Líneas de cambio - Antología de fantasía heroica hispanoamericana

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Líneas de cambio

Antología de fantasía heroica hispanoamericana

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Copyright Š 2019 Editorial Solaris de Uruguay Todos los derechos reservados.


DEDICATORIA A los maestros de la fantasĂ­a. Con sus letras y arte nos llevaron a vislumbrar otros mundos.



CONTENIDO La columna de editor.

N.º pág.3

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Las leyendas de Extur — Víctor Grippoli

N.º pág. 7

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Al otro lado — Israel Montalvo

N.º pág. 55

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Ofelia y el cazador — Jesús Guerra Medina

N.º pág. 75

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La canción del colmillo y la garra — Jorge Rubén del Río

N.º pág. 135

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Fuego negro — Lobo Fantasma

N.º pág. 171

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El ciclo del dragón — Poldark Mego

N.º pág. 199

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La rosa equívoca — Juan Pablo Goñi Capurro

N.º pág. 243

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Crónicas de Piedra Mágica — Patricia Olivera

N.º pág. 297




AGRADECIMIENTOS A todos los que enviaron sus textos e ilustraciones. Sin ustedes esto no serĂ­a posible.

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La columna del editor El proyecto de Editorial Solaris nace para llenar ese hueco que encontrábamos aquí en Uruguay. Contadas con los dedos las publicaciones de Ciencia Ficción en nuestras tierras, ni hablar las de fantasía y terror… Como ya muchos saben, editamos dos números de la Revista Líneas de Cambio, en formato digital y en papel para que todos puedan adquirirla. Hay descarga gratuita de la misma así como de nuestra primera antología que fue sobre la ciencia ficción latinoamericana y en la cual participaron escritores de diversos países. También estuvo presente en digital como en físico y ha servido de puente a muchos escritores. También a nosotros mismos, ya que estuvimos presentes con ella y con otros de nuestros productos en la Feria del libro de San José en 2018. Ahora era el turno de algo que hace mucho tiempo quería llevar a cabo. Una antología hispanoamericana de fantasía heroica. No fue fácil. Es un sub género de nicho, más en nuestras tierras del hemisferio sur. Solo en los últimos años ha tenido un resurgimiento gracias a series norteamericanas y publicaciones de escritores anglosajones a nuestra lengua. Desde Tolkien, a Smith, pasando por Moorcock y Robert E. Howard. Podríamos pasar días enumerando maestros de la literatura que han tomado la espada y brujería para que nos adentremos en fantásticos ambientes tanto de lejanos futuros como de fabulosos pasados. En el caso que nos compete quería una selección de relatos largos, el cuento corto y las micro ficciones están muy presentes en las convocatorias actuales. Bueno, entonces iremos con producciones mucho más extensas para diferenciarnos en esta ocasión y permitir un desarrollo profundo, elaborado. Creo que el producto que tienen en su manos cumple las expectativas y es un mojón a tener en cuenta en el camino literario independiente. Una antología hispanoamericana de estilos diversos y que plantea resoluciones, tramas, personajes y situaciones novedosas. Explorar estas páginas para muchos será un deleite. También se incluyeron ilustraciones. Muchas veces debemos haber escuchado que el libro “serio” no debe tener dibujos, por decirlo en una jerga popular. Algo que no tiene sentido alguno, 3


pero se daba una particularidad al trabajar con este género. La fantasía literaria siempre estuvo muy vinculada al arte plástico. Alan Lee por ejemplo ilustró El Señor de los Anillos y previamente a los films fue nuestro pasaje onírico a la Tierra Media. Es un mero ejemplo de muchos, el libro de fantasía convive con la ilustración. Y esta inspira… como ha pasado con la tapa de este libro, en el proceso mismo de su creación dio las bases de algunos personajes del relato con el que participo, fue lo que disparó la inspiración, una de las piedras fundamentales que a veces funcionan como disparadores. No quería una clásica representación en todo el volumen, la tapa carece de medios digitales, es a tintas y acuarelas. Luego hay ilustraciones clásicas que van a ideas arquetipales del género pero también otras que manejan estilos diferentes y no tan realistas. Lamentablemente nos estamos acostumbrando a estilos demasiado estandarizados en los artes de tapas o de imágenes internas. Aquí tratamos de salirnos de lo establecido y hasta de alguna forma volver a una forma de dibujo con un toque “pulp retro”. Ahora los dejo recorrer estos universos lejanos. Sin duda será un viaje del que no se van a arrepentir. Que se desplieguen las velas. Este barco tiene muchas leguas que recorrer. Víctor Grippoli.

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Las leyendas de Extur – El despertar. Víctor Grippoli Las imágenes eran difusas, el caos, las piedras desde el cielo cayendo seguidas por columnas de humo, todo se llenaba del rojo de la sangre, las calles, las paredes… los miembros también llovían luego de cada explosión. Las torres orgullosas se despedazaban ante los proyectiles, los cristales tan fabulosamente trabajados se desplomaban como las lágrimas del rostro de una muchacha abandonada. Algunos dicen que esa batalla decidió el destino del hombre. Las Líneas de Cambio, las cuales recorren el Multiverso y sus múltiples posibilidades así me lo han narrado. Cuando la noche más oscura cayó sobre nuestro mundo, en aquel templo pétreo se cerraron los celestes ojos tan semejantes a los hielos árticos que poseía el fabuloso guerrero llamado Extur. Esta es la leyenda de su nuevo origen, de su pasión, de su sufrimiento y su venganza. Es la historia de las callosas y viriles manos que empuñaron la gloriosa espada Apátrida, siempre sedienta de carne para sesgar. Desesperado, se sintió desesperado apenas despertó, sus ojos escrutaron las sombras evanescentes de aquel templo monumental de dimensiones indiscernibles. Sus paredes estaban llenas de 7


espejos negros que a sus laterales tenían escritos olvidados en una lejana lengua muerta de extraños caracteres. El hercúleo cuerpo desnudo dio unos pasos tambaleantes, poco a poco sus pies tomaron seguridad y los músculos poderosos se fueron activando. De nuevo sentía el calor en su ser. No tenía hambre ni sed todavía pero sentía que había dormido demasiado tiempo en ese sarcófago de piedra que se alzaba erecto en la habitación. Trató de recordar pero toda su vida anterior le fue esquiva. Solo aquellos chispazos de una gran batalla perdida… y su nombre. Un nombre que en el pasado había sido desafiante, orgulloso, que brindaba esperanza a los hombres… Extur. Sí… así se llamaba. Todo el resto era una gran nube imposible de descifrar. Tal vez el tiempo le otorgaría respuestas. Ahora, debía empezar por lo primero. Darse cuenta en donde estaba. Aquel lugar era enorme, en la próxima cámara encontró mobiliario extraño, objetos que escapaban de su comprensión y que no demostraban utilidad alguna. Debían ser cosas creadas por los constructores del complejo. Lo que sí halló útil fue una cota de malla, un par de grebas, dos brazaletes para los antebrazos y un bolso de cuero para llevar pertenencias. A su lado estaba un cinturón, un taparrabos y un pantaloncillo ajustado. Cuando se terminó de vestir se asombró de lo bien que le quedaba esa ropa. ¿Acaso era su vestimenta que lo había estado esperando durante todo el tiempo que durmió?

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Siguió caminando entre las cámaras, en la siguiente el techo se perdía en la inmensidad, sospechó que estaba bajo tierra por la altura de los tragaluces. Debido a ello tal vez nadie lo había hallado. En la otra habitación hizo un descubrimiento sorprendente. Era una sala más pequeña pero bañada por una luz blanquecina que lo llenaba todo. Tanto resplandor le hirió los ojos y colocó su mano como visera para poder ver mejor. Del suelo brotaba una pirámide de punta roma. En ella se hallaba clavada una espada, parecía que se alimentaba de la luz misma. —Apátrida… —brotó de sus labios como un suspiro al ver a la amada. Tomó la hoja que no era demasiado larga, aquella era su espada. No podía saber cómo estaba seguro de ello, aunque no le quedaban dudas. Observó la superficie de la misma, labrada con misteriosos caracteres semejantes a los de las paredes. En los tiempos de otrora, las forjas impolutas de los aliados de la humanidad habían parido aquella espada y estaba convencido que era más que una simple arma. Acto seguido buscó la funda, aquella no podía estar muy lejos. Sobre una mesa de ónice que también manaba luminosidad se hallaba adornada con joyas de los tonos del arcoíris. Enfundó la hoja y se la colocó en la cintura.

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Aquella cámara no tenía salida por lo que volvió sobre sus pasos y sintió un ruido a lo lejos, se encaminó hacia allí, detrás de una esquina había una gigantesca escalera que debía llegar hasta la superficie. Aunque algo estaba en la penumbra. ¿Sería la intrusión de aquello lo que provocó su despertar? La criatura no era humana. Poseía cuatro patas largas rematadas en dedos con uñas. Su hocico era prominente y en él se encontraban sendas hileras de poderosos dientes. No tenía pelo y la piel parecía enferma. Ambos pares de ojos se cruzaron. El enfrentamiento era inevitable. Aquello se arrojó sobre Extur y este desenvainó la hoja que centelló cortando una de las patas delanteras del rival. La sangre espesa salpicó las piedras y el hedor que manaba era insoportable. El guerrero se colocó en pose defensiva tomando su arma con ambas manos. La criatura trazó un círculo pensando su ataque. No parecía sentir dolor, eso era preocupante… abrió las fauces nuevamente y atacó con poderosas dentelladas que pasaron a milímetros de las piernas del hombre. Este saltó sobre ella con agilidad felina, la adrenalina llenó sus venas y los músculos de sus brazos se tensaron alzándose como montañas cuando levantó la hoja que inmediatamente atravesó el cerebro que tenía aquella aberración de la naturaleza. Ya terminada la faena, comenzó a subir y subir. Llegó a la puerta que daba al exterior, estaba agotado. La puerta de roca que protegía el lugar estaba rota. ¿Qué la habría abierto? Sin duda por allí entró la bestia en una desesperada búsqueda de comida. 10


Atravesó el agujero y contempló el paisaje circundante, la planicie desolada se extendía hasta donde alcanzaba la vista, ¿qué rumbo tomar? Era solo elegir al azar y comenzar a caminar. Así lo realizó durante varios días, el agua era escasa y la caza no era mucha. A la noche se hacía difícil hacer un fuego, la madera no era suficiente. De todas maneras, el fresco no le afectaba en demasía. Mientras descansaba sumido en la soledad, observó el cielo estrellado. Las constelaciones no le resultaban del todo conocidas. Algo parecía haber cambiado, no se percataba qué era, de nuevo el cielo fue cruzado por estrellas fugaces y aquello tenía poco de fenómeno natural, le dictaron sus instintos. Al otro día, ya cuando el Sol se marcaba alto en el cenit haciendo que su frente se perlara, la planicie se trasformó en un verde valle. A lo lejos se destacaban las tierras de cultivos y pequeñas edificaciones de barro demostraban la presencia humana. Se acercó sin demostrar hostilidad, dos hombres vestidos muy humildemente lo miraron extrañado. No se acercaron y salieron corriendo a dar la voz. Extur no era una persona sutil, con su porte majestuoso se adentró al centro del pueblo, su cabello naranja brillaba con un fulgor sobrenatural y destacaba entre los tonos negros de los pueblerinos. Una anciana decrépita se acercó a él y le colocó la mano derecha sobre su voluminoso pecho cubierto por la cota.

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—Un guerrero, hace tanto que ninguno pasa por estas latitudes… —Soy Extur. No deseo hacerles daño. Quiero descansar un poco y comer, estoy cansado de esas fibrosas liebres… —Ven conmigo a la cantina —pronunció tranquilizando a la pequeña multitud expectante—. Rebus te dará todo lo que necesites. Imagino que no tienes oro. Serás nuestro invitado. —Muchas gracias, dulce anciana. Aprecio su hospitalidad. Dejando atrás al grupo, se dirigieron al establecimiento que hacía de cantina local. No era el lugar más agraciado, su elementalidad se hacía evidente. La anciana le invitó a sentarse en una rústica silla mientras hablaba secreteando con el gordo cantinero. En una mesa contigua, una muchacha pelirroja vestida con un peto de acero y calzas violáceas jugaba una partida de cartas con un grupo de viejos. Parecía que llevaba las de perder y no dejaba de tomar grandes dosis de cerveza. Rebus, el dueño del establecimiento le acercó una jarra con igual contenido y un buen plato de cordero. La cerveza era abominable y el guerrero sintió que le quemaba las entrañas, la carne era sabrosa pero se preguntó como aquella bella podía tomarla sin caer redonda.

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—Señorita. Al parecer el juego no la favorece. Tal vez sea hora de retirarse. —¿Qué? Oh… otra vez estoy perdiendo. Ya descubriré como me despluman de mi paga estos sátrapas viejos verdes. —Efectuó un movimiento veloz y casi imperceptible, al instante se encontraba sentada con la silla al revés en la mesa de Extur, con la jarra espumosa en su mano. —Soy Extur —dijo el hombre mientras daba otro trago. —Yo Askar, me encargo de la protección de estas tierras. ¿De dónde provienes? La abuela parecía tenerte confianza… raro en ella. —No tengo memoria… desperté en un templo lejano. Hace días que camino y he llegado aquí. Deseo saber la situación de este mundo. Tal vez preso de algún hechizo dormí durante eras. —La fémina abrió sus ojos sorprendida y vació la jarra velozmente. —Debe haber sido obra de los Muslis. Ellos son los amos de la Tierra… —¿Muslis? Cuéntame de ellos. —La tensión llenó el cuerpo del guerrero, algo en su mente se disparó al escuchar ese nombre. —Las leyendas cuentan que los Muslis llegaron de los cielos, tienen poderosas magias, poseen la habilidad de generar criaturas monstruosas y conquistaron a todos los reinos humanos. Nosotros

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vivimos aquí, alejados de ellos, pero vienen a llevarse su tributo de la cosecha. —¿Y tú los proteges de ellos? —Nada puede hacerse ante sus tropas. Mi misión es cuidar el pueblo de humanos errantes. Hay muchos ladrones por aquí. Me gano mi paga dándoles muerte. —¿Dónde puedo hallar a los Muslis? Tal vez sea hora de darles fin. —¿Pero qué dices? Es imposible vencerles. Así ha sido desde hace eras. Ellos mandan, nosotros obedecemos. Es el orden establecido. —Tal vez sea hora de cambiar ese orden. —Su mirada se hizo dura e impenetrable como el acero. La abuela observó a Askar desde lejos y le hizo una seña con sus ojos. —Deberías ver a la sacerdotisa. Tal vez ella pueda aclararte tus dudas. Descansa en mi casa y luego iremos a verla. Te enseñaré donde queda, luego que termines de comer. —Te lo agradezco. Pongámonos en marcha. Más tarde, ya cuando caía la noche, se dirigieron a la edificación más grande del pueblo. La misma tenía una planta circular y techo de paja pintado. Dentro, los inciensos se hicieron

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presentes, las fragancias eran embriagadoras y los fuegos bailarines en los braceros, mantenían el lugar en penumbras. Un grupo de mujeres totalmente vestidas de blanco se acercó a la pareja. Detrás de sus velos se observaba su mirada inquisitiva. Askar estaba impresionada ante la parafernalia mística y los símbolos mágicos que adornaban el lugar. Extur en cambio se mantuvo impávido hasta que se abrió la puerta y custodiada por otro grupo de mujeres armadas con cimitarras, apareció la sacerdotisa. Ínfimas telas blanquecinas cubrían las partes de su escultural cuerpo marmóreo, joyas de oro plagadas de simbología arcana se encontraban en sus muñecas y orejas. El cabello era negro como la noche misma y sus labios de un rojo tan potente que parecía artificial. Colocó la mano sobre el pecho de Extur, tal vez queriendo leer sus intenciones o su pasado. El resto de las mujeres comenzaron una danza a velocidad vertiginosa en donde contorsionaban sus cuerpos. Un grupo de hombres se hizo presente con tambores que golpeaban en una cadencia hipnotizante. —No tienes memoria pero tus intenciones no han sido borradas por las eras. Es imposible leerte en profundidad — pronunció con una voz increíblemente dulce. —Es cierto. Desperté en un templo de piedra, está a unos días de distancia de aquí. Tal vez lo conozcan.

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—Son tierras prohibidas para nosotros. De cuando sucedió la guerra con los Muslis y los reinos humanos se rindieron. Las leyendas dicen que hacían flotar minaretes de piedra y acero, con ellos destruyeron las fortalezas supuestamente inexpugnables de mi pueblo… sentémonos… que traigan vino. Luego quiero estar sola con el guerrero. Les pido que se retiren. Les trajeron la bebida y ellos dos tomaron asiento en unos mullidos almohadones rojos. —¿Por qué los Muslis atacaron? —No son humanos… no se reproducen como nosotros, por lo menos sus hechiceros principales. Es imposible que los derrotes… nadie ha logrado salir vivo de sus dominios. Cada hechicero posee una torre y un Zigurat, algunos viven en las ciudades y otros en los más recónditos lugares de la Tierra. —¿Cuál es tu nombre? Deseo saberlo. —Lyari… yo puedo ver muchas cosas… y he visto que no te detendrás. Tal vez eres el rayo de esperanza para la humanidad. —Es cierto, no me detendré. He despertado en un mundo oprimido. Si quiero encontrarme a mí mismo debo también proseguir con lo que siento y eso es acabar con los enemigos de mi raza.

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—Y yo siento que esta noche no quiero que te alejes de mi… he estado demasiado tiempo sola… rodeada de campesinos que piensan que soy una especie de diosa. —Yo te veo muy humana —le susurró mientras se acercaba a besar su cuello. Luego, alumbrados por la luz del fuego hicieron el amor hasta entrada la madrugada. Extur se despertó escuchando la voz de Askar a lo lejos, algo sucedía. Eran gritos… ¿Acaso alguien estaba atacando? Se levantó y tomó su espada. No tenía tiempo para colocarse la cota de malla. Askar peleaba con su cimitarra contra dos ladrones vestidos con harapos, habían matado a cuatro campesinos que se hallaban en sendos charcos de sangre. Extur desenvainó la hoja que brilló al ser impactada por el Sol. Con un ágil movimiento abrió el cráneo de uno de los contrincantes. El otro, al ver volar los sesos de su amigo, se asustó y puso pies en polvorosa. La guerrera no iba a dejar que eso sucediera, retiró el boomerang con filo de metal de su cintura y lo arrojó con total precisión, haciendo que la nuca del hombre se partiera en dos. Ambos se miraron con la alegría del triunfo… lo que no esperaron fue que un sonido ensordecedor llenara sus oídos. Una torre de piedra y acero disparó un potente rayo rojo e incendió varias casas con sus habitantes dentro. Acto seguido, descendió 17


entre una humareda y disparó de nuevo cuatro ráfagas que sesgaron la vida de niños y adultos por igual. —¿Qué es eso? Tal poder mágico… —¡Extur! ¡Es un minarete! Los Muslis vienen a buscar una pareja para la reproducción… —Maldita sea… la sacerdotisa. Quieren llevársela. No pienso permitirlo. —¡No! Van a matarte… —Si no quieres ir, lo entiendo. Pero yo no voy a quedarme de brazos cruzados. Los soldados Muslis descendieron del minarete, portaban armaduras pesadas y lanzas largas rematadas en poderosos filos labrados. Se podía ver la piel violeta de sus rostros en los resquicios de sus cascos, sus manos no eran humanas y estaban rematadas por poderosas garras, de sus antebrazos surgían varias púas de hueso de número variable según el individuo, capaces de atravesar sin problemas una armadura ligera. En unos minutos las tropas causaron estragos en la aldea, los cultivos tomaron fuego y los jóvenes fueron diezmados sin compasión. Sus entrañas se desparramaron por los suelos tiñendo la tierra de rojo.

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Dos soldados se llevaron a Lyari de los cabellos, ella gritaba pero nada podía hacer contra su poderío. La condujeron velozmente al interior del minarete. Una mujer de exultante belleza se hizo presente, como miembro de los Muslis su color era violeta, de cabello negro y con el torso completamente desnudo. Tapando parte de sus piernas caía con gracia una bella tela naranja semitransparente. En sus ojos semejantes a dos pozos sin fondo solo se hacía presente la maldad. —Mi señora, la sacerdotisa ya está dentro. ¿Partimos? — comunicó un sargento. —No… al parecer tenemos una sorpresa. Alguien que se opone a nosotros. Mira… Extur detuvo el ataque de dos lanceros, con una finta a la derecha quedó libre para hacer un contraataque y romper el arma rival. Con su mano desocupada la tomó en el aire y se clavó en el ojo a uno de ellos dándole muerte. El otro gritó y avanzó en una carga que debía haber supuesto vana. El humano era movido por reflejos enterrados en su mente, reflejos de los entrenamientos más rigurosos y extremos. Cada una de las setenta y cuatro artes marciales del combate humano habitaban en su red neuronal y en sus músculos que se contraían y expandían como fuelles. Ya con la cabeza del rival decapitado se dirigió hacia donde lo contemplaba la fémina.

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—¡Déjala ir ahora! No tienen ningún derecho de venir y hacer esto. —¿Y quién lo dice? Nosotros hemos conquistado todo lo que se extiende hasta el horizonte. Tú eres solo otro simple humano. No eres nada. —Yo soy Extur. Soy un humano, uno simple como dices. Eso me basta y me sobra para acabarte. —Yo soy Nidama. Es un placer, mi querido Extur. Ahora te pondré a prueba… —alzó sus manos generando una esfera anaranjada, acto seguido, un ser gigantesco y compuesto de hielo que poseía una altura de tres metros, se hizo presente. Aquella cosa no parecía ser inteligente aunque con su fuerza bruta y la gran maza de piedra que tenía en su mano era un más que digno rival. Aquella bestia bramó y golpeó, Extur pudo evitar el poderoso impacto que dejó un hueco en el suelo. Luego atacó a su pierna pero la hoja rebotó en la dura capa de hielo pétreo. De nuevo alzó la maza para atacar, el hombre comenzó a moverse en zigzag con la rapidez de una pantera, el segundo embate también fue infructífero. El hombre sabía que no podía estar todo el día evitando los golpes. Tarde o temprano uno le abriría el cráneo. El resto de los soldados ya había subido al minarete. Solo Nidama y el sargento observaban extasiados desde la plataforma de acero. Debía buscar un punto débil… y debía ser rápido. 20


Un nuevo embate de la maza cortó el aire, esta vez sin pensarlo, Extur usó su espada para detenerlo. Una hoja estándar se hubiera partido en mil pedazos al impactar con el hielo. Esa no era una espada común… la maza se partió en varias secciones. La cosa congelada se detuvo unos instantes, sorprendida ante lo acaecido. El guerrero observó el pecho del rival con atención. Un pequeño círculo sobresalía del mismo entre sus pectorales. ¿Acaso ese punto de unión era lo que buscaba? ¿Pero cómo llegar al mismo? No sería una tarea fácil. —¡Extur! ¡Toma! —Un boomerang giraba una y otra vez sobre sí mismo y hacia su dirección. Alzó la mano y lo tomó en pleno vuelo. La chica no lo había abandonado. —Askar, mantente alejada. Nada puedes contra esta criatura pero con tu arma en mis manos ya es historia. ¡Muslis, miren esto! La criatura salió de su ensueño momentáneo y uniendo ambas manos volvió a atacar enceguecida, dejando pozos en la tierra con cada impacto. Extur saltó y se elevó en el aire. Apuntó con cuidado y arrojó el boomerang. El mismo no tardó en partir el centro de hielo en el pecho de la criatura y la misma, luego de proferir un horrendo grito, cayó muerta sobre el verdor y las flores circundantes. —Felicitaciones, gran guerrero. Has matado a una de mis bestias. Desde la guerra que no veía tal hazaña. Te estaré

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esperando en el Zigurat. Mientras, vamos a divertirnos mucho con tu sacerdotisa. Luego de decir aquello, Nidama entró al minarete y este alzó vuelo sobre una columna de fuego y humo. —El Zigurat… juro que voy a hallarlos y será este acto pérfido, el llevarte a mi amada, lo último que hagas… —¡Extur! Ven… —pronunció Askar. La abuela de esta yacía entre los brazos de la joven. Su pecho estaba abierto y ya la sangre no brotaba más. Los dioses se la habían llevado junto con casi a todos los habitantes de la aldea. Poco a poco los sobrevivientes salieron de sus escondites y los rodearon a ambos. —Askar… llora todo lo que tengas que llorar… luego enterraremos dignamente a todos los muertos. Pero necesito saber si sabes dónde está ese Zigurat y si me acompañarás. —No lo dudes ni por un instante. Iré contigo. Me he hartado de esta vida de vejámenes. Más allá de la ciudad está el Zigurat del brujo, ahí deben dirigirse… —le contestó entre lágrimas. —Bien… tenemos mucho por hacer. Extur volvió a la gran choza donde había pasado la noche con la sacerdotisa. Se había consumido por el fuego en buena medida, la cota de malla todavía estaba en buenas condiciones, también encontró entre las pertenencias de la mujer, una banda de acero 22


para la cabeza con dos alas adornadas con bellísimas plumas. No era una prenda femenina, debía haber pertenecido a algún soldado humano de la antigüedad. Probablemente la habría hallado entre las ruinas de algún vetusto templo. En honor a ella la llevaría hasta hallarla. Terminaron al otro día de cavar las tumbas y celebrar los ritos fúnebres. Algunos habitantes se irían a otros pueblos y otros decidieron comenzar de nuevo en ese lugar. Era la historia común de los humanos, ser explotados por sus amos mágicos. Lo sucedido no era la excepción a la regla. Era pan de cada día. Askar

llenó

las

mochilas

con

comida

y

bebida,

lamentablemente no quedaban monturas vivas luego de la batalla. Tendrían que partir a pie. Eso no molestó a Extur, que poseía una constancia hercúlea para tal empresa. Atrás quedó el pequeño pueblo y las tierras cultivables. Con el trascurrir de los días la tierra fue volviéndose más árida y los cursos de agua escasos. Estaban acalorados ya que las temperaturas rondaban lo insoportable, en especial para una marcha tan larga. Varios animales extraños estaban inmersos en el medio ambiente cotidiano pero Extur no los reconocía. Un zorro del desierto, de dientes inmensos y manchas rojas se hizo presente y los observó. Aunque eso no era lo más extraño, algunos insectos mostraban un aspecto que parecía fruto de las artes oscuras.

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—¿A qué se debe este cambio en la fauna? He perdido mis memorias aunque no por eso deduzco que no son normales. —Son animales de los Muslis. Ellos los han incorporado, por placer o para la caza… tal vez para que estas tierras conquistadas les recuerden un poco más a su hogar. Hay monstruos mucho más grandes y temibles que la bestia de hielo que venciste… los he visto en mis viajes al sur y deseo no volver a hacerlo. Dejaron las tierras arenosas detrás luego de una noche donde su carpa casi vuela por el viento excesivo del lugar. A la mañana tuvieron que desviarse de la ruta para evitar las ráfagas. De nuevo el paisaje circundante cambió. Estaban en un valle tupido de extrañas plantas semejantes a cactus. La luz del Sol casi no se filtraba entre la maraña vegetal. —Extur… puedo jurar que he visto moverse a varias de estas cosas. Son vegetales de los Muslis… algunos dicen que los destilan como afrodisíacos. —Sus usos no me interesan en este preciso momento… lo que sí veo es que hemos perdido la salida. Definitivamente se mueven y poseen alguna inteligencia. No se te ocurra atacarlas. Dudo que salgamos con vida. —Nos están conduciendo a algún lugar… abren un camino. ¿A dónde llevará?

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—Sin duda hacia algo maldito. Nada bueno puede salir de esto. Estate lista —le dijo desenvainando su inmaculada hoja labrada. Luego de caminar cerca de una hora, las plantas los llevaron a la entrada de una ciudad ciclópea y ruinosa. Por las formas altas de los edificios, era obra de la humanidad. Alguna urbe anterior a la guerra que ahora no era más que un recordatorio del viejo poder perdido. Los cráneos pululaban por las calles, aquellos pobres debían de haber querido escapar de algo sin éxito alguno… Extur agudizó su vista… entre las sombras podía ver la forma alargada de un ser vegetal con púas. Aquellas abominaciones no eran para afrodisiacos y debían de poseer una inteligencia casi humana. Sus movimientos coordinados lo demostraban. —Askar, nos siguen hombres cactus… ¿Ya habías estado antes por esta zona? —No… cuando viajé no me encontré con estos vientos que nos desviaron. Tampoco sabía que nuestros enemigos poseían plantas pensantes… —Todo parece indicar su deseo de querer que sigamos hacia aquel estadio cerrado, las otras calles están bloqueadas por los derrumbes de las construcciones… nuestro destino no está en las mejores condiciones pero ha soportado con estoicismo el paso del tiempo. Apenas vislumbro una rajadura central en su cúpula. 25


—Es una trampa… ya siento que me miran y desean cocinarnos. Podrían habernos matado los hombres cactus… no lo entiendo. —Tal vez no coman carne, al fin y al cabo son plantas. En el estadio debe haber algo que aprecie más nuestro exquisito sabor. Luego de un rato llegaron a su destino. Encontraron un boquete y penetraron en el oscuro ambiente. Por aquellos pasillos apenas se veía y seguían encontrando a cada paso cadáveres que llevaban siglos descompuestos. Llegaron a una cámara con dos escaleras de boca ancha, tal vez unos doce metros, subieron por ellas y se encontraron con un exquisito corredor con techo de arcos donde la luz penetraba por ventanales circulares. Los laterales del mismo estaban adornados con hermosas estatuas antropomórficas en mármol. Mientras contemplaban tal belleza, sintieron un grito a lo lejos. Parecía provenir de muy cerca. Ambos comenzaron a correr en silencio, tal vez un gran peligro los esperaba a la vuelta de la esquina. El corredor terminaba abruptamente en un gigantesco pozo que daba a otra cámara de más de quinientos metros cuadrados. Un hombre de manto marrón con bellos dibujos amarillos, se encontraba adherido a una pegajosa sustancia, en su mano llevaba un báculo rematado en una joya de grandes proporciones, la misma

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estaba cubierta por la sustancia blanquecina anulando su mágico poder. —¡Ayuda! Salgan de detrás de esas rocas y libérenme. ¡Puedo verlos! El gusano va a devorarme y darme de alimento a sus hijos, los hombres cactus. ¡Ya casi no hay tiempo! —Extur… su vestimenta… un mago… ¡Puede ser de vital ayuda en nuestra empresa! —Maldita sea, esto no me gusta. Con esa capucha no puedo ver su rostro. Bajemos y salvémosle. Si no es honesto le daremos muerte. Ambos descendieron por la montaña de trozos de piedra y comenzaron a aproximarse al rehén, en ese instante se hizo presente el gusano. Su tono de piel era del mismo verde que sus hijos, los hombres cactus. Medía unos ocho metros de largo, carecía de ojos y en su circular boca aparecieron cientos de dientes largos, babeantes y afilados como navajas. Aquel ser de carne era capaz de parir seres vegetales. ¿Cuáles eran los alcances de la magia Muslis? La boca del gusano trató de alcanzar la carne del guerrero con una dentellada, de un salto, Extur se arrojó lejos pudiendo evitarla. En sus fosas nasales se introdujo el hedor nauseabundo que expelía aquella criatura reptante. Askar arrojó su boomerang y este le produjo un corte en el lomo, se escuchó un grito desgarrador al ser

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provocada la herida. Enseguida entraron a la cámara una docena de hombres cactus que lanzaron sus púas para darles muerte. Los reflejos se activaron en el cuerpo del hombre, levantó su espada y la colocó cerca de su rostro, algo se activaba en las letras arcanas grabadas en su superficie. Las púas fueron atraídas como las virutas de hierro al imán. Luego volvieron hacia los atacantes y estos murieron en una lluvia mortal, haciendo que su sangre verdosa se extendiera por sobre las losas de piedra. Ante la muerte de sus hijos, el gusano volvió a gritar llamando ayuda, enseguida se movió a más velocidad para devorar al hechicero. Extur no le dio oportunidad y corrió desesperado. Con un nuevo salto subió a su lomo, le era difícil mantenerse sobre el mismo, aquella bestia estaba húmeda… antes de salir despedido clavó la espada donde tendría que estar el cerebro, la sangre salió volando hacia arriba y le salpicó. Luego de unos instantes el gusano se retorció y cayó muerto. Él descendió del mismo luego de retirar la espada. —Parece que hemos acabado con él… —¡Guerrero! ¡No! Date vuelta, las criaturas agusanadas casi siempre tienen un jinete —gritó el mago a plena voz. La piel verde comenzó a rajarse y de la herida repugnante comenzó a salir algo con vestigios de la forma femenina, aunque en vez de piernas poseía cuatro extremidades con dejos de insecto. Su piel era violácea como la de los Muslis aunque era claro que no 28


pertenecía a ellos. En la nuca calva llevaba una trenza de pelo que actuaba como conector nervioso y le permitía apoderarse del cuerpo de los gusanos y controlarlos desde dentro. —¡Malditos sean! ¡Nadie escapará de mi guarida! —Acto seguido desenfundó una espada larga y comenzó a aproximarse. Askar corrió hacia ella con su cimitarra y cruzaron filos con exquisitas técnicas, luego comenzó a verse superada y la controladora de mentes la alejó con un golpe de puño en pleno rostro que la dejo inconsciente. —¡Askar! Tengo una idea… voy en tu ayuda —gritó sin ser escuchado por ella. Extur cortó las ataduras del hechicero comprobando lo que temía, de todas formas no podía ceder ahora, necesitaba rescatar a su amiga con premura y esta era la única manera. El mago se encontró libre de nuevo y entendió lo que debía hacer. Con su báculo ahora limpio, tocó la espada del humano y la cargó con su arcano poder. La controladora disparó una masa de luz blanca cargada de poder eléctrico que no llegó a destino. Ahora el mago estaba a tope y la absorbió con su gema. Luego, las llamas de fuego brotaron con estrépito sonoro y envolvieron con sus lenguas de luz a aquella cosa del averno entre chillidos agudos de muerte… desde los huecos oscuros, los hombres cactus observaban todo y al darse

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cuenta que fueron engañados por una dominadora se retiraron dejándolos en paz. Extur ayudó a que Askar tomara pie, ambos ahora observaron el rostro del mago sin la capucha que lo envolvía en el anonimato. Era un Muslis. —Dame una razón para que no te mate aquí mismo… eres uno de ellos. —Es cierto, salvador mío. Lo soy. Y también soy el que ayudó a que volvieras a estar en esta tierra. Ahora salgamos de aquí, ya cae la noche y volverá a ser inseguro. Después hablaremos de todo esto. Atrás dejaron el estadio y la ciudad maldita. Cuando se sintieron seguros y ya las sombras de la noche se desplegaron, encendieron una fogata y comieron un poco de carne seca. Extur ya no quería seguir esperando y su rostro se tornó serio dándole la señal al mago para que empezara a hablar. —Mi nombre es Yurok, soy un ex miembro de la secta de los hechiceros, uno de los once magos de la casta principal. Nuestra tierra comenzó a sentir los signos de la vejez, ya no producía carne ni cosechas. Comenzó el proceso de buscar un nuevo hogar, en aquella época, Nidama se volvió nuestra líder. Venciendo a los más poderosos hechiceros se hizo con el dominio absoluto. Nuestra magia nunca fue luminosa, aunque ahora bajo su égida, se hicieron

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pactos con bestias que venían de más allá de la oscuridad. Extur… ¿recuerdas lo que son los planetas? —Otras bolas de tierra como esta y que flotan por el espacio… se los conoce como los errantes por el movimiento hacia atrás que hacen

en

determinado

momento

durante

su

observación

prolongada… eso viene a mi mente… Y a Nidama ya tuve el gusto infinito de conocerla… —¿Qué? ¿Otros lugares como la Tierra? Eso es imposible, no te creo nada —acotó Askar. —Mi raza, los Musli As Kadar. Provenimos de un planeta lejano que ya no existe. Este lugar no fue nuestra primera opción. No somos politeístas como ustedes, Nidama decía que escuchaba la voz de nuestro único dios y este nos pedía dominar la entrada a una dimensión mágica, para ello nos dirigimos a un mundo lejano donde se observaba esa puerta… el ojo de Hiperión… a esa batalla la perdimos. Las arcas de viaje estaban funcionando mal luego de tal guerra por el espacio. Entonces decidimos venir aquí y apropiarnos de todo mientras re armábamos nuestras tropas. Ahí fue cuando sucedió la gran caída de la humanidad. Pasaron los siglos y yo me enamoré de una humana. Nuestro vínculo iba mucho más allá de lo reproductivo, no podía hacerlo con los de mi especie… Nidama lo vio con malos ojos… —Cuéntame sobre la reproducción. Alguien querido para mí fue raptado para esos menesteres.

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—Ya antes que nuestro mundo comenzara a pudrirse, perdimos la capacidad de reproducirnos entre nosotros, los magos. Debíamos hibridarnos con otras razas. El pueblo llano ignoraba muchas cosas estando alejados de la magia y a veces podían dar a luz. Como decía, Nidama envió a uno de los grandes magos a matar a mi mujer. Pero antes se la llevó y le hicieron cosas horribles. Yo luché contra ellos y fui exiliado… vagué mucho tiempo por toda la Tierra, hasta que descubrí la leyenda de un guerrero que dormía desde la guerra en un templo de piedra. Usé a una bestia para que rompiera la puerta sellada con magia y comencé a seguirte desde la oscuridad. Sin saber muy bien cómo presentarme, ya que temía que me reconocieras como uno de tus viejos enemigos. Quiero que me ayudes a revivir a mi bella amada. Mira… la gema que tengo en mi poder utiliza un hechizo de necromancia capaz de traer su alma desde el más allá… si no ha vuelto a re encarnarse. Y sé que mis enemigos no han permitido su pasaje hacia el otro lado, gozan cada noche con su pena… yo te ayudaré con mi conocimiento en tu viaje ya que son similares nuestros propósitos. —Pero… ¿Qué soy yo? No entiendo… —Uno de los grandes guerreros del pasado. Los humanos poseían a los más grandes campeones de la guerra… vencerlos fue la tarea más dura que hemos enfrentado. Yo no te conozco de antes pero tal vez los otros magos sí. Con la tortura podrías hacerlos hablar. 32


—El Zigurat. Ahí está ella… ¿Sabes un camino para llegar? —No pensarán que tomaremos la ruta de Aslobos. Atravesaremos la ciudad y llegaremos a las montañas donde se encuentran. ¿Podremos trabajar como un equipo? —Voy a matar a todos los magos y a tu reina. Este planeta será liberado. —Y yo te ayudaré en ello. El pueblo de los Muslis no es malo por naturaleza, nuestros pervertidos dirigentes han llevado a nuestra especie por el camino del odio y las artes negras. —Y tú eras uno de ellos. Fuiste parte del asesinato, los pactos oscuros y una guerra entre las estrellas… —Sí… maté a millones, conquisté planetas enteros hasta encontrar la redención en los brazos de una humana que nada sabía de magia y guerras. De esa forma llegué a la liberación. —Siento que dices la verdad. Te ayudaremos. A la mañana partimos hacia la ciudad. Ardo en deseos de ver lo que nos depara. Y así volvieron los días de intensas caminatas por las desoladas planicies verdes. El trío atravesó las inmensidades intercambiando experiencias de vida y las rispideces entre ellos se fueron limando poco a poco. Luego de una semana de viaje hacia el sur y después al este, encontraron una pequeña aldea de humanos que les vendieron tres camellos de porte normal. Había sido un buen negocio ya que también consiguieron telas para 33


cubrirse la cabeza y el cuerpo, cuando un nuevo paisaje desértico se abrió paso ante ellos y que al parecer no tenía fin. Entre las arenas cada tanto surgían extraños peces de color amarillento y el mago explicó que a pesar de ser deliciosos eran de extrema peligrosidad y difícil su caza. En el mundo natal de los Muslis, los reyes se atrevían con ellos para demostrarse dignos de gobernar. Un día, cerca del mediodía, vislumbraron que el desierto era atravesado por un río muy ancho, a sus riveras se extendían amplias franjas verdes habitadas. Las casas de adobe pintadas con bellos colores eran moneda corriente. —Extur. Estamos por buen camino, la ciudad está muy cerca. Si tomamos un barco y seguimos el rio, en un par de días estaremos en Aslobos. Nosotros tenemos muy buenas relaciones con su rey. Verás que mantiene una cierta independencia gracias a los tributos en doncellas que nos otorgan. Una práctica abominable sin duda pero los Far-Atón protege a su pueblo de esa forma. —¿Conoces a ese rey? No se ha rebelado contra el despotismo… —Entiende que han pasado muchos siglos. Ha seguido el legado de sus padres y abuelos. —Por ahora le daré el beneficio de la duda y en caso contrario probará el filo de mi espada.

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Cuando llegaron al pequeño pueblo, compraron con las monedas del mago los boletos para el barco que partía hacia la ciudad. La embarcación tenía una gran vela latina triangular y estaba pilotada por valerosos marineros que sabían muy bien la ruta. Desde la cubierta pudieron observar a embarcaciones pequeñas que atacaban a los cocodrilos que pululaban por la zona con grandes lanzas. Se generaba en esta zona del mundo la sensación de una libertad vigilada. Se podría decir que los habitantes eran felices, muy lejana la sensación a la vivida en el pueblo de Askar, donde el temor parecía llenarlo todo. Sentado en la mesa exterior del barco, Extur se dedicaba a terminar una botella de delicioso vino, el vaso de cerámica se llenaba y se vaciaba con velocidad. —Yurok, en el campo sentía una sensación de opresión…. —Sí… es normal que las brigadas capturen muchachas en abundancia de los pueblos pequeños. De esa forma los Muslis se han ganado el apoyo de las ciudades grandes y estas cada año dan tributos pero escasos. Probablemente de bellas mujeres, pero provenientes de los estratos más bajos de la sociedad. Claro que antes son higienizadas y cultivadas en todas las artes del amor y la cultura por los maestros de ceremonias humanos. —Me da vuelta el estómago lo que dices… aberrantes costumbres de gente decadente… 35


La ciudad de Aslobos se alzó ante ellos bajo la luz del astro rey, infinidad de templos se encontraban a las márgenes del río. Inmensas avenidas y centenares de callejuelas con miles de tiendas con toldos de rojos colores. A diestra y siniestra se escuchaban conversaciones, gritos, regateos, peleas y debates. El grupo avanzó hasta encontrarse en una avenida con grandes esfinges de piedra. Los abordaron mercaderes con fastuosas telas para vender, ellos los evitaron cortésmente. Llegaron luego a una plaza donde se vendían esclavos negros que se hallaban semidesnudos y por los cuales los potentados ofrecían cifras diversas para comprarlos. El guerrero se detuvo y observó la situación por un instante. —Es increíble como una raza esclavizada se atreve a vender a sus propios miembros… —Es por aquí. Debemos llegar al palacio —le contestó Yurok sacándolo de sus cavilaciones. Las estatuas de Anubis y Osiris, de dos docenas de metros de altura, bordeaban el palacio central. Los guardias los detuvieron pero ante un gesto del mago corrieron sus espadas y los dejaron ingresar. La visión de los jardines y las fuentes de aguas espejadas les devolvió el buen ánimo. Las cortesanas eran perseguidas por los hombres de la nobleza en un juego sexual. Las costumbres se habían tornado muy liberales y no había fronteras.

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Ya dentro del espacioso palacio plagado de escrituras en las paredes, observaron a las damas felatrices practicando sexo oral a los hombres. Como en el antiguo Egipto, la felación eran un arte refinado digno de estudio. Otros muchachos acostados en almohadones dorados, introducían consoladores de hueso de cachalote en las mojadas vulvas de las damas desnudas que gemían sin cesar. Mientras atravesaban la estancia, el placer y el ocio se hicieron presentes y los llenaron de deseo. No era el momento de pensar en esos menesteres. Askar, que provenía de tierras lejanas y nunca había visto tales costumbres, se sonrojó ante la estatua de Amón. A lo lejos se veía la imagen de Akenatón el Grande, sentado en su trono y portando doble corona, a su lado estaba desnuda su hermana y esposa. La mujer se levantó de su trono y levantó el faldín de su marido para luego ser penetrada por su miembro erecto. Empezaron a acompasar su ritmo y luego ella llegó a un sonoro grito de placer al sentir el semen del dios en la tierra que se esparcía en sus entrañas. Un muchacho les acercó frondosas copas de vino, Yurok ya era conocido de la casa y más de una vez, luego de perder a su amada, se había entregado a las orgías numerosísimas que eran costumbre del pueblo. El trío se dedicó a mojar su garganta y deleitarse en la armonía de los broncíneos cuerpos en movimientos sincronizados.

