándome. —Jota, soy yo, Sebas. De nuevo. —Mi colega tenía una nueva carcasa. Apreté la boca para mantener la serenidad. 37


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—Vaya, apuesto que tu nuevo amiguito te resultará más atractivo. —No lo dudes. Creo que hay algo sobre mí que no sabes. — La confesión me perturbó y dejé el plato que estaba lavando sobre el fregadero y me sequé las manos mientras le escuchaba. —Dime. —No me volé la cabeza porque sí. Aquello tenía un objetivo. Y no me enrollé con la cuñada solo por joder a mi hermanito, alguien me incitó a ello. Le conoces. —¿Quién es?... —Uno no evita inquietarse ante estas situaciones, pero creo que me lo estoy tomando demasiado bien en comparación al ataque de pánico que sufriría otro en mi lugar. —Le viste en el entierro. Le reconocerás en cuanto le veas — ¿Es una sentencia? Miro a Sebas unos segundos, bajo la carcasa de Conrad. Creo que estoy empezando a asustarme de verdad. —¿Qué haces mirando a mi perro con cara de flipao? —es la voz de Esther, la profesora de gramática que ha venido a pasar la tarde con nosotros. Intento salir de la situación. —Nada, que nos hemos caído bien y nos vamos a vivir juntos. —Esther empieza a reírse escandalosamente, revelando un corrector dental hecho de alambre. Conrad me lame la mano y acaricio su frente y su barbilla antes de volver al salón con ambos. Una hora después llegó un amigo de Esther llamado Pablo y lo reconocí, como uno de los tipos presentes durante el entierro de Sebas. Conrad gruñó al verle y Esther lo mandó callar. Pablo llevaba una guitarra eléctrica modelo Fender y un pequeño bafle, por si su melena a lo Jim Morrison no fuera prueba suficiente de su afición al rock de corte clásico. A mí me recordaba al Enrique Bunbury de la última época de Héroes del silencio y en la comparación, el colega salía perdiendo. Volvimos al interior y tomamos un almuerzo. —¿Vaya?, así que los dos sois profesores de escritura creativa. Es interesante, aunque lo mío es la música. El hard-rock. —Pablo 38


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empezó a tocar las primeras notas del Linchpin de los Fear Factory recostado en el columpio acolchado que coronaba la terraza improvisada en las cercanías a la piscina del patio trasero de la casa de Rafa. —¿Tienes un grupo? —preguntó entusiasmada por la presencia de Pablo.

Esther

visiblemente

—Lo tuve. Fue una mierda. —Pablo siguió tocando como si hubiese perdido todo interés en la conversación. Decido dar mi granito de arena. —A Sebas también le volvía loco el rock duro. Quiso tener algo más que un solo grupo, pero sus colegas le dejaron tirado la noche del último concierto. Fue patético verle solo en el escenario, canturreando el Violent Revolution de los Kreator, con todo el público dándole esquinazo. Hasta que tiró su guitarra al suelo desesperado y se largó de allí con lo puesto —aclaro a los presentes. Los recuerdos. Siempre más miserables de cómo nos gustaría evocarlos. Pablo me miró interesado. —Sí, tú estabas en su entierro. Me acuerdo de ti. ¿Le conocías desde hace tiempo? —Unos cinco años nada menos. —Vi a Pablo esbozar una irónica sonrisa, como quien finge una sorpresa que en realidad se esperaba de antemano. —Vaya, Jota, eso tiene mérito. Aguantar a Sebas un año ya era todo un logro. —Volví a oír gruñir a Conrad, el cual estaba apenas a un par de metros de nosotros. —Quizá teníamos aficiones parecidas, aunque su carácter fuese odioso en algunas ocasiones —le aclaré a Pablo, que dejó de tocar y me miró más interesado que antes. —Apuesto, Jota, que cada vez que ibas a verle te ponías en guardia porque no sabías por dónde te iba a salir. Sebas tenía un sentido del humor asqueroso, y hasta diría que un poco sádico. Luego decía que solo eran bromas, no putadas. Pero si las bromitas no tenían algo retorcido. Para él, no eran bromas. Así que no te 39


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extrañe que no fuese demasiada gente a su entierro. —El coleguita de Esther me está empezando a irritar, y creo que a él le encanta. —¿Entonces, Pablo? ¿Por qué fuiste tú? —Para comprobar cuánta gente acudía. —Conrad gruñó de nuevo, más fuerte que antes. Esther lo mandó callar de un grito y su perro volvió a recostarse. —¿Y cuántos fueron? —preguntó Esther. —Unas nueve personas contando a la familia. Igual que en su boda de mierda con esa tía medio gilipollas, a la que puso cuernos de arce. —Conrad gruñó más fuerte que nunca y temí que atacase a Pablo. —¡Conrad, sit! —le ordenó Esther de inmediato. El chucho se recostó sobre el suelo y descansó su cabeza sobre una superficie de azulejos a rayas que rodeaba la sucia piscina de Rafa por efecto de la lluvia y el temporal, pero no dejó de mirar a Pablo de reojo. Cayó la noche. Hay una atmósfera especial en las reuniones de amigos cuando llega la misma y se puede gozar de un cielo estrellado. Pablo tocaba Morale de los Napalm Death a la guitarra, mientras Rafa y Esther hablaban entre sí en el amplio salón que daba a la piscina. Salí y me acerqué a la superficie acuática y regada de hojas otoñales de la piscina. Estaba tan sucio que parecía que algo iba a salir del agua por sorpresa. Sentí cómo me olisqueaban la pantorrilla. Era Rufus. Le acaricié la cabeza y volvió dentro de la casa en busca de Conrad. Pablo dejó de tocar, recostado en su columpio acolchado, en cuanto sintió mi presencia. —¿Sabes, Jota? Sebas olía a mierda. Captabas su hedor natural con tanta facilidad que me sorprende que tragaras tanto a su lado. Cinco años. Eso es demasiado tiempo para tragar a un niñato que era de ese tipo de tipejos a los que calas de inmediato porque siempre va soltando mierda sobre los demás ante ti. Porque sí, para hacerse el sobrado. Como todos los rockeros agilipollados sin talento; y como supongo que sabrás, quien suelta mierda delante tuyo sobre otros, luego ante los otros, la suelta sobre ti.

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—A ti ya te he visto en otro sitio, Pablo. Mucho antes que el día del entierro de Sebas. —Sí. Fue en aquella sala de conciertos en Badalona. Sebas me invitó a un trago después de una patética actuación con su nuevo grupo, y lo hizo tan de puta madre que hasta le cortaron el sonido a la mitad de la tercera canción: una versión del Roots Bloody Roots de Sepultura. —Pablo empieza a reírse escandalosamente y poco a poco se va serenando—. Pero el auténtico show lo montó a costa de un pobre chaval que estaba ahí de paso, solo para desquitarse de la humillante experiencia de ser tirado a la fuerza del escenario, por culpa de su inexistente talento. Y de que varios espectadores le arrojaran la bazofia que tomaban. —Sí, conocía a ese chaval… Creo que era yo. Continua, quiero que me refresques la memoria. —Sebas había conocido aquel verano a una muchacha: Valeria, una pelirroja natural con unas tetas enormes y aquejada de sobrepeso. Y como apuesto que te pasó a ti, Jota, la invitó a entrar a su círculo de amiguitos particulares, sugiriendo que te enrollaras con ella. Había gentuza en aquel grupito, y odiaban a Sebas y unos a otros. Pero eran del tipo de personas que se mantienen juntas durante una buena temporada solo para ver que se pueden sonsacar unos a otros como buenos oportunistas. Apuesto que lo sabes por experiencia. —No lo dudes. Vamos, dispara. —Estabas en aquella sala de conciertos, y yo hablaba con Sebas de gilipolleces, lo normal en esas situaciones. Me acuerdo que sonaba Duality de Slipknot. Tú estabas con Valeria cerca de nosotros y Sebas te llamó sin venir a cuento. —Oímos un gruñido. Conrad nos miraba en estado de alerta, semioculto en la oscuridad. Pudimos ver sus ojos brillar como luces de neón. —Conrad… sit —le dije al chucho con malas pulgas, esperando que hubiese puesto en mí un poco de confianza. El rottweiler se recostó sobre el azulejo a rayas que daba a la piscina, sin dejar de mirar a Pablo. 41


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—No quiero quedarme a solas con ese chucho rastrero. Podría matarme —soltó Pablo visiblemente preocupado. —Entonces procura caerme bien y no te dejaré solo —le miré desafiante y vi que Pablo empezaba a tocar los primeros sones del Toxicity de System of a Down. —Sebas te llamó y tú acudiste a su lado. Una chica preciosa llamada Irene nos acompañaba y pude notar que estabas en estado de tensión. Todos los colegas de Sebas se ponían tarde o temprano a la defensiva, porque Sebas adoraba humillar a la gente que tenía cerca y creo que no era la primera vez que lo hacía contigo. —Continúa. —Empezó a sugerirte que chulearas a Valeria, que aquel sería un curro más que asegurado. Que la dieses de hostias y que la plantaras todas las noches cerca de una zona de polígonos para que se la follaran los puteros. Eso sí, largaba sin saber que ella estaba cerca, a su espalda, y le oía. —Sí, me acuerdo. Pretendía que llorase delante de todos vosotros. No lo hice. Nunca le di esa satisfacción. Pero me limité a seguir escuchándole. —Me fijé como Pablo parecía sonreírse a sí mismo. —Eras flipante, Jota. Cualquier otro le hubiese dado de patadas en los cojones a Sebas hasta hartarse, pero tú te limitabas a tragar. Llegué a pensar que te iba la marcha. —Tal vez me fuera el rollo, por eso podía tragar tanto. —No quiero aparentar debilidad, pero igual es ahora él quien pretende humillarme —. Sigue. —Cerca de nosotros había una mesa de billar y gente jugando. Cuando subió Sebas un peldaño más en la escala de humillación a costa de Valeria, esta se fue directa a la mesa y agarró una bola de billar del tapete ante la flipada del respetable, y se fue directa a Sebas; chillándole: «¡Pedazo de cabrón!» y empezó a golpearle con la bola como si de un martillo se tratara, directo a la coronilla. Sebas chillando de dolor y todos al borde del orgasmo. Esa chica que conociste, Irene, se empezó a reír como una hiena cerca de 42


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nosotros, y hasta algunas gotas de sangre llegaron a salpicarme… Casi lo mata. Pensándolo bien, no me hubiera importado. —En ese momento, a mí tampoco, Pablo. —Vuelvo a mirar a Conrad, y este ha levantado la cabeza, acechante. —¿Sabes que pasó a continuación, Jota? —Valeria tiró la bola de billar ensangrentada al suelo y se alejó llorando. Los tipos que jugaban la recogieron, la limpiaron y siguieron jugando como sí nada. Sebas pasó un largo rato allí tirado, saboreando su propia sangre y nadie le atendió. Ni siquiera yo. Hasta que al dueño de la sala le dio por llamar a una ambulancia, solo para guardar las apariencias. No se le ocurrió mejor forma de despertar a Sebas que echándole un vaso de whisky directamente a las heridas de su cabeza… y Sebas se despertó de golpe, chillando de dolor. —Vuelvo a mirar a donde estaba Conrad. Ha desaparecido. —Vaya, veo que tienes buena memoria. —Pablo empezó a tocar los primeros sones de Welcome home (Sanitarium), otro tema mítico de Metallica—. No me extraña que escribas cuentos. Tú no eras de ese tipo de colegas que siempre estaban de paso. Con los que un día te tomas una copa, te haces una foto, esnifas una raya y hasta echas un polvo en el servicio. Y que luego te los cruzas al día siguiente por la calle y te dan esquinazo. —Los he conocido, Pablo. Venían y se iban. Nunca duraban demasiado y tú eras uno de ellos. —Pablo dejó de tocar súbitamente. —¿Pero cuántos amiguitos reales tenemos?; Amigos, no colegas. ¿Cuántos…? Apuesto que contarías a los tuyos con los dedos de una mano. —Todos los contamos con los dedos de una mano. Tú también. —¿Sabes? no me extraña que el muy hijo de puta se metiera un cartucho de caza en todos los morros. Debió sentarle como un tiro… —Tras la gracia, Pablo sintió como algo se aferraba a su talón como un cepo de caza. Conrad le estaba mordiendo, 43


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haciéndole la presa como un buen perro guardián—. ¡Ahh... pero… me cago en la puta! —Pablo cayó al suelo y pude percatarme de que las botas de cuero que llevaba puestas le habían salvado de los colmillos de Conrad, pero no de la presión de la mordedura. Cogí a Conrad de su collar e intenté que lo soltara, tirando de él y gritándole. En ese momento aparecieron Esther y Rafa alertados por el forcejeo. La propietaria del cánido le dio una fuerte palmada en la frente, obligando a Conrad a soltar a Pablo. —¡Malo, malo! —le chilló Esther a su perro. Conrad volvió a mirar a un Pablo que se retorcía en el suelo e hizo un ademan de gruñido, enseñando los dientes. Esther lo volvió a golpear. Ambos se retiraron al interior de la casa, mientras Rafa y yo le ayudábamos a Pablo a levantarse. —Ya te dije, Jota, que no quería quedarme a solas con el chucho de mierda ese… —No estabas solo, no te quejes. La casualidad hizo que Rafa tuviese en el chalet una caseta de perro hecha de teja y ladrillo, como las de antes. Conrad fue encerrado en ella tras una puerta de amplias rejas y Rufus se deslizó por entre los barrotes para hacerle compañía. Nosotros estábamos en el interior, dentro del salón principal cuyos amplios ventanales daban a la vieja piscina. —Por cierto, Jota… ¿Qué fue de Valeria? —Rompió conmigo poco después y ahora es maquilladora profesional en una importante firma. No sé mucho más. —No di más información y Esther cambió de tema. —Conrad no suele atacar porque sí. No le han enseñado eso… —¿Podrías no hablarme del chucho de los cojones? ¡Todavía me escuece el talón y a saber cuánto tiempo me pasaré cojeando! —soltó un Pablo todavía enojado y Rafa le contestó sin dudarlo. —No mucho, solo es una mordedura superficial. Yo también tuve un perro grande y si hubiera querido hacerte daño de verdad, 44


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se te habría tirado al cuello —añadió Rafa para bajarle los humos. Pablo empezó a rascar su guitarra y pareció rumiar algo por dentro. —Me largo mañana, no sé si hacía falta aclararlo. —Pues que te den por culo —le soltó Rafa desafiante. Pablo se mantuvo en tensión unos segundos y empezó a tocar Replica de Fear Factory. Le dejamos solo en su columpio acolchado y nos fuimos a cenar al interior. Sobre las dos y media, tras casi tres horas de charla, decidimos acostarnos. Pablo estaba tocando Silver Machine, una canción de Hawkwind; el primer grupo de hard rock en el que tocó el mítico Lemmy Kilmister de Motörhead, todavía recostado en su columpio acolchado que daba a la pequeña terraza trasera con vistas a la vieja piscina. —Ya podía fusionarse con el puto columpio y quedarse ahí tieso para siempre —soltó Rafa. Esther se río por lo bajo durante unos segundos, antes de que Rafa le alertase a Pablo: —¿Vas a quedarte ahí toda la noche? —Para nada. ¿Dónde está mi catre? Poco después me fui a la habitación. Mientras preparaba la cama, Rafa entró visiblemente disgustado. —Esther… Va a follar con él. ¿Es esa su forma de pedirle disculpas por el mordisco de Conrad? —Creo que a Esther le ponía Pablo desde el principio. —Jodida masoca. —Rafa salió de la habitación y al cabo de un cuarto de hora, apagó la luz. Pocos minutos después, empiezo a oír suspiros. Ya empezamos: el cuarto de invitados da a la pared continua a mi cama. Me voy a comer todo el asunto. Los suspiros pasan a pequeños gritos y de ahí a gemidos… Entonces empiezo a oír golpes… golpes mezclados con los gritos de dolor de Pablo y los gemidos de Esther… Un golpe más fuerte que los otros, y el ensordecedor chillido de Pablo nos hizo saltar a Rafa y a mí de las camas de nuestras habitaciones. Echamos a correr en dirección al 45


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cuarto de invitados y ahí nos topamos con Pablo hecho mierda sobre el sofá de la habitación. Sangre que salpicaba por todas partes por la fuerza de los martillazos y Esther riendo como una posesa, sentada en el suelo de rodillas y con un martillo de cabeza curva a su lado del que colgaban jirones de carne. Me acerqué a ella y le dije: —Hola, Sebas. ¿Era éste, el tipo que te incitó a ponerle cuernos de arce a tu hermano pequeño? —Esther empieza a reírse con la voz de Sebas—. Te dará mucho morbo haberte follado a Pablo dentro del cuerpo de Esther. Saber qué siente una tía cuando se lo monta. —Mi querido Jota. —Sebas, refugiado en el cuerpo de Esther, me sonríe con su nueva boca coronada con un corrector dental de alambre—. Sabía que me comprenderías. Todos los demás pasaban de mí, pero tú siempre estuviste… ¿Por qué nunca dijiste abiertamente que te gustaba? —Quizá porque me iba la marcha. Y la razón real porque has matado a Pablo no fue por esa apuesta que hiciste con él y que perdiste. Antes te tiraste a la nena de un tipo bastante chungo. Fue en el wáter de una disco. Con suerte, ese tipo no se hubiera enterado nunca de no irse Pablo de la lengua con él. Como tú hacías con otros. —Sí… Me rompieron las manos y las rodillas… Sin olvidar el testículo que me trituraron con unos alicates. Ni te imaginas, Jota, lo que duele eso… ¿Y cómo lo sabes?... No estabas allí… —Estaba Irene aquella chica de la sala de conciertos de Badalona —le aclaro. Sebas, bajo la carcasa de Esther, suelta el estertor de una apagada risa. —Irene se suicidó tras contraer SIDA por una relación ocasional. Ni siquiera ella sabía quién le metió el bicho… y más allá de ese encuentro en aquella sala… No volviste a verla nunca… no pudo hablar contigo… Ni siquiera se llamaba Irene. —No creas que las tienes todas contigo, Sebas. Irene está ahora aquí conmigo y habla a través de mi boca. 46


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—Yo sí estaba allí… Viendo cómo te hacían mierda… Tras montármelo contigo… te lo merecías. Sebas… Te merecías todos los golpes que te dieron —Irene habló a través de mí y vi estupor en los ojos de Sebas bajo el cuerpo de Esther. —Vaya… Esto sí que no me lo esperaba. —Sorpresa… —hablo con mi propia voz y la de Irene al mismo tiempo. Rafa siente deseos de salir huyendo, pero a su vez desea quedarse para ver qué ocurre. —Veremos cómo os libráis… del cuerpo de Pablo… Nadie quiere cargar con un fiambre… y una coartada de posesión… Os mandaría directos al manicomio… A todos. —Ya se nos ocurrirá algo. Dalo por seguro. —Veo a Sebas sonreír a la desesperada en el cuerpo de Irene antes de besarme de forma súbita durante unos segundos eternos y separarse. Un rastro de la sangre de Pablo quedó en mis labios. —Adiós, Jota. Siempre fuiste el mejor de mis colegas. El resto solo estaban allí de postureo, como se dice. —Esther entonces inhaló aire violentamente y empezó a pestañear alarmada al ver la sangre que manchaba su cuerpo desnudo y que la rodeaba. Empezó a gritar y Rafa la abrazó para serenarla, diciendo que todo estaba bien y que lo peor ya había pasado. Como en la letra de las mejores baladas de hard-rock. Sebas me ha abandonado para siempre. Estoy seguro de ello porque Irene me lo ha dicho. Y ella sabe de lo que habla. ¿Saben? No solían gustarme los perros de marca. Siempre me los imaginé metidos en parafilias sexuales con sus amos. Pero a lo largo de esta semana me están cayendo un poco mejor porque Rufus y Conrad nos están librando del peor problema de nuestra vida gracias a su apetito. Ahora estoy echado en el columpio acolchado que da a la piscina, tocando el bajo Fender de Pablo. Pensé durante un tiempo que no volvería a tocar, tal como hice a las órdenes de Sebas en su grupito de mierda durante un tiempo demasiado largo. Empiezo con Get a Grip, uno de los temas de la época de los noventa de Black Sabbath. Irene me dijo que era su 47


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canción favorita antes de despedirse de mí. Rafa y Esther están dentro. No sé si dando clase o montándoselo. Creo que van en serio. Rufus y Conrad acaban de comer y están echando una siesta. Dentro de poco tendré que acercarme al pueblo a comprar provisiones para nosotros, aunque Rufus y Conrad no las necesitarán de momento. Pues tienen carne de sobra por una buena temporada.

Discos y canciones que inspiraron este relato: Metallica – Master of Puppets – Welcome home (Sanitarium) Héroes del silencio – (alusión a Enrique Bunbury) Canciones: Fear Factory – Replica – Linchpin Kreator – Violent Revolution Napalm Death – Morale Sepultura – Roots Bloody Roots Slipknot – Duality System of a Down – Toxicity Hawkwind – Silver Machine – (alusión a Lemmy Kilmister – Motörhead) Black Sabbath – “Get a Grip” Jorge Zarco Rodriguez Seudónimo: Jota Zarco Nací un día movidito de 1973. A los 10 años leía a Poe, Asimov y a Bradbury. A los 12 a Stephen King y empecé mis pinitos literarios con más ilusión que talento. Ya pueden imaginarse el desastre. Estudié audiovisuales, e intenté introducirme en el mundillo del cine, antes de darlo por imposible. Practiqué fotografía, teatro y estudié escritura creativa. He practicado el periodismo cinéfilo, literario y musical. He escrito un poco de todo. Así que tengo algo de experiencia en el asunto.

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Azote satánico Manuel Mörbius Estábamos rodeados de una antropología del fracaso que se niega a madurar con una fatalidad económica. Antes de conseguir una vivienda digna se nos pudrirán los riñones en trabajos miserables. Es lo que pienso mientras estamos aglutinados en un bar, disfrazados de los hijos de Mad Max. El lugar no es demasiado grande ni demasiado higiénico. Lo que sea que se parezca a una norma sanitaria no se ve en la oscuridad, así como tampoco es demasiado barato como para colocar la bandera del triunfo de la clandestinidad por encima de la posibilidad de que aquí brote el fin del mundo. Seguimos en este lugar porque nos arrastró/invitó Gala. Ella había recién salido del conservatorio de música y estaba celebrándolo con su banda de metal pornosinfónico o épicogore, o no sé, una de esas finas y estruendosas bandas que cosechan acero y se hacen llamar Demóstenes o ¿Dementones? Tampoco lo sé porque no le entendía a la composición gráfica de su logo, que parecía tener un brote de gonorrea en la tipografía. En el escenario colocan los instrumentos como si la tocada no tuviera una hora de retraso. La gente grita para hablar y se escucha música del siglo pasado en bocinas que van a dar su último aliento. No hay mesas, no hay sillas. Solamente la superficie oscura y pegajosa que anula toda tentación de sentarse en el suelo, sobre todo si llevas falda, mallitas y dignidad. Estefanía ha ido a la barra y regresa bailando después de una eternidad. No importa qué se escuche, ella se agita como si Pantera hubiera regresado de la tumba. Estefanía lleva su pantalón escoces verde de cuadritos punks, botas rosáceas tipo genéricas desechables, cabello rosa, dos chonguitos, uñas de colores, pulseras de colores, demasiados colores recién defecados por un unicornio y viene con tres botellas agitadas de cerveza cantando All Moving Part de Black Sabbath. Gala pasa junto a nosotras. La reconocemos por sus pelos amarillos de mazorca mutante cosechada por Monsanto. Va corriendo porque es lo que ella hace: dejar que la ansiedad fluya por su cuerpo cuando carece de THC. Saluda al Yager, quien está 51


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oculto en las sombras junto a nosotras, le da un beso fraternal en su cara de pala de sepulturero y sigue corriendo. El Yager es una especie de gótico, o más que eso, es una especie de suicida emocional que lleva demasiado tiempo con su objetivo realizado. Él se recarga en las esquinas de los bares, en conciertos, escuelas, museos, la fila de las tortillas, bodas, bautizos, paradas de camión. Se recarga de la existencia misma en su eterna Licenciatura en Filosofía, mira entrecerrando los ojos y contemplando el horizonte, para que le succione el entusiasmo que le queda por la vida, hasta que bebe de más y comienza a cantar canciones de Britney Spears a las cuatro de la mañana. El ejercicio contemplativo de esperar antes de la música en vivo puede ser la parte más desgastante de una tocada. Yager bebe y observa a las personas con indiferencia. Mientras tanto, Estefanía podría danzar sobre un alfiler, entrar bailando una coreografía al estilo Bollywood y salvar el día. Yo platico las idioteces que se me van ocurriendo hasta que Yager y Estefanía se ríen de mis profundas, abismales y monográficas visiones del mundo. Nos conocimos intentando agarrarle cariño al dolor en la Facultad de Derecho. Por supuesto que nos dimos cuenta que el único fruto de estudiar derecho sería la cárcel o la muerte; por eso cada quien trepó su cohete para ir a explorar vida en otros planetas fuera de la superficie árida de la jurisprudencia: Gala, después de dar a su familia una épica exposición de motivos titulada: «Sobre el mito de la defunción por falta de alimentos en el músico y cómo el éxito no lo es todo en la vida», comenzó a estudiar música. Estefanía se perdió en la ingeniería en sistemas después de que sus padres intentaran disuadirla, explicándole los misterios de la mente humana y que de niña, al intentar aprender a restar, intentó arrancarse los dedos con una licuadora. Afortunadamente, en su doctorado ya usa calculadoras. Por mi parte intentaba sobrevivir en las trincheras de una casa pequeña rodeada por el ejército de reserva de hijos que mi padre se dedicó a cultivar en el centro de operaciones de una invasión al mundo, o bancos de órganos para cuando le hicieran falta un riñón. Como soy la única mujer entre ocho hermanos, me acostumbré a escuchar metal prácticamente inyectándomelo directamente en el torrente neuronal. Con eso pude pasar la vida estudiando tres carreras: Antropología, Sociología y Psicología simultáneamente 52


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como para entregarme a una lobotomía académica que me permitiera desayunar en paz sopas instantáneas hasta el fallo hepático, con un libro en la mano mientras volaban sillas, pañales, biberones y, a veces, algún que otro bebé. Así son las crónicas de cuatro gatos banqueteros con la piel tatuada y las orejas abocardadas. Se hace tarde y Estefanía tiene el secreto de la energía infinita. Yager intercambia miradas con una rubia con piel de leche y un novio que le dobla la estatura, la cabellera y las horas de gimnasio. Ya hemos tenido este problema antes. Gala y yo le explicamos a Yager que quizás algún día pueda doblar cucharas con la mente, pero a él lo pueden doblar hasta soplando. Estamos acalorados y para distraernos Estefanía quiere tomarse una foto con los tres. Tomamos pose para ahogarnos en hedonismo evasor. Yager, con su inmortal cara de ostión, nos abraza; Estefanía para la trompa y levanta el dedo medio y yo hago un tremendo bizco y saco la lengua. En la pantalla se hace una distorsión. Estefanía vuelve a probar. La pantalla se pone negra y aparece el muro que está detrás de nosotros como si no estuviéramos. Nos parece raro y volvemos a tomar la fotografía. Mismo resultado, pero esta vez aparecen sombras. Saco mi teléfono e intento tomar otra foto. Lo mismo, pero se alcanza a ver el vestido de una niña. Yager no tiene teléfono, se comunica con el universo directamente. Busco en la galería de fotos y encuentro un video que no reconozco. Les digo que se guardó algo y ellos se acercan a mi pantalla. Lo primero que vemos es una niña en el rincón que está detrás de nosotros. La infanta tiene los ojos rojos y el cabello largo, castaño. Parece asustada. Ella se estremece. Alguien la está regañando, aterrorizándola. Escuchamos gritos que pierden la humanidad cuando se convierten en ofuscaciones de un cerdo con la garganta cortada. En ese momento aparece una mujer que lleva trozos de cabello engrapado a su cabeza. No podemos verle el rostro porque lo tiene cubierto con una máscara de terciopelo negro que intenta imitar la cara de un gato. La mujer levanta un dedo y señala a la niña, quien alza la mano con temor. Creemos que la madre le va a dar un manazo hasta que notamos que es un machete y al primer golpe le arranca la mano a la niña. 53


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—¡No! ¡No! —expresa con espanto Estefanía sin dejar de ver el video. Yager ya no tiene las manos cruzadas. Se lleva una a los labios y levanta la ceja para abrir bien el ojo derecho. El video sigue. La niña intenta defenderse con el muñón y cae otro machetazo que corta su cabeza. La mujer levanta la cabeza que está en el suelo y la muestra a la cámara. Los párpados de la niña se abren y cierran con rapidez y sus ojos se mueven en direcciones distintas hasta que por fin las pupilas se quedan fijas en nosotros. No puedo detener el video. Bloqueo el teléfono y me da miedo guardármelo en la bolsa, así que lo dejo en mi mano. Ganas no me faltan de aventarlo al suelo. Bebo cerveza y les digo a los demás: —¡Qué sacón de onda! Estefanía y el Yager también se acaban sus cervezas y miramos a nuestro alrededor con desconfianza. Pensamos que sería mejor movernos de allí. El pensamiento “tele-hepático” coincide y quizás sea hora de irse. Lo malo es que ya anunciaron a la banda de Gala. Ya casi se sube a tocar y no está en nuestro código de conducta abandonarla. —A lo mejor solamente es una especie de video promocional, un truco publicitario de la banda de Gala. Ya saben, como Mayhem —argumenta el Yager con un optimismo de dudosa procedencia. —Yager, primero que nada, ¿no sabes qué pasó con Mayhem? Y segundo, no tienen ni para imprimir flayers del evento a color o poner jabón en el baño y ya parece que van a poder hacer ese tipo de publicidad —le digo la verdad. La música independiente de Gala sobrevive a base de voluntad, amor al arte y tocar en grupos versátiles de cumbias los domingos. —Programar un video que se aloje en la cámara del teléfono requiere otorgar permisos, rutear el teléfono y el firewall. —Estefanía, solamente di que está cabrón —la invito a hablar en español. —Está cabrón. La mayor tecnología que los metaleros hemos alcanzado es la reforma protestante y los pedales de distorsión. Las luces del hueco de murciélago se apagan. Grito, no de emoción, más bien para ocultar otro de mis ruidos corporales. Se encienden varias luces ultravioletas que iluminan la caspa sobre la 54


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ropa negra y debajo de nosotros aparece un enorme círculo con símbolos dibujado en el suelo pegajoso del bar. Crédito parcial por la originalidad; el dibujo en el suelo no es el clásico pentagrama de cinco picos, tiene diez y varios símbolos alquímicos a su alrededor. Escuchamos algunos tambores y los cánticos de Gala en latín. Comienzo a creer que podría ser todo parte de un ambicioso plan de publicidad para su banda. Yager se acerca a nosotras para presumir. —Gala me pidió que sacara un libro de la facultad, el más raro que encontrara. Me topé un libro en latín, con símbolos y esas cosas que le gustan. Ya saben, para que se luciera. Personas en túnica aparecen de la nada acercándose lentamente al centro del símbolo dibujado en el suelo mientras Gala sigue recitando en latín acompañada de las notas de su descomunal teclado Casio. Cuando las siluetas llegaron al centro del símbolo pintado en el suelo, se escucha un guitarrazo eléctrico y el tambor inicia una frenética canción. Al mismo tiempo las túnicas cayeron al suelo y quedaron desnudas seis mujeres que comienzan a danzar. Aplauso general e inicio de la canción hasta que, de pronto, como el mago que quita el mantel de la mesa, las chicas se quedan sin piel con los músculos y las venas al rojo vivo. Ellas miran al techo y contienen la respiración. La sangre nos ha salpicado a todos. No sabemos si es parte del show y hasta la banda se ha quedado atónita. El silencio es el preámbulo al grito ensordecedor de las seis mujeres y señal para correr a las salidas de emergencia pintadas en la pared. Yager está pasmado, Estefanía lo abofetea y me jala del brazo. —¡Vamos por Gala! Para llegar al escenario necesitábamos atravesar la ola de gente que se está empujando aterrorizada. Los cuerpos desollados dejaron de gritar y comenzaron a convulsionar y a babear. Corremos en esa dirección y uno de los cuerpos en el centro del símbolo se lanza con fuerza sobrenatural contra una torre de cabello y músculos que nos empuja al suelo para intentar huir y los tres gritamos al ver al cadáver caníbal que se encaja sobre su cabeza, le parte el cráneo y comienza a devorarlo. Nos escabullimos al escenario buscando a Gala, pensando que podría estar oculta bajo su enorme teclado. 55


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El soporte del teclado está cubierto con una tela de terciopelo azul y algo se oculta debajo, algo que emana un humo constante y sobrenatural. Pienso en lo peor y también en que Gala nunca nos dejaría atrás, así que me armo de valor para quitar la manta y descubro una extraña verdad y me vuelvo loca. Comienzo a gritar: —¡Serás idiota! ¿Cómo se te ocurre fumarte eso en este momento? —¿Qué? Si es el final no me voy en mis cinco sentidos. No tenemos tiempo para discutir. Las bestias infernales nos amenazan. Estefanía se convierte en una amazona con el cabello rosa. Empuja a Gala del brazo, le quita el porro, lo pone en su boca, le da un jale y analiza nuestra situación. En el lugar ya no hay gente. Nos quedamos con los cadáveres poseídos que caminan erráticamente, olisqueando la carne embarrada en las paredes. Estamos los cuatro frente a seis demoniacas mujeres sin piel. —Yager, es tu culpa —alguien tiene que decírselo— por robar libros viejos. Las endemoniadas de carne se acercan lentamente y, no sabemos por qué, lo hacen perezosamente. Las habíamos visto brincar varios metros sobre el suelo, podrían devorarnos en el momento que quisieran. —Estarán satisfechas y con sueño —observa Gala con los ojos entrecerrados y rojos. Una de las criaturas que estaba en el techo cae encima del Yager y yo me inclino para quitársela de encima, pero se me resbala de las manos e intento clavarle las uñas por entre los músculos expuestos sin lograr nada más que rompérmelas. Estefanía toma una guitarra y con un golpe de experta golfista le da en el cráneo y le saca los sesos a la demoniaca. Gala señala con lentitud: —Eso era una hermosa Fender de colección. Yo tomo un bajo para honrar a Lemmy y Yager se arma con una base de micrófono. Gala intenta cargar su teclado con mucha dificultad. El demonio que Estefanía había derribado se recupera y se abalanza contra Gala. Ella toma el teclado y las otras cinco entidades que estaban en pausa hacen lo mismo. Nos abalanzamos contra ellas y las golpeamos una y otra vez. Salpican sangre, se les rompen los huesos, caen al suelo e inevitablemente vuelven a levantarse con brotes de espinas y garras que crecen en su piel 56


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junto con hocicos deformes de pirañas con los dientes afilados y chuecos. Gala siente que ya no puede forcejear más y comienza a gritar. —¡Dejen mi teclado en paz! Los cuerpos poseídos se detienen y reciben nuestros golpes inertes hasta que nos damos cuenta que el esfuerzo en inútil. Las cosas de sangre y dientes afilados se quedan mirando a Gala fijamente, con los globos oculares sin párpados, respirando, rascándose la picazón entre los músculos por donde salen gusanos. Gala abre los ojos, los vuelve a cerrar y también la miramos. Me acerco a intentar ayudar a Gala y una de esas cosas me empuja y extiende la mano. —¿Están ofreciéndose para cargar tu teclado? —analiza Estefanía. Miro los cadáveres en el bar. Gala está aún en su viaje, pero le pregunto: —Oye, Gala, ¿conoces a esos que están allí en el suelo? Gala frunce el ceño. Después de un momento de ajustes de miopía ella reconoce los cuerpos desmembrados: —¡Ah! Sí, y no se perdió nada, era de una banda que nos odiaba. —¿Creen que obedezcan a la voluntad de Gala? —pregunta Estefanía. —¿Entonces por qué atacaron al Yager? Yager se avergüenza. —En realidad, cuando estaba en el suelo, me estaban… lamiendo la cara. Gala contrae los labios con inocencia, se sonroja. Estefanía grita: —¡Lo sabía! ¡Lo sabía! Desde que estuvimos en Derecho lo supe. Viviana debe una botella de whisky, la más cara que pueda pedir. —¡Mierda! —grito. —¿Y ahora qué? Nunca supimos qué seguiría después o cuánto tiempo pensaríamos en cómo resolver el problema. Pasaron casi cinco años y esa tarde llego a la pocilga-casa donde vivían Gala y Yager. Estefanía regresó de un largo viaje y tenía algo que decirnos. En la 57


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entrada me encuentro con ella, va con una blusa de calaveras rosas, con botas de igual color, con un sombrero de paja y yo, bueno, mi ropa es como el fondo consecutivo y repetitivo de una caricatura vieja. No nos habíamos visto desde la boda, que más bien fue un intento de ritual de separación de Gala y sus acólitas infernales, que derivó en una lucha por el control dimensional de la Tierra dentro de un centro comercial. Logramos repeler al demonio, pero el lazo entre Gala y las carnes frías demoníacas se volvió entrañable. Tocamos a la puerta y nos abrió el Yager, con su mirada ojerosa, los ojos chupados dentro de su cráneo. Golpeé su hombro y le pregunté: —¿Cómo van las orgías demoníacas? —Díganle a Gala que tengo que ir a la escuela con un mínimo de semen dentro de mí. Soy un ser humano con alma. —Lástima. Mira, te traje nachos. —Estefanía deja la botana en sus manos y el Yager abre la bolsa buscando succionar con desesperación todas las proteínas que puede. Las carnes frías nos llevaron tragos en lo que Gala se desocupaba del piano. En sus ratos libres ella compone música para niños y le estaban pagando medianamente bien por ello. Yo siempre supe que había algo de satánico en las canciones infantiles. Después de un trago vamos directo al asunto que nos había reunido. —¿Encontraste algo en Rusia, Estefanía? —preguntó Gala mientras preparaba la mesa para la comida. —Vodka, rusos fuertes, libros prohibidos de ciencias olvidadas y una copia del libro que no le faltaran hojas como aquel que Yager sacó de la Facultad —estábamos intrigados porque se suponía que la invocación que hizo Gala aquella noche era una parte de un ritual y no sabíamos cuál era su conclusión—. El ritual, traducciones más y lenguas muertas menos, se llama Azote satánico. Se supone que se debe efectuar en un lugar donde hubiera un demonio sellado en la habitación. La invocación utiliza la energía elemental de la venganza pura del demonio para llamar esclavos del infierno y ponerlos dentro de sacrificios humanos. Los «sacrificios», en este caso nuestras seis muchachas, se volvieron esclavas de quien invocó, o sea Gala, y están obligadas a cumplir cada uno de los deseos más viles, cárnicos y viscerales con tiranía 58


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demoníaca de su amo hasta el final de los días de la sacerdotisa que conjuró el antiguo adagio. Por eso el conjuro se llama Azote satánico. En algunas lenguas es Látigo de Satán o, incluso, el Pago maligno, o el Salario del Diablo. Para nosotros es Outsourcing. —¿Hasta el final de sus días? —la voz trémula del Yager nos hizo pensar que estaba a punto de suicidarse. Estefanía lo mira con la ternura de quien va a recoger a un gatito de una caja de zapatos abandonada en la calle. Algo incomodaba a Gala. —¿A dónde fueron las almas de los «sacrificios»? ¿Es permanente? —Pues, si mi traducción no es mala, ellas son consortes de algo que les da placeres más allá de la comprensión de lo que llamamos éxtasis. No tengo ni idea de a qué se refiera eso, pero ahora sé que es completamente reversible. Solamente necesitamos sangre de una virgen. Me miraron fijamente. —¿Yo? Bueno, sí, odio a la gente, pero tuve un novio. ¿Una novia? ¿Es un pecado que no me interese lidiar con el contacto íntimo? —Siguieron mirándome—. Bueno ya. Guiada por Estefanía vertí una gota de sangre sobre cada uno de los cuerpos mientras Gala pronunciaba: “Te libero de tu servicio” y miramos la piel germinar entre suspiros paranormales. Una vez que las seis volvieron las cubrimos con mantas y más o menos les explicamos que estuvieron en coma bajo los efectos de un lote muy malo de LSD. No parecían molestas, más bien seguían las convulsiones de un envidiable orgasmo dimensional. Les dimos ropa y Yager era el más contento de despedirlas y cerrar la puerta. Durante la noche brindamos. Siento el escalofrío de la duda. —Sigo pensando en el video de la niña. Me intriga saber qué es lo que vimos en el bar. —No lo sé. No hay que indagar, tampoco es que seamos misterio a la orden —rezonga Yager. —¿Y el ritual no tiene consecuencias para quién conjuró o para quién liberó? —sentí que aquella historia seguía inconclusa. —Ummm. Se abrió la puerta de la casa y entró rodando una cabeza por el pasillo. Era la cabeza de una niña con gesto malicioso. Cuando se 59


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detuvo frente a nosotros abrió los ojos entre sonidos machacantes y risas de azufre. —Es posible que haya consecuencias —dijo algo que se había robado la piel de Estefanía y que comenzó a comérsela sobre la mesa.