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Akenatón los vio y llamó a sus sirvientes para que acercaran tres sillas, con un gesto los invitó a acercarse. El bello joven emperador, de delineada figura, con no más de treinta años, emanaba voluptuosidad. La emperatriz, versada en las artes del amor, era de tal belleza que jamás se podría dudar que la diversidad de dioses los había elegido a ambos. —Yurok, es un gusto verte en mis tierras. Has venido con una muy interesante compañía. Un guerrero de gran porte y una dama de armas tomar que es una delicia, tan diferente a los morenos cuerpos a mi cargo. —Mi rey amado, bella regente que iluminas con tu luz bajo la luna, ella es Askar, combativa fémina del norte, donde son las pieles como el elixir de las vacas. Este hombre altivo e indestructible es Extur. Maneja la espada con tal certeza que sus enemigos tiemblan. —Por lo que veo, esta vez no vienes a gozar de los placeres de mi reino. ¿En qué puedo ayudarte? —Deseamos entrar por las catacumbas de la urbe para poder acceder al Zigurat. Tenemos una causa justa que defender y no podemos detenernos ante nada —dijo con una reverencia pronunciada. —Puede entenderse como traición lo que pides… te debo mucho… es cierto, pero debo pensarlo. Las consecuencias pueden ser nefastas. 38


—Te lo ruego, mi joven soberano. El destino de las dos razas está en tus manos. Con este grupo triunfaremos en nuestra épica misión. —Espera a la caída del Sol, astro que comanda y guía. Entonces se abrirá el destino que te aguarda. Pasaron varias horas donde descansaron y bebieron varias copas. Luego, dos sirvientes les trajeron provisiones y los condujeron por sinuosas escaleras hasta una puerta gigantesca con rejas. —Hasta aquí los guiaremos. La red de túneles hasta el Zigurat empieza en este punto —dijo uno de ellos. Sin esperar respuesta se retiraron como si temieran algo. —Extur… ¿Cómo sabemos que el rey no nos traicionará? Esto no me da buena espina… —Querida mía, no tenemos certeza alguna, una aproximación directa a la fortaleza enemiga será casi un suicidio asegurado. Esta es nuestra mejor opción. De todas formas no me agrada confiar en un tercero… Abrieron la puerta y se adentraron en los túneles estrechos, tomaron antorchas que descansaban en las paredes de piedra y las encendieron, ahora podían ver un poco más entre la oscuridad imperante. Yurok estaba seguro que debían seguir el serpenteante

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camino hacia el norte. Cada tanto observaba su brújula y decidía cual encrucijada tomar. Bajo tierra, la perspectiva del tiempo se hizo diferente. Las horas parecían estirarse… luego de un par de las mismas parecía que llevaban días en aquel lugar maldito. —Vamos bien, a estas alturas ya debemos haber dejado la ciudad atrás. Nos tomaremos un descanso y luego seguiremos — comunicó el mago. Se turnaron para dormir y cuando sintieron repuestas las fuerzas continuaron con su avance. Llegaron a una cámara con grandes arcadas y estatuas. Se hizo presente una niebla espesa de color verde. No era una buena señal. —¡Estamos rodeados! —gritó la mujer. Aquellas cosas no estaban vivas… llevaban mucho tiempo muertas. Eran obra de las más terribles nigromancias, poseían aquellos soldados ataviados con armaduras y espadas una agilidad pocas veces vista. Todavía quedaba restos de carne en sus cuerpos esqueléticos y en sus ojos brillaba un tinte anaranjado fruto del poder del averno. Los muertos resucitados no tardaron en abalanzarse sobre ellos, queriendo terminar con sus vidas. Yurok les disparó llamas de fuego y pudo terminar con dos. Otro se le acercó por la retaguardia y Askar le cortó la cabeza con su boomerang. —Gracias… eso estuvo cerca. 40


—No hay de qué. Sigue disparando ese fuego que viene otra oleada. Luego acabó con tres de ellos con certeros golpes de cimitarra y de nuevo lanzó el boomerang terminando con dos enemigos más. Las llamas de nuevo surgieron del báculo y la ayudaron con los rivales que estaban enfrente. Estaba claro que era una trampa… Akenatón los había vendido… Extur desenfundó su espada mágica y con fintas gráciles sesgó la existencia de media docena de aquellos monstruos. Cuando se tomó un respiro, surgió de las sombras un gigantesco guerrero nubio que superaba los dos metros de altura, debía llevar poco tiempo muerto ya que la carne agusanada lucía bastante nueva. Poseía una cimitarra de descomunales proporciones y con un impacto directo le destrozó la cota de malla. Extur, ahora a torso desnudo, no se dejó amilanar y con un golpe corto rebanó el tórax de aquel ser, dejando su corazón al descubierto. Luego hundió la hoja en el mismo como si fuera una estaca. En ese instante, detrás de él cayeron grandes rejas, dejándolo aislado de sus amigos. La niebla se intensificó y los muertos vivientes lo rodearon. Una hermosa mujer violeta, con sus exuberantes pechos desnudos y sus dedos terminados en garras, se hizo presente. 41


—¡Nidama! Maldita bruja, voy a terminar contigo. —Extur, es un placer volver a verte. Hubieras tenido más posibilidades atacándome directamente. Akenatón te ha vendido como a un perro. Todos van a pagar por eso. Generó una esfera de energía naranja en su mano y la bola golpeó en el pecho al guerrero. Luego todo fue oscuridad… Abrió los ojos sin saber cuánto tiempo había estado inconsciente. Estaba encadenado con los brazos extendidos. Sobre un altar de piedra descansaba su espada, Nidama sonreía y a su lado se encontraba un anciano Muslis, ataviado con un manto roñoso y burdo. —Te presento a Absol, uno de los grandes magos y señor de este Zigurat. Estamos en la cámara central, mira la gloria de estos frisos y columnas. Mira la cámara de reproducción… necesitaba que Absol tuviera hijos de nuevo, hasta nosotros envejecemos con el paso de los siglos. Voy a torturarte mientras observas a tu amada siendo penetrada por el mega reproductor. ¡Será una delicia! — vomitó Nidama con sarcasmo. Absol se acercó portando extrañas herramientas en sus manos. Con ellas generó contacto con los músculos del héroe y este gritó de forma horripilante hasta sentir que las fuerzas lo dejaban y se encontraba al borde de la muerte. Pero esto no era así… no… la tortura de los Muslis no provocaba la muerte tan fácilmente, estaba pensada para las más horrorosas de las agonías. 42


—Observa a Lyari, fiero Extur…. —dijo el viejo mientras sonreía y de nuevo aplicaba sus herramientas en la joven carne masculina y sudorosa. La bella estaba desnuda y se encontraba en una cornisa ubicada en la parte central de una columna a varios metros de altura, forcejeaba tratando de escaparse de sus cadenas en un acto infructuoso. De nuevo, algo surgió de las sombras, era una esfera verde y repugnante, poseedora de grandes tentáculos y carente de todo otro órgano. Poco a poco, se fue acercando a la mujer y mientras esta gritaba espantada, comenzó a subir por la columna. —¡Extur!

¡Ayúdame,

no

quiero

que

me

viole

esta

monstruosidad! —¡Lyari… voy a ir por ti…! ¡Espérame! —gritó entre lágrimas. La cosa siguió subiendo e introdujo uno de sus tentáculos en la vagina de la mujer, el esperma alienígeno la llenó y acto seguido, la bestia esférica cayó al suelo esperando el parto. Inmediatamente comenzó a hincharse el vientre de la fémina, como si ya estuviera a punto de dar a luz. Comenzó a dilatarse y cayeron varios huevos de aspecto violáceo. —Ahora comenzará todo de nuevo… una y otra vez… una y otra vez… hasta que ella reviente y ya no me sea útil. Será la madre de mis hijos, los que reinen en la Tierra. Y mientras, seguiré torturándote, entonces ya habremos hallado a tus amigos… 43


incluyendo a ese perro traidor de Yurok, los mataré delante de ti y cuando me pidas que termine tu vida… voy a negártelo. Vas a vivir mucho tiempo en este lugar. —Han sembrado su propia destrucción, no son más que seres malditos. Hasta su propio pueblo es basura para ustedes. Voy a liberar a ambos, a terrestres y Muslis. ¡No voy a terminar aquí! Nidama se acercó y le tomó la cabeza por la mandíbula. —Lo dice alguien que ni siquiera es humano, algo que no nació de hembra… cuando vinimos a este mundo, los humanos usaban la tecnología. Poseían poderosas máquinas. Algo que no debes entender… esas máquinas se conectaban unas a otras y generaban una red de información global, con el tiempo cobró inteligencia y ayudó a la humanidad contra nosotros. Recuerdo esos nombres… algunos la llamaban… Internet… esa red usó el ADN humano para crear a un grupo de guerreros perfectos, a cada uno de ellos les dio una espada con nano máquinas y poseedora del poder cuántico. En los cuerpos de esos guerreros introdujo parte de su memoria… eso eres, Extur. Tienes el alma de una máquina del pasado… una que perdió la última batalla y se introdujo a dormir durante eones en uno de los viejos templos del hombre., ahora ya ni siquiera puedes recordar lo que eras… vales menos que nada. —No importa si en realidad soy humano… mi alma lo es… y con ese poder tendré el triunfo…

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Absol volvió a atacarlo pero aumentando el nivel del dolor a extremos, esta descarga si podría ser mortal. De nuevo el hombre gritó y sintió por momentos que todos sus órganos se desgarraban internamente. Estaba en los umbrales de la desesperación y parecía que no habría salida. —¡Sufre, maldito! Nada puedes contra mí —le dijo el viejo expeliendo saliva y sonriendo. En ese instante, una explosión hizo un hueco en la pared de piedra. Yurok disparó una bola flamígera que impactó a Absol en pleno pecho y este salió despedido hasta estrellarse contra una columna lejana. Askar arrojó su filoso boomerang y el mismo cortó las potentes cadenas que mantenían prisionero a Extur. Cayó al suelo y haciendo uso de sus escasas fuerzas se arrastró camino al altar donde estaba su hoja y la vincha con alas que usaba en recuerdo de su amada. —¡Ve por tu espada! —gritó la muchacha y corrió a enfrentar a una horda de muertos vivientes desplegados por Nidama, que se mantuvo lejana y expectante. A los dos primeros logró cortarlos al medio con su cimitarra, usando un golpe de excelente nivel. Los otros dos también encontraron rápidamente su deceso, pero el último par se dividió, uno la atacó a ella y el otro fue por Extur, que debilitado trataba de llegar hacia su arma.

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La mujer terminó rápidamente con su enemigo, el otro alzó su hacha para cortar la cabeza del guerrero… ¡Algo debía hacer! Luego… el resucitado por la oscuridad era un conjunto de huesos en el suelo… y la chica estaba herida de muerte… Al colocar su mano derecha en la empuñadura, Extur sintió lo que era el poder cuántico que habitaba en aquella hoja, las energías repararon su ser y lo dotaron de una vitalidad pocas veces vista. Sus músculos se tensaron y de nuevo sus hermosos ojos celestes centellaron con bravura. Inmediatamente se dirigió a donde estaba la fémina y la tomó en sus brazos. —Has salvado mi vida a costa de la tuya… no lo hubieras hecho… no lo merezco… —Extur… me devolviste la fe en que este mundo puede cambiar… rescata a Lyari y mátalos a todos… cumple con tu destino… yo ya lo he hecho con el mío…. —Antes de morir acarició la mejilla del hombre y luego sus ojos se apagaron para siempre. El guerrero se levantó, estaba preso de la poderosa furia que manaba de su corazón, tomó su espada con ambas manos y sesgó la vida del resto de los muertos vivientes con la ayuda de Yurok. Absol se levantó y llamó a la bestia que usaba para inseminar a las mujeres capturadas, por medio de un conjunto de gestos plagados de magias arcanas se fusionó con aquella criatura infame. Ahora la esfera verde mostraba el cuerpo del anciano hasta el torso, con algo

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semejante a tumores por toda su carne. Los tentáculos generaron largas púas y del punto de donde nacían los mismos, se abrió una boca con sendos colmillos. —¡Extur! Voy a darte unos instantes para que la liberes… ten cuidado… Nidama te espera… y dudo si podré vencer a un mago de mayor nivel que yo… —¡Voy a volver! ¡Resiste! —Acto seguido tomó de nuevo la espada, cerró los ojos recordando las artes de la esgrima de Cuantum y del filo de Apátrida brotó un rayo violeta que cortó las ataduras de Lyari. Extur la tomó antes que cayera contra el suelo y la ayudó a sentarse. —¿Estás bien? ¿Puedes pararte? —Gracias… sí… trataré… todo me duele… el parto fue terrible… —Falta poco para que nos vayamos… espera aquí. —Con otra llamarada de poder quemó los huevos antes que se siguieran gestando las impías abominaciones de su interior y se dirigió luego a donde estaba Nidama. —Dulce despertar estas teniendo. Hasta puede ser que termines recordando todo —dijo la hechicera y sonrió luego. —Es tu fin. Di tus últimas palabras —gritó colocándose en posición de ataque. 47


El rayo de Extur rebotó en el escudo invisible de Nidama. Las artes oscuras de la mujer parecían no tener fin. —Volveremos a vernos, los siglos de paz me dejaron estancada. En otro tiempo tendría poder suficiente para matarte chasqueando los dedos. Ahora, con solo hacer un escudo me siento débil… como cuando generé al guerrero de hielo, pero eso cambiará. Veremos si puedes con esa criatura… ya Absol no me sirve de nada. Y a al parecer a tu amigo no le va muy bien. En un estallido de luz Nidama desapareció, luego, Yurok gritó y cayó herido, uno de los tentáculos le atravesó el brazo, la sangre se derramó por el suelo. La criatura en la que se había transformado Absol no paraba de crecer, era como si algo enfermizo le otorgara fuerzas y más fuerzas. Extur corrió hacia su amigo y evitó que un segundo tentáculo terminara con su vida. Lo cortó y el apéndice siguió retorciéndose durante unos instantes. El demonio trató de usar el resto para atacar de forma conjunta, con un rayo, el hombre cortó a dos de ellos. Ya quedaban tres… La cosa usó los mismos para apoyarse y saltar hacia delante. Quería que la boca dentada diera el golpe de gracia. Con un movimiento semicircular, Extur le deshizo los dientes y varios de ellos se clavaron en su carne provocando heridas menores. 48


A pesar de los daños sufridos, la cosa lo tomó con uno de sus apéndices por la cintura y comenzó a apretarlo… Parecía que el fin había llegado… en la mano derecha tenía la espada… sí… debía volver a concentrarse, ir a los más recónditos rincones de su mente. Recordar los campos de entrenamiento. Las batallas en las lunas de Saturno, bajo los cielos estrellados del espacio eterno. Recordar los fulgores cósmicos de las forjas de Anubis, donde los élficos Isbaril crearon su espada e introdujeron las más altas tecnologías en su corazón de acero. Las letras extrañas grabadas en Apátrida brillaron con rojo fulgor. Fue llenando ese color la habitación gigante. Pareció que por un instante los ojos de Extur tomaban ese tono… luego… un estallido lo llenó todo… Instantes después el demonio se retorcía incendiándose hasta que todo su cuerpo se convirtió en ceniza. Sin el poder mágico, el Zigurat mismo comenzó a resquebrajarse. La gigantesca estatua del Dios sin Rostro de los Muslis se partió en dos y la parte del torso casi aplasta a Yurok, por suerte Lyari ya se encontraba más recuperada y lo ayudaba a caminar a pesar de su herida. Pudieron salir del edificio sin interferencia de los rivales, estos escaparon desesperados en sus minaretes volantes ante la muerte de su señor.

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Cuando ya estaban a una distancia prudencial, observaron cómo se destrozaba la pirámide escalonada. Al parecer no había nada habitado en las cercanías. La ciudad debía de estar más lejana de lo que parecía. Ante ellos se encontraba un páramo desolado que les llevaría días de atravesar. Yurok se retiró su túnica y comenzó a tratar su herida con la ayuda de la mujer. —Extur… yo hace mucho tiempo destrocé mi máquina orgánica de reproducción… la magia oscura nos llevó a la esterilidad… el pueblo llano todavía puede concebir cada tanto, pero jamás saldrá un hechicero de sus filas… Eso llenó de horror a Nidama. Cuando me enamoré de aquella bella niña mía… comprendí todos los crímenes que había cometido en mi existencia milenaria… luego de la destrucción del engendro reproductivo y que yo mismo destrozara mi Zigurat, sucedieron hechos terribles… Nidama descuartizó a mi amada y le dio de comer las entrañas a los esclavos… yo voy a ayudarte hasta el final. Juntos lograremos la diferencia y haremos que vuelva tu memoria junto con las artes ocultas que posees en tu interior y que apenas intuyes. —Gracias amigo mío. Eso haremos, vamos a liberar a la humanidad y a tu raza. Cada uno de los grandes magos va a caer y luego lo hará ella… lo juro por esta espada que ha salvado mi vida. Ahora hay algo más que tiene prioridad. Bajo esas toneladas de roca está la persona que se sacrificó por mí. Volvamos al pueblo y cantemos sus hazañas, allí le daremos una sepultura simbólica 50


digna de un héroe. Siempre te recordaré, Askar… representabas lo mejor de nosotros… —Dos lágrimas recorrieron el anguloso rostro del hombre. Eran las primeras que lloraba en siglos… acto seguido apretó fuertemente el boomerang de la fémina, lo llevaría con orgullo en la tormentosa era que se aproximaba. Luego de terminar con Yurok y ayudarlo a sentarse sobre una roca, Lyari se dirigió hacia Extur y se acurrucó sobre su pecho. —Lo que dijo esa mujer malvada… que tú no eras humano nacido de mujer… que tu mente proviene de otra entidad… una máquina pensante… mi corazón me dice que eres más hombres que muchos nacidos bajo este Sol… —No importa lo que piense Nidama, ya sea humano o no, o de donde venga el poder que llevo en el interior, mi misión permanece incorruptible. No es una definición de humanidad el nacimiento o la creación, sino lo que haces con lo que te ha sido dado. Ellos lo han utilizado para el mal y serán destruidos. Nosotros lo utilizaremos para lo contrario… ahora reposemos un poco que tenemos un largo camino por delante. El trío observó al horizonte, de nuevo el astro rey comenzaba a alzarse entre las lejanas montañas, tal vez era un símbolo del nacimiento de una nueva era. Una era de héroes sin miedo a nada.

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Víctor Miguel Grippoli (Uruguay, 1983) Artista plástico, docente y escritor. Participa en la antología "Cuentos Ocultistas" (2016) Editorial Cthulhu. “Revista Letras y Demonios Número 1” (2016) Revista Letras y Demonios Número 2, 4, 5 (2017, 2018)

Nictofilia Número 2

(2017), Nictofilia Número 3 y 4 (2018) “Antología Horror Bizarro” (2017-Editorial Cthulhu, Perú) "Antología Horror Queer" (2018-Editorial Cthulhu) "Antología poética" (2018-Editorial Solaris) "Entre las lágrimas de acero" (2018-Editorial Solaris) “El monstruo era el humano” (2018-Antología, Editorial Cthulhu) “Laberinto de Posibilidades” (2018-Editorial Solaris) “Puertas del Infinito” Volumen 1, 2 y 3 (2018-Editorial Solaris) “Los conectores de Dios” (2016 y 2018. Novela, Editorial Autores de Argentina y Editorial Solaris) Líneas de Cambio 1 y 2, antologías de relatos de ciencia ficción, terror y poesía especulativa. (2018Editorial Solaris) “Líneas de Cambio. Antología de ciencia ficción latinoamericana” (Antología–2018, Editorial Solaris) “Revista Literaria Luna” (publicación independiente), Antología de Ciencia Ficción. “Antología de ciencia ficción Neo Indigenista” (2018-Pen Bolivia. (Bolivia) “Sombras” (2018-Novela, Editorial Solaris) “La alianza sudamericana” (2018, Novela, Editorial Solaris) “El Poeta” (2018, Novela, Editorial Solaris) “Antología Benéfica Gritos y Pesadillas” (2018, España, Grupo LLEC) “Revista Aeternum. Héroes y Santos”. (2018-Perú) “Revista Aeternum. Juegos Macabros” (2018-Perú) “Revista Espejo Humeante 2” (2019)

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Revista Letras entre sábanas (México–2019. Número 1). Revista Fantastique: ritos paganos (2019).

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Al otro lado Israel Montalvo La locura de una vida se asomaba en aquel sueño recurrente, en que él, era humano, de piel rosa y penas cubierto de vello en zonas raquíticas de su cuerpo, caminando erguido en dos patas y produciendo esos desagradables sonidos que los hombres llamaban habla. Mau despertó aquella noche de luna muerta con la sensación de ser un humano y eso lo asqueaba, y es que un felino como él, quién se había ganado un lugar en el Olimpo y en el Valhala por su ya legendaria campaña en las cruzadas de Cimeria, donde le cortó las cabezas a las serpientes de medusa, doblegó al batallón de ratas curdas y devoró a la serpiente emplumada, para él, encontrarse en esos sueños recurrentes siendo un insignificante hombre en ese mundo donde no existía ni la espada ni la alquimia básica, era algo que lo estaba enloqueciendo, y más al darse cuenta de que ese ser se hacía llamar como su más grande adversario: Yeyé, el demonio chino devorador de almas que vivía al extremo oriental de Crimea, al cual, Mau había dedicado dos vidas gatunas a cazar ese engendro escapado de uno de los círculos infernales de Di Yu para acentuarse en esa Tierra, para Mau, el Godo-cimeriano como lo llamaban sus seguidores que lo adoraban como una deidad absoluta desde que decidió bajar a la Tierra para vivir con los humanos como su amo y protector (a pesar de ello, Mau tenía prejuicios muy marcados, a fin de cuentas era un semidiós, un

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felino de pelaje anaranjado que parecía encenderse cada vez que un rayo de sol lo acariciaba, tan grande como un hombre y con el tonelaje que bien podría compararse con el de un oso pequeño), quien cargaba en su lomo el hacha de Jarnbjorn, un hacha creada por los enanos del reino de Nivadellir, cuya fama es la de ser los mejores herreros entre los nueve reinos. Dicha arma había sido hecha con una astilla de Iggdrassil, el árbol mundo que extendió sus ramas en los nueve reinos que dividían la existencia, contaba con una hoja hecha con el polvo de estrellas fundidas eones atrás, cuando los antiguos poblaron las tierras que hoy, el Godocimeriano protegía para sus fieles. Aquella noche de luna muerta, Mau fue guiado por sus fieles a la entrada amurallada de la ciudad de Sodoma, en donde, unos meses atrás, los seguidores de Yeyé se habían establecido, convirtiendo el templo de Mitra en un burdel dedicado a la adoración del demonio glotón de almas. Mau atravesó las murallas de un brinco mientras sus seguidores se quedaron escondidos en el bosque de los encantos perdidos, esperando a que el felino derribara las enormes puertas de bronce que eran el único acceso a la ciudad de la perdición. Mau llevaba en su hocico el hacha sujetada del mango con sus dientes mientras que el filo esperaba para hundirse en la carne de los fieles al demonio. Las puertas cayeron antes del amanecer, los seguidores del felino salieron de entre los arbustos dispuestos a iniciar la carnicería, pero sólo llegaron para ser el servicio de limpieza de la 56


nueva conquista de su amo felino. Ni un ser vivo, hombre o ente, había quedado en pie. El felino no tomó prisioneros y practicó el exterminio con lo que se moviera, sólo dejó con vida al sacerdote que atendía el templo de Mitra para que le diera la ubicación exacta del demonio, les dejaría el interrogatorio a sus fieles, mientras él se tomaba un descanso en el interior del templo de Mitra. Estaba hecho polvo, el genocidio era agotador, incluso para un semidiós que se movía más allá de la realidad. Limpió la hoja de su hacha y se tumbó en medio del recinto, gradualmente se fue dejando llevar por el sueño, de regreso a ese mundo donde el reflejo del demonio era su piel, la de un hombre perdido en su mediocre existencia. “Estoy harto”, esa frase se ha convertido en un mantra que resuena continuo por tu cabeza, las cosas se han convertido en una repetición constante, una monotonía que se repite casi exactamente igual cada día, como si fuese el guion de una película que has visto una docena de veces, y ni tan siquiera es una buena, una producción barata con malas actuaciones y carente de ritmo, nueve horas y media en la fábrica, acomodando material entre áreas y tratando en lo mayor posible de evitar encontrarte con ella, Dulce, a veces te preguntas cómo es que pudieron terminar tan mal las cosas entre ustedes y sabes que en gran parte es tu culpa, tú la alejaste en un principio, sin una razón, luego intentaste volver, lo cual no funcionó y ella te lo escupe con un odio visceral en cada oportunidad posible, como aquella vez en el

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comedor en la que te sentaste a su lado y se fue diciéndole (como si no estuvieras ahí) al chaparro “me agriaron la comida”, o aquella vez en el pasillo donde casi estalla porque sin querer le obstruiste el paso, ¿y qué fue lo que hiciste? Nada. Absolutamente nada. Te lo tragaste, incluso si hubieras reaccionado no habrías sabido que hacer. En su momento pensaste que era lo mejor, alejarla de tu vida y seguir con aquello en lo que te habías obsesionado, si así es como se le puede decir, pero tus emociones te traicionaron al igual que lo hicieron en ese regreso fugaz que tuvo Myrna a tu vida hace unos meses, fue un día extraño en muchos sentidos, en el que de alguna forma terminaron en la cama, después de tanto tiempo, de lo que le hiciste, de cómo huyó de ti, y cómo te perdiste en ser aquel hombre que deambula las calles de la vieja Babel en busca de carne.

“Estoy harto” Esa frase todavía rondaba en su cabeza cuando regresó a la vigilia, Mau, estaba todavía sumergido en las emociones de aquel varón, no le cabía duda que ese sueño recurrente debía ser obra de la brujería, ¡por Crom!, invocó a uno de los suyos en busca de consuelo, el concepto de ser hombre le era de por si horrendo, pero un ser sumido en la autocompasión y la mediocridad lo agobiaba, Mau era un temerario, un guerrero, un felino acostumbrado a la 58


batalla y a la victoria, no entendía las emociones de aquel ser, ni ese mundo donde circundaba como una sombra, sin esperanzas, sólo sobreviviendo día a día. En la madrugada del séptimo día de luna muerta fue en busca de los oráculos para consultar El libro de Skelos y ver quién era el origen de este maleficio, estaba seguro que debía ser obra de Yeyé, de quién se sabía era un perverso hechicero, sus hazañas como brujo maldito se remontaban a su primera incursión en la Tierra, en la era Thuria, antes del hundimiento del gran continente atlante, y ser condenado a señor infernal, en aquellos días, Yeyé fue consejero de reyes y destructor de hombres, así como corrompió a demonios para que fueran sus sirvientes. Con esa fama ganada a pulso por sus obras infames, Mau no podía dudar de la culpabilidad del demonio, aun así, debía comprobarlo. Los oráculos consultaron con los antiguos, con dioses perdidos en los tiempos, mucho antes del tiempo mismo, y su veredicto superó todo aquello que Mau pudiese imaginar o entender. No sólo Yeyé no era culpable de ese mal, también era víctima como él lo era, había un poder que los había unido en esa desgracia, Yeyé vivía una historia similar a la suya donde era un minúsculo gato casero, que dedicaba sus días a la engorda y dormir. Mau no estaba seguro de lo que eso significaba, si su más odiado rival vivía como él, cómo podría lidiar con ello, matarlo no cambiaría nada, pero, ¿y si unía sus fuerzas con su adversario para 59


encontrar al culpable? Eso podría darle una ventaja, ese adversario debía ser un hechicero de la talla de Seth, o una bestia mítica, o un dios antiguo, aunque el fin no estaba claro. Ni el motivo. Con toda esa incertidumbre, Mau tuvo que confrontar el desligue con la vigilia aquella mañana, ante el alba asomándose por esa Tierra en la era Hiboria, para terminar sumido en esa piel en una época futura donde era un vil remedo de hombre. Despiertas con la sensación de que dejaste algo importante en aquel sueño, es una sensación recurrente, tratas de reconstruir en lo posible aquel paraje, ese mundo donde no eres hombre sino un enorme gato, y no cualquier gato, un enorme gato bárbaro. No hay mucho que puedas conservar en la memoria, la mayor parte del rompecabezas se ha diluido. Tienes la boca con esa sabor similar al plomo, vas a la cocina y preparas un café, es la madrugada de un viernes, faltan por lo menos dos horas para que amanezca y sientes una enorme hambre que te embarga, te pones ante la puerta del refrigerador y antes de abrir escuchas el maullido, con esa tonalidad en que lo produce, algo que parece triste, un lamento minúsculo y sufrido, Mau está parado a tu espalda con la mirada fija en algún distante punto, parece un zombie, esa pequeña cosa regordeta y anaranjada, ¿recuerdas cuando llegó? Un costal de hueso y pellejo, Myrna lo rescató de ser devorado por el perro del vecino, fue lo único bueno que te dejó su última visita. Acaricias su cabeza y le sirves un puño de croquetas en su plato, Mau se pierde en el pequeño tazón mientras tú vas al

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refrigerador, pensando en lo poco que conservaste de aquel sueño. Antes de abrir te encuentras con Mau de nueva cuenta, lo miras de reojo, ha dejado el platón inconcluso, mira tu espalda, parece hipnotizado con el tatuaje que la cumbre, es la obra maestra de Myrna como tatuadora, ese demonio glotón que devora a hombres en un infierno particular, ella siempre te dijo así, “Yeyé”, te veía como un monstruito tierno, un Gremlin o algo así, la forma en que Mau se pierde en el trazo de ese demonio en tu espalda te recuerda a Dulce, la forma en que te mira a la distancia a pesar de que actúa como una perra contigo. Una sutil sonrisa se esboza en tu rostro por aquella ironía, no puedes entenderla, y piensas en esa idea del monstruito, “un simpático Gremlin”, Myrna siempre lo supo, de lo que eras capaz, siempre lo vio. Abres el refrigerador y buscas entre las verduras hasta dar con ese pequeño molde de plástico en donde guardaste su lengua, y uno de sus senos. No recuerdas como se llamaba aquella mujer, si en verdad supiste su nombre, “sólo era otra niña desubicada”, como dice la canción de Hocico, “un alma perdida” en las calles del viejo Babel donde practicas la cacería. Tomas la lengua y te la metes a tu boca, esta fría y algo seca, la sensación de encontrar dos lenguas por tu boca te hace pensar en un beso, en aquella vez con Myrna, lo torpe que eras en la cama, no tenías ni idea de que hacer, y aun así, ahí estabas. Tan sólo, dejándote llevar.

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—Yo no sorprendido verte aquí —masculló Yeyé con su torpe habla—. Yo esperarte desde mucho. Yo escucharte. Mau había recorrido la tierra sin nombre, y el vasto desierto de Crimea oriental para llegar ante Babel, la ciudad capital del vicio, la casa de Yeyé. Este peregrinaje lo hizo en solitario, dejó a sus fieles en Sodoma y trajo consigo la cabeza del sacerdote y su mítica hacha Jarnbjorn, como única defensa, uso la cabeza del sacerdote como una carta de presentación que entregó a los guardias que resguardaban la entrada de la ciudadela, el símbolo escarificado aún en vida sobre la frente del sacerdote, era la señal para una tregua, aunque la obvia muerte representada en aquella cabeza era la forma de dejar claro lo que Mau haría si era necesario, a fin de cuentas una tregua no significaba que dejara de odiarlo, o no deseara matarlo, pero las circunstancias dictaban una alianza, había algo peor que ese demonio y jugaba por igual con ambos. Mau tomaba medidas desesperadas como lo hacía su adversario quién lo recibió con honores ante el solsticio de invierno. —Yo tener raros sueños —admitió Yeyé—. Yo ser gato pequeño, yo tener hambre todo tiempo, yo dormir, yo soñar con soñar. Yeyé no sabía cómo explicar que dentro del sueño soñaba, escribía historias sobre aquel hombre con el que soñaba el felino, ese otro Yeyé que comía carne humana por placer, aquel que lo llevaba por su espalda, lo había apresado ahí, en una estampa de su 62


vida en el eterno laberinto de Di Yu, devorando almas pecaminosas, observaba por horas esa estampa tatuada por la espalda de aquel otro Yeyé, era él, en toda su fealdad, la piel rugosa y sus alargados brazos y esa boca que bien podría ser un abismo, la efigie deforme de su cuerpo y esa hileras de dientes que se escapaba de su boca, tan extensa que le impedía hablar con propiedad. Su otro yo, lo trataba como una mascota corriente, dándole comida en forma de cereal seco y agua. A veces se preguntaba si estaba encerrado en una de las mazmorras subterráneas de Di Yu, pagando por sus acciones cuando fue humano, en los tiempos de Thuria, cuando invocó a Yog-Sothoth y provocó el hundimiento atlante por su arrogancia al creer que podría dominar a "El Todo-En-Uno", al “abridor del camino”. Pero ese temor se disipaba cada noche al despertar en su cuerpo deforme y encontrarse con el apetito voraz que sólo un alma pecaminosa puede solventar, y sólo esa Babel le proporcionaba su eterno alimento, aun así, el temor de estar apresado en una de las mazmorras subterráneas del infierno del que alguna vez fuera un fiel ciervo, antes de lograr escapar a la tierra como demonio del hambre, ese temor lo apresaba y lo hacía sentir insignificante. —Haber forma de saber —admitió Yeyé—. Ir yo y tú con mujer bruja. —¡GRRRL! —Mau se anticipó a lo que diría Yeyé, era algo que había considerado, pero que incluso le parecía menos agradable que darle la mano a su peor adversario —. Grrrl. 63


—Saberlo, Yo no querer —Yeyé compartía su opinión pero sabía que era inevitable si deseaban llegar al meollo de todo esto, ir con mujer Farida. La mujer piel de dragón vivía en los confines del bosque de los encantos perdidos, más allá de la tierra de las hadas musaraña, en un paraje inhóspito, al que, aquellos que alguna vez llegaron a atravesarlo, lo conocieron como “el fin de los tiempos”, ruinas sobre ruinas, abandonadas mucho antes de que existiera el concepto “humanidad”. Entre esos vestigios se encontraba el primer templo al más antiguo, a Yog-Sothoth, ahí fue dónde Yeyé, auspició el hundimiento de un continente cuando era hombre y jugaba a la magia. Es una vida tan distante que hoy le cuesta reconocerse en esa piel, y más recordando a ese pálido reflejo suyo originado en un mundo futuro, el hombre de sueños, con su piel marcada con su imagen en los tiempos de Di Yu. Mau no se adentraba a esta tierra maldita desde aquella incursión en busca de la Medusa, la criatura se escondía en el templo del “abridor del camino”, ahí decapitó a cada una de sus serpientes con ayuda de su mítica hacha, algunas de las cabezas petrificadas de las serpientes de Medusa, adornaban la entrada al templo, colocadas como tótems, intentando intimar a quien tuviera el valor de llegar al fin de los tiempos, pero no se ocupaba de esa escenografía para estar muerto de miedo, la idea de saber lo que se encontraba en ese templo donde desgracias y tragedias antiguas confluían con su actual habitante, esa mujer que era intocable 64


desde que se bañó con la sangre de Yamata no Oronochi, una terrible criatura de ocho cabezas y ocho colas, que la volvió invulnerable, además de haber encontrado la mítica espada de Kusanagi, alojada en la cuarta cola de ese dragón al que Farida venció originalmente por el conocimiento en la hechicería de los primeros, Farida era la representación arquetípica de la muerte en la forma de una fatal dama, ella los esperaba desde el inicio del tiempo, lo había leído en el libro que le arrebató a Destino, el eterno caído en desgracia al conocer a la mujer dragón, ella conocía lo que pasaría no sólo en esta historia sino en todas aquellas escritas. Pero no era un observador pasivo, ella arbitrariamente intervenía para su beneficio o simplemente para no aburrirse con la trama tejida, había adquirido el don de modificar el libro de la vida, y esa noche lo haría con un fin más allá del que podrían suponer las pobres marionetas que iban por su ayuda. Mau y Yeyé estaban ante la dama muerte, Farida les ofreció su hospitalidad con el sacrificio de un Hobbit en honor de sus huéspedes, el cual cocinó en su jugo y con especias de jardín del Edén y acompañó de extractos de piedra filosofal y agua miel. —Sé a lo que han venido —dijo con esa voz que doblegaría legiones—. Buscan la forma de acceder ante aquel, que es reflejo de ustedes, al otro lado. Tanto Mau como Yeyé desconfiaban de esa mujer, pero si había alguien que podría otorgarles la posibilidad de confrontar esa pesadilla era Farida, pero el único problema sería el coste a pagar. 65


—Lo que tanto buscan se encuentra en el reino de Midgard, el reino medio habitado por el hombre. A un milenio de este tiempo. —Farida dejó al descubierto el misterio. —Yo y Mau ir debemos —Yeyé cuestionó—. ¿Cómo? —¿Grrrl? —Mau preguntó el costo. Farida lo meditó, había ideado la forma en que este par debía ingresar al reino medio desde hace un lustro, sabía lo que ella obtendría si ellos lograban su cometido, pero nunca se dio tiempo para pensar una recompensa, no quería que supieran que tenía sus propios planes y que los ocupaba tanto como ellos la necesitaban, aunque debían sospechar algo, de eso no le cabía duda, ella lo haría en su lugar. —Cuando llegue el momento cobraré el favor —dijo al fin. Luego los condujo por el templo hasta el gran salón de ceremonias de Yog-Sothoth, y los dejó a solas mientras ella iba por los artilugios que deberían utilizar en esa empresa. Los minutos que tardó se volvieron eternos para el semidiós y el demonio, esperaban un ataque, una emboscada en aquel salón cerrado, una tumba de piedra maldita, fue ahí donde Yeyé llevó a cabo el rito para traer al antiguo a esa Tierra, Mau combatió a Medusa en su victoria más gloriosa en los pasillos que conducían al salón, y la destripó en ese mismo lugar. En el momento en que sus dudas los consumían, donde la intriga se apoderaba de ellos, Farida reapareció, más no lo hizo 66


sola, aunque sus acompañantes distaban mucho de ser lo que ellos hubieran esperado, no eran un ejército, ni un grupo de démonos o seres abismales listos para enfrentarles y darles muerte. En su lugar dos cabras gigantes acompañaban a la hechicera, una tan blanca y pálida como la Luna y su contraparte era tan sombría como la noche. Ambas bestias arreaban un carruaje metálico, más no de cualquier metal, Mau lo supo con solo verlo, ese brillo era idéntico al que se desprendía de la hoja de su hacha, era de las mismas estrellas, forjado por los enanos de Nivadellir, no le cabía duda en eso, los acabados en la estilización del carruaje tenían la firma de esa estirpe. —Tanngnjósr y Tanngrisnir, los llevaran ante lo que buscan. —Farida les entregó las cabras y, a Yeyé, le ofreció la llave que los dejaría poder rebanar la delgada línea que dividía las realidades, su posesión más valiosa, la Kusanagi-no-tsurugi, la espada que encontró en la cuarta cola del dragón Yamata no Oronochi, una espada de doble filo tan antigua como el tiempo. Tanto Yeyé como Mau conocían la historia de cómo había obtenido esa espada, de cómo se bañó en la sangre de aquel dragón para lograr la invulnerabilidad y comió su carne para ser inmortal, y ahora Yeyé, portaba la espada que podía rasgar la realidad con un solo corte. Ambos guerreros subieron al carruaje que los conduciría a la vida de un sueño. Te has encontrado pensando en ella estos últimos días, ¿hace cuánto no sabes de ella? Hace casi dos años que no la ves, y la 67


última vez que hablaste con ella hace unos meses fue un desastre, entonces, ¿por qué piensas que enviarle un mensaje podría terminar bien? Yeyé, no seas idiota. Sólo recuerda, el desastre que es tu vida con Myrna, lo más cercano a una relación que has tenido, y qué decir de Dulce, el odio que te escupe en el momento que puede hacerlo aunque te mira con deseo. Farida se ha convertido en una extraña en tu vida y debes aceptarlo, tus relaciones son un asco. Lo mejor que puedes hacer es seguir con este simulacro que llamas vida. Además, ¿Qué bien le puedes hacer si escondes a una mujer, o mejor dicho, los restos de una mujer en la nevera de tu refrigerador?, junto con un envase de nieve de limón que lleva meses olvidado en esa heladera. Son casi las doce de la noche y el sueño se te ha escapado, las doce de la noche, la hora de las brujas, ¿en dónde escuchaste eso? ¿Y por qué te sientes tan impaciente? Entonces la respuesta nos llega en un destello que lo cubre todo, cuando se apaga aquello que parece ser un sol en medio de tu sala de estar, te encuentras con dos cabras que parecen caballos, una negra como la noche y su contraparte es la luz de una estrella, hay un carruaje a sus espaldas, más no hay otra cosa. Mau pasa corriendo a un costado de ti, se detiene y te da una mirada con la que te desaprueba, el gato va al carruaje, parece buscar algo. Más grande, ¡está creciendo ante tus ojos!, ese pequeño gato glotón se ensancha ante ti, y su pelaje anaranjado 68


parece incendiarse con la luz que se cuela por la ventana proveniente de esa luna llena, que bien podría ser un enorme dólar de plata sobrepuesto en esa negrura absoluta que cubre el firmamento. Esa bestia, lo que solía ser Mau, saca algo del carruaje, lo sujeta con su hocico, parece un hacha, con el mango de madera y dos hojas de acero con un brillo único, te hielan la sangre, Yeyé. —Tú soñar a nosotros —le susurra la voz, no puede ver de donde proviene, la conoce como a la criatura que fue su gato, sus sueños lo persiguen en la vigilia, no hay duda de lo que pasa: ha perdido la cabeza, tarde o temprano debía pasar, ¿no es lo que pasa con la gente cómo él? Enloquecen. —¿Por qué? —insiste la voz—. Te soñamos. Un escalofrío recorre su espina dorsal, lo estremece, su cuerpo se entumece y cada extremidad, cada musculo, se contrae, su corazón es una bomba hidráulica descontrolada, y su lengua está muerta por su boca. Sabe de donde proviene la voz, lo que es. Yeyé le habla desde los confines de su espalda. Su espada se desgarra, puede sentir como se abre, la piel se roe como una tela vieja y aquello apresado en sus confines emerge, Sale al mundo y él puede sentirlo, como se levanta desde su carne, es el doble de grande que un hombre y más pesado que un oso. 69


Yeyé tiene miedo de mirar al demonio que le dio un nombre y vivió en su espalda desde que Myrna se lo tatuó. —Nada decir —el demonio exclama esperando una respuesta. Nada. El shock ha devorado al hombre que usaba su nombre—. Yo hambre tener. El demonio toma su piel y se la arranca de su cuerpo como si le quitara una sábana a una cama, los músculos quedan expuestos, el demonio come la piel de un bocado, y ese cuerpo descarnado inicia a moverse cuando no debería hacerlo. —Grrrl —Mau cuestiona a la criatura que fue un hombre y él puede entender sus gruñidos como si fuesen palabras. —No lo sé —es honesto, no tiene nada que ocultar, ni parpados para cerrar los ojos. Ni labios para ocultar su lengua. —Él es como ustedes —dice la voz de esa mujer, la hechicera vino detrás de ellos, los usó como un escudo, un grupo de avanzada prescindible con la misión de sólo abrir camino. Lleva el libro de la vida en sus manos abierto en este momento, sobre estas líneas. Arranca la hoja donde está planteada esta historia y la introduce violentamente en la boca de lo que era un hombre, lo obliga a tragarla. —Yeyé, dame mi espada. —La hechicera ordena y el demonio le entrega la mítica hoja que usó para abrirse camino por la espalda del hombre. La criatura descarnada no entiende lo que se está originando a su alrededor, esa mujer es como ella, la que 70


alguna vez consideró el amor de su vida, antes de Dulce, después de Myrna. Más no es ella. Aunque tenga su rostro y su voz, esa mirada la revela ante él, es la muerte, un hechizo venido desde el fin de los tiempos. La espada atraviesa su vientre y abre su caja torácica, la separa y deja al descubierto un agujero en sus entrañas, algo que no debería estar, en ningún ser vivo, pero ahí está. La hechicera se incorpora y señala —: Después de ustedes. —Grrrl —Mau cuestiona lo obvio. —¿A dónde vamos? —Farida parece divertida con esa idea—. ¿No querían ir al meollo del asunto? Eso es lo que haremos. Para llegar debemos atravesar por la obra del escritor, por quien originó toda esta locura, y la única forma de que seamos libres, es tomando su lugar, en ese mundo. Suban al carruaje, Tanngnjósr y Tanngrisnir saben lo que deben hacer, lo han estado esperando por un lustro. Yo iré detrás de ustedes. Ambos se dieron cuenta que eran insignificantes en esta historia, peones de un orden mayor, y de que la hechicera había ideado esto desde el inicio, mucho antes de esta historia los envolviera. Ambos subieron al carruaje y dejaron que las cabras se encaminaran a las entrañas del relato, la muerte los siguió, en su espada, llevaba el punto final de mi historia.

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Israel Montalvo Israel Montalvo (CDMX, México) es un trazador de pesadillas, las cuales ha manifestado en diversos medios artísticos como la pintura, la música, el arte secuencial y la narrativa. En donde aborda como temáticas centrales el horror en todas sus manifestaciones, la metaficción, y la condición humana. Israel como pintor ha participado en diversas exposiciones colectivas e individuales en diversas ciudades de México. También se desarrolla como promotor cultural desarrollando eventos de diversa índole en los estados de Nayarit y Jalisco. Cómo escritor e ilustrador ha publicado en diversas revistas literarias, cómics y libros en México, España, E.U. y Uruguay. Fue miembro del consejo editorial de la revista literaria Herética (2012-2015). En el 2016 publicó su primera novela gráfica “Momentos en el tiempo” (con la editorial Altres Costa-Amic Editores, México) y en el 2018 publicó la novela gráfica ¿Podría ser un asesino? (con la editorial Mono ebrio, México), y el cómic “I’m fraid of americans” publicación independiente, en el 2019 ha publicado la novela literaria “Abel en la Cruz” (con la editorial Dreamers, México).

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Participó en la antología de cuento “Mar Crepuscular” (Editorial Dreamers, julio 2018), en la antología de cuento de ciencia ficción “Líneas de cambio” (Editorial Solaris, Uruguay, Agosto 2018) e ilustró la novela pulp “Marciano Reyes y la cruzada de Venus” (Historias Pulp, España, julio 2018).

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Ofelia y el Cazador Jesús Guerra Medina

El rumor de que una bruja atacaba la aldea de junto se esparció como pólvora por el bar. Muchos de los viajeros, la mayoría cortesanos y aniquiladores al servicio del rey Oest, desaparecieron apresurados entre las mesas con un ¡plaf! usando piedras de transferencia; otros, por su lado, menos familiarizados con las artes oscuras y, a juzgar por el porte de sus andares, campesinos y comerciantes, salieron pitando de ahí con el rostro desencajado para alertar a sus familias y huir; sabido era que donde cae un pueblo, caen dos y hasta tres por noche, siempre de noche. —¿Una bruja? —susurró la camarera al regente mientras contemplaba al tiempo desplazarse por las calles del otro lado de la ventana. Por el tono de su voz, el guerrero Goro tuvo la certeza de que ella había presenciado un ataque en el pasado. Por supuesto que no era secreto el desastre y el nivel de caos producido cada vez que una bruja aparecía, pero sólo aquel que lo haya vivido en carne propia y sobrevivido para ver el sol nacer al otro día, puede expresar lo que ella con un ademan de su cuerpo, apenas perceptible—. Creí que ya no aparecerían más por aquí. Las

últimas

figuras

desaparecieron

contrayéndose en el aire.