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Esta pesadilla fue inspirada en este pequeño sound track: Motörhead – We Are The Road Crew Black Sabbath – All Moving Parts Mayhem – Weird Mayhem – Necro Lust Pantera – This Love Maximum the Hormone - Beauty Killosseum

Manuel Mörbius (México, 1984). Ciudadano de composta biomecánica, licenciado en Sociología por parte de la UAM. Escritor de ciencia ficción, terror y horror. Productor de radio y medios digitales. Publicaciones recientes: La Denostación del Crisantemo, En Revista Crononautas, Editorial Pandemonium (Perú); Bajo la piel del Fantasma en Revista Las Ruinasdeldf (México); El diablo de las cucharas, en Revista Enchiridion, de la Facultad de Filosofía de la UAQ (México); Los cuarenteNazis, El Cuento en cuarentena (México); El reverso polivalente, antología Los múltiples rostros de la muerte, Aeternum (Perú); Un mal músico, en Compendio de rockabilly, Tinta del Silencio (México).

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Los dedos de Yomi Al Krieg

La madrugada había traído insomnio. Tomás, últimamente, no había logrado dormir muy bien. Días muy largos en la oficina mellaban su cuerpo con cansancio y su cerebro se negaba rotundamente a reponerle lo perdido. Algo en el ambiente estaba enrarecido. Eso lo había despertado, más la impresión primera de aquel despertar no dejaba lugar para atender a los detalles: un viejo de aspecto cutre estaba de pie en la pared al frente de su cama. Su cabello era largo, de un gris plomizo y le caía en el rostro encubriéndole hombros y espalda también; aunque el telón de mechones no era suficiente para disimular la arqueada figura que daba cuenta del inmenso cansancio de aquel señor. —No te asustes, chico —le decía Tartini sentado en el colchón de Tomás—. Eso no es nada comparado a… —Lo asustas, tonto —interrumpió Paganini que estaba apoyado en la puerta—. No lo hagas más brusco de lo que ya es. Tomás pasaba la vista atónito, por cada uno de los tres intrusos. Aquello era el colmo: ¡Volverse loco de estrés! Mandaría todo al carajo de inmediato. Ya ni soñar en paz se podía. El anciano movió el cuello, dejando entrever parte de su rostro —Lo siento, muchacho, no puedo más—. Las negras cuencas se llenaron fugazmente con la tenue luz que reflejaron un par de pálidas pupilas y desapareció ante sus ojos, dejando ver los posters de aquellos majestuosos álbumes en la pared. Al fin se había despertado y se encontraba solo en la habitación. a pesar de lo brusco de esa última alucinación, aquellos gritos del sueño antes del sueño no dejaban de resonar en su cabeza: Raise the horns in blasphemy, algo realmente seductor se desprendía en su mente al oír aquellas líneas rugidas por su propia voz o, mejor dicho, la voz que a él le hubiera gustado poseer. Esta última parafernalia con fantasmas parlantes había sido bastante bizarra y lo había frustrado de seguir «lográndolo» en su anterior sueño. 65


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Toda la multitud estaba a sus pies. Las nubes rugían y quedaban ridiculizadas ante sus riffs. La oficina era un recuerdo efímero. Él era el amo y señor de aquel estruendo volcánico que atraía hasta a los dioses que asomaban sus cuerpos amorfos, minados de ojos, a través de los vórtices en el cielo, al escuchar a Tomás proclamar sus nombres y prodigios con aquella cavernosa guturalidad que solo puede acompañarse con el fluir denso y magro de notas que cortan el aire con grave parsimonia y autoridad mientras un frenesí de baquetas arrasa las almas que sobrevivan esa ira. La interpretación casi perfecta de la voz de los tiranos que gobiernan en dimensiones inconmensurables, perdidos en las estrellas, más allá de la puerta que nos otorga la ignorancia. Faunos y demonios danzaban exaltados, eufóricos por aquellas personas que vitoreaban y cuyos rostros no se parecían en nada al conjunto de facciones comunes que te encuentras en las calles a diario, esos malditos rostros tan descifrables que le agradaban menos que el resto. El efecto de la máquina arrolladora hecha música que daba cátedra sobre el escenario surtía efecto sobre todo: clima, gente, cosas. El entorno estaba bajo el hechizo de su magia… Esferas de sobrecogedora locura hechas añicos por el tirar despiadado de los párpados y el reloj. Un vibrato de cuerdas sonaba al fondo de todo el bullicio citadino. Era monótono y constante, como todos los días, pero sonaba muy plano. La costumbre es un lastre bastante intenso, se forja en nuestra rutina y se hace una sola cosa con ella. Cualquier cosa que rompa ese, aceptado regir del día a día, puede ocasionar una extraña sensación de inconformidad en la mente de las personas: una puerta mal cerrada, el ascensor dañado, algo de agua bajo el fregadero o la maquinal sustitución de un monótono acorde sobre el sonido habitual de los pasillos. Todo esto, de a poco, puede generar extraños pensamientos socavados por la curiosidad, llegando a desviar en un malestar insano y hasta en tétricas premoniciones las alas del pensamiento. Salió Tomás al pasillo y encontró algunos vecinos reunidos frente a la puerta de los Yomi. Los vecinos de los pisos inferiores siempre le habían producido una extraña y repulsiva impresión. Él se lo atribuía al hecho de que, en su gran mayoría, todos eran 66


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ancianos. Pero, en realidad, era el piso en el que había logrado alojarse lo que causaba el carácter huraño hacia él por parte de aquellas personas. Se enteró luego de que su vecina Ericka había encontrado a su abuelo muerto en la sala del apartamento. Vivían allí solo ellos dos y no se sabía del paradero del resto de la familia. Siempre habían sido gente adusta y la costumbre del viejo, de tocar su guitarra todo el tiempo les había ganado el rechazo por parte de los vecinos. —Como nadie le había dado la oportunidad a la música que creaba, el señor Tony había tenido que trabajar como obrero en condiciones bastante precarias. Él había dejado los estudios para dedicarse a la música, pero ninguna discografía albergaba esperanzas para el estilo tan estridente que quería practicar. —Una noche, al volver del trabajo —continuó el relato una voz más lenta y vieja—, simplemente pateó la puerta del apartamento, recogió sus pertenencias y se largó a vivir como músico errante. Nadie logró asentarse en la pocilga que dejó. Dos pobres diablos intentaron alquilar y terminaron en el sanatorio. Nadie puede asegurar que no fuera más que una casualidad; pero eso bastó para alejar a varios, no solo del apartamento, sino del piso entero. El chico raro del fondo es el único que ha vivido en el quinto desde entonces; y estamos hablando de más de cincuenta años. —¿Y qué fue del músico? —preguntó alguien con sorna. —En cuestión de meses ya tenía banda, había grabado dos discos y daba conciertos por toda Inglaterra. —Entonces fue muy afortunado para encontrar el éxito después de abandonarlo todo y volverse famoso de la noche a la mañana. —Pero hay gente que dice que toda su fortuna se la debía a un pacto con el Diablo, que no cumplió y por eso le arrancaron los ojos y algunos dedos. —Ah, ¿sí? —¿Por qué cree que ni sus familiares han venido esta noche al velorio? Le tienen miedo. Solo la chica está aquí con él. 67


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La sala estaba vacía, a excepción de Ericka y el ataúd. Tenía una dimensión considerable que se percibía aún mayor por la desnudez y el total abandono en que se encontraba su interior. El cajón se encontraba muy sellado, para infortunio de los curiosos. Se dice que el cuerpo estaba en un estado de descomposición demasiado avanzado a pesar de ser una defunción reciente. Significando esto, que todo el proceso funerario debía realizarse con la mayor brevedad. —¿Por qué dice usted que esta noche sucederá algo raro? — escuchaba Tomás los cuchicheos del pasillo mientras veía de soslayo a la pobre Ericka. —Ese viejo era muy extraño. ¿No tocaba siempre las mismas tres notas en la guitarra? ¿Es que acaso no las oyes? Tony está muerto y el maldito instrumento sigue sonando. —A lo mejor sea grabado. —¿Qué no oíste al forense? Seguía tocando la guitarra cuando llegaron a levantar el cadáver y el cuerpo ya tenía una descomposición de varios días ¡Eso debe ser cosa del Diablo! —¿Y cree usted que el Diablo vendrá a reclamar el alma de su deudor?

—Es lo que me temo. Dice la gente que desde que rompió su pacto no ha hecho más que escapar de su condena, pero el Diablo tiene toda la eternidad para perseguirle. Le voy a contar sobre la última vez que vi al joven Tony. ¡Acérquese más! La nieta se dado cuente de que hablamos del difunto… Esa misma noche, luego de salir del edificio, se apareció frente a él un hombre que surgió de una sombra reptante… ¡No se ría, hablo en serio! Puede preguntar a cualquiera de mis contemporáneos, estimado. Muchos lo vimos en el estacionamiento del edificio. Una sombra salió reptando de la oscuridad y se materializó en un hombre fornido y encapuchado. Su piel era negra como el azabache y le estaba ofreciendo algo a Tony. Pudo más la codicia que el miedo y el joven rebelde aceptó. En ese momento, la ventana comenzó a batirse y se convirtió en motivo de vigilia para la involuntaria anfitriona, cuyo rostro se 68


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contorsionó repentinamente adquiriendo una expresión grotesca e indescriptible, al tiempo que se cubría la descarnada faz con sus largas y huesudas manos como si temiera la irrupción de algún intruso previamente anunciado, lo cual resultaba sumamente absurdo, pues, el quinto piso era más alto que el resto de los tejados adyacentes, haciendo a la sala, prácticamente, inaccesible por la «entrada» que Ericka vigilaba. El vibrar de la ventana se hizo más intenso, hasta que pedazos de cristal salieron volando en todas las direcciones. Luego, la ventana entera hizo lo mismo, azotada por un fuerte viento que terminó por forzarla fuera de sus bisagras. Una muchedumbre se había aglomerado en la puerta del apartamento de los Yomi. Todos vestían capuchas negras y nadie los había visto llegar, como si una mano gigantesca los hubiese soltado allí, de la nada, o como si hubieran venido reptando bajo el suelo. Todo era descabellado; pero a Tomás, lo reconfortaba el hecho de que la alucinación no era solo suya esta vez. —Nunca he visto gente tan rara. —Ni yo. —¿Quiénes serán? —dije. El tétrico cortejo fue penetrando la pequeña sala como una mancha de petróleo en un lago. Lo inundaban todo y la cantidad de capuchas negras que aguardaban en el pasillo no parecía mermar. Era tan numerosa la multitud que no se podía dar ni un paso, y Tomás se había visto arrastrado por aquella marea. Cuando cayó en cuenta, estaba atrapado por una masa negra que giraba vertiginosamente. En el centro de la sala, sobre el ataúd, Ericka Yomi rasgaba las cuerdas de una Gibson SG negra. Marcando los acordes con un extraño objeto que sujetaba con la palma de su mano derecha. Interpretaba, frenéticamente, una melodía de tres notas de manera mecánica y ciega, con los ojos desorbitados y vidriosos. El impacto de aquellas imágenes causaban en Tomás una extraña fascinación, pues, aunque los sonidos estaban bien articulados y eran interpretados con gran destreza, llegaban a producir una indefinible 69


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sensación de temor, como si presagiaran el arribar de algo más maligno y visceral, incomparable al terror que ya merodeaba entre ellos y lo hacían preso de histéricos temblores. El viento rugió más fuerte que nunca, pero la guitarra se impuso sobre aquel embestir con notas tan altas que parecía imposible atribuirles dicho origen, siempre ordenadas en escalas de a tres, hasta que flautas y tambores la fueron doblegando. Al compás de una repugnante melodía tribal de flautas se fue produciendo un vibrar sordo que se adueñó de todo. Inició casi imperceptible, como una nota musical antinaturalmente baja procedente de un lugar lejano, más allá de donde pudiera llegar cualquier audición, para luego ir expandiéndose mientras la nota se hacía cada vez más aguda e inmensa. Las consecuencias de esta última manifestación fueron catastróficas para Ericka. Debía tratarse de algo extraordinariamente pavoroso, su rostro daba muestras de haber perdido totalmente la consciencia y se incorporó aún más desesperadamente a arrancar de aquellas cuerdas, en chirriantes alaridos, los más frenéticos rasgueos que Tomás haya escuchado en su vida. Ya había desaparecido esa expresión que denotaba el terror elevado a su máxima expresión. Ya no quedaba nada, bueno, casi nada: a medida que las articulaciones de Ericka se dislocaban en un esfuerzo por resistir, huesos rotos y notas ahogadas era todo lo que quedaba de su desesperación. La electricidad se cortó bruscamente y la lumbre del difunto se fue haciendo difusa y opaca. Tomás pudo ver, antes que la oscuridad reclamara aquel lugar como suyo, cuando un fornido hombre encapuchado le alargaba la mano en señal de pacto mientras se sujetaba del marco de donde se había desprendido la ventana. Una voz, que hasta ahora Tomás solo había escuchado en sus sueños, vino en la brisa, con una nota maquinal y burlesca que se prolongó en un instante que se antojaba sempiterno en los segundos de la cruel agonía. Rebotó en las paredes del apartamento, haciendo temblar el edificio, mientras la sombra que penetraba la pared de la ventana mostraba una risa de complacencia antes de escabullirse más allá del entendimiento.

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Regresó la luz y los vecinos, aterrados, no lograban comprender cómo había logrado desaparecer tan rápidamente aquella muchedumbre. Cuando volvieron de la sorpresa, se aglomeraron alrededor del ataúd y notaron que el cadáver también había desaparecido en su totalidad… La búsqueda fue ardua, pero inútil. A excepción de dos dedos que sostenía la desmayada Ericka en sus manos, no se sabe verdadero rumbo del viejo Tony. Dicen que el Diablo cargó con su cuerpo y con su alma hacia las profundidades del infierno. Hasta los miedos de las personas son limitados y solo conocen los horrores que ellos mismos han creado. Mientras ignoran los indescriptibles epicentros de la corrupción, donde el horror es materia y espacio, donde el tiempo colapsa por el corroer constante del caos, donde todo carece de significado y colosales masas sin forma. Grotescas abominaciones indescriptibles que se escapan de la concepción de la más oscura, angustiada y espeluznante mente de naturaleza humana; de origen más arcaico que la existencia propia. Se retuercen y explayan, gritan y babean. Mientras sus esbirros escrutan el modo de liberar a sus amos por el mero y malicioso deleite de causar sufrimiento. Tomás ha decidido aceptar la petición de su difunto vecino. Le han ofrecido todo lo que desee por custodiar la cerradura sin atreverse a cerrarla. Pero él ha visto, en sueños, el otro lado de la puerta (una puerta a la locura que desencadena el terror a lo que desconocemos) y, a decir verdad, no está tan enojado con el mundo, afortunadamente. Su antecesor le ha detallado cómo mantener cerrados los túneles que socavan los gusanos malditos entre el caos primigenio y nuestra realidad… Además, Ericka no ha preguntado por la Gibson de su abuelo.

—¿Qué diablos hace? —se ha cuestionado Giuseppe, sin lograr entender ni jota de las desesperadas señas del pequeño Erich Zann.

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—Dice que se necesitan algunas modificaciones para producir la vibración adecuada que logre mantener cerrada la puerta —le respondió Niccolo, haciendo de traductor. —¿Y para eso es la sierra? —inquirió nuevamente extrañado. —Sí, con ese instrumento de seis cuerdas se requiere eliminar tensión en las falanges para llegar a la «nota» —siguió explicando el segundo—. Fue algo que Tony descubrió por su cuenta. —¡Pues me quedo con el violín! —le dijo eufóricamente a Zann, quién también asintió y tuvo que disimular que se rascaba la oreja cuando fue atrapado por una mirada inquisidora de Tony— Con estos no hay que amputarse nada. —¡Ya dejen al muchacho en paz, maldita sea! —gruñó Tony y la sangre pasó volando a través de él para dejar una mancha en el póster del segundo álbum de Mekong Delta, el más bajo de la pared.

La música que inspiró este relato: Morbid Angel – Blessed Are The Sick Mekong Delta – The Music Of Erich Zann Este relato, a su vez, está inspirado en el guitarrista de Black Sabbath, Tony Iommi, y en los relatos del escritor Howard Phillips Lovecraft, La música de Erich Zann y Nyarlathotep.

Autor: Al Krieg País: Venezuela

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Seek and Destroy Ajedsus Balcázar Padilla El suelo de la habitación estaba llena de botellas de licor. Un fuerte ruido de música heavy metal se escuchaba en la sala, un par de chicas se quitaban sus prendas y empezaban a cabalgar encima del guitarrista Paul y del baterista Gabriel. Los gemidos de placer se perdían entre los potentes riffs y las sensuales mujeres se mecían con salvajismo sobre sus amantes. Mikael Anderson contemplaba a sus compañeros disfrutar del aperitivo nocturno mientras destapaba una botella de ron y tomaba un gran trago. Seguidamente, se llevó un habano a la boca y empezó a liberar profundas bocanadas de humo que se fueron disipando en el hirviente ambiente lleno de lujuria del lujoso departamento de Pantera Hill. —Te veo muy serio, mi amor, ¿no te gustaría jugar conmigo? —dijo con una dulce voz la pelirroja Paulina, que se acercaba detrás de Mikael para abrazarlo. —Lo lamento, muñeca, ningún placer mundano podrá cesar este hambre. Tal vez ahora mismo disfrute más viendo a mis amigos felices. —¿En serio, primor? Me encantaría tener tu boca entre los pechos… —No ahora, Pau. Ve con los chicos a jugar —dijo Mikael, dándole una nalgada y dirigiéndola a la sala de entretenimiento. Gabriel la recibió en el gran sofá y la sentó en sus piernas, para seguidamente comerla a besos. La música seguía y seguía, y la noche apenas tomaba el rumbo. Tras una jornada de concierto, alcohol y fans alocados, nada había más reconfortante que el telón del regocijo al llegar al post party y devorar algunas fans. A pesar de ello, Mikael no disfrutaba mucho de eso, extrañaba viejos tiempos, momentos en donde su fama era lo de menos, donde existían amistades con un 75


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poco más de sustento emocional que pueril y estacionario además, extrañaba a su amada diosa lunar. El joven fornido, de larga cabellera y con una chamarra negra, subió a la planta alta del hotel. Necesitaba un poco de aire y tal vez algo más. Cargó consigo una guitarra y, estando arriba, se sentó sobre un tinaco a tocar. Deslizó sus dedos y su plumilla entonó una bella melodía de solos danzantes con Do menor, Fa sostenido y Re mayor mientras admiraba a una luna menguante arriba, suspirante y fría. Los tonos fueron disminuyendo en escala y fueron más sublimes hasta que Anderson entonó un canto melodioso y suave. Poco a poco las nubes en el cielo se disiparon y el manto nocturno quedó despejado. En un fatídico instante, la luna se meció sobre su eje, hasta que, en un mágico movimiento, esta se fue deslizando sobre el cielo, tal como una lágrima blanca, hasta volar como un fantasmal velo y caer en el último piso del edificio. El joven dejó la guitarra en el suelo y siguió cantando su enigmático himno lunar. Hasta que la tuvo de frente. —Me has traído hacia ti con la dulce melodía con la que te conocí… —dijo la hermosa chica de piel blanca y con largo cabello rubio. Su esbelto y seductor cuerpo podría haber sido esculpido por los propios dioses, la mirada irradiaba un brillo azulado y poseía finos labios. —Nunca habrá un día ni una noche en donde no piense en ti, mi princesa Selena. Ni los más tentadores pecados de este mundo podrán disipar de esta mente tu presencia. —Sabes que no es cauto invocarme —dijo ella y miró hacia las alturas. Ahora el firmamento se colmaba de estrellas fugaces y astros brillando con distintos colores dentro de la negrura total, algunos acercándose peligrosamente— tu mundo podría colapsar si me llego a quedar contigo. Sabes el tabú que supone. Lo hemos hablado anteriormente. Lo hemos platicado en vidas pasadas. 76


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Mikael caminó hacia ella y la tomó de sus delicadas manos. Las besó y la miró con una dulce sonrisa. —Sé que algún día, en algún mundo distante, podremos unir nuestras existencias. Lo he soñado miles de veces. La princesa lunar se sonrojó y le acarició su rostro. —Es tarde, pero… presiento cosas muy malas que reptan en este mundo. Veo en ti la necesidad de encontrar tu inevitable destino —la chica metió una mano en su pecho y esta penetró tal cual espectro, luego extrajo un objeto de su interior—. Esta llave te servirá en tu fatal camino. Úsala cuando sea necesario. Con ella podré potenciar tu magia y habilidades. Sé cauto al utilizarla, es una pequeña parte de mi alma primigenia. El joven quedó asombrado ante tal obsequio y no le quedó más remedio que tomarla. —Es… es… la Clavícula Nox —susurró. —Así es, mi querido príncipe perdido —dijo y se acercó a darle un beso en la mejilla. Tras ello se esfumó tal como una tibia capa de vapor. Tras unos segundos, la luna volvió a su lugar y el espacio dejó de estremecerse. Pronto, se escucharon fuertes gritos. Se trataba de Paul y Gabriel. Mikael tomó su guitarra y bajó corriendo hacia su habitación. Al llegar, la puerta estaba abierta y había sangre en las paredes. El cuerpo de Paulina yacía destripado en el sofá, al igual que el de Gabriel. —¡Maldición! ¿Qué ha pasado aquí? Buscó a su amigo Paul y un fuerte grito se fue apagando en su dormitorio. Caminó hacia allá y ahí las encontró. 77


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Dos monstruosas criaturas tenían bajo sus garras a su compañero. El par de bestias poseía largas alas con un plumaje gris y de su rostro salía un deforme pico más un par de ojos rojos. Sus cuerpos estaban manchados de sangre y una de ellas devoraba el corazón de su amigo. —¡Maldita sea! ¡Harpías de mierda! El cuerpo sin vida de Paul rodó por el piso y quedó a los pies de Mikael. En aquel instante, la furia del chico hervía dentro de sus venas. Y no tuvo más remedio que golpear a las bestias con su guitarra. Una de ellas fue noqueada al instante y la otra arremetió con un demencial grito que rompió las ventanas de todo el departamento. Anderson se cubrió las orejas y luego se colocó ante ella. Tragó aire y soltó un poderoso grito heavy que lanzó a la criatura contra la pared. El joven volvió a evocar aquel sobre entonado canto hasta que provocó que la cabeza de la harpía estallara en mil pedazos. El otro engendro recobró la compostura y corrió hasta buscar la terraza. Saltó hacía las alturas y emprendió vuelo para “seguidamente” ser atravesada por el mango de la guitarra en pleno intento de escape. Mikael estaba enfurecido. No podía creer que tales engendros hubiesen matado a sus compañeros. Era la primera vez en tantos años que semejantes monstruos se cruzaban en su camino. Su rostro estupefacto estaba en shock, pues la aparición de aquellas bestias suponía que la Guerra Oculta estaba cerca. Bajó al último piso para ver al monstruo que se había estrellado en la avenida y le quitó su guitarra que estaba clavada en ese cuerpo. El instrumento estaba intacto, solamente la sangre morada del engendro abarcaba su superficie. Tan pronto quiso analizar al espécimen, con ansias de buscar alguna pista que indicara la naturaleza de la criatura, esta se fue 78


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desintegrando en cientos de pedazos. Un pico por acá, las alas por allá y luego pura ceniza. Al desaparecer, dejó tras de sí un extraño sello en el asfalto. Se trataba de un pentagrama invertido y en su centro un tridente con más símbolos alrededor del círculo que lo encerraba. Los nervios ya alterados de Mikael, terminaron por colapsar. «El sello de las Órdenes de Akeronthia», pensó intrigado. Tenía años que no escuchaba sobre aquella infernal orden. Se sabía muy bien en los Círculos de Ocultismo que los sectarios que trabajaban para las manos de Akeronthia se trataban de satanistas muy adiestrados. Podían manipular a criaturas mágicas a voluntad y llegaban a crear en ellas bestiales conductas para perseguir un objetivo perjudicial y vengativo. Anderson se preguntó varias cosas en ese momento ¿quién y para qué los enviaron? *** Al siguiente día, Mikael se reunió con un viejo amigo. Se trataba de Forey Khan y había formado parte de la Orden Dragón Rouge, una prestigiosa escuela mágica y de alquimia fundamental. Años atrás, Mikael se había adiestrado igualmente en aquel lugar, llegando a cultivar potenciales sobrehumanos y mágicos. Una vigorosa fuerza y rendimiento mental lo habían caracterizado. Forey formó una banda de power metal junto a él. Su inigualable canto lo había vuelto el vocalista principal, quedando Mikael como un simple corista. Más allá de aquello, su amigo lograba hacer invocaciones poderosas mediante el canto melódico en tonos específicos. Anteriormente, habían formado equipo para cazar criaturas de la noche, una labor que a Khan le agradaba mucho. —Tanto tiempo sin verte, mi buen camarada —dijo Mikael dando un abrazo a su compañero. —Lo mismo digo, hermano. Ha pasado tanto. Me parece extraño que me buscaras. ¿Pasa algo?

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Los dos colegas se habían reunido en un bar a las afueras de la ciudad. Un sitio cómodo para hablar de temas importantes sin que nadie se interpusiera entre ellos. —Hace poco, varios monstruos entraron a mi habitación y mataron a los integrantes de la actual agrupación. Estas eran harpías y tras acabar con ellas pude encontrar esto —comentó Mikael y extendió sobre la mesa un pequeño papiro con el sello maldito dibujado. Khan vio con sospecha aquel signo y, tras analizarlo, recordó un detalle. —He visto este símbolo en una nueva banda de black metal llamada Hell Matter. He escuchado que se reúnen en una vieja iglesia en Suecia para rituales y conciertos en altas horas de la madrugada. Desde hace poco tiempo reunieron una gran cantidad de seguidores y, en algunos casos, sus fans han rendido sacrificios de animales en su nombre. Posiblemente, estos sujetos sepan algo —explicó Forey con seriedad. Algo turbio había en todo aquello y debían investigarlo. —¿Crees que sea bueno buscar a Boris? Seguramente su bajo mágico y sus potentes golpes sean de ayuda en nuestra empresa — dijo Mikael. —Hace años que no hablo con él, pero seguramente quiera ayudarnos. Ven, vamos afuera. Forey cargaba su guitarra eléctrica al igual que Mikael. Una vez estando en el oscuro callejón, Khan desenfundó su instrumento y sacó su plumilla. Sostuvo una nota grave en el mástil y la tocó con fuerza, liberando un sonoro riff que provocó que un luminoso portal se abriera ante ellos. —¡Wow! ¿Transportación interdimensional? —Son nuevas técnicas que pude acoplar a mi potencial mágico en el objeto de poder. —Forey mostró sus cuerdas y estas 80


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irradiaban una intensa luz vibrante—. Pequeños detalles, camarada. ¡Vamos a por Boris! Los dos amigos entraron y desaparecieron fugazmente. Tras unos segundos, los dos hombres ya estaban afuera de la casa del compañero. Al acercarse, pudieron notar como las ventanas estaban rotas y existían manchas de patas de tres pezuñas en el corredor de la entrada. Los dos supusieron lo peor y corrieron al interior. La puerta colapsó con tan solo tocarla. Una mujer, acompañada por dos niños muertos estaba en la sala. Manchas de sangre fresca manchaban las paredes y en una de ellas estaba dibujada el diabólico signo. —¡Carajo! Vinieron por Boris… No puedo creer que mataran a su familia —comentó enfurecido Mikael. —Son unos bastardos —maldijo entre dientes Forey y se acercó a la pared marcada—. Descuida, estos engendros habrán dejado su rastro al remarcar el signo en la pared. No me será difícil encontrarlos. El chico colocó su mano sobre el símbolo y cerró los ojos. Tan pronto lo hizo, su mente voló fuera de él y se transportó al exterior de un convento. Dos lunas menguantes rojas brillaban en el cielo, tal como una mirada siniestra. —¿Encontraste algo? —preguntó Anderson y sacó a su amigo de su trance. —Claro, mi hermano. Después de tantos años de tiempo sabático ahora mi sangre hierve… Forey volvió a tocar su guitarra y un portal oscuro se abrió. Entraron en él y se dirigieron al lugar maldito.

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Aparecieron a las afueras de una vieja catedral. Llamas descontroladas ardían atrás, consumiendo a un bosque. Al interior se escuchaban tambores y armonías de violín con un estruendoso riff de guitarras agrias entonando death metal. Existían muchos metaleros al exterior, algunos moviendo sus largas melenas y con las manos empuñando un cuerno y hasta una orgía en pleno campo. Existía un grupo de personas que corrían alrededor de un tridente envuelto en fuego. Los dos amigos caminaron en medio de toda la turba de fans. Unas hermosas chicas con exuberantes escotes y corsés negros se acercaron a ellos y les dieron un largo beso mientras les compartían de un cráneo partido a la mitad con cerveza adentro. —¡Vaya, es un espectáculo tremendo! Me imagino que debe ser peor adentro —dijo Mikael bebiendo todo el alcohol de un trago. Las chicas desaparecieron entre la multitud y continuaron caminando. Cuando ingresaron al lugar, encontraron un ambiente cargado de pesadez y estridente metal. Todo el sitio estaba lleno de espectadores. Al fondo, en el escenario, existían tres cruces invertidas de madera y en cada una estaban atados personas boca abajo, mostrando sus cuellos con un tatuaje de un ojo rojo. Forey se acercó un poco más y pudo reconocer a las ofrendas. En la primera cruz estaba Christofer Johnson, guitarrista de Therion. En la siguiente, Thomas Youngblood de Kamelot. Por último, Boris Atreida, su compañero. Pronto, todo el escenario empezó a lanzar llamaradas al techo y los seis integrantes de la famosa agrupación de black metal empezaron a salir del mismo suelo. Todos estaban cubiertos por una extraña vestimenta de negro que cubría todo su cuerpo. De sus cabezas salían tres largos cuernos color ébano que brillaban frente al fuego. Un intenso aroma a azufre gobernó el sitio y los fans no dejaban de gritar el nombre del grupo «¡Hell Matter!». 82


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—¡Bienvenidos a todos los condenados al infierno! Estamos aquí reunidos para realizar el sacrificio digno para lograr adquirir nuestro potencial demoníaco dormido. ¡Admiren la máxima blasfemia cobrar vida! —exclamó uno de los integrantes que cargaba una guitarra hecha de huesos humanos. Su presencia emanaba una demoníaca fuerza. Uno de ellos sacó una larga daga de su bajo y caminó a la primera cruz. Alzó su brazo oscuro y estuvo a punto de bajarla con insania. —¡Es ahora o nunca! —exclamó Anderson, saltando al escenario y detonando un potente riff que hizo volar por los cielos al bajista endemoniado. Forey lo siguió y quiso desatar a los chicos con sus manos. Pero no pudo. Una maligna magia nos sujetaba. —¡Plumilla de Ikaros!—gritó Mikael y pudo desatar a su compañero Boris con el filo de su púa mágica. Le quitó la cinta que le cubría la boca y tomó un largo respiro. —¡Que alegría verlos, chicos!—dijo Atreida aliviado. Los engendros se acercaron malhumorados y saltaron sobre ellos. Anderson se apresuró a cortar las últimas sogas y liberó a las otras dos ofrendas. Los guitarristas agradecieron. —Guarden las gratificaciones para el final. Ahora mismo es momento de atacar —sentenció Khan, empuñando su guitarra y entonando acelerados solos melódicos. Una potente energía se dirigió sobre dos demonios, haciendo que sangraran un líquido púrpura. La multitud enardecida empezó a lanzar objetos a los intrusos. Rocas, trozos de madera y fragmentos de hierro volaban por los cielos. Otros sacaban sus armas y disparaban. Un integrante de Hell Matter tocó sublimes melodías en violín y de pronto todo se detuvo. La gente empezó a subir al escenario. 83


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Algunos sujetos se quitaban su piel y mostraban su verdadero cuerpo infernal. Otros caminaban en el techado y largaban espuma por la boca. —Ustedes han detenido nuestro sagrado ritual. ¡Ahora morirán aquí mismo! —dijo el satánico. Ninguno podía moverse y el jefe del grupo sacó una larga daga de su plexo solar y caminaba rumbo a los chicos para degollarlos. No existía escapatoria. Hasta que Boris empezó a cantar en tono gregoriano. Anderson lo siguió y entonó un largo canto en barítono. Los demás chicos lanzaron gritos heavy hasta que el nefasto violín del demonio estalló en cientos de fragmentos. Todo volvió a moverse y el caos se manifestó. Las bellas mujeres se convirtieron en harpías y se lanzaron contra Christopher y Thomas. —Maldita sea. Es hora de entrar a la acción. ¡Este será el día en que se arrepientan de meterse con un integrante de Dragón Rouge! —exclamó Johnson, mientras alzaba sus manos y encendía en llamas a las sucias harpías. Todas cayeron convertidas en ceniza. Boris conjuró varias frases mágicas y materializó su pesado bajo. Llegando a tocar un grave arpegio que fue durmiendo a la turba enfurecida. Youngblood hizo lo mismo y con su vigorosa guitarra escaló potentes solos que fueron desintegrando a algunos de los demonios. Cada escala era tan fina y ultrasónica que, tono por tono, las fibras de cuerdas destruyeron la oscura materia de la que eran conformadas las criaturas.

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—¡Yo, el gran Shubartaroth! Invoco a las legiones infernales a salir —dictaminó el jefe del grupo y el suelo de la catedral se abrió estrepitosamente. Gran parte de los fans cayeron en las entrañas del fuego del averno que se abría en las profundidades. Algunas almas eran evaporadas y desaparecían como un aliento gélido. Los chicos se miraban atónitos ante todo aquello. Un mar de lamentos y perdición fluía con exquisito tormento. Mikael daba vueltas a su cabeza en aquel instante. ¿De qué manera podría dar frente a todo aquello? Tan pronto pudo tomar un respiro, recordó. Su bella ninfa lunar le había otorgado la poderosa Clavícula Nox. Aquel sagrado artilugio podría acabar con todo aquello y abrir otros niveles de percepción extrasensorial. Lo había puesto en un collar que pendía en su cuello y se la quitó. Seguidamente la apretó junto a su corazón y conjuró una frase en una lengua muerta que nadie más que él podría evocar. La clavícula se hundió en su pecho. Anderson sintió una tremenda energía en aquel instante y empezó a levitar. Las dos lunas rojas del cielo empezaron a bajar y tal como dos cometas humeantes, se dirigieron a la iglesia que se desplomaba cada vez más. Toda la gente huía con terror y podían observar como un gigantesco demonio emergía del profundo abismo. Los demás compañeros saltaron sobre los muros colapsados y emprendieron la retirada. —¡Salgan de aquí! Mikael se hará cargo —ordenó Forey, llamando a todos al exterior. Los demás lo siguieron y solamente Anderson se mantuvo flotando a pocos metros sobre la inquietante bestia luciferina. Él extendió sus brazos y jaló algo del cielo. Tan pronto hizo esto, las dos lunas sangrientas se estrellaron en la fosa como dos lágrimas de fuego.

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Un fuerte estruendo se escuchó y luego todo colapsó. El demonio soltó un desgarrador alarido que se fue extinguiendo hasta esfumarse. Las flamas rojas se convirtieron en ardientes llamaradas azules. Todo fue consumido. En aquel momento, todos los integrantes de Hell Matter empezaron a desmaterializarse. Sus cuerpos cayeron como cenizas en el cielo. Mikael descendió agotado lejos de la profunda fosa. Su trabajo había terminado. Al siguiente día, todos festejaron en el hospital. Los famosos guitarristas estaban bien. Los signos vitales de Anderson se habían estabilizado. —¡Brindemos por un mejor mañana!—dijo Thomas con alegría. La espuma de champagne se escurría de la botella. —No hubiésemos salido con vida sin vuestra ayuda. Los demás integrantes de nuestros grupos habían muerto a manos de las harpías y demás criaturas de la noche. Solamente buscaban nuestra sangre mística para despertar a una nueva legión de demonios. Estaremos en deuda por siempre con ustedes —comentó Christofer mientras brindaba. —Lo importante es que derrotamos a esa maligna agrupación. No hay nada más valioso que la vida de los buenos camaradas. Mikael estaba contento, más allá de estar junto a sus amigos, también sabía que su bella amante lunar estaba con él. En su interior fluía una fuerza mística que podría salvarlo de cualquier adversidad.