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volcando

mesas,


—Que la cuna de la organización inquisitorial se haya instalado en las colinas del otro lado del bosque, no era garantía de nada. Por desgracia, ya lo sabíamos. —Supongo que sí —respondió ella—. Nosotros fuimos los ingenuos; claro que no era garantía, tan sólo creí que… creí que, quizás, eso las detendría… El llanto fluyó por sus mejillas un instante después y, como acto reflejo, el guerrero la vio llevarse la mano derecha al hombro. Ahí debía de estar la marca, supuso, latente al corrosivo llanto de la bruja. <<¿Desde cuándo habrá tenido que cargar con ella?>>, se preguntó Goro, <<ocultándola y contrarrestando el malestar en su cuerpo>>. A lo lejos, el rumor de los gritos traídos por el viento comenzó a sonar como granizo en los cristales del bar, en las calles, por todo el pueblo, y un aire de tristeza invadió ingrávido la tarde roja que yacía en el horizonte, suspendida en el anochecer. —Oh, querida —dijo el regente; sus orejas, largas y enrolladas cual cono no simulaban su condición de Kukudh—. Lo sé, pero no podemos hacer nada; suerte suficiente es ya que la organización mande algunos soldados a lidiar con ella, seguro que logran, como mínimo, contenerla, eso nos dará tiempo para escapar; he escuchado rumores que afirman, tienen un nuevo maleficio para contenerla y controlarla pero… Vamos, vamos, también tenemos que irnos. El guerrero, que hasta entonces sólo los contemplaba atento a su conversación, terminó de tomar su trago, una amarga y fría infusión de anís y regaliz, dejó caer un par de Soldis en la mesa 76


con un sonido de metal, y salió por la puerta cargando con sus dos espadas en la espalda, cruzadas cual si fueran cruz y una extraña bolsa de cuero con sellos de pergamino en la mano izquierda en donde la piel se veía extrañamente más oscura que el resto. La camarera soltó un gritito al verlo levantarse de su silla, emergiendo de la penumbra a la luz de los pocos candiles de aceite de salamandra que no se habían apagado por el alboroto que provocó la huida; por un momento se olvidó que aún podría quedar alguien en el bar. —En nombre de Gott, casi me da un infarto, ¿era un soldado inquisidor? —preguntó el regente mirándolo salir. Había volcado un jarro de pulque sobre su túnica esmeralda y el olor a flor de Olves con que estaba preparado se esparció por doquier, anegando el miedo y la tristeza reinante. —No —dijo la camarera con un dejo de esperanza en su voz; había saltado la barra para contemplar cómo se alejaba por las calles completamente vacías—. Es un Soturi; parece que aún quedan algunos vivos en estas tierras.

Parte uno: Cazador Capítulo 1 El fuego se adivinaba tras los altos troncos del bosque que separaba una aldea de la otra al fundirse su color carmín con la noche cada vez más espesa y los gritos, in crescendo, resonaban con mayor intensidad según el viento soplaba con fuerza desde el horizonte trayéndolos consigo. <<Pronto>>, se dijo Goro, el 77


guerrero, cruzando el velo mágico de la entrada del pueblo, <<se dejarán de escuchar>>. Usualmente variaba el tiempo que éstos resonaban tortuosos pero que se oyeran aún era algo bueno; quería decir que la gente del pueblo, la mayoría al menos, seguía con vida. Algunas brujas solían entretenerse sólo con un par de personas, casi siempre mujeres; buscaban algo en el aroma de ellas que las enloquecía, aunque claro, los hombres, especialmente los más jóvenes, no eran precisamente despreciados. Nadie, en toda la historia de la humanidad desde que apareció la primera bruja en la tierra, sabía qué era eso que buscaban, pero algo era seguro, una vez elegida la presa, era tomada y abusada de todas las maneras posibles. Ni Goro, cuya experiencia en cazarlas superaba con creces a los soldados de la organización inquisitorial del rey Oest, podía acostumbrarse a contemplar aquello cada vez que una bruja aparecía. Curiosamente, sin embargo, estas víctimas eran las que siempre sobrevivían, pero, como podía imaginarse luego de los suplicios a los que eran sometidas, nunca eran las mismas; estaban marcadas. La gente de los poblados aledaños solían quemarlas cuando las encontraban inconscientes entre los escombros, únicas con vida en un paraje de muertos, pues, pensaban, ya habían dejado de ser humanas. A veces las ahogaban en los lagos del este, los más grandes de toda las tierras del reino Oest, —se creía que el agua las purificaría—, llevadas enjauladas en enormes comitivas; otras tantas eran torturadas y asesinadas luego con mecanismos inventados por los aldeanos mismos como si el castigo de la bruja 78


no hubiese sido ya suficiente. A veces lograban huir y rehacer su vida escondiendo la marca, como seguramente había hecho la camarera del bar, pero casos como ese eran muy poco frecuentes. Este tipo de brujas, después de divertirse, entonces sí que mataban y destruían al pueblo entero para desaparecer —o marcharse, no se sabía a ciencia cierta— al amanecer. Las brujas solían clasificarse por el nivel de poder y la naturaleza de sus actos y entre las más comunes estaban las devoradoras y las brujas de marca, que, además de matar y destruir, acostumbran dejar sobrevivientes con su beso de muerte estampado en la piel. Estaban, además, las brujas errantes, como bien sabia Goro, y las destructoras, meras máquinas de caos, así como alguna que otra de tipo extravagante (como la bruja carcelera cuyo comportamiento errático no se podía bien clasificar). De dónde venían, nadie sabía, lo único que era seguro es que una vez que aparecían, todo era caos y destrucción. En los últimos treinta años, la corte del rey Oest, quien tomó el poder luego matar al Padre Rey hacia casi cinco décadas luego de la gran guerra Soturi, había decretado la creación de una especie de policía que se encargaba de salvaguardar sus territorios —así como de conquistar nuevos—, entrenando soldados superdotados que fueran capaces de hacerles frente a las criaturas. Los métodos de selección para poder ingresar a ésta eran completamente desconocidos para el público pero una cosa sí era cierta: las y los marcados eran, por predilección, los elegidos para combatir. De este modo el rey regulaba los linchamientos y mantenía un control puntual sobre aquellos que eran considerados 79


amenaza; además, y, aunque esto era poco sabido, el rey tenía un pretexto para poner en marcha proyectos secretos de fusión mágica elemental con el cuerpo humano o cuasi humano de cuyos fines Goro desconocía. A pesar de que su figura, la de los soldados de dicha organización, era ampliamente difundida entre la población, en realidad muy pocos conocían su proceder a la hora de pelar, de este modo, y conforme fue transcurriendo el tiempo desde su creación, su existencia se volvió casi de orden mítico; sin embargo, el hecho de que una bruja no atacara más de una vez y desapareciera, —la mayoría de ellas al menos—, misteriosamente al amanecer, mantenía la esperanza entre la gente de que sus poderes eran reales. Sólo algunos cuantos conocían la verdad, casi todos soturis que aún peleaban contra ellas clandestinamente, y contra los aniquiladores que, por órdenes del rey Oest, los intentaban matar para asegurar así el control y el poder total del reino. Goro aceleró el paso desviándose en el sendero gastado por donde a lo lejos aún se veían los últimos carruajes alejarse en dirección contraria, y se internó en el bosque. El olor a hojas muertas, musgo y madera húmeda se mezclaba con las bocanadas de humo que llegaban de la distancia, inundando su nariz. La oscuridad oscilaba en espiral sobre su cabeza y deformaba el entorno a su alrededor. Los enormes troncos se inclinaban al viento que soplaba en ráfagas concéntricas y algunas ramas caían desde lo alto arrancadas de tajo, muchas con nidos de Unnunus abandonados en ellas. Goro se abrió paso entre la maleza 80


persiguiendo el rumor de las hojas hasta llegar a un precipicio rocoso y luego, tras contemplar las columnas de humo que se alzaban al cielo en la oscuridad dispersándose sobre los gigantescos arboles del bosque que continuaban eternamente en un paraje más allá de los tres pueblos aledaños, se arrojó saltando de roca en roca hasta caer en un sendero que se abría sinuoso entre la maleza. Siguiendo recto, llegaría hasta la entrada del poblado. Junto a él, a la izquierda, de pronto un par de ojillos se adivinaron en la oscuridad de una enorme cueva que se abría como boca de lobo y una potente respiración surgió de ella como los fuelles de un dragón. Debía de ser algún Zimngui perdido. Desde que el rey decretó su caza intensiva a fin de aprovechar sus pieles como abrigos de protección y su sangre venenosa para bañar las armas de los soldados de la organización inquisidora y los aniquiladores de soturis, casi todos los de su especie habían desaparecido. Goro lo imaginó encorvado, con sus musculosos brazos, sujeto a un tronco de árbol ornamentalmente tallado en forma de lanza dispuesto a atacar si acaso decidía acercársele. Generalmente eran de naturaleza tranquila pero era mejor no estar cerca, especialmente si como aquel, se encontraba solo y resentido; <<como sea>>, se dijo Goro retomando el paso, <<mejor andarse con cuidado>>, suficiente tenía con lo que pensaba hacer considerando su estado actual. Ofelia, la gran bruja carcelera, lo había dejado en muy mal estado cuando la enfrentó por primera vez, desde que se prometió matarla en el momento en que ésta secuestró a Asa años atrás, 81


hacía quince meses del calendario Oestres. Por fortuna para él, una comitiva que pasaba lo rescató de los escombros luego de que, haciendo acopio de todas sus fuerzas, decapitara una de sus cuatro cabezas, provocando, como hecho secuencial, que ésta huyera de las tierras del norte en donde se había asentado desde que apareció ahí. Ese acontecimiento hizo que Goro fuera reconocido como un gran héroe por todas las tierras, pese a su reticencia por aceptarlo, pues, además de haber herido a la gran bruja errante, cosa que ni siquiera la organización del rey había logrado en tantos años, era de los últimos y perseguidos Soturi que seguían con vida. Cuando lo desenterraron debajo un motón de tierra, paja y cadáveres humeantes, le faltaba la mitad del brazo izquierdo, (Ofelia se lo arrancó de un mordisco cuando Goro intentó arrebatarle a Asa de la prisión de hueso de su vientre), y una de las estacas de hueso que llevaba la bruja como protección en su cuerpo de ogro, le había atravesado el pecho. Sobrevivió, por fortuna, gracias al uso de piedras de Sanantthi y a que el médico, un alquimista renegado, amputó el brazo, para ese momento ya completamente infectado de la llamada enfermedad negra o mal del diablo —la cual pudría en horas la carne, piel y nervio del infectado—, y lo remplazó por un implante de madera de Ocott fortificado con minerales “preservaciohnales” y unos cables tejidos con fibra de ala de dragón bañados con un hechizo de presión que permitía su movilidad potenciada. Siete estaciones temporales habían transcurrido desde entonces y Goro aún se sentía, por más que se negara a aceptarlo, 82


inseguro con el nuevo mecanismo de compresión de su brazo. Además aquel enfrentamiento lo había trastocado de manera irremediable. Contemplar el cuerpo adulto de Asa, tan cambiada desde que la bruja se la llevó, pero al mismo tiempo, tan idéntica a la adolecente que lo cuidaba cuando niño, había dislocado el engranaje de su propia constitución. Se había entrenado tanto para poder recuperarla y ahora, que por fin había logrado establecer contacto con la bruja luego de mucho buscar, apenas si pudo hacer algo contra ella. Era poderosa, inmensamente poderosa y él seguía siendo tan débil. Además, estaba el asunto de su brazo; si bien manejar las espadas con aquel implante no implicaba ningún problema a la hora de pelear, como bien había probado en sus entrenamientos y cazando bestias menores, aquel cosquilleo que de pronto sentía al comenzar a blandirlas le preocupaba. Las brujas no eran algo para tomarse a broma, mucho menos si eran de nivel seis como la que, a juzgar por el temblor en la tierra y al hecho de que ningún animal anduviera cerca, era aquella hacia a la cual se dirigía. Goro tenía el cuerpo tembloroso y un nudo se retorcía en su estómago; <<sólo es excitación>>, se dijo él, palpándose el pecho, bajo la capa, el agujero en su piel apenas cicatrizado, <<porque encontrarse de cara a la bruja sólo significaba estar un poco más cerca del paradero de Asa>>, pero una vocecilla en su cabeza lo ponía en duda. Desde aquel enfrentamiento que casi lo mató, Goro le había perdido la pista a Ofelia; según rumores, la bruja carcelera había marchado hacia el sur pero aun así, se dijo, necesitaba confirmar la información de primera mano con una 83


bruja. Y qué mejor si ésta sobrepasaba el nivel cinco. Al menos no le mentiría si conseguía hacerla hablar. La luna brillaba en lo alto del cielo tras el espeso follaje y, a juzgar por la pesadez casi húmeda de los gritos que sonaban en el aire cada vez más cerca, Goro divisó el atisbo de una tormenta en el horizonte. El guerrero avanzó por aquel estrecho sendero rocoso un rato más cuando de pronto, su espada, Idá, comenzó a quemar el cuero de su ropa en la espalda, señal de que la bruja estaba cerca. Idá era su señal de alerta pues adivinaba el campo negro cuando la bruja desplegaba su poder. La desenvainó entonces, mucho más pesada que Adí (pero también mucho más rápida), que aún colgaba en su espalda, y, sintiendo el calor abrazador de la hoja de acero, comenzó a blandirla fragmentando las sombras que se alzaban a contra luz por el fuego. Tenía que estar alerta; cuando las brujas aparecían no llegaban solas, los espectros siempre las acompañaban; si bien éstos intervenían muy poco, el daño causado por ellos era, aunque no mayor, tampoco menos grave; se encargaban de proveer a la bruja de los despojos olvidados por su inservible olfato o cualquiera de las carencias sensoriales de ellas, ya fuera los ojos, la nariz o el oído. Se podía decir que eran una especie de cortesanos, meros sirvientes de las reinas del caos, aunque, si lo pensaba con detenimiento, en los últimos meses circulaban rumores que afirmaban, habían comenzado a actuar de manera extraña. Por las descripciones que escuchaba, Goro suponía que era como si estuvieran evolucionando de un modo extremadamente veloz. No tenían demasiado tiempo de su primera 84


aparición, de hecho, no fue sino hasta la segunda oleada de apariciones brujiles (detonada por la aparición de Ofelia, la gran errante), que los espectros hicieron acto de presencia en los ataques, pues, en la antigua guerra, éstos no existían. Eran sólo las brujas contra las ramas genealógicas puras de guerreros soturis. La aparición de los espectros, había pesquisado Goro, estaba íntimamente ligada con la creación de la organización inquisitorial y la de sus soldados y aniquiladores, luego de que el Padre Rey muriera a manos de su propio hijo y éste tomara el poder. Ramas se partieron a su alrededor y el sonido de una respiración que atraviesa la noche como rayo: estaban cerca. A lo lejos, un grito mucho más agudo que el eco que había estado oyendo tronó en el aire; la risa de la bruja, era la señal, todo estaba por acabar. Goro avanzó aprisa unos metros más y luego, tomándola de su cinturón, arrojó una granada y esperó a que el humo negro de palpar se esparciera en su mundo circundante; entonces, en sigilo, caminó pisando cadáveres de la gente que intentó huir en las periferias del bosque, camuflajeándose con las siluetas que aparecían de los pliegues brumosos del humo, y penetró el velo de la entrada del pueblo, en el negro caos.

Capítulo 2 La espada, Idá, atravesó las siluetas que bailaban en los bordes del aquel inmenso maremágnum quemando las pieles de los espectros al contacto; éstos abrieron los ojos sorprendidos. Luego cayeron al suelo, uno a uno, algunos con el pecho perforado, otros 85


decapitados limpiamente con el filo de la espada. Los había tomado por sorpresa y el humo de la granada palpar había hecho su efecto; había adormecido su visión y olfato. Su agilidad se había visto mermada y como acto secuencial, se habían quedado paralizados sin saber qué diablos pasaba. Si bien, se dijo Goro sacudiendo la sangre espesa color amarillenta de la hoja de su espada roja e hirviente, ya por la cercanía de la bruja y su campo negro, eran llamados espectros debido a su semejanza con el cuerpo humano, el aspecto de aquellas criaturas se asemejaba mucho más al de un duende que nada, salvo, quizás, por la tez blanca de su cuerpos desprovistos por completo de pelo, la alta estatura y ese absurdo sombrero en su cabeza. Goro contó los cuerpos; eran cinco, faltaba uno, pensó. Si algo había aprendido durante sus largos años cazando brujas, era que sus ataques, así como el número de espectros que aparecían en escena, eran siempre el mismo y correspondía con el nivel de fuerza de la bruja funcionando como una especie de indicador, (de este modo la organización inquisitorial pudo clasificarlas); así pues, si la bruja era de nivel seis como esa, eran seis los espectros que aparecían con ella. El grado de destrucción variaba, claro, dependiendo del tipo y el carácter de la bruja pero el número de sirvientes no. Goro paseó la mirada por las ruinosas estructuras de las casas buscando, rastreando, pero la densidad del humo del fuego nublaba su visión; el espectro era fácil de distinguir, era largo y extremadamente delgado, además, usaba, como única vestimenta y rasgo distintivo de su clase, una especie de sombrero 86


alto de color negro que contrastaba con su cuerpo pálido, blanco como pergamino nuevo. <<Concéntrate>>, se dijo Goro, tenía la frente perlada de sudor y las piernas ligeramente temblorosas. El olor a carne quemada de los espectros tirados junto a él, se fundía en uno con el del montón de cadáveres que se quemaban entre los escombros de las casas, lo asqueaba. Las llamas danzaban crepitando en el suelo negro, avanzando por el pueblo como una serpiente ígnea, estirándose y contrayéndose, vomitando calor y nubes de fuego: <<ahí está>>, se dijo después de un rato, devorando una masa amorfa de carne embarrada en el suelo, tres metros más allá, casi en los pies de la bruja. Pero algo andaba mal, pensó, no era uno sino tres los espectros que merodeaban entre las llamas. <<Imposible>>, pensó Goro, Ida jamás se equivocaba, aquella bruja era una devoradora nivel seis, definitivamente. ¿Entonces porque habían aparecido ocho espectros? El guerrero los contempló y avanzó confundiéndose con la destrucción que volaba en nubes de polvo. Cientos de cadáveres yacían esparcidos en el suelo, la mayoría completamente chamuscados. Aquella bruja era considerablemente más grande que todas a las que había enfrentado antes, más incluso, que la propia Ofelia, y devoraba, en ese momento, con su cabeza de pez y largo vestido de cortesana azul, a un puñado de niños dispuestos en los corrales de los campesinos, entre excrementos y abono de caballos. Sus colmillos eran brazos humanos y se flexionaban por los codos cuando masticaba, mientras que sus cabellos giraban ondulantes, cayendo rubios por su espalda y emitiendo un sonido similar una 87


turba de gritos agónicos al partir el aire. Goro miró a su alrededor, estaban todos muertos, lo estuvieron desde un inicio; era la bruja quien producía los gritos para atraer más presas. Algunos dragonetes habían acudido al llamado desde el interior del bosque, y contemplaban desde las periferias el terrorífico espectáculo, expectantes a la espera de alguna presa perdida. La bruja emitió una carcajada que sonó cascada entre los gritos producidos por sus cabellos y, de un manotazo, sujetó un puñado más de niños y los devoró. Todo era caos y desesperanza. La tristeza pesaba en el aire. Goro notó entonces, al avanzar entre los escombros, como uno de los espectros restantes se acercó sigiloso a un niño que se había agachado cuando la bruja dio el manotazo, y estirando sus largos y flacos brazos, lo tomó y le reventó el cuello. Goro pudo escuchar, aun en medio de aquella bulla, como tronaba el hueso al perder la vida. Entonces el espectro aventó el cadáver, tibio aún, a los dragonetes en las orillas del bosque y lo devoraron, ante las risas burlonas de los otros espectros. Goro respiró hondo y atacó. El sombrero de copa de uno de los espectros se inclinó al agacharse para esquivar la daga que Goro había lanzado, pero no los otros. El cuchillo penetró de lleno en la cabeza de dos de ellos y murieron en el acto. El espectro restante, al mirar aquello, bufó y comenzó a correr a cuatro patas como hombre lobo. Su piel desnuda rebotaba fofa al andar y la sonrisa en su rostro de duende había desaparecido reemplazada por una mueca de preocupación. La bruja entre tanto, giraba su cuerpo haciendo temblar la tierra, 88


buscando en el suelo, lo siguiente para comer. El espectro saltó entonces a los faldones del vestido de ésta y comenzó a escalar hasta sus pechos, protuberante en un escote sensual, y luego hasta las branquias en su cabeza de pez. El espectro le susurró algo por las aberturas verticales de su cara y, para sorpresa de Goro, la bruja giró la cabeza con dirección a donde él estaba, meciendo su larga cabellera en el aire provocando el rugir de gritos cada vez más desgarradores. Goro jamás había presenciado algo así; la bruja asió en sus manos el tronco de un árbol en llamas, y lo blandió como si fuera espada. Entonces golpeó el aire frente a él con tanta fuerza que, de no haber esquivado por los pelos las raíces que se flexionaron cual látigo en el aire, lo hubieran matado. El espectro emitió una risa ahogada y, sentado como estaba en el hombro de la bruja, lo señaló una vez más entre los escombros y el humo y el polvo. Por su naturaleza salvaje, Goro jamás hubiera pensado que una bruja tan poderosa como aquella fuera a recibir, y aún menos obedecer, órdenes de nadie pero en ese momento, guiado por el espectro, lo estaba haciendo. ¿Qué estaba pasando? Goro sujetó firme su espada con el implante de madera de su mano y, desde donde estaba, de pie sobre las ruinas de una taberna, entre polvo y trozos de hierbajo que caían en medio de aquel follón, blandió la espada. Fue un sólo golpe pero el aire, el humo y el fuego se abrieron limpiamente al corte de Idá. El espectro quiso moverse pero era demasiado tarde, lo había partido por la mitad al igual que el hombro de la bruja. De su sombrero de copa rebanado, su cerebro se vació licuado en una mezcla espesa. El vestido de la 89


bruja se deslizó, a su vez, por sus hombros y dejó a la vista un enorme pecho blanco; en el pezón la cara de un gigantesco bebé lloraba muda. La sangre comenzó a manar instantes después espesa y del color de la mierda. La bruja profirió un grito ebrio de dolor y comenzó a blandir sus cabellos que fueron cortando todo a su paso. Los montones de cadáveres dispersos por doquier, quedaron reducidos a meros trozos de carne ensangrentada. Su cara de pez se contorsionaba escamosa y de sus branquias, un caldo apestoso salpicaba todo. Goro blandió una vez más su espada, corriendo entre las ruinas, y el choque del acero con los cabellos rizados de la bruja que oscilaban hizo eco por toda la tierra. Chispas saltaron de todas direcciones y el olor a quemado se esparció como niebla por doquier. La espada ardía y la carne de la bruja estaba indefensa. Matarla sería mucho más fácil de lo que había supuesto, pensó Goro, pero no era eso, se había vuelto más fuerte y ese brazo constituía su principal fuente de poder físico. Lo sabía, lo podía sentir. Goro sonrió. Ese brazo seria su llave para alcanzar su objetivo. Ofelia. Asa. Asa. El temblor en sus piernas había desaparecido y en su estómago sentía bullir emoción y adrenalina pura. —¡Eh! —gritó el guerrero. La bruja, que había caído de espaldas, se puso en pie de nuevo y buscó, entre la humareda, el origen de aquella voz. Sus ojos de pez puestos en la cara alargada horizontalmente por su cuello se movieron buscando, rastreando

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—Por aquí. —dijo Goro. Su rostro, cubierto de sombras, oscurecía sus facciones y la capa en sus hombros se mecía al compás del viento que soplaba sin dirección. —¿Quién es? —rugió la bruja. Su voz escamosa, reverberó en la noche. Al abrir la boca, la cabeza de un niño salió volando desprendiéndose de sus dientes con forma de brazos, los dedos retorciéndose como lombrices en las puntas de las manos. —¿Reconoces esto, ¡eh!, monstruo? La bruja miró entonces por fin a Goro de pie sobre una estructura perdida en el desastre y abrió la boca; era él, el famoso Soturi de Oest. Goro retiró los pergaminos de protección de la bolsa de cuero y sacó, tenuemente iluminado por la penumbra danzante, la cabeza de una mujer muy hermosa y de un tamaño desproporcionalmente grande. Sus facciones finas parecían de porcelana pero algo en su mirada muerta hizo estremecer a la bruja que retrocedió unos pasos al mirarla, sus ojos de pez abiertos de par en par. —¿Sabes en dónde está? —La bruja sacudió a cabeza de un lado a otro en negativa pero algo en su rostro advirtió al guerrero que no era así. —Su nombre no se puede decir —dijo la bruja—, está prohibido. —Dime lo que sabes —ordenó Goro y ondeó la espada partiendo el aire. La bruja se inclinó hacia él poniendo sus manos en el suelo, entre madera quemada y cadáveres destrozados. A la distancia, en 91


la penumbra, era un gigante de siete metros de alto mirando una nada con forma de hombre en la destrucción. —Se perdió —dijo la bruja. —¿Se perdió? Entonces, del suelo, entre las ruinas, cavando túneles, los cabellos de la bruja atacaron a Goro cual gusanos desde el fondo de la tierra, retorciéndose. El brazo de éste se movió por inercia y bloqueó los abordes. Idá fue de aquí para allá hiriendo a la bruja, primero en su cara, haciendo cortes finos, hirvientes en la carne de pescado, luego por el resto del cuerpo. La bruja emitió un aullido de dolor y su cabello quedó cortado en hebras que se disolvieron al caer al suelo como sueños al amanecer. <<¿A dónde se fue?>> pensó la bruja, con su ojo izquierdo colgado de su mejilla al buscarlo para contratacar. Sus colmillos, los brazos humanos, se estiraron y doblaron luego por el codo cuando abrió y cerró la boca al hablar. El guerrero había desaparecido. —Te hice una pregunta —dijo Goro de pronto, parado en el mismo lugar donde el espectro había estado antes; en su hombro. La bruja volvió la cabeza, ¿cómo llegó hasta allí? Entonces Goro le rebanó la mejilla. La sangre salió a caudales, y entre ella, en el espeso líquido amarillento, el guerrero reconoció la cara de los niños que había devorado. Se movían como almas en el infierno al abrir y cerrar la boca, llorando. —En los oscuros bosques del sur —dijo la bruja, al fin—, no sé nada más. —Su voz había adquirido un tono de niña y hablaba 92


como si se justificara por una travesura—. Aún entre nosotros, ella es diferente. No mata por diversión, tampoco por hambre, nadie lo entiende, además siempre lleva a esa mujer consigo… Goro, que la observaba con asco, levantó la mirada al cielo: al menos ahora sabía que los rumores no eran mentira, Ofelia estaba en las tierras del sur. La luna roja brillaba semi curva pendida de la mejilla del universo; herida, se dijo Goro, y perdida en los confines del fin del mundo; <<Asa>>, pensó entonces; cuando la vio en su enfrentamiento con Ofelia, se veía limpia, sana, a gusto, inclusive y que lo mataran si no, pero le había parecido percibir el destello fugaz de una mirada de cariño en sus ojos grises al contemplar a la bruja que la aprisionaba en el interior de su vientre de huesos pálidos y cubiertos por jirones de carne podrida que colgaban como ramas de sauce. —Muere —dijo Goro sintiendo una rabia sorda palpitar en su interior; acto seguido, cerró los ojos y dejó que el poder del brazo fluyera por todo su cuerpo.

Capítulo 3 Enormes lágrimas escurrían por las mejillas de pescado de la bruja cuando Goro la rebanó en decenas de pedazos que los dragonetes no dudaron en correr a devorar. La boca, aún completa cuando cayó al suelo, alcanzó a murmurar antes de desvanecerse entre los colmillos de un par de ellos: —No podrás derrotarla; ella es inmensa, ella es eterna, ella es, ella fue y será… —Pero Goro no la escuchó. 93


Capítulo 4 Luego todo fue silencio; silencio y el crujir de las llamas danzando con su canto de muerte en la oscuridad. Todo había terminado. Capítulo 5 Pero no era del todo así. Goro agudizó el oído al percibir un rumor lejano susurrar entre los escombros. Por aquí, sobre el humo, por allá bajo las hierba quemada y entre los lengüetazos de los dragonetes que devoraban los pedazos de carne de los cadáveres y la bruja. El aire despeinaba las copas de los árboles dispersando el humo en columnas que se retorcían en espiral al cielo oscuro, bajo la luna roja y, a lo lejos, relámpagos encendía la noche. Goro absorbió de su medio la cadencia de aquellas ondas de sonido que revoloteaban en los despojos del caos, sintiendo el astil de Idá frio como la nieve ahora que la bruja había muerto y su campo negro se había desintegrado, y escuchó atento: palos al ser removidos y el tronar metálico de una espada en el silencio, bajo tierra. El guerrero saltó al suelo de la cabaña destrozada en donde estaba y comenzó a caminar hacia aquel murmullo cada vez más audible. Tenía los ojos cerrados, como hacia cada vez que necesitaba escuchar, escuchar de veras, y caminaba como por instinto persiguiendo sombras en el aire; un dragonete le gruñó al percibir su cercanía y clavó sus garras en el abdomen de un hombre que yacía tumbado boca arriba con los intestinos saliendo por su boca como advirtiéndole, “esto es mío”. Su larga y 94


escamosa cola apuntalaba al cielo como un fusil de hierro aún no inventado. Goro lo ignoró y siguió el sonido hasta el destrozado corazón del pueblo: que hubiera un sobreviviente era sumamente extraño; ¿quién podría haber eludido las garras del monstruo? Aquella bruja era una devoradora, marcar no le interesaba en absoluto. Goro se detuvo al pie de una choza completamente destruida, el calor abrazador besando su cuerpo, y entonces, enfundando Idá, dio un puñetazo en el suelo con el brazo izquierdo levantando los escombros en el acto como si la gravedad se hubiera fundido en el aire, y ahí estaba: una mujer con el cuerpo semienterrado escarbaba, intentando salir. Ella lo miró con sus ojos plateados inyectados de sangre por el esfuerzo y el dolor, y le apuntó con su espada con la mano libre, su rostro desprovisto de todo miedo. Alrededor de Goro los escombros flotaban como cenizas. Era bella, pensó, pero algo en sus ojos le transmitió una sensación de extrañeza, sin nombre; ¿qué sería?, se preguntó; no lo sabía. El cabello rubio de ella, manchado de sangre, escurría por sus mejillas y un corte trasversal se estiraba desde el cuello hasta el ombligo. Y luego estaba el emblema dorado en su pecho: la organización inquisitoria del rey Oest. Era un soldado. —¿Necesitas ayuda? —preguntó Goro. En su cara se iluminó el fantasma de una sonrisa a las llamas del fuego. —¿Tú qué crees? —dijo ella bajando su espada alargada y con forma de hueso, y suspiró aliviada. Goro se agachó y la tomó en sus brazos.

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Capítulo 6 La dejó sobre la barra del bar. El regente se había marchado junto a la camarera, al igual que el resto de habitantes en ese pueblo y, en medio de la noche, las casas parecían criaturas muertas agazapadas en la oscuridad, acechando. Los brazos de Goro habían quedado cubiertos de sangre y trozos de piel muerta de la guerrera. El mal del diablo, pensó encendiendo un candil, pero no era así. Su herida, mortal según le había parecido cuando la sacó de los escombros, se había cerrado en el transcurso del camino, y ahora, a pesar del tono amoratado de su vientre, se veía bastante mejor. Su poder de sanación era increíble. ¿Se debería a la marca?, se preguntó. La guerrera lo miraba. Sus ojos eran plata en la penumbra y lo observaban en el vacío frio de la noche. Su espada de forma bastante inusual, retozaba sin convicción sobre la mesa como un insecto muerto y, en sus bolsillos, piedras de transferencia brillaban intermitentes iluminando la penumbra reinante. Goro saltó la barra, en el mismo lugar en donde la camarera lo había visto emerger horas antes, y abrió una botella de chartrusee. Luego tomó un sorbo y vació el resto de la bebida en la herida de ella. Ésta gritó de dolor y se retorció en la mesa. El corte, que aún estaba ligeramente abierto, comenzó a escocer inmediatamente, quemando la piel, cerrándola. —Con eso estarás mejor —dijo Goro, y se encaminó a la puerta. —Espera —dijo ella—. ¿A dónde vas? 96


A lo lejos, un relámpago hizo eco en el silencio cargado de la típica tristeza que inundaba al mundo siempre que una bruja atacaba y el agua comenzó a anegar el silencio en la oscuridad. Una tormenta se acerca. Envuelta en la penumbra, sus finas facciones se acentuaban aún más y aunque hermosas, le recordaban ligeramente el rostro de ¿quién?, ¿Ofelia? —¿Cuántos eran? —preguntó Goro repentinamente. La Guerrera lo miró; se había incorporado; su herida estaba completamente cerrada y el vapor había dejado de quemar su piel ya regenerada. —Siete —dijo ella—. Éramos siete. La organización, en el comunicado, nos dijo que la bruja era nivel dos; dijeron que no había problema si éramos pocos, que sería suficiente para vencerla. Esos hijos de puta… nos enviaron allí a morir. Siete. Goro cerró los ojos y recordó; la bruja era nivel seis, ni aun siendo cien de ellos podrían haber hecho algo contra ella. Los ataques usualmente era orquestados por cincuenta soldados o más para niveles bajos, más del triple si era grado cinco o superior, entonces, ¿por qué el rey de pronto comenzaba a despreocuparse por sus soldados? Hasta antes de que Goro luchara contra Ofelia, el rey Oest intentaba protegerlos por todos los medios; cuando el campo negro rebasaba del nivel cuatro, las misiones de los soldados se limitaban a reconocer y evacuar, si era posible, desde la distancia; mantenerlos con vida era su prioridad; tanto era así que poblados enteros perecieron sin recibir ayuda. Con algo de suerte, la bruja desaparecería al amanecer o se iría a otro lado. En 97


caso contrario, bueno, que Gott amparara al mundo si como Ofelia, era de clase errante, nivel doce. —Cuando apareció —continuó la guerrera—, nosotros apenas habíamos traspasado el velo de la entrada. Entonces nos cayó encima, surgió de la nada. De pronto el cielo pareció abrirse en una línea recta y acto siguiente, ella ya estaba allí aspirando con esas malditas branquias de pescado. Nosotros éramos la elite, lo mejor de la inquisición… y no logramos ni siquiera desenfundar nuestras armas. Atrapó a Khie con una gigantesca lengua de sapo y la devoró ahí, frente a nosotros sin que pudiésemos atacar; luego fue Marraf, luego los demás. Para el momento en que logré desenfundar mi espada, todos los soldados ya estaban muertos y medio pueblo destruido. Esos malditos espectros habían dispuesto a los niños y más jóvenes en los corrales y la bruja los devoraba. Eran ocho, muy extraño, de verdad, muchos más de lo que deberían haber aparecido… >>Aquella era la villa infantes, ¿sabes?, casi todos los niños de estas tierras iban allí para su entrenamiento; ellos eran el futuro… y nosotros no pudimos hacer nada por ellos. Katyia logró mandar un mensaje de urgencia antes de que la mataran; la organización debió de haber mandado refuerzos pero no llegó nadie. Entre la turba, la bruja me sujetó de la cintura mientras guiaba a un grupo pequeño de gente fuera del pueblo, pensé que moriría pero, al olfatearme, me lanzó a los escombros a donde perdí el conocimiento; no lo entiendo, ¿por qué lo hizo?, cuando

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desperté tú estabas a media pelea pero para nosotros, para mí, ya todo había acabado. Goro le ofreció la botella de la que acababa de dar un sorbo y dijo: —Era nivel seis, una devoradora de nivel seis, ustedes no podían hacer nada. Tú no podías hacer nada. Ella suspiró y, aflojando los puños que tenía apretados, tomó la botella y bebió. —Nada es tu culpa —dijo Goro—. Ustedes, toda esa gente… fue la bruja… y el rey. La guerra asintió limpiándose las lágrimas; al hacerlo, se percató de la semidesnudez de su cuerpo; entonces se dio la vuelta y se ocultó en la penumbra, avergonzada. La turgencia de sus pechos resaltaba sobre su traje desgarrado. Goro le ofreció su capa. La cobijó. —Gracias, por todo —dijo ella—. Me llamo Dietrich.

Parte dos: Presa Capítulo 7 —Agáchate —susurró Dietrich de pronto. Habían caminado cerca de dos semanas sin el menor percance, sólo ellos, en medio de la nada con dirección a las tierras del sur. Goro la miró ocultarse entre el follaje de los arbustos y luego al cielo persiguiendo su mirada en el aire: entre las copas de los árboles, en el amanecer, un par de Harpías retozaban devorando los 99


restos de un hombre. En sus picos, la sangre pintaba sus labios de carmín y el sonido de los huesos al ser triturados entre sus colmillos y el sorber de la sangre llenaban el silencio de la mañana. Generalmente Goro, al ser cazador nocturno, no solía encontrarse con ellas frecuentemente pues, además de ser criaturas de día a diferencia de las brujas, evitaba caminos poblados y Dietrich parecía saberlo. El mapeo de su ruta se limitaba a pasar de un poblado a otro, a través de los bosques y los abismos montañosos, según se lo indicaba su espada Idá que percibía el campo negro antes incluso de que la bruja desplegara su poder en la tierra. Pero ahora eso no importaba, aquella era la vía más rápida para encontrar a Ofelia. Goro desenfundó su espada, Adí, mucho más ligera que Idá pero también mucho más poderosa, y les apuntó con ella pero Dietrich lo detuvo. —No así —dijo, y de su bolsillo sacó dos ruedas hechas de hueso al parecer—. Son rápidas, las espadas no funcionan de ese modo con ellas, si llaman a las demás estaremos en problemas. — Goro la miró queriendo refutarla pero al final lo dejó correr. ¿Para qué discutir?, ella parecía saber lo que hacía. Hasta antes de que dejara la organización para seguir con él, había viajado por todas las tierras territorio del rey Oest, podía confiar en ella. —Mejores son los ataques sorpresas, además, aquel es el valle de las Harpías, no querremos tenerlas encima si éstas llegan a graznar, créeme —continuó ella. Entonces, con mano experta, Dietrich lanzó aquellas extrañas armas que, dibujando una trayectoria curva en el aire, asestaron de 100


lleno en sus rostros finamente tallados y emplumados. La sangre salpicó el aire y la enorme rama en la que se sostenían se partió por la mitad y las hizo caer. Una de ellas, la más pequeña, golpeó muerta el suelo junto al cadáver a medio devorar, sobre la hierba; la otra, mucho más grande, aleteó en círculos derramando un espeso liquido de su cuerpo y luego se lanzó en picado hacia donde ellos estaban, con sus garras de fuera y emitiendo un chillido agudo de dolor. Dietrich desenfundó su espada y la blandió como látigo destrozando las ramas de los arboles más cercanos con una filosa ráfaga de aire, partiendo, en el proceso, a la harpía por la mitad. Las altas rocas en donde solían anidar se adivinaban en el horizonte, no demasiado lejos de donde estaban, y el eco del chillido de ésta se expandió en espiral hasta los nidales y de regreso. —¡Mierda! —maldijo Dietrich—. Ya vienen. El aleteo, a lo lejos, anegó de pronto el silencio apenas perturbado por el follaje al contacto del viento y sus figuras, el de las harpías, se dibujó en el horizonte, bellas con sus alas, entre las montañas bañadas por la tenue luz de la mañana. —Vamos —dijo Dietrich—. Los oscuros bosques del sur ya no está tan lejos. Goro se incorporó y la miró; si bien habían acordado ir juntos hasta el siguiente pueblo, no esperaba continuar con ella hasta los oscuros bosques, en donde Ofelia. Dietrich era de gran ayuda, no podía negarlo, y muy poderosa, pero aquel era un camino que había emprendido solo; tenía que terminar igual, pensó. 101


—Te escuché hablar con la bruja, tienes que encontrarla, ¿no?, Ofelia, la bruja carcelera; te ayudaré. —No —dijo Goro—. Te lo agradezco pero no, esto es algo que debo hacer solo. —Es

demasiado

poderosa,

conmigo

aumentan

tus

posibilidades de lograr lo que sea que buscas al enfrentarte a ella, porque no buscas vencerla ¿verdad que no?, nadie puede hacerlo. (Ella es inmensa, ella es eterna, ella es, ella fue y será) Una ventisca de aire revoloteó entre las ramas y una pavada de unnunus voló sobre sus cabezas con sus enormes picos torcidos como media luna. —¿No piensas regresar a la organización, verdad? —le preguntó Goro sin saber muy bien porqué. —¿Esta loco?, esos desgraciados me enviaron a luchar sabiendo que moriría; tanto da si creen que sí lo hice. Las harpías graznaban en el silencio, cada vez más cerca. —Escucha —dijo Dietrich sin miramientos—. Desconozco tus motivos para buscarla y si te soy franca no me interesan, pero te estoy agradecida por matar a aquella perra y por sacarme de los escombros, por más aprisa que mi cuerpo sane, no la hubiera librado; sé que no es lo tuyo pero igual lo hiciste, así que he decidido seguir contigo y ayudarte, de cierto modo te debo la vida, además, conozco estos lugares, te puedo ser útil, a menos, claro, que decidas vagar y perderte en estos valles. No serías el primero, pero sé que eres listo, ¿eres un Soturi, no?, el famoso guerrero Goro, no puedes ser estúpido. Si en algún punto del camino decido 102


tomar otra dirección, basta con que te lo diga y ya está, nos separamos, sin más, ¿no te parece? El guerrero palpó con su mano la cabeza de la bruja aprisionada en su bolso de resguardo con pergaminos de encierro. Ofelia, pensó, y una ráfaga de recuerdos le inundó la mente, entremezclados todos en una llovizna de sentimientos tan fríos como el granizo; entonces el grito de Asa resonó en su cabeza a lo lejos, en el tiempo; Asa, hermosa, con su mirada de mar encerrada en el vientre de Ofelia, apenas una adolecente con el cuerpo roto y aquellos gritos de súplica. Escóndete, sobrevive. Luego soledad y un vacío infinito. Después un parpadeo y el escenario cambió: <<la soledad no te sienta bien>>, le recordó la voz de Asa adulta, mirándolo a los ojos, años, muchos años después, <<sé feliz, ¿eh?, Goro>> y el efímero centelleo de una sonrisa en su boca de media luna. —Vamos —dijo Goro mirando a Dietrich a los ojos, tan parecidos a los de Ofelia. <<Sí>>, pensó él, repentinamente, a ella se los recordaba, Ofelia—. Ya vienen.

Capítulo 8 Siete semanas después llegaron por fin al pueblo del abismo Nebilis, cerca de la fortaleza del Sur, y rentaron una habitación en una posada para pasar la noche. Se sentían cansados después de caminar tanto y apenas habían comido. En el camino hasta allí se habían enfrentado a varias brujas de nivel medio y a un par de mantícoras salidas de quien sabe dónde en medio de los pilares de 103


las rocosas, además, una bandada de harpías los persiguió durante largo tiempo a través de los valles y los desolados bosques. Por si fuera poco una semana antes de llegar al pueblo, se habían topado de lleno con un trío de brujas nivel cuatro que merodeaban sobre el lago de Nebilis, justo al pie del barranco que daba acceso al pueblo. Si bien su poder no era tan grande, los espectros, casi cuarenta esta vez, les ocasionaron gran daño. Apenas pudieron acabarlos sin salir destrozados ellos mismos. Cada vez se comportaban más y más erráticos y su poder había incrementado considerablemente; además, las brujas, doblegadas a ellos, se movían siguiendo sus órdenes y eso representaba un problema grave. En la guerra antigua las brujas se desplazaban por las tierras del reino persiguiendo sólo sus instintos, por lo que era más fácil para los soturis enfrentarlas. Ahora, sin embargo, parecían suprimir esos impulsos de destrucción inherentes a su existencia, y atacaban con base en estrategias bien estructuradas, por lo que ocasionaban mayor daño. Algo raro pasaba con todo ello y Goro había perseguido aquel cambio hasta su enfrentamiento con Ofelia, cuando perdió su brazo tiempo atrás. Después de eso, muchos cambios se habían edificado por todo el reino de Oest; ¿qué sería?, además, la noticia de que un ejército de mil quinientos soldados de la corte habían perecido cerca de ahí al contacto de una bruja de nivel nueve, apenas cinco niveles abajo del mayor registrado, los tomó por sorpresa. Pareciera, habían concluido Dietrich y Goro, que el rey decidió erradicar por completo la organización inquisitoria. De ser así, sólo podía significar que había encontrado 104


nuevos aliados mucho más poderosos para conquistar las tierras de la reina Surtse; siempre había sido ese su objetivo y el principal móvil para matar al Padre Rey. Una vez que la venciera, los reinos restantes caerían mucho más fácilmente. No eran como ella. No eran tan fuertes. No tenían su poder. —¿Las brujas? —había aventurado Dietrich. Pero Goro no contestó; ambos ya conocían la respuesta.

Capítulo 9 Aun así, reflexionaba Dietrich en medio de la noche, quedaban muchas cuestiones en el aire. Si las brujas eran las armas, ¿qué eran los espectros?, ¿quiénes eran y como es que ahora podían controlaras a su antojo? No lo sabía. Había tantas cosas que no entendía. ¿Qué podía hacer? Goro dormía a su lado y su respiración acompasada resonaba en el silencio. La tranquilizaba. Su pecho lleno de cicatrices subía y bajaba, y sus facciones duras, a pesar de estar sumamente pronunciadas como marcadas con cincel en su carne, delataban el fantasma de una juventud arrancada a la fuerza. Dietrich estiró su brazo, su cuerpo desnudo bajo las sabanas y lo tocó. Por ahora, se dijo sintiendo el tacto tibio de su piel, estar con él era lo mejor. Desde que lo conoció se había sentido irremediable atraída y ese sentimiento sólo incrementó durante el tiempo que pasaron juntos. Era como si algo en el interior de Goro la llamara, lenta y calmadamente, y la incitara a permanecer a su lado. No lo entendía, pero tampoco le importaba

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demasiado, se sentía bien estar con él, así que no se alejaría. No ahora. Nunca. De pronto, la espada, Idá, recargada en la pared, iluminó la oscuridad con su hoja de acero ardiente y la marca que Dietrich tenía en el vientre, le comenzó a escocer sordamente. Algo malo estaba por suceder. Lo sentía.