La música que inspiró este relato: El actual cuento «Seek and Destroy» fue inspirado en los álbumes Vovin del grupo de metal sinfónico Therion. The Fourth Legacy de la banda de power metal progresivo Kamelot y Ghost Reveries del grupo de death metal progresivo Opeth. La pelea entre legiones del bien y el mal. Una confrontación fantástica. 86


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Ajedsus Balcázar Padilla es un escritor mexicano de ciencia ficción, terror y fantasía. También poeta y compositor. Nació el 29 de Octubre de 1993 en Chiapas y vive actualmente en San Cristóbal de las Casas. Maneja la revista de literatura fantástica El Axioma y ha sido publicado en varias plataformas digitales como: Sexta Fórmula, Espejo Humeante, Teresa Magazine, Polisemia Revista, El Narratorio 59 y 62, Fanzine Letras Públicas, Teoría Omicron, Revista Letras y Demonios 10 y 11, Perro Negro de la Calle No.53 y 55 y participa en Relatos Increíbles número 21. Forma parte de la antología Solar Flare – OVNI de Editorial Solaris de Uruguay (2020), y de Error-404: Vínculo no encontrado de Editorial Libre e Independiente de Perú (2021). Entre sus aficiones entra en especular sobre posibles realidades, imaginar en mundos fantásticos y caóticos. Blog: “La Dimensión de Ajedsus" https://ajedsus.art.blog/ Facebook: Ajedsus Escritor

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Lo que nos pasa por dentro Ezequiel Pelliza Goicochea La cara, hundida en la almohada. Los brazos, inertes, a los costados del cuerpo. El rápido movimiento del torso delataba una respiración agitada. A pesar de las apariencias, su cuerpo no estaba cansado. El agotamiento iba por dentro. Una mezcla peligrosa de decepción, tristeza e ira. Pero, en ese torbellino de sentires negativos, se adivinaba algo más. Algo se gestaba a partir del dolor. Porque el dolor es el destino al que conducen, inexorablemente, la decepción, la tristeza y la ira. Inhaló y exhaló de forma exagerada, sabiendo lo absurdo que era pensar que así podría quitarse algo de todo lo que llevaba dentro. Al contrario, escuchó su propio suspiro y lo único que consiguió fue acentuar sus sensaciones. Era todo muy reciente, pero Mauricio sabía que su pena era una bola de nieve descendiendo desde el Everest. La persona con la que había imaginado todo su futuro, la mujer con la que tenía planeada su vida, lo acababa de dejar. —Ya no es lo mismo que antes —le decía ella. —Claro que no lo es. Todos cambiamos. Hace cinco años que estamos juntos, cambiamos —respondía Mauricio. —Sí, pero siento que el cambio no fue para bien. Ya no me siento cómoda en esta relación. Y no había más vuelta que darle. No se trata de una discusión en la cual uno, con buenos argumentos y herramientas discursivas, pudiera torcer el punto de vista de la otra persona. Si ella ya no sentía amor por Mauricio, ya no sentía amor por Mauricio. Y cualquier insistencia, cualquier negación de lo que se le estaba diciendo, cualquier súplica por parte de él, no haría más que afianzar el convencimiento de ella de que hacía bien en dejarlo. No quería hablar con nadie. No quería hacer nada. No quería pensar en cómo sería su vida de ahí en adelante. Quería no hablar, quería estar tirado en la cama, quería no pensar. Recordó que en su heladera le quedaban dos latas de cerveza. «Mejor que nada, aunque menos de lo necesario», pensó. Se levantó de la cama, con el desgano a cuestas, y encorvado y casi arrastrando los pies, fue a buscar las Brahamas. Se recostó en el 91


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sillón del living que le quedaba más cerca que su habitación, se tomó las dos latas y se durmió. Melody daba vueltas por la esquina. Su esquina. Su lugar de trabajo. En realidad, el lugar en donde se realizaba la primera parte de su trabajo: captar la atención de algún hombre que quisiera pasarla bien. Y nunca faltaban. Ya sea por su belleza física o por carisma y su habilidad para seducir, cada noche desfilaban autos por la esquina de Godoy Cruz y Güemes en búsqueda de pasión, lujuria y desenfreno. Pero eso no era todo. Otra cosa ocurría alrededor de Melody, y eso despertaba el interés de muchos. Se comentaban cosas… corrían rumores… Cierta vez un peso pesado acudió a Melody para purgarse. Se trataba de un empresario de la industria farmacéutica que logró su fortuna a base de especulación financiera, evasiones impositivas y testaferros. Cuando hubieron terminado de hacer lo suyo, el hombre se sintió puro. En medio de la decadencia y de la suciedad que reinaba en ese hotelucho de mala muerte, ubicado en una zona lo suficientemente oscura como para que cualquier alma pudiera pasar desapercibida, el tipo se vio a sí mismo con la conciencia limpia. Esta extraña sensación, aunque explicada de manera tosca y bruta, se la transmitió a algunos de sus colegas. Otros que, como él, además de ser delincuentes de guante blanco, también eran aficionados a la infidelidad y a pagar por sexo. Uno de ellos le preguntó el lugar exacto en el que podía encontrar a esa mujer, y le pidió que se la describiera, a fin de poder reconocerla. Esa misma noche pudo comprobar en carne propia lo que les había contado su colega. Esa mujer no solo era una exquisitez a la hora de brindar sus servicios, como muchas otras también lo eran, sino que los hacía sentir mejor. Mejores personas, menos delincuentes. Personas de bien. Con el correr del tiempo, todos tuvieron experiencias similares. Cada vez que alguno sumaba su anécdota, alimentaba más las convicciones de los demás. De esta manera, lo que comenzó siendo una recomendación, se convirtió en rumor; el rumor, en curiosidad; la curiosidad, en confirmación; la confirmación, en mito urbano. Un mito urbano que aseguraba que en la esquina de Godoy Cruz y 92


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Güemes había una rubia, con el pelo hasta los hombros y una cartera negra con tachas, que hacía sentir mejor a las conciencias sucias que se acostaran con ella. Y todo por un módico precio. Ya había pasado una semana desde que Sonia decidiera irse del departamento que alquilaban. Para Mauricio, esos siete días fueron siete años. El paso del tiempo se le estaba haciendo de goma, espeso, como en la pintura de Dalí. Se dio cuenta de que no sabía vivir solo. Y que la soledad lo conducía a beber cada día más. Antes, con suerte, tomaba una cerveza a la semana. Un viernes o un sábado a la noche. Ahora ya no importaba ni el día ni el momento del mismo. Llegó, incluso, a reemplazar comidas con cerveza. Y se le hizo hábito embriagarse algunas veces a la semana. En cuanto a lo laboral, hubiese querido dejarlo por un tiempo. Pero no podía darse ese lujo, vivía casi al día. Cumplió su horario en cada jornada. Eso sí, su rendimiento bajó un poco. Iba y realizaba las tareas de manera mecánica mientras su cabeza estaba en otra parte. Se sentía un robot cuya programación andaba fallando. Un prototipo que no fue configurado para moverse ni un milímetro de su rutina. Y el sentimiento se acentuaba a medida que pasaba el tiempo. Incluso la playlist que Mauricio escuchaba durante esos siete días no presentaba muchas variantes. Llegaba a su casa luego de trabajar y empezaban a sonar Papa Roach, Linkin Park, Bullet for my Valentine y Avenged Sevenfold. Le gustaban muchas otras bandas y otros géneros, pero el metalcore fue su compañía durante sus noches de autoreproches y borrachera. Mauricio no sabía inglés, y desconocía qué decían las canciones, pero la melodía le bastaba para imaginarse cosas. Por ejemplo: escuchaba Done with this y se sentía melancólico; le agarraban ganas de golpear cosas cuando sonaba Papercut; con Waking the demon lo invadía la confusión; mientras que cierto alivio llegaba con Beast and the harlots. ¿Las sensaciones de Mauricio eran acordes con las letras de las canciones? No tenía ni idea. Pero, dentro de su soledad, le gustaba hacer ese recorrido. Pero hubo una noche en la que un obstáculo se interpuso en su camino. O, más bien, se abrió una bifurcación antes inexistente. 93


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Mauricio estaba tirado en el sillón del living. Dormitaba con los auriculares puestos cuando oyó algo que no provenía de ellos. Sobresaltado, se los sacó de inmediato y agudizó sus oídos todo cuanto le fue posible. —¿Quién anda ahí? —escuchó su propia voz distante, con eco. También veía un poco borroso y estaba mareado. Se levantó de golpe y le dieron ganas de vomitar. Pero todo quedó en arcadas. Cuando logró afirmarse más o menos sobre sus pies, volvió a hablar. —Hola. Caminó despacio, atento a cualquier mínimo movimiento que pudiera producirse a su alrededor, a cualquier cosa que alterase la monotonía de su departamento. Pero aquello que alteró dicha monotonía no era algo que se pudiese ver, sino una voz. Una voz que podía oírse con claridad, aunque Mauricio no descifraba su procedencia. Para colmo, se dirigía a él. Lo saludaba. Mauricio, con mucha dificultad, hizo un recorrido rápido por todas las habitaciones. Estaba solo. —No te esfuerces en buscarme. Yo te encontré, y con eso alcanza —Mauricio llegó a escuchar una voz gruesa y demencial antes de perder la conciencia. Cuando despertó, una fuerte jaqueca lo ubicó en tiempo y espacio. Había vuelto a tomar más de lo adecuado. Así como se encontraba, no podría ir a trabajar. Decidió darse una ducha helada y tomar un café negro para combatir la resaca. Ya en la oficina, se puso en piloto automático. Salvo que le encargaran alguna tarea nueva, cosa que no solía suceder, iba a ser una jornada igual a las demás. Pero el imprevisto vino por parte del sistema. —¿No hay sistema? —preguntó uno de sus compañeros en voz alta. —No, se cayó otra vez —fue la respuesta colectiva. Sin poder seguir trabajando, Mauricio se dispuso a esperar a que se arreglara todo pasando lo más desapercibido posible. No tenía ganas de socializar. Hasta pensó que manteniéndose casi inmóvil contribuiría a dicho cometido. Y ya sea por ese o por otros motivos, lo logró. Hasta que… 94


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—¿Aburrido? De nuevo la siniestra voz de procedencia desconocida. Apenas moviendo la cabeza, observó a su alrededor. Sus compañeros estaban alejados, teniendo una charla distendida y amena. No había nadie cerca. —¿Quién sos? ¿Dónde estás? —susurró Mauricio, procurando no ser escuchado por los demás. —Quién soy… te lo voy a decir más adelante. Y estoy… adentro tuyo. Mauricio cerró los ojos con fuerza e intentó recuperar la cordura, o la sobriedad, o lo que fuera que haya perdido. —Estoy imaginando cosas, estoy imaginando cosas, estoy imaginando cosas —se repetía. Llenó sus oídos con su propia voz… convencida y tranquila. Pero la otra voz volvió a irrumpir… misteriosa e inquietante. —No estás imaginando nada, no estás imaginando nada, no estás imaginando nada. —¡A trabajar, manga de vagos! —gritó uno de sus compañeros mientras se terminaba de acomodar en su escritorio, tras comprobar que el sistema se había restablecido. Mauricio quedó un rato tildado, pero no oyó nada más. Y casi sin darse cuenta, ya estaba concentrado en su pantalla. La siguiente vez que escuchó la voz fue esa misma tarde, al regresar a su casa. Sacaba las llaves de su bolsillo cuando se le cayeron al suelo. —Ja, ja, ja —una risa continua sonó. Mauricio intentó no darle importancia. Se limitó a recoger las llaves y abrir la puerta. Decidió que esa noche no bebería. Era la primera vez que se proponía tal cosa desde que su novia lo dejó. Lo cierto es que ganas no le faltaban, pero… ¿Y si esa voz era fruto del alcohol? Mauricio tenía una explicación racional para el asunto. Estaba ebrio cuando la escuchó por primera vez y, desde entonces, por más sobrio que estuviera, la sugestión lo predisponía a seguir oyéndola. «Sí, de seguro es eso» pensó. Sin embargo, la voz, de nuevo en escena, persistía en demostrar otra cosa: —¿No tomás una cervecita hoy? —¡Basta, basta! 95


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—Tomemos una, dale. Y te cuento quién soy. Mauricio consideró que así debe ser el inicio de todo alcohólico en su propia perdición. Pero también consideró la oferta que acababa de recibir. Dudando, sin tener en claro qué era lo que iba a terminar haciendo, fue hacia la cocina, agarró un vaso y lo llenó de agua de la canilla. Se lo tomó todo sin respirar. Esperó unos segundos. Pensó. Se replanteó cosas. Sopesó pros y contras. Miró el vaso, miró la pared y lo arrojó con todas sus fuerzas. Fue a la heladera, abrió una lata y empezó a tomar. —Querido Mauricio —comenzó la voz— no voy a entrar en detalles con respecto a quién soy. Sí te voy a decir que soy un demonio… Un demonio que tiene algunos planes. Recién empezaba a hablar y Mauricio ya dudaba de si estaba haciendo bien en prestarle atención a algo en lo que todavía no terminaba de creer. —Pero eso no es de tu incumbencia. Al menos, no por ahora… Lo que necesitás saber es que no pretendo hacerte daño. Al contrario, si me ayudás, quizás encuentres una motivación… —¿Motivación? —Sí. Yo sé que estás triste, que te sentís solo y vacío. Que desde hace un tiempo no le encontrás sentido a nada, que la vida te resulta indiferente. —Vos no sabés nada de mí. —Yo sé todo de vos, Mauricio. Estoy adentro tuyo. Tengo acceso a tus sentimientos, a tus pasiones, a tus miedos. Tengo todos estos recuerdos a disposición. Si pensás en algo, lo voy a saber incluso antes de que vos mismo seas consciente de dicho pensamiento. Mauricio empezaba a creer que de verdad había algo dentro suyo. Y también empezaba a creer que ese algo era peligroso. —No te asustes. Como te dije, no pretendo hacerte daño. Creéme que, con toda la maldad que hay en tu mundo, de quien menos deberías preocuparte es de mí. —¿Qué es lo que querés? —Bueno… Necesito que me lleves a un lugar. —¿Y por qué no vas solo? —No puedo estar en este mundo por sí mismo. Ninguno de los míos puede. Necesitamos poseer un cuerpo humano. —Y, entre tantas personas, me agarraste a mí. 96


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—Ya te lo dije, estás vulnerable. Una persona vulnerable es una persona fácil de poseer. Yo percibí soledad en vos. Desconcierto, tristeza, vacío… Y bueno, ese vacío requería ser ocupado. Y acá estoy. —Y si te llevo a donde me pedís, ¿me dejás en paz? —Si hacés lo que te pido, prometo dejarte en paz. Mauricio reflexionó unos segundos. Se sintió incómodo sabiendo que todos sus pensamientos eran conocidos por alguien más. Deseó privacidad, y deseó que ese anhelo de intimidad naciera y muriera en él. Pero eso no era posible. De hecho, estaba condenado a compartir su ser con ese demonio. Y la única manera de liberarse, de recuperar su espacio, era haciendo lo que él le pedía. —Está bien… ¿A dónde querés ir? Para llegar, Mauricio tuvo que armarse de paciencia. El demonio no tenía una dirección. Sabía dónde quería ir, pero sin mayores precisiones. Le explicó que algo lo atraía, y que ese algo se encontraba al noroeste de ellos. —¿Pero es cerca de donde estamos? —preguntó Mauricio. —No… Su intensidad es débil. Cuando nos acerquemos me voy a dar cuenta. Mauricio evaluó la situación y, teniendo en cuenta el punto de partida y el de llegada, consideró buena idea tomar el doce, que agarra derecho por la Avenida Santa Fe. —Vamos a tomar un colectivo —explicó—. Va para el lado que me decís que querés ir. Cuando sientas que estamos cerca, avisame y nos bajamos. Fue así que, después de unas treinta cuadras, el demonio dio la señal. Mauricio tocó el timbre y descendieron de la formación. —¿Y ahora? —Y ahora viene la mejor parte. Caminaron doscientos metros. En ese trayecto, el demonio le dio más información a Mauricio. —Me llamo Erradiel. No soy el más fuerte de los de mi especie. Pero me considero mucho más apto que la mayoría, incluso que el mandamás. Vine acá, a vos, para fortalecerme. —¿Y de qué manera se supone que te fortalecerías conmigo? 97


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—Ja, ja, lamento desilusionarte, pero no sos más que un medio. Como dije antes, la única forma en que un demonio puede estar en este mundo es a través de un cuerpo humano. Y este cuerpo, dada tu situación, era muy tentador. Pero lo que busco no está en vos. Hace poco detecté una inmensa fuente de poder. Un poder oscuro y maligno. Y para llegar a él, necesitaba un vehículo, fue así que empecé mi búsqueda, hasta que percibí debilidad en vos. El demonio hizo una pausa. Mauricio procesaba todo lo que acababa de escuchar. Si bien seguía las instrucciones no terminaba de creer todo lo que estaba pasando. La existencia de esa entidad le parecía inverosímil. No descartaba que su mente le estuviese jugando una mala pasada. Y si aceptó hacer este recorrido era porque confiaba en que, al llegar a destino, la voz desaparecería y él recuperaría su cordura. Un destino insignificante en el cual no habría nada fuera de lo normal. Mauricio pretendía llegar, comprobar que el viaje fue en vano y que la voz, fruto de su imaginación, no volviera a hablarle nunca. La paradoja de dirigirse hacia lo absurdo para recuperar el sentido. Sin embargo, Erradiel volvió a hablarle: —¿Ves esa rubia que está en la esquina? Es ella. —¿Es un chiste? ¿Viniste hasta acá para tener sexo con una prostituta? —Mirá, desconozco los motivos, pero, aunque es una mujer común y corriente, dentro de ella se esconden pecados preciosos. Es como si fuera un recipiente de cosas malas. Y si logro alimentarme de todo eso… Estaré listo para mi propósito… —¿Y cómo se supone que vas a comerte esa maldad? —Bueno, hay dos formas. Podés matarla primero, y luego yo me encargo del resto. O, si preferís, puedo quitárselo mientras aún está viva. Eso sí: va a sufrir mucho y de todas maneras va a terminar muriendo. —¿Qué? No me dijiste nada sobre matar a una persona. —No me preguntaste. Solo quisiste saber si te haría daño a vos, y te dije la verdad. —No, olvídate. No va a morir nadie. —Lamento informarte que no tenés opción. —Ah, ¿no? —dijo Mauricio, en tono desafiante, mientras daba media vuelta, para volver por donde había venido. 98


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Caminó veinte metros. No le fue posible ir más allá. Su cuerpo se rehusaba a responder. Por más que se esforzara, Mauricio era incapaz de moverse. Supo lo que estaba pasando, o lo imaginó, pero igual intentaba continuar. Sus miembros no parecían recibir las órdenes de su cerebro. Y en su cerebro resonaba una voz: —Te dije que no tenés opción. Mauricio no respondió. Se limitaba a seguir luchando para sobreponerse a la situación, para recuperar el control de su cuerpo. —Pudiste matarla y evitarle el sufrimiento a esa mujer. Ahora lo vamos a hacer a mi manera. —No… —Cada grito de dolor, será una cuota de placer para mí. No podés evitarlo, ya es tarde. Relájate y disfrutá del espectáculo. —¡No! Fue lo último que llegó a decir Mauricio antes de perder por completo el control de su ser. Ahora era Erradiel quien decidía a dónde ir, qué decir y qué hacer. Mauricio pasó a ser un mero espectador interno. Un observador que podía contemplar el exterior desde sus propios ojos, pero no moverse a gusto. Y así, fue testigo de cómo su cuerpo giró y, de nuevo frente a la mujer rubia, avanzó decidido. Al verlo venir, ella le guiñó un ojo y le preguntó si quería divertirse. Erradiel le dijo que sí, y a los pocos minutos ya estaban en una habitación del hotel más cercano. La rubia comenzó a desvestirse, despacio, esperando alguna reacción por parte del hombre que tenía en frente. Lo habitual era que el cliente hiciera lo mismo que ella o que se le tirara encima. Sin embargo, este solo la miraba. No se movía ni decía nada. La rubia se sintió algo incómoda, pero continuó. Cuando quedó en ropa interior, se le acercó y empezó a seducirlo. Le dio un beso en la boca y, con su mano derecha, agarró fuerte su entrepierna. Mientras le besaba el cuello le levantó la remera hasta quitársela. Recorrió todo el torso de Mauricio con la lengua y fue hacia abajo. De rodillas frente a él atinó a desabrocharle el cinto, pero él la detuvo. Sujetándola fuerte de la muñeca, le dijo que se parara. Una vez que ella estuvo de pie, Erradiel le hizo algunas preguntas con la voz de Mauricio. —Decime… ¿Qué es más importante en una persona? ¿Lo de afuera o lo de adentro? 99


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—Emm... ¿lo de adentro? —respondió ella, desconcertada por la charla. —¿Y cómo crees que sos por dentro? Sin ocultar su fastidio, la rubia le dio la espalda. Agarró su cartera y, mientras se ponía su minifalda y su musculosa, le dijo que le hacía perder el tiempo, que no estaban ahí para hablar, y que si quería hacer amigos o buscarse una novia, se había equivocado de lugar. Él respondió que no. —¿No, qué? —No estoy en el lugar equivocado. La rubia encaró hacia la puerta, pero él le cerró el paso. Acostumbrada a lidiar con tipos difíciles, ella le lanzó una trompada. Erradiel, es decir, el cuerpo de Mauricio, la recibió de lleno en la nariz. Se rio por el atrevimiento y, agarrándola del cuello, la arrojó sobre la cama. Ella no descartó estar ante un cliente sadomasoquista, por lo que no dramatizó la escena y se quedó a la espera de que se le abalanzara, de que al fin comenzase la acción. Pero la acción que inició fue otra. —Huelo la impureza, la corrupción, el delito… —¿De qué hablás? —Adentro tuyo hay un cúmulo invaluable de pecados. Y van a ser míos. Erradiel extendió una mano hacia la rubia, que estaba a tres metros de distancia. Ella intentó moverse, pero le fue imposible. El demonio empezó a pronunciar unas palabras que la mujer no entendió. Quién sí supo su significado era Mauricio. A pesar de nunca haber estudiado latín en su vida, comprendió cada frase. —Quae intus est vestrum… —Mauricio tradujo: «Lo que hay dentro de ti…». El cuerpo de la mujer comenzó a emanar humo negro. El mismo lastimaba su piel a medida que salía. Era como si estuvieran despellejándole el alma. Un grito mudo denotaba el dolor ocasionado. El humo se acumulaba sobre ella, formando una nube de sombras que iba creciendo. —Nunc erit in medio de me —prosiguió Erradiel. «Ahora estará dentro de mí», es lo que Mauricio entendió. Tras esa sentencia, el humo que habitaba en la rubia pareció terminarse. Ella no gritaba más y su cara ya no denotaba espanto. 100


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No parpadeaba y tampoco respiraba. Su piel estaba irritada y agrietada. La nube sombría ya no aumentaba su volumen. Erradiel hizo un movimiento de manos y todo el humo se dirigió hacia él, hacia el cuerpo de Mauricio. Mauricio, en tanto, no podía creer lo que acababa de presenciar. Si bien era consciente de su nula participación en el homicidio, se sentía culpable. El demonio lo percibió. —Bueno, ya hice lo que tenía que hacer. Me siento mucho más fuerte. Como te dije, esa mujer albergaba un montón de porquerías. Era como si mucha gente hubiera depositado su inmundicia en ella. Una jaula de espíritus sucios, un recipiente de inmoralidad. —Mataste a una persona… —Tu vida era una desgracia y te estabas ahogando en vos mismo. Ahora, gracias a mí, vas a tener un poco de emoción. —¡Sos un hijo de puta! —Sí, bueno, el que va a tener que vérselas con la policía sos vos. Mauricio sintió cómo, de a poco, iba recuperando el control. Pestañeó tantas veces como le fue posible, giró la cabeza para todos lados y movió sus extremidades. Ya era él de nuevo quien decidía qué hacer con su propio cuerpo. Intentó comunicarse con la voz, pero no obtuvo respuesta. Erradiel parecía haberse ido. Mauricio se sintió libre. Aunque ahora debía pensar cómo explicaría el cadáver que tenía en frente.

La música que inspiró este relato: Done With You – Papa Roach Papercut – Linkin Park Waking the Demon – Bullet for my Valentine Beast and the harlots – Avenged Sevenfold

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Ezequiel Pelliza Goicochea nació en Argentina, en 1990. Participó con cuentos en las antologías Omelas (2020, editada por Pórtico Encuentro de Ciencia Ficción), Trenes (2020, a cargo de El Narratorio) y Umbra. Relatos de terror (2021, Tahiel Ediciones). Colabora reseñando libros en la página web Terror.com.ar.

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Metalmorfosis Víctor Grippoli Manolo se despertó de golpe. Otro día en aquel pequeño pueblo de España alejado de la capital. Bufó ante la frustración de tener que ir al colegio de nuevo y no poder tocar la guitarra con los amigos. Claro, no tenía instrumento… Siempre pedirlo prestado, siempre la vergüenza de tener una familia que no entendía lo que profesaba. Él era un hijo de “heavy”. Miró la habitación un momento. Las pilas de cassettes piratas amontonados, algunos viejos vinilos, el radiograbador y un póster de Iron Maiden con un Eddie perteneciente a Somewhere in Time que lo miraba con unos ojos que parecían decir «Libérate». Tomó aire y se arregló aquel largo cabello ensortijado como pudo y bajó hacia el living. María, su hermana menor, ya estaba desayunando mientras hojeaba un tebeo de Esther y su mundo. —¡Ahí baja el rockero más duro del condado! ¡Abran paso! — exclamó mientras le guiñó el ojo de forma picaresca. —Cállate, no estoy de humor. ¿Papá y mamá ya se fueron? —Sí, y apúrate que si no nosotros también iremos atrasados al colegio, tenemos algo de dinero sobre la mesa. Ya tomé mi parte. —¿Tienes la Polaroid Supercolor? Quiero usarla hoy. —Está al lado de la tele. ¡Y ten cuidado porque Lucía te va a denunciar si no le pides permiso para fotografiarla! —Va a gustarle mi regalo, ya verás —contestó mientras tragaba el restante del café con leche. —Es hora. ¡En marcha! Tenemos que ir al pedazo de basura que llaman escuela. Manolo tomó la chaqueta de cuero con cierres de metal y abrió la puerta. Aquel lugar no era feo. Había mejorado desde el fin de la dictadura, aunque ahí jamás podría cumplir sus sueños de conocer a las grandes bandas o tocar en una de ellas. ¡Todo ese mundo 105


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parecía estar tan lejos! ¡Si solo algo se lo llevara de aquel triste lugar! Por el camino lo miraban como a un bicho raro. El desprecio de la gente que lo criticaba por su música pesada… Ese cabello, la barba incipiente, la melena al viento… Y su hermana no se quedaba atrás, aquella ropa negra ajustada hacía que más de un chico se diera vuelta a mirarla con un intento de no fracturarse el cuello. A pesar de todo se sentían orgullosos de ser quienes eran. Eso era bueno. En la entrada de la institución estaba Lucía. El cabello rubio y brillante resaltaba sobre todo lo demás. Y sus labios, rojos y profundos, era todo lo que deseaba en la existencia. Ella no conocía el metal, era de otro mundo, aunque él estaba seguro que le encantaría cuando escuchara arder las cuerdas de las guitarras eléctricas. Manolo tomó la cámara y buscó un buen ángulo. Cuando encontró la iluminación perfecta y los otros alumnos se corrieron un poco, tomó velozmente la instantánea. —¡Perfecto! Ya la tengo. —Sonrió al ver que había quedado de gran nivel. —Bien, ahora entremos. Que una vez parezcamos alumnos normales. No quiero otro rezongo de los maestros. Se separó de su hermana antes de entrar al salón y en el mismo pasó todas las clases pensando en su amada. ¡Era tan difícil acercarse a ella! Hoy iba a intentarlo de nuevo al terminar la jornada. Al fin sonó el timbre y se apresuró a bajar las escaleras hasta la puerta principal. Todo estaba abarrotado de muchachos que dificultaban el paso. Había garabateado unas líneas de un poema de su autoría en la parte trasera de la foto sacada en la mañana. Iba a usarlo para una canción que pensaba hacer. —¡Lucía! No te vayas… —gritó antes que ella subiera al auto perteneciente a los padres de una compañera con la que solía regresar a casa. —Manolo. ¿Sucede algo? —contestó ella con elegancia.

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—Tengo algo… —Fue interrumpido con violencia por el padre de la chica, este se interpuso entre ellos y abrió con violencia la puerta del vehículo. —Muchacho, no es decorosa su conducta. Mírate, tan mal vestido. Como un vulgar criminal. Ya veo de dónde viene la influencia disoluta que ha tomado su hermana. Y pensar que vienen de una buena familia. —El hombre calvo introdujo a las adolescentes en el coche con un gesto imperativo. Su sometida esposa hizo lo mismo, se sentó en el asiento del acompañante y arrancaron con velocidad. Lucía le dedicó una mirada mientras se perdía subiendo la calle… —Hermano, ya habrá otra oportunidad. Vamos a los videojuegos, tenemos un rato… —Manolo hizo de tripas corazón y guardó la instantánea en el bolsillo interior de la negra chaqueta. Llegaron al local de arcades y se encontraron con otros rockeros, Tomás y Juan los abrazaron y se pusieron a jugar PacMan en un mueble desvencijado que había visto mejores momentos. María no paraba de destrozar records de puntos en Galaga. Le llegó el turno a Manolo en el comecocos pero su cabeza no estaba con la mente presente y perdió rápido. Cruzó al frente. Ya estaban las propagandas de los helados, un astronauta dibujado con escafandra y un cohete le llamó la atención y se compró un helado Capitán Cola. Lo saboreó con gusto y le volvió un poco la alegría, fue en ese instante cuando sus ojos terminaron en una nueva tienda cercana. ¡Vendían guitarras! Aquellas formas femeninas con cuerdas de acero brillaban en la vidriera. Se fue hasta allá para contemplarlas. Oh, aquello lo dejaba sin palabras. También el precio de las mismas… ¿Podría ser posible convencer a mamá de comprarle una? El dueño de la tienda salió a terminar su pitillo y lo arrojó a la vereda, era un hombre bajo que vestía una amplia camisa blanca escotada y ajustados pantalones de cuero. Aquel cabello enrulado y esa mirada élfica le hizo recordar a Ronnie James Dio.

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—Muchacho, ¿te gusta la guitarra roja? ¿Quieres tenerla en tus manos? —le propuso con una sonrisa que denotaba grandes misterios. —¡Claro que sí! ¡Me encantaría! Nunca tuve una de estas… —Pasa, es tu destino tenerla. Eso está claro —replicó sonriente. Entraron al local musical. No solo había instrumentos sino que aquel hombre estaba arreglando pilas de nuevos lanzamientos. ¡No había visto nunca aquellos álbumes! ¡Era fantástico! De pronto quedó seducido por una gran bola de cristal que descansaba en la mesa. Iba a tocarla cuando el caballero llegó con la guitarra. —Hay que probarla. Voy a conectarla al amplificador. A ver qué sabes hacer. —Yo… Apenas practico un poco con los chicos… Todavía no sé mucho —se escapó muy bajo por sus labios. Los dedos acariciaron las cuerdas con una cierta timidez. Al instante todo se envolvió en una masa de luz y ya no estaba en la Tierra… El paisaje circundante lo llenó de miedo: una planicie que se remataba al norte por un conjunto de escarpadas montañas, un sol rojizo que se recortaba entre nubes oscuras sobre un cielo violáceo, sonidos estridentes propios de un campo de batalla, gritos de muerte, llamas… ¿Eran cercanos? Manolo corrió hasta un grupo de piedras de grandes proporciones. Se ocultó sin saber qué sucedía. Apareció un grupo de guerreros con armaduras plateadas comandado por un poderoso hombre de desnudo y musculado torso que llevaba un pantalón ajustado de cuero negro. Portaba un martillo de guerra de exageradas proporciones. Todos gritaron cuando una horda de demonios voladores se hizo presente. Alas de murciélago, ojos rojizos y una figura semejante al de un ser cornudo. Cargaban lanzallamas y pistolas. No dudaron en disparar cuando vieron a los humanos. Muchos caballeros fueron presa de las llamas y murieron entre horrendos estertores. Otros accionaron sus arcos largos y 108


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ensartaron con sus rojas flechas a los demonios del inframundo. El Manowar no perdió tiempo, su negro y largo cabello fue mecido por un viento mágico proveniente de su martillo, usó el poder elemental para llevarse en un tornado a varias de las criaturas. Otras, que estaban más lejanas, chillaron con furia al ver a sus amigos morir e inmediatamente se arrojaron sobre el hercúleo héroe. Manowar gritó al partirle la cabeza a dos de ellos con gigantescos golpes, todo su cuerpo quedó salpicado por la sangre que brotó en grandes cantidades de las heridas. ¡En ese instante se hizo presente otro contingente con lanzallamas! Dispararon desde la altura y la roca de Manolo ardió entera. Este salió corriendo sin rumbo. ¿Qué sucedía? ¿Acaso había sido la roja guitarra que lo había transportado hacia el extraño lugar? ¿O la bola de cristal de ese hombre parecido a Dio? Imposible saberlo, ahora había que sobrevivir. Siguió corriendo desesperado. Giró la cabeza para ver si lo perseguían. Allí continuaban guerreando los valientes caballeros liderados por aquel gigante bárbaro con músculos poderosos, hasta usaba sus manos para separar quijadas pertenecientes a las cabezas de aquellas monstruosidades para luego volver a tomar su martillo de batalla. La jefa de las hordas se hizo presente. Era una mujer desnuda y voluptuosa de una fabulosa belleza arcana. Tenía alas de murciélago, como sus lacayos, y arrojaba rayos eléctricos de poder por sus dedos. —¡Estás perdido, Manowar! Las hordas del rey Venom van a traer todo el infierno a Metallium. ¡No hay escapatoria! —¡Nunca nos daremos por vencidos! ¡Se lo he jurado a la diosa del heavy metal! Acto seguido saltó para comenzar a pelear con ella en el mismo aire. Detenía los rayos eléctricos con el poder de su gran martillo. Pero ese instante de distracción y contemplación evitó que el muchacho mirara el barranco hacia donde se aproximaba. Cayó vertiginosamente rodando por la ladera de tierra oscura. Las 109


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piedras impactaron en su cuerpo y le cortaron la frente. Instantes después, cuando llegó al suelo, perdió el conocimiento. Abrió los ojos y ya no estaba en el campo de batalla. ¿Acaso había vuelto a viajar a otra zona de este extraño mundo? Se puso de pie y observó el lugar. Árboles rojizos lo rodeaban, en el centro aquella casa blanca de madera a techos de dos aguas y con una pequeña torrecilla también rematada con similar techo, la construcción lo esperaba a la orilla de un lago con quieta superficie. Era un molino extraño… Una puerta se encontraba en el centro de un triángulo formado por tres ventanas cuadradas. Parecía que lo llamaba… No, no era la casa, era la mujer de negra vestimenta que pareció salir de la nada misma. La túnica oscura parecía llegarle al suelo y la cerró con ambas manos debido al aire frío de la mañana. Era una bruja, de eso no había dudas. —Ven, Manolo, no tengas miedo —pronunció mientras extendía su mano derecha. —¿Quién eres? ¿Dónde estoy? —cuestionó mientras entraba con ella a la gran casa. —Estás en Metallium, la dimensión de la música pesada. Aquí se hacen realidad todos los pensamientos y sueños del Multiverso. Tenemos tanta vida como tú. No pienses que somos meras fantasías. Mira, el Sabbath Negro se aproxima, la luna ya está cubriendo al sol… —ambos miraron por la ventana y comenzaron a ver un eclipse que se sucedía muy lentamente. —¿Qué significa eso? Hace un momento estaba en la nueva tienda de música… Debo estar soñando. Algo me afectó la cabeza. —No tienes nada mal. Estábamos esperándote, tú tienes que ir con la diosa del heavy metal. Tendrás que seguir por el camino que está detrás del molino hasta la puerta del Guardián Ciego. Solo él te dejará proseguir… —Hay una guerra en este mundo. He visto pelear a un campeón contra hordas de demonios… —dijo mientras temblaba al recordar la batalla. Ya no creía que estaba inconsciente.

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—El rey Venom ha abierto las puertas del Infierno con el libro Black Metal. Sus tres lugartenientes pelean entre los planos contra los héroes del metal. Es una guerra por el Multiverso. Debemos cerrar el portal de Metallium, luego podré buscar al último metalero y ver si sigue vivo en una ciudad llamada Montevideo. Un lugar muy al sur. Solo él puede terminar todo esto. —¿Quién? ¿Es otro campeón? Debo ir con la diosa del heavy metal. Algo en mi interior dice que la conozco… Parece unirse el tiempo y el espacio en el corazón. —Todos los héroes de todos los planos están unidos a la diosa. Confía en ella. Hemos vaticinado que vendrías a este mundo para ayudarnos. No podemos dejar que el rey oscuro se apodere de las realidades. Ahora no pienses más, toma la puerta trasera y parte a buscar al Guardián Ciego. Él sabrá guiar tu camino. —¿Hay otra forma? ¿Hay opción? —No, no la hay. Es lo que tiene que ser hecho para salvar a nuestro pueblo. —Ella acarició el rostro del muchacho con su mano derecha. Luego, este partió por el camino que iba detrás de la casa plagada de objetos extraños y grimorios. Caminó siguiendo las marcas en la tierra sin poder precisar cuánto. Ya había dejado atrás mesetas y zonas con desiertos. Tenía los pies cansados y sudaba a mares, se sacó la chaqueta y la dejó doblada en su brazo. —¡Ayuda! —gritó un niño campesino que era perseguido por dos demonios alados con lanzallamas. Iban a asesinarlo en cualquier instante. Del otro lado se hizo un portal de viaje circular. Se veía el pueblo español del cual provenía. ¡Era su boleto para volver y escapar de esta pesadilla! Pero no podía dejar al niño, no era correcto. Le quedaban escasos segundos. Arrancó una rama seca de un árbol, parecía una lanza, bien, la usaría como tal. La arrojó con su máxima fuerza y atravesó el estómago de la voladora bestia y le dio muerte. La otra chilló y giró para dispararle, Manolo evitó el fuego del lanzallamas con un salto hacia el costado. El demonio 111


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tomó tierra y sacó su pistola de rayos. El muchacho se puso de pie y le saltó al cuello. Con ambas manos comenzó a ahorcarlo. No sabía de dónde tomaba tanta fuerza. En cuestión de un minuto el enemigo murió al no poder respirar. —¡Niño! ¡Estás a salvo! Ya los he matado. —Gracias, guerrero de la Tierra —le contestó el infante mientras que se trasformaba en un hombre alto con un manto negro que le llegaba hasta el suelo. La capucha impedía que su rostro fuera siquiera insinuado. —¿Quién eres? —cuestionó Manolo con rostro fiero al pensar que tal vez era otro enemigo. —Soy el Guardián Ciego. Has pasado la prueba. Elegiste salvar a un inocente en vez de volver a tu hogar. Ahora puedes seguir tu camino. Probaste que eres justo. —Yo te buscaba… El Guardián Ciego… ¿Eran reales los demonios? —Muy reales, y lo que has visto es algo que sucede diariamente en nuestro reino. No tenemos tantos hombres para proteger cada pueblo y mueren cientos de niños. Tú puedes evitarlo. Sigue el camino, no pierdas más tiempo. Ella te espera. El Guardián Ciego extendió su brazo y fueron visibles las doradas puertas de magnífica factura que conducían al palacio blanco de la diosa del heavy metal. Manolo decidió atravesarlas y dejar atrás a la misteriosa figura que se mantenía quieta y apenas parecía tener vida. A lo lejos estaba un castillo con altísimas torres adornadas con formas de guitarras, bajos eléctricos, calaveras de diversas formas o cuerpos en vigorosas motocicletas. Nunca había visto nada tan hermoso en toda su vida. Cada pizca del lugar manaba magia y se recortaba formando un paisaje idílico bajo el extraño sol que era cubierto por el eclipse. Dos guardias con lentes oscuros y vestidos completamente de cuero negro y tachas le salieron al paso. —Ven con nosotros. Ella te espera —le dijo uno de ellos. 112


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Atravesaron las gloriosas estancias hasta llegar a la sala del trono. Allí se encontraban cientos de músicos, algunos con instrumentos que vendrían del… ¿futuro? Otros caballeros estaban por el lugar y varias decenas de motoqueros-combatientes preparaban sus armas. En el centro estaba ella, sentada en aquella mole formada de calaveras y rodeada de fuegos que ardían vigorosos. Era la diosa del metal, de rubia cabellera larga, voluptuosas formas, con traje de cuero ajustado y tachas que hipnotizaba con su mera visión. —¡Ha llegado un nuevo campeón! Ven conmigo, Manolo. Te estaba esperando —dijo ella mientras se ponía de pie. —Yo… no sé qué decir… —escapó por sus labios. —Mira el sufrimiento de nuestro pueblo desde que Venom ha tomado el libro del Black Metal para abrir el portal al Infierno. — Colocó la mano en la cabeza del muchacho y se vieron visiones de pesadilla: cientos de inocentes muriendo, pueblos quemados, campeones del metal que caían en todas las dimensiones ante las huestes de las sombras. —Quiero ayudarlos, pero no soy más que un muchacho que no sabe nada. —No lo eres. Tuya es de ahora en más la espada del metal pesado. ¡Sacará las habilidades que tienes en tu interior! ¡Con ella podrás cerrar el portal infernal del castillo de Venom! —La mujer hizo que se materializara una gran espada de entreveradas formas y extrema hermosura. Esa magnífica obra fue pasada a las manos del joven. —¡Es increíble! ¡Siento su energía fluir! —contestó con una sonrisa mientras sentía el poder. —¡Se acercan, los veo por los telescopios! —gritó uno de los motoqueros. Por los ventanales se hicieron visibles cientos de aviones, biplanos y triplanos enemigos, acompañados de gigantescos dirigibles con pentagramas invertidos. A sus costados volaban hordas de demonios y desnudas mujeres con lanzas. ¡Las hordas de Venom pensaban atacar el castillo del metal! 113


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—¡Que el Barón Rojo se lleve al muchacho! ¡Nosotros defenderemos el castillo como podamos! Vete ahora. Tienes que partir a la base enemiga y cortar el mal de raíz —le dijo ella con mirada preocupada. Las masas de personas se abrieron y fue visible un rojo avión perteneciente a la primera guerra que ahora tenía doble cabina. Manolo tomaría el lugar del artillero en el modificado aeroplano. Ajustando el ala se encontraba un hombre con campera de cuero, cuello peludo y antiparras. ¡Era el mismísimo Barón Rojo con su clásico vehículo! —Chico, ¿quieres acaso una invitación por escrito? Ya escuchaste a la muchacha, nos vamos de aquí. Sube y empieza a ver cómo funciona la metralleta. Vamos a despegar desde la pasarela superior. —S… Sí. Ya entiendo… —Subió al avión y comenzó a manipular el arma. Al instante la espada le comunicó todo lo que debía saber sobre su uso. El Barón carreteó por la pista marmórea que brotaba de la altísima torre y el avión rugió cuando se introdujo entre las nubes anaranjadas. Otros aviones metaleros los siguieron, prestos para la batalla. El Fokker triplano siguió mutando mientras lo llevaba el viento. Ya no solo era biplaza sino que dos nuevas metralletas surgieron de su parte central y comenzaron a disparar a la horda. Enseguida cayeron dos aviones prendidos fuego. —¡Esos demonios no pueden contra esta nave! ¡Vamos a hacerlos pedazos! Cubre mis espaldas, chico. Ahí vienen. Dos biplanos surgieron de las nubes y dispararon. Las balas pasaron rozando el rojo armazón. Manolo tomó puntería usando la mira circular de la metralleta y no dudó, ambas tomaron fuego con sus certeras ráfagas. Al instante siguieron la ruta que los conduciría hacia su destino, no sin antes enfrentarse con más peligros. *** En un dirigible cercano estaba un hombre que llevaba una larga capa negra que envolvía su espigada figura. Los ojos eran dos 114


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pozos sin fondo y no tenía labios. Aquellos dientes parecían formar siempre una perversa mueca. Era uno de los lores Black. Ahí estaba Cronos y se dirigía a ver al maestro. Entró en una oscura sala apartada de los hombres y la cornuda figura del macho cabrío con cuerpo humano se hizo presente por la magia. El verdadero Satán estaba en el lugar del portal. Su sola visión podía helar los corazones más valientes. —Cronos, el muchacho ha tomado el avión del Barón Rojo. No podemos permitir que lleguen a la puerta. ¡Tienes que detenerlos! —Entonces al fin ha llegado… ¡Tengo mucho que cobrarle a ese piloto maldito! ¡No volverá a vencerme! —contestó cerrando su puño enguantado en negro cuero. —Puedes interceptarlo. Utiliza todo el poder que necesites. Es imperativo que ganemos. Yo me encargaré de los otros héroes de las diversas realidades. —Maestro, así será. No lo dude. En menos de media hora llegaremos a su posición, bajaré a ese Fokker del cielo. ¡Se lo juro! *** El triplano derribó a tres aviones más y a un grupo de demonios voladores. A lo lejos aparecían las montañas en donde estaba la fortaleza enemiga. Detrás dejaban el fabuloso combate que se llevaba a cabo. Era imposible saber cómo terminaría. Parecía que ambos bandos estaban igualados. En ese instante las nubes violetas se abrieron y surgió el dirigible de Cronos, estaba adornado con pentagramas invertidos que parecían estar hechos de fuego. Los cañones oscuros se desplegaron de su vientre y abrieron fuego. El Barón esquivó las primeras ráfagas con gráciles piruetas pero no era una tarea sencilla. —¡Muchacho! Comienza a disparar, ese es el dirigible del mismísimo Cronos. Ya hemos luchado varias veces. Se nos ha complicado el viaje… —¡Entendido! —Manolo comenzó a disparar mientras seguían esquivando las ráfagas de energía oscura. Nuevos cazas triplanos 115