Capítulo 10 Estaba agotado. Dietrich yacía medio muerta entre los escombros de lo que al parecer, solía ser un templo de Gott, y Goro contemplaba a la bruja volar sobre los edificios, en lo alto. Sus enormes alas de cuervo despuntaban con ciclópeos dedos humanos que se retorcían al viento, en la oscuridad, y, en su rostro calavera, una sonrisa se abría torcida en media luna. La lluvia seguía cayendo a raudales del cielo y, en el suelo, charcos de lodo se abrían en el lugar de sus pisadas y unos cuantos cadáveres se esparcían por aquí y por allá entre los hierbajos. El pueblo se hallaba junto a un abismo rocoso muy cerca del castillo fortaleza del rey Oest, antiguamente perteneciente a la reina Surtse; las torres se alzaban al cielo como las velas de un navío en la oscuridad, perdido en altamar y la bruja, aleteando y emitiendo un largo suspiro de huracán, se mecía en el abismo, sus ojos rojos brillando entre las capas de neblina espesa que ascendía desde el fondo del vacío, abajo, en el caudal del rio Nebilis. Goro suspiró, cerró los ojos y aguardó a que viniera. Dietrich seguía con vida, si bien había perdido el conocimiento, su 106


cuerpo ya se comenzaba a curar, regenerándose y, en la lejanía, entre los bosques, la gente del poblado avanzaba en una comitiva dirigida por los soldados inquisidores, reclutados por Dietrich. Desde que Goro comenzó a viajar con ella, acostumbraban, cada vez que entraban en contacto con una bruja, a evacuar a las personas que circundaban las zonas del campo negro. Para Goro significaba dejar de lado el ataque ofensivo y centrarse en apoyar a la guerrera para la evacuación; era una molestia, tenía que admitirlo,

pero

Dietrich

ejercía

sobre

él

una

influencia

indeterminada. No es que la amara, solía pensar al mirarla, pero aquel sentimiento sin forma le retorcía las entrañas cada vez sus ojos se encontraban. Como sea, se dijo tomando su espada Idá, ardiendo por el campo negro, tenía que terminar con ello. La batalla ya se había alargado demasiado y el cansancio pronto lo vencería. La bruja planeó sobre su cabeza, entre los edificios de altas cúpulas que aún se mantenían en pie, se detuvo luego encima de uno de ellos y barrió con la mirada el gigantesco montón de cuerpos de los espectros tirados cerca de Dietrich, que se esfumaban lentamente, entre las brumas. Los miraba como si buscara instrucciones. Las tierras del sur estaban a dos semanas más a pie si atravesaban los páramos de las quimeras, y los bosques oscuros, a una semana más. Ofelia estaba cada vez más cerca y las irregularidades que atañían al comportamiento de las brujas y los espectros trastocaban hondamente su propia percepción de las cosas pues todo lo que había aprendido de ellas 107


estaba siendo echado por tierra. Por otro lado, si el rey Oest tocaba las tierras de la reina Surtse, más allá de la muralla en donde terminaba el rio Nebilis, la guerra por el territorio se desataría y ellos quedarían atrapados en el epicentro de todo. Todo se estaba yendo al carajo, sin que pudiera hacer nada. La bruja alzó la mirada al cielo como esperando que la luna, tapizada de nubes, le dijera qué hacer, y luego, abriendo su boca de cráneo, emitió un chillido ronco que cimbró la tierra en la oscuridad. Esa era su oportunidad. Goro se desplazó con rapidez por los bordes del precipicio y saltando y escalando entre los edificios, blandió su espada al aire con el brazo izquierdo sintiendo como fluía el poder de los hechizos sobre su cuerpo. La bruja advirtiéndolo, se quitó con una velocidad mucho mayor de la que su gigantesco cuerpo de ave le podía permitir, eludiendo el corte que destrozó los ladrillos de la edificación que luego se vino abajo. Entonces abrió y cerró sus alas de cuervo y, en el acto, echó a volar. Goro se retrajo, escondiéndose entre las estructuras de piedra a medio caer y esperó a que la bruja bajara otra vez. Ésta, entretanto, se elevó a lo alto, bajo las sombras, bañada por la oscuridad y la penumbra de las luces en el horizonte y luego, enorme pajarraco con forma humana sobrevolando al mundo, bajó en picada. El golpe arremetió en el centro del poblado e hizo volar los cadáveres y las casas dejando un agujero concéntrico tres metros hacia dentro en la tierra. Goro salió disparado en medio del humo y destrozos; una lanza de madera se incrustó en su hombro y la sangre comenzó a manar a 108


chorros casi en el acto. La bruja, que seguía mirando la luna llena, roja, detrás de las nubes, de pronto plegó las alas y la tela membranosa llena de venas y plumas negras, se transmutaron en brazos humanos, en la punta de las cuales garras filosas se formaron entre las sombras y, acto seguido, las enterró en el suelo. Instantes después, enormes filos emergieron como cristales de la tierra atravesando los cadáveres que yacían en el suelo, entre los destrozos y el caos. Los espectros incluidos. Goro corrió esquivando las agujas que emergían al cielo y tomó a Dietrich de la cintura. —¿Qué haces?

—rezongó ella. Había recuperado el

conocimiento pero las heridas que la bruja le había hecho con sus garras aún palpitaban en su espalda, inmovilizándola—. No puedes perder tiempo conmigo, tienes que acabar con ella. Amanecerá pronto. Sus ojos plateados brillaban en la noche. Goro asintió, dejándola suavemente en el techo de la alcaldía. Luego descendió sacando de su bolsa de resguardo, la cabeza de Ofelia. La bruja se había encogido a tamaño humano y lo miraba. Su cuerpo de mujer desnuda, se abría con heridas que dejaban al descubierto espinas, su cara, una calavera. —¿Qué sabes de ella? —dijo Goro mostrando la cabeza decapitada de la bruja carcelera, ya desprovista de pergaminos. —Creí que ya lo sabias —contestó la bruja con una voz que resonó ronca, esquelética en el fondo de la mente del guerrero—.

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¿No te lo había dicho Petra, en el norte y Artemia, y todas las demás brujas a las que has enfrentado desde Ofelia?. Goro la miró. No dijo nada. Aquella bruja le daba miedo. Un miedo atroz, sin precedentes. La sentía dentro de su mente, en sus recuerdos, arañando las paredes de su memoria con sus garras de monstruo, desplazándose lentamente hacia el interior. —¿Creías que no lo sabíamos? —la bruja trazaba círculos con sus manos en el aire disparando ráfagas de diamantes filosos por todos lados y, ahí, de pie, en la oscuridad, tenía el cuerpo de una niña con el cráneo blanco como luna iluminando la lobreguez oscilante—. Nosotras lo sabemos todo, somos brujas después de todo. Pero te equivocas, ella ya no está en los oscuros bosques del sur, hace un par de semanas que comenzó a moverse hacia el occidente sin nin-gún mo-ti-vo; ¿no te parece raro?, tú te acercas y ellas se van. ¿Quieres saber hacia dónde se dirigen?, me parece que no hace falta, ¿o sí?, ya lo sabes, tu mirada me lo dice, tu miedo, tus pensamientos; después de todo, su destino es el mismo que tú decidiste seguir desde el principio. Regresar. Todo esta persecución, ¿no basta ya de fingir? Goro contrajo la cara en una mueca sin forma; luego asió con más fuerza su espada. La fuerza mágica que atravesaba su cuerpo hervía en su interior con furia y se desbordaba por el agujero de la herida en su hombro sangrante en forma de sudor y miedo. ¿El destino que decidió seguir?, ¿regresar?, ¿acaso podía referirse a...?, no, pensó, no podía ser. Por más que Goro le había dado vueltas y vueltas a aquellas palabras que Asa pronunció muda cuando la 110


bruja la secuestró, jamás se había planteado seguir realmente ese camino, no al menos de manera consiente, era imposible; sin embargo, ¿no era ese viaje suyo ya algo inalcanzable? —Así es —dijo la bruja, su sonrisa de malva parecía nieve en la tempestad—. Se dirigen hacia las aguas del tiempo.

Capítulo 11 Entonces el tiempo se detuvo y Dietrich, que se había incorporado, lo miró todo como en cámara lenta: Goro agitó su brazo izquierdo cual si fuera un látigo en el aire y el viento, la noche y la gravedad se abrieron en el acto, su cara oculta en una contracción, y la bruja, tan rápido como aquel destello de luz producida por la espada, lo esquivó una vez, dos veces y se acercó de un salto, cara a cara, frente a Goro. Entonces algo pasó; un susurro, una orden y un millar de palabras por segundo. Después un destello fugaz que refulgió en la noche y la espada descuartizó a la bruja. <<¿Qué mierda sucedió?>>, se preguntó la guerrera. Goro se quedó petrificado con Idá en la mano, apagada tanto como el campo negro. La bruja se había esfumado. Pero algo en el viento le ponía los nervios de punta. Un mal presentimiento flotaba en el aire, gruñendo como murciélago, la estremecía. Quería gritar pero… —¿Goro?” —susurró Dietrich, acercándose a él, su cuerpo, herido aún, evaporando las heridas en su piel—. ¿Estás bien? En las torres, el rey izó las banderas y las trompetas deshicieron el silencio en el amanecer. El rey Oest había enviado 111


su ejército a las murallas de más allá del rio Nebilis. La guerra había sido declarada. —¿Goro? —insistió Dietrich, la lluvia había amainado pero el miedo imperaba como niebla por el mundo, distendiéndose. —Las aguas del tiempo —susurró él y se desvaneció en sus brazos.

Parte tres: Regreso Capítulo 12 la bruja aparece de pronto con el estallido de un relámpago que cae de la nada, entre los enormes troncos de pinos y hayas torcidos de tan viejos, en las periferias del pueblo del santuario Soturi. Primero se forman los pies, enormes garras de alce abriéndose camino en medio de la nada, luego es el cuerpo, sólo el esqueleto de una caja torácica con las costillas formadas cual prisión y, de los huesos de un verde pálido, jirones de piel podrida colgando como adornos infantiles; al final son las cuatro cabezas, todas iguales, pendidas de cuatro cuellos serpientes: —Finalmente te encontré —gruñe Ofelia, la gran bruja carcelera, con el sonido de un trueno—. Asa.

Capítulo 13 —No tengas miedo —susurra Asa acunando a Goro en sus brazos. Goro asiente, moviendo la cabeza entre sus pechos de reina. Su olor lo tranquiliza—. No hay nada que temer, es sólo una tormenta. 112


Pero no es así y ella lo sabe, lo siente. En la calle, del otro lado de la ventana, una espesa bruma cargada de malos presentimientos avanza lenta, torciéndose y destorciéndose en pliegues grises que apenas se disipan con el viento frio que sopla del bosque con olor a miedo y muerte; y, en el cielo, nubes, tan negras como la faz, se han ceñido tan repentinamente que apenas si se puede creer que ahora esté oscuro y el brillante sol crepuscular que un minuto antes iluminaba la tarde, secuestrado tras los gritos de una tormenta que ruge con el rugir de una antigua bestia. —No hay que temer —repite Asa—. No pasa nada. —Pero sí que pasa. En la lejanía, el susurro de algo que se mueve se extiende como tentáculos por todos los rincones del mundo y un temblor sordo en la tierra, cimbra los recuerdos de toda la población; es el sonido de la guerra antigua que viene a por ellos. —¿Es una bruja? —susurra Goro, que se estremece al preguntarlo. Si bien él es hijo de aquellos que lucharon y nunca presenció nada, no puede evitar sentir miedo, las historias nunca mienten. Asa lo mira, una sombra en la penumbra; todos los candiles de aceite de salamandra se han apagado por la ventisca que sopla con violencia desde el poniente y luego niega con la cabeza. No, no puede ser, se dice intentando convencerse a sí misma, las brujas no aparecen en la tierra desde hacía casi medio siglo del calendario Oest; y aunque aquel cambio brusco de temperatura no es normal, tampoco indica otra cosa; tan sólo es un mal tiempo, un mal clima, una mala noche. Nada más, nada menos, sólo una tempestad que pronto ha de desaparecer. 113


—No, Goro —dice Asa bajando la cabeza para mirar al niño que se protege en sus brazos—. No es una bruja. —Y le obsequia la sonrisa más encantadora del mundo. Omura, el cruel guerrero de la tierra norte, derrotó a Úrsula, la bruja viuda, la última gran bruja que apareció en la tierra a finales del año primo, en la gran guerra de los Soturis. Era nivel trece, el mayor nivel registrado, y él la venció, se hizo leyenda. Se dice que bastó un sólo corte de su hacha de oro, otorgada por el Padre Rey Oest para desaparecerla y sellar por completo la fisura que permitía la formación de los campos negros, en las colinas de la viuda. Desde entonces no había registro de otra aparición, ni ahí ni en ninguna otra tierra del reino, de los reinos; <<era imposible que regresaran>>, decían los libros, <<pues el material del hacha de Omura contenía un hechizo de encierro perpetuo. Casi imposible de conjurar pero al mismo tiempo, imposible de corromper una vez que se ha lanzado...>> —No puede ser —susurra Asa sonriéndole con afecto—. Las brujas desaparecier...”. Pero entonces un grito resonó a lo lejos y el techo de su casa se levantó de golpe como la tapa de un cráneo al ser desprendido… Asa se arroja al suelo empujando a Goro y se deslizan rodando bajo la mesa, protegiéndose de los escombros que caen junto a la lluvia por todos lados. Las llamas del fuego que se retuercen en la calle serpentean como dragones ígneos por doquier iluminando a contra luz las siniestras caras de Ofelia que sonríen al mirarlos sobre su cabeza, bajo el cielo negro, flotando. El pelo resbala por 114


las caras de la bruja, cubriendo sus pálidas muecas al desplazarse en el aire, olfateando, rastreando una presencia que ni Goro ni Asa pueden ver. —Es ella —gruñe una de las cabezas con voz gutural y algo cantarina—. Es ella —confirma otra, y la otra y la otra, sonriendo y llorando al mismo tiempo, lágrimas de sangre negra. Felicidad y enojo de un tiempo antiguo y también futuro. —Guarda silencio —ordena Asa a Goro que lo ve, y lo besa, y lo abraza. Cuando lo encontró en el pantano de los caídos, apenas respiraba. Los aniquiladores de soturis habían matado a sus padres junto a la mitad de la población en la gran matanza del santuario del norte. Los habían tomado por sorpresa y para cuando reaccionaron, ya era demasiado tarde. A Goro, junto a varios niños más que no sobrevivieron, los habían torturado y mutilado; todo por órdenes del rey Oest. En aquel momento, recién había tomado el poder y los aniquiladores se movían clandestinamente y no sería sino hasta al menos diez años más tarde, cuando las brujas comenzaban a atacar más y más frecuentemente, que el rey decretara la creación de la organización inquisitorial para que éstos, junto a los soldados, fueran legalmente reconocidos y sus actos de horror auspiciados por el reino. Por aquel tiempo, también, fue que los primeros espectros aparecieron en escena y el rey comenzó la avanzada de ataques de conquista, violando varios tratados de paz en el proceso.

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Asa se encargó de curar a Goro y de sanarlo, tanto física como psicológicamente. Le había prometido estar con él para siempre; Goro le había dado sentido a su vida y le había jurado unión perpetua y, sin embargo, pese a todo lo que pudiese haberle dicho, todo lo que se pudiera haber prometido, ahora, mientras la bruja le mordía la pierna derecha y la arrancaba de los brazos de Goro por la fuerza, no podía hacer nada, absolutamente, para mantenerse juntos. La bruja se elevó, lejos, alta, y luego, abriendo la cerradura de huesos que bajaba hasta el vientre con un ¡clic!, la guardó en el interior de su pecho y, atravesando un hueso de su costilla cubierta por jirones de piel a modo de palanca para evitar que abriera, la encarceló. No la mató, tampoco la marcó. ¿Qué estaba pasando?, en la historia había pasado algo así. Era como si aquella bruja hubiera ido por ella a expensas de todo y de todos, rompiendo el hechizo imposible de encierro perpetuo. La bruja la había secuestrado y se largaba, ahora, arrastrando su enorme cuerpo por el lodo, llevándosela consigo y dejando un profundo agujero de sí en la tierra y en el centro del pecho de Goro. Asa gritaba dentro del cuerpo de Ofelia y Goro, ahí, recostado entre los escombros… sólo la mira alejarse, haciendo temblar la tierra y el mundo a sus pies sin que pueda hacer nada. —¿Por qué no soy fuerte? —se pregunta con la cara manchada de sangre, mugre y lágrimas que escurren como fuente por sus mejillas—. ¿Por qué soy débil? ¿Por qué no puedo hacer nada?

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La bruja se iba, más y más lejos, llevándose consigo lo que más quería en el mundo, se iba, dejándolo nuevamente solo. Solo. Asa, a la distancia, sobre las casas, elevándose al cielo junto a la bruja, giró su cuerpo en su nueva prisión de hueso y lo miró salir de casa arrastrando los pies, entre el fuego y el agua y el humo que oscilaba en espiral sobre su pequeño cuerpo; entonces unas palabras se formaron en sus labios de manera inconsciente con la voz de una silenciosa, casi culpable, petición… —Búscame —susurra ella—. En las aguas del tiempo. Goro asiente y entonces el mundo entero se desvanece a su alrededor.

Parte cuatro: Dietrich Capítulo 14 Goro no despertó hasta después de veintiún días. Dietrich lo había cuidado y, hasta ese momento, permanecido a su lado. Dos brujas de nivel tres habían atacado el pueblo de Nebilis. Dietrich las aniquiló, no sin esfuerzo, claro, y mantuvo intactas las ruinas del poblado en parte gracias a que el ejército de espectros que se había conglomerado en las aguas del rio, no asaltó con ellas. <<Cosa rara>>, pensó Dietrich sin demasiada convicción. De un tiempo a la fecha todo parecía distorsionándose frente a ella. Algunas comitivas vagabundas de aldeanos que habían cruzado por ahí, llevaban mensajes nada alentadores con respecto al avance de la guerra. La reina Surtse había montado guardia en las fronteras, colocando dragones como vigías y un puñado de cinocéfalos para 117


comandarlos. El rey Oest, en respuesta, mandó unos quinientos espectros y unas cuantas brujas de nivel medio para atacar pero la defensiva de Surtse era fuerte, si Oest quería penetrar sus tierras necesitaría algo más que brujas de nivel siete para conseguirlo. Sus suposiciones eran correctas, pensaba Dietrich por las noches, escuchando el andar de los espectros que no atacaban, sobre la aguas, entre la bruma; las brujas eran sus nuevas armas para expandir sus territorios y los espectros, ¿los soldados de la organización?; la idea le llegó de la nada pero una vez sembrada en su mente, no desapareció. Suponía que la erradicación de guerreros no era casual y, según rumores, el rey realizaba experimentos de fusión mágica elemental; si lo pensaba con atención y unía las piezas, el cuerpo de los espectros encajaba a la perfección con la descripción de los libros oscuros de magia de reanimación malformada que el rey tenía en su biblioteca personal que ella, por error, había descubierto una vez. Según éstos, una vez que el cuerpo muerto revivía, adquiría una serie de características deformadas muy similares a la que tenían espectros. <<Claro>>, pensó ella, <<era eso>>. A mayor número de soldados muertos mayor era el número de espectros que aparecían; además, si los dotaban con hechizos poderosos, controlar a las brujas no debería de resultar difícil. Las marcas de las brujas deberían de funcionar como una especie de puente entre las brujas y sus marcados. Por eso la organización sólo reclutaba a éstos. Eso tenía sentido. Muchas veces Dietrich se sorprendió a sí misma sintiendo una

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inexplicable atracción por ellas cuando peleaba y suponía, ahora lo sabía, era debido a la marca que los unía. Todo se estaba complicando excesivamente y si Goro quería ir a las aguas del tiempo, tenían que prepararse; llegar hasta allá estaba prohibido por lo que los caminos eran escasos, casi nulos y seguramente el rey había desplegado muchas de las fuerzas de su ejército para proteger las vías de acceso; una vez que logró hacerse con ellas, puso una guardia casi impenetrable; no, pensó ella, no sólo ahí sino en todo el territorio. Estaban en estado de alerta por la guerra y la erradicación marcial estaría a la orden del día. Sin embargo las piedras de trasferencia con las que el rey dotaba a sus soldados permitían moverse casi a cualquier parte del reino. Sólo necesitaba una configuración para reprogramarla. Aún había esperanza, pensó, mirando la luna roja que proyectaba un charco de sangre en el suelo de la habitación. No todo estaba perdido.

Capítulo 15 Cuando Goro abrió los ojos, lo primero que hizo fue recibir un cálido abrazo de Dietrich que lo esperaba a su lado. Antes de quedar inconsciente Goro había tomado una decisión y para ese momento, ella ya había preparado todo, anticipándose a su deseo. Goro se lo agradeció tomándola en brazos. Se veía demacrada y su rostro pálido estaba lleno de cicatrices. Aquellos debieron de haber sido días duros. El guerrero le sonrió y la besó con fuerza sintiendo su calor tibio sobre el suyo; ella le correspondió y se entregaron entre los despojos del pueblo, en la medula de la muerte misma; 119


quizá fuera la última vez que lo hicieran, pensaron; no se equivocaban del todo.

Parte cinco: Las aguas del tiempo

Capítulo 16 Goro soltó un grito al vacío. Después de tanto buscar, tanto pelear, tanto sufrir y dudar, finalmente las aguas del tiempo se abrían sagradas frente a él. Eran inmensas y se consumían en pliegues de relojes líquidos que se armaban en extraños mecanismos de engranajes sobre las olas, entre corrientes muertas que perecían y volvían a nacer en mareas que se agitaban, formando remolinos con los números y extraños grafos y chocaban luego contra las rocas de los acantilados y en las arenas que hacían ora de barrera en la orilla, contrayendo el tiempo en sí mismo a base de agitaciones ondulantes al viento, al compás de las corrientes marinas. En la costa, las rocas eran relojes de arena que se clavaban hasta el centro de la tierra y hacían estremecer el suelo con su flujo constante de horas muertas que, al traspasar los cristales rotos y oxidados de éstos, rejuvenecían y se incorporaba luego, a través de mangueras de un material que Goro no pudo adivinar, hasta el mar, en el corazón del tiempo alimentándose en un ciclo eterno. El sonido de las horas imperaba por todos lados y la sensación de envejecer y volverse joven y niño otra vez, derritiendo su cuerpo y sus recuerdos, lo estremecían hasta la medula. Su musculoso cuerpo, de rodillas en el acantilado, 120


temblaba de pies a cabeza inmensamente herido, tan cansado, ¡oh!, y agotado; era un sueño estar ahí y, sin embargo, todo estaba terriblemente mal: los cadáveres del ejército de espectros y brujas mandado por el rey, estaban esparcidos en el suelo, entre las rocas, por todo el valle de las horas contaminando aquel lugar sagrado con su presencia profana; y junto a él, unos pasos atrás, el cuerpo despedazado de Dietrich se esparcía disolviéndose, desintegrado por el ácido derramado de la boca de la bruja carcelera en una especie de beso sediento de su esencia, en el viento que soplaba desde el centro de las ciudades vírgenes hasta el horizonte curvo que anunciaba el fin y el comienzo de todo. El guerrero abrió la boca para hablar pero junto a él ya nadie estaba para escucharlo; Asa estaba muerta, atravesado su cuerpo por las espadas, Idá y Adí, y la bruja, Ofelia, destrozada junto a su cadáver. Luego de una cruenta pelea, Goro había logrado decapitar dos de sus tres cabezas restantes y cuando por fin, haciendo acopio de todas las fuerzas que le quedaban, estaba por matarla, Asa, por quien el guerrero atravesó los peores infiernos para encontrarla, a ella y sólo a ella, se atravesó, desecha en llanto, interponiéndose entre la bruja y él, impidiendo que lo lograra. ¿Por qué lo hizo?, Goro no lograba entenderlo. Sus pechos, aquellos en los que alguna vez recargó la cabeza llorando destrozado cuando niño, inundaron de sangre sus espadas, queridas compañeras de lucha, y la vida, poco a poco, escapó por las aberturas en la piel de ella. Su cuerpo adulto se retorció espasmódico en una sonrisa de triste compasión que dirigió a Goro, frente a frente, protegiendo a la 121


bruja, antes de desvanecerse sin ni siquiera decirle una última palabra. Su aroma, húmedo por el rocío de toda una vida, quedó flotando en su nariz, anegando de una tristeza indescriptible el centro de su pecho. ¿Qué significó aquel gesto de compasión?, le recordaba mucho a aquel momento cuando Ofelia se la llevó hace tantos años y Asa lo miró, dentro del cuerpo de la bruja con los mismos ojos tristes llenos de ¿qué?, ¿lastima?, ¿enojo, quizás? Goro no lo sabía; tanto esfuerzo y sacrificio, toda la vida persiguiendo un rastro prácticamente invisible, ¿y para qué?, ¡¿para qué demonios?! Si al final Asa había preferido a la bruja. A la puta bruja carcelera que los había separado rompiendo así toda promesa de reunión. La cabeza flotante de Ofelia lloraba sobre el cadáver de Asa y su cuerpo, los huesos de tórax, se despedazaban sobre la tierra, fundiéndose como lava en el suelo ahora que su única prisionera estaba muerta. Su cuello de serpiente reptaba en el aire sosteniendo apenas el peso de su tristeza en la punta de su cara sobre la gravedad. Daba lastima verla así, pensó el guerrero, pero más lastima daba él, dedicando toda su vida a una empresa perdida desde el inicio. Goro miró hacia el cielo sin color y soltó un grito al vacío. Su viaje había terminado, su venganza estaba consumada y Asa, Dietrich… todo el sentido de su vida perdido nuevamente en los confines del mundo. Las cosas no deberían ser así. Su vida, su misión, todo había sido un fracaso. ¿Es que no podía hacer nada bien? Tanto poder y para nada servía. Goro miró el mar con los 122


ojos anegados de lágrimas pensando que ahora, por fin, podría tirarse al vacío para remontar al pasado; arrojarse al mar y dejarse consumir por sus propias memorias, regresar al tiempo en el tiempo y volver a cuando todo estaba bien, cuando Asa lo abrazaba, le hablaba y todas las preocupaciones del mundo se limitaban a descubrir su propia identidad como guerrero huérfano en un mundo que apenas comenzaba. Volver al tiempo cuando las brujas aún estaban encerradas en la fisura por el hechizo de Omura, el gran y antiguo guerrero, y la esperanza de conocer a Dietrich, sin marca, sólo ella, una bella mujer, brillaba en su futuro naciente. Entonces, quizás, todo sería diferente, podría ser mejor, podría ser distinto. A lo lejos, del otro lado del hueco mágico que usaron rasgando la realidad con las piedras de transferencia para llegar hasta allí, el rugir del ejercito de brujas y espectros del rey resonó en el aire junto a cientos de trompetas que exclamaban un sólo mensaje en clave militar: la guerra había terminado y las tierras del sur ahora eran del rey Oest; la reina Surtse estaba muerta y el mundo, ahora que la resistencia más fuerte había caído, sería suyo en cuestión de semanas, meses. El llanto de Ofelia seguía sonando ronco junto al cadáver de Asa y el sol, la luna y el tiempo se fundían en una sola cosa amorfa en la mente de Goro. No era ni oscuridad ni luz, tampoco sombras, ni calor ni frio. Sólo un vacío, un dolor y una ira sorda que se extendía en su pecho, por todo su cuerpo. Las espadas tiradas junto a él y el implante de su brazo roto junto a la cabeza de Dietrich, metros más allá. Dietrich. Aún vivía, Goro lo sabía por el débil 123


parpadeo que aún palpitaba en sus pupilas entreabiertas; aún podía salvarla, tenía el conocimiento, podía encerrarla en el centro de las llamas de un candil de la hierba de preservaciohn (como la que habían usado con él), y quedarse junto a ella; llevarla consigo a donde sea que lo llevara el destino; podía dar la vuelta, saltar la grieta de realidad con la última piedra de trasferencia que le quedaba y huir, vivir lejos de todo y de todos, solo él con Dietrich, hasta que el mundo se terminara y el recuerdo de Asa estuviera tan muerto como su propio cuerpo ahora. Quería hacerlo pero a la vez no quería; eso no era vivir. Su cuerpo, el de Dietrich, podía sanar, cerrar las heridas por más profundas que éstas fueran pero jamás reconstruirse a sí misma. Se lo había explicado cuando pelearon contra el Golem en los valles, aún lejos de ahí, y éste le trituró la muñeca de su diestra con una roca que escupió: —Si mi cuerpo se destruye, aunque mi conciencia viva, jamás podría recuperarme y, Goro, no lo intentes sanar, no lo lograrás; ¿sabes?, la verdad es que no me gustaría terminar siendo un espectro al servicio del rey; no quiero terminar así, quiero morir en tus brazos, ¿eh?, Goro, junto a ti. Aquella noche ella lloró largo rato y él, tomándola en sus brazos, imaginó que juntos rescataban a Asa de la bruja para vivir en paz, felices. Entonces todo estaría bien, nada pasaría porque, juntos, pelearían por su vida en común. Quería hacerlo, largarse, rescatarla… pero a la vez no quería. Las cosas no funcionarían así y muy posiblemente Dietrich fuera infeliz. También Asa. Asa. “La soledad no te sienta bien”, le había dicho ésta, y ¿entonces?, ¿por 124


qué le había negado la posibilidad de estar juntos?, ¿por qué le había dicho que la buscara sino quería ser encontrada?, ¿por qué prefirió a la bruja antes que a él?, ¿por qué mierda si él sacrificó toda su vida por ella? —¿Goro? —repentinamente una voz habló en el silencio bañado por las olas del tiempo, salpicando minutos, horas y segundos al aire en forma de briza de sal—. ¿Sigues ahí? Era Dietrich; sus labios se movieron lentamente de cara a la tierra levantando polvillo brillante. Goro se incorporó, limpiándose las lágrimas de la cara y la levantó. Hilillos de sangre escurrían por los labios de la guerrera y la punta del hueso de la clavícula salía por el cuello como una lombriz en la tierra. Tenía la cara mallugada luego de recibir el castigo de Ofelia y los espectros y se deformaba en una mueca tenue en donde aún flotaba el fantasma de su sonrisa seria. Tan hermosa. Dietrich. —No dudes en hacer lo que debas, ¿eh?; es tu vida, no dudes en luchar por lo que quieres, por lo que anhelas, ya te lo dije antes, ¿no?, no eres estúpido, eres un Soturi fuerte, capaz de matar brujas tan poderosas como el mismísimo Omura, así que demuéstralo. No me salves, para mí ya es muy tarde, además, no hace falta que lo hagas porque sé que, tarde o temprano, lograrás crear una manera para que nos volvamos a encontrar, estoy convencida de ello. Siempre lo he sabido. Ahora, Goro, creo que sabes, tanto como yo lo que debes hacer a continuación, ¿verdad que sí, Goro? No es que quisiera, lo sabía, su destino ya estaba escrito por manos ajenas a su propio mundo y, al parecer, todos estaban al 125


tanto excepto él. Entonces la voz de Dietrich se desvaneció. Sus últimas palabras quedaron flotando en el aire como motas de un polvo tan fino que si estiraba la mano las podía tocar. El guerrero dejó la cabeza de Dietrich junto a Adí y su brazo cortado para que la protegieran y luego, tomando a Idá, caminó hacia donde Ofelia y despedazó su cuerpo, junto al de Asa en cuya cara una pálida sonrisa flotaba como luna en el cielo. Aún no entendía porque había hecho lo que hizo pero algún objetivo debió de tener para ignorarlo y tenía que descubrirlo. Asa no era ese tipo de personas que hace las cosas por impulsó y si decidió sacrificarse por Ofelia, sus motivos debió de tener. Toda la travesía lo había llevado hasta ese lugar y ahora que estaba ahí, de cara a la verdad, no podía simplemente largarse, dejando las cosas a medias. Además, ahí era el inicio, después de todo. Siempre podía comenzar de nuevo, pues para eso fueron creadas las aguas del tiempo. <<Si tan sólo tuviera más poder>>, se dijo, <<si tan sólo dejase de ser tan débil, si tan sólo pudiera encontrar la manera de encontrarse con Asa y protegerla de todo y de todos. Sin tan sólo…>>. Goro, el guerrero, dejó caer su espada, y, haciendo un esfuerzo sobrehumano para contener la rabia que se agitaba en su interior, comenzó a correr, olvidándose de su presente, sumergiéndose en su pasado y olvidándose de su futuro, hasta entrar de lleno en el mar, en las mareas de las aguas del tiempo.

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Capítulo 17 El líquido del tiempo lo absorbió lentamente como bebé en el útero de una bestia, llenando su cuerpo con una sensación de cálido placer, empapándolo de todos los recuerdos del mundo. Su mente se abrió en un destello cegador y entonces lo comprendió todo, lo comprendió absolutamente todo…

Capítulo 18 El hechizo de encierro perpetuo que conjuró Omura no se rompió, era demasiado poderoso para ser quebrado. Fue una grieta que se abrió de pronto en medio de un bosque lejano, años después de la gran guerra, la que permitió el paso de las brujas de nuevo al mundo. Eran brujas venidas desde el futuro, siguiendo el mismo camino que ahora mismo Goro seguía, las que conquistarían y destruirían al mundo de la mano del rey Oest y su ejército de espectros fabricados a fuerza de corromper a la muerte misma.

Capítulo 19 También comprendió los motivos de Asa. Y se vio a sí mismo, feliz, pasando el resto de su vida con ella, entre los bosques y los lagos del reino Oest. Unidos por un lazo irrompible, a través del tiempo, de sus propios cuerpos. Entonces una rabia sorda dirigida a sí mismo lo embargó por completo y deformó su propia constitución; <<¿por qué fue tan estúpido?>>, se preguntó, navegando el cuerpo hacia atrás. Asa siempre tuvo la razón.

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También Dietrich: se encontrarían de nuevo y se volverían a besar. A abrazar... Goro aguantó la respiración pero las aguas y el peso muerto de todo el tiempo contrajeron su cuerpo, aprisionándolo en un cubo de agitadas horas muertas, moviendo el tiempo en reversa, al inicio y al fin de todo. Luego pasó que su cuerpo comenzó a transmutarse moldeado por el deseo de tener una nueva oportunidad; Goro se hundió en medio de brillantes destellos, en un espacio oscuro lleno de luces que lo mordían, lo fundían, lo despedazaban y lo volvían a unir mientras retrocedía, consumiéndose en torbellinos y ráfagas de recuerdos y anhelos que jamás pudo. De pronto un haz de luz, la luz del destino, brilló pálido y con un sonido de murciélago del otro lado de las aguas del tiempo, detrás de él.

Capítulo 20 Goro cerró los ojos mirándose como si levitara fuera de sí mismo y se contempló con extraña fascinación; de algún modo siempre supo cómo terminaría (o iniciaría) todo: estaba convertido, moldeado por el destino, y reconocía perfectamente la forma de su nuevo cuerpo; ahora entendía porque Ofelia siempre le resultó tan familiar…

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Capítulo 21 Con un rugido, las aguas del tiempo se abren por fin y, tirando de su cuerpo, arrojan a Goro fuera de su manto, partiendo la realidad a un nuevo tiempo, a un nuevo comienzo, a un nuevo regreso. Entonces…

Epílogo. La bruja aparece de pronto con el estallido de un relámpago que cae de la nada, entre los enormes troncos de pinos y hayas torcidos de tan viejos, en las periferias del pueblo del santuario Soturi. Primero se forman los pies, enormes garras de alce abriéndose camino en medio de la nada, luego es el cuerpo, sólo el esqueleto de una caja torácica, con las costillas formadas cual prisión, y de los huesos de un verde pálido, jirones de piel podrida colgando como adornos infantiles; al final son las cuatro cabezas, todas iguales, pendidas de cuatro cuellos serpientes: —Finalmente te encontré —gruñe Goro, mejor conocido en esta época como Ofelia, la gran bruja carcelera, con el sonido de un trueno—. Asa…

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Jesús Guerra Medina

(Ciudad de México, 1994). Licenciado en Psicología. Ha publicado su relato “Cavernario” en el primer número digital de la revista Líneas de cambio (Editorial Solaris, Uruguay, 2018); su relato breve “Mutador S. A.” en el primer número de la Revista Digital Ibídem (México, 2018); su cuento “Ame, reptilius” en la Antología “Mar crepuscular” (Editorial Dreamers, México, 2018). Ha colaborado con un microcuento para octava edición de la revista digital “La sirena varada” (Editorial Dreamers México, 2018). Su microcuento “Desconcierto” fue publicado en el número especial “Microrelatos y otras pocas palabras” de la Revista Digital Ibídem (México, 2018). Su relato “Fotrogramas del hombre que estuvo en el fin del mundo” se publicó en la Antología de ciencia ficción latinoamericana, de la revista Líneas de cambio en su edición física y digital (Editorial Solaris, Uruguay, 2018). Su cuento “Memorium House” se publicó en la sexta edición de la Revista Letras y Demonios (2018). Su cuento “El despertar” y “Los eternos”, se publicaron en el cuarto número de la Revista Literaria Luna, (2018). Su cuento “Amor, Clemencia”, quedó tercer lugar en la cuarta edición del concurso “Cuéntame uno de muertos”, organizado por Canal 22, México (2018). Su cuento, “Amor, Amor” se publicó en el cuarto número de la Revista Digital Ibidem (2018). Su relato “El mesías” para la edición número catorce de la revista digital “La sirena varada” (Editorial Dreamers México, 2018). Su relato “De sueños que Sueñan y 130


Sueños que sólo sueñan” para el quinto número de la Revista Digital Ibidem (2018). Su relato “La segunda llegada” se publicó en la Antología del cuento fantástico, Penumbria 46 (2019); su relato “Decadencia”, en la antología física “Cuentos sobre brujas” (editorial El gato descalzo 2019). Su relato “El disfraz” en la séptima edición de la Revista Letras y Demonios (2019).

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Mariano Avello Henríquez (Concepción, Chile. 1993) Profesor de Historia y Geografía, ilustrador y escritor. Seleccionado mejores cuentos; La Bola de Carne. Horror Bizarro, Editorial Cthulhu, 2017 (Lima, Perú). Miembro de Sociedad Tolkien Chilena en Concepción (Ohtaríma), organizadora de la Feria Medieval del BioBío y Jornadas de Literatura Fantástica. Actualmente escritor e ilustrador en Tres Ojos, en la plataforma Instagram (@tres__ojos)

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La canción del colmillo y la garra Jorge Rubén del Río Olieron la muerte mucho antes de verla y, cuando lo hicieron, esta fue mucho peor de lo que habían imaginado. —Madre Winak… —invocó Aylín a su diosa, mientras se adentraba en el poblado sembrado de cadáveres. Cuerpos desgarrados, torsos abiertos, cabezas arrancadas de cuajo. Entrañas esparcidas como viscosas serpentinas, la sangre encharcando la tierra en torno a los cuerpos sobre el que se daban festín las aves carroñeras, picoteando los restos dejados por los depredadores. Pues muchas de las víctimas que hallaron se encontraban parcialmente devoradas, su carne arrancada a mordiscos. La joven exploradora avanzó entre las chabolas de madera, muchas de las cuales habían sido destrozadas en la lucha por arrastrar al exterior a sus habitantes. O eso pensó ella, al recrear en el ojo de su mente lo sucedido. «Los atacaron desde la selva» concluyó, y sus ojos se fijaron en el espeso verdor que se prodigaba más allá de la pequeña aldea de cazadores, compuesta por un puñado de chozas en torno a una única calle de tierra, que entroncaba con el sendero por el que ella y su grupo habían llegado. A pesar de contar con sólo diecisiete veranos, Aylín era ya una avezada exploradora, que llevaba más de dos años al servicio de la Torre del Peregrino, el último bastión que el Gran Imperio de Verde Sur poseía al norte de la Baronía Tercia de Estelas, en los 135


límites con Ixcanuj Kaaj, las Tierras de Fuego. Era de una delgadez engañosamente fuerte, puro pellejo pegado al músculo; tenía la piel morena y el pelo espeso y negro, salvo por un mechón blanco que la acompañaba desde el nacimiento y que, en su aldea natal, le había valido el apodo de Tendy-arasy, «destello de luna». Vestía una corta túnica de fibra de maguey ligeramente reforzada, con brazos y piernas al desnudo, brazaletes y sandalias de cuero. En el cinto llevaba un cuchillo con empuñadura de hueso, y una aljaba llena de flechas de tacuara colgada de un hombro, en compañía de su guyrapá, un magnífico arco largo de madera de palma negra, el legado de su difunto padre. —Una jodida masacre —soltó, junto con un escupitajo, Tonahuac, el oficial al mando de la patrulla de siete guardias que la habían acompañado desde la Torre. Era un hombretón de sienes rapadas, con el pelo recogido en la coronilla, a la manera de los guerreros, y la nariz perforada por un aro de jade. Iba armado con un macahuitl, una pesada clava de madera con filos de obsidiana—. ¿Qué crees que pasó? Tras él, sus hombres ahuyentaban a patadas y golpes con las lanzas a las carroñeras, que levantaron el vuelo en medio de graznidos de protesta. Aylín se volvió hacia el oficial. —Fueron fieras. Jaguares —aseguró—. Atacaron no hace más de dos noches. Tonahuac silbó, admirado. Dijo, después de volver a escupir: —¡Debieron de ser muchos, para arrasar con el poblado al completo! 136


Ella cabeceó, pensativa, ahora con la vista puesta en el revoltijo de pisadas sobre la tierra, que sólo un ojo entrenado como el suyo podía discernir. Había varias cosas allí que, a simple vista, no tenían sentido alguno: primero, que los jaguares eran cazadores solitarios, y allí había pisadas de por lo menos ocho de esas bestias. Segundo, que acechaban a la presa en su propio territorio en lugar de salir a buscarla en terreno hostil, como lo era una aldea de cazadores. Tercero, y quizá lo más absurdo de todo el asunto: que tanto la disposición de los cuerpos como de las pisadas, así como la forma en la que deducía que se había desarrollado el ataque hablaba de algún tipo de organización, incluso hasta de estrategia. —Al menos siete, u ocho —comentó, paseándose agazapada entre los cadáveres. Sus ojos capturaron la mirada sin vida de un pequeño niño, cuya apacible expresión contrastaba con el sanguinolento horror del resto de su anatomía. Aylín lo pasó por alto, enfocándose en los rastros—. Más de la mitad eran machos. El mayor era muy grande, más de cien kilos, unos tres metros desde la nariz hasta la punta de la cola. Se oyó una violenta arcada. La escena de la masacre había sido demasiado para Atzin, el novato de la patrulla, que acababa de vaciar su estómago. El oficial meneó la cabeza con gesto de resignada tolerancia. —¡Ehecoatl! —llamó. El soldado más veterano de la tropa, un hombre larguirucho con las orejas perforadas y los brazos cruzados por cicatrices, se acercó al trote. Iba ataviado igual que el resto, con una pechera de algodón endurecida con sal, calzón de tela y 137


sandalias catli, con talonera y tiras de cuero amarradas a las pantorrillas. Llevaban, además de las lanzas con punta de obsidiana, venablos para lanzar, sujetos a la parte trasera de sus arneses, sobre la espalda. —¡Señor! —Sepulten a los muertos. —¿Señor…? —Ya me oíste. —Debe haber más de treinta cuerpos, señor. —Sé contar, Ehecoatl —repuso Tonahuac, dándole la espalda—. Caven una fosa común, no pienso atraer la ira de los dioses dejándolos para que se pudran. —Sí, señor. —Ya he perdido la cuenta de las veces que te ha llamado «señor» —observó Aylín, que se alejaba por la única calle, en dirección a la linde de la jungla. El oficial le dio alcance con sus enérgicas zancadas. —Es un buen soldado. Oye, Aylín, yo no soy un ningún experto cazador, pero creo que esto no es nada común. ¿Estoy en lo cierto? Ella cabeceó, silenciosa, repasando mentalmente los eventos que los habían conducido hasta allí. Se encontraban en un patrullaje de rutina, igual a tantos otros. Llevaban tan sólo un par de jornadas de marcha a lo largo del sendero que discurría a través de la selva, y entre las pequeñas aldeas que se levantaban al sur de la Torre del Peregrino, cuando la ingente presencia de aves 138


carroñeras los llevó hasta lo que quedaba de ese poblado, y de sus habitantes. —Estás en lo cierto, Tonahuac. Sin embargo, hay jaguares que se ceban con carne humana, que se vuelven adictos a ella al punto de no saciar su hambre con ninguna otra presa. —¿Pero habías visto alguna vez… algo como esto? Habían llegado al final de la calle, y al espacio delimitado entre la jungla y las primeras casas. Más allá, la espesura se enseñoreaba, absoluta y tiránica en su reino de lianas, ramaje y enredaderas. Aylín giró la cabeza en dirección contraria. Al extremo opuesto del pueblo, donde cuatro de los hombres ya habían empezado a cavar una gran fosa, mientras que los tres restantes se ocupaban de registrar las chozas en busca de sobrevivientes. —No, Tonahuac —respondió por fin, guardándose las siniestras conjeturas que comenzaban a oscurecer su mente, como el cielo antes de una tormenta—. Nada como esto.

***

El sol ya se ocultaba detrás de las copas de los árboles, dejando su sangrienta traza por el firmamento y estirando las sombras sobre el poblado. Donde un gran montículo de tierra removida señalaba el lugar de sepultura de sus habitantes. Sentados en el suelo, a un costado de la calle, los hombres tomaban un descanso mientras daban cuenta de sus raciones para esa noche. De 139


pie a unos cuantos pasos de distancia, Aylín arrancó con los dientes un trozo de carne seca. Masticó despacio, de nuevo con la mirada puesta en la espesura. En la jungla, que respiraba en torno a la aldea fantasma. La jungla estaba viva, y eso ella lo sabía muy bien; tenía ojos para acechar, garras y colmillos para matar. —¿Otra vez intentando sorprenderme? —preguntó, sin volverse. Tras ella, Tonahuac se frenó en seco y rio entre dientes. —¡Por los dientes de Aurum misericordioso, niña! —protestó el oficial—. Si he sido más silencioso que una serpiente de coral… —Pero apestas a cuero, y a sudor —le espetó ella, y esta vez se volvió hacia el hombretón quien, resignado, se había puesto a armar su pipa de caña. El acre olor del tabaco se manifestó en blancas caracolas de humo, trepando hacia un cielo en el que brillaban las primeras estrellas. —Pasaremos la noche aquí —dijo, con la voz enronquecida por el humo—. Por la mañana, quiero que nos guíes tras la pista de esas fieras. Aylín frunció el ceño. —No me parece buena idea. —No podemos dejar a un grupo de jaguares cegados por la carne humana sueltos por la jungla, Aylín. Hay más poblados en los alrededores… —Poblados de cazadores, a los que deberíamos de pedir ayuda. Organizar entre todos una batida y… El oficial negó con la cabeza.