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surgieron del hangar trasero y contestaron con ráfagas trazadoras. Manolo pudo hacer blanco en tres de ellos que cayeron entre llamas. —¡Barón! No paran de venir, han salido más cazas. ¡Son demasiados! —¡Eso no es nada! Mira, han comenzado a cambiar el clima! No van a permitir que llegáramos por las buenas. El cielo se tornó oscuro y los rayos comenzaron a sonar embravecidos, parecía que los mismísimos relámpagos estaban dominados por Cronos. ¡Querían aniquilar al Fokker! Uno de ellos impactó el avión y le arrancó la punta del ala izquierda. —¡Nos han tocado! ¿Podremos resistir? —cuestionó Manolo con preocupación. —¡Mierda! ¡Sí! Este avión tiene sus trucos, otro se hubiera incendiado. Pero no puedo hacerlo solo. ¡Sigue atacando, ahí vienen! Dos cazas vinieron por la derecha y dispararon. Las balas atravesaron parte del casco del rojo avión, ¡ya casi no podían tolerar más daños! Manolo esperó que pasaran sobre ellos y comenzaran a girar para volver a atacar. ¡Ahora era el momento! ¡Que volaran las balas! Ellas fueron efectivas y se cobraron dos nuevas víctimas pero en el momento en que cantaba victoria otro rayo negro del dirigible volvió a lastimar al avión. —¡Barón! Debemos atacar al dirigible, yo puedo derribarlo… —Eso no es un globo común, esa tela puede resistir muchos impactos, tendrás que disparar con precisión sobre el mismo lugar. Yo me encargaré de evitar el fuego de las torretas. Elige un punto por la mitad del armazón central. ¿Entendido? —¡Perfecto! ¡Vamos a por él! —respondió con una sonrisa. El Fokker giró hacia atrás y tomó altura, las trazadoras querían impactarlo, otros cazas fueron desplegados y comenzaron a perseguirlos. El Barón los evitaba a todos. Se fueron aproximando cada vez más y Manolo comenzó a abrir fuego sobre el mismo 116


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punto una y otra vez. Claro que era imposible de forma continua, los enemigos eran hábiles y solo un piloto experimentado como el alemán podía evitar sus embates. El muchacho logró su cometido cuando una gigantesca explosión sacudió todo el dirigible y este comenzó a tomar fuego. Estaba perdiendo altura y muchos demonios sin alas se arrojaban al vacío para no morir quemados en el interior. —¡Manolo, lo hemos logrado! ¡Bien! Ahora podremos seguir nuestro camino. —Barón, un avión ha salido del dirigible… Siento algo oscuro dentro de él. —¡Es Cronos! ¡Maldita sea! Vámonos de aquí. Debemos aproximarnos al portal lo más que podamos. El avión negro estaba tapizado de calaveras y símbolos ocultistas. A los mandos del biplano estaba el hombre sin labios, furioso ante la pérdida de su base aérea. Comenzó a perseguirlos aunque no podía darles caza debido a la gigantesca velocidad del Fokker. Pasaron varios minutos y el gigantesco castillo Venom ocupó toda la vista, aquel lugar era amenazante y sus atalayas con pentáculos y fuegos resultaban amenazadores en exceso. Se podía ver la torre central, más alta que todas. De la misma manaba un rayo azul que cortaba el cielo y parecía acercarse al eclipse del Black Sabbath. Se desplegaron hombres por las almenas, los habían descubierto. Activaron las torretas antiaéreas y comenzaron a abrir fuego. En ese instante apareció más cerca el avión de Cronos, tenía un motor cohete de un solo impulso como as bajo la manga. El Barón trató de esquivar las ráfagas pero fue imposible. Varias atravesaron las alas. Manolo trató de colocarlo en el centro de la mira. Tarea inútil, aquella cosa no paraba de moverse. —¡Déjamelo a mí, muchacho! ¡Tengo que ponerle fin a esto si quieres llegar a la torre principal! —pronunció mientras se colocaba las antiparras con la mano izquierda. 117


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El Barón tomó altura y comenzó a atacar con las metralletas delanteras. Ahora era Cronos quien comenzaba a huir. ¡Pero no iba a durar mucho tiempo! El amo oscuro giró y fue volando de frente hacia su enemigo. Ambos aviones estaban en línea de colisión y se disparaban sin cesar. Solo uno saldría de aquella pelea, con suerte… El biplano de Cronos tomó fuego y comenzó a descender hasta que explotó en una maraña de llamas. ¡Habían vencido! —Barón. ¿Está muerto? ¿Ganamos? —Ganamos… Pero ese hijo de puta no murió, te lo aseguro. Aunque ahora tenemos otro problema. Ya no podemos volar más. Debo hacer un aterrizaje forzoso en una de las plataformas de la torre principal. Hasta aquí he llegado… El triplano humeante esquivó los antiaéreos y aterrizó en una de las gigantescas plataformas enemigas. Manolo descendió de un salto y vio que su amigo permanecía dentro y estaba lastimado. —¡Barón, está herido! ¡Déjame ponerte a resguardo, ya van a llegar los guardias! —Estoy bien, yo me encargo. No es letal. Tú entra a la torre, voy a darte mi poder, la Metalmorfosis. Sabrás cuándo usarla… Ahora es tuyo…, campeón. El piloto tocó la frente de su compañero y transmitió su energía. —Gracias… —Ahora vete, todavía puedo disparar las metralletas. ¡No voy a fenecer aquí! —gritó con un rostro lleno de dolor por la herida. Decenas de guardias, demonios murciélagos y otras criaturas del averno se hicieron presentes para terminar con su vida. El Barón los puso en la mira y comenzó a destrozarlos con las metralletas. Fue un baño de sangre que llenó la plataforma de entrañas y trozos de miembros. Manolo generó la espada del metal pesado y aprovechó la distracción para comenzar a subir por las entreveradas escaleras de caracol que estaban en el interior pétreo. 118


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Ascendió por largos minutos hasta que llegó a una sala con gigantescas arcadas góticas. Por los ventanales descomunales sin vidrios era observable toda la inmensidad que rodeaba a la mole. El terreno ya estaba corrompido y se asemejaba a los yermos secos del Infierno. En el centro de la sala estaba flotando el circular portal que manaba el rayo violeta por la abertura superior de la torre principal. Del otro lado era visible una figura con cuernos de macho cabrío y manto negro hasta el piso. El mismísimo Satán lo estaba observando. A su lado levitaba el libro Black Metal. —¡He llegado hasta aquí para cerrar el portal! ¡Estás derrotado, Satán! —gritó el joven de forma amenazante mientras lo señalaba con la espada. —Pobre iluso. Nada puedes hacer. El Sabbath está por completarse y todo Metallium será mío. ¡Llevaré el Infierno a todas las dimensiones! Imaginé que Cronos podría fallar, por eso te tendí esta trampa y dejé que llegaras hasta mi presencia —contestó sonriente mientras extendía sus manos rematadas con garras. —¡Maldito seas! ¡No voy a permitirlo! —Manolo corrió con la espada en la mano, debía golpear el portal para cerrarlo. En ese momento se rompieron varias vigas, gracias a la energía oscura de Satán, formaron una cruz. El joven fue alzado en el aire y clavos penetraron en sus manos y pies. Ahora gritaba mientras la sangre corría por su cuerpo. ¡El Diablo lo tenía donde quería! La espada del metal pesado cayó al suelo y el eco de su golpe se extendió por la cámara gigante. —¡Ha llegado tu fin! Manowar está vencido en campo de batalla, el Barón está herido, en tu futuro no se sabe dónde está el último metalero. Ahora morirás crucificado ante mis ojos. Los campeones están cayendo uno por uno. ¡La victoria es total! Comenzó a elevarse una nueva viga de metal rematada en filosa punta. Iba a clavarse en el corazón del humano. La sangre corría copiosamente por las heridas. No había forma de zafarse de la crucifixión. Ya no quedaba esperanza… ¿o sí? Una sección entera de la pared de la torre voló en pedazos. Se hizo visible entre el humo un avión moderno. Con la compuerta trasera abierta y con 119


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las torretas disparando trazadoras a diestra y siniestra. Saltó un hombre con casco negro adornado con una extraña letra blanca, hombreras con púas y una máscara de gas con dos tubos que cubría su rostro. En una mano llevaba una motosierra y en la otra un fusil de exageradas proporciones. El militar abrió fuego contra la lanza voladora haciendo que cayera al suelo y siguió atacando el portal. —¡Tropas de Sodom, vengan a mí! —gritó mientras volaban los casquillos a diestra y siniestra. Saltaron desde la rampa más soldados con máscaras de gas y armados hasta los dientes. Los acompañaba un guerrero con capucha roja, a torso desnudo y con un hacha sedienta de sangre. ¡Nuevos amigos habían llegado y la habitación que parecía vacía en realidad estaba llena de demonios escondidos que ahora luchaban contra los recién llegados haciendo una orgía de sangre y destrucción! Aprovechando el caos reinante se aproximó a él una mujer completamente vestida de cuero. Lo arrancó de la cruz y comenzó a hacerle pases mágicos para curarlo. —¿Pensabas que ibas a llevarte toda la diversión? ¡Yo también fui transportada cuando tocaste la guitarra! ¡También soy una campeona del heavy metal! —le dijo con una sonrisa. —¡Hermana! Has venido a salvarme… ¡Se curan mis heridas! ¡Rápido, dame la espada del metal pesado! ¡No podemos dejar que Satán vuelva a atacarme! Las hordas de Sodom luchaban contra los demonios y muchos caían bajo los rayos de poder que el Diablo mismo arrojaba desde el otro lado del portal. ¡Era ahora o nunca! —¡Siento el poder de la espada! ¡Metalmorfosis, ven a mí! — El cuerpo de Manolo comenzó a cambiar y tomó un aspecto de armadura completa plagada de tachas. —¡No! ¡No puede ser cierto! —Satán lucía asustado. Su plan se había derrumbado con la aparición de las tropas del trash metal. Disparó sus rayos oscuros contra el héroe pero ahora, con el poder 120


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de los dos hermanos unidos, nada pudo hacer al impactar la metalera superficie del traje. —¡Despídete de esta tierra! ¡Iremos por tu cabeza en el futuro! —La espada tocó el portal y con un estallido lo selló. Ahora era imposible que fuera abierto de nuevo en Metallium. Las hordas de demonios comenzaron a arder entre horrendos estertores y a los pocos minutos no eran más que esqueletos negros que se hacían pedazos y se los llevaba el viento. La espada volvió a refulgir durante los últimos instantes de la Metalmorfosis. Luego, Manolo volvió a tener aspecto humano y todo se llenó de una inmensa luz blanca. Abrió los ojos y estaba en la Tierra. ¡Había vuelto! ¡No podía creer lo sucedido! Estaba fuera de la tienda de música. Parecía que solo unos instantes hubieran pasado. El extraño Dio salió con la guitarra roja en la mano, la misma ya no parecía sobrenatural. —Ten, te la has ganado. Tal vez en un futuro nos veamos de nuevo. Este es un mundo lleno de aventuras, ¿no? —le dijo mientras le guiñaba un ojo. Manolo ni dijo palabra, todo sobraba, Dio no era de esta realidad. Eso estaba claro. Tomó el instrumento que le arrojó el hombre. Luego, comenzó a caminar al local de arcades. Ahí vio que María corrió hacia él, acto seguido lo abrazó. —Gracias por salvarme, pensé que ya no había esperanza… —No hay nada que decir. Mira, alguien vino a buscarte. Mejor te dejo. María se fue a paso veloz hacia dentro del local. Lucía estaba ahí, al parecer había vuelto para hablarle. —¡Lucía! ¿Qué haces aquí? —preguntó sorprendido. —No soportaba estar en casa, son unos idiotas. Hoy pensé que ibas a darme algo, antes que nos interrumpieran.

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—Oh, sí. Acertaste de lleno. Tenía una foto con un poema… —Buscó en la chaqueta de cuero y sacó la foto ya un poco rota por las batallas vividas. Ella miró la instantánea y leyó el escueto texto. Luego lo tomó del brazo y comenzaron a caminar por la calle ya vacía con el caer del atardecer. —Es hermoso, Manolo, muy hermoso. ¿Sabes? Uno de estos días me tienes que mostrar cómo tocas esa guitarra. ¡Quiero descubrir lo que es el heavy metal! —Le dio un beso en el cachete y se acurrucó fuertemente sobre el hombro del joven mientras seguían andando.

La música que inspiró este relato: Iron Maiden – Somewhere in Time Black Sabbath – Black Sabbath Venom – Black Metal Manowar – The Triumph Of Steel Barón Rojo – Metalmorfosis Blind Guardian – Imaginations From The Other Side Sodom – Agent Orange

Víctor Grippoli (Montevideo, Uruguay, 1983).

Artista plástico, docente y escritor de ciencia ficción, terror y fantasía. Ha publicado en formato físico y digital con Editorial Cthulhu, Grupo LLEC, Espejo Humeante, Letras y demonios, Letras entre sábanas, Editorial Aeternum y Editorial Pandemonium, entre otras. En 2018 funda Editorial Solaris de 122


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Uruguay en donde ejerce como editor, ilustrador, diseñador y seleccionador de relatos para las colecciones de Solar Flare y Líneas de Cambio. Ha publicado internacionalmente en España, Estados Unidos, México, Perú y Bolivia. Tiene un canal de YouTube llamado Editorial Solaris de Uruguay con análisis de libros, series, cine y cómics.

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Cuidado con lo que deseas Gustavo Hermoza Alarcon Giordano era un hombre bueno que jamás se metía en problemas desde que tenía uso de la razón. Siempre hacía lo correcto... a pesar de las burlas de alguno de sus parientes y compañeros. Era debido a su amplio sentido del deber. Él trabajaba en una empresa de seguros. Era uno de los empleados más eficientes. Recibió un reconocimiento por ello. Vivía en una calle aledaña al parque El Carmen. Su casa era uno de los chalets que todavía no era devorado por la ola de construcciones de departamentos considerados de mal gusto y monstruosos por Giordano. Le apenaba ver cómo el paisaje se malograba y los recuerdos del barrio donde pasó su niñez y adolescencia se esfumaban. Vivía con su esposa que la apodaba Pinky por su carita que se parecía a un ratón. Ella era un pan de Dios, siempre buena con los demás. El matrimonio no tenía hijos y lo postergaban a cada momento. Además, no tenían prisa por ellos. Su mujer apreciaba al marido diligente, responsable y casi perfecto como decía la canción de Mirian Hernández que cantaba en la ducha. El único defecto de su marido es que reaccionaba mal cuando se enteraba por los medios acerca de un tema de corrupción. Se indignaba tanto que ya parecía el volcán Krakatoa a punto de erupcionar. Ella se ponía nerviosa con esa actitud, temía que rompiera algún plato por tener tanta frustración acumulada. Bueno a diferencia de su esposa, no lo tomaba muy a pecho. No le gustaba complicarse la vida con esas notas, detestaba cuando su marido la obligaba a participar en esas discusiones donde él dominaba la discusión. Además, él le recriminaba su poco interés intelectual, le decía sin querer ofender bruta o simplista. A Pinky le parecían cuestiones lejanas y abstractas para ella. Con tal de tener algo rico para comer, el mundo iba en buen camino, ese era su concepto ingenuo de las cosas. Pero la paz de su hogar no podía durar mucho. La gota que colmó el vaso fue un reportaje que vio cuando se hablaba de una crisis ministerial que involucraba un alto grado 127


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de corrupción. Quería golpear el aparato cuando se reveló ese contenido noticioso incómodo con el poder. —Cómo me gustaría que les salieran sapos y culebras por decir tantas mentiras —gritándole a la pantalla. La frase que pronunció con tanta vehemencia le sorprendió un poco. A Pinky le daba miedo de que ese hombre caballeroso y bueno se convirtiera en «El demonio de Tasmania». Se puso pálida por la violencia que pronunciaba en esas palabras. Quiso concentrarse con la preparación de la cena pero le era imposible olvidar esa frase. Pensó burlarse un poco del sentido justiciero de su marido... pero temió una mala reacción por parte de él. Su cónyuge apagó el televisor y se mantuvo en silencio. Aquel mutismo le dio más tranquilidad a Pinky, que pudo cocinar con el amor que le ponía a su sazón. Logró que cambiara el tema de la conversación hacia temas banales como los que concernían a su relación con una actitud servil. Se ponía pícara cuando cenaban. También contó chistes subidos de tono. Ambos se rieron muchísimo. Parecía que la política se había difuminado por la sala pequeña, como si el espíritu de su mujer marcado por la bondad y la ingenuidad pudiera convertir a este hombre tan pesimista y furioso en una persona agradable. Se tocaron las manos, sonriendo con un gesto cómplice. Luego alabó su sazón e hizo odiosas comparaciones con su madre. Aquello le iluminó el espíritu. Después de la comida se animaron a tener relaciones. Tener sexo era una excelente medicina para el estrés que ocasionaba el trabajo que lo convertía «en un Hyde» a su juicio. También para calmar su frustración por tantas malas noticias. Le encantaba tocarle sus pechos. Eran más o menos grandes incluso cuando estaba vestida con sostén. No era como sus compañeros de la «chamba» jactándose de sus aventuras o hablando acerca de las fantasías eróticas más descabelladas. Se sentía incómodo con esas conversaciones. Estar en esa intimidad encontraba la paz, algo que no hallaría ni visitando mil veces el confesionario. Gozaba de esa conversación íntima. Esa noche la 128


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pareja pudo dormir plácidamente, olvidando la crueldad que vive el mundo. Él no quería que fuera lunes, no porque fuera día laboral, sino enterarse por parte de los medios acerca de accidentes, asesinatos, masacres y degradación moral que cundía la sociedad. Lo deprimía pensar en eso mientras acariciaba los cabellos negros de su mujer. ¡Cómo soñaba con ser un polinesio que nunca ha conocido la civilización occidental y vivir feliz sin ataduras ni prejuicios morales! No quería que la resignación se convirtiera en el ancla de su vida pero tenía el presentimiento de que encadenaría hasta su muerte (una gran liberación que todavía no quería encontrar). El despertador sonó a las seis en punto. El hombre se despertó de forma mecánica. Sentía el ruido atroz del aparato que jodía sus mañanas. Sufría como millones de seres humanos el castigo divino a los descendientes de Adán al ganar el pan con el sudor de su frente. Su mujer comenzó el día con algo de brusquedad. Se veía hermosa con el cabello despeinado, somnolienta, con los muslos bien contorneados y los senos casi al descubierto. Enseguida tuvo que darse una rápida ducha. Jamás pudo gozar de la experiencia placentera del baño debido a la prisa que giraba el planeta. Detestaba los trajes formales, eran una «formalidad» absurda. Añoraba sus tiempos de adolescente donde imponía su propia moda... pero ya era pasado. Su esposa trabajaba en un horario más cómodo, en una empresa de telemarketing. No sufría tanto como su cónyuge, además le ponía amor a las cosas, como acomodándole la corbata o ayudándole a encontrar las llaves de su carro. Pronto tuvieron que prender el televisor, «un miembro más de la familia» menos cruel que su suegra. Prendió la tele con cierto temor, solo para ver la hora. El noticiero aparte de servir como reloj se mostraba un cúmulo de crueldad, brutalidad y estupidez. Daba una impresión apocalíptica. Mientras veían el noticiero, un funcionario hablaba de los accidentes terribles que ensangrentaban las carreteras del país. Durante su alocución. Hacía muecas horribles e incómodas, como si quisiera arrojar. La pareja vio asombrada e incrédula como el 129


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pobre hombre se retorcía de dolor. Lo asombroso es que en su boca salía un asqueroso, abyecto, putrefacto y húmedo sapo. Era la representación de la corrupción que asfixiaba a la nación. Pinky se tapó la boca por el grotesco espectáculo que presenciaban sus lindos ojos. Mientras que Giordano tuvo un horrible presentimiento de que su pedido se hubiera hecho realidad... Empezó a temblar. Apagó el televisor, besó a su mujer y se apresuró a su trabajo. Condujo su viejo Volvo con prisa. Trataba de olvidarse de lo racional que se consideraba. Lo enmarcó como una maniobra de la prensa para generar rating o distraer a los ciudadanos con psicosociales como «las vírgenes que lloran» o los pistachos. «Seguro que ese tío se hizo para no contestar una pregunta incómoda». Puso la radio para escuchar música ochentera, pero parecía que los sapos se habían apoderado de los medios. El tránsito estaba por convertirlo en Hulk por tanta rabia acumulada. Detestaba el tráfico de esta podrida ciudad. Tenía ganas de abandonarlo todo e ir con su mujer a alguna caleta del norte o una bucólica villa para pasar un año sabático. Sentía miedo de que no fuera a pasar los cincuenta años si seguía viviendo en esta horrible Babilonia donde la gente se comportaba como bestias. Sabía que el asunto de los sapos sería explotado por la prensa por unos días y al fin de cuentas la gente se olvidaría de ello como siempre. Llegó a su trabajo, justo a tiempo. Su desempeño era notable y sus jefes eran considerados con él. Aunque su actitud era un poco extrema con la dedicación que le ponía a su deber. Parecía que cumplía una misión sagrada al dedicarse cuerpo y alma a la empresa. Al llegar a su trabajo vio como la gente estaba absorta viendo la pantalla plana del televisor. Parecían zombis. Verlo le hizo correr electricidad en su cuerpo. No era ninguna alucinación o eso era lo que los medios querían hacerle creer. No le presto caso al asunto cuando se encontró con su jefe, un hombre gordo, calvo, que se parecía a James Gruning. Un tío gringo que lo mencionaba en las clases de la universidad cuando era un pobre estudiante. Tenía una personalidad afable, bueno de manera excesiva. Ello lo ponía nervioso... nunca se sintió a gusto con su jefe que tuviera un carácter tan campechano. 130


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Prefería un líder que viera la organización como una unidad de comando, priorizando la ejecución de la estrategia. Le gustaba hablar de temas más sencillos que profesionales y no sentir esa pasión obsesiva que tenía Giordano en el trabajo. Esa conducta lo irritaba en secreto. —Giordano, he visto que le salen sapos por la boca a nuestros políticos —tomándoselo a la broma. —Por las mentiras que han acumulado —respondió tajante. —Espero que sea solo para los políticos —sonriéndole como una boba. —¿Sería terrible que sucediera con los simples mortales? — con un tono de ironía. —¿No me diga que tiene algún trapito sucio? —Miró con cierta incredulidad a su jefe. —Los hombres tienen ciertas necesidades que una mujer oficial no satisface totalmente —lo hablaba como si fuera un científico, agitando el dedo índice, señalándole el culo de una guapa secretaria rubia. —Ya veo, ensuciaría su traje —tratando de halagarlo. Terminó su trabajo, sin muchos sobresaltos por el momento. Mientras pasaba en un semáforo, observó unos sapos saltando por el pavimento. Le daría un infarto cuando dio en verde y aplastó con su carro a esos bichos. Matarlos le produjo un alivio. No sentía desde que había hecho malabares para pagar su hipoteca años atrás. Quería llegar a su hogar, abrazar a su mujer, tirársela y confesarle que los sapos eran producto de su fantasía idealista. Al llegar a su casa como si hubiera escapado de algún monstruo sangriento que iba a devorárselo, se encontró con su mujer que no explicaba porque él llegaba con esa expresión de miedo. 131


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—¿Qué te ha pasado, cariño? —Le tocó los cachetes. —Acabo de ver algo horrible. —pronunció con respiración agitada. —¿Te han querido asaltar o viste un crimen? ¿No me digas que has atropellado a alguien? —replicó con cara de asustada, tocándose el mentón. —¡No! ¡Nada de eso! ¡Vi sapos saltando en la vía pública! — Sus ojos estaban a punto de saltar por puro miedo. —No me hagas reír. Esos bichitos te asustan —con tono sarcástico. —Pensé que era mentira lo que vi en la televisión. —Señaló al televisor con terror. —Relájate, amor, deja de preocuparte por esas cojudeces y si quieres te preparo tu comida favorita —le respondía como si fuera la mamá que le dice a su hijo que el cuco no existe. —Gracias, amor. Eres un pan de Dios —dándole un beso. Las palabras de su mujer se hicieron proféticas cuando la epidemia de los sapos disminuyó. Inclusive los casos de corrupción empezaron a ser esporádicos. Probablemente ese grotesco espectáculo los había hecho remorder la conciencia. Giordano se sentía triunfante en su inconsciente de que algún día sus deseos de justicia fueran satisfechos. «Es increíble que se materializaran mis deseos», pensaba mientras tenía sus momentos de insomnio. Por fin lograba hacer un bien para la humanidad. Pasaron unos meses, su matrimonio transcurría por un mal momento. Desde que terminó la pandemia, el orgullo se le subió a la cabeza. Trataba con menosprecio a su mujer, considerándola inferior por ser poco intelectual, además por su espíritu hogareño y conservador. No soportaba la monotonía de su relación que carecía 132


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de sorpresas, menos aún el romanticismo idiota de Pinky. Le decía estúpida por cualquier equivocación que realizaba. Incluso los actos sexuales ya no eran los mismos. El amor y la ternura fueron remplazados por el mero acto de placer que solo practicaban los animales. Le asqueaba que su esposo quería parecerse a un actor porno. Giordano empezó a cortejar a una chica llamada Alexandra Tomic, una rara mezcla de croata y boliviana. Tenía cabellos rubios tirando para castaño, de contextura delgada y un excelente gusto por la moda. Su personalidad cosmopolita, su altanería y una conversación sofisticada eran cualidades que él apreciaba mucho. Cada una de ellas era la antítesis del carácter de su esposa, considerándola una persona vulgar y ordinaria. Le encantaba trabajar con ella. Era una profesional altamente competente tanto en la oficina como en la cama. Su sentido del humor le fascinaba y poco a poco construyó su relación ilícita. Comenzaron con roces, luego con mensajitos de texto, chateos y «prolongadas reuniones». Ella gozaba de ser coqueteada por un hombre de su edad, así se burlaba de «James Gruning» cuando se rumoreaba de que escucharon a Alexandra decir de forma jocosa que su jefe era un impotente. Sabía que su amante estaba casado con una “fea huachafa”. La conoció de vista durante alguna fiesta que daba la empresa. Desde ese primer momento, le cayó muy mal por su forma de vestir y hasta su acento considerado según su gusto muy provinciano. Se preguntaba, «¿Cómo un hombre tan inteligente puede casarse con esa campesina piojosa?» Pero le encantaba que hubiera recapacitado al buscar sus caricias. Daba la impresión de que ella era la mala de esas telenovelas lacrimógenas. Pero en esta serie no existían guiones ni un salón de grabación... ellos, los protagonistas de su propia miniserie retratando su adulterio. Giordano empezó a olvidar ese deseo de que la mentira fuera castigada. Eso se lo merecían los políticos siempre corruptos, no los ciudadanos de a pie. Muchos compañeros del trabajo celebraban la relación con la sex simbol de la empresa. Era una victoria sobre su jefe en el liderazgo amatorio. El sexo entre ellos era intenso, se consideraba un verdadero macho. 133


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Le avergonzaba recordar que hizo el amor con Pinky. Pero a no todos sus colegas les causaba gracia que Giordano le pusiera los cuernos a una mujer tan bondadosa, no se merecía esto. Uno se atrevió a contarle el escabroso secreto. Pinky todavía no sospechaba que su marido la engañaba, aunque su actitud desdeñosa era preocupante. Su matrimonio no iba por buen camino y temía lo peor. Su «príncipe azul» se había convertido en un ogro tirano. Lloraba cuando se encontraba sola... Pero tenía la fuerza suficiente para soportar sus humillaciones y seguir adelante. Para desahogar su frustración, veía harta televisión, especialmente las series de comedias de situación americanas. Asimismo, volvió a su vieja afición adolescente de escuchar música metalera de Iron Maiden. Giordano no era aficionado a ese género y desde que se casó con él, ese interés había menguado considerablemente. Pero cuando pasaba siquiera un breve momento ese comercial del programa Amas de casa desesperadas, lo apagaba o cambiaba en un santiamén, como si estuviera en un duelo del salvaje oeste. También empezó a ser fanática del chat y las redes sociales. Durante esas conversaciones virtuales se contactaba con una amiga del trabajo de su esposo. Se conocían desde la secundaria, les encantaba escuchar juntas como endemoniadas los álbumes de Iron Maiden y el tiempo le permitió ser confidentes. Su nombre era Carolina. Era una chica gordita, chata, cabellos cortos y llevaba gafas. Nadie se fijaba en ellas. Pero se sentía feliz de estar soltera y sin compromiso. Carolina no quería arruinar la amistad con Pinky, al ocultarle por mucho tiempo la terrible verdad. No deseaba destrozar a su amiga. La consideraba una hermana. Sentía culpa de no decírselo. Sentía una rabia asesina cuando los encontraba infraganti a los dos amantes. Verlo toqueteándole el culo a Alexandra le daba ganas de vomitar. Tras muchas idas y vueltas, se animó a hacerlo al recordar una frase célebre: «más vale el amigo que hiriere que el que besa». Ya no aguantó y decidió actuar ya. Un buen día en que Giordano estaba en uno de sus amarres con la chava. Carolina jugó al paparazzi tomando fotos en su celular. Le tomó una semana para reunir evidencia incriminatoria, además su pequeña cámara no tenía mucha nitidez ni zoom, otra razón por la demora. Trataba de 134


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pasar desapercibida para registrar los encuentros furtivos del marido de su amiga. Lo hacía con tanta entereza moral como si estuviera guiando una cruzada contra el adulterio. Tras una minuciosa investigación, decidió enviarle todo por el Facebook. Sabía que provocaría un terremoto de proporciones bíblicas... Pero era por el bien de Pinky. Esa tarde, la mujer se encontraba entretenida en las redes sociales cuando recibió la información delicada en un santiamén. Hubiera sido lo correcto de que su amiga se lo presentara personalmente, pero las circunstancias lo impedían. Marcó un antes y un después la revelación, al ver estupefacta las imágenes donde su príncipe azul le sacaba la vuelta. Nunca creyó realmente que tuviera otra, conocía a Alexandra solo de vista. Le desagradaba su orgullo narcisista con toda esa moda que se ponía. Comprendió dolorosamente el porqué del desprecio de su cónyuge, tanto ninguneo. Al revivir una y otra vez esas imágenes donde aparecía la rubia que le arrebataba a su marido. Empezaron a enjuagarse los ojos de lágrimas. Era por redescubrir que vivía una gran mentira. Carolina le quitó esos anteojos donde solo veía las cosas en color de rosa. Se sentía asqueada, humillada y destrozada de ser engañada de manera vil. Su matrimonio se derrumbaba como un castillo de naipes. Del llanto empezó a cambiar por la rabia. Era una bomba termonuclear a punto de reventar contra ese canalla traidor. Le rechinaban los dientes. Buscó en YouTube música metalera para simbolizar esa furia. Escuchando las canciones del álbum Killers de Iron Maiden. Deseaba romperse los tímpanos con esa música furiosa y brutal. Lo hacía como para prepararse para una batalla donde correría mucha sangre. Era estimulante pensar en asesinar a una persona a través de dicha música. Luego, al terminar de escuchar el álbum, Pinky fue a preparar la maleta. Quería sorprenderlo, mostrarle que ya no iba a aguantar esa mentira que durante tantos años le taparon los ojos y oídos. Miraba el reloj, quería que llegara… La impaciencia le carcomía. Tenía unas ganas de 135


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destriparlo, destrozarlo, llenar sus vísceras la sala y bañarse en su sangre como esa condesa húngara que se creía vampiro. Gozaba como nunca de esos pensamientos mórbidos, especialmente si eran estimulados por la música metalera. Además, era volver a sus tiempos de adolescencia donde alguna vez llegó a escuchar a través de sus amigos dichas melodías ruidosas y crueles. Pero era mejor torturarlo lentamente hasta morir junto a esa puta babilónica. La bondad e ingenuidad que alguna vez la caracterizaron eran parte del pasado. Planeaba el guion de su macabro plan en su mente y destruir a esa rata. Al atardecer, Giordano llegó a casa silbando una marcha popular. Tenía la corbata desaprovechada y llevaba en los hombros su saco. Además, se escuchaba la canción Killers, eso le daba mala espina. Iba a decirle «amor ya llegué» cuando vio horrorizado la maleta en el sofá. Sospechó que algo malo sucedería. Escuchó la voz de su cónyuge que provenía de una habitación oscura. Su piel se erizó por el ambiente de terror sacado de alguna novela gótica. —¿Amor? ¿No me digas que es una de tus bromas? ¿Oye, que hace mi maleta en el sofá? —tratando de minimizar el miedo riéndose de manera artificial. —¿Encima me preguntas qué hace allí? —su tono se asemejaba a Medusa cuando iba a convertir a sus víctimas en piedras. —Déjate de vainas. Sal de ese agujero. —Se agarraba la cabeza. —Aún no te has dado cuenta de que te he descubierto, grandísimo canalla —riéndose como una de esas villanas que aparecen en las películas. —¿Qué has descubierto, amor? ¿Una fórmula para el cáncer o archivos secretos del Estado? —poniéndose burlón.

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—¡No te hagas el tonto, porque he descubierto que me pones los cuernos con esa rubiecita llamada Alexandra! —gritando como una energúmena. —¿Alexandra? Bueno, solo fue una cosa pequeña sin importancia, amor —balbuceando. Entonces su estómago sintió unos ácidos que lo carcomían. Hacía muecas espantosas por el dolor. Recordaba de manera dolorosa cuando vio a ese funcionario gubernamental cuando sufría la misma suerte que él. Ahora probaba su propia medicina. Se tumbó al suelo para tratar de mitigar su propio sufrimiento. Pinky, en cambio, se reía de manera cruel viendo cómo su marido sufría retorciéndose. Era increíble disfrutar de la crueldad por primera vez en su vida. Jamás se imaginó estar en una situación parecida ni en los mejores sueños; ni en las peores pesadillas. Su corazón latía con fuerza tras haber cometido el brutal asesinato, sintiendo una gran alegría que no había percibido en siglos. Luego, un sapo asqueroso salió de su boca y cuando empezaba a dar saltos vio con horror como este era aplastado con sangre fría por una bota de tacón puntiaguda. Giordano se veía patético hasta los tuétanos, como quien ha pasado una mala despedida de soltero. —¡Has caído en tu propia trampa! Me da risa tu patetismo, pero te lo mereces, pendejo —dijo mientras caminaba en círculos alrededor de la víctima. —Por favor, perdóname, solo fue un desliz mío. Yo te quiero de verdad... —contestó mirándole con horror, como quien ha sido arrojado al infierno. —Díselo a tu abuela —gritó mostrándole un palo. Mientras lo amenazaba con este, el hombre se encontraba debilitado por los continuos vómitos y resbalaba continuamente. No podía oponer resistencia. Sin pensarlo dos veces ella atacó a su esposo con saña y brutalidad sin límites. Eliminando a esa alimaña que alguna vez fue su «príncipe azul». Primero lo golpeó nueve 137


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veces en la cabeza hasta salirle los sesos y luego le metió cuatro palazos en la espalda. Con eso fácilmente podría haberlo dejado parapléjico. Nunca había sentido tanto placer mientras le propinaba cada golpe con el bastón. El palo estaba ensangrentado en su totalidad con esta muerte brutal e incluso tenía pedazos de cerebro. El piso estaba plagado de color en su totalidad, como si existiese una laguna roja. Más que crimen; era catarsis. Su rostro estaba salpicado de la sangre del traidor. El sacrificio humano se cumplió para limpiar su honor. Vio el cuerpo ensangrentado de su esposo que acaba de fallecer. Estaba tan destrozado por la violencia desmedida que parecía haber sido devorado por una fiera salvaje. Respiró hondamente por toda esa energía desplegada en hacer pagar caro la perfidia de Giordano. Comprendió, en una especie de epifanía, sobre el sentido que tenía la sangre obsequiada y el quitar la vida cuando se realizaban sacrificios humanos para limpiar el pecado cometido. Se sentía perdonada por todas las divinidades del mundo. Se dio un baño que parecía purificarle del crimen. Más que todo era como hacer el amor con la muerte roja. Nunca se había sentido tan tranquila desde que había terminado la secundaria con las justas. Apenas terminó de bañarse, prendió la computadora y en el muro de su Facebook se dedicó a escribir. «Ya terminé, aunque se me pasó la mano». Después se dirigió a Sodimac para comprar ácido muriático para deshacerse del cuerpo. El sitio estaba cerca de su casa y por ello se fue caminando de forma alegre. Era una mujer que le gustaba hacer caminatas para despejar la mente. Durante el trayecto no tuvo culpas ni pensó en las posibles repercusiones morales y jurídicas. Total, sin cuerpo no hay delito y si lograba deshacerse del cadáver de ese traidor estaría contenta. Para sentirse orgullosa, empezó a escuchar el álbum Dance of Death como muestra de que se había deshecho de un peso encima. Además, debía preparar mañana la coartada perfecta para justificar la desaparición súbita de Giordano. Bueno, su fallecido cónyuge apenas tenía parientes que se conociese. La madre había muerto unos años antes. Sus 138


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amigos, luego de los primeros días, dejarían de hacer preguntas por él. Ya que nunca los invitó a su casa ni hablaba mucho de ellos. Cuando regresó al hogar decidió que la mejor forma de deshacerse del cuerpo era quitarle la ropa ensangrentada y luego echarle el ácido muriático para que fuera más rápida la descomposición. Lo llevó a la cocina, lo desvistió y le echó el líquido para ver cómo este hacia su macabro trabajo. Contemplaba feliz al cuerpo descomponerse. Despedía un olor muy fuerte y trajo unos desodorantes para que no se impregnara el olor. Luego decidió trapear el suelo ensangrentado del sacrificado. El proceso le demoró casi cinco horas. Tras una agotadora actividad pudo dormir con una extraña calma y satisfacción. Una felicidad se le esbozaba en el rostro tras haber eliminado a esa rata que le había hecho sufrir. Mañana vendría a cobrar cuentas con esa perra que le había puesto los cuernos con su marido. Se preparaba para una batalla donde correría mucha sangre ese día. Al día siguiente, se despertó con una energía que nunca había tenido. Aunque había dormido pocas horas, sentía que el descanso era de por sí suficiente. La venganza debía ser el acto más bello de toda su vida. Tomó el auto y partió hacia la sede del trabajo de su finado marido. Respiro hondamente, todo esto debía salir bien. Al entrar al recinto, su presencia pasó inadvertida, hasta que se encontró con su jefe. Le recibió con su clásica sonrisa y no advertía del brutal final de su empleado. —Buenos días, señor. Tengo algo muy importante que informarle —dijo con cara apesadumbrada. —¿Cuál es el motivo, señora? —La sonrisa se le borró de su rostro. —Nuestro matrimonio atraviesa algunos problemas y por ello hemos decidido separarnos, mi marido va a alejarse de la empresa por tiempo indefinido —lo contaba como si hubiera muerto un amigo.

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—Me sorprende mucho, siendo uno de los empleados más eficientes que hemos tenido —dijo dándole una palmadita. —Eso era lo que necesitaba decirle. —Contemplaba la facilidad de como este caía en su trampa. —Uno no sabe lo que la vida nos depara en el futuro —lo decía mientras se alejaba de Pinky. Cumplido este primer paso, tendría que buscar a Alexandra para confrontarla por su adulterio, aunque lo haría de forma sutil para evitar sospechas. No tardó mucho en encontrarla, el odio hacia ella se hizo palpable en su mirada. Cómo deseaba matarla a golpes, destriparla y hasta practicar el canibalismo si era posible… Pero se contuvo dado que su venganza era una obra de relojería suiza. Mantenía Alexandra esa arrogancia desde la primera vez que la conoció. Vestía con elegancia, zapatos de taco aguja, una falda ploma y una blusa blanca con lunares negros. Pinky decidió abordarla. Su enemiga se sintió sumamente incómoda con su presencia y trató de ocultarlo con una sonrisa impostada. —Buenos días, es un placer verla ¿Qué le trae por aquí? — mostrando una exagerada amabilidad. —Buenos días, tengo que informarle que mi marido ya no trabajará aquí —cambiando por un tono más seco. —Qué pena. ¿Y se puede saber por qué? —dijo pensando que el motivo de su ausencia iba a ser temporal. —Simplemente porque me voy a separar y usted está involucrada en esto. —La miró con absoluto desprecio. —¿Involucrada? ¿Yo? —como si le hubiera contado un chiste de mal gusto.

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—Mi marido me sacaba la vuelta con usted y por ello nos vamos a separar —con absoluta frialdad. —Señora, lo que dice es una calumnia. ¡Jamás haría algo semejante! —gritando como si la quisieran asesinar. De pronto, empezó a retorcerse de dolor. Cayó al suelo y parecía que estaba a punto de arrojar. Pinky miraba con placer mórbido como su enemiga era destrozada por el peso de sus propias mentiras como le pasó a Giordano. Un asqueroso ser verde salía de la boca de Alexandra tras vomitar en el piso. Unos se horrorizaron por lo que veían y otros, con morbo, le sacaban fotos desde sus móviles. Parecía que no solo Pinky la odiaba, sino otras personas. Aprovechando el caos, decidió salirse de la escena. Había completado su venganza y ahora debía desaparecer. Una risa malvada se oyó en los pasillos y la gente sintió terror.