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—Perderíamos tiempo, se perderían más vidas. ¿Qué es lo que te preocupa? Ella volvió a mirar hacia la jungla, y a la creciente oscuridad que se enseñoreaba en ella. —No me gusta la idea de adentrarnos en el cubil de esos devoradores de hombres. —¿Una cazadora con ocho hombres armados? Tendríamos que poder dar cuenta de unos cuantos grandes gatos. —Tonahuac lanzó una última bocanada de humo, luego vació la cazoleta de la pipa, golpeándola contra el talón de su sandalia—. Ordenaré que preparen el campamento y organicen las guardias. —Sí, «señor». El oficial sonrió de medio lado. —Cuidado, chiquilla. Como te pongas insolente, tendré que darte unos buenos azotes. —Inténtalo, y te clavaré una flecha en las pelotas. El hombretón soltó una risotada. Meneando la cabeza, se dio la vuelta y echó a andar por la calle, de regreso con sus hombres. Aylín se quedó sola, mirando a la espesura. Por un instante vio, o creyó ver, el refulgir de dos puntos de luz amarilla, como si un par de ojos fosforescentes estuvieran oteándola desde la fronda. Pero el efecto se desvaneció en lo que dura un latido de corazón, aunque no así la sensación que oprimió el vientre de la joven, como una garra fría retorciéndole las entrañas. La garra del miedo, de la amenaza que aún se cernía, latente, sobre aquel paraje. 141


Hicieron campamento en una de las cabañas, un edificio rectangular con tejado de ramas que se erigía a un lado de la calle. Y que debió de haber cumplido funciones de despensa o depósito, a juzgar por las numerosas pieles y carnes curadas en salazón que colgaban de un grueso madero cruzado a lo largo del techo. A la puerta la hallaron derribada, arrancada de sus goznes y cubierta por profundas marcas de garras. Aylín fue voluntaria para la primera guardia. Le tocó hacerla en compañía de Atzin, el novato que había vomitado al encontrarse con los cadáveres. Este era un muchacho de más o menos su misma edad, negra melena recogida en una coleta y rasgos todavía suaves, que lo dejaban a mitad de camino entre el niño y el hombre que tanto se esforzaba por ser. —No pude evitarlo —comentó en voz baja, avergonzado, mientras recorrían juntos el perímetro. —¿Qué cosa? Atzin hundió la cabeza, mirando al suelo. Llevaba la lanza en una mano, la derecha. La izquierda sostenía en alto una antorcha, con la que iluminaba la espesa cerrazón de la noche. —Ponerme enfermo. Es que… nunca había visto algo así. Tantos muertos, tanta sangre… y los niños… —Bórralo de tus recuerdos —le dijo, tajante, aún a sabiendas de que era lo mismo que pedirle que capturase la luz del sol entre sus manos. —Tú… ¿alguna vez habías visto algo así? 142


Ella no le respondió, pero recordó. Otra aldea, en la región de El Cruce, a muchas jornadas al sur. Otra masacre, distinta, pero a la vez tan parecida. Cuerpos mutilados entre las cabañas en ruinas. Hombres, mujeres y niños salvajemente despojados de su humanidad, convertidos en carne en torno a la que se arracimaban las moscas. Tal había sido el saldo dejado por la invasión de los máako ´ob meemech, los hombres lagartos de las islas Cipactli, en las tierras de occidente. De eso, hacía más de dos años, aunque también podrían hacer más de veinte, sin que la impronta de sus imágenes desapareciera de los recuerdos de la joven. —¡Mira allí! —El grito de Atzin la arrancó de sus memorias. Aylín parpadeó, vio al novato correr hacia la espesura, con la antorcha por delante. Lo siguió. —¿Qué ocurre? Se asomaron por encima de una muralla de pastizales que les llegaban al pecho, por debajo de un entramado de ramas y lianas colgantes. —Vi a alguien. —¿De qué hablas? —¡Era un hombre! —Los ojos del novato brillaban en la penumbra, desorbitados por el miedo—. ¡Estaba aquí mismo! Aylín deslizó una flecha fuera de la aljaba, la colocó en el arco mientras sus ojos iban de un lado al otro de la jungla, recorriendo el espacio iluminado por la llama. —No veo a nadie…

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—¡Yo lo vi! —insistió—. ¡Era muy alto, llegaba casi hasta aquí! —señaló al ramaje, bien por encima de su cabeza. Ella torció el gesto, con la cuerda del arco a medio tensar. —Quizás haya sido sólo una sombra… —Yo sé lo que vi, Aylín. —Lo que hayas visto, se fue. Y yo no voy a meterme allí a buscarlo, y tú tampoco. —Pero… —Lo reportaremos a nuestros relevos, para que estén atentos. —Aylín devolvió la flecha a la aljaba y tomó al joven ligeramente por el brazo—. Ven, completemos la recorrida. Atzin echó un último vistazo del otro lado de los matorrales. Luego, resignado, empezó a caminar con ella. —¿Atzin, lo he dicho bien? —¿Qué cosa? —Eso del reporte y los relevos, ¿lo dije bien? —Sí, supongo. —Es

que

ustedes,

los

soldados,

usan

palabras

tan

rebuscadas…

***

Despertó en la oscuridad, alertada por algo. Un sonido que, aunque tenue, no se condecía en nada con los ruidos nocturnos del entorno que los rodeaba. No era el chirriar de los insectos, ni el

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croar de algún sapo en las márgenes del cercano arroyo. Era otra cosa, algo completamente fuera de lugar. Aylín se incorporó, sentada encima de su manta, sobre el suelo de madera que compartía con cinco guardias. Todos dormían profundamente. Ehecoatl, con la manta hecha almohada bajo su cabeza, roncaba de forma por demás ruidosa. ¿Sería eso lo que había escuchado entre sueños? Con la cabeza erguida, aguzó el oído, atenta. Una suave brisa que irrumpió en la despensa volvió a llevarle el sonido, y, esta vez, no hubo lugar para la duda. Se puso en pie, recogiendo instintivamente su guyrapá y su aljaba, que se colgó del hombro. Al salir se encontró con Tonahuac, que a la luz de una antorcha montaba guardia en la entrada del improvisado campamento, mientras dos de sus hombres recorrían los alrededores. El oficial volteó a ella, con la pipa de caña entre los dientes. —¿No puedes dormir? Aylín se llevó un dedo a los labios. El sonido regresó, parecía provenir de una de las chozas que más destrozadas se encontraban, del otro lado de la calle. —Ahí —señaló. —Ahí, ¿qué? —¿No lo has oído? —¿Qué debería haber oído? La joven meneó la cabeza con una mueca. Empezó a caminar hacia la choza, haciéndole señas de que la acompañara. Con la confusión pintada en el semblante, Tonahuac la siguió. 145


Entraron en la chabola en ruinas, a través del hueco donde alguna vez había estado la puerta. La madera se encontraba desgarrada, llena de profundas marcas de garras. Las tablas del suelo crujieron bajo sus pies. Esta vez, ambos oyeron el sonido, proveniente de las mismas tablas que pisaban. De debajo. Aylín sostuvo la antorcha, al tiempo que Tonahuac levantaba dos de las tablas. Allí, tendida en el espacio comprendido entre el suelo de la cabaña y la tierra, encontraron a una muchacha. Flaca hasta lo indecible, los ojos resaltaban en el rostro demacrado, agrandados por el espanto. Vestía unos harapos y sostenía, apretada contra su pecho, a la fuente del sonido que había despertado a la exploradora. El llanto de un niño recién nacido, al que ahora amamantaba.

*** —Llegaron hace dos noches… mataron a todos… nosotros nos escondimos allí… Sentada en el suelo de la despensa, la muchacha balbuceaba su historia, rodeada por los rostros ceñudos de los cinco guardias recién despertados. Tonahuac permanecía de pie, a un lado, mientras que Aylín se acuclilló junto a ella. —¿Cómo te llamas?

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Ella la miró. En ningún momento se había separado del bebé, al que mantenía sujeto contra su cuerpo. Este era diminuto, de piel rojiza y los ojos todavía cerrados, propio de los recién nacidos. —Zazil. Aylín asintió, comprensiva. Parecía incluso más joven que ella, casi una niña. Tiritaba, a pesar del calor y la humedad imperantes. —¿El bebé es tu hijo, Zazil? ¿Cómo se llama? Tonahuac la interrumpió con otra pregunta, formulada en un tono mucho más severo: —¿Quiénes atacaron el pueblo? ¿Fueron animales? Los ojos de Zazil se abrieron de par en par. Asintió varias veces, con movimientos temblorosos. Aylín se dirigió a los hombres: —Que alguien le de agua, y algo de comer. ¡Esta chica está amamantando, y lleva dos días sin alimentarse! Ehecoatl la fulminó con la mirada, pero Atzin le acercó un trozo de carne seca y una totuma con agua. La muchacha devoró la pitanza con auténtica desesperación, el agua le cayó a chorros por el cuello cuando apuró la totuma hasta ver el fondo. Luego dijo, mirando a Aylín: —Itzé. Se llama Itzé. Antes de que Aylín pudiera decir algo más, Tonahuac la aferró del brazo y se la llevó hasta la entrada. —¡Oye! —protestó ella, intentando librarse de su agarre. Pero él la presionó hacia atrás, por poco azotándola contra la pared de la 147


despensa. Ya nada quedaba del afable gigantón que bromeaba con ella. Le dijo, con el rostro muy cerca del suyo, tanto que ella pudo oler su aliento a tabaco: —Me importa una mierda lo mucho que te aprecie el comandante, chiquilla… aquí yo soy el que da las órdenes a mis hombres, no tú. Y más te vale recordarlo, por tu propio bienestar. Ella estaba por responderle cuando un alarido terrible desgarró la pegajosa calma. Provenía de más allá de las chozas, y de la garganta de uno de los hombres que recorría el perímetro.

***

Olvidado por completo su altercado, el oficial y la exploradora echaron a correr en dirección al grito, el primero empuñando su macahuitl, ella con una flecha en el arco. Vieron llegar a uno de los guardias, corriendo entre las chozas con el rostro salpicado de sangre, desfigurado en una mueca de terror. Ninguno de los dos vio venir a la bestia hasta que esta cayó sobre su espalda, derribándolo al final de un salto formidable. Un jaguar de pelaje anaranjado, salpicado de motas negras, cuyos ojos centelleaban en la oscuridad con un fulgor de oro y esmeralda. Antes de que ninguno pudiera reaccionar, el gran felino hundió sus zarpas delanteras en los hombros del guardia caído, echó hacia atrás la cabeza, desplegó las fauces y las cerró, llevándose, en un solo bocado, la parte posterior de su cráneo. Huesos, carne y sesos, todo fue devorado en un instante. El jaguar alzó luego la vista, 148


clavándola en sus dos posibles, siguientes presas, de las que no lo separaban más de veinte pasos de distancia. Aylín tiró de la cuerda trenzada de su guyrapá al mismo tiempo que la fiera empezaba a correr hacia ellos, aunque aguardó hasta el último instante para soltarla. La flecha de tacuara lo alcanzó en mitad del salto, el jaguar se revolvió en el aire con un bufido y aterrizó sobre sus patas. Sangraba, con el astil y la pluma asomándole del pecho, por debajo de la zarpa delantera derecha. Arma en alto, Tonahuac acortó distancias con él y, antes de que pudiera reaccionar, le descargó un tremendo mandoble sobre el espinazo. Crujieron los huesos bajo el filo de obsidiana. Quedó tendido el jaguar, espatarrado e inmóvil. Luego, lo increíble: en la muerte, el cuerpo de la bestia comenzó a cambiar. El pelaje se desprendió y cayó, desmenuzándose como ceniza conforme las extremidades se alargaban y la cola se replegaba sobre sí misma hasta desaparecer. La transformación no duró más allá de unos pocos segundos y, cuando Tonahuac recuperó de un tirón su macahuitl, lo extrajo del cadáver de una mujer desnuda. —¡Por la misericordia de Aurum! —exclamó retrocediendo, mientras invocaba la protección del León Solar, el principal dios del panteón imperial—. ¿Qué clase de brujería es esta? Su

pregunta

quedó

sin

respuesta,

pues

un

rugido

multitudinario resonó por todo el poblado. Aylín vio el brillo de los ojos encendiéndose en la oscuridad, del otro lado de las chozas, y esta vez fue ella la que asió al oficial por el musculoso brazo, gritándole a la cara: 149


—¡Hay que volver a la despensa, vamos! Bajaron corriendo por la única calle y se encontraron con que, alertados por los ruidos de lucha, Ehecoatl ya estaba afuera con dos de los hombres, todos con las lanzas prestas. —¡Adentro! —ordenó el oficial, sin detenerse—. ¡Todos adentro! Tres fieras aparecieron tras ellos, saltaron de entre las chozas. A una orden del veterano Ehecoatl, los guardias cambiaron las lanzas por los más ligeros venablos, que arrojaron con la ayuda de los atlatl, los propulsores de madera, que daban mucha más potencia a los lanzamientos. El trío de proyectiles describió una rabiosa parábola, por encima de las cabezas de los perseguidos para caer directamente sobre los perseguidores, aunque dos de ellos los eludieron saltando hacia los lados, en una maniobra impropia de animales guiados por el instinto. El tercero, sin embargo, recibió el venablo en mitad del lomo y quedó empalado en él. Los otros dos retrocedieron, arqueando el lomo y enseñando los colmillos antes de darse la vuelta y regresar a la misma oscuridad de la que habían surgido. El oficial y la exploradora siguieron corriendo, al encuentro de los demás. —¡Por todos los dioses! —oyeron gritar a Ehecoatl, y no necesitaron voltear para enterarse de lo que había pasado. A sus espaldas, tendido en mitad de la calle, el jaguar muerto por la jabalina acababa de convertirse en el cuerpo desnudo de un hombre joven.

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—¡Adentro! —repitió Aylín la orden de Tonahuac, que añadió: —¡Y aseguren la puerta!

*** —¿A qué demonios nos estamos enfrentando? —Ehecoatl… —Yo juré defender al Imperio y sus habitantes hasta mi última gota de sangre, contra cualquier enemigo que lo amenazara — siguió el veterano, que caminaba en círculos por la despensa, mientras sus largos brazos no dejaban de gesticular en el aire—. Pero, ¿qué clase de enemigo…? —¡Soldado! —endureció la voz Tonahuac, y el cambio halló eco en las acciones de su subalterno, que se detuvo sobre sus pasos para mirarlo con ojos febriles. La mirada alucinada de un hombre que se enfrenta por vez primera a lo desconocido. —¿Qué fue eso, señor? —Fue más una súplica que una pregunta, para la que su líder no tenía respuesta alguna—. Yo lo vi. Lo vi cambiar delante de mis ojos. —Todos lo vimos —intervino Aylín, con lo que todas las miradas se clavaron en ella. Con excepción de Zazil quien, arrellanada en un rincón, acunaba despacio al pequeño Itzel mientras tarareaba una nana. Habían vuelto a colocar la puerta de madera en su lugar, asegurándola con el grueso madero que cruzaba el techo, y que 151


debieron arrancar. Dos guardias permanecían asomados a la única ventana, desde donde vigilaban la calle con los atlatl y venablos a la mano. —¿Hay algo que quieras decirnos, Aylín? —indagó Tonahuac, frunciendo todavía más el entrecejo—. ¿Sabes algo que nosotros no? —Sólo historias. Cuentos, que recuerdo de mi niñez. —¿Cuentos? —repitió Ehecoatl, y la sonrisa que partió en dos su rostro fue la mueca desesperada de un maniático—. ¿Nos están cazando personajes de los cuentos de su puta infancia? —¡Silencio, soldado! Háblanos de ello, muchacha. La joven se humedeció los labios, luego su voz comenzó a desentrañar recuerdos, que poco a poco fue hilando en palabras: —Yo nací en una aldea no muy distinta de esta, perdida en medio de la jungla. Y recuerdo que había una zona a la que ni los más valerosos cazadores se atrevían a ir, ni siquiera mi padre. Una parte de la selva, señalada con símbolos tallados en los árboles que la rodeaban. Una barrera que nadie cruzaría. »Ese, me contaba mi abuela en las noches lluviosas, en las que la lluvia golpeaba el techo de nuestra casa como si fuera un tambor, era el territorio de la tribu de los yaguareté–avá. El coto de caza de los hombres jaguar. Y nadie nunca se aventuraría allí, por miedo a despertar su furia. Hasta existía una rima acerca de ellos… Aylín hizo memoria. La luz de las antorchas danzaba en el reflejo de sus ojos, vueltos hacia el pasado. Al cabo de unos instantes, se puso a recitar: 152


Fieras con piel de hombre, hombres con corazón de fiera En parte monstruos, en parte espíritus, en parte dioses de una olvidada era Ellos son los ojos en la noche, la muerte que sorprende y desgarra Ruega por no escuchar nunca su canción, la del colmillo y la garra

Un silencio ceremonial siguió a las palabras de la joven, cuyo eco quedó flotando entre las paredes mucho después de que callara. Fue Tonahuac el que lo rompió, al preguntar: —Pero ellos… ¿nunca atacaron tu aldea? Aylín lo miró bajo una ceja enarcada. —Hasta esta noche, yo ni siquiera creía en su existencia. El oficial se frotó pensativo la barbilla. —Algo debió hacer la gente de este pueblo, para provocar su furia. Ehecoatl se acercó a la joven madre quien, ajena a toda la conversación, arrullaba al niño en sus brazos. Él la sujetó con violencia, Zazil soltó un gemido y apretó aún más a Itzel contra su pecho. —¿Qué fue lo que hicieron? —exigió saber, al tiempo que la zamarreaba—. ¡Dinos, maldita perra! ¡Dinos! —¡Suéltala, soldado!

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A la orden de Tonahuac se sumó la mucho más sosegada voz de Aylín, que reforzó sus palabras con el filo de su cuchillo, apoyado contra el cuello del veterano. —Ya oíste a tu superior, Ehecoatl. Déjala en paz. —¡Están ahí afuera! —El grito de Atzin, uno de los dos guardias apostados en la ventana, puso fin a todo lo que estaba sucediendo. Ehecoatl soltó a Zazil, que regresó al rincón con el bebé en brazos, que una vez más había empezado a llorar. Aylín apartó el cuchillo y lo devolvió a la vaina, en su cinturón. Luego se acercó a la ventana, lo mismo que Tonahuac y varios de sus hombres. Allí estaban, paseándose a lo largo de la calle de tierra, con movimientos elásticos y silenciosos. Cinco jaguares, de cuerpos esbeltos y poderosos, desplazándose bajo el manto de sombras y la luz plateada de la luna. Lanzaban rugidos esporádicos, mirando hacia la despensa con ojos refulgentes, en los que brillaba un odio terrorífico, tangible… humano. Un odio del que ninguna bestia privada de raciocinio era capaz. —¡Largo de aquí, malditos monstruos! —exclamó el compañero de Atzin, otro joven guardia que, acicateado por el miedo, cargó un venablo es su atlatl, dio un paso atrás y lo arrojó con todas sus fuerzas contra las fieras. Estas se abrieron, replegándose hacia los lados al tiempo que el venablo se clavaba inofensivamente en la tierra. Después, con la coordinación propia de un ejército, los jaguares volvieron a agruparse delante del

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edificio. El guardia se dispuso a lanzar otro venablo, pero Tonahuac detuvo su brazo. —No desperdicies más proyectiles. —Tres machos jóvenes, dos hembras —contó Aylín, asomada a la ventana con el arco en la mano—. No veo al macho dominante… Entonces lo vio. Del otro lado de la calle, en el espacio entre las chozas, caminando a través de las sombras que estas proyectaban. Primero como un hombre, un gigante desnudo, de piel oscura y ojos centelleantes, sin duda el mismo que había visto Atzin mientras realizaban su recorrido de guardia. Un parpadeo después, estaba en su forma animal, la de una colosal bestia de pelaje rojizo, cubierto con motas negras. Aquel magnífico ejemplar avanzó hasta el centro de la calle, mientras el resto de los suyos continuaban pululando a su alrededor. Con la vista fija en la despensa y sus ocupantes, el gran macho desplegó sus fauces y lanzó un rugido horrísono, capaz de enfriar la sangre del más valiente. Un sonido gutural, escalofriante, cargado de promesas de una muerte espantosa, de carne desgarrada, de sangre y vísceras derramadas. La canción del colmillo y la garra. Con un escalofrío recorriéndole la espalda, Aylín cargó una flecha en su guyrapá. Mas antes de que pudiera tensar la cuerda, los felinos se retiraron de regreso a la oscuridad que les daba cobijo. Dejando tras ellos, en señal de burla y amenaza, los restos a medio devorar de los dos guardias caídos. Carne roída sobre los huesos húmedos. 155


Hubo intercambios de miradas entre los refugiados, luego, todas ellas recayeron en Zazil. Miradas de miedo, desconfianza y también de odio. Miradas que la hicieron retroceder, de espaldas al rincón, como un animal acorralado. Desorbitados los grandes ojos, mientras el bebé succionaba de su pecho. Aylín se acercó a ella, conciliadora. —Zazil —la llamó con delicadeza—. ¿Qué fue lo que sucedió, por qué los yaguareté–avá acabaron con tu gente, y ahora buscan hacer lo mismo con nosotros? ¿Qué es lo que quieren? La joven madre apartó la mirada, la exploradora buscó una vez más sus ojos. —Si sabes algo, debes contárnoslo. Por tu bien, y del pequeño Itzé. Ante la mención de su hijo, Zazil se quebró en llanto. Lo hizo encogida sobre sí misma, con su enteco cuerpo estremeciéndose en sollozos y gorjeos. Aylín tuvo de pronto un presentimiento terrible, que tradujo en palabras: —Es a él al que quieren, ¿cierto? Zazil soltó un gemido, como si acabaran de herirla. Se encogió todavía más, el bebé apretado contra ella. Aylín comprendió. —Itzé… él no es realmente tu hijo —lo dijo con voz temblorosa, tomando conciencia de la magnitud de sus palabras al momento de pronunciarlas—. Es de ellos… Ovillada contra el rincón, con los ojos llenos de lágrimas y el rostro desfigurado por la congoja, Zazil habló:

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—Después de perder a mi bebé, ya no quise seguir viviendo. Por eso me interné en el territorio prohibido, por eso ignoré las señales en los árboles. Quería entregarme a ellos… quería que devoraran mi cuerpo, indigno de ser madre. »Caminé por varias horas sin rumbo, hasta que la encontré. Una hembra, muerta al alumbrar, con todos sus cachorros recién nacidos a su alrededor. También muertos, salvo uno, que, con las pocas fuerzas que le quedaban, seguía luchando por vivir. Recogí a la pequeña cría de jaguar, la vi convertirse entre mis brazos… ¡convertirse en el hijo que los dioses me habían arrebatado! —Y lo trajiste contigo —concluyó Aylín la narración—. Y, esa misma noche, los yaguareté–avá atacaron el poblado, y han estado rondándolo desde entonces. Zazil asintió, compungida. Luego, el caos estalló dentro del refugio. —¡Hay que arrojarla afuera, a ella y a su pequeño monstruo! —fue la exclamación de Ehecoatl la chispa necesaria para desatar el incendio. Junto con la mayoría de los hombres, se abalanzaron sobre Zazil, aunque frenaron sus ímpetus al encontrarse con el arco tenso de Aylín, y con una flecha que podía ser para cualquiera de ellos. —Atrás —gruñó la exploradora—. Vamos a discutir esto con calma, antes de tomar ninguna decisión. —Quítate de en medio, chiquilla —siseó Ehecoatl, con las manos apretadas en torno al asta de su lanza—. O también te arrojaremos a ti. 157


—¿También piensas arrojarme a mí afuera, Ehecoatl? —lo desafió Atzin quien, a pesar del temblor en su voz, y en sus manos, se adelantó para ubicarse junto a Aylín. Hubo burlas crueles entre los hombres, el veterano torció el gesto en una mueca despectiva. —Trata de no vomitarte encima, novato. Las burlas cesaron en cuanto fue la imponente mole de Tonahuac, su oficial al mando, la que se encaró a ellos, por delante de Aylín y de Atzin. —Yo soy el que da las órdenes aquí, ¿es necesario que se los recuerde? ¡Y los quiero a todos de regreso a sus puestos! Retrocedieron los hombres, enfriados los ánimos bajo la mirada de piedra de su líder. Que prosiguió, con voz más calma pero vibrante de firmeza: —De los que estamos aquí encerrados, es Aylín la que mejor conoce a estas criaturas, así que vamos a escuchar lo que tenga para decir. Y luego seré yo quien decida lo que hay que hacer. Aylín prefirió omitir el hecho de que su conocimiento acerca de esas criaturas se limitaba a cuentos y rimas de la infancia y, en su lugar, aprovechó el voto de confianza que le extendía Tonahuac. —Se están cobrando venganza por el rapto de su cachorro. Creo que si alguien sale y se los devuelve… Ehecoatl escupió hacia delante, muy cerca de los pies de la exploradora. —¿Y quién lo hará, eh? ¿Quién será voluntario para convertirse en la comida de esos monstruos? 158


Y Aylín se oyó a sí misma responder: —Yo lo haré. Yo saldré, y les entregaré a su cachorro. —No… —balbuceó entonces Zazil, que sólo en ese momento pareció comprender lo que estaba a punto de pasar. Y que, volviéndose contra el rincón para escudar al bebé con su propio cuerpo, chilló—: ¡No me lo quitarán! ¡No volveré a perderlo! —¡Danos al crío, puta! —bramó Ehecoatl, y el caos y la furia volvieron a amenazar con asomar su roja cara, y una vez más fue necesaria la intervención de Tonahuac para calmar a los hombres. A lo que siguió el gesto de Aylín, exigiendo silencio. —¿Oyeron eso? Es en el techo… Un tenue crujir, como el de pisadas blandas sobre las ramas del tejado. Todos los ojos voltearon hacia arriba, las manos se cerraron sobre las armas. Pero el ataque llegó por la ventana, tomando por sorpresa a uno de los dos guardias allí apostados. Atzin gritó, al ver cómo su compañero era arrastrado a través del hueco, con unas mandíbulas cerradas en torno a su garganta y un estallido de sangre que roció la pared. Después se abrió el techo, destrozado por garras que horadaron el entramado de ramas y barro endurecido, y otros dos jaguares saltaron al interior. Cayeron sobre los guardias, uno de ellos chilló y se derrumbó de bruces, con la espalda abierta en tiras hasta el hueso. Otro ni siquiera pudo gritar, cuando unos colmillos se cerraron sobre su rostro, para arrancárselo de cuajo con buena parte del cráneo. Ehecoatl llegó a hacerse a un lado para evitar la siguiente acometida, el felino aterrizó sobre sus cuatro extremidades, gruñendo y lanzando 159


dentelladas. Aylín tensó el arco y disparó casi sin apuntar, la flecha acertó en el lomo del primer felino, que retrocedió bufando. A duras penas consiguió arrojarse al suelo para eludir las zarpas del otro jaguar, que reapareció con un salto a través de la ventana y que, de todos modos, llegó a rasgar la parte trasera de su túnica y arañar la piel de su espalda. Aylín gruñó de dolor, rodó y volvió a incorporarse; lo hizo peligrosamente cerca del jaguar herido por su flecha el cual, no obstante, no tuvo oportunidad de desquite. Pues el macahuitl de Tonahuac lo alcanzó de lleno en un costado, abriéndole el costillar y arrojándolo contra el madero que aseguraba la puerta. Cayó la fiera, casi partida en dos por la violencia del ataque. Cayó el madero y cayó también la puerta, encima del cuerpo sin vida que ya empezaba a recuperar su forma humana, la de un muchacho de recia complexión. Ehecoatl y Atzin, los últimos guardias que quedaban en pie, se fueron contra el otro jaguar, al que acosaron a base de lanzazos hasta acorralarlo contra la pared del fondo. Donde lo dejaron empalado, ya convertido en una mujer que lanzó berridos y espumarajos de sangre antes de expirar. —¡Cuidado! —exclamó Ehecoatl, y apartó al novato de un empellón, quitándolo del camino del otro felino, que se abalanzó sobre el veterano en su lugar. Las garras perforaron la pechera del guardia, hincándose en la piel que había debajo. Bajando por su torso hasta el vientre, donde excavaron hasta ver el color de las entrañas. Desesperado, Atzin acudió en defensa de su camarada, y clavó la lanza en el costado de la bestia mientras que Ehecoatl, 160


desde abajo, consiguió hacerse con su cuchillo y apuñalarla por debajo de la quijada, en la garganta, matándola al mismo tiempo que esta lo destripaba. El novato hundió más la lanza en el cuerpo del jaguar, quitándolo de encima de Ehecoatl. —Por los dioses… —masculló, al ver el estado en el que había quedado. Con los intestinos colgando por fuera del abdomen abierto, el veterano se permitió una sonrisa manchada de sangre, junto con una última burla: —Trata de no vomitarte encima… novato… En medio de semejante conmoción, nadie pudo impedir que Zazil escapara por la puerta que acababa de abrirse, corriendo desaforadamente con el bebé a cuestas. Aylín salió tras ella.

*** —¡Zazil! ¡Vuelve! —le gritó, mientras la veía internarse entre las ruinosas chabolas. Otro jaguar la interceptó, antes de que ella pudiera darle alcance, derribándola con un brutal zarpazo en mitad de la espalda, que la hizo rodar por tierra. Luego la bestia giró y se encaró a la exploradora, que, a sabiendas de que no llegaría a disparar el arco, desenvainó el cuchillo en su lugar. Con otro salto, el jaguar se abalanzó sobre Aylín, que pudo eludirlo parcialmente, aunque las garras trazaron un largo, doloroso surco en su muslo derecho. Trastabilló la joven, blandiendo el cuchillo. Sangraba en abundancia por la herida, 161


gruesas gotas escarlatas recorrían su pierna. El gran felino, un joven macho, se agazapó, listo para un nuevo ataque, cuando recibió otro ataque por el flanco. Era Atzin, que vino a la carrera con su lanza, que se quebró por el ímpetu de la carga. Malherido, rabioso, el jaguar se revolvió contra la nueva amenaza, y el zarpazo alcanzó al guardia novato en el torso, arrojándolo hacia atrás y derribándolo de espaldas. Aylín aprovechó para rematarlo con una puñalada a la base del cráneo, asestada a dos manos, con la que hundió el cuchillo hasta la empuñadura y mató a la bestia en el acto. —¡Atzin! —llamó a la forma temblorosa del joven, que yacía en un creciente charco de sangre. Mas antes de que pudiera acudir junto a él, un rugido atronador la paralizó allí donde se hallaba. Aylín giró, apenas, a sabiendas de lo que encontraría detrás. Dispuesta a mirar a la muerte a los ojos, pues eso era lo que esa criatura representaba para ella. El gran macho estaba allí, a tan sólo unos pasos de distancia. Inmenso, terrible, mirándola con sus ojos fosforescentes, los mismos que —ahora sabía— la habían escrutado desde la jungla. Relucían los colmillos, largos como puñales, en las fauces babeantes. Curvadas las garras, capaces de partir en dos a una bestia de carga. Controlando todo lo posible el terror que se empecinaba en atenazarla, sucia de barro y sangre, propia y ajena, Aylín empuñó el cuchillo frente a ella. Y fue Tonahuac, esta vez, el que llegó en su ayuda. Y lo hizo con un mandoble de su macahuitl, que el gran macho por muy 162


poco consiguió esquivar. Su contraataque fue tan rápido como devastador: sus mandíbulas se cerraron en torno al brazo izquierdo del oficial, cuando este pasó de largo en su embestida. Huesos y tejidos se desgarraron con un sonido nefasto, el arma se soltó de las manos de Tonahuac, que cayó al suelo con el gran macho encima de él. Aylín volvió a cambiar el cuchillo por el arco; cargó una flecha, tensó, apuntó y disparó, todo ello en apenas un instante. El proyectil se clavó en los cuartos traseros del jaguar, pero este no soltó al hombre quien, con un brazo entre los colmillos de la fiera, utilizó su mano libre para desenvainar el cuchillo de obsidiana, con el que se defendió con un salvajismo comparable al de su agresor. El gran macho tironeó del brazo, de lo que quedaba del brazo, de Tonahuac, sacudiéndolo de un lado al otro, mientras que este no cesaba de lanzarle puñaladas. Horrorizada a la vez que fascinada por semejante despliegue de fiereza, Aylín colocó otra flecha en su arco. Tensó la cuerda despacio, mientras sus ojos buscaban la cabeza o el cuello del enorme felino, algo que el constante movimiento de la lucha le dificultaba. Entonces, un sonido completamente distinto se abrió paso a través de los gruñidos del hombre y de la bestia. Algo tan absurdo y fuera de lugar como el llanto de un bebé. Y era la propia Zazil la que lo traía en brazos; avanzaba con pasos tambaleantes, dejando un reguero de sangre detrás. Aylín bajó el arco, el jaguar soltó la extremidad destrozada del oficial. La gran cabeza se volvió hacia la frágil figura de la madre ensangrentada, que se acercaba con el bebé al final de sus brazos 163


extendidos. El momento se dilató, suspendido en el tiempo que dura el latido de un corazón. Y el feroz combate a vida o muerte se detuvo. —Ten… —musitó Zazil, en un hilo de voz, en el tenue hilo de vida que conservaba—. Es tuyo… Colgado de sus brazos, el bebé se desgañitaba en un llanto limpio y agudo, moviendo en el aire sus miembros diminutos. El gran macho fue a ella, por el camino se convirtió en hombre. La gran forma se irguió, el pelaje rojizo se desprendió y deshizo, para revelar la forma de un hombre alto, fuerte y hermoso. De una belleza muy inusual, observó Aylín, convertida en mera observadora de los hechos. Las facciones eran alargadas, enmarcadas por una cabellera abundante; las cejas espejas, por encima de unos ojos rasgados, que centelleaban con un brillo entre dorado y verde. Sangraba por una herida en el muslo derecho, allí donde la flecha de Aylín se había clavado. Sin pronunciar palabra, el hombre jaguar aceptó al bebé de brazos de la joven, tomándolo en los suyos. Ella le clavó una mirada vidriosa, de ojos que ya miraban la ruta al Xibalbá, la tierra de los muertos. —Cuídalo… —le susurró. Cuando cayó al suelo, su cuerpo no era más que un cascarón vacío, sin alma que lo sostuviese. —¿Ya se ha terminado? —le preguntó Aylín, mientras el cacique de los yaguareté–avá se arrancaba la flecha de la pierna con gesto indiferente—. Ustedes mataron a muchos de los

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nuestros, nosotros matamos a varios de los tuyos, tienes lo que venías a buscar. ¿Se ha terminado? El hombre jaguar se la quedó mirando largamente. Tal vez no había comprendido la pregunta, tal vez estaba sospesando la respuesta. Tal vez, sólo se preguntaba si valía la pena matarla. —Sí —respondió, finalmente, en un tono tan gutural que recordó al rugido de su forma salvaje, como si hubiera olvidado el habla de los hombres—. Se ha terminado. Con esto, le dio la espalda y empezó a caminar de vuelta hacia la jungla. Con el bebé —su cría— en los brazos. Ya había dejado de llorar. Aylín fue en auxilio de Tonahuac, al que ayudó a incorporarse. Aunque el brazo izquierdo colgaba de un jirón de carne, convertido en un sangriento apéndice sin vida, ella supo que sobreviviría. No podía decirse lo mismo del pobre de Atzin, inmóvil en medio del charco de sangre. Cuando Aylín volvió a mirar en su dirección, el gran macho había recuperado su forma de jaguar. Y cargaba con su cría, un pequeño cachorro de moteado pelaje rojizo, al que llevaba por el pellejo del cuello, colgando del hocico. Ella hizo un intento por discernir la conducta de esos seres, pero desistió inmediatamente del esfuerzo. Eran fuerzas de la naturaleza, salvajes e impredecibles, y jamás podría comprenderlos. Sólo podía limitarse a admirarlos desde una segura distancia. Y también a temerles. Mientras los veía a ambos, padre e hijo, internándose en la espesura hasta desaparecer de la vista, la memoria de la joven 165


regresó al pasado. Elevó una silenciosa plegaria al espíritu de su abuela, recordando los cuentos y las rimas de su infancia. Y elevó una segunda plegaria a la Madre Winak, y a los demás dioses, para nunca más, en lo que le quedara de vida, volver a escuchar la canción del colmillo y la garra.

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Jorge Rubén Del Río

Nacionalidad: Argentina

Publicaciones anteriores: «Lusca» (relato), revista digital «Axxon, ciencia ficción en red». «El encargado del archivo» (relato), revista digital «Axxon, ciencia ficción en red». «La historia del bardo» (relato), antología «Conjura», Editorial Pulpture. «Te sigo esperando» (relato), antología «El corazón hace pulp pulp», Editorial Pulpture. «Ángel caído» (relato), antología «¿Qué ha sido eso?», Editorial Pulpture. «El amor en tiempo de zombies» (relato), antología «El amor está en el monstruo», Editorial Pulpture. «Último tango en L.A.» (relato), revista «Planeta Neo Pulp, número 2», Dlorean Ediciones. «El manjar del dios» (relato), revista digital «¡Por Crom!» número 1. «Mantos Negros» (relato), revista digital «¡Por Crom!» número 2. «Muñecas para matar» (novela digital por entregas), Editorial Ronin Literario. «Largo camino a Redención» (novela digital por entregas), Editorial Ronin Literario. «Ninja» (novela digital por entregas), Editorial Ronin Literario. 167


«La sombra del escorpión en la tormenta» (novelette), «Historias cortas de intensa ficción», Editorial Pulpture. «Natividad de sangre» (novela), sello independiente Arachne. «Cacería humana en San Francisco» (novela), sello independiente Arachne. «La noche del jaguar» (novela), sello independiente Arachne. «El culto secreto» (novela), sello independiente Arachne. «El Doctor Omega y las joyas de la eternidad» (novela), Editorial Pulpture. «Alucina» (novela), Editorial Wave Books.

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Fuego Negro Lobo Fantasma Zahira Sturmblauen, hechicera suprema —recientemente nombrada como tal—, caminaba con paso lento junto a su maestro y mentor Rossembert por los verdes prados el país de Tadia, a las afueras de la ciudad bastión Alabastor. Zahira era una mujer de imagen imponente pero de carácter dulce y afable, casi nunca se enfadaba o impacientaba —pero eso no quería decir que no fuese temible cuando lo hacía—, apenas había pasado su adolescencia y ya había sido nombrada hechicera suprema, especializada en los conjuros de frío y fuego negro. Su maestro se había empecinado en que Zahira obtuviera y aprendiera esta doble especialización de conjuros, pues le sería muy útil en el futuro —pero «¿útil para quién de los dos?», se preguntó en más de una ocasión la joven—; Rossembert no era una persona amable, ni mucho menos cariñoso, todo lo contrario, pero aun así se había ganado el respeto y la admiración de su alumna predilecta. Todos los hechiceros que alcanzaban el rango supremo debían emprender una peregrinación a lo largo y ancho del mundo para perfeccionar el arte ancestral de la hechicería. Normalmente debían emprender este viaje en solitario para aprender a ser un auténtico maestro. Muy rara vez alguien acompañaba al hechicero supremo y más raro aún era que el propio maestro del mismo «solicitara» acompañarle, tal y como hizo Rossembert.

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Rossembert tenía tanta influencia en el círculo de La Aguja De Piedra, que logró con sus legendarias tácticas de persuasión que nadie rechistara ni se opusiera a su «solicitud». Tal era la influencia de Rossembert que Zahira, en su infinita inocencia, no sabía nada de dicha argucia y se tomó aquello como un viaje de «fin de estudios», como premio a su impecable carrera en sus años como estudiante de hechicería. Llevaban ya varios días de camino. Rossembert le sugirió a Zahira que se encaminasen a la ciudad llamada Dosías, al noroeste de Alabastor. Al ser ambos hechiceros supremos tenían un poder digno de temer, por lo que ni tan siquiera quisieron que se les proporcionara un carruaje o monturas que les ayudaran a viajar más rápido. La joven hechicera suprema se entristeció bastante cuando tuvo que despedirse de Líghai, su montura reptil, a la que crio desde pequeña y con la que había forjado un vínculo muy fuerte. Rossembert insistió mucho en el hecho de que debía desligarse de las ataduras emocionales, si quería ser la mejor entre los mejores hechiceros del mundo. Era un hombre pragmático, pensaba que los vínculos afectivos y los sentimientos eran un lastre que se debía eliminar cuanto antes. Zahira no compartía esta forma de ver la vida, pero siempre creyó que su maestro se lo decía por su bien, siempre cuidó de ella, desde que llegó con cuatro años a La Aguja De Piedra. Tras dejar atrás una galería de árboles pudieron contemplar en el horizonte el humo de varias chimeneas. 172


—¿Ves ese humo de allí? —preguntó Rossembert—. Proviene de Dosías. A Zahira le llamó la atención la cantidad de hileras de humo. —¿Por qué hay tanto humo, maestro? —inquirió ella a su vez. Rossembert sonrió satisfecho, le encantaba que aún a pesar de haber sido nombrada hechicera suprema, Zahira lo considerara su maestro. —Dosías es conocida por sus tabernas y su arte culinario. A ella acuden peregrinos de todos los rincones del ancho y vasto mundo en el que vivimos, mi joven alumna. —No lo sabía, m resulta muy curioso que a pesar de haber estado toda mi vida estudiando, aún tenga cosas que aprender. —De eso se trata la vida, niña, de aprender hasta el final. — Zahira sonrió y asintió. —Gracias por todas tus enseñanzas, maestro, te debo mucho… —añadió ella con ternura. Él ni la miró siquiera, tan sólo permaneció en silencio, mirando al horizonte lleno de hileras de humo. Llegaron a Dosías justo cuando el sol se había escondido tras el horizonte. Un puente enlazaba la ciudad con la otra orilla de un río que cruzaba. La luz de las farolas de aceite iluminaba las empedradas calles y avenidas que se entrelazaban en aquella 173


ciudad, que nunca parecía dormir. La gente iba y venía de aquí para allá, con sus caras sonrientes y su afable carácter, daban color a las grises fachadas de las casas construidas con madera y piedra. La joven hechicera suprema recordó un pasaje del libro Las Guerras Ksäg’En, donde se hablaba de la ciudad capital llamada Tärk’Ssu Nëksa. Aunque Dosías no fuese tan esplendorosa, sí que parecía tener la misma magia, que según se respiraba, llenaba de paz y regocijo el alma de quien caminara por sus calles, sintiéndose parte de aquel maravilloso todo. —Zahira, no te distraigas —ordenó Rossembert, siempre tan autoritario y tan oportuno para estropear los mejores momentos en la soñadora mente de Zahira. Rossembert caminaba con paso presuroso, parecía saber muy bien adónde iba, como si conociera Dosías como la palma de su mano. Se adentró en una taberna llamada La Espada Del herrero, cuyo cartel estaba ornamentado con una espada atravesando un yunque. Desde fuera podría parecer la típica tasca descuidada y maloliente, pero para sorpresa de Zahira, aquella taberna tenía un aspecto impecable; mesas y bancos de piedra blanca e impoluta llenaban aquel salón a doble altura, en cuyo centro estaba una barra circular donde sus mozas iban y venían, atendiendo las comandas de los parroquianos que allí acudían cada día, de forma perenne y de los viajeros, que exhaustos, llegaban a la taberna con la esperanza de refrescar el gaznate y llenar sus buches, con los famosos guisos y estofados de La Espada Del Herrero. 174


—Dirígete a la mesa que quieras, espérame allí, no tardaré, no causes problemas —instruyó Rossembert, seco, tajante y autoritario como siempre solía mostrarse en público. Zahira estaba tan acostumbrada a ese comportamiento de su maestro que asintió automáticamente y se fue a una mesa pequeña, situada en el rincón más iluminado de la taberna. Antes de que dejara sus bártulos apoyados en la pared una de las camareras ya le estaba atendiendo. —¡Buenas noches! —la hechicera saludó de forma efusiva y ensayada—. ¿Vienes sola? Zahira estaba un poco cortada, pero negó con la cabeza. —No… buenas noches… me acompaña mi maestro —replicó ella. La joven camarera de ojos verdes y melena rubia rizada le echó una ojeada rápida. —¿Tenemos aquí a una aprendiz de hechicera? —preguntó con simpatía. Zahira arqueó una ceja. —Hechicera suprema, ¿cómo sabes que soy hechicera? —Por tu báculo —respondió la camarera señalando el bastón apoyado en la pared.

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Zahira se sintió un poco tonta. La camarera le sonrió. —¿Es la primera vez que sales de tu círculo de hechiceros? — observó—. No te preocupes, aquí vienen muchos, muchísimos hechiceros y magos, te sentirás como en casa. ¿Qué te apetece tomar? Zahira se relajó un tanto. —¿Qué me recomiendas? —¿Te gusta el vino? —Sí, claro. —Pues te voy a poner una jarra de vino rosado, lo fermentamos aquí, es la especialidad de la casa. Y para comer, el plato estrella, un guiso de carne de lagarto. Zahira sintió una punzada de dolor al recordar que tuvo que abandonar a Líghai e hizo una mueca de ligero disgusto. —Si no te importa preferiría no comer carne de lagarto — solicitó. —Está bien —dijo la camarera sin perder su sonrisa—. ¿Qué te parecen unas albóndigas de carne de bovino con una guarnición de patatas? —Me parece perfecto. —Ahora mismo te lo traigo todo. 176


—Muchas gracias. La camarera tardó prácticamente un suspiro en ir a por las comandas y aparecer con ellas. Zahira se quedó anonadada por aquella rapidez con la que le sirvieron el pedido. La camarera le guiñó el ojo con complicidad, era evidente que esa velocidad era producto de algún conjuro que aceleraba el tiempo u otorgaba la posibilidad de abrir brechas en el tejido del espacio-tiempo. Observó con detenimiento a su alrededor para comprobar si captaba algún atisbo de magia y efectivamente vio que toda la estancia estaba impregnada de ella. Hechizos con runas protectoras en los marcos de las puertas y ventanas, una barrera en mitad de la barra, que impedía que la traspasaran aquellos ajenos al negocio y runas de teleportación en distintos puntos del suelo. La joven se dispuso a disfrutar de su cena tras un encogimiento de hombros y una sonrisa de oreja a oreja. El tiempo transcurría y su maestro no acudía de nuevo. Ella ya estaba más que saciada tras tres jarras de vino, cuatro estofados y un trozo de tarta de nata con frambuesas. Empezaba a preocuparse porque no sabía cómo iba a pagar todo aquello si no aparecía Rossembert. La gente casi había desalojado el local y tan sólo quedaban ella, unos pocos parroquianos, el tabernero y dos camareras. La que llevaba atendiéndole toda la noche se le acercó. —¿Sigues esperando a tu maestro? —preguntó con curiosidad. 177


Zahira, un poco avergonzada, se encogió de hombros. —No llevo dinero encima para pagar esto, él lo llevaba todo. La camarera levantó las cejas y empezó a reírse. Zahira no entendía nada. —¿Se puede saber qué te resulta tan gracioso? —preguntó a medio camino entre la duda y el enfado. —Tu cuenta está más que saldada. Rossembert es muy conocido aquí y tiene crédito desde hace años, mi padre y él se conocen, no te preocupes por eso. La cara de Zahira era un poema. —Te aconsejo que vayas a dormir, tu maestro seguramente tardará en volver, tienes cara de estar cansada —añadió la camarera. —¿Dónde…? —balbució Zahira. —La habitación siete, la que está al fondo del pasillo, tras la chimenea, a tu derecha. —Vaya… ¡Gracias! Por cierto, ¿cómo te llamas? Yo soy Zahira, un placer conocerte. La camarera hizo un gesto aprobatorio. —Para ser una hechicera suprema no eres una estirada. Me caes bien. Me llamo Eva. Si necesitas algo, llámame. 178


Eva le guiñó un ojo y se fue de nuevo a la barra, Zahira le sonrió satisfecha y se fue a su habitación. Cuando llegó a la puerta se preguntó cómo la abriría sin llave y al ponerse delante de la misma, una runa brilló a sus pies, permitiéndole el acceso a la habitación. Ella levantó las cejas, impresionada. Encendió una vela y de repente vio algo que la sobresaltó. En la ventana se le veía a él, una criatura de corta estatura, pegando botes, haciendo aspavientos con las manos en mitad de sus cortos y rápidos saltos. Ella abrió rápidamente la ventana y lo de la chaqueta. —¡Estate quieto! ¡Qué te van a ver! —ordenó molesta. El duende de piel negra la miró con gesto indignado. —¿Quiénes? ¿Los humanos? ¡Pero si están ciegos además de ser tontos del culo! —¡Chist! ¡Elgi! ¡Baja la voz! —¡Pero si no me oyen! ¡Escucha, escucha! Elgi lanzó un eructo que abultaba más que los dos palmos y medio que medía su cuerpo de pies a cabeza. Zahira no puedo evitar reírse por ese gesto y se tapó la boca para disimularlo. —¡Chist! ¿Te quieres callar? Elgi lanzó otro eructo.