La música que inspiró este relato: Iron Maiden — Killers Iron Maiden — Dance of Death

Gustavo Hermoza Alarcon nació en Lima, Perú, el 4 de setiembre de 1989. Hizo estudios superiores en la USMP (Universidad San Martín de Porres) en la carrera de Ciencias de la Comunicación. Hizo una maestría de Historia en la Facultad de Ciencias Sociales en la Universidad Nacional de San Marcos. En 2017, publicó el artículo científico: La oposición en la trasmisión político-peruana entre los años dos mil y dos mil dos. Estudió su segunda carrera profesional de Archivística en la Escuela Nacional de Archiveros. 141


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Guerra Santa José Ignacio Rossi

Los numerosos cascos de un grupo de caballos arremetían con furia contra un camino de tierra. Casi doscientos soldados montados sobre veloces corceles cabalgaban como el relámpago por el Camino de las Lágrimas hacia el Sur. La luz del día refulgía contra el metal de sus armaduras plateadas y doradas, brillaba contra las puntas de sus lanzas. Sus rostros estaban llenos de determinación. Los hombres y mujeres que cabalgaban hacía días sin descanso no eran parte del Ejército Real del Reino de Almenara. Se trataba de una compañía de Soldados del Sol, los guerreros que adoraban al dios del sol, Aros. Con ellos iba un puñado de soldados de la Provincia de Ivenium, entre ellos el capitán Quiron y la soldado Micaiah. La tropa viajaba ligera, y había motivo para tal prisa. Cerca de doscientos guerreros habían salido hacía más de una semana de la ciudad de Roca Alta bajo el liderazgo de la Paladina Lucero y del Caballero Amon, miembros del Templo del Sol de aquella ciudad. Lucero era una mujer fuerte y capaz, y había sido nombrada Paladina —el rango más alto en la orden de los soldados del dios— tanto por sus convicciones y su voluntad de ayudar al prójimo, como por su conexión con Aros. Pues Lucero era capaz de manifestar, a través de su voluntad y su fe, los poderes de Luz que a veces eran otorgados por su deidad a los mortales. Directamente “debajo de ella en la cadena de mando” estaba Amon, Caballero del Templo del Sol. La mayoría de quienes viajaban con él ignoraban la verdadera razón de por qué aquel hombre había sido nombrado Caballero. Pero Lucero, junto con Quiron y Micaiah, habían viajado antes con Amon. Quiron, Micaiah, Amon y Lucero habían estado juntos en las Ruinas de 145


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Malebolge, hace casi una primavera pasada. En aquel entonces habían logrado prevenir que el Infierno se desatase. Pero ahora, menos de un año después, un nuevo mal había aparecido. «Sabemos bien que este es nuestro destino» —pensó Lucero. Unos mechones de sus cabellos rubios al viento, otros pegados al costado de su frente por el sudor provocado por el calor de la cabalgata—. «Luchar contra el mal, que seguirá resurgiendo una y otra vez, hasta que nuestra vida falle y caigamos. Y entonces, serán otros quienes levantarán nuestras armas caídas y seguirán la lucha por nosotros. Es por eso que somos parte de los Soldados del Sol. Pero que un mal tan terrible ocurra tan pronto luego de otro me hace sentir inquieta». Hacía más de una semana que habían llegado las noticias al Templo de Roca Alta, la capital de la provincia de Ivenium. Quiron y Micaiah, soldados de la provincia, habían encontrado un niño sobre un caballo que iba por un camino provincial. El chiquillo estaba inconsciente, herido por varias flechas y al borde de la muerte. Los soldados provinciales habían tratado sus heridas, lo habían alimentado y habían dado al niño un lugar para que descansara. Se había quedado en la casa de Quiron, con su mujer y los hijos. Pero luego de que hubiera repuesto algo de energía, habían decidido llevarlo al Templo del Sol, pues el infante parecía estar traumatizado y no podían lograr hacerlo hablar de lo que fuera que le había ocurrido ni comer más allá de la sopa que ellos mismos le embutían. Fue Amon quien los recibió en el Templo. Amon, antes de ser un Caballero de los Soldados del Sol, había sido un soldado provincial de Ivenium. Había servido durante años junto a Quiron, Micaiah, y otro compañero de ellos llamado Maydahim. —Quien había desaparecido meses atrás. Los deberes de los soldados provinciales eran comúnmente actuar como la autoridad interna y externa de la Ciudad de Roca Alta, recorrer los caminos de Ivenium, y servir en los 146


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ayuntamientos de los pueblos y aldeas de la provincia. Tareas bastante pacíficas. No había habido una guerra durante los años que ninguno de ellos había servido, y le agradecían a los dioses por ello. La tarea más peligrosa que encaraban los soldados provinciales usualmente era enfrentarse a grupos de bandidos, y había pocos de esos en la provincia de Ivenium, pues sus señores, la familia Evendim, sabía gobernar con mesura y se encargaban de los problemas de sus súbditos, en lugar de dejarlos a su merced si sabían que el hambre los hostigaba. Pero esa paz había durado hasta el año pasado. Año en que un grupo de soldados de la provincia de Ivenium (entre ellos Amon, Quiron, Micaiah, y el desaparecido Maydahim) junto a la Paladina Lucero y otros guerreros del Templo del Sol habían acabado en las Ruinas de Malebolge enfrentándose a un mal como el mundo no veía hacía siglos. —Quirón, Micaiah —los saludó Amon con una sonrisa. Luego miró al niño intentando mostrarse lo más amable posible—. ¿Y a quién tenemos aquí? —Ese es el asunto —respondió Quiron—. Estaba herido, y a pesar de que fue atendido lo mejor que pudimos, no ha hablado una palabra desde que está con nosotros. —Tememos que haya más gente lastimada —dijo Micaiah, quien tenía al niño agarrado de los hombros. Amon hizo un gesto de entendimiento. —Vengan, los llevaré con Lucero. Siguieron al ahora Caballero del Sol por los pasillos del templo. Quiron y Micaiah habían presenciado los poderes curativos y de restauración de Lucero en su misión conjunta a Malebolge. Estaban vivos hoy en día gracias a ellos. Sin embargo, incluso con Lucero de su lado, ellos cuatro habían sido los únicos soldados provinciales que sobrevivieron aquella horrenda aventura en Malebolge. Eso si no contaban a su antiguo compañero Maydahim, pero él había desaparecido poco después de que volvieran de las ruinas malditas. En cualquier caso, los dos 147


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soldados provinciales sabían además que los poderes de Lucero no solo curaban heridas físicas, sino también mentales. Esa era su esperanza para con el pequeño y con averiguar lo que fuera que hubiera pasado. Encontraron a Lucero en plena meditación en la sala de plegarias. No tenía puesta su pesada armadura dorada de Paladina del Sol. En aquel momento vestía únicamente una túnica de seda blanca. Su figura era sólida, y sus músculos de guerrera se marcaban a través de su atuendo. —Lucero, tienes visitas —se anunció Amon. —Que Aros los bendiga, compañeros de batalla —los saludó Lucero al verlos. Luego, como Amon, miró al niño y preguntó por él. Quirón y Micaiah explicaron la situación a Lucero. La Paladina asintió con gravedad. —Por supuesto —respondió, entendiendo, y miró al pequeño. Pero cuando lo miró, su expresión grave había dado paso a una sonrisa llena de cariño. Una sonrisa cálida semejante a la mañana, reconfortante como el amor de una madre—. Ven, pequeño —lo llamó, y tomándolo de la mano lo llevó a los jardines del templo. —Iré con ellos —dijo Quirón, y siguió a Lucero y al niño, dejando al Caballero Amon solo con Micaiah. —Pobre niño… —comentó Micaiah—. Durmió chupándose el pulgar igual que un bebé y solo tomó un poco de sopa porque lo obligamos. Siento mucha lástima por él. Amon asintió. —No te preocupes, Micaiah —la reconfortó—. Lo que sea que haya sucedido, Lucero podrá ayudarlo. Por algo es una Paladina. —sonrió. Micaiah le devolvió la sonrisa, pero luego su rostro se tornó triste. Dio un paso hacia Amon y le tomó la mano. —Te he extrañado —le confesó la soldado—. He intentado acercarme a ti, pero siento que cada vez me has alejado. Sé lo que 148


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estás pensando. Tienes miedo. Miedo de que lo que vive dentro tuyo. Desde que descendimos a lo más profundo de Malebolge, se suelte, tome control de ti, y lo destruya todo. Pero te conozco, Amon. Eso no va a suceder. Por favor, deja de alejarme. Sé que también deseas estar conmigo. Tú mismo lo dijiste en la carrera a Malebolge. —Sé lo que dije —contestó el Caballero—. ¿Acaso crees que no deseo estar contigo? Pero no puedo. Ahora esa… esa cosa vive dentro. Pensamos que habría manera de sacarlo. Dejé de hablarte porque estaba esperando desterrarlo de mi interior para luego poder verte sin miedo. Y poder tener el futuro con el que soñaba para nosotros. Pero ni siquiera Lucero ha encontrado una manera para sacar a esa entidad de este cuerpo. Vive aquí, ahora. Lo siento acechando. Incluso en este momento. Esperando cualquier oportunidad para tomar el control y desatar su poder sobre el mundo. Por eso me mantengo cerca de ella. En caso de que pierda el control. —¿Qué hay de mí? —dijo Micaiah—. ¿Acaso yo no tengo nada para decir al respecto? Pues he pensado mucho sobre esto. Si no encuentras una cura, ¿pasarás el resto de tu vida sin hablarme? Me opongo a eso. No me importa lo que pueda suceder. Quiero estar a tu lado, Amon. Unos pocos años contigo valen más para mí que una larga vida sin ti. El Caballero del Sol miró hacia abajo, pero apretó la mano de Micaiah en sus manos. —Lo pensaré —dijo. Se abrazaron durante varios minutos en silencio, sin decir nada. Luego salieron a los jardines. Mientras aquello había tenido lugar, Lucero se había sentado con el niño en un banco cerca de una fuente del jardín. Plantas trepadoras colgaban de las columnas, grupos de girasoles habían sido plantados alrededor. Los girasoles eran una flor sagrada para el Templo del Sol, pues siempre apuntaban al Astro de la Mañana. Quirón estaba parado, apoyando la espalda contra una columna, observando. 149


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La Paladina puso su mano izquierda sobre el hombro del niño y su mano derecha sobre su cabeza. —Pobre. Puedo sentir que has presenciado mucha maldad. Mucho sufrimiento. Nadie debería ver algo así. Menos aún alguien tan pequeño. Lamento mucho que hayas pasado por ello. Mientras decía esto, las manos que Lucero tenía apoyadas sobre la cabeza y sobre el hombro del niño comenzaron a brillar con un resplandor dorado como el sol, algo a lo que tanto Lucero como Quirón estaban acostumbrados. La herida de flecha en el hombro del infante, que había sido tratada por Quirón previamente, comenzó a cerrarse y desaparecer ante la luz de la mano de Lucero. Poco a poco, aquel que habían hallado comenzó a mostrar señales de estar más presente, hasta que comenzó a llorar. Fue un llanto largo y triste, pero Lucero lo sostuvo cerca suyo mientras descargaba la tristeza que había reprimido durante tantos días. Después, cuando Amon y Micaiah ya se habían acercado hacia ellos, el niño fue dejando de llorar y pudo comenzar a hablar y contarles su relato. El nombre del pequeño era Ilkos, y les contó en horrendo detalle lo que había visto y escuchado. Ilkos vivía en Belvers, una breve aldea de quinientos habitantes cerca de la frontera de Ivenium con las Planicies de Marfil, unas tierras que no formaban parte del Reino de Almenara. A pesar de estar cerca de tierras deshabitadas y salvajes, Belvers solía ser próspero y relativamente pacífico. Las cosas habían cambiado hace unos pocos meses, cuando un hombre extraño, usando armadura liviana y una capa sin ninguna marca de afiliación a alguna fuerza del Reino, había llegado al pueblo. Había arribado a caballo con una pequeña carreta una noche y había alquilado una habitación en la única posada del pueblo —que funcionaba a la vez como la taberna local—. Las primeras noches salía, y se lo veía poco. Todo mantuvo su semblanza de normalidad. 150


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Pero luego de una semana, las señales de que algo raro sucedía empezaron a hacerse evidentes. Los soldados provinciales pertenecientes al ayuntamiento de Belvers comenzaron a comportarse de manera extraña. Sin emociones. Como si algo o alguien los estuviera controlando. Cumplían con sus tareas de patrullaje con puntualidad. Ya no tomaban en la taberna ni hacían chistes con el resto de la aldea. Pronto comenzó a ser obvio que con cada día que pasaba, más personas del pueblo estaban comportándose de esta manera particular. Ausentes, parcos, sin humor. Y entonces comenzaron a suceder las desapariciones. Los soldados provinciales estacionados en el pueblo lo encubrían, pero todas las noches, el hombre extraño de la taberna de Belvers salía del edificio y vagaba por los caminos. Comenzó a rumorearse que se metía en los hogares de la gente por las noches y practicaba algún tipo de magia oscura sobre ellos, la misma que había hecho sobre los soldados del pueblo, y los convertía en sus marionetas. Convenientemente, las familias de los que desaparecían parecían estar todas bajo esta especie de hechizo, y no parecían alterarse ni mucho menos reclamar respecto a la ausencia de sus seres queridos. Les parecía normal que sus hijos, o esposos, o hermanos, tuvieran un paradero desconocido. Entonces, luego de caer el día, ocurrió aquel incidente. Esa noche, Ilkos estaba con sus padres y sus hermanos en el hogar. Hacía ya más de una semana que la gente no salía de sus casas en las noches. Desde el momento en que el sol se ocultaba, las familias que aún no estaban bajo el hechizo de aquel hombre extraño se atrincheraban y esperaban no ser alcanzadas por el horror que acechaba en su aldea. Pero mientras Ilkos se abrazaba a sus padres, con los postigos y puertas trancados, escucharon gritos desde la casa lindera. Desde la segunda planta se atrevieron a mirar por las rendijas de las ventanas para ver qué sucedía, y lo que vieron les heló la sangre. 151


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Aquel hombre, el extraño llegado hacía poco, estaba parado en la calle con algunos soldados provinciales detrás, como si estuvieran siguiendo sus órdenes. Aquello era raro y preocupante, pero no se comparaba con lo otro que presenciaron. Pues mientras miraban, el hombre extraño —que vestía ahora una armadura de soldado de la provincia de Ivenium además de su capa oscura— dio una señal con su brazo, con el cual sostenía una daga negra y de aspecto antiguo, y ante su señal, varios seres horrendos parecidos a cadáveres animados, con garras enormes y la expresión de la muerte en sus rostros, destrozaron la puerta de la casa de al lado e irrumpieron en el hogar de sus vecinos. Los gritos fueron desgarradores. Al cabo de unos minutos, aquellos monstruos que otrora solían ser simples pueblerinos salieron de la casa arrastrando con sus garras los cadáveres de los vecinos de Ilkos, a los cuales acababan de asesinar. Ante tal horrenda escena, y dándose cuenta de que la situación en Belvers estaba empeorando y solo podía terminar con la muerte de toda la aldea si seguía su rumbo, los padres de Ilkos decidieron escapar de la aldea al amanecer. Al alba, cada uno tomó un caballo —pues Ilkos era buen jinete para su corta edad— y tomaron el camino hacia el Norte en dirección a Roca Alta con la intención de informar a las autoridades provinciales y al Templo del Sol de lo que habían visto. Sin embargo, los soldados provinciales que estaban bajo el hechizo del hombre no iban a dejar que aquello sucediera. Estaban patrullando los caminos, e intentaron detener a Ilkos y a su familia. El padre de Ilkos les dijo que debían arriesgarse y cabalgar lo más rápido que pudieran, separarse, e intentar llegar cada uno por su cuenta a Roca Alta. Tendrían más posibilidades así. Pero Ilkos había sido alcanzado por flechas y solo había llegado a Roca Alta porque Quirón y Micaiah lo habían encontrado, y porque su caballo lo había guiado por buen camino mientras yacía inconsciente. Pero hasta donde sabía, era el único 152


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sobreviviente de su familia. Después de todo, había escuchado sus gritos detrás de él mientras eran alcanzados por los soldados que habían caído bajo el hechizo del extraño. Al enterarse de aquellas oscuras noticias, Lucero había tenido una visión enviada por Aros: Su dios le mostró la figura de aquel hombre extraño de Belvers sosteniendo la daga que Ilkos había mencionado. La figura le parecía familiar a la Paladina, pero no logró reconocerla detrás de su capucha. Su foco se centró en la maligna daga. Su hoja era oscura y retorcida, con símbolos en el antiguo lenguaje del idhilium. Lucero sabía cuál era el nombre de esa hoja legendaria: el Corazón de Lázaro. La Paladina había decidido no esperar y salir a la mañana siguiente en una expedición a Belvers a evaluar la situación y liberar al pueblo del mal que lo acechaba. La noche antes de salir, Lucero compartió con Quirón, Micaiah y Amon lo que sabía de aquella daga. Había sido forjada con magia oscura y antigua y tenía en su núcleo el corazón de Lázaro: uno de los Cuatro Antiguos, los Nephilim originales. Lucero les contó que el portador de aquella arma podía usar la magia del poderoso no-muerto a su antojo para dominar las mentes de otros humanos, pero también para traerlos a la vida de nuevo como grotescas abominaciones, los necrófagos, antiguos siervos de los Nephilim. —Siempre y cuando el portador del Corazón de Lázaro lo alimente con sangre fresca, puede usar su magia para lograr fines como dominar las mentes de las personas y obligarlos a actuar, revivir a los muertos bajo su comando y fines aún más siniestros que esto… —había comunicado la Paladina. Fue Quirón quien se había visto más disgustado ante esto, y había ofrecido, en su posición de capitán, la ayuda de los soldados de la Provincia que pudiera convencer a unirse a aquella misión. 153


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Micaiah le tomó la mano de Amon, se miraron y ambos asintieron: ellos también irían. Fue así que, una vez más, los Soldados del Templo del Sol junto con un grupo de soldados de la Provincia de Ivenium terminaron galopando juntos en la más urgente empresa; muy similar a su carrera a Malebolge el invierno anterior. Cabalgaron como el rayo y con la dirección de Quirón, que conocía Ivenium como la palma de su mano, atravesaron bosques desolados y minas abandonadas, llegando a Belvers por el camino más corto, calculando en cinco días su trayecto y procurando evitar los caminos a medida que se acercaban al pueblo que el hombre extraño había transformado en suyo. Pues aquella aldea había sido transformada por su magia oscura. La última noche que descansaron antes de llegar a su objetivo, armaron campamento en una colina lejos de los caminos, montando guardia alrededor, pues temían que los necrófagos reanimados por el portador del Corazón de Lázaro estuvieran rondando, o que sus soldados, dominados por su magia negra, los encontrasen en sus patrullas. Lucero llamó a todos los presentes. Quería recordarles que mañana llegarían al peligro, y que el objetivo principal de la misión era recuperar la daga conocida como el Corazón de Lázaro. —Pues si la obtenemos, podemos evitar que su portador controle a los no-muertos y humanos que tenga bajo su influencia y habremos ganado. —¿Y qué hay del hombre que ha provocado todo esto? — preguntó Quirón—. Dudo que quiera entregarse de manera pacífica. Lucero miró hacia abajo, y luego, Amon podría haber jurado que lo miró muy brevemente. —La magia negra corrompe el corazón hasta de los más puros. Puede que sí podamos separarlo de la daga… Pero aún así no creo 154


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que esa persona pueda recuperarse de la corrupción de tal oscuridad. —¿O sea que hay que matar al portador de la daga? — preguntó Micaiah—. ¿Y qué sucede si en realidad esa persona no era mala, sino que fue tentada por la daga? ¿Realmente merece morir por ello? Amon sentía nuevamente que la conversación estaba refiriéndose a él una vez más. Lucero respondió. —No hay maldad que se apodere de uno a menos que uno lo permita. Es triste decirlo, pero quienquiera que sea ese hombre tuvo que permitir que la daga lo corrompiese para llegar a tal estado. Fue el turno de Amon de intervenir. —Además, no importa el motivo, ahora que este hombre ha dañado a otros seres humanos, ya no se trata solo de él. Debemos detenerlo, aunque para ello debamos matarlo —dijo, y luego más bajo, agregó—, sé que yo querría lo mismo. Micaiah no replicó a eso. Pero luego preguntó. —¿Y qué hay de la gente que está siendo controlada por la magia de la daga? ¿Los soldados y los pueblerinos? ¿Debemos matarlos a ellos también? Lucero miró hacia abajo tristemente. —No creas que me hace feliz matar inocentes —respondió la Paladina—. Pero quienes están siendo controlados intentarán matarnos. Y si dejamos que nos maten, no podremos detener a quien usa la daga y no haremos más que dejar crecer el número de víctimas. Debemos acabar con el mal antes de que siga esparciéndose. Después de eso, Micaiah y Amon pasaron la noche juntos. Amon finalmente le dijo que le gustaría, si todo aquello acababa bien, mudarse junto con ella y pasar sus días juntos. Micaiah festejó, pero el destino a veces no comparte los planes de los mortales. 155


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Cerca del alba, Amon se levantó y caminó hacia Lucero, quien rezaba en el borde del campamento y parecía no haber dormido. —Sé lo que estás pensando —dijo Lucero—. Pero no. No importa lo que suceda, no quiero que dejes a ese ser que vive dentro tuyo, a ese espíritu o demonio llamado Moloch, tomar el control. Podemos ganar con la voluntad de nuestros soldados y con mis poderes. Aros nos dará la victoria. Amon sonrió. Era increíble como Lucero siempre sabía lo que iba a decir. Pero las palabras de la Paladina no lo tranquilizaron. —Nada me gustaría más que no tener esto dentro —dijo el Caballero—. Pero lo tengo. Y si veo que las vidas de Micaiah, Quirón, o tuya están en riesgo, no podré solo observar mientras los matan. Lucero suspiró. No le sucedía seguido, pero no sabía qué decir. Cabalgando semejante al viento llegaron finalmente a los límites de Belvers, y allí, bajo un cielo negro encapotado por unas nubes oscuras y sobrenaturales, fueron interceptados. Guerreros vestidos con armaduras de la Provincia de Ivenium los atacaron. Los Soldados del Sol al mando de Lucero y las fuerzas provinciales de Quiron fueron más rápidos y habilidosos, y a pesar de bajas, arremetieron con flechazos y lanzas contra los pobres esclavos del Corazón de Lázaro. Lucero dio una plegaria por ellos, pero se mantuvo firme y los embistió con su mandoble. Luego aparecieron los necrófagos. Pero parecieron observarlos desde lejos y luego correr de nuevo a Belvers, como para dar la alarma. Aquellos seres no deberían poder moverse libremente a la luz del sol, pues se convierten en ceniza apenas son tocados por ella. Pero el cielo encapotado, que también era obra de la magia de la daga maldita, les permitía trasladarse durante el día sin sufrir daño. Sin muchos más obstáculos, los héroes llegaron entonces a la aldea. 156


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Parecía estar desierta y entraron con cautela. Pero cuando llegaron cerca de la plaza central pudieron ver que en los tejados estaban posicionados un gran número de soldados provinciales con arcos, claramente bajo el hechizo de la daga. A su vez, en el nivel del suelo, un ejército de necrófagos ocupaba las calles del pueblo, probablemente más de la mitad de la aldea. Pero aquello era poco preocupante comparado con el horripilante monstruo digno de pesadillas que burbujeaba en la plaza del pueblo. Pues en el centro de Belvers estaba parado un hombre con armadura y encapuchado, en su mano estaba una daga envuelta de un fulgor oscuro, violeta y sobrenatural. A su lado, como una torre más alta que cualquier casa del pueblo, había un ser que parecía ser una masa informe de muchos cuerpos reanimados fusionados juntos para formar una amalgama de músculos, huesos, piel, piernas, rostros, y brazos que se estiraban en busca de seres vivos a los cuales consumir y agregar a su desagradable masa de destrucción. Se trataba de una atrocidad digna del Infierno. Un pecado construido a partir de las pobres almas moldeadas por la daga maldita, condenadas al dolor y el lamento eterno. Mientras presenciaban aquello, Lucero juró por su dios acabar con aquellas aberraciones, liberarlas de su desgracia y tomar la daga para destruirla o en su defecto esconderla donde nadie la encontrase jamás. Pero antes de que pudieran decir nada, el hombre que sostenía el largo cuchillo se sacó su capucha, y Amon confirmó sus sospechas. —Si no son mis antiguos compañeros de patrulla y la Paladina que nos guió a Malebolge —dijo el corrompido soldado provincial, y todos lo reconocieron por quien era, Maydahim, quien había sido su camarada durante tantos años, y quien los había acompañado en su misión a las ruinas de Malebolge. Pero ahora, sus ojos refulgían con un brillo carmesí—. Amon, ¿cómo has estado? Tuve intención de contártelo antes, pero no había tenido ocasión. Parece que tú no fuiste el único que volvió con algo de aquellas ruinas malditas — dijo levantando la daga y haciéndola refulgir. 157


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—¿Por qué has hecho esto, Maydahim? —preguntó a los gritos Micaiah—. Nunca fuiste malo. ¿Por qué? Maydahim sonrió. —No lo entenderías, pequeña Micaiah. Ahora que soy el portador del Corazón del Lázaro, ya no soy un mortal. He trascendido y me he convertido en algo más parecido a un dios. La vida es mi lienzo, y soy el máximo artista. ¿O acaso no te gustan mis creaciones? —dijo señalando a la abominación de carne y energía oscura que manoteaba con sus cientos de brazos a su alrededor. Quiron le tomó el hombro a Micaiah y negó con su cabeza. —Ni lo intentes. Maydahim ya no está —le dijo a su subalterna—. La daga se ha apoderado de él. Lucero levantó su espada, y Amon su lanza. —Lamento lo que te ha sucedido, Maydahim —dijo Lucero— . Pero no podemos dejar que sigas lastimando a otros. Entrega la daga o sufre la ira de Aros. Maydahim rió, y con una señal de su daga impía, comenzó la carnicería. Quirón usó su martillo de batalla para destrozar a los necrófagos, aplastándolos mientras que Micaiah utilizaba su lanza para alcanzar su corazón y reducirlos a ceniza. Mientras sus soldados la cubrían de los arqueros provinciales dominados por la daga que les disparaban flechas de los tejados, Lucero utilizó su mandoble y sus poderes de luz para destruir a los necrófagos y acercarse a Maydahim, el culpable de toda la muerte que había sucedido en este pueblo; controlado por el Corazón de Lázaro o no. Pero ni la Paladina Lucero parecía poder contra Maydahim usando su impía daga —la cual le daba fuerza y velocidad más allá de la de un simple mortal— y contra aquella criatura enorme. Los Soldados del Sol lucharon cuanto pudieron pero todo parecía estar en su contra. Amon se preguntaba qué debía hacer, 158


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cuando Quirón fue herido, atravesado por la garra de un necrófago de lado a lado. Al ver aquello, el Caballero no pudo contenerse. Se concentró y tuvo una conversación con el ser que vivía dentro suyo. Se trataba de algo más oscuro y más antiguo aún que los Nephilim. Algo que parecía siempre estar enojado. —Durante meses me has pedido que te entregue el control de mi cuerpo. Pues este es tu momento. Ayúdame ahora, Moloch, y tendrás el control. Hazlo. —Con gusto —respondió la voz. Quienes estaban en el campo de batalla presenciaron el poder que Amon había demostrado antes únicamente en las ruinas de Malebolge. Una energía oscura se apoderó de él. Alrededor de sus brazos y manos, creando garras enormes de energía oscura, más afiladas que la sombra de la luna. Alas de la misma oscuridad salieron de su espalda. Sus ojos se llenaron de esta negrura también, y él mismo cambió. Su velocidad se hizo tal que era casi imposible seguirlo con los ojos. Con la fuerza sobrehumana que aquel ser le dio recorrió el campo de batalla en meros segundos, llevándose puesto todo a su paso, picando la carne y los huesos de sus enemigos de manera espectacular. Mientras tanto, Lucero luchaba mano a mano con Maydahim. Su espada cubierta de luz chocando contra su daga llena de oscuridad. El dios Aros estaba de su lado, pero Maydahim había cultivado tanta oscuridad dentro del Corazón de Lázaro en las pasadas semanas que cada golpe de su daga parecía pesar toneladas. Lucero trastabilló ante los ataques inhumanos de Maydahim, quien la golpeó con fuerza tal que la hizo volar y chocar contra una casa de piedra, lo cual la dejó inconsciente en el suelo. Maydahim se dirigió a terminar con la vida de la Paladina, como le ordenó la daga, pero se vio golpeado por una fuerza de la misma magnitud de la suya. Se trataba de Amon, que había logrado descuartizar y 159


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terminar con la patética existencia de la amalgama de cadáveres que ocupaba la plaza del pueblo y ahora venía por él. Amon intentó detener a Maydahim, pero era demasiado rápido incluso para él. Solo vio una solución posible ante la fuerza imparable de Maydahim, si no encontraba una abertura, él mismo la provocaría, aunque fuera a costo de su vida. Fue así que Amon, luchando con el poder de aquel espíritu que se implantó en su interior en las ruinas de Malebolge, decidió dar su vida para derrotar a Maydahim y salvar a sus amigos dejándose apuñalar por aquella daga impía. Le arrancó la cabeza a Maydahim y, quitándole la daga, la arrojó lejos. Aquello dejó inertes a todos los soldados que estaban bajo el hechizo de la daga y a los necrófagos que habían sido reanimados gracias a ella. El espíritu de Moloch no estaba contento con el resultado de las cosas, pues había vuelto a perder un cuerpo con el cual podía actuar sobre el mundo material. Pero este no sería su final. Lucero tal vez hubiera podido salvar a Amon, pero estaba inconsciente en aquel momento. El Caballero del Templo de Aros murió allí pero Micaiah tomó la daga y la mantuvo segura. Se mantuvo cerca de su amado fallecido hasta que Lucero despertó. —Moriste como un verdadero Caballero del Templo del Sol, Amon —dijo llorando la mujer. Cuando Lucero despertó, se encontró con que habían obtenido la victoria: tenían el cuchillo impío en su poder y la gente aún viva que estaba bajo el hechizo de la daga había vuelto a la normalidad. Pero el precio había sido alto. Tanto Amon como Quirón habían muerto, así como la mitad de sus soldados. Lucero se encargó de tratar a los heridos y de poner a descansar a todos los necrófagos, quemando sus cadáveres para limpiar sus espíritus y asegurar un pasaje puro más allá de las Esferas de este mundo.

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Los cuerpos de Quiron y de Amon fueron llevados de regreso a Ivenium, donde fueron enterrados en el Templo del Sol de Roca Alta como héroes. En cuanto a Micaiah, poco después de volver tuvo un bebé, el hijo de Amon, Caron. Este se convirtió en Soldado del Templo del Sol, así como los hijos de Quiron se convirtieron en soldados de la Provincia de Ivenium. Juntos, cuando les llegara su hora, lucharían a su vez por mantener la paz en sus tierras. Lucharían por desterrar la oscuridad que acechaba siempre con apagar la luz de la vida en el Reino de Almenara. Respecto al Corazón de Lázaro, al no poder destruirla, Lucero decidió guardarla en la cámara subterránea del Templo del Sol de Roca Alta, donde no podría corromper ni causar más daño a nadie. Y durante siglos, así fue. Pero el destino de ese arma era ser encontrado una vez más, pues la época más oscura del mundo en milenios estaba aún por llegar. Una guerra entre la Luz y la Oscuridad como no se había visto hacía eras en el mundo. En aquella guerra, la daga maldita sería encontrada una vez más, y usada nuevamente con fines oscuros. Pero en esas batallas, habría grandes guerreros que darían sus vidas por derrotar a la oscuridad, como siempre los había habido. Héroes con la determinación de tomar el acero brillante de las lanzas y las espadas en sus manos, de cubrirse en armadura, y salir a luchar contra las hordas de la oscuridad. Los descendientes de Quiron, Amon, y Micaiah, estarían ahí cuando sucediera. Estarían ahí para ver la Guerra Santa.

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La música que inspiró este relato: Género: Power metal Dragonland — Holy War (Suecia) Freedom Call — Eternity (Alemania)

José Ignacio Rossi —Peche para quienes lo conocen— es un autor uruguayo amante de la fantasía. Tiene relatos publicados en el libro Mucha Labia y Pocos Jueces (2020), publicación independiente del «Club de la labia».

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En la oscuridad Rodolfo Fierro Rodríguez

Miriam sufrió un ataque de pánico cuando cayó el primer rayo, dejando a su paso un trueno que sacudió la tienda de campaña. La compartía con otras cuatro niñas que no conocía y le habían quitado su lámpara plegable. No entendía por qué lo habían hecho. Esa lámpara se la acababa de regalar su mama precisamente para el campamento. —No te separes de ella —le advirtió cuando se la dio. Y justo la primera noche la habían castigado. Continuaba llorando en silencio mientras la lluvia caía acompañada de fuertes relámpagos seguidos de truenos que retumbaban a su alrededor. De pronto sintió como una de sus compañeras se acercaba a ella, dentro de su saco de dormir, como una oruga de gran tamaño que se acomodó a su lado. Sintió como la niña la acunaba entre sus brazos, ofreciéndole una especie de protección cálida frente al viento y a los rayos. —No temas, es solo una lluvia de verano —le dijo la niña desconocida— No puede hacernos daño. En ese momento, gracias a la tranquila respiración de su nueva amiga, ya que se sentía segura. Miriam sintió como se tranquilizaba gradualmente hasta que por fin pudo dormirse. A la mañana siguiente fue la primera en despertarse. La niña que la había abrazado por la noche aún se encontraba con ella durmiendo. Era un poco mayor, un débil ronquido surgía de su boca abierta. El cabello, que estaba aplastado bajo su cabeza, era de un color castaño muy claro. Más tarde supo que la niña se llamaba Iris. Era dos años mayor, le gustaba la música rock y, según Miriam, era la chica más valiente del mundo. Durante el campamento se volvieron las mejores amigas. Cuando volvieron a la ciudad continuaron en contacto, compartiendo gustos y experiencias; gracias a ella había 165


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descubierto a la banda de Iron Maiden, su grupo de música favorito. —Estaremos cerca, no importa qué tan lejos te vayas —le dijo Miriam el día que Iris anunció que había obtenido una beca para estudiar en el extranjero—, siempre seremos amigas, nada más importa. Perdida en sus recuerdos de la niñez, Miriam no se dio cuenta de que había llegado al aeropuerto de la ciudad, por lo que el taxista le tuvo que llamar la atención. Antes de bajarse le pidió al conductor que la esperara. No debía de tardar mucho pues el avión ya debía de estar llegando. Pensando en lo mucho que había pasado con su amiga y su incapacidad de superar su nictofobia, como la llamaban los psicólogos, ella simplemente no podía con ella. La abrumaba, como si algo estuviera en ella esperando para saltar. Por eso aún conservaba su linterna plegable en su bolsa. Entró a la terminal del aeropuerto y se dirigió a la zona de arribos donde un flujo de gente comenzó a salir. Su rostro se iluminó con una sonrisa cuando la reconoció buscándola entre las personas recién llegadas. Lo mismo pasó cuando ella la vio entre la multitud, resultando en una aceleración de sus pasos para poder abrazarse. Después de más de un año sin verse, el poder estar juntas como en los viejos tiempos era algo que estaba esperando desde que le dijo que volvería la ciudad para pasar las fiestas navideñas. Miriam también tenía miedo de que su amistad hubiera cambiado durante su separación, pero cuando vio que soltaba su maleta para irla a encontrar se dio cuenta de que seguía siendo su mejor amiga. Cuando se abrazaron tanto a ella como a Iris soltaron lágrimas de alegría por volverse a ver. El taxi que había llevado a Miriam al aeropuerto ya no estaba, por lo que tuvieron que esperar su turno para poder pedir uno que las llevara a la casa de ella. Entre tanto comenzaron a ponerse al corriente. Iris le conto de sus estudios en la universidad y le confesó una atracción que sentía por uno de sus compañeros, de nombre Joshua. En cuanto llegaron a la casa, Miriam llevó a Iris a la habitación de invitados donde su amiga comenzó a desempacar. Se 166


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dirigió a la puerta con la intención de dejar a su amiga descansar después del viaje. —Espera —le pidió Iris antes de que pudiera salir—, te traje algo. Miriam se giró hacia su amiga que sostenía un paquete cuadrado muy delgado. Ella lo tomo con cuidado, era muy ligero, lo desenvolvió con cuidado y en cuanto vio lo que era sus ojos brillaron de la emoción. —¡El disco de Fear of the Dark! —gritó emocionada, al tiempo que abrazaba a su amiga. —Lo encontré el otro día en una tienda de música que está por mi apartamento. Gracias a Iris, Miriam era una fanática de los discos de vinilo. Pero ese, su favorito, siempre se le había escapado. No podía creerlo. Para ella era un nuevo tesoro que conservaría siempre. Después de que Iris desempacara, salieron a hacer las compras para la cena de navidad y hablaron de los amigos que vendrían a ver a Iris en los siguientes días. Cruzaron el gran parque, que la gente llamaba la deportiva, que se encontraba en su camino al supermercado hablando como si no hubiera pasado el tiempo, eso alegraba enormemente a Miriam. —Ya extrañaba los productos mexicanos —decía Iris mientras sostenía el paquete de tostadas para la cena de esa noche—. Allá la comida no tiene casi sabor y es todo muy artificial. Miriam la escuchaba alegre. Su amiga llevaba más de un año estudiando en Estados Unidos y en ese tiempo casi no habían tenido tiempo de hablar entre ellas. Habían pasado la tarde hablando de los planes que tenían para las fiestas. En camino a las cajas registradoras, Miriam tuvo un mal presentimiento. Como cuando estaba a punto de comenzar una tormenta, el ambiente se sentía extraño, como si algo no estuviera bien, como un vacío a su alrededor. Su inquietud dio paso al terror cuando las luces del supermercado se apagaron. 167


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Iris la encontró, gracias a la luz de su celular, sentada en el piso aferrada a su bolsa buscando desesperadamente en su bolso por su lámpara. Gracias a que sabía que pasaba con su amiga, la abrazó, buscando tranquilizarla al tiempo que ayudaba a encontrar la lámpara. Las luces de emergencia se encendieron dándole una tonalidad rojiza a todo el lugar, pero eso al mismo tiempo ayudó a que encontraran la lámpara, la cual encendieron inmediatamente, siendo el único punto de luz blanca en todo el establecimiento. —Por favor, permanezcan en calma —anunció la voz de la supervisora de cajas—. Es un fallo de luz general, podemos esperar a que la luz regrese o pueden volver mañana para continuar con sus compras. Las dos amigas se miraron y acordaron esperar un momento en caso de que volviera la luz. Si era una falla general en el exterior estaría más oscuro y peligroso que el interior del supermercado. A su alrededor las personas discutían si quedarse o irse, por lo que dentro de la tienda no quedó mucha gente además de los trabajadores que dejaron a uno de ellos cuidando la entrada y se retiraron a discutir qué hacer si no volvía la luz. Después de un largo rato en la penumbra, la supervisora anunció que habían decidido cerrar la tienda hasta que la electricidad volviera. Pidieron que dejaran los productos en los carritos, que ellos los acomodarían en sus respectivos lugares antes de irse. Algunos de los clientes se quejaron por tener que esperar al día siguiente para poder realizar sus compras, pero todos se dirigieron a la salida sin causar ningún problema. Cuando Miriam e Iris salieron de la tienda pudieron ver que había caído la noche. Solo había unas pocas luces además de las de los automóviles y las estrellas. El supermercado se encontraba en una esquina de una cuadra con un gran estacionamiento frente a él. Al frente, del lado izquierdo, dos avenidas se cruzaban en esa misma esquina; pudieron ver luces de varios vehículos de emergencia, probablemente a causa de un choque cuando ocurrió el apagón. 168