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—¿Eso es un sí o un no? El duende la miró con los ojos abiertos y no pudo evitar reírse por aquel chiste tan bien traído. —Elgi, ponte serio, por favor. ¿Qué noticias me traes? —Líghai está bien, me lo he traído procurando que nadie nos viera, tal y como me indicaste. He buscado una cueva cerca de aquí donde guarecerlo y esconderlo de ojos indiscretos. —Bien, ¡ese es mi Qilio! —apuntó Zahira. —He visto varios grupos de salteadores de caminos. Iba a darles un buen susto, pero he visto que uno de ellos se ha separado del grupo para venir aquí, a Dosías. —¿Has podido saber dónde ha parado? —Sí, en otra taberna, El Reposo Del Viajero. Está en el otro extremo de la ciudad. Se ha cruzado con tu maestro en la puerta. Me ha parecido ver que se conocían por el saludo tan corto que se han hecho con la mirada. Zahira frunció el ceño, extrañada. Iba a comentar algo cuando de repente un grito helador desgarró la inmensidad de la noche. Elgi sabía muy bien qué clase de criatura emitía ese aullido chirriante, poco después comenzó a escucharse una algarabía de gritos y chillidos de terror. —Qué oportunos, ¿eh? —señaló el duende sombra lunar. 180


Iba a salir disparado con su velocidad supersónica, pero Zahira le detuvo: —¡Espera, Elgi! ¡Voy contigo! El Qilio se detuvo y aceptó con un gesto de cabeza. Ambos se dirigieron al foco de los gritos, había gente corriendo aterrorizada de aquí para allá; cuerpos desmembrados o descuartizados adornaban el suelo y las fachadas de piedra gris. Un ejército de sombras con formas de bestias enormes y cuadrúpedas se abalanzaba sobre los pobres civiles, sacándoles las tripas o arrancándoles sus miembros con sus poderosas zarpas y mandíbulas. Pero entre todas las criaturas había una que destacaba de entre las demás. Tenía aspecto humanoide, delgados sus brazos, piernas y torso. Sus manos eran afiladas garras de cuatro falanges. Llevaba un sombrero de ala ancha y sus ojos, emanaban un fulgor azul gélido, que junto al aura que le rodeada, daban la sensación de congelar la atmósfera a su alrededor. —¿Elserkinis? —dijo Elgi desenfundando las dagas que llevaba colgadas a la espalda de su cintura—. ¿Aquí? La criatura llamada Elserkinis centró su vista en la hechicera suprema. Era evidente que dentro de ella había un poder enorme y si había algo que siempre atrajo a los Elserkinis eran las grandes cantidades de energía.

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Zahira vio cómo su compañero de piel negra se lanzaba a por las sombras bestia, aprovechando el tumulto y la confusión, para subirse al lomo de una de ellas por detrás de la cabeza y clavarle sus dagas en los ojos. La criatura chilló y sus compañeras acudieron en su ayuda, Elgi siguió usando su velocidad supersónica para lanzar tajos y apuñalar desde distintos flancos para acabar con las cuatro bestias. A una le cortó las patas delanteras en un abrir y cerrar de ojos, a otra le saltó sobre el pecho con ambos puñales por delante y dejándose vencer por su peso, la rajó en canal; un instante después se coló por debajo del cuello de la que había dejado ciega y le rebanó la garganta con ambas dagas, con un doble corte de dentro afuera. El Elserkinis, contemplando la escena con estoicismo, tan sólo levanto la una mano apuntando hacia el Qilio. —¡ELGI! —chilló Zahira al ver que la oscuridad emergía del suelo con forma de miles de afiladas cuchillas, reptando en dirección a su compañero el duende sombra lunar, quien apenas tuvo tiempo de girarse para ver lo que se le venía encima. Por suerte el ataque se congeló justo en el último instante antes de alcanzar al duende Qilio. Zahira había conjurado una ráfaga de hielo. —¡Mierda! —gritó Elgi enfurecido—. ¡Ahora verás lo que es bueno!

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El Elserkinis se movía aparentemente muy lento, pero se desmaterializaba o era engullido por el suelo, justo antes de recibir el impacto de los ataques de su pequeño rival —quien lanzaba una maldición por su boca cada vez que fallaba sus tajos y puñaladas— . Zahira apoyó desde la distancia lanzando ráfagas de hielo, pero el Elserkinis las recibía en su cuerpo como simples picaduras de mosquito. —¿Pero qué demonios pasa? ¿Desde cuándo un elemental oscuro ha aprendido resistir otros conjuros elementales? —renegó Zahira. Elgi volvió al lado de su compañera. —No… lo sé… —jadeó— normalmente… nunca… me ven llegar… La cuarta bestia les saltó encima desde el flanco derecho y arrolló a Zahira, al mismo tiempo que el Elserkinis había lanzado otro ataque de cuchillas reptantes y esta vez sí que impactó de lleno en el Qilio, quien lanzando un alarido de dolor, quedó atrapado en una enorme garra de oscuridad. Elgi gritaba de impotencia y rabia mientras veía como se acercaba su agresor, muy despacio. La bestia cuadrúpeda lanzaba dentelladas que su prisionera esquivaba a duras penas, en un desesperado intento por sobrevivir y que no le arrancaran la cabeza. Una furia irrefrenable se apoderó de su ser al verse en tan

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serios aprietos y algo en ella cambió: por instinto apuntó con la palma de su mano a la boca de la bestia y una llamarada negra surgió de entre sus dedos, calcinándole la cabeza. Elgi contempló impresionado cómo una mujer de cabello blanco aparecía entre él y el Elserkinis, lanzando llamaradas de color negro de entre sus manos, que devoraban todo aquello con lo que se toparan en su caótico y ardiente avance. La ciudad completa empezó a arder, pasto de las llamas. —¡Zahira! —gritó Elgi al reconocer las ropas de su amiga en esta misteriosa mujer. Ella se giró para mirarle, sus ojos de iris ahora dorado rezumaban odio, crueldad y determinación—. ¡Escúchame, por favor! ¡Vas a arrasar la ciudad! Ella pareció recobrar la consciencia y su aspecto volvió a ser el de siempre, cayendo a plomo al suelo. Elgi por fin se libró de su presa helada, fue a socorrer a su amiga pero tuvo que evitar que le viera Rossembert, ya que venía corriendo hacia Zahira. Por suerte no le vio escapar a toda velocidad, para ocultarse tras un muro casi derruido donde pudo observarlo a salvo. —¡Zahira, despierta! —llamaba Rossembert abofeteando a la joven. Ella, aturdida y mareada empezó a reaccionar. Elgi contemplaba la escena, muy atento, le extrañaba volver a ver solo a Rossembert —ahora que lo tenía más cerca no podía evitar la sensación de pensar que lo conocía de algo, pero no sabía de qué. 184


—¿Maestro? —preguntó Zahira con la boca pastosa. —Sí, soy yo —respondió él—. ¿Qué ha ocurrido? —No recuerdo nada desde que Elgi fue capturado y esa bestia estaba sobre mí —respondió ella semiconsciente. —¿Elgi, quién es Elgi? —preguntó Rossembert muy intrigado. De repente una pequeña piedra se le estrelló en la cabeza. Elgi tuvo que morderse un labio para aguantarse las ganas de reír, al pensar que Rossembert tenía un cabezón tan enorme que era imposible fallar con su tirachinas. —¿Qué demonios? —refunfuñó Rossembert mirando a todos lados. Luego se dio cuenta de que algunos edificios aún estaban siendo calcinados y alzó su mano al aire mientras sujetaba su báculo con la otra. Cerró los ojos y pareció recitar un conjuro, casi susurrándolo. De repente una esfera de hielo salió disparada desde su mano y al alcanzar cierta altura estalló en mil pedazos, convirtiéndose en una fuerte ventisca que apagó y congeló todo el fuego de la ciudad de Dosías. Al ver esto, Elgi no pudo evitar conectar esta técnica helada con la resistencia al frío del Elserkinis. ¿Por qué? Bien era cierto que no pudo vigilar a Rossembert todo cuanto hubiera querido desde que conoció a Zahira, porque era un hombre muy precavido

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que tenía conjuros de defensa repartidos por toda La Aguja de Piedra y que tenía un carácter poco amigable, pero era el mentor de Zahira, ¡mentor y protector! ¿Cómo iba a estar relacionado con el ataque e aquellas sombras? Vio cómo se llevaba en brazos a Zahira, en dirección a La Espada del Herrero. Desde ese mismo instante decidió vigilarlo de cerca todo lo posible. A la mañana siguiente Zahira despertó en su cama, estaba tremendamente cansada, el cuerpo le pesaba como si fuera de plomo. Se levantó y pisó una runa que brilló roja. Pocos instantes después alguien tocaba a la puerta de su habitación. —Pasa —concedió ella con la boca pastosa. —Por fin te despiertas, jovencita —dijo la voz de su maestro, ella sintió que ese tono era de reproche y arqueó una ceja mientras lo miraba—. ¡Estás hecha unos zorros! —apuntilló el anciano. —Gracias, maestro, yo también te quiero —replicó ella con sarcasmo. Ahora fue Rossembert quien la miró con extrañeza. Esa actitud, no era propia en ella, jamás le había soltado una fresca así desde que la recogiera en el bosque con cuatro años. —Veo que te has levantado de mal humor… —señaló. —Y yo veo que tu capacidad de observación sigue intacta… ¿Otra respuesta mordaz? Esto sí que era raro de verdad, pero ya no

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sólo eso, parecía estar muy cambiada. Su aura, su presencia, su carácter, no parecía ser la misma Zahira que él conoció. —¿Por qué estamos aquí, maestro? —preguntó ella, seca y tajante. —¿Y ese carácter de repente? —inquirió él a su vez. —Aprendí del mejor —sonrió ella con mordacidad—. Ahora, deja de dar rodeos y cuéntame. Sé que ayer te reuniste con un asaltante de caravanas. ¿Qué hacemos aquí? —¿Cómo sabi…? —intentó preguntar de nuevo el anciano, siendo atajado por su alumna—: ¡Rossembert! ¡HABLA! El hechicero supremo no pudo contrarrestar la voluntad de su alumna. Su poder estaba creciendo de repente a pasos agigantados. Decidió seguirle la corriente y no enfurecerla. —Recibí el aviso de un avistamiento de una bestia legendaria en las cercanías de Dosías. El asaltante de caravanas es Yasni, un confidente e informador que tengo desde hace años, gracias a él te encontré en el bosque hace ya 14 años… Zahira volvió a arquear una ceja. —¿Cómo que me encontrasteis? —preguntó ella—. ¿Acaso me estabais buscando? Rossembert se puso nervioso.

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—¡No, no! ¡Fue por pura casualidad! —contestó de forma atropellada— Él estaba por la zona, te encontró y me avisó, ¿por qué deberíamos estar buscándote? —Eso mismo me pregunto yo… Se hizo un silencio bastante tenso. Ella resopló. —¿Me vas a contar qué interés tienes en esa bestia legendaria o al menos contarme su leyenda? —preguntó impaciente. —Su nombre es Magma Dragón. Cuenta la leyenda que vino de un mundo más allá de las estrellas y su poder es tal que es capaz de desatar el infierno en nuestro mundo. —¿Y por qué quieres su poder? ¿Quieres destruir el mundo? —¡No, no, no! —dijo él, nervioso—. Nada de eso, quiero confinarla o destruirla para que su poder no caiga en manos erróneas. Zahira desconfiaba de aquella historia. La actitud tan sumisa de un hombre que siempre le demostró arrogancia y ese nerviosismo al responderle apuntaba a que algo se estaba guardando. Por suerte ella tenía a Elgi para informarle de cualquier movimiento extraño que hiciera Rossembert. —¿Dónde está su guarida? —preguntó ella por fin.

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—Al Oeste de aquí, a medio día de camino, está oculto en el corazón de la montaña llamada como la criatura, Magma Dragón —explicó el hechicero supremo. —¿Vamos a ir sólo los dos? El tono acusador en la pregunta dejó notar que la joven sabía más de lo que quería revelar, por lo que al anciano no le quedó más remedio que mostrar sus cartas. —No, la caravana de asaltantes está acampada cerca de allí. Serán nuestro refuerzo —respondió Rossembert. —¿Y a qué esperamos para ponernos en marcha? —A que te recuperes. —¿Recuperarme de qué? —Del ataque de las sombras que hubo ayer. —Estoy recuperada, vamos. Tal y como había indicado Rossembert, alcanzaron el campamento de asaltantes cuando el sol empezaba a caer en el horizonte. Casi todos eran hombres de aspecto rudo y poco fiable que se entretenían jugando a las cartas o peleándose entre ellos, cuando el alcohol se les subía a la cabeza y querían impresionar a las pocas féminas que había entre ellos. Yasni los esperaba desde hacía rato, a Zahira no le gustó un pelo que ya estuvieran avisados de su llegada. Ella no los conocía, pero ellos parecían saber quién 189


era ella. Un coro de silbidos lascivos y comentarios muy salidos de tono hicieron eco por los alrededores del campamento. Uno de los ladrones se acercó por la espalda, agarró por detrás a Zahira y tras lamerle la cara dio buena cuenta de su torneado trasero con una de sus manos. —¡Pero qué pastelito más delicioso has traído, Rossembert! — espetó aquel vulgar ladrón con rasgos aguileños. Zahira sonrió y agarró con fuerza la muñeca del ladrón, que poco a poco se fue congelando, hasta convertirse en una estatua de hielo. Con un rápido movimiento la hechicera suprema desenfundó su bastón y golpeó con fuerza mientras giraba, rompiendo en mil pedazos aquella estatua. El iris de sus ojos brillaba con un tono dorado, su mirada estaba llena de resolución y odio, no así la de quienes vieron tal escena desde la lejanía. —¿Algún imbécil más quiere morir? ¡Estaré encantada de cumplir sus deseos! —gritó Zahira, convirtiéndose en una antorcha humana de llamas negras. Algunos ladrones se pusieron en guardia e incluso llegaron a desenvainar sus armas o preparar sus ballestas. —¡Guardad las armas! —ordenó Yasni—. Está claro que nuestra invitada especial no está familiarizada con nuestra forma de socializar —aclaró, sonriéndole y mirándole con sorna.

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—Aparta… —dijo ella con asco, mientras lo empujaba a un lado. Dirigió sus pasos sin titubear a la entrada de la cueva que tenía forma de cabeza de dragón. Observó la montaña de la que surgía esa cueva y comprobó que parecía le cuerpo de un titánico dragón. —¿Vas a entrar tú sola? —preguntó Yasni, colocándose a su lado. —¿Tienes algún problema con eso? —preguntó Zahira a su vez. —Ahí dentro habita una bestia legendaria que… —fue a explicarle Yasni siendo interrumpido por ella: —Sí, ya conozco la historia, cállate. Incluso la propia Zahira se extrañaba de su actitud, parecía estar bajo el control mental de otro ser, pero, ¿quién era tan poderoso como para poder controlar mentalmente a un hechicero supremo? De repente un alboroto se escuchó por todo el campamento. Los ladrones habían hecho un corro alrededor de algo y estaban jaleando. Rossembert los apartó con un autoritario grito y Zahira contempló horrorizada que era Líghai quien estaba en el centro, lanzando dentelladas al aire para alejar a esos humanos

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escandalosos. Corrió a su lado y se acercó a él para calmarlo, él se dejó acariciar y abrazar por su compañera humana. —¿Qué hace este bicho aquí? —preguntó Rossembert bastante molesto. La actitud de Zahira era muy distinta ahora que Líghai estaba allí y eso parecía molestar bastante al hechicero supremo. —No lo sé, maestro, se habrá escapado y me habrá seguido hasta aquí. —Te dije que lo dejaras en La Aguja de Piedra y no has podido cumplir esa orden. —¿Orden? Aunque Zahira volvía a tener sus ojos de color marrón su mirada volvió a ser la de su versión de ojos dorados. Rossembert no titubeó esta vez. —¡Sí, soy tu maestro y viendo que no puedes acatar mis órdenes tendré que darte un correctivo matando a esta bestia inmunda! Sin que nadie pudiera notarlo siquiera, Zahira se pegó a Rossembert, posándole la mano en el pecho y diciendo una palabra en un idioma extraño, generó una explosión de llamas negras que hizo volar por los aires a su maestro.

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—¡Si le ponéis las manos encima os mataré entre terrible sufrimiento! Una explosión emergió de la entrada de la cueva y una silueta surgió de entre las llamas; un ser que doblaba —y casi triplicaba— la estatura de los ladrones, armado con un hacha rúnica de dos hojas, acorazado con una armadura de placas y escamas rojas como la sangre. Su otra mitad, desnuda a excepción de un taparrabos, una venda enroscada en su pierna y otra en su antebrazo. Revelaba por sus rasgos y su piel la clase de criatura que era. Pero hubo un detalle más que dejó a todos perplejos: el duende de piel negra que iba montado en el hombro acorazado de aquel monstruo bípedo. —¿Magma Dragón es un orco? —preguntó alguien con incredulidad. La bestia frunció el ceño con furia y lanzando un hachazo al aire gritó: —¡Me llamo Ulh’Kran y soy un Sarkathz! Su golpe invocó una explosión de llamas en cadena, como si un volcán hubiera entrado en erupción, resquebrajando la tierra. Muchos de los ladrones fueron desintegrados, pasto de las llamas volcánicas de Ulh’Kran. Zahira y su maestro pudieron protegerse con un escudo de hielo. Rossembert pareció recitar algo y un

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ejército de sombras surgió por doquier. Zahira miró con incredulidad a su antiguo maestro. —¿Tú fuiste quien invocó a las sombras en Dosías? —inquirió rabiosa. Él la miró sonriéndole con gesto de suficiencia. —¡Pero qué inocente eres! —espetó, lanzándole una ráfaga de escarcha a su antigua alumna. Ella pretendió absorber el ataque con su escudo de hielo, pero cuál fue su sorpresa al comprobar que le hielo de Rossembert era negro y devoró su hielo consiguiendo congelarla. —¡Ulh’Kran!, ¡tenemos que proteger a mi amiga y su lagarto! —gritó Elgi señalando hacia Zahira. El mestizo de orco avanzó embistiendo con todas sus fuerzas, pero algunas sombras se pusieron en medio para frenar su avance. Elgi bajó a tierra para comenzar a rebanar miembros y pescuezos con su danza mortal de dagas, mientras que Ulh’Kran seguía lanzando sus ataques de magma, arrasando y calcinándolo todo a su paso. Yasni lanzó una granada de luz para cegarlos, Elgi se retorció de dolor e incluso la estructura de su cuerpo pareció desestabilizarse.

Sintió

cómo

Yasni

le

propinaba

una

malintencionada patada para después ir a rematarlo, ensartándole

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con una espada. Pero en lo últimos años Elgi no sólo trabó una fuerte amistad con Zahira, también con Líghari, quien se abalanzó sobre el cuello de Yasni, que apenas pudo gritar de dolor al sentir su cabeza y su columna vertebral se separándose de su cuerpo, que soltó un explosivo chorro de sangre. —¡Malditos Qilios! ¡Hoy por fin me libraré del último de ellos! ¡Por fin enmendaré mi error! —gritó Rossembert invocando desde un portal espacio-temporal un enorme meteorito. Elgi recordó el gran chuzo de piedra incandescente que arrasó la aldea árbol en la que vivió sus primeros años, junto con sus vecinos y familiares lejanos. Sintió terror al ver aquel aerolito ensombreciendo el aire con las llamas que lo acompañaban. El Sarkathz se puso en medio tras haber lanzado su hacha en dirección a Rossembert, impactando de lleno en su torso, partiendo su cuerpo por la mitad. Las sombras que allí había se convirtieron en una explosión de llamas negras, que ascendieron hacia el meteorito y lo hicieron estallar en millones de pedazos. Zahira se había zafado de la presa de hielo negro y había invocado la tormenta de fuego negro que devoró al gran chuzo de piedra incandescente. El Sarkathz y Elgi la miraron impresionados, a los pocos instantes se acercaron a ella junto con Líghai. Ulh’Kran fue a recuperar su hacha y lo que vio no le gustó.

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—Conozco esa magia —dijo. Elgi y Zahira miraron al cadáver de Rossembert. Se llevaron una desagradable sorpresa al comprobar que era un clon sombra del hechicero supremo. —Está vivo… —susurró Elgi. —Y ha escapado… —sentenció Zahira.

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Nombre artístico: LΩBΩ FANTASMA País: España Publicaciones anteriores: Kät’Os: La Zarina del Tormento (Obertura a El Lamento Ksäg’En) (Marzo 2013) Normando Graco (El Caso abierto de los agentes Eladio Salvatierra y Jose Pascual) (Septiembre 2014) El Periplo del Ángel: Acto 1 – Ángel del Apocalipsis (Junio 2016) 13 Aullidos (Junio 2017) El Periplo del Ángel: Acto 2 – La Celda de los Titanes (Diciembre 2017) Sinestrum 26 (Mayo 2018) El Lamento Ksäg’En – El Zar del Caos (Julio 2018)

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El ciclo del dragón. Poldark Mego Cada mil años el máximo cataclismo estalla en las entrañas del monte Karrat, al centro del pangeo continente de Merrant. De los sinuosos túneles que lo atraviesan cientos de miles de demonios emergen con el único fin de acabar con el dominio del hombre, desatando el fuego, la sangre y la perversión sobre la tierra. Cada mil años los prados, los ríos, los bosques y desiertos, las montañas y las playas de cada punto de Merrant se convierten en carnicería desmesurada y violenta orgía. Cada mil años la humanidad es llevada al punto de la extinción, resistiendo, hasta que a la maligna campaña se le agota el tiempo que puede permanecer en el plano mortal y los esbirros deben regresar a los confines pétreos de Karrat o se desintegraran incapaces de renacer en la marmita de Aku-Yatag, la madre oscura. Cada mil años es menester del pueblo bárbaro, que habita a los pies del monte maldito, ser la primera y última línea de defensa ante las oleadas de demonios. Cuentan las canciones remanentes que el ciclo ha permanecido intacto desde tiempos antediluvianos, desde el despertar del hombre y la forja del acero, desde que este abrió la puerta del monte motivado por su ambición al poder ajeno que yacía dormido; el poder del averno y sus hijos que dominaron eones atrás la tierra primigenia, hasta que la luz dio consciencia a las bestias mortales y condenó al sueño imperturbable a los lacayos

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oscuros. Cada mil años Bastión de Blót, pueblo de aguerridos bárbaros espera, contenido, la apertura de “La puerta de piedra negra”, cada mil años combate con sus mejores guerreros, cada mil años el bastión es arrasado y las tropas retroceden hasta juntarse con los ejércitos de las otras cuatro naciones de Merrant y cada mil años resisten hasta la puesta de la tercera luna llena de sangre, cuando los esbirros regresan o mueren evaporados entre gritos ensordecedores y furia. Cada mil años, del puñado de hombres y mujeres sobrevivientes se desprenden las cinco naciones repoblando el continente, reparando el daño, llorando a los héroes caídos y preparándose, durante siglos, para la nueva contienda, reforjando sus espadas, imbuyéndolas de magia, creando nuevos y poderosos hechizos. Y así, el ciclo se ha mantenido inamovible, inmutable, imperturbable. A este holocausto sinfín se le conoce como, el Ciclo del dragón…

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I El emisario Jawad Gadaff, emisario del reino de Akratoa, volvía sobre su caballo, galopando desde la salida de la primera luna llena de sangre, que anunciaba el inicio del cataclismo. El rey Eurico III lo esperaba en la cámara de pan de oro y techo de estrellas, expectante por las noticias desde el frente de batalla, la cima del monte Karrat. Jawad se apeó de su corcel, dejándolo caer en el vestíbulo del palacio; el animal yacía casi muerto del titánico esfuerzo, botando espumarajos por el hocico, resoplando convulsivo. El emisario se abrió paso escoltado por los guardias reales hasta la estancia máxima que todo akratoanense puede acceder sin ser de la nobleza. —Necesito ver al rey —exigió, Jawad. A lo que los guardias le recordaron que, por medidas de seguridad, solo se podía acercar más si tenía alguna noticia de Bastión Blót o del cataclismo que debió haber empezado hace dos noches. —Traigo noticias desde las cámaras de Ush-Naotak, desde el mismo corazón del monte Karrat —dijo imponiéndose con su tono de voz, tratando de disimular el severo cansancio—. Y tengo esto para demostrarlo.

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El emisario extrajo de su bolsa de pellejo una tela que desenvolvió revelando una piedra ónice, poseedora de un brillo hipnótico y macabro. Los guardias retrocedieron, con sus armas en mano. Lo que el enviado tenía consigo era la sangre endurecida de la madre de todos los esbirros, de la propia Aku-Yatag. Ya antes se habían encontrado trozos de la misma, los portaban como medallas los demonios más fieros, pero aquellas gotas de sangre reseca, aunque mantienen el brillo, se notaban viejas y refinadas, esta sin embargo lucía fresca como recién extraída de las propias venas de la madre oscura. Las puertas del claustro se abrieron y unas mujeres, altas y misteriosas, vestidas de joyas y telas transparentes le dieron la bienvenida al emisario, desautorizando a los guardias del palacio. Eran la escolta privada del rey Eurico III, su harén y cuerpo personal de defensa. Ellas reconocieron el valor del enviado y lo invitaron a pasar a los aposentos reales, donde su señor escucharía su historia. *** El rey descansaba en un asiento de pieles y madera tallada con los rostros de los cuatro demonios mayores. Las canciones decían que una humanidad liquidó a los cuatro señores de la madre en ese mismo sitio donde ahora Eurico erigía su palacio y su trono. —Eres bienvenido a estar en mi presencia a treinta metros — le dijo a su vasallo mientras arreglaba sus finos ropajes para no 202


mancharse con las jugosas bayas que estaba comiendo—. ¿Tienes noticias del frente de batalla? —preguntó mordisqueando una semilla. Jawad se arrodilló escondiendo la cabeza con respeto y levantando, entre sus manos, la pieza de roca negra. El rey curioso hizo una seña para que su guardia personal le alcanzara tan extraño objeto pero Gadaff rechazó entregar la sangre de la madre. —Lo lamento mi señor, pero esta sangre está maldita y mucho me temo que mi tiempo en este mundo termine pronto debido a su pérfido poder, no podría morir tranquilo sabiendo que usted o su corte comparten mí mismo destino. Eurico por poco ordena que decapitasen a su enviado al traer algo tan peligroso dentro del palacio, pero su curiosidad era aún mayor, por lo que ordenó a su emisario que se acercara a diez metros de él y le mostrara la roca lo más que pudiese. Jawad Gadaff aceptó y con movimientos lentos llegó a los diez metros. —Dime, emisario ¿Qué debo saber sobre el frente de batalla? ¿Por qué el cataclismo aún no ha empezado siendo ya la segunda noche después de la primera luna llena de sangre? ¿Será que hemos vencido a la maldad yacente en el monte Karrat? Jawad conteniendo sus emociones hasta el punto del llanto, con los puños cerrados y el corazón cansado le dijo: —Mucho más que eso, mi rey. Vengo trayéndole noticias 203


nuevas, una nueva era, un nuevo comienzo sin fin, esta vez. Gadaff alzó el rostro hasta contemplar el de su señor y lo encontró bello, un hombre musculado que logró unir a la nación de Akratoa a tiempo para prepararse para el cataclismo, un hombre que envió diplomáticos a cada una de las cuatro naciones para sugerir un nuevo plan de acción contra el monte Karrat, en lugar de dejar que sean los bárbaros los únicos que defiendan Bastión Blót mientras los demás pueblos se aíslan y encierran para soportar por separado el embate del cataclismo, en lugar de proseguir la misma dinámica del ciclo, Eurico III propuso unir fuerzas, héroes y ejércitos combinados de las cincos naciones y apostarlos en la base de la montaña. Eurico estaba convencido que únicamente juntos romperían el ciclo. —Tengo entendido que vienes desde las cámaras de UshNaotak, en el corazón del reino oscuro —dijo el rey y tomó una baya—. Quiero saberlo todo —sentenció con un gesto de victoria apresurada. —Sí, mi señor. Es su derecho conocer la historia que me ha traído hasta aquí triunfante. Usted envió cientos de emisarios a que acompañen a cada guerrero que se autoproclamase héroe, para documentar su historia y convertirla en canciones que se cantarán hasta que la tierra se apagué para siempre y la era del hombre termine. Y así lo hice, acompañé a un héroe, a un soldado único, un guerrero forjado en los fríos bosques de Talasore, portador de la

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bastarda más sanguinaria de todo Merrant, un hombre de torso desnudo y rostro de piedra al cual la lluvia o el inclemente sol le eran indiferentes. Él se hizo con el corazón de la madre oscura y ahora usted, conocerá su historia. El emisario sacó un diario de su bolsa de pellejo y procedió a leerlo. II El campeón. Es mi cuarto día en el pueblo de Nerul, una pequeña reunión de casas y negocios en medio del desierto. La vida es dura y el agua pesa más que el oro pero sus gentes se mantienen estoicas mientras esperan la época del torrencial, que reverdecerá los campos y ayudará con la cosecha de verano. Llevo semanas buscando a un guerrero adecuado, para comunicarle mis intenciones como enviado de Akratoa y seguirlo hasta la batalla máxima. El plan del rey Eurico III de unir a todas las naciones para terminar con el ciclo dando batalla a los demonios desde el mismo monte Karrat ha despertado la ambición de cientos de aventureros, que buscaban fama y gloria. El movimiento de guerreros diestros, oportunistas, desalmados e incluso de paladines de diversas órdenes ha aumentado en cada pueblo desde el lago Utair hasta el gran valle de Glima a los pies del monte Karrat. No es difícil encontrar valientes, hombres y mujeres, de aspecto colérico y espadas fáciles, el problema es dar con el adecuado. No quiero que 205


mi misión termine documentado una miserable muerte en una cantina por un malentendido, necesito seguir a un verdadero campeón; la idea más sencilla era elegir a algún paladín pero estos soldados de la luz son demasiados rectos y no toman riesgos. Un verdadero héroe tiene un límite difuso entre la coherencia y la vesania, es una bestia que rompe reglas de ser necesario y antepone el pecho para defender inocentes recibiendo las flechas. Los paladines luchan por sus congregaciones creyéndose dueños de verdades ocultas, que no son más que mentiras que cubren ignorancias antiguas. Mi encuentro con el campeón ocurrió mientras hacia una diligencia para tener algo de dinero y pagar la posada. Transcribía unos documentos para un señor menor de las tierras de Kaldomore en el reino de Kanta, cuando una decena de bandidos irrumpió en la plaza central, pasando por la espada a toda pobre alma que se atravesara. La milicia del pueblo salió a enfrentarlos y el líder de los asesinos se presentó con una voz parecida a la de un trueno: —Soy Jhorgunat y reclamo los tesoros de este miserable lugar para mí y mis hombres. Nos llevaremos la comida y a las mujeres que queramos. Sus palabras fueron fuego en los oídos de la milicia, quienes retrocedieron al oír el nombre de este señor de la guerra. Comprendí que ese nombre llevaba una reputación terrible por esos lugares.

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Las gentes del pueblo, al verse abandonadas por la milicia, optaron por lanzar sus objetos de valor a los pies del guerrero, que impávido no rompía su expresión amenazadora. Los suyos comenzaron a rebuscar por más mercancía, apuñalaban a cualquiera que se opusiera, algunos empezaron a violar a las mujeres en medio de la plaza frente a los presentes. Me creí en peligro, revisé mis humildes pertenencias, asustado; creyendo que si no les daba nada de valor me matarían, cuando la cabeza de uno de los bandidos rodó hasta el centro de la plazuela. Jhorgunat rompió rabioso y desenvainó la “Rompedora de almas”, una espada bastarda enorme con una empuñadura de hueso, y desafió a quien haya sido el perpetrador de semejante osadía, quien respondió fue un hombre alto, enorme, de rostro salvaje y cabellera hirsuta. Su musculado cuerpo estaba tallado por decenas de cicatrices, vestía botas y taparrabo de piel de oso Narghul, una hombrera de bronce y guanteletes de cuero y metal. Desenvainó una bastarda mucho más grande, la verdadera “Rompedora de almas”, adornada con detalles de cráneos y sangre reseca, y dijo, con una voz parecida a los truenos en las noches solitarias, que él era el verdadero Jhorgunat y que si un impostor estaba dispuesto a reclamar su nombre, entonces solo uno podía quedar. El enorme bandido eclipsaba ante la presencia del gigante. Se notaba por sus rasgos que por sus venas corría sangre de las cinco naciones, su piel caramelo como los hijos de Akratoa, sus anchos 207


músculos heredados de los bárbaros de Bastión Blót, sus rasgos gruesos provenientes de la nación de jinetes de Estheparon, su increíble habilidad con la espada que solo los hijos de Soltaurum, la nación del Este, llevan en la sangre y la capacidad de imbuir de un hechizo a la bastarda para darle más potencia y partir a la mitad a su usurpador; la magia solo puede ser usada por los pueblos nómadas de Isha-Teron. En definitiva el campeón que el mundo y yo estábamos esperando. *** Luego del ajusticiamiento, por parte del pueblo, al resto de la banda, Jhorgunat se hizo con un barril de cerveza y decidió follarse a dos mujeres en el segundo piso de la misma posada donde me alojaba. Ellas bebieron cerveza a sorbos apurados, seguramente trataban de alcoholizarse para no pensar en lo que iba a pasar después, en la cama, con el campeón. III El druida No dormí en toda la noche ideando una manera diplomática de presentarme ante el campeón y ofrecerle mi compañía, sin que intente matarme o profanar mi cabeza cercenada como represalia. Además fue imposible debido a los gemidos y alaridos que el campeón sacó a sus concubinas hasta las primeras horas del día. Tomé mis pertenencias y decidí que esperaría al campeón en 208


la entrada de la posada. Buscaría el medio para que acceda a ser su biógrafo y acompañarlo a arrancar el corazón de la madre oscura. Entonces fui al salón y desayuné pan de centeno con panceta y cerveza tibia. Mientras comía ingresó al comedor una bestia anormal, un lobo de proporciones increíbles, de pelaje como la plata y ojos de oro, cada pata era abrazada por cintos con runas místicas y llevaba en el feroz hocico una bolsa de piel de toro de fuego. El imponente animal, casi de la envergadura de un caballo de Estepharon, dio lentos pero pesados pasos hasta un rincón lúgubre de la posada, donde se recostó mimetizándose con las sombras, dejando únicamente su brillosa mirada como evidencia de su presencia. Ningún comensal continuó con sus actividades, parecíamos expectantes ante el imprevisto ataque de aquel majestuoso lobo. Hasta que el campeón bajó las escaleras y cruzó miradas con la bestia para luego ignorarla e ir por cerveza y carne. Mientras los presentes reanudábamos nuestras actividades, con la lentitud propia de gente precavida, el campeón devoraba su alimento con fruición, chupándose los dedos, partiendo huesos con sus dientes, no dejando ni la médula, bebiendo cerveza tibia a sorbos largos. Terminó, dejó caer unas cuantas monedas, tomó sus pertenencias y salió del local. Acto seguido el lobo plateado lo siguió y luego, haciendo acopio de toda mi valentía, los seguí yo.

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El campeón y el lobo salieron del pueblo y yo detrás de ellos, a una distancia prudencial. Cuando las casas y negocios se fundieron con el monótono entorno desértico el campeón se detuvo, el lobo lo hizo, yo lo hice. Entonces ambos tomaron distancia y el campeón desenvainó su bastarda, la blandió una sola vez con una velocidad sobrehumana a lo que el gigante lobo esquivó con un movimiento zagas, sin perder la compostura. Aquello que veía me pareció irreal pero nada comparado con lo que vino después. El campeón, haciendo uso de su vozarrón le exigió al lobo que se marche, que siguiera su camino o lo partiría en dos con el siguiente movimiento. El lobo se mantuvo quieto un momento hasta que las runas de sus patas comenzaron a brillar y todo el animal se cubrió de una iridiscencia espectral para luego elevarse sobre sus patas traseras y conforme perdía tamaño, ganaba ropa, perdía pelo y ganaba cabello y rasgos humanos, hasta convertirse en un hombre de complexión atlética, cubierto de pieles de animales cazadores, de su cinto colgaban bolsitas de piel; cargaba su morral al hombro y una daga se enfundaba en su guantelete izquierdo. El campeón continuó y el cambia forma permaneció inmóvil hasta que yo me acerqué a este último, tratando de entender qué estaba ocurriendo. El druida se presentó como Priaemo, uno de los hijos de Isha-Teron, de la tribu de Kuheralas, grandes magos druidas que obtienen sus poderes de la comunión que mantienen 210


con la naturaleza, magia blanca, magia protectora. El druida conocía al campeón desde hace un tiempo, cuando su tribu estuvo a merced de un ejército bandido proveniente de las islas más allá del Peñón del Ocaso. El campeón combatió por el honor, la gloria y el amor de Eurimide, la hija del jefe de la tribu y prometida del campeón. Lamentablemente en la reyerta ella murió y el campeón abandonó la senda del guerrero para convertirse en un vagabundo sin misión. Priaemo buscaba a Jhorgunat porque la vidente de la tribu había visto que el campeón tenía un papel decisivo en el cataclismo por llegar y debía ser conducido a las Altas Tierras de Taomu después de Bastión Blót, porque sería ahí donde el campeón enfrentaría a Aku-Yatag, venciéndola en justo combate. El problema es que sin su amada, Jhorgunat no veía caso defender la vida de Merrant, casi añoraba el cataclismo que reinicie la historia y con suerte podría encontrarse con su prometida en una nueva vida. Pero yo tenía una solución más directa, próxima y que nos ayudaría a encaminar al campeón hacia su verdadero destino. Le pedí al druida que me acompañase al cañón de Kratoeste, a cinco días al Sur, debíamos encontrar a alguien específico, alguien que nos ayudaría con el dilema del campeón. El druida aceptó calculando donde podríamos encontrar al campeón a nuestro regreso y entonces nos encaminamos al desvencijado páramo del cañón olvidado.

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IV El nigromante Kratoeste fue una antigua república de una humanidad de la que no queda mucho registro, al parecer fueron una de las civilizaciones más avanzadas y capaces de enfrentar a los demonios con armas que ahora nadie es capaz de comprender o imitar. En represalia, por su atrevimiento, la madre oscura desplegó a los Nag-Arretul, bestias aladas hechas de brea, fuego y huesos de los antiguos dragones de luz, que fundieron al antiguo y desarrollado reino, abriendo grietas en la tierra, formando el cañón que ahora todos conocemos. De los restos de aquella humanidad descendieron los taumaturgos malditos, repudiados por la luz, temidos por los reinos mortales, conocedores de artes antiguas y negadas con las que logran reanimar la carne y los huesos, levantando ejércitos de no muertos al servicio de sus amos invocadores. Los nigromantes son seres que conviven en el límite de lo real y lo fantasmagórico; personajes avejentados por el uso de sus artes, delgados y pálidos, que visten con hueso y pellejo y muy rara vez usan sus habilidades para el combate, pues se consideran investigadores de lo prohibido antes que guerreros. Priaemo no lucía preocupado pese a que desde que llegamos al cañón la luz del sol permanece oculta por una espesa capa de nubes grises. Esta zona quedó maldita desde el ataque de los Nag-Arretul, de los cielos aún cae ceniza y ciertas zonas aún conservan rocas al

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rojo vivo, a pesar de que aquella civilización desapareció hace unos cinco o seis ciclos atrás. Cuando llegamos a la mitad del cañón y los surcos tallados por el fuego son tan altos como palacios, comienzo a sentirme diminuto ante la majestuosidad de la roca e ínfimo ante el hecho de saber que existen monstruos capaces de hacer todo esto y que nosotros, la humanidad actual, estamos dispuestos a enfrentarnos a ellos. Adentrándonos en un inhóspito territorio donde la roca y la escasa luz juega con nuestras mentes llegamos hasta el corazón del laberinto pétreo, donde todos los canales convergen, se dice que fue ahí donde estaba el centro de la otrora civilización y ahora yace una roca gigante y negra, se dice que esa roca está llena de los huesos de los rebeldes y fue sellada con la magia maligna más antigua que la reina oscura conocía, dentro de esa prisión las almas de los insurgentes siguen sufriendo y lo harán hasta que la tierra desaparezca. Es gracias a las emanaciones de la piedra de la condena que los nigromantes han desarrollado sus peculiares habilidades. En la base de un tronco fosilizado encontramos a quien veníamos a buscar. Nerghul, “el arrastra cadenas”, nos recibe con su silenciosa presencia. Mi familia conoce a este reanimador por razones que no puedo contar ahora, lo que importa es que debido a las circunstancias extrañas vividas cuando mi padre era niño este nigromante quedó atado a un juramento, a un favor, y yo venía a cobrarlo. 213


De inmediato Nerghul reconoció en mi efigie a mi progenitor, supo que la mitad de mi alma era como la de mi padre y reconoció en mí el poder para desvincularlo de la promesa si cumplía con su parte, entonces le pedí que nos ayude a convencer al campeón para que retome su camino a la gloria y derrote a Aku-Yatag para romper el ciclo. El nigromante, me dijo entonces, que ayudaría pero que la madre oscura no debía morir o el ciclo terminaría, cuando le dije que eso era lo que mi rey Eurico III deseaba y la humanidad entera también, me respondió que no toda la humanidad lo desea y no toda la humanidad sabe lo que realmente ocurrirá si se termina el ciclo. Dispuestos ya, regresamos nuestros pasos con el nuevo acompañante, quien viajaba a lomos de un caballo igual de viejo que él, a pesar de ello, el potro nunca dio atisbo de cansancio o lentitud, su andar era pausado y suave como si se tratase de un fantasma. Nos tomó ocho días dar de nuevo con el campeón. Lo encontramos a las afueras de Johansteran, en el reino de Soltaurum. Había abatido en digno combate a treinta piratas que llegaban de las islas heladas del Norte. Cada que se acercaba el cataclismo, los isleños cobardes que jamás vivieron el ciclo del dragón, pisaban tierra de manera oportunista para robar lo que pudieran en la confusión. Un tiempo atrás se intentó crear enormes civilizaciones en las islas y atolones alrededor de Merrant, pero es imposible crear un imperio en apogeo en aguas dominadas por 214


serpientes marinas de cien metros de largo y monstruos de las profundidades recelosos de los altos templos que erigían los humanos, por eso la mayoría son pueblos pescadores o piratas que viven en chozas y se ocultan temerosos en las noches de tormenta. El campeón casi cumple su palabra, al ver a Priaemo tuvo toda la intención de partirlo a la mitad con su desgarradora espada, nuevamente el druida, usando sus artes cambia forma, tomó la apariencia de un cuervo que, aunque no era tan grande como el lobo plateado, sin duda no tenía el tamaño de un cuervo común, era más como un águila de los nevados de Nashtolón, pesado y de tres metros de envergadura. Nerghul, entonces, usando sus habilidades extrasensoriales hizo que su voz retumbara en el interior del cráneo del campeón, a lo que este ni se inmutó, parecía conocer las artes místicas de los guardianes de la muerte. Escuchó atentamente lo que el nigromante le susurró a su interior. Yo sabía que no era posible traer a su prometida de vuelta pero su alma etérea pertenece a un plano al que solo algunos consumados son capaces de acceder, Nerghul era uno de ellos, uno destacado dentro de su propio clan, una singularidad. No sé muy bien qué ocurrió en ese momento, solo sé que Jhorgunat abrió los puños y su rostro se mostró calmo por primera vez en mucho tiempo. El gigante estaba teniendo un episodio, una revelación, una epifanía. Posiblemente Nerghul servía de medio

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para que el alma de Eurimide se comunicara con el campeón y le transmitiera un mensaje, aquellas palabras que se quedan pendientes, atrapadas con la muerte para siempre. V La cazadora Hoy es cuando Jhorgunat, el campeón mestizo de las cinco naciones, se encamina por fin hacia el monte Karrat y su glorioso destino. Han pasado tres días desde la revelación fantasmal. Nerghul se niega a confesar qué artimaña usó para contactar el alma de Eurimide o si realmente se trató de un encuentro entre amantes o todo fue un ardid del taumaturgo. No importa. Lo importante es que el campeón accedió a combatir a la madre oscura y para ello se desvió hacia el Oeste, en busca de una caravana de Nat-Atalak, otra tribu nómada de la nación de IshaTeron, grande sanadores, creadores de pociones poderosísimas capaces de cicatrizar terribles heridas o traer del borde de la muerte a guerreros agonizantes. El campeón se surtió con pócimas curativas y otras de mana para sus encantamientos, además de algunas joyas con propiedades mágicas que usó para reforzar su bastarda y armadura, y partimos rumbo al centro del continente. Han pasado cuatro días más y la convulsión de la época se palpa en el ambiente, los pueblos conocedores de la fecha del inicio del ciclo dejan sus cosechas y actividades comunes para prepararse para la defensa o entregarse al libertinaje. Así llegamos 216


a un pueblo convertido en un bacanal de lujuria, todas las mujeres sin importar que tan ancianas o niñas fueran habían sido abusadas hasta matarlas. Los hombres, poseídos por una locura evidente, habían pasado de la tentación de la carne a la sangre y ahora se mataban entre ellos, convencidos de que eliminar a una gran cantidad de adversarios les daría poderes capaces de soportar la ira de los demonios. Atacaron a nuestro grupo, nos defendimos, los eliminamos a todos. No estoy orgulloso de haber asesinado civiles pero ya no eran humanos, la locura los había deformado en bestias sin sentido, sedientas y sádicas. Por otra, para el campeón, el druida y el nigromante, que inexplicablemente se unió a nuestro grupo, no hubo dificultad con pasar por el acero a los perdidos del pueblo. Luego de una cruel carnicería el grupo bebió cerveza directamente de los toneles de madera de la posada y mataron a una res para asar su carne y darse un festín en mitad del pueblo pavimentado de cadáveres y enjambres de moscas revoloteantes. Aquella noche, emisarios de las tierras bárbaras cruzaron el pueblo, avisando que los primeros demonios ya estaban emergiendo del monte Karrat, decenas de patrullas de cornudos y esbirros con piel bermellón bajaban la colina, con hachas y alabardas entre sus pezuñas superiores, dispuestos a cobrar la primera sangre. El cataclismo estaba apresurándose, el tiempo se agotaba.