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Decidieron ir directamente a casa de Miriam. Afortunadamente podían ir caminando pues el tráfico estaba saturado. Solo tenían que cruzar la Deportiva y un par de calles para llegar, sería algo fácil gracias a la lámpara de Miriam. Conforme caminaban se dieron cuenta de que a su alrededor había un extraño silencio, roto solo por algún pesado aleteo ocasional o el ruido de vehículos lejanos. Tampoco se veía más gente que la que recién salía del supermercado. El primer paso era cruzar la avenida del lateral de la tienda. Cuando llegaron ahí vieron que los coches se encontraban vacíos, algunos todavía con las luces encendidas, como si al abandonarlos sus dueños olvidaran apagarlas. A lo largo de la calle se podían ver algunos incendios que estaban sin atender. La Deportiva, que según Miriam era muy oscura gracias a los árboles, parecía la boca de un lobo de lo oscura que estaba. A lo lejos podían ver algunas personas entrando o saliendo de esa zona. Varios parecían heridos o con miedo, pero Iris no le dijo esto a su amiga, ya estaba demasiado asustada con lo que estaba pasando como para dejarse llevar por esas ideas. En la entrada de la Deportiva había una biblioteca, vacía en ese momento. Era parte del campus de una universidad que ocupaba parte del mismo. En ese punto Miriam se quedó helada al ver que alguien había destrozado algunos cristales para entrar en la biblioteca. Lo que había perturbado a Miriam no era el hecho de romper los cristales, era la cantidad de sangre que se encontraba derramada en el piso sobre los fragmentos de vidrio. Escucharon ruidos dentro de la biblioteca, eso fue la señal de que debían irse. Los extraños aleteos se escuchaban más cerca cada vez, y de vez en cuando se oían disparos aislados. La primera vez que los escucharon se arrojaron al suelo temiendo por balas perdidas, pero el tirador parecía ser bueno o no apuntaba en su dirección. Se detuvieron frente a la entrada de la Deportiva. Los pinos que conformaban la mayoría de los árboles se extendían como columnas distribuidas irregularmente mientras enmarcaban el sendero de cemento, el camino más cercano a un lugar seguro; Miriam le recordó que en el centro de la zona existía un campo 169


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deportivo, conocido como el discóbolo, donde estaba segura podían descansar. En la oscuridad se escuchaban pasos de alguien que se acercaba corriendo. A la luz de la linterna apareció un adolescente con una playera negra con el símbolo de Metallica. El pobre chico se tropezó lastimándose la cara y las rodillas. Ambas lo ayudaron a levantarse. Se veía lívido del miedo, en sus ojos se reflejaba el pánico que sentía. —La luz, la luz —repetía constantemente, evidentemente en estado de shock—. No se alejen de la luz. Sin agradecerles siquiera, se levantó y continuó su camino como si no las pudiera ver. Iris abrazo a Miriam buscando estar más cerca de la fuente de luz, mientras se adentraban lentamente al parque. Iris se encontró tarareando su canción favorita, Rainbow in the Dark, eso parecía tranquilizar un poco a Miriam mientras caminaban por el sendero. —Hola, mis reinitas —las asustó un sujeto vestido con una sudadera negra y pantalones vaqueros, mientras sin esconder sus intenciones sacaba una navaja de su bolsillo y la desplegaba en su mano. Había estado escondido detrás de un árbol junto a una farola apagada esperando a cualquiera que pasara por el camino—. ¿A dónde van tan solitas? —les pregunto mientras se acercaba. Sin previo aviso, algo saltó del poste de luz hacia él y lo rodeó como si fuera una sábana de piel. Su color era rosado con toques de gris, como un trozo de epidermis enferma. Los gritos de dolor se escuchaban amortiguados al tiempo que corría alejándose de la luz, no pasó mucho antes de que cayera aún luchando, como una forma extraña en la oscuridad. A diferencia de lo sucedido con el adolescente, ninguna de las dos se detuvo a ayudar al asaltante. Corrieron sin detenerse hasta llegar al campo deportivo. Afortunadamente el lugar contaba con una planta de energía de reserva por lo había algunas luces encendidas, al menos en la entrada al recinto. Miriam se situó debajo de la bombilla más cercana y se sentó en el suelo justo bajo la luz. Sin apagar su lámpara cubriéndose la 170


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cabeza y el rostro con sus brazos, temblando incontrolablemente. Mientras recuperaba el aire, Iris pensó que su amiga se había desmayado hasta que escuchó sollozos que provenían de su compañera. De su rostro caían lágrimas de forma continua. Iris se sentó junto a ella. No existía forma de suavizar lo que habían presenciado, eso lo sabía, vieron a alguien morir. Lo que alteraba a Iris no era que el sujeto hubiera muerto. Era la causa, según ella no existía nada como eso en el mundo natural, al menos en tierra firme. Lo más cercano que ella conocía eran las medusas en el mar, pero lo que había visto era un ataque directo. —Morir, morir… —repetía constantemente Miriam mientras continuaba llorando, al igual que el adolescente con el que se habían cruzado antes. Como hacía tantos años Iris acunó a su amiga para ayudarla a calmarse, los sollozos comenzaron a remitir lentamente hasta que se detuvieron. —Lo dejamos morir —completó finalmente. —No podíamos hacer nada —le dijo Iris—. No sabemos qué lo atacó y lo único que me importa eres tú. Debemos llegar a casa y resguardarnos hasta que llegue la mañana. Estuvieron un rato sentadas tranquilizándose mutuamente. Los aleteos ya eran constantes y los disparos aislados se escuchaban también más cerca. Cuando se sintieron más calmadas se levantaron para continuar su camino. Ahora debían de llegar hasta el otro lado del campo deportivo para ya solo seguir un camino recto hacia la salida de la Deportiva. Pan comido según Iris. Conforme se acercaban a la orilla de la Deportiva se alejaban de la isla de luz que había sido su refugio de la oscuridad, varias voces se escuchaban, murmullos extraños e ininteligibles surgían de un punto a su derecha y también la luz danzante de una gran hoguera. Al asomarse pudieron ver a un grupo extraño de personas que portaban túnicas negras. Estaban tan inmóviles alrededor de la hoguera que casi las confundían con pequeños árboles. Su actitud era como de reverencia religiosa. Ellas no querían saber nada de lo que pasaba en ese lugar y entre más rápido se alejaran de ese grupo de personas, mejor. 171


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Se movieron en silencio. Aquellos personajes parecían tener los ojos cerrados por lo que no necesitaron apagar la lámpara, un gran alivio para Miriam, pero aún así pasaron lo más rápido y silenciosamente posible. A medio camino, antes de que los pinos las ocultaran de los extraños, estos levantaron sus cabezas al mismo tiempo y sin abrir los párpados, comenzaron una extraña danza alrededor de la hoguera; al mismo tiempo de los árboles surgieron más extraños aleteos, como si un gran número de buitres levantara vuelo de las copas de los árboles y una masa oscura se abatió sobre la hoguera, apagándola en el acto. Eso dejó a oscuras a los bailarines. Al momento que estaba produciendo el aleteo se abalanzó sobre los que bailaban, un golpe sordo acompañado de un crujido se escuchó en dirección a los danzantes y uno de ellos aterrizó delante de ellas. Algo había aplastado su cara como si un mazo lo hubiera golpeado en la cara dejándolo irreconocible. El sujeto se movía entre espasmos y ambas amigas gritaron cuando algo salió de entre los árboles y se abalanzó sobre el sujeto aún vivo. Lo que vieron las dejo sin aliento. La luz revelaba un cuerpo alargado conectado a una larga cola que latigueaba en todas direcciones mientras que sus extremidades brotaban de ese raro torso; lo más extraño era su cabeza: una masa de apariencia ósea con un pico romo de aspecto robusto, dos aletas se separaban del centro de su cráneo, y en cada una, un círculo perfectamente marcado por una grieta. Además dos afilados colmillos que surgían del pico de hueso, no parecía tener sentido visual pero, en cuanto la luz de la linterna lo cubrió, se alejó a gran velocidad. Fue en ese momento cuando las dos amigas salieron corriendo dejando atrás la extraña escena. Lograron llegar a la esquina antes de entrar en la calle donde se encontraba la casa de Miriam. —¿Por qué hicieron eso? —preguntó Miriam a nadie en particular, tal vez tratando de encontrar una respuesta en su subconsciente. Iris se acercó a ella y la abrazó, tanto para tranquilizarla como para tranquilizarse—. Se dejaron atacar por esas cosas. 172


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—Siempre juntas —le recordó Iris mientras la tomaba por los hombros—. Nada más importa, no importa lo que los demás hagan, parece ser que tu lámpara los aleja. No dejes que se apague. Ya no queda mucho para llegar, vamos. Para poder alcanzar la colonia donde vivía Miriam, debían de cruzar una avenida de varios carriles. En ese momento se encontraba llena de automóviles, camiones y camionetas abandonadas; el motivo era obvio. A medio camino de cruzar la avenida, Iris golpeó sin querer un automóvil activando la alarma del mismo. Un rugido antinatural surgió de la línea de árboles detrás de ellas. A la luz de las estrellas los árboles se mecían, crujían y caían por el paso de algo. Las dos chicas aceleraron el paso intentando llegar y esconderse entre las estrechas calles que eran su destino. De pronto una oscura figura salió de entre los árboles. Era enorme, del tamaño de una camioneta familiar. Volvió a emitir su rugido y se preparó para abalanzarse sobre ellas. En la esquina de la cuadra, frente a las amigas, se encontraba una pizzería donde se había estampado un gran autobús, dejando un hueco donde podría esconderse una de ellas. Rápidamente Iris empujó a Miriam en esa dirección y le señaló el lugar para esconderse, diciéndole que las dos podrían apretujarse y protegerse. Su amiga lo hizo y esperó a que también se metiera pero Iris cambió rápidamente de dirección mientras le gritaba a la bestia para que la siguiera. Miriam, dándose cuenta de lo que su amiga hacía, salió del escondite y trató de acercarse a su amiga, si esas cosas evitaban la luz, eso podría protegerlas. El monstruo fue más rápido que ella y alcanzó a morder el brazo derecho y parte del torso de la mujer. Por un momento hubo un tira y afloja entre ella, que se había aferrado a un poste de electricidad, y la bestia. Miriam escuchó como si un fuego artificial fuera lanzado cerca de ella al tiempo que sentía una voz que le ordenaba cerrar los ojos. Debido a la situación ella no pudo o no quiso cerrarlos por lo que cuando el cohete estalló revelando a una criatura de piel oscura con cortes donde se alcanzaban a ver los músculos 173


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moviéndose. Lo más aterrador de ella era su cabeza, como la criatura alada, era de hueso y carecía de vista, pero esta tenía colgajos de piel, la sangre de Iris y quién sabe quién más chorreando a través de afilados caninos que no permitían cerrar bien las mandíbulas. —¡No la sueltes! —le gritó el desconocido, y no hacía falta que lo hiciera pues jamás dejaría ir a su amiga. Otro cohete fue disparado en dirección al ser y esta vez le acertó de lleno en el lomo. La luz resultante quemó a la bestia pero se negaba a soltar a Iris. Se escucharon más disparos que provenían del desconocido, que seguía acercándose a los combatientes. Miriam sentía como la sangre le latía en sus oídos de forma acelerada. No podría seguir aguantando mucho más. La carne del monstruo siseó cuando la improvisada antorcha fue clavada en una de sus heridas. Por fin soltó a Iris y se giró hacia el desconocido y se escuchó un último disparo antes de que el monstruo, aturdido, huyera dejando un claro rastro de sangre oscura. Miriam recostó a su amiga malherida en el suelo. Se veía muy mal, estaba pálida, tanto su brazo como buena parte de su torso estaban completamente destrozados. Su respiración era entrecortada acompañada de un silbido y un borboteo de sangre. El desconocido se acercó a ella pero al ver el estado de su amiga le entregó su lámpara. —Aprovecha el tiempo que tienes y respeta su sacrificio —le dijo antes de seguir el rastro del monstruo. Miriam e Iris sabían qué significaba. —Perdón, perdón —repetía Miriam una y otra vez—. Si fuera más valiente. Su amiga puso gentilmente su brazo sano en su mejilla. —Te dije… que eras lo más… importante para mí —le recordó— y… sí eres valiente… —sus palabras eran acompañadas de jadeos y toses. 174


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—Llega a tu casa… —continuó Iris—. Tú aún puedes salvarte. —¡No quiero salvarme sin ti! —sollozó Miriam—. No te pienso dejar aquí. —Tendrás que hacerlo… Tu lámpara pierde brillo. —Siempre juntas, esa fue nuestra promesa. —Y pienso… cumplirla. —Con sus últimas fuerzas Iris se levantó y pegó su frente a la de Miriam—. Siempre estaré a tu lado… Seré tu ángel guardián. Después de eso se relajó, cerró sus ojos y dejo de respirar. —¡No, no, no, no! —reaccionó inmediatamente Miriam tratando de despertar a su amiga— ¡Despierta por favor, no me dejes sola! Miriam estuvo largo tiempo acunando el cadáver de Iris. El brillo de su linterna disminuyó visiblemente. Queriendo respetar el sacrificio de su amiga, se levantó y caminó el corto trecho que la separaba de su casa. Escuchaba el aleteo de las criaturas aladas y en una ocasión el rugido del monstruo que había asesinado a su Iris, seguido por una explosión que iluminó el cielo a lo lejos, así llegó a la puerta de su hogar. Se sentía como una autómata sin voluntad para vivir, solo moviéndose por inercia, entró a su casa sin soltar su linterna. Acompañada por su cada vez más tenue brillo, la electricidad parecía que no volvería y los gritos sonaban amortiguados por la seguridad que ofrecían las paredes. Se dirigió hacia su baño queriéndose lavar la sangre de Iris. Abrió la llave y puso sus manos bajo el grifo esperando el agua. Pasaron casi cinco minutos antes de que se diera cuenta que sin electricidad en la ciudad, las bombas de agua y las válvulas no estaban funcionando. Levantó su mirada y la persona que le devolvió la mirada desde el espejo no era la misma que había sido esa misma mañana. Lentamente salió del baño. El brillo de la linterna se desvanecía lentamente. De forma automática se dirigió, como 175


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cuando era niña al armario bajo la escalera de su casa. Cerró la puerta desde dentro, depositó la linterna en el centro del armario y se sentó en la esquina más alejada abrazando sus rodillas. Mientras la luz decrecía, Miriam comenzaba a derrumbarse interiormente. Cuando la luz finalmente se apagó fue cuando comenzó a llorar.

La música que inspiró este relato: Iron Maiden — Fear of the Dark Metallica — Nothing Else Matters Dio — Rainbow in the Dark

Rodolfo Fierro Rodríguez Chihuahua, México.

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El principio del mal hecho carne David Martin Orozco

Las paredes completamente blancas y la única ventana que da al pasillo, borrosa, apenas se pueden notar cuando pasan las enfermeras corriendo de un lado a otro. Reconozco la clínica donde estoy, es la de Nuestra Señora de los Lamentos, el mejor y más costoso centro médico de la ciudad y quizás, del país. Lo sé porque acá mismo operaron a mi padre de los riñones y a mi tía de sus frágiles caderas. Ahora soy yo quien está metido en una cama, lleno de cables, tubos y aparatos que muestran lo mal que estoy. Con la poca fuerza que tengo, levanto los brazos y veo mis manos, los huesos que se asoman por las muñecas y las venas azules, como si fueran pintadas. Nunca había estado tan delgado. Los cien kilos que alcancé a pesar parece que se desvanecieron en al menos dos meses. Fui al Inferno y regresé. Vi cosas inimaginables, zombis mutantes, etéreos, bailando en el lago de fuego, y yo con ellos, danzando como una marioneta al ritmo de música pagana. Como si se trataran de fotografías, los recuerdos vienen hacía mí. Esa habitación pintada de negro, con las cortinas oscuras y el suelo cubierto de tierra de cementerio; las paredes con un par de afiches de bandas de metal: el primero mostraba al demonio en forma de cabra, mirándome; el otro, era lo contrario. Una cabra en forma de demonio. Y yo, en un rincón, vestido apenas con una manta marrón, observando como Katya chupaba los dedos de la mano cortada de algún incauto y me arrojaba las escasas sobras para que no muriera de hambre. Lo último que ella se comía eran las extremidades porque es donde menos carne hay. Nunca supe para donde iban las cabezas, o lo que quedaba de ellas. Podrían servir de adorno luego de que fueran separadas del cuerpo, o se envolvían en telas para reducirlas como lo hacían ciertas tribus hace siglos atrás. El cadáver se comía crudo y solo se aderezaba con un jugo que la misma Katya me dijo que era una mezcla de una planta llamada jurema, además de miel, canela, cardamomo y mandrágora. Después de presenciar cómo se tragó a tres pobres seres de esa forma, lo vi natural y hasta bello. 179


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No niego que la ayudé y que también me alimenté de ellos. El trato era justo. Disfrutaba verla en su festín. Disfrutaba verla feliz. Con los tres tipos pasó lo mismo. Me ocultaba entre sombras en mi propia casa, acechando hasta la hora de su llegada. En la madrugada. Ella entraba primero y el infeliz detrás. Le propinaba un golpe con un martillo, con uno de esos mazos que se utilizan para derribar muros, justo en el cráneo. Para que no se levantara. Era tal la ira que lo remataba hasta que los ojos se le salían de las cuencas y la masa cerebral, le brotaba como gelatina. Del golpe duro y estruendoso pasaba a sonar como una nuez. En un crujiente cascarón se convertía su cabeza. Luego lo desvestía y lo llevaba a la cocina. Allí le quitaba el pelo y lo despellejaba. Lo partía en pedazos con una motosierra y se lo servía en una bandeja a Katya en el sótano. Ella estaba sentada con las piernas cruzadas, vestida con un traje de cuero que le quedaba tan ajustado como si fuera su propia piel y con el cabello negro sobre los hombros, cayéndole por las orejas y su rostro sin nada de maquillaje. Al ver su cena se abalanzaba y comenzaba a devorarla hasta que los labios le quedaban rojos, no sólo por la sangre que brotaba de su boca, sino también por la excitación que eso le producía. Digería lo que podía hasta saciarse y los restos se los llevaba, dejándome los huesos. Mi destino era estar encerrado en ese sótano, escarbando la tierra con las manos como única forma de pasar el tiempo. Solo salía para jugar al asesino cuando Katya me lo pedía, cuando la violencia y la lujuria me dominaban. Nunca busqué llamar a las autoridades o a mi familia, menos escapar. Era feliz siendo esclavo, asesinando y consumiendo seres de nuestra especie, bebiendo su dulce vino rojo y la saliva de mi amada. Además, estaba en el hogar. Era dueño de la carnicería, el calabozo y la oscura sala donde cometía los brutales homicidios. Esa era la casa de la esquina de la calle Lourdes, en el barrio Santa Teresa. La de la chimenea, la que nos heredó el abuelo, con tres pisos y el suelo entablado. La que dejé a los doce años cuando los negocios prosperaron y pudimos mudarnos a una mejor vecindad. Desde entonces había estado alquilada a cargo de una inmobiliaria que se ocupa de todo, quitándonos una preocupación.

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Después de regresar del extranjero por mis estudios, fui a visitarla. Quería derribarla, tumbarla y construir un edificio, poner al terreno a que generara dinero y para mi sorpresa, la encontré prácticamente en ruinas. El color roble que cubría los ladrillos estaba verdoso, corroído por el tiempo. Las rejas oxidadas y el jardín con los arbustos secos, excepto por una extraña planta que parecía haber desplazado al resto de la vegetación. La puerta principal debía estar oxidada. Aún así, metí la llave y la abrí. Si por fuera estaba acabada, dentro era un basurero. Botellas vacías, rotas, ropas añejas, periódicos viejos, cajas y más cajas. El olfato no me engañaba, el olor a drogas y cigarrillo era extravagante. La estaban ocupando. Podían ser los indigentes de la zona, o peor aún, el nido de alguna pandilla. Debía irme de allí y regresar con refuerzos. De repente, sentí la presencia de alguien en la entrada. Era una mujer con un bello vestido negro, botas altas y delgada. Parecía de esas modelos sacadas de esos catálogos de ropa gótica que venden en Internet. Me preguntó quién era y con sarcasmo le respondí que ejercía como dueño de ese muladar. Sin expresión alguna me dijo que era la única que vivía ahí, y que cumplidamente pagaba su alquiler cada mes. Me pidió que esperara y subió las escaleras. Luego de unos minutos bajó con una carpeta llena de papelitos, con todos los pagos hechos. Por más que me sentí cautivado por su atractivo, le di hasta fin de mes para que se fuera y la amenacé con demandarla por daño en bien ajeno. Me ofreció disculpas diciéndome que los anteriores inquilinos habían dejado todo así, pero que, por su trabajo, no tenía tiempo para ordenar todo. Fue a la cocina y después de unos cinco minutos, me trajo un té. Al principio me supo amargo, pero lo bebí porque la noche se aproximaba y el frío me estaba entumeciendo. Con el último sorbo, sentí mareo y lo último que escuché de su boca era cómo la casa se había destrozado. Desperté en el carro y el reloj marcaba las once de la noche. No supe en qué momento salí y terminé metido detrás del volante. Observé la vivienda. Tenía las luces apagadas, así que regresé a mi apartamento y a primera hora del siguiente día llamé a un arquitecto amigo mío para encontrarnos en la tarde. Nos pusimos cita en la casa, parqueé al frente y esperé a que llegara. Y de 181


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nuevo, apareció la mujer de la nada. Me sentí intimidado, hasta asustado por lo que había pasado. Según ella, apenas terminé el té, fui hasta el automóvil y me quedé ahí. Entonces, de su bolso, sacó un cigarrillo y me pidió fuego. Le pasé el encendedor y de nuevo, es lo último que recuerdo. Fue el celular el que me hizo levantar de la cama. Eran las ocho de la noche y todo estaba oscuro. Por alguna razón, estaba en mi apartamento de nuevo. No sé cómo llegué. Tomé el aparato y era un mensaje de texto. «No olvides recogerme a las nueve, Katya». Miré los otros mensajes y había uno enviado a mi amigo el arquitecto. Yo mismo le había cancelado la cita. Algo estaba pasando. No podía haber tantas lagunas mentales en mi cabeza. La mujer me estaba drogando para evitar sacarla de la casa o hacer algo más siniestro. Ahora tenía un nombre, Katya. Lo desconocía, nunca se lo pregunté. Me cambié de ropa y fui al encuentro con un revólver, arma que permanecía escondida en el armario como uno de los tantos regalos de mi padre. Una hora después, estábamos en el auto con dos amigas suyas. Como un tonto, las llevaba por la carretera a un bar por el norte de la ciudad. El plan de mostrarle el arma y obligarla a que me diera explicaciones se había diluido como si ella sospechara de mis justicieras razones. Las dos chicas lucían como Katya, solo que en versiones rubia y pelirroja. No paraban de fumar y de reír, hablando de cosas que no les presté atención o no importaban. En lo único que pensaba era en aprovechar algún momento para interrogarla. Arribamos y estacioné a una cuadra del bar. Tenía puesta una chaqueta de cuero y unos jeans, así que no distaba mucho del tipo de personas que frecuentaban esos lugares. Tuve que dejar el arma en la guantera, escondida tras unos folletos. Seguí a las chicas al establecimiento y luego de una breve requisa, ingresamos. Nos sentamos en el segundo piso, en un balcón, y mis acompañantes empezaron a fumar y a pedir cerveza. Después de un par de botellas, quedé solo con Katya. Hablamos hasta que pude preguntarle sus intenciones. Con una sonrisa pícara e inocente dio a entender que la casa era su templo, suelo sagrado, concentración de fuerzas malignas y espíritus ancestrales. Confesó su 182


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canibalismo, su adicción a los estimulantes, a los fármacos, al sexo y al metal. Se ganaba la vida usurpando cuerpos, cuentas bancarias, vendiendo joyas robadas y el tráfico de drogas. Para mí, era charlatanería y comencé a reír a carcajadas. Si me quería dar miedo, había fallado miserablemente. Su aspecto y actitud de chica mala era una farsa para lograr quedarse con la casa. Le seguí el juego, evitando a toda costa que echara humo en la cara y yo mismo yendo por la cerveza. Esta vez no caería. Me explicó ritos, hechicería, magia negra e invocaciones. Mi incredulidad me hacía reír más. Le dije que hasta que no lo viera con estos propios ojos lo que con tanta tranquilidad ella narraba, no creería ni una sola palabra. Su cara cambió, terminó la botella de un solo sorbo y fuimos al auto, dejando a sus dos amigas olvidadas. Conduje en silencio, lanzando fugaces miradas a la guantera. Ella siguió hablándome de sus historias fantásticas hasta que llegamos a la casa. Tras pasar la puerta comenzó a besarme con desespero e intensidad. Sus labios se pegaron a los míos. Su lengua penetró hasta el paladar, hasta el punto del ahogo. Trepó en mi cuerpo, abrazándome. Sus manos estaban tan frías que me dio escalofríos. Subimos al segundo piso, a su habitación. Solo había una cama con sábanas blancas. Me empujó hasta que caí sobre la espalda en el suave colchón. Pidió que me desnudara. Lo hice tan rápido como si no nos quedara tiempo. Ella hizo lo mismo, su cuerpo, despojado de la ropa negra, era precioso y perfecto, lleno de tatuajes y piercings en los pezones. Su brazo derecho estaba adornado con mariposas negras, el izquierdo con calaveras rojas. Sobre su pecho un cuervo extendiendo las alas y en su vientre las palabras Non serviam. Se sentó encima de mis caderas y sin ninguna invitación, entré en su vagina. El pene tomó el rigor necesario en su interior. Posó sus frías manos en mi pecho y prácticamente me limitó los movimientos, mientras ella se meneaba sin control. Tocaba con temor sus nalgas y sus senos. Sentía sus costillas en los dedos y las rodillas clavándose en mi cintura. Antes de visitar el Infierno, pasé por el Cielo y no aguante más la fuerza de su pelvis y la llené con el espeso néctar. Eso sirvió para que ella empezara a gritar «Ave, 183


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Ave» y terminara casi al tiempo conmigo. Entonces salió del cuarto y mientras me recomponía regresó con un brebaje verde en un plato. Ambos lo comimos y a los cinco minutos estábamos de nuevo haciéndolo. Desde ahí, mi mente se distorsionó, llena de recuerdos inconclusos y alterados. La puesta del sol se mezclaba con el amanecer. Rondaba la casa como si se tratara de un laberinto, observando por las ventanas sin atreverme a cruzar la puerta por miedo a la luz solar y los hombres lobos. Masticaba mis uñas para calmarme y bebía del agua de lluvia que goteaba de las filtraciones en el techo. Sé que puse mi firma en varios documentos, hasta con huellas dactilares. Katya los llevaba y nunca los leí, o más bien, no pude leerlos de lo perdido que estaba. Lo único que puedo asegurar es que en alguna parte estaba escrito que yo contaba con todas las facultades mentales en orden. Katya decía que ya habíamos comido, dormido y hecho el amor. Simplemente, no lo recuerdo. Esa pócima, ese menjunje otorgado a diario, quemaba mi cabeza. Fue aquel amigo, el arquitecto, quien halló dónde estaba. Quizás al notar la prolongada ausencia decidió buscarme. Debió haber sabido de alguna transferencia bancaria o venta ficticia a Katya. La casa, el apartamento, el carro, el revólver, todas mis cosas, probablemente eran de ella; o tal vez, estuvo marcándome al celular sin obtener respuesta. Tan pronto salga de esta clínica le preguntaré y le agradeceré. Sí, recuerdo su rostro cuando la puerta del sótano se abrió y él entró con lo que parecían ser policías. Minutos después, estaba prácticamente atado a una camilla abandonando la prisión donde estaba confinado. Quiero que la casa quede demolida. No quiero más vestigios del horror que pasé. No quiero que las autoridades hallen los restos de los asesinatos que cometí. No quiero ser cómplice de una bruja. No quiero pasar el resto de la existencia pagando por crímenes que fui obligado a hacer. Quiero regresar a mi vida, irme del país y huir para siempre. Estos pensamientos me alteran y el cuerpo parece convulsionar. Siento que el corazón se sale del pecho y la máquina que está a mi 184


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lado emite pitidos incesantes que me perturban más. A través de la ventana borrosa, veo que un par de enfermeras se detienen y abren la puerta. Llegan a socorrerme, a salvarme de estas pesadillas. Vestidas de blanco, casi les puedo ver las alas. Una verifica el oxígeno, la otra, el suero. Hablan con calma, me tranquilizan, ponen sus manos sobre este pecho y dicen que mis padres vendrán en la mañana. Ahora todo está bien. Respiro profundo, siento alegría dentro hasta que veo la frase Non serviam tatuada en el brazo de uno de esos ángeles.

La música que inspiró este relato: Bathory – Bathory Black Sabbath – Evil Woman Cannibal Corpse – Hammer Smashed Face Cradle of Filth – The Principle of Evil Made Flesh Venom – Black Metal

David Martin Orozco (1980), Colombia. Licenciado en Filología e Idiomas de la Universidad Nacional de Colombia y graduado de la Maestría de Creación Literaria de la Universidad Central. Ha escrito artículos y cuentos en blogs, varios de ellos, bajo seudónimo. Entre ellos se encuentran Déjame Entretenerte y Los Duendes Escritores publicados para el Portal de Arte y Cultura, «Esto No Es Crítica».

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Encuentros catatónicos Karla Hernández Jiménez Hasta ahora había escuchado todas esas palabrerías acerca de lo difícil que era la vida de los adolescentes, que la gran mayoría de ellos vivían incomprendidos, rechazados e ignorados por la gente que los rodeaba, que aquel era el motivo para que tuvieran un cerebro inmaduro y una creciente angustia juvenil. Se afirmaba que la gran mayoría pasaban por esas situaciones antes de terminar convirtiéndose en miembros activos de la sociedad, pero mientras tanto parecían destinados a sufrir en solitario. ¿Dónde estaban todos ellos? ¿dónde estaban en este preciso momento cuando más quería hacerme escuchar? ¿Podían venir a decirme que no estaba solo en el mundo? ¿Podían venir a decirme que no era un fracasado? Silencio glacial, eso era todo lo que había para mí en los pasillos de mi escuela. Todo lo que había eran los insultos de la gente a mi alrededor. De todos ellos, Rodney era sin duda el peor. Siempre se la pasaba jodiendo que todo lo que hacía estaba mal, que si quería encajar debía olvidarme de mi ropa oscura, de las camisetas con mis bandas favoritas y las botas de combate, que el cabello largo no le quedaba bien a un chico tan flaco como yo, que cambiara de género musical a uno que le gustara a la mayoría ya que los gritos que sobresalían de aquellos audífonos asustaban a todo el mundo. Afirmaba que no podía ir haciendo las cosas sin considerar a los demás, que debía pensarlo detenidamente antes de hacer cosas como esas. Según él, aquellos consejos eran por mi bien, que entre más pronto lo comprendiera sería mejor. ¿Qué podría saber él sobre mis circunstancias? ¿Cómo es que ese chico podía pensar que agradecería sus consejos con una sonrisa de imbécil en el rostro? Rodney era el chico más popular de mi clase y de la escuela. Muchos querían ser sus amigos porque su familia tenía mucho dinero, no en vano eran los más ricos de la puta ciudad. En verdad, ¿qué podíamos tener en común? 189


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La situación económica de mi familia, y la vida en general, ya era bastante miserable. En comparación con él, no tenía nada en absoluto. El único consuelo estaba en la música que amaba, la que hacía vibrar todo mi cuerpo con el más leve estruendo. Era inútil convencer al chico popular de que no necesitaba su ayuda. No es como si su complejo de superioridad fuera a desaparecer si se lo pedía amablemente. En este tipo de situaciones las palabras salían sobrando. A veces funcionaba ignorarlo, pretender que no estaba ahí y pasar de largo hasta llegar a mi siguiente clase. Pero muchas veces él continuaba su charla como si el día no se fuera a terminar nunca, como si yo tuviera todo el tiempo del mundo para atender lo que él tuviera que decirme. Como si en verdad me importara. Hubiera preferido desaparecer en medio de la habitación, en medio de una sesión oscura que devorara mi cuerpo, pero no. —Debes entender que eso nunca estará a la moda. Es mejor que comiences a seguir lo que dicta el status quo, si es que sabes lo que eso es —me decía con una odiosa sonrisa de suficiencia en el rostro. Aquellas charlas «altruistas» siempre acababan de la misma forma. Siempre negaba hacer lo que me decía. Es por ello que sus compinches no tardaban en darme una paliza y arrojarme a la basura. Terminaba arrumbado en el gran basurero que estaba afuera de la escuela. Ese día corté el discurso mucho antes de que Rodney lo iniciara. Simplemente no estaba de humor para aguantarlo mucha gente como él ya me había dicho cosas similares a lo largo de la semana, sin contar todas las veces que lo habían hecho en el pasado. Las manos de aquel chico se pegaron en mis muñecas como si no quisiera dejarme ir. Cuándo logré liberar la mano derecha, este puño aterrizó con fuerza en su mejilla izquierda. En realidad no creo que haya dolido tanto ya que aquellas manos aún eran débiles, pero a pesar de eso fue inútil mostrar ese tipo de lógica ante los idiotas que tenía delante. Como castigo por aquel golpe, me jodieron un poco más de la cuenta. Terminé tirado en el bote de la basura en tiempo récord con una sarta de insultos, desde greñudo hasta anarcosatánico. 190


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Daba igual todo, siempre era la misma situación sin importar lo que dijera. Mis ojos se quedaron fijos mirando el cielo grisáceo, esperando por el momento en que finalmente comenzara a llover. Cuando empezó a oscurecer, decidí que era tiempo de volver a casa. No podía seguir ahí tirado. El locker donde guardaba los carteles de mis bandas favoritas ya había sido asaltado. Muchos de ellos fueron rasgados por la mitad y también terminaron en la basura. Después de unos segundos, comprobé que el cassette que guardaba en el pantalón se rompió por el impacto de la caída. ¡Y era mi nuevo casete pirata con mis canciones preferidas de Black Sabbath! Me sacudí la porquería y me largué hacia el hogar cuando la campana sonó. Desaparecí, me borré del mapa. Caminé con la mente en blanco hasta casa. Recorrí todo el camino sin saber cómo es que había hecho para que mis pies se movieran, sin tener idea del momento en que les había dado la orden de moverse. Llegué a casa un poco más destrozado de lo usual, observando que a mi alrededor todo estaba tan destrozado como yo. La pared sucia de la cocina otorgó la bienvenida ante la ausencia de papá y mamá. En días como esos, la música era el único consuelo. No tenía nada más que los gritos que se filtraban en mis oídos al ritmo de una batería furiosa. Era casi como si con cada grito una parte del dolor se fuera y el cuerpo liberara un poco de la jodida tensión que había acumulado tras otro día en Villa Miseria. Los gritos que no podía expresar en voz alta fluían con total soltura desde el estéreo en mi escritorio de cartón. Durante algunos momentos, podía tener un poco de paz para la angustia y desesperación que iba invadiéndome, de la que nadie en la casa quería conocer. A nadie le importaba. Todo lo que había para mí era un gran muro de silencio que se extendía hasta donde podía observar. Encendí un cigarro antes de transportarme a través de las letras. Por un instante, observé con ojos vacíos la pared mientras el atronador estruendo de la batería y el grito desgarrador del cantante 191


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llenaba esta cabeza mientras el humo del cigarro inundaba los pulmones a un ritmo vertiginoso. Sí, ya estaba harto de esta situación. Deseaba salir de este mundo en el que todos me despreciaban sin pestañear. El cuarto de paredes blancas desnudas, como las de un manicomio, no dejaban de dar vueltas a mí alrededor. Aún podía imaginarlas pintadas de color negro antes de que los problemas de mi hermana salieran a la luz. Pensé durante varias horas, rememorando todo lo que había ocurrido. Las pupilas se achicaron debido a la ira que poco a poco se estaba apoderando de mi humor. Ozzy gritaba en el estéreo del cuarto la historia de un hombre de metal que se encargaba de todos aquellos que alguna vez lo ignoraron y rechazaron, asesinándolos uno a uno mientras corrían despavoridos por todo el lugar. Mi mente se quedó en blanco por un instante escuchando con atención la letra y los acordes finales de la guitarra que se fundían en el aire, pero pronto todo se aclaró y cobró sentido dentro del cerebro. Nadie me había ayudado en el pasado, pero pronto tendría la ansiada venganza. Este corazón ya estaba forjado en el hierro, al igual que el protagonista de la canción. No necesitaba más. En aquellas alucinaciones podía imaginar a la perfección el cuerpo tieso y ensangrentado de Rodney en medio de su habitación de chico modelo, esperando por abalanzarme sobre sus padres antes de que estos me denunciaran con la policía. También podía verme las manos manchadas y una sonrisa torcida extendiéndose en mi rostro una vez que todo había terminado. Estaba decidido. Quería darle una muerte al bastardo de Rodney a más de cincuenta RPM. No me conformaría con menos después de todas las veces en las que su sola existencia se presentó como un dolor en el culo. Todo lo que tenía que hacer era presentarme en su casa en el momento menos esperado y sorprenderlo junto al resto de su asquerosa familia en medio de la cena que celebraban cada domingo. 192


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Pero, ¿qué instrumento podía usar para lograr el objetivo deseado? Desde el día en que mi hermana se suicidó cortándose las muñecas con el cuchillo de la cocina no quedaban muchas opciones en la casa. Seguía quebrándome la puta cabeza, pero no encontraba la solución correcta. Necesitaba algo para impactar a las víctimas. Algo que gritara peligro. Quería convertirme en una pesadilla que difícilmente pudieran olvidar en esa casa. Cuando llegó la noche del ataque, no podía ni quería esperar más tiempo. Me sentí jodidamente ansioso cuando el reloj marcó la hora. Fui escabulléndome como pude en ese jardín que siempre presumía la madre de Rodney con las demás señoras aburridas de la sociedad de padres de familia. Incluso estaba pensando en arruinarlo un poco después de que hubiera cometido el atraco. Los arbustos junto a la ventana que quedaba cerca del comedor me arañaron la mejilla izquierda hasta hacerla sangrar de una forma considerable, aunque no importaba mucho. Después de todo, de eso se trataba esa noche. No podía perder tiempo en preocuparme de ese tipo de detalles. En definitiva fue una suerte que la ventana no tuviera el seguro puesto. Ya quería ver las caras de todos cuando apareciera para cobrar mi venganza. Lo estaban ansiando de veras. Dentro de aquella casa todo se veía demasiado limpio, demasiado ordenado para ser una casa de verdad. ¿Dónde estaban las colillas de los cigarros? ¿Quién se había llevado la basura generada por la acumulación constante de comida rancia? ¿En qué lugar escondían las botellas de cerveza vacías? Sin duda fue algo espeluznante entrar a ese sitio tan perfecto, tan «normal» en comparación con mi casa o con las casas del vecindario al que pertenecía. Parecía como haber entrado a un comercial típico de la familia modelo. Y lo más raro era que la cena estaba intacta, ni siquiera había alguna muestra de que la familia hubiera comenzado a comer. ¡Todo era demasiado extraño! Cuando quise avanzar más, un dolor en la cabeza me lo impidió. Ni siquiera pude darme la vuelta. Lo último que mis oídos escucharon fue un golpe sordo, el mismo se alojó en la nuca. Ni 193


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siquiera tuve la oportunidad de preguntar. Caí en el suelo produciendo un estruendo considerable. Antes de volver a caer en la negrura de la inconsciencia, Rodney apretó muy fuerte un objeto que se encontraba sobre mi estómago, jalándolo con más fuerza de la necesaria. Un escupitajo de sangre terminó de sacarme de aquel estado de sueño. Aquel líquido no paraba de subir por la garganta. Cuando alcé los ojos, el jurado enemigo de toda la vida estaba mordisqueando una de mis tripas, arrancando un poco más a cada mordisco, dejando un rastro de sangre que desembocaba en su barbilla prominente y en la alfombra beige del cuarto que para esas alturas ya tenía varias manchas. No me pregunté cómo había llegado hasta este punto. Poco importaba ahora que ya tenía la mierda hasta el cuello. Solo pensé que el muy maldito ni siquiera se había molestado en matarme y eso me hizo sentir más furioso con esta situación. Él no decía nada, solo estaba concentrado en seguir comiéndose las tripas, hincando cada vez más aquellos dientes perfectos que siempre presumía en la escuela y que, según se comentaba, habían costado una pequeña fortuna. Poco a poco, empecé a tener más conciencia sobre el entorno en el que estaba. A pesar de la poca iluminación, aún podía ver a través de la oscuridad que envolvía el cuarto. La decoración de aquella habitación oscura habría sido parte de la mejor de mis fantasías, con todos aquellos elementos que habrían hecho sentir orgulloso a Aleister Crowley, en especial por las cruces invertidas que adornaban las esquinas y los cráneos que había en las repisas. Sin embargo, el dolor que comenzaba a sentir al estar siendo devorado vivo impidió continuar apreciando los detalles macabros a mi gusto. Todo esto estaba ocurriendo demasiado rápido, me estaba quedando sin tiempo para largarme. ¿Esto en verdad está pasando? Teniendo a Ozzy como banda sonora hace unas horas atrás, juré que ejecutaría la venganza sin importarme nada, ¿y ahora esto? Después de unos cuantos minutos de estar paralizado en el piso, el resto de la familia llegó. A pesar de la sangrienta escena 194


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nadie dijo nada al respecto como hubiera creído, al contrario, se apresuraron a elegir la mejor parte de mí para continuar con ese festín espeluznante en el que yo era el plato fuerte, incluso algunos usaron cubiertos para facilitar el proceso. Esto era peor que cualquier portada de Cannibal Corpse. Mientras tanto, el padre de Rodney, un hombre grande y calvo de gran bigote negro murmuraba varias frases en un idioma que no pude identificar, mientras el resto de la familia murmuraba oraciones similares y alguien trazaba un círculo hecho con sangre. Ya estaba seguro sobre lo que ocurría. Ahora las acusaciones de Rodney sobre el supuesto satanismo que yo practicaba resultaban una completa estupidez luego de todo esto. Pero lo más grotesco era, sin duda, que iba a terminar siendo devorado por la supuesta familia modelo que tantas veces había resaltado la inmoralidad que llevaba frente a los ojos de toda la gente que estuviera dispuestos a escucharlos. Los mismos rostros que alguna vez observaron con superioridad, como si fueran los putos amos de todo el universo, ahora estaban demasiado ocupados despedazando mi cuerpo en minúsculas partes que pudieran usar para comer. Un trozo de carne, un dedo, un pedazo de labio que se iba escapando de mi rostro. Justo antes de rematarme, el padre de Rodney acercó su cara muy cerca de la mía junto con un cuchillo que se instaló junto al cuello. Estaba tan cerca que podía oler su apestoso aliento a whisky. Y susurró… —Te juro que no es nada personal, es solo que llegaste en el momento y el lugar equivocado. Nos habíamos quedado sin ofrenda para esta noche y salimos a buscar. Te presentaste justo a tiempo. Ahora serás la nuestra en esta noche de sacrificios. Rodney me miró y, sonriendo de forma maléfica con la boca llena de mi sangre, comentó: —Esto es justo como siempre lo había planeado. ¡No podría ser mejor! Antes de que pudiera responderle o por lo menos mandarlo al carajo por aquella afirmación, el cuchillo ya estaba atorado en la garganta, silenciandome para siempre. 195


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¿Quién lo hubiera creído? ¿Acaso alguien hubiera visto la verdad en esas palabras? Ahora nada de eso importa. Mi cuerpo ya está despedazado.