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La cuadrilla se detuvo en nuestro pueblo fantasma y nos encontraron en medio de la plaza, disfrutando de una bella noche de miles de estrellas y brisa fresca. Nerghul se había retirado a meditar llevándose algunas cabezas seleccionadas, el campeón y el druida bebían como si no hubiera un mañana y yo escribía, escribía todo lo que podía, todo lo que recordaba, cada detalle, por más grotesco que fuese. La historia y las canciones podrán exagerar mi versión de los hechos pero solo si soy fiel a la realidad vivida. La cuadrilla de jinetes estaba conformada por tres hombres y una mujer, los guerreros eran evidentemente parte del pueblo de Blót, era la soldado la que desentonaba del grupo; pequeña de tamaño y rostro rasgado, cabellera negra corta y piel de porcelana. Vestía una armadura ligera de cuero negro, botas altas y sus guanteletes estaban reforzados con garras curvas. Cargaba una ballesta de repetición y una espada pequeña en media luna. Su caballo, menudo y fibroso, se notaba ágil y astuto. La propia mujer tenía una expresión atenta y escudriñadora. Nos preguntaron que quienes éramos y qué hacíamos ahí y si nosotros habíamos asesinado a los pobladores, contesté en nombre del grupo desde la última pregunta. Les dije que lo hicimos en defensa propia, que estábamos de paso hacia nuestro destino en el monte Karrat y que yo era emisario del rey Eurico III y mi misión era la de documentar la gloria del mayor guerrero jamás conocido en las eras del continente de Merrant, sin exagerar.

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Señalé al campeón que bufó como una bestia amargada y borracha. La comitiva saludó nuestras intenciones de unirnos al frente de batalla y decidió emprender la retirada, aunque la mujer se quedó, conversó algo con su grupo en una lengua que muy pocos recuerdan, incluso dentro de Bastión Blót y dejó que el resto se marchase. Se apeó de su caballo, lo llevó a tomar agua y se unió a nuestra celebración improvisada. *** A la mañana siguiente continuamos nuestro recorrido, optamos por rodear el bosque de Nautarel, que nos retrasaría dos días pero era mejor ir por los pueblos al borde del rio pues los cúmulos de gente atraen a los demonios, si íbamos a luchar contra ellos era mejor empezar desde ya. Así llegamos a un pueblo en la rivera del gran Egoneonte, rio que baja desde los glaciares en Las Altas Tierras de Taomu hasta desembocar en el océano superior. El primer pueblo con el que dimos había sucumbido a la derrota, sus gentes permanecían apáticos, abúlicos encerrados en sus casas, muchos se habían suicidado colgándose de vigas o dejándose de alimentar. Un bebé lloraba en brazos de una madre que se lamentaba haberlo traído al mundo cuando el cataclismo se hallaba tan cerca y estaba evaluando arrojarlo al pozo de agua. Pasamos rápidamente del pueblo hasta llegar al siguiente un día después. Este segundo pueblo ya había sido encontrado por las patrullas oscuras. Las casas incendiadas, los hombres decapitados

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y despellejados, las mujeres ultrajadas y abiertas en canal, los niños descuartizados; ríos de sangre y vísceras se evaporaban por el calor de las llamas que consumían las construcciones. Alana, como se hacía llamar la menuda guerrera, pasó sus dedos por el polvo del pueblo y revisó con su vista y olfato detalles mínimos de nuestro alrededor. Dijo que fue una emboscada, que eran entre quince a veinte demonios con armas pesadas, vinieron desde el Este a través del bosque de pinos y regresaron al mismo, al parecer se llevaron a algunos aldeanos, posiblemente para un sacrificio de sangre a su madre. Aunque no era parte de la misión salvar a nadie hasta llegar a Bastión Blót, sí lo era matar a todos los demonios, por lo que desviamos y nos adentramos en la arboleda. *** No puedo describir cómo es que logré sobrevivir. Cuanta violencia, cuanta locura, cuanta ira desbordada. No estoy acompañando a seres humanos corrientes, cada uno de los guerreros del grupo es una tempestad asesina. Encontramos a los demonios, efectivamente, donde Alana nos había indicado que estarían, su habilidad para rastrear es asombrosa, oliendo el ambiente calculó que tan lejos estaban, y poniéndonos en contra del viento escondimos nuestra presencia hasta caer sobre el grupo demoniaco compuesto por hombres cabra y trinchantes.

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Los aldeanos habían sido degollados y sus cuerpos se consumían en una hoguera de piedras con runas dibujadas con sangre y otros símbolos paganos, sus órganos se cocían en un caldo que debía alimentar a las tropas malignas. Caímos sin que se lo esperaran, yo blandí mi espada, el campeón desenvainó a la bastarda haciéndola brillar roja de conjuros, el druida tomó la forma de un colosal oso comparable con los pinos que nos rodeaban, con garras filosas como piedras de despeñadero, el nigromante usó un conjuro maldito para que los cadáveres de animales cercanos y de los que fueron sacrificados se levantasen furiosos y la cazadora desplegó su ballesta, con saetas imbuidas en peligrosos hechizos, que gangrenaban la carne de los esbirros o creaban letales explosiones. No tengo palabras para describir el grado de brutalidad desatada, solo me resta decir que los demonios fuimos nosotros. VI Bastión Blót Nos tomó cuatro días más llegar al corazón del reino bárbaro, cruzamos una decena de pueblos, todos atacados, diezmados o agonizantes. Los demonios estaban tomando rutas alternas para no chocar contra las fuerzas bárbaras pero no contaban con nosotros. Eliminamos con un especial sadismo a cada ser de ultratumba que encontramos.

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Sin duda, el actuar de los demonios era peculiar pero también lo era la estrategia del rey Eurico III pues cuando nuestro grupo llegó a las puertas del dominio bárbaro nos encontramos con una tremenda cantidad de tiendas de campaña, banderizos y grupos de aventureros que habían sitiado por completo al monte Karrat. Jamás, ninguna canción ha hablado de semejante espectáculo, la humanidad unida bajo una sola intención: acabar con el ciclo del dragón. El comandante Khual-Katek nos recibió, gustoso de contar con cada vez más guerreros, nos puso al tanto de la situación, faltaban tres días para la primera luna llena de sangre y el inicio del cataclismo, y la actividad demoniaca estaba a tope, cada hora las gargantas que penetran en el monte escupen patrullas de demonios cada vez más peligrosas que las anteriores. Brutos enfurecidos, arañas del tamaño de caballos, arpías, bestias cornudas, lagartos gladiadores; la diversidad del ejercito de la madre oscura era de nunca acabar. Khual-Katek enviaba continuamente tropas de las cinco naciones a mantener a raya estos ataques y aunque era imposible cubrir todas las gargantas, la única que realmente importaba era “la puerta de Piedra Negra”, en el frente de batalla de Altas Tierras de Taomu. Era ahí donde debíamos llegar le dije al anciano líder, y este luego de observar el variopinto grupo que éramos accedió a darnos pase libre. Conforme subíamos hacia Bastión Blót era evidente que las tropas se encontraban cada vez más armadas, incluso los señores 222


de varias casas importantes decidieron tener un rol protagónico en la destrucción del ciclo, por lo que llevaron sus armaduras legendarias y objetos mágicos de humanidades pasadas. Una vez llegamos al bastión del pueblo bárbaro el espectáculo fue un poco diferente, la gente de Blót había accedido al plan del rey Eurico pero dentro de la fortaleza únicamente se permitía sangre bárbara por lo que el grupo no pudo permanecer ahí mucho tiempo y tuvimos ladear el recinto para continuar ascendiendo. Las diversas estaciones previas a Tierras Altas de Taomu brindaban escenas diversas, todas matizadas por el dolor pues estaban llenas de heridos o mutilados, sobrevivientes del frente de batalla. Magos y sanadores trataban de cerrar heridas, cicatrizar muñones, apaciguar sufrimientos. Los lamentos y lloriqueos angustiosos resonaron en nuestros oídos por varios kilómetros. Cada vez que una puerta del monte se abría había una lucha encarnizada, luego de estabilizar a los sobrevivientes se enviaban por tropas de recambio, era una guerra por desgaste. El grueso del ejército se preparaba para cuando la puerta de Piedra Negra se abra y el bloque principal, al mando de la mismísima Aku-Yatag, se despliegue empezando el cataclismo. En la última estación antes de Tierras Altas de Taomu nos encontramos con una tropa de sobrevivientes del último enfrentamiento, muy pocos descendían, la mayoría llevaba a un colega para ayudarlo a bajar, a todos les faltaba alguna parte del cuerpo o la traían colgando de finos tendones. 223


VII Tierras Altas de Taomu La meseta de Taomu fue en su momento un terreno escarpado, parte de la zona más rocosa del monte Karrat, sin embargo hubo una humanidad que logró hacer retroceder a los demonios hasta la puerta de Piedra Negra, acorralando a la madre oscura, la cual viéndose arrinconada usó un conjuro que mutiló su cuerpo, haciéndola perder su enigmática hermosura y convirtiéndola en una fealdad semejante al conjunto de todas las maldades imaginadas. Este conjuro fue una especie de explosión descomunal que acabó con parte del monte maldito creando, con el paso de nuevos ciclos, la meseta ahora mencionada y convirtiéndose en el primer punto de acampada de los demonios cuando emergen en el cataclismo. Ahora era el frente de batalla, un lugar donde los mejores escudos y hechizos de protección se usaban para contener el chorro hirviente de esbirros. Aquellos que ahí soportaban eran guerreros que forjarían las leyendas de mil generaciones posteriores. Llegamos a la boca del infierno. Priaemo me contó que la profecía decía que Jhorgunat debía enfrentar en combate singular a Aku-Yatag y que ninguno de nosotros debía intervenir o crearíamos un desbalance en el destino

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adivinado, incluso podríamos revertir toda la situación en nuestra contra y perder la oportunidad de cancelar el ciclo. Nerghul se mostraba receloso con respecto a esta última parte. Cuando conversé en privado acerca de sus miedos, me dijo que el ciclo no podía romperse pues el hombre había despertado a los demonios, pero quien arrojó a los esbirros al sueño eterno e inició el ciclo, quien tenía la potestad de condenar la existencia terrenal de los demonios a solo tres lunas llenas de sangre era un enigma mucho mayor a cualquier entendimiento humano. Le dije que aquello era la luz y me respondió que sí, pero que los humanos no somos capaces de comprender qué era esa luz, los paladines piensan que se trata de algún dios benevolente y sabio, pero la luz es la luz y esa energía es indiferente a nuestra existencia terrenal. El nigromante me habló de una presencia ajena a los valores o la ética terrenal, que existe para devorar consciencias, que es locura pura y el susurro su arma principal, le dije que me hablaba de estrategias demoniacas, a lo que él respondió que no debía confundir el caos con la maldad, la locura no es mala, es otra forma de pensamiento que nunca comprenderemos. Al día siguiente, se dio la primera luna llena de sangre y el cataclismo empezó.

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VIII El cataclismo Los hechizos al máximo, los escudos imbuidos rebosaban de poder, las lanzas en posición, los soldados despiertos, tensos, preparados. La puerta de Piedra Negra se abrió haciendo retumbar la tierra, las placas de ónice se batieron de par a par revelando una oquedad impura y malsana que venía desde el interior del monte de Karrat, y emanaba una pestilencia indescriptible. Al momento, se oyeron cientos de alaridos, el marchar desordenado de grebas y el sonido metálico de hachas y espadas llegó hasta nosotros. Los demonios emergieron como una avalancha de carne, cuernos y rabia para darse de encuentro contra la barrera protectora. Nuestro grupo saltó por encima de la línea de defensa después del impacto, cayendo como dagas sobre el cuello virgen de una vaca. Los guerreros apuñalaron, cortaron y abrieron los cuerpos de los demonios mientras estos trataban de contratacar rabiosos. Cuando un esbirro o humano caía, el nigromante aprovechaba para reforzar sus filas, en un momento dado llegó a tener a más cincuenta cadáveres trabajando para él. Alana disparaba por encima del hombro de Nerghul y cuando las saetas se le terminaron cogió su hoz y cercenó cabezas como la siega al trigo. Priaemo pasó del oso al lobo y por fin al cuervo para escapar

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cuando se vio rodeado por hombres toro con pesadas armaduras y hachas de lago con poderes de fuego. Desde la distancia, arrojaba el contenido de sus bolsitas creando explosiones corrosivas. Yo trataba de estar cerca del campeón para atestiguar cada acción suya pero era demasiado peligroso. Pude ver como partía cuerpos por la mitad con la bastarda, cómo rompía cráneos a puño limpio y hasta peleaba con uñas y dientes cuando se vio rodeado de musculosas abominaciones que parecían el cúmulo desordenado de varios cuerpos. En un momento llegué a pensar que habíamos perdido al campeón, pero su destino estaba escrito, aún no podía morir, y de inmediato, con un alarido desgarrado, se libró de sus adversarios, tomó una de las pociones curativas y mientras sus heridas se cerraban y la sangre se secaba, siguió blandiendo su colosal arma, decapitando, asesinando, liberando a esta tierra de la maldad.

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IX Aku-Yatag Al parecer la iniciativa de nuestro grupo no fue del agrado de la madre oscura pues al ver que su ejército no avanzaba, decidió presentarse en persona mucho antes de lo planeado y, ahora por fin, daría inicio la profecía anunciada. La madre oscura, la dueña de la marmita donde son creados los demonios, la que alguna vez tuvo una belleza hipnotizante y cabalgó a lomos de un corcel de hueso y rocas preciosas sobre la faz del planeta, y que ahora se presenta con una forma indescriptible y voluble, incapaz de mantener su estado concreto, tan horrenda, tan macabra que solo verla hace sangrar a las rocas y gritar a las nubes. La madre oscura, Aku-Yatag estaba frente a la línea de defensa compuesta por guerreros agotados y malheridos. Seriamos incapaces de retenerla un suspiro, solo quedaba forzarla a luchar de a uno contra el campeón de la humanidad. Jhorgunat pasó sus dedos por “Rompedora de almas” mientras recitaba un mantra arcano y los glifos tallados en el centro de la espada se iluminaban con una iridiscencia espectral. El ambiente se cargó de una electricidad extraña, sin procedencia aparente pero que penetraba, sin dañar, cada cuerpo presente, incluyendo los cadáveres reanimados y demonios. Aku-Yatag avanzó sin protocolo alguno, lanzó lo que parecían

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ser tentáculos afilados hacia el campeón, éste esquivó rápidamente y blandiendo su espada abrió surcos en los látigos cárnicos de la madre, ella gritó furiosa e hizo a un lado a su pueblo para enfrentarse sola contra Jhorgunat, exactamente lo que deseábamos que pasara. Ambos se enfrascaron en una batalla sin cuartel, por momentos el hombre parecía ser más que la madre de los demonios, por momentos la madre incrementaba su volumen comparándose a un gran roble. El campeón desgarraba la carne de la madre, la madre apuñalaba la carne del campeón. El campeón bebía pócimas y continuaba atacando, la madre sacrificaba a uno de sus esbirros y usando su energía de vida se recuperaba. Pensé: en algún momento se terminaran las pócimas del campeón pero demonios hay muchos. Nerghul se acercó a mí, me resultó curioso que el nigromante tuviera la sangre roja como el resto de nosotros, me tomó por los hombros y me advirtió que no interviniera, que mi expresión vivaz me delataba. Asentí, aunque por dentro seguía elucubrando ¿Qué era realmente importante para mí? ¿Las advertencias de un nigromante o las órdenes de mi rey? Me hallaba en aquella indecisión cuando un nuevo grito de la madre nos llenó de terror a todos. Aku-Yatag retrocedía y una enorme zanga se abría en canal en todo lo que parecía ser su dorso. El campeón cayó de rodillas sostenido por su espada mientras sangraba copiosamente y no encontraba ninguna pócima más. La madre se escondió entre las filas de sus hijos, los cuales rabiosos y 229


patidifusos no sabían si rematar al campeón o temerle. Todos los demonios retrocedieron. Corrí hacia el campeón y le ofrecí una de las pócimas extra que llevaba conmigo. X Ush-Naotak Vimos como las filas de seres aberrantes retrocedían hacia las entrañas de Karrat. No sabíamos si se reagruparían o cómo contraatacarían, simplemente vimos la oportunidad de acabar con el ciclo, de romper las cadenas que nos atan a la eternidad de sufrimiento, de destruir la marmita donde son forjados los demonios y desaparecerlos de la historia. Los ejércitos fueron convocados y juntos, héroes, caballeros, banderizos y milicia, atravesamos La puerta de piedra negra y nos introdujimos en el vientre de la tierra. En las cámaras infernales de Ush-Naotak encontramos a la élite de caballeros negros, a demonios guerreros e incluso a los colosos de carne que fueron usados solo una vez hace diez ciclos atrás. Todos custodiaban a la madre como si se tratase del tesoro más preciado. La batalla fue cruenta. Debido al diseño de las cámaras se hizo una suerte de embudo entre el aposento final y el claustro interior. Las filas de humanos y demonios chocaban en un estrecho pasaje donde los cadáveres comenzaron a apilarse y

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debías treparlos para poder llegar a tus enemigos. Sentí que mis pies pisaron cabezas aliadas rotas y torsos abiertos enemigos, y así trepé, sable en mano, y así llegué a ver del otro lado como el campeón se batía en singular combate con un coloso de carne, al cual destripó de un tajo limpio. Verlo pelear, blandir la “Rompedora de almas” era ver a un gigante usar una afilada columna para decapitar malignos. El resto del grupo estaba herido en diversos niveles. Alana era la mejor conservada y brindaba apoyo a distancia al campeón. El nigromante se había quedado sin poder suficiente para levantar más cuerpos, por lo que se limitaba a enterrar su daga en las gargantas que encontraba. El druida, en forma de cuervo, sobrevolaba el escenario y cayendo en picada extraía los ojos de las abominaciones cercanas. Yo mantenía una distancia prudencial, mis fuerzas mermadas y la falta de pociones de curación me tenían al filo del peligro. No podía perder la vida y arruinar mi misión por el capricho de ser un héroe más. En un momento dado, la pila de cuerpos se desmoronó hacia un lado y yo caí de ella perdiendo de vista al campeón, me golpee la cabeza y perdí el conocimiento. Cómo maldigo mi mala suerte. Entonces, cuando desperté el cadáver de Aku-Yatag lucía flácido con la espada del campeón clavándolo a la pared. Su sangre brotaba a borbotones infinitos, como si su cuerpo fuese una puerta a una dimensión expandida llena de fluido carmesí tibio.

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Los sobrevivientes de la reyerta rodeaban al campeón. El cansancio y temor había desaparecido. Las tropas dispersas de demonios se perdían por los canales subterráneos mientras la humanidad alzaba en hombros al campeón Jhorgunat, el mestizo de las cinco naciones. Traté de ponerme de pie cuando, por accidente, entré en contacto con la sangre de la madre oscura y conocí, a través de su remanente poder, el secreto que tan recelosamente guardaba Nerghul y el propio Priaemo. XI El ciclo final En un inicio la madre era imposiblemente hermosa y vivía junto a sus huestes libremente en la tierra de Merrant. Pero un día sus poderes atrajeron a una luz de los confines más lejanos de la noche eterna, y aquella masa espacial, que solo puede ser descrita como la “Locura” materializada, en su infinito poder sometió a los demonios, perturbándolos hasta el punto de hacer que se maten entre ellos de horribles y sádicas formas. La madre viendo como su pueblo era arrasado por la demencia llevó a todos sus sobrevivientes al interior del monte Karrat para escapar de la influencia de la Locura que, optó por regresar a los confines de sus alejados dominios, no sin antes dejar parte de su etérea presencia en forma de la luna que nos orbita. Este satélite emanó, durante miles de años, el poder de la vesania sobre los golems que poblaban Merrant quienes, conforme el paso del tiempo, perdieron

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su piel de piedra para reemplazarla con carne y ganaron una inteligencia superior a las demás criaturas del continente. Nosotros fuimos esos golems de barro. Nosotros, la humanidad, somos hijos de la Locura. Entonces, mi rey, romper el ciclo, acabar con los demonios, implica enviar una señal a la Locura, avisarle a nuestro creador que hemos superado la prueba y que por fin estamos dispuestos a regresar al núcleo que nos creó, aquello que hemos estado buscando desde que desarrollamos consciencia. *** Jawad Gadaff fue rodeado por la élite del rey, las mujeres bellas y letales lo tenían cercado amenazándolo con sus alabardas de oro. El emisario llevaba un rato temblando, poseído por una energía incontrolable. Le tomaba mucho esfuerzo poder hablar correctamente, hilvanar ideas demandaba mucho trabajo pues las voces, las miles de voces que rebotaban en su cráneo, le gritaban desesperadas por ser oídas con la vesania de cien mundo malditos. Aferrado a la piedra de sangre petrificada, el emisario trató de cumplir la misión que le da significado a su existencia: como mensajero debe dar el mensaje. —Tanto Nerghul como Priaemo no comprendían, mi señor, lo que yo vi con los ojos de mi alma cuando la sangre de la madre me tocó. Ellos sabían que terminar el ciclo significaba invitar a la

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Locura de vuelta a Merrant y por ello custodiaban al campeón mientras este caía en la corrupción del infierno, convirtiéndose de a poco en el nuevo rey demonio; hacer eso era ir en contra de la humanidad, de los deseos de mi rey y por lo tanto contra mi misión. No podía permitirlo. »Viéndolos

malheridos y recelosos de la celebración,

arrimando al campeón al trono que fuese de la madre oscura, observaban y guiaban con cuidado el cambio de Jhorgunat en el nuevo señor oscuro, mientras los demás guerreros seguían con los vítores y lágrimas de alegría. Me acerqué a Alana y le dije las intenciones de nuestros compañeros, ella de inmediato entendió la traición que esto significaba y, siendo de la confianza de nuestros compañeros, se pudo acercar a ellos, cuando tuvo al druida a una distancia prudencial, blandió su hoz de tal manera que le abrió el vientre de un tajo revelando intestinos tibios con un potente olor. »El nigromante no perdió tiempo y clavó un cuchillo de hueso

en el cuello de Alana viéndola morir a los pies del trono infernal. La muchedumbre no entendía qué estaba ocurriendo, así que yo mismo los azucé diciéndoles la verdad detrás de las intenciones del amo de los muertos. Los guerreros comprendieron y se lanzaron sobre Nerghul en una masa demencial de la que no podía distinguir mucho, pero supe que ganamos cuando vi la cabeza del nigromante siendo lanzada por encima del ejército. —No existe nuevo señor oscuro —concluyó el rey.

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—No existe. —Y el ciclo se terminó. —Nunca más habrá… —Entonces la existencia de los demonios servía como una excusa para evitar que nuestro creador nos visite. —Eran una demora. —Pero si es nuestro creador… ¿Por qué es malo que nos visite? —preguntó el rey descifrando la intención del nigromante y el druida—. Si fuese beneficioso, ellos hubieran ayudado a su llegada y no oponerse creando un nuevo señor demonio. —Porque fueron infieles que se niegan a aceptar las verdades que el infinito cosmos tiene para nosotros. Más allá de nuestro mundo, en la frontera absoluta existen seres de dimensiones colosales, entendidas por nuestro escaso conocimiento como dioses, cuando son más que eso, son pilares eternos que siempre fueron y siempre serán, agentes del caos y la Locura de los cuales descendemos y debemos regresar a ellos perdiendo, para ello, nuestra forma física y ascendiendo como seres espirituales. —¿Hablas de morir y que nuestras almas se unan a estos entes del caos? ¿Quién te dio derecho para decidir eso sobre la voluntad de la humanidad? Jawad Gadaff reía y lloraba, y el dolor en sus entrañas por el 235


sobre esfuerzo le quitaba el aliento pero no podía detenerse. Entonces el rey hizo un gesto y las ninfas asesinas decapitaron al emisario de un rápido movimiento. La cabeza de este rodó varios metros aun riendo, con una expresión depravada. El cuerpo cayó sin vida, entre potentes convulsiones, y de la herida del cuello brotó una sangre bituminosa y espesa con un potente olor a muerte. Aquel líquido empezó a solidificarse convirtiéndose en tentáculos que se expandían cada vez más hasta tener el grosos de árboles; poseedores de una fuerza descomunal batieron a las guardias lanzándolas contra paredes y columnas, asesinándolas en el acto. El rey logró escapar por poco de aquel salvajismo. Cuando llegó a las puertas de su cámara y las abrió encontró un escenario de muerte que cubría todo el pasillo hasta los exteriores del palacio. De los cadáveres de guardias y corte emanaba la misma melaza oscura que se unía entre charcos creando abominaciones dantescas. Cuando salió al claustro interno y contempló el cielo, lo vio matizado de miles de colores extraños y fluorescentes. Desde las paredes exteriores del palacio tentáculos más altos que edificios emergían. Toda la humanidad se estaba convirtiendo en aquella masa tentacular y oscura. Toda la humanidad estaba regresando a ser uno con la Locura. El rey cayó de rodillas indignado y aterrado. Él solo quería terminar con el ciclo, pasar a la historia como el rey que salvó a la

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humanidad. Al final, como la primera humanidad que en su ambiciรณn desatรณ el ciclo, el rey en sus ansias de poder lo concluyรณ condenando a toda la vida de Merrant.

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Poldark Mego (Lima - Perú, 1985) Licenciado en Psicología, actor y director de teatro. Estudió Literatura creativa como segundo oficio. Compuso, actuó y dirigió puestas de microteatro de terror en Lima y Cusco - Perú. Contribuciones en las siguientes antologías: Literal: cuentos varios (2017), Maleza: colofón (2017), El club de la fábula: microrrelato (2017),

Lima

en

letras:

microrrelato

(2018),

Es-cupido:

microrrelato (2018), Historias pulp - mundo bestial: microrrelato (2018), Círculo de Lovecraft - Terror en la mar (2018) San Valentín oscuro: microrrelato (2018), Cuentaartes: cuento (2018), El gato descalzo, antología de objetos malditos: cuento (2018), El narratorio: relato (2018), Editorial Cthulhu cerdofilia: cuento (2018), Círculo de Lovecraft: homenaje a Guillermo del Toro (2018), Historias pulp: paradojas (2018), Nido de cuervos: cuento (2018), Editorial Solaris: líneas de cambio: cuento (2018), Editorial Autómata: historias de migrantes (2018), Editorial Cthulhu: tributo a Lovecraft (2018), Molok: tercer número (2018), The Wax: cuentos de mierda (2018), Historias pulp: onomatopeyas (2018), Círculo de Lovecraft: cuervos y tentáculos vol. 3 (2018), Revista Fantastique: poderes extraordinarios (2018), Aeternum: héroes y santos (2018), Editorial Cathartes: La taberna de Innsmouth n2 (2018), Editorial Solaris: líneas de cambio (2018), Círculo de Lovecraft: J-horror (2018), El gato descalzo: antología sobre brujas: cuento (2018), Revista Fantastique: licántropos 238


(2018), Revista Ibídem: terror (2018), Revista Pareidolia (2018), Tenebraum iv (2018), Aeternum: juegos macabros (2018), Grimorio (2018), Molok vol4 (2018), Plesiosaurio (2018), The wax (2018), Cuentaartes (2019), Revista Fantastique: ritos paganos (2019), Revista Ibidem (2019), Revista Letras y demonios (2019), publicó la revista Orbi Occultatum que incluye sus cuentos “Gul(a)” y “Sor Ana” (2018).

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Daniel E. Molina (Argentina) Realizó cursos especiales de historieta, guión e ilustración con el profesor Oscar Carovini. En la Escuela de Bellas Artes de Córdoba cursó estudios de Diseño Gráfico. Realizó talleres en el “CISPREN”. Realizó ilustraciones para “La SADE” (Sociedad Argentina de Escritores) Ilustró dos libros: “Memorias de la docencia”. Escrito por Juan Montiel. “Que nadie sepa mi sufrir” de la escritora mexicana Susana Arroyo-Furphy, ilustrando también diez cuentos para la misma autora. En la actualidad realiza ilustraciones con la portada incluida tituladas “Recordando a Julia” tratando el tema de la pasada revolución mexicana, para la citada autora.

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La rosa equívoca Juan Pablo Goñi Capurro

El espolón dividió la arena formando dos montículos, hasta que la barca quedó inmóvil. Salmo, con un pie en la borda, dio la orden de desembarco. Los doce hombres descendieron en segundos, dada la innecesaridad de diligencias previas; ante la ausencia de viento, no habían izado la única vela de la embarcación para cruzar el lago, y los remos estaban sujetos a la barca. Mientras dos tripulantes extendían sogas desde la nave para unirlas a los troncos más cercanos, Salmo besó dos dedos, índice y medio, y con ellos tocó la boca del mascarón de proa; era la imagen de la diosa Paga, defensora de los pueblos que vivían bajo el reinado de Agur. El jefe de la expedición caminó alejándose del casco; observó las maniobras de quienes aseguraban la nave en previsión de algún temporal sorpresivo —nunca se confiaban, las montañas cercanas solían ocultar frentes tormentosos—. Los hombres lo rodearon, calzados con botas de piel, las espadas ajustadas a la cintura, los pequeños escudos colgando en la espalda. Salmo estudió el frente cerrado de alerces y pinos sin detectar amenazas. A pocos pasos, el sendero que los llevaría a la aldea de Eseda. Era esa aldea el primer paraje donde detenerse para quien fuera a las montañas. Allí el humo verde se había elevado un par de horas antes; el humo que motivó la partida de la patrulla comandada por el veterano guerrero. Los jóvenes que lo 243


acompañaban, inquietos, se movían sin alejarse del grupo. El jefe no estaba convencido; no veía pájaros, hecho extraño en un mediodía de cielo límpido. Como todos en la fortaleza, había oído rumores sobre la aventura del rey Agur durante la última cacería en la montaña; ahora sospechaba que la alarma tenía que ver con ello. Pocas veces en sus décadas de servicio al reino se había topado con un suceso rodeado de tanto hermetismo. Los seis acompañantes del rey en la misteriosa excursión estaban casi recluidos en la cuadra más cercana a la torre; cada vez que coincidían en patrullajes o en las tabernas de la ciudad, cambiaban de tema si la conversación se dirigía a su escapada junto al monarca. —Alerta, saquen espadas y escudos. Los soldados obedecieron. Los cuerpos adoptaron otra forma, como si se hubieran reemplazado los hombres indolentes que holgazaneaban en la playa por un escuadrón de gladiadores. Se inclinaron hacia adelante, las piernas robustas separadas, los brazos sostenían las espadas en punta y los escudos próximos a las caras. Los petos eran de piel, tres o más pieles cosidas unas sobre otras; los taparrabos de lienzo estaban recubiertos por un triángulo de cuero de oso. La ligereza y la comodidad eran sus armas más preciadas. Salmo extendió el brazo señalando el sendero que se abría entre el verde. Iba atento al extremo. A esa hora, en la aldea deberían estar almorzando y ellos verían la humareda de los fogones; nada de eso ocurría. Los hombres se formaron de a dos, le 244


dieron paso para que encabezara la fila. La barba gris imponía más respeto que su jerarquía; la mayoría de los soldados llevaba el cabello largo, anudado en la cola tras la nuca. El paso era sostenido y rítmico, sobre el camino no había trazos extraños, solo las ramitas coloradas de las pináceas resecas y las piñas caídas por doquier. Cuando llegaron a la última curva, Salmo ordenó que abandonaran el camino; en los últimos metros vio pisadas varias, encimadas, propias de la actividad normal de una aldea. El veterano de cabello ralo no se confió; dividió a sus hombres y los mandó a avanzar entre los árboles; la mitad de ellos entraría por el este, los otros por el oeste, a su mando. Había pocos arbustos que complicaran el andar de la tropa, en pocos minutos estaban en posición ante el claro donde se alzaba Eseda. El diseño de la aldea permitió al grupo del oeste tener una visión completa, amparados por los olmos, llamativa presencia en un bosque de coníferas. Las casas, de piedra granítica y techumbre vegetal en forma de cono, estaban dispuestas en una larga franja, poco más de veinte viviendas en total. La ventaja de la visión no generó optimismo en Salmo; no había aldeanos a la vista. Una serie de silbidos provenientes de la foresta ubicada tras la aldea informó al jefe que el otro grupo había dado con novedades. —Vamos —indicó, y avanzó como si tuviera el enemigo delante. Al verlos pisar el centro de la aldea, se reunieron con ellos los seis destacados en el otro frente. Los semblantes sombríos 245


adelantaban malas noticias. En el suelo desbrozado delante de las casas había numerosos objetos desperdigados, desde morteros hasta prendas, toda clase de utensilios, varas afiladas y sacas rotas con su contenido desparramado. Gigur,

joven

bronceado

como

todos

pero

fácil

de

individualizar por la cicatriz que rasgaba en dos su pómulo derecho, se dirigió a Salmo con palabras rápidas. —Al menos veinte cuerpos en el bosque, hombres y mujeres, desgarrados, comidos en partes. —¿Comidos? —Sí, comidos a dentelladas grandes, hay sangre, trozos de miembros... Salmo alzó su mano, deteniendo la verborragia del guerrero. Hizo una estimación rápida; en Eseda vivían más de cien personas, algunos estarían quizá corriendo por los bosques si solo había treinta cuerpos en los alrededores. Caminó hasta el fogón central donde humeaban aún las brasas que había creado el humo verde. Sus hombres formaron un círculo en torno a él, así controlaban los posibles frentes. Salmo reflexionó; la gente de Eseda había huido luego de trasmitir el pedido de auxilio, los más lentos habían sido capturados, los demás estarían siendo perseguidos o quizá hubieran hallado refugio en otra aldea, había más de diez de ese lado del lago, entre la orilla y las montañas. Era insensato ir tras ellos. —Es lo que pensamos todos, ¿no?

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Tibio, su segundo, cabello rubio casi hasta la cintura y pecho amplio de forjador de hierro, era de pocas palabras; el temor lo había hecho romper el silencio. ¿En qué pensaban? En los brogos, los seres de la montaña que vivían en la línea de las cumbres heladas. Estas bestias llevaban siglos allí, alejados de los humanos. ¿Qué pudo hacerlos descender y arrasar con una aldea? Salmo decidió ocuparse de sus hombres, la acción era el mejor antídoto contra el miedo. —Revisen las casas, una por una. Cuatro de guardia, conmigo. Tibio se encargó de distribuir la tropa, escasa si el enemigo quien sospechaban. Los brogos no tenían armas, no las precisaban. Medían más de dos metros, la piel era cuero grueso cubierto de pelos, no las penetraban las flechas. Habían nacido de la cruza de osos con humanas, cuando una legendaria hambruna casi extinguió la vida de los valles, centurias atrás. Se mantenían alejados, vivían en solitario, cada tanto en alguna excursión podían avistarlos en lo alto. Nadie había visto más de dos al mismo tiempo. Los hombres regresaron junto al fogón, Salmo había establecido allí el comando. Se ajustaron los cascos de ramas y cuero en tiras, Tibio dio el parte negativo, solo había casas vacías. —Vamos a recorrer el bosque, una hora, y regresamos. Encararon la espesura en una larga hilera. Salmo se topó con los cadáveres; tocó el cuello de una mujer, desgarrada por un zarpazo. Vio el trazo de las uñas afiladas por el pecho, luego habían arrancado su abdomen. El cuerpo aún estaba cálido. 247


Continuó la marcha, apartando con la espada las ramas bajas de los pinos que crecían entre las araucarias de troncos altos. Debió hacer un alto cuando las arcadas de algunos hombres se convirtieron en vómitos. Ya no esperaba por sobrevivientes, en quince minutos habían hallado o avistado no menos de cuarenta muertos. Los pequeños claros amplificaban la luz que permitía pasar el follaje. Así fue que Salmo detectó, en uno de ellos, una sombra oscura. Escuchó, emitía un ronquido particular. Un brogo, ¿qué otra cosa podía ser? Pidió silencio; con señas ordenó rodearlo. Intentó tomarlo de sorpresa. Su calzado era perfecto para ello, pero el bosque estaba lleno de minúsculas ramitas y piñas. Fue inevitable que la bestia despertara. —¡Ahora! Espada en ristre, Salmo se adelantó mientras el brogo se erguía. La bestia giró cuando el primer acero se hundía en su costado; su cuerpo tenía el diseño del cuerpo humano pero el volumen era desproporcionado. La herida no acabó con él; comenzó a dar giros, los guerreros alzaron los escudos para protegerse de los zarpazos. Más de uno voló al recibir un impacto, en tanto nuevos mandobles herían el duro pellejo de la bestia. Los aullidos potentes fueron reduciéndose a medida que el brogo perdía más sangre. Tres guerreros se apartaron, sus espadas habían quedo hundidas en el animal. Salmo no perdió tiempo y lanzó un mandoble al cuello con toda la potencia de su peso. Algo se quebró en el interior de la bestia, la cabeza quedó unida apenas por un hilo de piel al tronco. 248


—¡Rápido, recuperen las espadas! Salmo examinó la tropa. Sin protección, los brazos de varios mostraban los arañazos del brogo. Por fortuna, apenas si los había tocado, no había heridos de consideración ni hemorragias preocupantes. —¡En guardia! ¡A la aldea! El piso retumbó. Los aullidos del brogo debieron ser escuchados por los congéneres que permanecían en la zona. No podían darles batalla entre los árboles, carecían de espacio para maniobrar con las espadas y efectuar movimientos veloces, indispensables para enfrentar a enemigos de tamaña envergadura. Corrieron en retroceso, alternándose para controlar el avance de los brogos. Impresionaba el retumbar provocado por el avance de las bestias. Pronto oyeron rugidos; Salmo se orientó, los brogos no venían en formación ni mucho menos. Los guerreros tuvieron en minutos las techumbres de Eseda a la vista; oyeron entonces un rugido diferente, un aullido que les enfermó los nervios. Un aullido de dolor, de lamento, de queja. —Lo encontraron —uno de los jóvenes no pudo contenerse, aunque todos habían interpretado ese quejido. Al inicial, se sumaron otros quejidos. Salmo contó, habría no menos de cuatro brogos. Sería difícil vencerlos si solo eran tres hombres contra cada uno de ellos. Pasó entre dos casas y se dirigió al fogón, el centro neurálgico de la vida aldeana. Evaluó continuar la retirada hasta el lago; los brogos no nadaban, siglos lejos de las aguas les habían hecho perder ese conocimiento. Una nueva 249


vibración de la tierra lo llevó a eliminar esa idea, los brogos llegarían antes que pudieran meter la nave a la profundidad suficiente. —Tibio, la mitad contigo, a la derecha. Salmo se llevó al resto. Se parapetaron tras una vivienda, dos hombres en los extremos atentos al bosque, cubriendo los pasillos entre las casas. brogos actuando en conjunto, impensado, ¿qué había sucedido en la excursión de Agur? Salmo hallaba clara la conexión; Agur había ido a las montañas y desde allí descendían los brogos. Las reflexiones deberían esperar, los rugidos se acercaban. Una bestia apareció al fondo de las casas; detuvo su carrera, olisqueó. Los brogos andaban erguidos, primaba en ello su parte humana. Salmo comunicó la estrategia en pocas palabras. El brogo se lanzó por un pasillo entre viviendas. Salmo apretó la espalda contra la piedra, su grupo lo imitó. La inmensa mole oscura pasó y Salmo lanzó su espada contra su espalda, tres de sus hombres impactaron también y se tiraron al suelo para evitar ser alcanzado por los zarpazos de la bestia herida. Los gritos ensordecían a los combatientes, en el otro extremo de la aldea había una lucha similar. Salmo mantenía la espada, reptó hasta colocarse casi a los pies del brogo y, desde abajo, hundió la punta de su acero bajo la quijada del monstruo. Dio vueltas con él para no perder el arma hasta el último instante, cuando debió lanzarse a un costado para evitar que el gigante peludo cayera sobre él. 250


En la otra punta, un hombre caía con el cuello desgarrado mientras otros dos hundían las espadas en el vientre del brogo, las empujaban con sus cuerpos para llevarlas más adentro. En plena pelea, surgieron del bosque tres bestias más. Seis hombres estaban en condiciones de enfrentarlas. Antes que nada, alzaron los escudos para protegerse. Los brogos se lanzaron en desorden. Salmo y tres guerreros lograron rearmarse y atacaron las bestias por la espalda. Pisotones, zarpazos y mordidas, mandobles y espadas clavadas, hicieron saltar sangre por doquier. Los alaridos humanos se confundían con los lacerantes sonidos que emitían los brogos. Uno de ellos quedó en el centro del claro, girando como un molino, llevando consigo a dos guerreros que no soltaban las espadas hundidas en la carne del enemigo. El brogo dio no menos de veinte giros antes de caer; los guerreros extenuados, cubiertos de polvo y mil rasguños, quedaron tendidos en el piso. La cabeza de Tibio rodó por el suelo, un brogo saltó varias veces sobre su cuerpo cercenado, hasta convertirlo en una pulpa. Luego se agachó, tomó una pierna y empezó a comer. Salmo apuntó bien su espada, corrió hacia la bestia y se la clavó en la nuca. El brogo cayó tras un estertor que arrojó a su atacante contra un olmo, del otro lado del claro. El último animal, piernas separadas en pose de peleador de taberna, acometió a los tres jóvenes que lo enfrentaban. Los guerreros estaban casi encimados. El brogo alzó sus descomunales brazos y avanzó un tanto inclinado, eran muy bajos para él. El 251


muchacho del centro sostuvo recta su espada con ambas manos; los otros dos, en el último instante, cuando el aliento horripilante del monstruo los había alcanzado, hincaron sus rodillas y desde el piso izaron con fuerza las armas. Las tres espadas se hundieron en el cuero del brogo; una de ellas le atravesó el pecho; su dueño no tuvo fortuna, el brogo le tomó la cabeza con ambas manos y la arrancó de su cuerpo, antes de caer sobre él. Los compañeros lograron rodar para escapar de la masa sanguinolenta. La escaramuza había llegado a su fin, el aire estaba enrarecido por el polvo que flotaba, ocultando parte del resultado a los combatientes más alejados. Salmo, la vista dirigida a la espesura, aguardó que se asentara la tierra levantada. Tibio estaba muerto, pero había más. Cerca, un joven se sujetaba el brazo. Fue hacia el muchacho, le arrancó el cuero que protegía el taparrabos e improvisó un torniquete. Luego, el jefe volvió a mirar el escenario del combate. Tres muertos en total. Él mismo estaba herido, tenía sangre en un muslo y le dolían varias partes del cuerpo, golpeados en la lucha casi cuerpo a cuerpo con el primero de los rogos. Varios guerreros mostraban consecuencias de las caídas, moratones y chichones en las cabezas. La mitad había perdido los cascos, que ante un brogo no tenían función útil. El jefe ordenó colocar los tres cuerpos sobre el fogón, reunidos con las cabezas respectivas; Gigur se ocupó de encender la fogata. No podía demorarse en enterrarlos pero no los dejarían como alimento para brogos. ¿Cuántos serían? La cadena 252


montañosa era muy extensa, nadie lograba llegar a la línea de cumbres donde moraban como para tener una estimación de cuantos eran. ¿Acaso habían descendido en procura de alimentos? No, ante los brogos, cualquier especie tenía menos defensa que los humanos, había decenas en el bosque; no los atacaban para comérselos. Las llamas se alzaron; se acercó Gular, el colorado traía consigo un morral con diferentes polvos pigmentados. —Azul. La llama azul avisaría a la fortaleza que la expedición regresaba pero que no estaban bien las cosas, como hubiera indicado el amarillo. El otro color que utilizaban era el rojo, peligro inmediato para Ekeón, defensa urgente de la ciudad y la fortaleza. —Regresamos. Salmo encaró el camino hacia la playa seguido por los ocho combatientes maltrechos que habían escapado de la furia de los brogos. Recorrieron a paso vivo el sendero, entre ayes y quejas por los dolores agudizados por el ritmo de la marcha. El mismo Salmo se encargó de los amarre de la nave, en tanto los sombríos miembros de su patrulla la empujaban hacia las aguas. Estaban subiendo cuando un nuevo sonido los paralizó. En realidad, no era un sonido nuevo, era el mismo gemido desgarrador que escucharan antes. La diferencia era la magnitud, esta vez eran cientos los que se sumaban al coro. Salmo los animó a subir

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rápido, la nave flotaba ya. Utilizó la pértiga para girar la proa y enfrentar la fortaleza. Remaron con energía aunque se les desgarraban los brazos en cada giro. Un ulular grave y resonante parecía empujarlos. —¡Allí! —Gular, en popa, señaló la playa. Las ocho cabezas se volvieron. De a uno, de a dos, de a seis, de a cuatro, las arenas blancas se fueron cubriendo de seres oscuros, inmensos. Un centenar de brogos, cuanto menos. Aullaban, daban saltos y señalaban hacia adelante. Salmo creyó que apuntaban a la barca, más de inmediato cambió su apreciación. Apuntaban a la fortaleza. Los jóvenes guerreros, paralizados por la vista, no conseguían reaccionar, la barca flotaba casi inmóvil sobre las aguas quietas. Salmo observó un fenómeno curioso; los brogos parecieron formarse, al menos se unieron y cesaron sus gritos. Conduciéndose como humanos, se acercaron a la orilla y miraron hacia la barca. Luego siguieron el trazo del lago. Salmo se estremeció; los brogos estudiaban la forma de acceder a la fortaleza. Y ya sabían cómo hacerlo, rodearía las aguas que no podía cruzar. —Suficiente, ¡al remo! Los muchachos obedecieron, la nave reanudó su camino a casa. Salmo se sentó delante, resopló. Dolores le venían de todo el cuerpo, pero no los atendió. Acababa de verlo, los brogos habían diseñado una estrategia. Los brogos habían aprendido a pensar.