La música que inspiró este relato: Deadly Track — Cannibal Corpse Paranoid — Black Sabbath Tonight's Decision — Katatonia

Karla Hernández Jiménez. Nacida en Veracruz, Ver, México (1991). Licenciada en Lingüística y Literatura Hispánica. Lectora por pasión y narradora por convicción, ha publicado un par de relatos en páginas nacionales e internacionales y fanzines como Página Salmón, Nosotras las wiccas, Los no letrados, Caracola Magazine, Terasa Magazin, Perro negro de la calle, Necroscriptum, El gato descalzo, El camaleón, Poetómanos, Espejo Humeante, siempre con el deseo de dar a conocer más de su narrativa. Facebook: https://www.facebook.com/Karla.Hdz.09 Instagram: @KarlaHJ91

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Elodia Daniel Leuzzi Yo era apenas un adolescente sin muchas ideas ni conocimiento de la música cuando una tarde, paseando por el Parque Rivadavia, me detuve en uno de los puestos de ventas de cassetes y CDs que recién empezaban a editarse. De inmediato, la tapa de uno de ellos atrajo mi atención: era Elodia de Lacrimosa. Deseaba saber qué era eso, qué clase de música había en él. Entonces busqué dentro del bolsillo un par de billetes y lo compré. Me subí a un colectivo y volví a mi casa, no deseaba esperar ni un minuto más para poder escucharlo. Apenas saludé a mamá al ingresar y fui a encerrarme en mi habitación. Puse el CD en el equipo y terminé recostado en la cama para poder disfrutarlo. Un melancólico piano empezó a sonar y como por arte de magia, las paredes empezaron a disolverse. Todo empezó a dar vueltas y las formas de un teatro de antaño aparecieron ante estos ojos. Yo me sentía flotar. No parecía estar dentro de mi cuerpo. Tampoco podía verlo. El sonido de un violín se alzó en el escenario, el telón se corrió y un payaso triste saludó a los pocos espectadores que había. Saludó con cortesía y después de una breve pausa habló. ¿Qué decir? ¿Cómo seguir? ¿Cómo vivir cuando el amor ha desaparecido? ¿Cuándo el amor te ha sido arrebatado? ¿Alguno de ustedes lo sabe? Éramos muy felices con Elodia, muy felices en la ciudad de Stilleland, tocando nuestra música en el teatro y viviendo agradecidos por el aplauso que nos brindaba noche tras noche la gente que iba a observarnos. Hacía apenas tres meses que vivíamos allí y todo andaba bastante bien. Pero todo cambió cuando llegó ese malévolo ser que después de nuestro acto quiso conocernos. No era muy afecto a este tipo de encuentros, mucho menos cuando se trataba de gente con títulos de nobleza: duques, marqueses, barones. Solo era una palabra llamativa que les permitía hacer cuanto ellos querían en detrimento de los demás. 199


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Se dio a conocer como lord Rubenns. Su nombre no me decía nada, al igual que a muchos otros que luego pregunté y sinceramente yo no estaba interesado en conocerlo. Así se lo hice saber a Stella, nuestra vestuarista y amiga, para que se deshiciera de ese desconocido y que le devolviera su estúpida tarjeta de presentación que sostenía en la mano. Ella me aseguró que ya se lo había dicho varias veces de antemano, pero que era muy insistente y agregó, además, que ese hombre le había dicho que tenía una propuesta muy importante para hacernos. Nos miramos con Elodia, y de inmediato comprendí que ella quería que lo recibiéramos. Nuestra situación económica no era muy holgada. Apenas ganábamos para solventar los gastos, por lo que acepté a regañadientes y le indiqué a Stella que lo hiciese pasar. En un abrir y cerrar de ojos el pomposo lord estuvo frente a nosotros. Era alto, de maneras refinadas y vestido con las prendas más costosas que yo hubiera podido imaginar. Tomó la mano de Elodia y se la besó luego se dirigió a mí e hizo una breve reverencia. Caminó por toda la sala, moviéndose como un bailarín arrojado, hablando de lo estupendo que había sido nuestro espectáculo, de lo maravillosa que había sido la música y de lo bien que habíamos tocado. Dijo además que la voz de Elodia parecía ser la de un ángel. Otros ya lo habían dicho, así que eso no era nada nuevo para ambos. Él continuó con su palabrería. No le creí nada pero tenía que reconocer que la manera en que se expresaba era atrayente, casi hipnotizadora, y en medio de esa profusión de palabras, nos hizo una invitación para que actuáramos en su campamento a cambio de cincuenta monedas de oro. Se encontraba viajando hacia una ciudad cercana. Toda su comitiva y él habían decidido hacer un descanso antes de continuar. No pude evitar que mi corazón se sobresaltara al escuchar esa propuesta, que era mucho más de lo que podríamos ganar en un año, pero todo en ese lord me resultaba falso y pretencioso, por lo que no acepté, aun cuando el rostro de Elodia indicaba que debía hacer todo lo contrario. Lord Rubenns también se sorprendió con la negativa y se quedó en silencio por un par de segundos. Al parecer carecía del 200


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acostumbramiento a que no aceptaran sus invitaciones, por lo que se pasó la mano derecha por sus finos bigotes, observó a Elodia y expresó: —Cien monedas de oro y les enviaré el carruaje mañana a las siete de la tarde. Mi campamento no está muy lejos. —Sacó una bolsa de entre sus ropas y la dejó sobre la mesa de madera que teníamos en un costado—. Aquí tienen la mitad. El resto al terminar vuestro acto. No pudimos decir ni una palabra. Inclinó la cabeza a modo de saludo y desapareció por la puerta con la ligereza de un alce. Elodia y yo nos quedamos confundidos, sin hablar por un buen rato. Ninguno de los dos se atrevía a decir una palabra. Yo caminé hasta la ventana y quedé mirando hacia el exterior. Muy pronto noté sus pasos detrás de mí y sentí una mano sobre el hombro. —Esto no me gusta nada. No confío en ese lord —dije. —A mí tampoco me gusta, pero... —De alguna manera voy a devolverle ese dinero. —No debemos dejar pasar esta oportunidad, podríamos comprar mejores instrumentos y hasta tener un carruaje, podríamos dejar de viajar en esa vieja carreta... —¡No necesitamos a ese lord! —grité y crucé la sala con miles de pensamientos en la mente. Llegué a las calles y empecé a caminar sin rumbo. Pregunté a algunos lugareños si conocían al lord, pero nadie sabía de él. Salvo que lo habían visto llegar al teatro en su carruaje y nada más. Solo el viejo leñador me dijo que un par de días atrás había visto una caravana de carruajes dirigirse hacia el bosque negro, un lugar muy particular que todos trataban de evitar. Un sentimiento de angustia y pesadumbre colmó todo mi ser. Maldije el momento en que ese hombre había puesto un pie en el poblado y nos había conocido. Regresé al teatro. Elodia ya estaba en la habitación reservada a los artistas en el altillo. Ella ya estaba durmiendo y no me atreví a despertarla. Retiré el maquillaje del rostro, apagué las velas y me acosté a su lado. Traté de dormir pero no pude. En cuanto lograba hacerlo, violentas imágenes de sangre y dolor lograban aprisionarme. Me hacían abrir los ojos, porque en todas estaba ella... 201


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Fue un largo padecimiento transitar la noche y llegar a la primera hora de la mañana cuando los primeros rayos de luz llegaron a la ventana y me hicieron suspirar. Elodia, por el contrario, parecía haber descansado bien. Su ánimo era bueno y realizó el desayuno para los dos sin ningún tipo de reparos. Señaló durante el mismo que se le habían ocurrido un par de ideas nuevas para el espectáculo y que le parecían interesantes. No podía concentrarme en todo lo que me decía por lo que decidimos llevarlo a la práctica. Nos pusimos a ensayar, tocamos horas y horas. En un momento ella se detuvo y preguntó qué íbamos a hacer cuando llegara el carruaje. —No vamos a ir —le respondí. —¿Estás seguro? —Sí —afirmé. Noté su tristeza y desazón, pero no iba a cambiar de decisión. Ese día no teníamos función y tampoco estaba Stella, por lo que seguimos ensayando, yo con el violín, ella con el piano e improvisando nuevos versos con su melodiosa voz, hasta que los golpes en la puerta nos indicaron que el carruaje había llegado. Tomé la bolsa con las monedas y salí. El conductor nos esperaba, parado junto a la puerta abierta del carruaje. —¿Señor? —preguntó. Alcé la bolsa y se la di. —Dele esto al lord. —Mi Señor no acepta negativas, esto no lo alegrará. Y su mal humor es temido en muchos lados. —Que me disculpe pero no tocamos en privado. Solo tocamos para el pueblo, puede volver a venir a vernos cuando lo desee. —Así se lo haré saber —respondió con mucha dureza en la voz. Cerró la puerta y se subió al carro. Sin inmutarse tiró de las riendas y los caballos se pusieron en marcha. Muy pronto el carruaje se perdió de mi vista. Fue extraño, pero no me sentí aliviado. Muy por el contrario, percibía que el mismo cielo se había puesto de un tono amenazante. Sacudí la cabeza y volví a ensayar. Elodia también parecía sentirse abatida, pero esbozó una pálida sonrisa y seguimos con nuestras cosas. Un rato más tarde decidimos terminar con el ensayo para comer algo. El día se había 202


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ido con una velocidad pasmosa y las sombras de la noche habían llegado para oscurecer al poblado. Elodia se dio un baño y se vistió con un largo camisón blanco. Yo hice lo mismo pero preferí un par de clásicos pantalones y una camisola gris que era de mis preferidas. Comimos un poco de guiso recalentado del día anterior y Elodia se fue a la cama. Yo decidí esperar. Una mezcla de sensaciones se apoderó de mí en ese momento. Me sentía observado, cercado, como si alguien o algo estuviese por atacarme. Bajé del altillo y comencé a caminar por los pasillos del teatro con una vela en la mano. Todo parecía estar bien, pero eso no me tranquilizaba. Una atmósfera enrarecida parecía dominarlo todo. Fue en ese instante en que mis oídos pudieron percibir unos ruidos suaves al principio pero más firmes un poco más tarde, como si algún animal estuviera rasguñando madera en alguna parte. Traté de definir de dónde procedían pero no pude, parecían hacerlo de todas partes. El miedo comenzó a apoderarse de mí y no sabía qué hacer. De pronto sentí un golpe a mis espaldas. Giré y vi que una de las ventanas se había abierto de par en par por culpa de un viento que anunciaba lo peor. Corrí a cerrarla, pero cuando apenas pude hacerlo, se abrió la siguiente, y luego otra y otra más con suma violencia. Un rayo atronó en alguna parte y la lluvia comenzó a ingresar por las ventanas. Aterrado por la situación apenas podía moverme, y, cuando un gruñido sobrenatural se oyó sobre los sonidos de la tormenta, sentí que este corazón podría estallar. —¿Qué dices ahora, hombrecito? —murmuró una voz quejumbrosa desde las sombras —¿Qui… quien es usted? —alcancé a decir. —Eso ya no importa, creí que podría ser interesante conocernos, ahora ya veo que no... —respondió una temible criatura que se dejó caer desde lo alto de una columna que lo ocultaba a mi vista. Era un ser horrendo, de dos metros de altura, con cuernos y colmillos largos, con ojos rojos que ardían con el fuego de mil infiernos. Se acercó con una velocidad que no parecía corresponder a su tamaño ni a su pesado pelo, se me paró enfrente, luciendo una 203


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temible musculatura bajo su piel gris oscura. Alzó su mano derecha y me señaló con una de sus uñas negras. —El honor es solo una estúpida palabra que tiene sentido en los libros de historia cuando se encuentra manchada con la sangre. Sin dejarme responder, me agarró del cuello, acercándome a su cara. En ese instante lo comprendí. Vi los rasgos familiares de lord Rubenns en ese abominable ser. —Odio que los pueblerinos no acepten mis invitaciones — expresó antes de gruñir y arrojarme como si fuera una hoja de papel contra una de las paredes. El golpe fue una masa de dolor y me desmayé. No sé cuánto tiempo estuve inconsciente, ni lo que sucedió después. Solo sé que era de día cuando pude abrir los ojos y reincorporarme. Me dolía mucho la pierna derecha y algunas de las costillas. Noté que la sangre corría por este rostro y que también afectaba la visión. Eso no me importó. Necesitaba ver a Elodia, temía lo peor... Fui arrastrándome por los pasillos, tenía el cuerpo herido y el alma marchita. Costó horrores subir las escaleras para llegar al altillo, pero cuando lo hice me encontré con lo que mis ojos nunca habrían querido ver. Ella estaba muerta, desnuda, tirada sobre las sábanas teñidas de sangre, con el pecho abierto, los dientes marcados en la carne... Y estaba vacío, vacío. Esa criatura había devorado su corazón, todos nuestros sueños y toda la felicidad. Caí de rodillas y grité. Grité y golpeé con los puños contra el suelo. Grité hasta quedar exhausto, jurando que de alguna manera vengaría a Elodia. Todo se puso negro otra vez y cuando volví a abrir los ojos la vi a Stella. Ella me dijo que había dormido por espacio de tres días. Me había encontrado y con la ayuda de otros vecinos me llevaron hasta donde estaba el médico del pueblo para sanarme. Se lo agradecí y le conté lo que había sucedido. Ella no respondió y dijo que nunca más hablara sobre eso. El alcalde le había dado esas indicaciones y la recomendación de que yo dejase el pueblo una vez que estuviera repuesto. Era entendible y normal que todos tuvieran miedo. Yo había sido su víctima. Dudarían hasta de mi salud mental. 204


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Ni bien pude ponerme de pie, recogí todo y guardé las posesiones más personales de Elodia. Con el resto hice una pira en las afueras del poblado. Luego fui hasta la casa del viejo leñador y le pregunté si sabía algo de los carruajes en el bosque negro. Dijo que ya no estaban más y que parecían haber desaparecido como por arte de magia. Le agradecí y fui hasta el cementerio. Pasé un largo rato delante de la tumba de Elodia y dejé Stilleland atrás. Comencé a buscar por otros pueblos, por otras ciudades. Recorrí el país de norte a sur, de este a oeste. En algunos sitios habían visto los lujosos carruajes, en otras sólo habían sufrido la muerte de varias doncellas, en algunas desaparecieron. Pasaron varios años de ese cruento hecho y fui estudiando su forma de actuar. He aprendido con ciertos hechiceros las artes oscuras que maneja el llamado lord Rubenns. Ahora estoy listo. He descendido a lo más oscuro y logré levantarme. Llevo junto al violín una espada y el dolor de no tener a la amada. Voy por ti, criatura de las tinieblas. Voy por ti y por la pequeña luz que todavía anida en esta alma. Yo te encontraré… Las luces se apagaron al igual que la música del violín. Los aplausos se alzaron en la sala y yo sentí que era capturado por un torbellino y me arrastraba fuera de ese sitio. Todo daba vueltas y sin saber cómo, estaba en la cama. Miré al equipo y vi que el CD había terminado. Me enderecé y sacudí la cabeza. ¿Había soñado? ¿Estaría el CD embrujado? ¿De dónde había salido esa historia? La voz de mamá anunciando que la cena estaba lista me sobresaltó. Estaba confundido, analizando todas las posibilidades. Un segundo llamado indicó que tenía que ir a comer. Eso hice, con la idea ferviente de que al terminar iba a volver a escuchar el CD y sacarme todas las dudas, o tal vez a escuchar cómo termina la historia del payaso…

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La música que inspiró este relato: Lacrimosa – Elodia

Daniel Leuzzi (Argentina). Técnico por formación, escritor y poeta por afición. Ganador del premio de poesía APSEE (2018), sus cuentos y poemas integraron diversas antologías literarias: Halloween Tales (2014), (2013), Relatos Pulp (2013), Revista miniatura Digital (2011), Cuentosymas.com (2011), Letras Argentinas de Hoy (2010) Editorial de los cuatro vientos, Los vuelos del tintero, Dunken (2010), Manos que cuentan, Dunken (2009).

Libros publicados: Los bramidos sempiternos de una foca en el desierto (Tahiel Ediciones 2015) El susurro del zorro gris (Tahiel Ediciones, 2016) Versos Imperfectos (Tahiel Ediciones, 2017) Los zombies no suelen afeitarse (Tahiel Ediciones, 2020)

Facebook: http//danielleuzziescritor http//unafocaeneldesierto Instagram:@fabiandanielwriter

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Nexflix Presenta: Blue Mondays Un épico biopic con toques sci-fi. Israel Montalvo «Junto al lago, una niña espera, sin ver, se cree invisible, sonríe débilmente ante la lejana campana y la lluvia que sigue cayendo». Black Sabbath Jordan había hecho quizás la peor elección de su vida. Lo sabía, con solo verse al espejo, si no era la más errada, al menos ese era el peor papel como actor que pudo haber obtenido. Se sentía estúpido al verse con esa ropa que simulaba haber salido de un armario de los setenta (o lo que la producción entendía que eran los setenta), con la peluca de cabello rizado estilo afro, y las enormes patillas que le cubrían hasta los cachetes. Cuando audicionó no le dijeron realmente su papel, solo le especificaron que sería un personaje histórico, ¿pero qué tenía de histórico ser un cantante de rock? ¿Quién diablos era el mentado Ozzy Osbourne? Recordaba haber visto de niño a los «Osbourne» en MTV, en aquel entonces no podía evitar sentir lástima por ese viejo tatuado y de cabello largo que apenas podía moverse con un bastón y hablaba como si tuviese comida en la boca todo el tiempo. Siempre se llenó de coraje al ver cómo era zarandeado y manipulado por su esposa, una auténtica lagartona con la que había criado a un par de parásitos sobrealimentados que eran sus hijos. «Eso era cosa de blancos» se decía Jordan, recordar ese infame reality de TV, un reality tan burdo y repulsivo que reflejaba el ocaso de una estrella, aunque en realidad Jordan no sabía que el viejo Ozzy había sido un cantante de éxito, solo recordaba que era famoso. Además veía el programa para ver las estupideces que harían esos blancos. Muy en el fondo se sentía orgulloso de no ser como ellos, ni de vivir con esos privilegios. Jordan tuvo que investigar un poco para su papel, tener un poco de contexto. No entendía nada de todo eso que llamaban heavy metal, aunque lo de Black Sabbath sonaba bien, al menos ese nombre era poderoso y a unos ejecutivos de Nexflix les pareció 209


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buena idea hacer un biopic de los inicios de Ozzy en Black Sabbath con algunas adaptaciones para estos tiempos. La primera de ellas sería un Ozzy más apto para la audiencia, un hombre que fuera un ejemplo de superación. Y es que un inglés caucásico de clase baja con pinta de borracho y mal hablado no era el personaje idóneo, por lo que los escritores de la serie decidieron darle una variante más «actual», si en la adaptación de Maldita de Thomas Wheeler y Frank Miller que había hecho la propia Nexflix el rey Arturo era un afrodescendiente, por qué no hacer algo igual y reinterpretar a Ozzy, y no sólo a él, que tal a toda la banda, por lo que Ozzy pasó a ser un afrodescendiente católico no binario y el papel de Tommy Iommy sería interpretado por una actriz de ascendencia coreana, quien mostraría la dificultad de la mujer en el mundo del rock. Ella sería toda una amazona asiática empuñando su guitarra, por su parte la interpretación de «Geezer» Butler, el bajista, estaría a cargo de un actor mexicano, quien sería el encargado de aportar el «sonido latino» en el bajo, y el papel de Bill Ward, sería para el único actor blanco del elenco, este último para cumplir con una norma de género incluyente; sería el único heterosexual del grupo (y de la serie) aunque se presentaría como un torpe macho que aprendía a ser una persona de buen «corazón» en el transcurso de la serie, era el personaje destinado a tener el mayor crecimiento en su desarrollo, llegando a sentir empatía y comprender a todos aquellos que eran diferentes a su persona (aunque él era el único en ser diferente siendo «un normal»). La música era un elemento crucial en esta obra, por lo que los directivos del streaming llegaron a la conclusión de que no tocarían esa sucia música que llamaban metal pesado, sería algo más acorde a esta época, algo que podría encajar con el público juvenil actual y fuera fácil de ubicar en Spotify o YouTube. A los creativos de Nexflix les pareció una genialidad comprar los derechos de la música de Bad Bunny para que la banda tocara sus covers en la serie, además, el nombre de la banda aunque era poderoso, podría ser considerado un insulto racial para su público de ascendencia judía, o afrodescendiente, ya que llamar al Sabbath «negro». Podría ser malinterpretado, por lo que uno de ellos propuso Blue Mondays por que sonaba más bonito aunque melancólico. También se cambió donde se desarrollaba la historia; de ser en 210


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Birmingham, Reino Unido, se llevaría en Birmingham, Alabama. Y de llevarse en el ocaso de los sesenta e inicios de los setenta, se optó por llevarlo a un futuro distópico en el dos mil cuarenta y cuatro, donde América estaba pasando por uno de sus mejores periodos históricos con el inicio de la colonización de Marte y la Luna gracias a la ambiciosa empresa nacionalista realizada por Elon Musk, quien compró la NASA a finales del dos mil veintiocho después que la bolsa volviese a colapsar por los inversores de Redditt, un desbarajuste que estuvo por dar forma a la segunda depresión americana. Pero gracias al patriótico comportamiento del nacionalista multimillonario, quien invirtió una fortuna para tener acciones mayoritarias de una NASA en bancarrota y del gobierno estadounidense, el cual fue salvado por esta noble intervención capitalista. La carrera espacial estaba siendo ganada por la gran América, dejando a los chinos y rusos en un segundo lugar (considerados para ser villanos menores en la primera o segunda temporada), pero la amenaza de la primera temporada llegaría desde los confines del sistema solar donde el capitalismo aún no dejaba ver su doctrina. Desde Júpiter, donde una sociedad comunista conformada por humanoides asexuados (pero con sugerentes rasgos masculinos que recordaban a los estereotipos de personajes soviéticos de los cincuenta. Con un bigote pronunciado y un gorro shapka-ushanka con un sugerente logo en un tono rojizo en la parte frontal que recordaba a una esvástica nazi). Con una mente colmena, incapaces de pensar por ellos mismos, y tener decisiones individuales, estos seres decidieron que el pensamiento individual de estos colonizadores era una amenaza para su estilo de existencia, por lo que iban a realizar una invasión a la Tierra para evitar que esa especie los infectara con su cultura revolucionaria (la americana) que se había vuelto una amenaza. Y es que esa infección podría causar una plaga que diera lugar al libre albedrio y a la destrucción de su sociedad socialista. Y era aquí que ese singular grupo entraría en escena. Y es que su música les causaba la muerte a estos humanoides (sin una elaborada justificación narrativa, la producción pensó que nadie le daría relevancia a ese insignificante detalle. A fin de cuentas solo los ñoños pensarían en el por qué y ellos no eran un gran público consumidor. Además como haters eran los tipos que seguían la serie de principio a fin y causaban 211


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polémica, que se convertía en publicidad gratuita), con esa música intentarían salvar a la humanidad de una invasión extraterrestre de los llamados Patriarcales Comunistas de Júpiter, después de salir de clases y cumplir sus deberes como buenos chicos americanos. Jordan se veía al espejo y sabía que más que un fraude, era el puto chiste de un grupo de payasos que nunca habían escuchado buena música. Y eso no lo pensaba por esa banda llamada Black Sabbath, o por el mentado Ozzy, o por ponerle a una serie biopic de un ícono del metal setentero, el nombre del sencillo más famoso de New Order, era la mierda del conejito malo y sus letras que rayaban en el retaso mental, este bodrio amenazaba con explotarles en la cara a quien lo viese, pero Jordan quería ser actor y no le quedó de otra que tomar la mierda que le ofrecieron. Para su desgracia era lo único que había. La vida y obra de un drogata blanco, o en este caso, un libertador no binario que cantaba a ritmo de reggaetón. El piloto de la serie se rodaría en menos de una semana y lanzado como una película para televisión de bajo presupuesto, donde se contaba como los Mondays se conocieron en el coro de la iglesia y se reunían como buenos católicos a comer pizza y ver pelis de Nexflix en la casa de Jordan cada fin de semana después de terminar sus deberes, serian el típico grupo de amigos (según los estándares de TV yankee) cursando el último año de la High School, y mostrarían las típicas situaciones del adolescente promedio en Gringolandia, como la promiscua vida de Tommy con las chicas que le idolatraban por ser la primera porrista que usaba pantalones, se cortó su larga cabellera casi a rape y al final dejó los pompones por una guitarra con la que se empoderó como rockergirl (a pesar de que tocaba reggaetón usando un instrumento que no era necesario para ese intento de música) o Geezer ganando el regional con baile de salsa ante una pandilla de cubanos comunistas que habían viajado desde Miami para intimidarlo. O como Billy dejaba las baquetas por un trabajo en McDonald’s al decepcionarse de la música y gracias a la ayuda de sus amigos recuperaba el deseo de tocar al escuchar a Billy Elliot, quien sería su amor platónico durante el resto de la serie (se planeaba un cameo estelar de ella para el “cliffhanger” del final la primera temporada). 212


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Uno de las temas principales era la aceptación como ser no binario de Ozzy, pero Jordan tenía problemas para entender su papel. Él era un negro en sus veinte de casi uno noventa, había crecido en los suburbios de Atlanta. Era hetero, le gustaba el básquet y el hip hop de finales de los ochenta como Public Enemy o De La Soul, y tenía una verga de veintisiete centímetros que no podía ocultar en los mallones traslucidos que usaba su personaje. No podía entender lo que le pedían los productores blancos que le hablaban de inclusión e igualdad racial, como si fuese «cool» aunque no hubiese un contexto o se hablase sobre derechos sociales. Para Jordan ellos solo lo veían como la moda en turno. Si mañana fuera tendencia en Twitter un perro amarillo, lo pondrían y lo anunciarían con bombo y platillo ¿qué iban a saber de inclusión un montón de blancos en carros de lujo que vivían en las colinas de Hollywood? Poner actores en sus ficciones para representar a la gente con la que nunca trataban no los hacía incluyentes, por más que lo creyeran así. Además, ninguno de ellos parecía saber algo de Black Sabbath, o al menos que hubiesen llegado a ver el patético reality de MTV. Cuando le dieron el guion de ese piloto le costó contener la risa, luego se perdió en la angustia de saber lo que tendría que hacer. Sabía que sería el hazmerreír de internet, el meme de moda y la parodia en boga, pero ¿qué podía hacer? Tenía un contrato firmado y ocupaba la paga para finiquitar sus deudas. Vivir en Los Ángeles no era nada barato y menos si querías meterte en el mundo de la farándula. Hollywood no era tan reluciente como en sus películas, era un putero donde los aspirantes a estrellas tenían que ofrecerse como carne de cañón a cuanto productor cachondo se les arrimara. No había las sectas pedófilas de las que tanto hablaban los youtubers, era algo más simple, y se resumía de una manera: abre bien las piernas o empínate lo suficiente para obtener un buen puesto. Jordan tuvo que jugar con las reglas para meterse al juego. Durante meses fue mesero en un restaurante ubicado en Hollywood Boulevard. Había llegado de Atlanta con la ingenua intención de ser actor, como cientos cada año. Cuando no trabajaba en el restaurante se presentaba a las audiciones de series y películas sin mucho éxito. Una tarde, la oportunidad se le presentó en una mamada. Aquel productor le ofreció la paga de un mes si le dejaba succionarle su enorme pepinillo. Y es que su miembro se le notaba 213


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a simple vista, Jordan había llegado tarde de una audición y no pudo cambiarse debidamente. Usaba mallas de ballet negras que no dejaban nada a la imaginación y aquel productor, famoso por follarse jovencitos usando su chequera, estaba en una junta con sus colegas en una de las mesas del restaurante, preparando las nuevas series de Nexflix que explotarían los derechos de viejos reality que había adquirido la cadena recientemente. Jordan estuvo por molerlo a golpes cuando descaradamente se lo dijo, pero no pudo ni responderle. Estaba agobiado con pagos atrasados y el productor era cliente frecuente, catalogado un cliente VIP por la gerencia del negocio. Para su desgracia no podía darse el lujo de perder el empleo, solo pudo aguantarse el coraje, y recoger la propina junto con la tarjeta del productor quién se desconcertó por no obtener su pepinillo y le apostó a uno de sus colegas que lo conseguiría a cualquier costo. Durante un par de semanas estuvo acosando a Jordan, dejándole grandes propinas, pero Jordan se limitaba a atenderlo y actuar como si las insinuaciones e indirectas no pasaran. Una tarde se encontró con un contrato para ser la estrella de un programa de Nexflix. El productor se lo dio cuando pagaba su cuenta y se lo dijo a la cara sin rodeos: «Te haré una estrella». En el espejo de cuerpo completo del camerino se reflejaba la imagen de un juguete sexual, sobremaquillado con una peluca afro de color verde limón, su enorme pene se le marcaba por las mallas rosas. Era un bulto marchito. Jordan no podía tenerlo erecto, aún tenía la imagen fija en su mente de los labios de ese productor, succionándolo. ¿Y si esto era una venganza por haberse hecho el difícil todo este tiempo? El infeliz le prometió ser una estrella en una serie la cual amenazaba con ser el bodrio del siglo. «Al menos solo fue una mamada» pensaba como único consuelo. Se sentó en una silla de su camerino esperando el llamado para grabar su próxima escena. Tendría una lucha a muerte con un grupo de patriarcales que querían secuestrar al baterista para reclutarlo entre los suyos por ser el eslabón débil del grupo y el único blanco hetero. La escena sería grabada en un set que simulaba estar en un casino de Marte. Parecía más un tabledance o una escena salida de un carnaval que un casino. Dejó de leer el libreto al encontrarse con unos diálogos que casi lo hicieron orinarse de la risa, en realidad no eran graciosos, solo eran demasiado estúpidos como para que alguien los dijera de verdad. Y esos eran sus diálogos, un 214


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reflejo del chiste que era su vida. Tomó su teléfono y buscó en Spotify el primer álbum de Black Sabbath. La portada era siniestra y escalofriante, con esa mujer al fondo, y ese molino que parecía una ruina a sus espaldas. El primer tema a reproducir era el homónimo Black Sabbath. Jordan le dio play mientras se iba perdiendo en ese sombrío embrujo, los riffs distorsionados de Iommy hicieron presencia y la voz espectral de Ozzy le susurraba al oído: What is this that stands before me? Figure in black which points at me Turn 'round quick and start to run Find out I'm the chosen one.

La música que inspiró este relato: Black Sabbath – Black Sabbath

Israel Montalvo (México). Como escritor e ilustrador ha publicado en diversas revistas literarias, cómics y libros en México, España, Uruguay, Argentina, Perú, Guatemala y Venezuela. En el 2016 publicó su primera novela gráfica Momentos en el tiempo (Altres Costa-Amic Editores, México). Ilustró la novela pulp Marciano Reyes y la cruzada de Venus (Historias Pulp, España, 2018). En el 2019 salió su primer libro de cuentos La Villa de los Azotes, en el 2020 publicó las novelas gráficas: La parte que no siente y Heathen (Mandrágora ediciones).

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Mr. Crowley Juan Pablo Goñi Capurro

¿Existe un punto cierto donde la cordura deja la mente? ¿Hay un límite determinado que fije el paso a la alienación? Ciertamente, avisos no existen. Eso lo puedo atestiguar, ninguna señal te alerta de la presencia de la locura irremediable. Veintidós años, colada por Vértigo, me lancé como nunca hubiera soñado. La tímida estudiante de medicina se transformó en una satánica desatada un primero de mayo que la ciudad jamás olvidará. Pero antes de esa noche de Walpurgis hubo un desarrollo previo donde quizá fue sembrado el alucinógeno que confunde las neuronas. Al fin y al cabo, tal vez esta no sea más que una historia de amor. Bebía los vientos por el delgado vikingo de lanas a la cintura desde que pisé el curso de ingreso a la facultad. Estudié las combinaciones posibles y efectué cálculos infinitos para coincidir con él en las cursadas. A veces dieron resultado; compartimos al menos una por semestre. Esos logros parciales no incidieron en el resultado importante. Aunque busqué destacarme en las clases y me sumé a sus grupos de estudio, Vértigo no me efectuó la menor insinuación de reconocimiento. Fuera del ámbito académico, estudios incluidos, no iba más allá de un saludo al pasar en nuestros escasos encuentros. Por cierto, Vértigo era José Pozuela, un vikingo morocho, tez bien oscura. Vale, lo llamaba así por los incomprensibles nombres que leía en sus remeras negras entre calaveras, serpientes, cadenas, monstruos y otros símbolos. Se me antojaban propios de la mitología nórdica, inaccesibles para los latinos que apenas mascullábamos el castellano. Hasta bien pasados los veintiún años, constreñida por los límites de la casa paterna y los quince kilómetros que debía recorrer para llegar a la ciudad, no pude efectuar el acoso que hubiera querido. Creo que lo dije, estaba perdida por mi vikingo. Logré coincidir con él en media docena de recitales; no obtuve más que zumbidos en los oídos que duraban más de una semana. Tonta no era. Sabía que debía buscarlo allí. Era un fanático del metal. Lo decía la ropa que usaba, libre del guardapolvo blanco de la facultad. Tanto como la calavera que besaba su oreja izquierda y la 219


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serpiente que hacía lo propio con la derecha. La base del cuello no estaba libre, era el extremo de un símbolo que no tuve oportunidad de ver completo. En esas noches de voces guturales inentendibles y machacantes baterías con doble bombo solo logré observar el grupo que lo rodeaba. Mucho negro, tatuajes intimidatorios, piercings donde se te ocurriera ponerlos —sitios donde a mí jamás se me cruzaría—, pelos de colores, maquillajes tétricos y ropa agresiva eran los signos visibles de las chicas y chicos con los que bebía la cerveza caliente y barata de esos antros. Lógico que no dedicara más que un hola a la flaca que no iba más allá de vestirse de negro. Yo debía volver a casa en tren tras pasarme la velada sufriendo mientras él hacía pogo y se la pasaba a los abrazos con esas pibas que parecían salir de un cuento de brujas. ¿Por qué no me habré conformado con eso? La muerte de una tía me permitió ocupar su modesto monoambiente en la ciudad. Fue casi a fin de año, entre los finales y las vacaciones. No pude planificar una movida decisiva. La tanda de exámenes posterior al receso veraniego, en el cual cumplí veintidós, postergó hasta abril el contacto con mi amado Vértigo. Entre tanto, fui preparando algunos detalles. Me dejé crecer el pelo, por ejemplo, y ahorré lo suficiente para adquirir un vestuario convincente. Durante el lluvioso mes del reinicio de cursadas estuve pendiente de cada palabra que se le escapara para saber dónde podría toparme con él; bastante aturdida quedaba tras esos recitales en salas minúsculas con sonido barato que emitía más acoples que acordes, como para pasármela en ellos sin la presencia de mi vikingo. Así fue que, allá por mediados de ese mes, descubrí que estaba entusiasmado por la fiesta de Walpurgis. Lo escuché repetir que no se la perdería por nada del mundo, a varios amigos que lo llamaron cuando lo tuve cerca. Último año de la carrera, yo tampoco podía perdérmela. Averigüé que se trataba del baile de las brujas, según una tradición —o leyenda— alemana. Allí las maléficas hechiceras celebraban orgías con el Diablo. Reconozco que me temblaron las rodillas cuando leí «ritos orgiásticos». Yo era virgen, una rata de biblioteca, sin un hada madrina que me pudiera convertir en Cruella de Vil hasta la medianoche. La misma referencia ilustra la distancia en nuestras vidas, solo aparentaban transcurrir en un 220


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mismo mundo. Estoy segura que a Vértigo y los suyos se les hubiera ocurrido un nombre muy diferente como ejemplo. Los indicios eran contestaciones suficientes para basar una condena en un juicio penal; nada de lo que hiciera podía hacerme entrar en el mundo del hombre que me volaba la cabeza. Sin embargo, lo intenté, no quería pasarme el resto de una extensa y sosa vida sin Vértigo. Recriminándome por no haberme jugado a fondo. Me lancé con decisión. Rodeé el pudor con un aislante impenetrable y me arrojé al cráter humeante donde —creí— cocían las brujas su caldo. La calavera tatuada me pareció un requisito ineludible. Escogí una tatuadora, una chica. Había planeado un sitio osado para ella, la parte alta de la nalga derecha. Cuando una se conoce un poco, debe evitar las trampas. La ubicación me obligaba a mostrar algo más que un poco de tinta para exhibirla. Una vez hecho, no habría vuelta atrás. Sería una versión femenina de Cortés, quemando las naves para evitar la tentación de regresar a casa. Otra necesidad: conocer algo de metal. Había tanto que era imposible concentrarse en una canción; poco tiempo tenía para más. Necesitaba un tema por si pintaba una conversación antes de presentar la credencial. Mi problema consistía en llegar al momento crucial. Una vez que viera la calavera, intuía que nada lo detendría. Dado que no recordaba un nombre completo de los que figuraban en las remeras de Vértigo, busqué en Google, a partir de metal, diablo, brujo. Salieron varios post. Fui dando clic hasta que caí en una canción: Mr. Crowley, de un tal Ozzy Osbourne. Cuando la puse y salió un órgano de iglesia, puteé al buscador, pero de golpe tomó un aire más trágico y apareció el primer acorde distorsionado, convenciéndome de que era el tema indicado. Por cierto, memoricé la letra, la traduje, averigüé la historia del tal Mr. Crowley, una suerte de brujo que invocaba a Satán. Durante quince días anduve con la canción en el teléfono, oyéndola sin detenerme. Tanto que por las noches soñaba con un tipo pelado, de ojos inmensos, que me llamaba desde una hoguera que no se consumía. Iba por la calle sacudiendo la cabeza, dando pasos fuertes al ritmo un tanto arrastrado del tema, preparando los discursos sobre el oscurantismo que le daría a Vértigo en la noche de Walpurgis cuando lo tuviera atrapado en el esquinero de un 221


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antro penumbroso la fiesta era el primero de mayo, lejana a los primeros parciales. El último tramo importante de la conversión lo dejé para el final; quería sorprenderlo. Dos días antes, me teñí el pelo violeta y me hice un corte atrevido. Haría juego con mis labios y las uñas. La noche de la orgía… Pensé en un piercing poco comprometedor en el lóbulo de la oreja, podría luego reemplazarlo con algún arete. No me atreví, bastante mal la pasé con las agujas durante el tatuaje. Supongo que lo soporté consciente porque la acción se produjo lejos del alcance visual. Como fuera, una semana antes tenía el turno en la peluquería. La canción a medio memorizar, la calavera en el culo y la ropa en el armario; faltaba conocer el lugar de la dichosa fiesta. Preguntarle a Vértigo hubiera sido perder el efecto sorpresa; me dediqué a la investigación. Primera medida, revisé las redes sociales —me había integrado a más de cincuenta grupos dedicados al metal—. Recogí algunos comentarios sobre la fiesta, pero ninguna mención a su emplazamiento. Más chuchos de frío. El secretismo era sinónimo de prohibición. Comencé a tener sueños junto al pelado satánico. En la pesadilla aparecieron peludos hombres desnudos pululando en derredor de mi cuerpo sin ropas. No sé a qué venía que los hombres fueran peludos. Tal vez lo asocié con las figuras de sátiros entrevistas en esas semanas de búsqueda. Como fuera, agotada la red, leí todos los carteles pegados en los tableros del centro de estudiantes y revisé cada afiche que crucé en la calle. Faltaba menos de una semana y continuaba ignorando la sede de la tremenda orgía metálico-satánica. Ese último fin de semana anduve por bares y antros más turbios; donde oía metal, me metía. Al borde del pánico tuve suerte. Contra la barra de un sitio digno de atender zombis u otros descerebrados, un patético hombrecillo se esforzaba en convencer a dos chicas pálidas. Entendí que pretendía llevarse a una de ellas a la cama, no distinguí a cuál. Sus propósitos buscaban concreción inmediata. La mención a Walpurgis fue una promesa más. Era evidente que las pibas, edad colegio secundario, no lo soportaban; sus ojillos planeaban sobre la turba chillona en procura de una tabla de salvación. Las cabezas intentaban eludir la corpulenta figura del pesado. Me la jugué y lo desafié, actuando una borrachera que no padecía. ¿Dije que no tomo alcohol, para completar el rompecabezas de diferencias con 222


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mi amado Vértigo? Solo he bebido cervezas ocasionales, siempre detrás de mi obsesión. —¡Mentiroso! Esa fiesta no existe —afirmé, con voz pastosa. El guía me echó una ojeada; le gustó lo que vio, aunque no llevaba yo el uniforme de las más extremas. Sacudió los cabellos engrasados y olvidó a las adolescentes. Hice un paso tambaleante, me agarré a la barra, aumentó su interés. Integraba la especie subhumana de los carroñeros que se ciñen sobre niñas inocentes o mujeres cuya firmeza ha sido carcomida por la ingesta alcohólica. Rebatió la frase, aseguró que Walpurgis era la mejor fiesta del año y otras estupideces. Lo pinché, desafiándolo a que me diera las señas. Tras un par de regates para disimular aquellos fines; la promesa tácita era irme con él, claro. Lo hizo, brindó la dirección; fue un sacrificio, lo susurró al oído mientras una mano me toqueteaba una teta. Logré mantenerme sin vomitar ante su aliento expelido y conseguí salvar la teta de sus agarrones. Le dije que iba al baño y desaparecí. Viví tres días de ansiedad y euforia. Rogué que el teñido desapareciera rápido una vez que volvía de la peluquería. A mitad de mes era el cumpleaños de papá. Me verían rara con el pelo rapado —el corte no posibilitaba otra solución para eliminarlo de mi aspecto—, pero si aparecía de violeta podía provocarles un síncope. Llegó el atardecer del treinta de abril y empecé a prepararme para la noche; el primero comenzaba a las doce. Era feriado como en todo el planeta. Estiré las prendas sobre la cama. Saqué las flamantes botas bucaneras de su caja; me vino vértigo de ver los tacos. Diez días practicando y me seguía costando el manejo de la altura. Con las pulsaciones a mil, entré en la ducha, cuidando de no mojarme el cabello para sostener el ridículo peinado. Regresé desnuda a la pieza, ya seca, sintiendo que me deslizaba en un pasillo donde los hombres esperaban apoyados contra la pared. Conecté Mr. Crowley a los parlantes y di inicio a la parte final de la transformación. Empecé por las medias; primera decepción. Había escogido de red, de las que culminan con una liga. Descarté las pantis por incómodas, ¿cómo me las quitaba para mostrar la calavera? La liga negra al final del muslo sentaba perfecto a mis piernas casi transparentes, pero la red no se abría como en las fotos. Era un tejido parecido a un tul. Dije que igual serviría, las botas las 223


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ocultaban en gran parte. Dudé ante la bombacha. El hilo dental era interesante, pero no precisaba quitármelo para mostrar el tatuaje. Lo dije, estaba lanzada, desconocida «si la vas a hacer, hacéla bien», decía mi mejor amiga de los tiempos del colegio. El culote era igual de sensual y cubría el estratégico tatuaje. Quien quisiera verlo, debía quitármelo. Lo escogí. Luego fue el turno de la minifalda negra, del ancho de un fideo. Me refiero a un spaghetti, un vermicelli, nada de fideos cintas o mostacholes. Vino luego un corsé negro ajustado, que me dibujaba unas tetas perfectas. Tramo de pálida piel y mi cara travestida en la de una anfitriona de programas de horror. YouTube me dio los ejemplos y los tutoriales para conseguirlo. Por último, calcé las botas. Duré segundos ante el espejo. Enrojecí al pensar en que alguien más que Vértigo pudiera reconocerme. Me alejé, sacando esa idea de la mente. Ponía en riesgo aquella alocada determinación. Reinicié Mr. Crowley, di el alarido al unísono con Ozzy y enfrenté el último dilema. Mayo, en Alemania, debía ofrecer un clima hermoso para pasar la noche junto a las hogueras, saltando de brujo en brujo. Aquí, era otra cosa. En el guardarropa no había abrigos que combinaran con el vestuario. No hubo dinero, las botas agotaron mis ahorros. Busqué uno que ocultara la ropa, para sorprender una vez dentro del lugar. Los tapados eran cortos, las camperas a la cintura. La única prenda que las cubría era un piloto de gabardina que mi padre olvidó en una visita. Color crema, cruzado, un espanto. Tamaño regalo en un envoltorio tan pobre era un despropósito, pero salir a la medianoche sin cubrirme podía generarme una gripe antes de subir al remise. Pedí un auto, claro, ¿de qué otra forma iba a llegar a la fiesta? Oí la bocina, me persigné y salí a la aventura. La primera etapa consistió en superar la densa niebla que se había posado sobre las calles. Me guio más el ruido del motor que la silueta del vehículo. Algo sucedía con el alumbrado público, no funcionaba. Di la dirección en un tono menos firme que el ensayado; la ausencia de iluminación resultó un augurio funesto. Pasé el trayecto maldiciendo aquella actitud negativa. Las piernas hacían temblar el asiento delantero. No podía contraer las rodillas a causa de las botas. Atravesamos una avenida, del otro lado regresó la luz. Mi semblante cambió. La adrenalina continuó al tope. La incertidumbre se imponía sobre el resto de las 224


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sensaciones. Continuamos rumbo al puerto. La dirección era en una zona de galpones. El taxista frenó ante una de estas moles de chapa; no era esa la calle. El hombre, cabeza grande, cuadrada, se volvió. —Al final del galpón, hay una calleja. Vas por esa, cien metros, la otra peatonal que la cruza es la calle que buscas. El número debe ser a mitad de cuadra, hacia la derecha. Aspiré profundo, pagué. Sonó lógico, una fiesta secreta realizada en una calle a la que no se accedía en vehículos, oculta en el laberinto de edificaciones anexas a la actividad portuaria. Bajé, me afirmé firme en las botas altas. Entré en el callejón imbuida de una sensación extraña. Me sentí poderosa, avasallante, una mujer diferente a la timorata que pedía permiso para respirar. La gabardina flotaba. Llevaba las manos hundidas en los bolsillos. La cartera golpeteaba contra la espalda. Ni cuenta me di que a mitad de la cuadra ingresaba en las sombras. La luz era la que provenía de la calle vehicular, disminuida por la niebla. Traía tanta potencia a raíz de mi deseo que no titubeé al llegar a la intersección adelantada por el taxista. Un pequeño faro rojo, a la derecha, fue la única guía que conté para seguir hacia mi destino. El piso era de arenilla, mezcla de tierra y desechos de las construcciones aledañas. Altas edificaciones oscuras que la combinación de bruma y oscuridad no me permitía identificar. Avancé, respirando fuerte. El cuerpo temblando ante el próximo encuentro con Vértigo. Intenté no preguntarme qué diría al verme. Imposible, una corriente de nervios me atravesaba. Me puse a cantar Mr. Crowley a viva voz. A pocos pasos de la luz roja, divisé una silueta. Cerré la boca. Reduje la velocidad. Era un hombre. Vestía un piloto como el mío, pero el suyo era oscuro. Una sonrisa de dientes blancos me recibió. —Bienvenida a Walpurgis —dijo, y empujó una pequeña puerta de chapas. Entré agachada. La portezuela era baja, y comenzaba la noche más loca de mi vida. Escuché la puerta cerrarse. Poco veía, pese a que mis pupilas provenían del penumbroso exterior. Olores varios, humo de tabaco y sahumerios, calor. Lejos de amilanarme me quité la gabardina. Busqué de reojo un guardarropa. No lo hallé, solo percibí siluetas difusas en torno a velas. Primera sorpresa, mis oídos no fueron atacados por el metal pesado —ni por música 225


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alguna—. Atendí a murmullos cansinos, entre rumores suaves provocados por roces de zapatos, vasos que se apoyaban, sillas que se movían. Contra el fondo, vi una gran calavera pintada de blanco. En lo alto; el lugar era profundo. ¿Cómo descubriría a Vértigo allí? Él lo haría, me dije. El pesado del antro no me preocupaba, imposible que me reconociera. Vi que bajo la calavera las luces eran un poco más fuertes. Caminé hacia allí. Estaba vestida para ser apreciada. Mis caderas se deslizaron cual si las botas le transfirieran un andar gatuno. Eché incluso unos zarpazos cargados de erotismo al eludir los bultos informes que se cruzaban. Las velas estaban sobre tambores de doscientos litros usados como mesas. Las personas vestían de negro, como suponía. Ninguna inscripción brillaba. Lo atribuí a la ausencia de luces. Entendí que estaban distribuidas en círculo cuando me vi atravesando una suerte de claro de diez metros de radio; la pista del baile de las brujas. Lamenté que no hubiera música para ofrecer unos pasos que hicieran palidecer a Uma Thurman. Continué rumbo al fondo; una barra era lo que había allí. Noté que se hacía silencio cuando pasaba. Los rumores se reiniciaban cuando me hallaba a la altura de la mesa siguiente. Cada vez estaba más plena. A pasos de la barra, escogí presentarme con un gesto teatral. Arrojé la gabardina sobre lo que creí un mostrador, me coloqué dentro del cono que iluminaban unos faroles a gas, sacudí el pelo violeta y canté —o grité—: «¡Mr. Crowley!, ¿what went on in your head? ». Me desplacé rotando la cintura y dando un giro sobre mí misma, para continuar: «Oh Mr. Crowley, ¿did you talk to the dead?». Fue suficiente. Un coro masculino aulló. La masa se acercó a donde estaba. Decidí inclinarme para saludar. Mi sonrisa quedó congelada, no había aplausos, nadie se detenía. Un par de reflectores se encendieron en el techo. Vi una auténtica horda de tipos con los peludos torsos desnudos revoleando remeras como si fueran ponchos en un festival folklórico. Me volví a la barra por ayuda; no era más que un caballete extenso. Detrás había freezers y pilones de ropa. Nadie atendía. Un hedor a sudor rancio me cubrió antes que lo hicieran las manos rudas de media docena de tipos, los más cercanos. Envié el alarido más profundo hacia la altura. Barbas hirsutas, cabellos pegoteados, vello profuso, tatuajes horrorosos con símbolos desconocidos. Y 226


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dedos, muchos dedos gruesos que penetraron mis cavidades cual si me requisaran antes de una visita a prisión. Me encontré elevada por esa masa. Me empujaron, me hicieron volar, para recogerme y repetir la maniobra. De golpe, el movimiento se detuvo. Me pusieron de pie. Para entonces, habían visto la calavera sin necesidad de que me bajara el culote, ellos se encargaron de desnudarme por completo. Creo que me sostuvieron. El pánico retiró el control de los músculos. Uno me tomó de la nuca y elevó mi mirada. Delante, un sujeto pelado, ojos penetrantes, cubierto con una túnica negra. El hombre alzó un puño, los primeros acordes de mi reciente canción favorita atronaron desde los cuatro costados. Cuando los teclados quedaron en el aire, el pelado me hizo una seña. Lo entendí. Repetí el canto. Esta vez la voz salió estrangulada por el miedo, los pasos de mi baile fueron patéticos. Más, a poco de dejarme penetrar por la canción, recobré el aplomo y fui desplazándome como la reina de un cabaret de lujo. A cada giro, la turba de machos amagaba venírseme encima. Sacaban la lengua, sacudían la cabeza, se cascaban —ya estaban desnudos por completos—. Panzones, mayores, algunos con los pechos blancos, ni seña de los amigos de Vértigo. Ni siquiera estaba presente el pasado del antro. Algo hizo el pelado, la música cesó y los tipos lanzaron silbidos chirriantes. Me sentía abucheada. Hinqué las rodillas en el piso de tierra. Me cubrí; lloraba, aullaba. Había desaparecido el calor, aunque mi piel sudaba con profusión. Una voz impactante se expresó en una serie de vocablos inteligibles. Empezó a levantarse polvo, escuché un coro gutural. Mas horrorizada, me tapé los ojos sin dejar de proferir alaridos. Sentí un viento circular, como un tornado que me tuviera en el centro. Fascinada, noté que ascendía. El pavor fue reemplazado por la incredulidad. Estaba levitando, rodeada de un polvo centrífugo. Era una prenda en un lavarropas, el centro de un batido de crema. Resonó una poderosa orden y se encendieron otra vez los parlantes. Metal al palo, ya de nada me servía mi Mr. Crowley. Intenté ver qué sucedía debajo de estos pies. Cuando quise darme cuenta, estaba cabeza abajo. La esfera de polvo no era tan densa. Vi una auténtica batalla de hombres desnudos chocándose entre sí, lanzándose con botellas, quemándose el cuerpo con velas. Olvidados de esta chica, quedé sorprendida por la expresión de 227


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felicidad en los rostros cada vez que daban o encajaban un golpe. En el centro de esa pista que descubría a poco de entrar, el pelado, con su túnica. Era el único pendiente de mí. Extendió un dedo, lo hizo girar. Empecé entonces a dar vueltas, al ritmo del polvo que me sostenía —supongo, no tengo otra explicación—. Mareada, perdí noción de todo. La velocidad creció, aullé despavorida, moví los brazos y piernas como si pudiera nadar, estaba sin aire. Vinieron náuseas y no recuerdo más. Desperté. Fuego… Tierra en la boca. Escupí. Alcé la vista. Los rayos de los reflectores atracaron mis pupilas como las dagas sobre el cuerpo del César. Coloqué una mano sobre los ojos. Húmeda. Estaba cubierta de barro, tendida en el piso; pasé la mano por mi cabello, también lodoso. Estaba asqueada. La vista se adaptó; las llamas provenían de media docena de piras dispuestas en círculo formadas con troncos gruesos. El calor aumentó la sensación repugnante del cuerpo pegoteado. Empecé a ver los hombres. Continuaban desnudos, lacerados en mil formas. Machucones, hilos de sangre. Se arrastraban como serpientes, extenuados. Pasaban unos sobre otros, jadeaban. Una masa que se desplazaba con la velocidad de un caracol sedado. Se dirigían hacia donde estaba, pero los ojos pasaban por encima, ignorándome. Roté y miré el foco de su concentración. El pelado. No se escuchaba más que el generoso crepitar del fuego. El demiurgo continuaba con la túnica negra, pero en su mano tenía un arma. Un cuchillo largo y fino, brilloso. Los hombres se aproximaron a los fogones, pasaron junto a ellos. Olí pelo chamuscado. Nadie gritó por haberse quemado. Cerca tuve su aliento pestilente. Cada giro en pos de ver todo era un suplicio. Rodaba, agregando más tierra al barro, incapaz de alzar las piernas; los brazos no me sostenían más que un minuto. Terminé boca abajo, a los pies del brujo. Ni siquiera me acordé de Vértigo. La premisa había cambiado, el único afán era salir viva. Los avances cesaron, los hombres se arrodillaron; noté el esfuerzo que les supuso ese simple gesto. Esperé, nadie indicó que los imitara. —¡Walpurgis! El grito del calvo fue respondido al unísono. Calculé en una centena el número de hombres. ¿Lograría sobrevivir a cien violaciones? Entregada a aquel trágico destino, ya no lloraba ni 228


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gritaba. Pensé en papá y mamá. Deseé que encontraran pronto mi cadáver. El pelado alzó los brazos, inclinó la cabeza hacia atrás. —¡Oh, Satán! ¡Tus brujas acuden a tu presencia! Temblé. Brujas. ¿Dónde había mujeres? ¿Qué más debía esperar? Detecté brillos en cada cuerpo. Eran las calaveras tatuadas en ellos, entremezcladas con dibujos. Fue imposible saber si mi culo se encendía también. No sentí nada que lo indicara. —Hemos danzado, hemos bebido sangre. Tu enviada nos señalará quién será sacrificada esta noche. Logré sentarme sobre los talones. Percibí que la malvada me escogería. En el último instante detuve la reacción. Estuve a punto de persignarme, no pensé pecado mayor para esa circunstancia. A cambio, prometí velas a cuanto santo recordé. Eché un vistazo, continué sin ver mujeres, ni brujas ni enviada especial. Cuando volví al frente, el calvo extendía la mano hacia mi cabeza. —Del polvo eres y al polvo volverás. Estaba en el aire, pese a palpar la tierra con las manos; desconcertada. Aturdida, esa cita era bíblica. El pelado llevó el estilete hacia arriba. —¡Nunca volveremos al polvo! ¡El Infierno es nuestro destino! Los hombres ulularon, golpearon las manos, le pegaron al suelo. Noté una mano fría en la frente. Empecé a sacudirme sin control. La hoja acerada efectuó un sinnúmero de giros. Capté un cambio en el timbre de las voces, eran más agudas. Me chirriaron los oídos. —¡Gracias, Satán! Silencio. Mi ataque se detuvo. El cuchillo quedó extendido. El pelado soltó mi cabeza. Caminó hacia adelante, pasó al lado. Respiré. Sentí una puntada furiosa en el pecho. Delante de mí, el coro estaba formado por mujeres andrajosas, rostros deformes y cabellos grises, gredosos. Se pusieron de pie, en tanto las miraba. Las imité sin pensar. Pude erguirme sin esfuerzo alguno. Más mujeres en la misma situación. El pelado tomó los cabellos de una. La arrojó al piso. Las más cercanas se abrieron. El brujo aquel asió el cuchillo con ambas manos y se lo hundió en el pecho. Una nueva ovación sacudió las chapas del galpón. Se agolparon las mujeres contra el calvo y su víctima. Estaba sola. Llevé una mano al pecho agitado. Hallé la piel limpia. Vi, junto a 229


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mis pies, una pila de polvo. Retrocedí, pasé detrás de las piras. Iba hacia el fondo, estaba allí la barra. Di con la gabardina y la cartera donde las había arrojado. Me la puse, sin preocuparme por buscar el resto de la ropa. Pasé bajo el tablón. Escudriñé la pared. A mis espaldas, cantos y letanías, de nuevo en un lengua incomprensible. Mi cuerpo bullía, tenía como garras en el cuello complicándome respirar. Recorrí una decena de metros hasta que di con una pequeña puerta. Salí. Ni idea dónde continuar. Frío, bruma, oscuridad. Tanteando las chapas, caminé hasta dar con una callejuela. Oí, de fondo, que sonaba otra vez Mr. Crowley. Me corté, había infinitos restos en el suelo. Grité «¡Ojalá se incendien todas!» en un arrebato extremo. Lo lamenté y corrí para compensarlo. Me clavé astillas y añicos en el recorrido. No cejé. A cada pinchazo, aferraba la cartera, hundía la cabeza y aceleraba. Sangró mi boca por las mordidas que efectué para no gritar. Tomé cada bifurcación en procura de alejarme. Sin aire, vi farolas detrás de unas casetas bajas. Encontré la forma de llegar a esa vía. La costanera, el final de la rambla. El tráfico era mínimo. Existía, suficiente. Alcé la mano. El primer vehículo era un taxi libre. Conducía un hombre. Redujo la velocidad. No se detenía. Observé parecido al miedo en su cara regordeta. Recordé mis cabellos, los pies sangrados. Se iba. Abrí la gabardina. Frenó. Subí antes que pensara en arrancar otra vez. —Nena, hay lugares más seguros para trabajar. Fue su único comentario. Una vez en casa, lo primero que hice fue mirarme al espejo. La calavera seguía allí, idéntica. El cuerpo estaba sin rasguños, incluidos los pies. El ridículo peinado se veía aplastado pero los cabellos estaban indemnes. Me cayó encima un cansancio profundo. Logré tenderme sobre la cama y cubrirme con una manta. No conseguí pensar en lo sucedido. Caí en un sopor cálido. Un murmullo me acunó. «Gracias, Satán», repetía una voz que costó asumir como la mía. Sonreí y me tapé el cuello, en una modorra feliz. Es la última sonrisa que recuerdo. Al otro día llegaron las noticias del incendio que había consumido los galpones del puerto. Dieron cifras de muertos. No le presté atención. Estaba intentando averiguar cómo hacer para bajar del techo sin golpearme. 230


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La música que inspiró este relato: Mr. Crowley - Blizzard of Ozz (Ozzy Osbourne). Juan Pablo Goñi Capurro Escritor y actor argentino, radicado en Olavarría, nacido el 11 de octubre de 1966. Publicó: Soltando la mano, La Verónica Cartonera, España, 2020; El cadáver disfrazado, Just Fiction, 2019; Agosto, Destino y Cabalgata (Colección Breves), 2019; La mano y A la vuelta del bar 2017; Bollos de papel 2016; La puerta de Sierras Bayas, USA 2014. Mercancía sin retorno, La Verónica Cartonera, 2015. Alejandra y Amores, utopías y turbulencias, 2002. Publicaciones en antologías y revistas de Hispanoamérica. Premio Novela Corta La Verónica Cartonera (España), 2019 y 2015. Premio teatro mínimo Rafael Guerrero. Colaborador en Solo novela negra.

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1184 Andrea Arismendi Miraballes

El acordeón marca Victoria resonaba en la memoria reciente. Sogndal, pequeña e invernal, relucía bajo el sol tardío del amanecer de enero. Los días, entre fragmentos de un calor extraño, se hacían unos minutos más largos cada vez. Aun así, reflejaban todavía la terrible angustia del invierno. Terje había soñado toda la noche con una melodía, tal vez un salmo leído en su viejo libro de partituras. La lectura de un libro titulado Orígenes de los Pueblos Noruegos, cuyo autor se le escapaba en sueños, se había instalado en su mente mientras creía haber recorrido las teclas del instrumento con la agilidad característica de quien lo ejecutó desde la infancia. En su recorrido onírico, creyó sostener por momentos una gran espada de hierro. Sintió su peso sobre su cabeza mientras se erguía gritando en una especie de contienda salvaje y luego, su opresión en el pecho al caer en la lucha. El estruendo de la batalla se mezclaba y lo agitaba, como un viento que traía el canto furioso de las ballenas del Ártico, dando coletazos confusos a la flota de Sverre I, el rey noruego que conquistó el trono en mil ciento ochenta y cuatro tal como lo había visto en una gran pintura heroica que figuraba en el libro. Terje despertó con la certeza que había soñado con un episodio de la batalla, la cual daba ambiente a un disco en el que había trabajado con entusiasmo. Era mucho antes del amanecer. Sentía el sudor en su cuerpo y el delirio del sueño pesado sobre su espalda; ya no sabía si era un músico o un guerrero que había soñado ser músico. Se secó la frente y tanteó, dubitativo, a su alrededor, intentando corroborar dónde estaba. En la caótica y oscura vigilia había vuelto a ser el joven acordeonista que hacía pocas horas había interpretado ante un público pequeño una de sus composiciones favoritas, Journey to the End. 235


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En el antiguo nórdico, el nombre de su pueblo significa «Río que busca su camino». Terje se sonrió interiormente recordando un poema medieval, traducido rústicamente a su lengua natal, en el que se habla de los pequeños ríos que buscan el mar, que, a su vez, simboliza la muerte. Se pensó a sí mismo como las aguas agitadas de ese río que comienza a acercarse al mar, peleando contra la corriente, sin saber si quiere volver a su cauce o avanzar. «Tanto para nada», pensó mientras abría una rendija de la ventana de su pequeña habitación para contemplar la oscuridad reinante. El frío se colaba por la penumbra; se sintió un caído siendo arrastrado hacia el centro del caudaloso Glomma, sin esperanza alguna. La angustia del sueño lo dejó rendido físicamente y, a pesar de estar rodeado de instrumentos, partituras y su querida mezcladora, en la que depositaba sus proyectos, quiso estar con sus padres, almorzar con ellos, sentir el cálido abrazo materno. «Es una pesadilla que se va volviendo real». Uno de sus versos le rondaba desde los sueños, una estrofa y ese verso, ese específico verso. Sintió un escalofrío cuando, sumido en sus pensamientos, tuvo conciencia de no recordar el resto de la letra de su propia canción. Paralizado frente a la ventana, entendió la necesidad de ver a sus padres, casi como una despedida presentida. Cuando giraba para ver la habitación, alumbrada escasamente por una lámpara en su mesa de luz, creyó ver una silueta moverse entre las sombras del exterior. Corroboró de inmediato que los pasadores y la tranca estuvieran bien colocados. Los noruegos de un pueblo tan pequeño no suelen atreverse al crimen, pero nunca se sabe. Preparaba el café mientras repasaba mentalmente su canción y se aseguraba de que su mente estaba clara y segura. La noche anterior no había olvidado la letra, pero ahora todo le parecía tan confuso. Tal vez la habría olvidado y no lo sabía, tal vez solo era el cansancio. El eco del viento lejano chocando en el Jostedalsbreen repiqueteaba violentamente por toda la costa. El glaciar más grande de Europa, capaz de poner de cabeza a toda la región y 236


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mandar a cualquier aventurero a la muerte segura. Se preguntó qué habrían sentido los antiguos conquistadores al verse enfrentados a esa maravilla, a ese infierno celestial. Llamó a sus padres y decidió que iría con ellos. No saldrían buses porque siempre estaba la posibilidad de la tormenta de nieve, que el coloso despertara en cualquier momento, pero creyó que en pocas horas a pie llegaría con el tiempo suficiente como para cenar con ellos y quedarse hasta la madrugada mirando películas en el viejo reproductor de VHS. Sus padres, cinéfilos desde la juventud, le habían contagiado el entusiasmo por ver las joyas alemanas del cine de horror y las colecciones de la productora Hammer, de la que preservaban en una biblioteca perfectamente ordenadas no solo las películas, sino las series. También la épica noruega, con sus héroes animosos que conquistaron las gélidas tierras de ese lugar que tiene todo lo que un habitante puede desear, excepto calor. Era la tierra de los que llegaron a Vinland, de los que describieron cómo el Valhalla y el Helheim podían abrirse y juntarse durante la primera aurora boreal. En un bolsillo de su abrigo guardó un Vegvísir troquelado en un trozo de cuero, herencia de su familia que desde niño se había apropiado. Le habían dicho que el símbolo lo protegería y lo ayudaría a no desviarse del camino correcto. Tantas veces había recorrido la misma distancia hasta la casa de campo, pero esta vez, algo lo inquietaba. ¿Por qué había insistido en titular su última obra Likferd y había usado como portada una reproducción de un cuadro en el que se representa un funeral? Ahora, con la sugestión ya instalada por el sueño, la oscuridad del exterior y el frío, se arrepentía. Es una palabra desagradable, un mal presagio. Terje se recuperaba de sus extraños pensamientos ordenando sobre la cama los objetos que llevaría para una travesía de unos pocos kilómetros. Luego de mirarlos un rato, se dio cuenta de que, si quería llegar en breve, debía salir pronto, antes de que la verdadera oscuridad se volviera acechante y peligrosa. Sería 237


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suficiente con su abrigo, aunque era más para las salidas a sus conciertos que uno de los que sirven para aguantar el frío intenso que sube desde las profundidades de los fiordos y asola blanqueando los campos. De pronto, una sombra fugaz se proyectó desde sus espaldas sobre la pared que tenía enfrente. El corazón, congelado por el miedo, le sacudió el cuerpo entero cuando volvió en sí. La habitación estaba vacía, pero el terror se apoderó de él. Guardó su acordeón en el estuche que lo protegería contra la nieve y apurado se vistió como pudo. Llenó un termo con té y con una piola en el pico lo ató a una de las asas del estuche. Cuando salió de su casa, una luz tenue y fría se extendía hasta el horizonte de cielo gris. Llegaría en unas tres horas a destino. Había caminado cinco cuadras cuando notó que en el apuro no se había abrigado lo suficiente. Ni siquiera se había protegido con guantes o una bufanda. En realidad, salió decidido y no quiso regresar. El movimiento lo ayudaría a entrar en calor. No en vano se hacía llamar con el nombre de un guerrero, Valfar, y había bautizado a su banda con uno que honraba su música y su pasión por las historias de su nación: Windir, los Guerreros de Sogndal. Se sonreía, más por intentar concentrarse en ideas que no le resultaran malos augurios. La pequeña ciudad parecía abandonada, aunque se podía ver el humo saliendo de las chimeneas, el silencio y la ausencia de habitantes la tornaban despojada, fea. El invierno siempre le resultaba deprimente y recién estaba en su segundo mes. Caminó por cerca de un kilómetro con los brazos cruzados sobre su pecho. Según su cálculo era catorce de enero, aunque ya poco le parecía nítido en su memoria. Cuando tuvo certeza de que no podía recordar qué día era, un escalofrío le recorrió el cuerpo. Se detuvo al borde de la carretera, dejó por un momento el acordeón a sus pies e intentó asegurarse de que las solapas de su saco le cubrieran bien el cuello y la boca. La cabeza comenzó a dolerle y no conseguía aclimatarse. Su respiración se sentía helada y agitada por el esfuerzo de caminar cargando el instrumento y el temblor 238


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que desde que había salido de su casa lo castigaba, le recorría todos los músculos. Sus vías respiratorias se estaban inflamando por tanto frío. Observó un momento el camino recorrido intentando divisar algún vehículo en la ruta que lo pudiera acercar al menos. Lo más probable era que por la estación del año, ese día y seguramente durante todo el mes, a nadie se le ocurriera salir de viaje, ni siquiera por asuntos laborales. La idea de alejarse un poco del asfalto y atravesar un valle que se abría a su izquierda era muy tentadora. También peligrosa. ¿Qué pasaría si el terreno se volvía inseguro y no llegaba a distinguir la profundidad del suelo bajo la nieve a sus pies? Comenzaba a cansarse. En primavera y en verano reconocía muy bien el terreno y era sencillo atravesarlo. Mientras se acomodaba nuevamente el acordeón en su espalda, miró la botella con té. Era un termo pequeño, lo mejor sería guardar como reserva el contenido por si se demoraba en llegar. Entonces, casi desprendido de sus pensamientos inmediatos, sintió un susurro, una voz leve y lejana que lo invitaba a cruzar el valle. Al principio tuvo la impresión de que era una voz en su mente. Cuando se percató de lo que esa voz decía se dio cuenta de que era un verso extraído de la Piedra de Eggja, escrito en alfabeto futhark, «Los hombres perturbados no vendrán». Mientras pensaba en el verso, percibió algo como un roce en una mejilla a la vez que le pareció ver una silueta difusa a un costado. El miedo lo azotó y cruzó la carretera corriendo, intentando poner en funcionamiento sus agarrotados músculos. Sin quererlo, inconscientemente, ya se hallaba caminando a campo traviesa rumbo hacia el valle, dejando profundas huellas en la nieve. Sus padres le habían dicho que nació bajo el singular signo de la aurora boreal. Durante el trabajo de parto, los cielos se tiñeron de verde y azul mientras que el viento del norte rugía furioso augurando una tormenta. No era época de auroras aún, así que tomaron esa excepción como un mensaje de bienvenida. Un antiguo mito nórdico afirmaba que, durante esas fechas, las puertas 239


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del Valhalla y del Helheim se abrían y permitían a las almas pasar de un mundo a otro. Estaba profundamente sumido es esa idea cuando le pareció escuchar el galope de un caballo. Horrorizado se detuvo a contemplar sus alrededores. Ningún caballo podría, con la cantidad de nieve que estaba depositada sobre el campo, hacer ese golpeteo al trotar. Lamentó profundamente haber tomado la decisión de salir de su casa, pero ya habían pasado cerca de dos horas. Debía seguir su camino y apresurarse para llegar de una vez. Sin notar ningún movimiento, volvió a avanzar agitado, todo lo que la nieve se lo permitía. Escuchó el viento lejano y razonó que debería haber mirado el pronóstico del clima antes de salir. En el horizonte blanco y escarpado, un largo resplandor verde se instalaba, mientras a sus espaldas se iba oscureciendo el paisaje cada vez más. Se dio cuenta de que una tormenta se cernía detrás. Giró su cabeza un par de veces sin detener su marcha, sospechando y temiendo que tal vez la temperatura lo vencería. Se dijo que dejaría su acordeón al pie del primer árbol que alcanzara, así regresaría a buscarlo luego. A la vez, se daba cuenta de que, si lo hacía, sería lo mismo que arrojarlo a la basura, ya que la humedad lo estropearía. De la nada, casi como salida de otro plano, Freyja pasó a su lado montada en un veloz potro que parecía que no tocaba el suelo. Lo miró fijamente y le gritó algo que sonaba como «Encontrarás tu río», un seidr, un hechizo o una maldición antigua, en su dialecto natal. El corazón se le paralizaba a la vez que sus piernas casi no le respondían. Se detuvo un momento, aterrorizado por la visión del horizonte cada vez más verde y la imagen de la diosa espectral que, agitando una enorme lanza, se dirigía hacia ese límite. Vio sombras surgir confusamente y rodearlo. Un anciano sobre un caballo de ocho patas lo golpeó en la espalda con un bastón que luego se convirtió en una lanza y, enseguida, en una venenosa víbora que arrojó a la tierra. El reptil silbó y se diluyó a sus pies, como si fuera de agua. Terje cayó suavemente hacia adelante sobre 240


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la capa de nieve, y cuando intentó levantarse, el peso del acordeón le dificultaba la tarea. Se preguntó, profundamente aterrado, si realmente estaba en presencia del gran Odín, el universal, el más poderoso y cruel de los dioses. Se descolgó el instrumento y vio que ya no era un acordeón lo que cargaba, sino un escudo de madera y metal. Desesperado, ante el episodio increíble, buscó en su bolsillo el viejo Vegvísir, casi como si fuera un talismán que lo devolvería a la realidad. Lo apretó fuerte en su puño y cerró los ojos mientras las lágrimas se le helaban en las mejillas. Pero en ese instante, todo lo que escuchó fue un griterío absurdo, miles de respiraciones a su alrededor y el entrechocar de metales. Abrió los ojos. Una batalla se desarrollaba con una violencia terrible y él, un pobre músico que apenas había cumplido veinticinco años y extrañaba a sus padres, se encontraba en el medio de la contienda. El cielo sobre su cabeza parecía girar entre luces y colores arremolinados que iban del azul al morado. Un hombre gigante y con un yelmo que cubría toda su cabeza, excepto sus ojos, le tiró una pesada espada al pecho que lo hizo desplomarse, a la vez que le gritaba para que reaccionara. Reconoció el amuleto de Sverre I grabado en la frente y en la armadura. A sus costados otros guerreros lo miraban asombrados mientras peleaban. Parecían conocerlo muy bien y no comprender por qué estaba paralizado, sin pelear, arriesgándose a ser asesinado con facilidad. Uno de ellos se le acercó, cubierto de sangre y dejando salir un intenso vapor por sus narinas. Lo tomó por ambos hombros y lo sacudió, como intentando despertarlo de un sueño, llamándolo por su nombre, Valfar. Tenía la cabeza y los brazos totalmente cubiertos por tatuajes con los símbolos que él reconocía de los libros de historia y de los grimorios medievales. Sintió que pasaban horas de batalla. Luchaba dejando caer la pesada espada sobre las cabezas enemigas y gritaba, hundido en la nieve y cubierto de sangre. Por segundos, creía haber soñado que era un joven músico en un mundo que se iba desfigurando y que 241


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tenía la impresión de haber conocido, aunque ya no podía describir. Los delicados sonidos de un instrumento desconocido, la memoria de haber recorrido su forma con la yema de sus dedos, lo acompañaba en la pelea, pero no sabía por qué. Recordó, como de un sueño, haber visto una multitud, mucho más pequeña que la de la batalla, que lo observaba mientras él les cantaba y les hablaba desde un podio. La percibió como una escena ridícula, traída seguramente de algún sueño raro. Cuando el cielo finalmente fue diluyendo sus colores y la batalla había acabado, miró el campo nevado, cubierto de sangre y cadáveres. Se abrazó a sus compañeros de batalla y gritaron eufóricos el nombre de su nuevo rey. Luego, subió por una empinada colina para ver desde arriba el mundo a sus pies. Un escalofrío le recorrió el cuerpo mientras se percató de que una sombra lo acechaba y desapareció de inmediato. Supo, sin dudarlo, que su fin se acercaba. Había soñado durante varias noches difusas palabras que hablaban de un viaje hacia su destino final. Sacó de debajo de uno de sus brazales un trozo de cuero con un símbolo protector, obsequio de su madre, que siempre lo acompañaba en las batallas. Lo estudiaba concentrado cuando una flecha traidora le atravesó el cuello. Dirigió una última mirada muda a sus compañeros y se desplomó desde la cima, sobre la silenciosa nieve. Cuando el cadáver de Terje fue entregado a sus padres con el dictamen del médico forense, muerte por «hipotermia», también les dieron una pesada espada de hierro que encontraron colocada sobre su pecho y habían envuelto en una frazada. No sabían por qué a su hijo se le habría ocurrido cargar con semejante objeto durante su viaje a pie, ni cómo la habría conseguido. En su lápida, tallada en piedra gris, se lee el último verso encontrado en su puño cerrado, escrito en el reverso de un trozo de cuero con un Vegvísir en su anverso: «Finalmente se hundió en el interminable mar».

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La música que inspiró este relato: Windir — 1184, especialmente la canción titulada Journey to the End.

Andrea Arismendi Miraballes (Montevideo, Uruguay). Docente, investigadora literaria y escritora. Ha publicado Detalle de los bosques (2016), Cuando eso acecha (2018), Memoria de una ciudad por donde no pasó la guerra (Francia, 2019) y Guerra (2020). Participó en las antologías Género Oriental (2017), Cuerpo, palabra y creación (2019), Solar Flare – Ovni (2020) y La casa que escribe (España, 2021). Publicó narraciones en revistas como Lento (Uruguay) y Axxon (Argentina), trabajos académicos en Tenso Diagonal y en ediciones universitarias, como 56 años viviendo con Cristina Peri Rossi. En 2020 participó en la recuperación de la obra inédita de la poeta Idea Vilariño, publicada por la Biblioteca Nacional de Uruguay. Durante el año 2020 fue invitada por la UNAM para presentar y homenajear a Idea Vilariño. También participó con la ponencia Construcción, desdoblamiento y fragmentación del Yo en la poesía de Idea Vilariño, invitada por la Universidad Iberoamericana Ciudad de México, en el marco de las VII Jornadas de Literatura Uruguaya, Representaciones de la voz femenina en la literatura uruguaya. En el mes de mayo de 2021 fue invitada como escritora al Primer Festival Internacional de Literatura de Horror en Virginia (USA) y participa junto a Víctor Grippoli representando a Editorial Solaris de Uruguay. Lleva adelante la columna Escrituras al acecho del programa La máquina de pensar (Radio Uruguay) desde el 1 de junio de 2020, en el que presenta mujeres destacadas de la cultura mundial. 243


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Artista invitado: Daniel E. Molina Realizó cursos especiales de historieta y guion con el profesor Oscar Carovini, en la Escuela de Bellas Artes de Córdoba. Cursó estudios de diseño gráfico. Realizó ilustraciones para “La SADE” (Sociedad Argentina de Escritores). Ilustró los libros: Que nadie sepa mi sufrir y Memorias de la docencia. Participa con varias ilustraciones en Líneas de cambio - antología de fantasía heroica hispanoamericana (2019) Editorial Solaris de Uruguay. Sus ilustraciones se encuentran en este volumen en las páginas: Portada secundaria (Metal pesado), 49, 103, 143, 187.

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Ilustraciones y grabados de Víctor Grippoli Diseño de tapa, contratapa (de la edición papel) e ilustración de cubierta con fotomontaje. Sus ilustraciones digitales y fotomontajes se encuentran en este volumen en las páginas: 15, 31, 63, 89, 125, 177, 207, 217, 233, 247. Grabados en madera retocados digitalmente: 73, 163, 197. Selección de relatos y edición: Víctor Grippoli

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CONTENIDO

1 La columna del editor

N.º pág. 3

2 Retrospección

N.º pág. 7

3 Number of the beast

N.º pág. 17

4 Iluminado en la penumbra

N.º pág. 33

5 Azote Satánico

N.º pág. 51

6 Los dedos de Yomi

N.º pág. 65

7 Seek and Destroy

N.º pág. 75

8 Lo que nos pasa por dentro

N.º pág. 91

9 Metalmorfosis

N.º pág. 105

10 Cuidado con lo que deseas

N.º pág. 127

11 Guerra Santa

N.º pág. 145

12 En la oscuridad

N.º pág. 165

13 El principio del mal hecho carne N.º pág. 179 14 Encuentros catatónicos

N.º pág. 189

15 Elodia

N.º pág. 199 249


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16 Blue Mondays

N.º pág. 209

17 Mr. Crowley

N.º pág. 219

18 1184

N.º pág. 235

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COMPRAR ES COLABORAR Ayuda a las editoriales independientes. Puedes comprar este título en papel o cualquier otro de nuestro catálogo en el siguiente enlace: https://victorgrippoli.wixsite.com/editorialsolaris Los libros son de entrega internacional. Se imprimen a pedido por Amazon. Nuestro canal de YouTube: Editorial Solaris de Uruguay PayPal para donaciones y colaborar con las publicaciones en formato físico: puertasdelinfinito@hotmail.com Selección, edición y corrección: Víctor Grippoli Corrección:

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