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La llama de los braseros permitía distinguir la delicada silueta de la mujer junto al ventanal que daba al lago. Sobre ascuas, dos calderos hervían; destilaban un aroma agridulce. Lynmia, la joven ocupante del recinto, temblaba a pesar de la manta con que se cubría y del calor que producían sus preparados. La pálida hechicera se sentía desnuda, como si permaneciera aún en manos de los brogos que la atraparan cuando yacía sin ropas sobre el lecho de la casa azul. Los postigos y los pesados cortinados cerrados impedían la visión de los invasores; nada le valía ocultar la realidad, miles de ellos rodeaban el lago, se acercaban a la ciudad. Había otra ventana, en la pared opuesta a la puerta; era más pequeña, daba al patio de la fortaleza. Desde allí podía verse la ciudad, Ekeón, más abajo. También estaba oculta por un cortinaje oscuro y pesado. Las telas gruesas se humedecieron cuando se incrementó el vapor que despedían los calderos. La bella hechicera reaccionó. Llevó una tea al fuego, esperó que ardiera y con ella encendió las seis lámparas adosadas a las paredes de piedra. El ambiente se iluminó. Ella no le confirió importancia, podía manejarse en las sombras de no tener que realizar un preparado; allí vivía desde su rescate. En una esquina estaba el jergón cómodo donde llevaba cuatro días durmiendo; los braseros eran grandes, se los habían traído por la mañana. Uno era destinado a producir las ascuas que alimentaban los otros dos; la bruja no cocía sobre llamas. A nadie se le había ocurrido construir un fogón en la torre.

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Lynmia no se demoró preguntándose a quién estaba destinado ese humilde aposento, tenía que retribuir la generosidad del rey Agur, su inesperado salvador. Se quitó la manta, se arremangó las mangas del vestido negro y revolvió los preparados. Una peste grave rodeaba la comarca, consecuencia del avance de los brogos; la llamaban «comedientes» porque su primer efecto era la caída de las dentaduras de los enfermos. Luego se sucedían delirios febriles para culminar con la muerte. Lynmia preparaba la receta ancestral para protegerlos, esa misma noche los hombres y las mujeres de la fortaleza quedarían inmunizadas. Luego la pócima sería distribuida en la ciudad. Los brogos deberían combatir, no les bastaría envenenar las aguas con sus pezuñas. Junto a los calderos había sacas con hierbas y hongos. Lynmia se había hecho traer una mesa rústica, donde examinar y separar los ingredientes que necesitaba. Había dos morteros, tres cuchillos y unas cuantas botijas con líquidos diversos. En una saca más grande arrojaba los desperdicios. Higiénica al extremo, los calderos en ebullición todavía y solo quedaba un cuenco con polvo rojo entre los enseres; los ingredientes sobrantes estaban en orden y los desperdicios, listos para ser enviados al exterior. Lynmia olisqueó el vapor que emanaba del primer caldero, tomó el cuenco y esparció el polvo rojo en su interior. Repitió la maniobra con el segundo. Satisfecha, arrojó el polvo restante a la saca de los desechos. La pócima estaba lista.

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Abrió la puerta del recinto. En el angosto rellano de la escalera que conducía a las almenas, montaba guardia un guerrero de la escolta real. —Pronto, la pócima está lista. La bella mujer retrocedió, volvió a colocarse la manta encima y se recostó en el jergón. Seducida por los arabescos que trazaban las sombras sobre las paredes y tapices, se dejó guiar por pensamientos que la llevaron de regreso a la casa azul, la peculiar vivienda donde había crecido, en el valle de Clos. Estaba lejos ahora; el lago, el bosque, las altas montañas y luego recién su valle. Recogió el cabello azabache detrás de su cabeza, lo acarició como se lo había acariciado Velgar en sus días felices. El cuerpo delgado reaccionó a los estímulos mentales; Lynmia se extendió en el jergón pero mientras separaba sus rodillas, aferró la manta casi con desesperación. Los dedos se trasparentaron casi por el esfuerzo. De no haber estado desnuda cuando los brogos los asaltaron, otra hubiera sido la historia; con un simple contumbris las bestias hubieran quedado inmovilizadas, permitiéndoles huir. Nunca supo la joven bruja quién le había arrojado la maldición ni había averiguado todavía cómo podía librarse de ella; cuando estaba desnuda, sus poderes desaparecían al instante. Era desnudarse y quedar indefensa; aún no había recobrado sus fuerzas por completo, pero ello se debía a las consecuencias del tratamiento sufrido después. Los ojos negros se tiñeron con una pátina acuosa al rememorar la irrupción de los inmensos brogos; uno solo bastó para alzarse 257


con ella, en tanto otros tres lucharon y redujeron a su amante. El bello Velgar casi fue descuartizado allí mismo, los brogos lo estiraron de piernas y brazos. El joven los insultó, les arrojó mil maldiciones y juró que se vengaría si tocaban un solo cabello de su amada. Su amada, ella, Lynmia, la elegida del más hermoso mancebo y el más valiente soldado que conociera el valle. La bruja convocó los poderes sensoriales y lo sintió allí mismo, sobre el jergón de la torre. Su debilidad se hizo presente, no consiguió retenerlo. Velgar fue reemplazado por la preocupación; no tenía noticias desde la captura, ignoraba si vivía todavía o si los brogos habían hecho una carnicería con él. Los ruidos de la escalera la alejaron de Velgar. Arrojó la manta y se soltó el cabello negro, le cayó entre los omóplatos. Pasó la lengua por los labios para quitarse la sequedad. Cuatro hombres se introdujeron en el recinto, guiados por el primer guardia; los cinco vestían taparrabos de lienzo oscuro, camisa cruda y una capa rojiza. Los cinco llevaban espadas, casi como única marca de su condición; su misión allí dentro era preventiva, como miembros de la escolta real estaban lejos de los puestos defensivos. Variaban sus implementos y uniformes cuando salían a la batalla. Lynmia se divirtió un tanto al notar la lucha interna de los jóvenes; era intenso el deseo de contemplarla con descaro pero no era menos profundo el temor a irritarla con sus miradas y convertirse en víctimas de poderes oscuros. Ignoraban que era ella quien tenía necesidad de ser protegida; la pócima era también en beneficio de Lynmia. Los necesitaba fuertes, eran su protección 258


contra los brogos; las bestias eran demasiadas para una bruja joven y, además, debilitada —a menos que le dieran el tiempo suficiente y consiguiera encumbrarse a otra orden. Ante los ojos hambrientos de los guerreros, Lynmia pasó sus brazos lánguidos señalando lo calderos. Los hombres, de a dos, cargaron con ellos., sosteniéndolos de las varas que habían traído para ello. Lynmia observó su partida; el guardia no salió con ellos. Intrigada por su permanencia, lo interrogó con dos pestañeos. —La princesa Segfenia me ha dicho que tiene lo que le pidió. —Dígale que suba. El guardia salió; Lynmia dudó, ¿sería descortés dejar la puerta cerrada? La ventolina que llegó de la escalera, abierta la puerta de doble hoja que la unía a la fortaleza, la decidió. Cerró la puerta y volvió junto a los braseros. Tomó un ánfora, arrojó agua sobre las llamas del primero y las brasas de los otros, hasta que el recinto completo estuvo cubierto por un vapor áspero. Necesitaba que el picante le ayudara a reconstituirse, aún no comprendía cómo y de dónde los brogos, casi animales, casi descerebrados, habían recogido los métodos para desapoderar hechiceras. Su captura no era tan misteriosa; seguro los habían seguido hasta la casa azul. Lo extraño fue que no atacaron de inmediato, habían esperado para atraparla desnuda, por lo tanto indefensa — otra información inexplicable—. Luego la habían recluido — siempre desnuda—, en una cueva gélida y a cada hora habían bajado hielo de las altas cumbres, colocándolo sobre ella, hasta dejarla casi cataléptica. ¿Quién les había enseñado que así se 259


desvanecían sus poderes? ¿Para qué se habían tomado esas molestias con ella? La aparición del rey Agur y su escolta en la cueva, evitó que se enfrentara al destino preparado por los brogos. Agur, padre de la princesa Segfenia. Lynmia era muy joven aunque su rostro de rasgos rectos recogía la edad del mundo para volverla una mujer madura a ojos vista; la princesa tendría su edad, más su carita redondeada, la naricita respingada y la expresión fastidiosa la hacían ver como una hija de la hechicera. Aniñada, eso era Segfenia. La fortaleza a punto de ser sitiada por los brogos, su padre enviando emisarios para congregar un ejército importante que les salvara la vida, y ella preocupada por obtener un lazo de amor. —Amor, claro que te daré tu amor, Segfenia. Algunas no podemos romper las promesas. Había prometido ante el consejo trabajar para el rey y su estirpe, de recuperarse; la ruptura de ese voto le acarrearía la peor de las muertes. El consejo siempre oía las promesas aunque fueran realizadas en un murmullo, en sitios aislados, y la bruja promesante no pudiera ver a las ancianas. Segfenia tendría su amor, se repitió. El vapor picante le había conferido energía. Caminó libre de mantas por el recinto, los dedos largos acariciaron los cortinados; no fueron más allá, no estaba lista para enfrentar a sus captores, con solo verlos podría sufrir una recaída. Si no la mataba antes el tedio; libre de las fiebres y las visiones que la obnubilaron los primeros días, tenía mucho tiempo para pensar. Ojalá pronto estuviera en condiciones de recorrer la fortaleza y 260


prestar más ayuda a sus salvadores; si es que decidían dar a conocer su presencia. La joven princesa se demoraba en llegar. No le asombró la tardanza, debía tomar recaudos. Los sacerdotes del reino odiaban a las brujas. Segfenia debía ocultarles su escabullida a la torre, podían ser ambas perjudicadas. De no figurar la existencia de la pócima contra la peste en uno de los libros de la orden, no hubieran permitido su consumo; como casi todos en Ekeón, la creían preparada en el valle de Clos por el curandero Maliam. Los religiosos preferían la muerte a la pérdida del poder. Los golpes en la puerta fueron suaves, tres. Lynmia sonrió, mientras esperaba la pausa —la idea de una clave fue de la princesa—. Dos golpes, nueva pausa y otros tres. —Adelante. Segfenia ingresó, cubierta con un manto desde la cabeza hasta los pies, la cara embozada por un paño oscuro. Lynmia la condujo a los rústicos asientos con que contaba. Estaban frente al ventanal, dispuestos para disfrutar el paisaje, ese que los brogos le impedían gozar a la actual ocupante de la habitación de la torre. La joven se despojó del manto y el embozo, soltó la cabellera dorada sobre la breve capa y unió sus manos sobre el regazo. —Nunca olvidaré lo que haces por mí, Lynmia. La bruja sintió la calidez de las pequeñas manos de su invitada; las suyas estaban frías. Incluso la piel estaba helada, aunque sentía el calor del vapor picante sobre ella.

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—A ver, Segfenia, ¿por qué es necesario un encantamiento? Eres hermosa y eres princesa. —Es que él... está muy ocupado, se ha sumado al ejército de padre y está el día completo diseñando trampas, entrenando a los recién llegados y distribuyendo puestos. No piensa en otra cosa que no sean los brogos, les tiene un odio personal. Lynmia jugó con su anillo. —No es del lago, entonces, no es de Ekeón. —No. No sé de dónde proviene, creo que no lo ha dicho, seguro que no es de esta comarca. Pero es tan hermoso, y tan valiente, que no puedo dejar de pensar en él. La pálida morocha se permitió una sonrisa tenue; conocía bien ese estado, la había conducido casi hasta la muerte. Se levantó y fue a la mesa; junto a las patas, ordenadas en el piso de granito a falta de otros muebles, había sacas de diferentes tamaños, paquetes de estraza y botijas varias. Lynmia extrajo una porción de hojas amarillas, unos polvos verdosos y los unió en el mortero. Machacó. Segfenia permanecía muy atenta a su lado. La hechicera admiró la cintura resaltada por el entallado del vestido púrpura; la princesa tenía un cuerpo envidiable, su piel bronceada exudaba salud. Los ojos verdes, fosforescentes a la luz de las lámparas, no se perdían un movimiento de las delgadas manos de la bruja. Una vez que obtuvo la pasta de base, Lynmia quitó el corcho a una botija y dejó caer ocho gotas gruesas sobre el preparado. Volvió a recurrir al pistilo hasta obtener un emplasto. Escogió entre los utensilios disponibles una cuchara de madera, casi plana. 262


—¿Has conseguido una prenda? Segfenia enrojeció, quizá pensando en lo que había hecho para obtenerla. Alzó su falda exponiendo piernas firmes, más anchas que las de su anfitriona; llevó una mano bajo las enaguas y la sacó con una prenda. Era una camisa interior, gastada y sucia. —Colócala sobre la mesa. La princesa obedeció. Lynmia hundió la cuchara en el emplasto verdoso; tomó la camisa, palpó la tela basta, la volvió hacia afuera. Sin darse cuenta, llevó la mano que había utilizado a su nariz. —¿Qué sucede? —exclamó la princesa al ver lo que sucedió. Al suelo cayó la cuchara con el emplasto. Lynmia se había cubierto el rostro con ambas manos, los brazos temblaban golpeándole las costillas, las rodillas se le iban hacia los costados. La princesa dudó, ¿debía llamar al guardia, como le decía el instinto? Solo el custodio de la puerta y la doncella que aguardaba al pie de la escalera sabían que ella había acudido a la bruja; el alojamiento de Lynmia era conocido solo por el rey y la escolta que lo acompañó a las montañas. Cualquier escándalo la pondría en evidencia, quizá complicara a su padre; ¿qué hacer, si la bruja no cesaba en sus convulsiones? —¿Llamo a alguien? La hechicera balbuceó palabras incomprensibles. Segfenia ignoraba que Lynmia conjuraba a los dioses de la entereza. Las yemas de los dedos en contacto con la camisa habían trasladado a sus narinas el inconfundible olor de Velgar, el olor que había 263


impregnado su propia piel durante las extensas jornadas en la casa azul. Lynmia repitió una y otra vez el conjuro, precisaba serenarse; las emociones zarandeaban su espíritu como si fuera una barcaza perdida en un océano embravecido. Velgar estaba vivo, pero debía entregarlo. La agitación era muy intensa para un cuerpo en recuperación, para una joven que aún sufría pesadillas donde repetía las noches vividas como prisionera de los brogos, cuando a la tortura del frío y la vulnerabilidad de la desnudez, se había sumado la angustia provocada por la incertidumbre sobre su destino y la suerte de su amado. La princesa se apartó unos instantes. Al regresar junto a la mesa, se había embozado el rostro y se había cubierto con el manto oscuro. Echó un vistazo a la bruja sin acercarse demasiado. Resignada, se dirigió a la puerta. Lynmia dio una mezcla de bostezo, suspiro y eructo, se asió con ambas manos la mesa y su voz profunda detuvo la salida de la Segfenia. —Ya está. La joven enamorada dudó. Constató que Lynmia no se sacudía ya; había llevado el mentón hacia lo alto, los pómulos parecían más rectos en esa postura. —Forma parte del conjuro, lo que has visto. Te pido disculpas, estoy recuperándome todavía, debí decírtelo antes. ¿Te has asustado mucho? Lynmia recogió la cuchara con el emplasto, Segfenia se acercó a la mesa. 264


—Un poco. Por ti, me dio miedo de que te estuviera pasando algo. La bruja embadurnó el interior de la camisa. La fuerza se le iba por las venas hasta salirle bajo las uñas, cada untada la dejaba más exánime, como si estuviera derramando su sangre sobre el lienzo áspero. Segfenia aguardó, pendiente del ritual; no se había vuelto a quitar el manto pero había bajado el embozo, descubriendo los labios rosados. Lynmia se permitió estrujar la prenda; la llevó a su cara, se dejó invadir por el conocido sudor de su hombre. Besó la camisa sin que Segfenia lo notara. Tras otro suspiro, se la entregó. —Debes dejársela a mano, debe ponérsela en menos de tres días o el hechizo no tendrá efecto. Segfenia recogió la prenda. Maniobró con dificultad entre sus ropas hasta que la camisa desapareció de la vista. No pudo reprimirse, se adelantó y abrazó a la bruja. —¡Oh, Lynmia, te debo mi felicidad! Como la princesa lloró, Lynmia aprovechó para descargar también su pesar. Fue un instante. Segfenia se apartó rápido, el cuerpo ardiendo de deseo. Tenía una misión urgente. Salió de la sala, Lynmia la escuchó bajar las escaleras corriendo. Corrió ella entonces a los cortinados, abriéndolos por completo; ya no le importaban los brogos, si Velgar estaba allí, quería verlo. Abrió los postigos de madera y se asomó. Resultó un poco tarde para cumplir su objetivo, el invierno adelantaba las puestas de sol. El paisaje estaba cubierto ya por la 265


oscuridad, apenas si se distinguían unas luces en las empalizadas externas. Vio bultos moviéndose en grupos, apenas separados del fondo de negrura. Alguna tea se reflejaba en las aguas. Nada de Velgar. Ni de los brogos, en esa penumbra era imposible divisar la orilla opuesta del lago. Forzó por varios minutos la vista hasta que aceptó que era inútil. Tiritaba; cerró los postigos para cortarle paso a la brisa fresca. Se dirigió al camastro; a un costado había un odre con vino negro, una cesta con pan y carne fría. No tenía hambre pero le era imperioso alimentarse. Los brogos seguían estando allí fuera, el riesgo para todos era inminente; la pérdida de Velgar no era el fin de la vida. ¿La pérdida de Velgar no era fin de la vida? Devoró con fruición, obligándose a cada mordisco, cada masticación. Bebió todo el vino. Pensó en pagar las lámparas pero el aceite acabaría consumiéndose pronto, no merecía el esfuerzo. Se cubrió con todas mantas disponibles, necesitaba sentir peso sobre ella. Velgar parecía tener un motivo personal contra los brogos, había afirmado la princesa; Lynmia sabía cuál era ese motivo, vengar la captura, quizá la muerte, de la mujer que amaba. Mientras Velgar pensara que era cautiva de los brogos, o que había muerto en sus manos, arriesgaría la vida cada día en misiones a cuál más desesperadas. Velgar debía conocer la verdad; ¿cómo hacerlo sin traicionar la confianza de la princesa, y con ella la de su padre, hombre al que le debía la vida? Si Velgar sabía que estaba viva, vendría por ella.

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Por más veces que lo pensó, la solución era una sola; aguardar a que él se colocara la camisa y cayera en manos de Segfenia para contarle la verdad. Tres días como máximo. O se ponía la camisa, o el hechizo caía y ella era liberada de su promesa, culpa de la princesa si no había logrado que sucediera el único hecho que debería forzar. Tres días, ¿cómo sobrevivir tres días sabiendo que el hombre que amaba encararía excusiones peligrosas y misiones casi suicidas por causa de ella misma? Tres días, se repitió en sueños. Tres días, dijo más tarde, cuando las lámparas ya se habían apagado en el aposento de la torre. *** La mañana había comenzado antes que la aurora bañara el lago y sus aledaños; en la oscuridad de la madrugada se producían movimientos de tropas en la fortaleza, en la ciudad trabajaban las fraguas produciendo lanzas de hierro y miles de puntas afiladas para disponer en las trampas sembradas en la zona por la que, muy pronto, avanzarían los brogos. El sol requería más tiempo, debía superar las altas montañas para reinar sobre las aguas; la claridad diurna comenzaba sin su presencia. El patio era un runrún constante. Habían dispuestos numerosos fogones, los hombres comían junto a los caballos llegados de reinos distantes. Los monarcas vecinos no eran tontos, si caía Ekeón con su fortaleza, nada impediría que las bestias arrasaran sus países. Agur y sus principales laderos recorrían las almenas,

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recibían los partes de quienes regresaban de las expediciones de avistamiento y control de las tareas. Segfenia, acompañada por su doncella Bilis, protegida por el manto oscuro, se sumó a las mujeres que trabajaban en el patio. Otras se entrenaban en el uso de la espada; los ejercicios se realizaban en la playa, comandados por un veterano proveniente del desierto, de larga y profusa barba negra. En el muelle había veinte barcas; zarparían para atacar por detrás a los brogos a medida que cayeran en las trampas. A medida que la claridad se acentuó, desde el adarve los vigías contemplaron los avances del enemigo. Estaban más cerca, a punto de culminar la curva y colocarse en la misma orilla que Ekeón. En la parte baja de la ciudad se habían alzado parapetos de piedra

combinados

con

troncos

gruesos.

Detrás,

habían

improvisado establos para un centenar de caballos, listos para apoyar a los guerreros y cubrir las retiradas. La estrategia consistiría en ataques rápidos y hostigamiento sostenido, con el objetivo de marear a los brogos y provocar que cayeran en las mil trampas hundidas en la arena u ocultas en el bosque. A nadie engañaba la aparente potencia del ejército reunido, enfrentaban un enemigo con fuerzas más allá de lo natural. Segfenia bajó al patio, siempre con Bilis a su derecha. Anduvo entre hombres que comían y otros que cargaban pertrechos sobre carros endebles. Había calderos, caballos, armas; contra las murallas, muchas pieles amontonadas sobre las que dormían los guerreros, agotada la capacidad de las barracas. Los olores se 268


entremezclaron en su recorrido, el sudor concentrado de hombres y caballos, el hedor rancio de las pieles apiladas, la grasa derretida que utilizaban para suavizar los petos y antebrazos de cuero curtido, el humo de los leños, del metal caliente; olor a batalla, definió la joven. La princesa apretaba con una mano la camisa que llevaba bajo la túnica. Intentó hallar el rostro de Velgar entre los jóvenes serios que se aprestaban al combate. Oyó voces, órdenes, comentarios, murmullos, idiomas raros; continuó indiferente, se acercaba al portón abierto. De allí, un camino llevaba a la orilla el lago, delante de la ciudad; el otro conducía a la plaza central del poblado. Allí estaba el templo de Paga; largas columnas de humo salían de los cuatro inmensos incensarios, los sacerdotes guiaban el rezo de los ancianos y los niños, ofreciendo promesas a su diosa. Ignorante de la búsqueda de la que era objeto, Velgar cabalgaba sobre la arena. Tras él, seis hombres rescatados del valle de Clos. Las mejillas rojas por el frío eran la nota de color en su piel blanca, el cabello largo corría libre hacia su espalda. La cara era la de un eterno niño; marcaba concentrado en eludir los pozos escondidos. Pieles tensadas sostenían la arena que los cubría; dentro de los pozos, decenas de lanzas esperaban por los brogos. El joven creía, como Agur y los otros jefes, que los brogos escogerían el bosque para avanzar, reducían allí el poder de las armas de los hombres. Pero era probable que se desviaran en algunas ocasiones, para acelerar el ataque o para huir de las emboscadas planeadas por los defensores de Ekeón. 269


El peto de pieles dejaba parte del abdomen de Velgar expuesto; las cuatro costuras gruesas con que Maliam, el curandero del valle, había reducido el daño causado por las zarpas de los brogos, eran exhibidas en toda su fealdad. Llevaba una lanza en su cabalgadura, la espada colgaba del cinto y el escudo, de la cabeza del caballo. La decisión que enfriaba el fulgor de sus ojos pequeños lo inmunizaba de los horrendos tirones que el galope le hacía sentir en sus heridas. A punto de destrozarlo, los brogos lo habían dejado cuando uno de ellos halló, en la despensa de la casa azul, los odres de vino negro. La borrachera los tumbó, Velgar logró huir y llegó casi arrastrándose a la oculta cabaña de Maliam, donde recobró la vida. Pero no a Lynmia. Ser hijo de Antar, el legendario cazador del valle de Clos, le valió una excelente acogida por parte de Agur. Aunque Velgar nunca conoció a su padre —su nacimiento fue fruto de la última aventura del octogenario cazador— era indudable que en sus genes corría la sangre de un hombre capaz de seguir a su presa. A su cargo estaba el diseño de las trampas, el bosque estaba sembrado de pozos cubiertos de pasto, de lazos corredizos, de sogas tirantes y matas envenenadas. Ocho kilómetros cubiertos de artilugios letales no le daban tranquilidad. Quería más, cada día salía a adelantar obstáculos. Pronto superó la última línea de trampas, sofrenó la cabalgadura y escuchó. Una vez que los cascos de sus acompañantes se detuvieron, oyó ruidos de hachas. Allí estaban trabajando en otra línea de defensa. Observó hacia adelante, 270


distinguió a lo lejos un grupo cerrado de brogos, doblando el extremo del lago. Se venían. Descendió y ató el caballo al primer árbol que halló, un alerce. Recogió el escudo y la lanza. Los hombres lo imitaron; veteranos, no precisaban órdenes para saber cuál era su cometido. Atravesaron cien metros de foresta hasta dar con los zapadores, una docena de hombres de torso desnudo. La mitad de ellos cavaba, el resto cortaba ramas. Veinte guerreros del ejército de Agur los defendían. Pocos para una gran avanzada. El joven saludó, observó las tareas, asintió. Luego reunió a sus hombres, unos metros aparte. —Los brogos tienen comportamientos extraños. Siempre han reaccionado como animales, sin estrategia. Me temo que ahora es distinto. Explicó su temor; que los brogos enviaran patrullas de avanzada para observar las tareas de defensa. Tornarían inútiles las emboscadas y artilugios; sería más lento el avance de las bestias, por supuesto, pero no les inferiría grandes bajas. Los hombres entendieron qué debían hacer. Se dividieron en dos grupos y caminaron hacia adelante, por entre pinos pequeños que molestaban el andar. Velgar regresó por su caballo; sería el cebo. Montó, ajustó el escudo a su muñeca y sostuvo la lanza. Espoleó el frisón. Las crines se expandieron, el caballo galopó con ganas. El joven mantenía la cabeza girada hacia el bosque, buscaba anomalías oscuras que señalaran la presencia del enemigo. Los brogos no hablaban, se comunicaban por sonidos guturales, sin 271


articulación; de nada servía capturar uno con vida para conocer el destino de Lynmia. Pensar en la bella hechicera de ojos negros lo llevó a adelantarse en demasía, pronto había hecho cerca de diez kilómetros. Surgió ante él una mole oscura; vino desde el bosque, los brazos abiertos, aullando. Estaba muy lejos de las hordas que había visto antes, en el extremo de esa orilla del lago. El plan funcionaba, la presencia humana había despertado el instinto animal del brogo, haciéndole olvidar los planes que tuviera. El problema era que sus hombres estaban muy lejos para ayudarlo. La bestia corrió, era muy rápida; el caballo se alzó sobre las patas e inició un corcoveo. Velgar decidió saltar. Cayó sobre sus pies, de inmediato recuperó la lanza perdida en la caída. El frisón, libre del jinete, giró y retrocedió desbocado. Velgar fue hacia atrás al recibir una bocanada del hedor del brogo. El ser se lanzó a la carga, el joven pisó fuete y armó la lanza; medía dos metros de largo, casi la altura de su enemigo. Encaró hacia adelante un segundo antes del encuentro. El impacto fue tremendo, la lanza atravesó el cuerpo del brogo a la altura de la boca del estómago. Velgar se apartó, el brogo avanzó tambaleante, fue hacia adelante y cayó de cara en la arena. La lanza emergió casi entera de su espalda. Velgar empuñó la espada, atento a los rumores oídos en el bosque. Surgieron dos bestias más; al ver el brogo muerto, rugieron y golpearon sus pechos peludos. El joven buscó a sus guerreros, estaban lejos aún. Al menos, consiguió oír las ramas 272


quebradas y los chasquidos que anunciaban la corrida en su auxilio. No podía esperarlos. Alzó el brazo con el escudo, dejó la espada abajo. Los brogos lo atacaron, juntos. El joven retrocedió, acercándose al agua. Recordó que las bestias no nadaban, arrojó espada y escudo sobre la arena, y se introdujo en las frías aguas del lago. Los brogos lo siguieron, chapalearon hasta que el agua les dio a las rodillas. El temor los volvió más lentos, Velgar nadaba ya a veinte metros de la costa. Quedó flotando, sentía mucho frío. Los brogos rugieron; no se sumaron más ejemplares. Era extraño, los seres provenían de los osos, los osos nadaban al igual que los humanos, proveedores de la otra mitad de su genética; sin embargo, ellos no. Velgar tuvo una revelación; no lo hacían porque jamás lo habían intentado. Rogó que no fuera esa la primera vez. Un cerrado grito de guerra lo hizo bracear hacia la playa; desde el bosque salieron los seis guerreros, las lanzas por delante. Lamentó el grito; les daba coraje pero permitió que su enemigo se preparara. Los brogos se volvieron hacia el nuevo frente; corrieron hacia ellos, zarpas y bocas abiertas. Velgar nadó con fuerza, aunque sentía que el cuerpo se le abría en dos en cada brazada. Seis lanzas encararon a los gigantes; tres de ellas rebotaron al chochar con huesos. Una se clavó en el muslo de una bestia sin detener su ataque, las otras dos se hundieron en el cuello y el vientre del segundo brogo. El impactado en la pierna se arrancó la lanza y la arrojó a un costado. Extendió un brazo y tomó la cintura del hombre más cercano, que intentaba sin éxito sacar su espada. 273


Lo alzó y lo dejó caer, triturado. Volvió a tiempo para golpear una hoja con el dorso de la zarpa; la espada alcanzada saltó de las manos de su dueño. El brogo no perdió tiempo y de un zarpazo le agujeró el pecho; la espada del tercero llegó tarde. Se hundió en los riñones de la bestia cuando el guerrero ya había muerto. Los tres compañeros terminaban de matar al Brogo lanceado, hundiendo sus espadas en el vientre y dando mandobles al cuello de la bestia. Estaban a cuarenta metros del otro combate. Velgar, chorreando agua, cogió la espada y encaró para defender a su compañero de pelo casi blanco. Este no pudo quitar la espada de los riñones; el brogo, desangrándose, ya se había vuelto hacia él para atacarlo. —¡A mí! El grito de Velgar demoró un segundo los movimientos del gigante; el guerrero aprovechó para recoger la espada del compañero caído. Cuando la bestia, mareada por la pérdida de sangre, desistió de ir sobre Velgar e intentó acometer al rubio, se encontró con una punta afilada que se le hundía en el bajo vientre. El guerrero la dejó allí y retrocedió, poniéndose fuera del alcance de los zarpazos terribles del Brogo. En ese instante, Velgar saltó, se aferró a los pelos de la cabeza del brogo y le hundió la espada en la nuca, haciéndola salir por la boca de la bestia. Cayó sobre el cuerpo caliente, la garganta atacada por las náuseas provocadas por el hedor del brogo. Dos muertos. Velgar indicó que cargaran con ellos y los arrojaran a alguno de los pozos; su olor quizá atrajera más a los 274


brogos. Estudió la foresta cercana, no había más trazos de las bestias. Recuperó la lanza, roja de sangre. La pasó por el agua. Andaba como sonámbulo, de un sitio a otro, lucubrando decisiones. Decidió dejar los cuerpos de las bestias allí mismo, para que sirvieran de aviso a sus congéneres. Quizá al verlos, dudaran de continuar con las avanzadas. Los brogos con avanzadas, era insólito; no pensó más en ello y ordenó el regreso a la fortaleza, tenía piel de gallina. El frisón estaba a doscientos metros. —Aguarden que voy por los caballos. Velgar caminó arrastrando la lanza, la espada en su cintura. El escudo quedó olvidado en la arena. El frisón se acercó cuando lo oyó silbar, dejó que el guerrero colocara su lanza en el ristre y luego se dejó llevar hasta los otros caballos. El joven los soltó y regresó por su gente; estaba aterido, necesitaba entrar en calor con algún caldo y cambiar de ropa. El cuero mojado del peto le aprisionaba el pecho y aumentaba la sensación de frío. Su mente luchaba por atender otras cuestiones, sería necesario ampliar el régimen de patrullaje, los brogos se estaban volviendo más inteligentes. *** —¿Qué hace aquí? Segfenia reaccionó, esa voz se dirigía a ella. Reconoció a Salmo, hombre de mil campañas junto a su padre. —Estoy viendo en qué puedo ayudar.

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La joven se encontraba junto a los bebederos de las caballerizas, Bilis su lado. Salmo detectó la mentira, nada había para hacer allí. Se trataba de la hija de Agur, no se atrevió a indagar. —Aquí no todos la conocen, princesa. Hay muchos hombres de lugares lejanos. El guerrero tenía presente el trato que merecía la rubia, estaba arrepentido por el primer grito, fruto de la sorpresa. ¿Cómo le decía a una princesa que muchas de esas mujeres con mantos oscuros como el de ella, que entraban y salían de las barracas, que se metían en los depósitos o se guarecían tras alguna empalizada, eran cortesanas? Era un insulto grave insinuar que se podía confundir a una princesa con una cortesana. Segfenia intentó seguir el razonamiento apenas esbozado por Salmo; no le contestó, su atención variaba de hombre que pasaba a hombre que pasaba, segundo a segundo. El veterano guerrero, sin proponérselo, detuvo la vista en una mujer morena, de abrigo apolillado; Bilis lo advirtió. En seguida susurró al oído de la princesa. Segfenia enrojeció. Volteó, iracunda, hacia Salmo. Bilis, en segundo plano, disfrutó la escena. —¿Así que piensas que pueden confundirme con una ramera? Búscame un látigo, Bilis. —Discúlpeme, pienso en su seguridad. —No vas a necesitar pensarlo más, nadie va a dudar de quién es quién después de esto. 276


Bilis acercó un látigo con puntas gruesas hechas con nudos. —Quítate la camisa y arrodíllate. Los sonidos cercanos se apagaron; las acciones se detuvieron. En lo alto de la torre, la ventana tenía sus postigos corridos; el alféizar impidió que desde el patio vieran a la pálida mujer que contemplaba la escena. Difícil que alguien mirara hacia lo alto, con la acción en el fondo del patio. Salmo se quitó la camisa y se puso de rodillas. Bilis susurró otra vez al oído de la princesa. —Quítate el taparrabos. Sin una palabra, una expresión recorrió los torsos de los hombres y mujeres que eran testigos de la escena. Salmo se desnudó. Segfenia alzó el látigo y lo descargó con furia sobre la espalda curtida del guerrero. Unos testigos cerraron los ojos, otros apretaron los brazos al cuerpo, muchos volvieron las cabezas cuando la cuerda restalló sobre la piel. —¿Alguien me confundirá con una ramera? —¡No, princesa! —gritó Salmo. La joven dio diez latigazos, repitió la pregunta cada vez, exigió que el «no» del veterano fuera más fuerte; cedió por el agotamiento. Salmo quedó tendido en el suelo, la espalda cruzada de trazos sangrantes, hasta las mismas nalgas estaban enrojecidas. Segfenia viró y encaró hacia las habitaciones reales. Lynmia quedó estupefacta; la manta se escurrió de sus hombros hacia el piso. Tenía las manos sobre el alfeizar, casi 277


heladas. Observó el lento proceder del hombre vejado para volverse a colocar el taparrabos. Se estremeció. Manoteó buscando el manto caído; lo dejó, ya no hacía tanto frío, el sol estaba en su cenit. Llevaba allí desde la mañana, solo había hecho altos para desayunar y para calentar otro brebaje reconstituyente; sus ojos habían buscado en vano a Velgar. La angustia se le había borrado mientras duró la vergonzante flagelación. Siguió el andar altivo de Segfenia; cruzó el patio en diagonal, los hombre se apartaban rápido ante su paso. Detrás, con pasos gráciles, la doncella llevaba aún el látigo en la mano. La princesa se detuvo, la misma Lynmia notó las reacciones de las personas cercanas. Siguió las miradas y se encontró con un jinete que traspasaba el portón. Velgar. Se le cerró el cuello; el joven venía herido, se bamboleaba sobre la montura. Varios guerreros se acercaron al frisón y lo sujetaron, otros se encargaron de bajar al joven extenuado. Un corro fue rodeando al guerrero pero un instante más tarde, se abrió. Segfenia corrió hacia el joven, su voz corrió más rápido y no halló obstáculos para llegar hasta el jinete apoyado en el suelo, los brazos caídos y los ojos cerrados. Tocó su piel, estaba helada. —Ayúdenme, icen el tronco y quítenle ese peto empapado. Mientras dos hombres obedecían, ella extrajo con habilidad la camisa hechizada de entre sus ropas. La princesa pasó la prenda por la cabeza de Velgar, frotó con fuerza su pecho para que el ungüento penetrara más rápido. El joven abrió los ojos y se topó

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con una preciosa rubia que le sonreía; se preguntó si era un hada y si él aún estaba en el bosque. Nadie prestó atención al postigo que se cerraba en la torre. Lynmia respiró profundo, estaba todo terminado. Velgar, más hermoso a través de esa palidez que los asemejaba más que nunca, era de otra. La astuta princesa no había perdido su primera ocasión. Ahora solo faltaba hacerle saber que ella estaba viva para que no se tomara el combate tan a pecho; ¿cambiaría en algo las cosas? Tenía un nuevo amor, el efecto del conjuro y el emplasto variaban, quien sabe si aún la recordaba. Cerrado el postigo, la habitación quedó a oscuras; había vuelto a cerrar cortinados y postigos del ventanal, acababa de apagarse el caldero y no había encendido lámparas. Debería recurrir al guardia para obtener fuego otra vez. ¿Para qué quería fuego? Desafiando su historia reciente, se desnudó por completo, acarició sus partes y llevó su grácil figura al lecho. Se cubrió con las mantas, ya no era una bruja, era una mujer vencida. *** La situación de Ekeón se volvió angustiante. Durante dos días se habían ejecutado los planes de Velgar; numerosas patrullas habían sido enviadas para interceptar las avanzadas de brogos, destacadas con objetivo de espiar las defensas de la ciudad. Guerreros de distintos ejércitos, al mando de jefes curtidos habían ejecutado las estrategias dispuestas por el joven cazador del valle de Clos antes de su reclusión en las habitaciones reales. Allí se reponía de la hipotermia y del desgarro sufrido en su reyerta, 279


protegido por una celosa guardiana. Los resultados de las excursiones no habían sido los esperados. Los hombres, armados con lanzas y espadas, se aventuraron en los bosques más allá de la línea de trampas, en grupos de seis combatientes. Marcharon unidos, atentos, listos para escapar si se veían superados; un grupo de respaldo los acompañaba por la arena, en paralelo, con monturas para todos. Si los brogos los seguían, el plan era atacarlos con superioridad de gente o, en caso de ser demasiados, huir al galope. Causar el mayor daño con el menor número de bajas, tal era la disposición general. Las cosas no funcionaron así. Una y otra vez se repitió el mismo episodio; la ausencia de sobrevivientes impidió que los demás conocieran las tácticas del enemigo. Tras un par de horas de caminata por la espesura, la patrulla divisaba un brogo. La bestia respondía con un rugido, se acercaba hacia ellos. Los humanos, confiados en su número, se lanzaban contra el solitario atacante; en ese momento, salían de sus escondites cuatro o cinco brogos. Espadas y lanzas se cubrieron con la sangre de los animales pero los hombres terminaron masacrados, la cabezas arrancadas, los miembros descuartizados. Los brogos se comieron los cadáveres, hasta molían los huesos con sus poderosos molares. Desde la costa, las patrullas de respaldo oían los rugidos y los gritos de los hombres. Hartos de la espera, desmontaban y se lanzaban al ataque. Los brogos dieron cuenta de ellos cada vez que intentaron auxiliar a sus compañeros.

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En la fortaleza fueron testigos del regreso de algunos caballos; otros equinos habían quedado vagando por las playas. Ocho grupos de excelentes hombres habían desaparecido sin que se supiera ni cómo y ni cuándo los brogos habían dado cuenta de ellos. El rey Agur estaba dispuesto a tener una seria discusión con quien se convertiría en su yerno, una vez expulsados los brogos de Ekeón; su hija le había comunicado que se casarían el mismo día que el joven regreso casi exangüe de su excursión. Hasta esa mañana había respetado la necesidad de descanso del joven cazador, pero la situación estaba desbordándolo, la moral de los hombres decrecía y los mismos sacerdotes temían por sus vidas; la gente del pueblo los observaba con recelo, al ver que las patrullas enviadas con las bendiciones de la diosa Paga no regresaban. El tercer día de la reclusión de Velgar, trajo preocupaciones más urgentes. Antes del amanecer llegó al pueblo, famélico y maltrecho, un sobreviviente de la última expedición. Lo trasladaron de urgencia a la fortaleza, habló delante del rey Agur y los demás jefes. Se trataba de Gigur, el joven de la cicatriz; por segunda vez había enfrentado a los engendros. Reanimado con un tazón de caldo espeso, el joven narró la estrategia de los brogos; explicó la emboscada, el brogo solitario, su ataque confiado y la aparición de un auténtico batallón de gigantes a sus espaldas. No menos de ocho habían sido esa vez; el joven Gigur se salvó al caer en una de las trampas a medio construir. Los hombres-osos la pasaron por alto. Aguardó la noche y consiguió regresar para narrarles el extraño episodio. 281


Agur consultó a los jefes aliados. Estaban en la sala mayor de sus aposentos reales, en el piso de alto de la fortaleza. Los jefes estaban confundidos, que los brogos fueran capaces de urdir esas estrategias, era impensado dos días atrás. Los semblantes hechos a las batallas no se acostumbraban a esta posibilidad. Un paje solicitó ingresar; hablaba por los sacerdotes, estaban a las puertas del edifico solicitando enterarse de lo que sucedía. El rey los invitó a subir. Faltaba Velgar, lo lamentó por su salud pero no podía esperar a su total recuperación. El rey se disponía a enviar por él cuando un nuevo suceso los sacudió, al llegar las luces de la alborada. Guerreros y sacerdotes se agolparon contra la ventana que daba al bosque. Diez hogueras rojas surgían de los puestos de guardia. Alarmas innecesarias; desde allí podían ver las hordas de brogos acercándose a paso vivo a Ekeón. No iban por el bosque sino por la playa, contra todos los pronósticos. Eludían con facilidad los pozos, guiados por una docena de ellos. No había tiempo para reuniones sino para montar y salir al combate. —Que venga Velgar, de inmediato —reclamó el rey al paje. El joven se escabulló mientras los jefes corrían a reunir sus tropas. En el aposento de la torre los ruidos de la fortaleza eran amortiguados por los postigos y los pesados cortinajes. La oscuridad era completa. Desde que viera a Velgar con la camisa encantada, Lynmia solo había salido de la cama para evacuar sus necesidades en el cubo. No se había vestido ni había solicitado agua para el baño. Continuaba desnuda, hundida en su 282


autocompasión. El guardia se había encargado de cambiar el cubo y de llevarle la cesta con los comestibles

hasta el jergón —

incluyendo el odre del vino—, utilizando la tea de la escalera para iluminarse. Lynmia se había alimentado solo para que no desconfiaran y la sometieran a algún tratamiento, pero no hizo otra cosa en esos dos días. Nada hablaba con el guardia, nada sabía de los sucesos del exterior. Cuando sonaron los golpes en la puerta, decidió no responder, el guardia entraba tras unos segundos. Pero cuando la pausa se interrumpió por otros dos golpes, Lynmia sospechó que su visitante era otra. Antes que diera el tercer toque, estaba de pie y se había colocado el largo vestido negro sobre la piel desnuda. Segfenia no debía verla en tamaña decadencia. Agradeció la oscuridad; sumada a su palidez habitual, sería fácil disimular ojeras y cabellos desgreñados. —Adelante, princesa. La joven paso, exultante. Vestía una camisa que apenas le cubría los muslos, ningún manto ocultaba su rostro franco. La joven se arrojó a sus brazos, Lynmia recibió una auténtica descarga. La piel, cada centímetro de la bronceada piel de la princesa, estaba impregnada del olor de Velgar, del tacto de Velgar, de los fluidos de Velgar. La bruja sintió que se le hundía el pecho, que algo tiraba de él hacia abajo y hacia adentro. —Soy la mujer más feliz de la tierra y quiero seguir siéndolo, ¡debes ayudarme, Lynmia!

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Cada palabra fue un puñal en la espalda; el cuerpo de la bruja se movió como si las puñaladas fueran reales, a punto estuvo de doblarse. —¡Lo envían a la batalla! —¿Batalla? —¡Los brogos están a las puertas de la ciudad y Velgar debe pelear! Debes darme algo para dormirlo, aún está débil, no quiero que pelee. Si los brogos estaban sobre la ciudad, Lynmia estada en peligro. Pese a todo, la información no la afectó, siendo que hasta hace poco temblaba de solo imaginarlos del otro lado del lago. Junto con el lacerante agujero que le provocaba Segfenia, creció en ella otra fortaleza. Se había recuperado por completo, estaba desbordada. Quería hundirse en un pozo profundo y a la vez la sangre la levantaba, haciéndola resurgir con fuerza. Su mente dejó de ver la puerta abierta sobre la cabeza de la princesa, desde la que provenía la única luz; en cambio, se halló delante del consejo de brujas, arrodillada frente a las cinco ancianas. Las cinco alzaron sus dedos apergaminados y asintieron. Lynmia comprendió; la habían premiado y poseía otra vez sus poderes. —¡Por favor, ayúdame! —No puedo darte nada urgente, Segfenia, debes intentar anclarlo a la fuerza de tu amor. Segfenia se apartó contrariada, echó una mirada furiosa a la morena cuyos ojos habían cobrado profundidad. No se atrevió a 284


desafiarla, huyó del aposento. De inmediato Lynmia fue a la ventana que daba al patio, corrió un poco el cortinaje y abrió el postigo; retiró la cara un instante, el sol la encegueció. Parpadeó dos veces, lanzó un conjuro simple y solucionó la cuestión. Se asomó, el viento llevó atrás la suave tela remarcando las finas líneas de su cuerpo. Como dijera la princesa, hordas de brogos se hallaban a pocos kilómetros de la ciudad. Por el momento, las defensas resistían enviando balas de fuego con las catapultas; el fuego caía entre las bestias y las disgregaba, se oían desde la fortaleza los aullidos. Se generó un caos entre los brogos; las masas más alejadas, ignorantes del fenómeno, sostuvieron la posición de ataque impidiendo el retroceso. Lynmia observó que estos últimos se comportaban como si esperaran órdenes. Órdenes como las que se daban en el patio, donde los guerreros se aprestaban. Entre ellos, Velgar, hermoso como nunca sobre su caballo negro. Se oyó un grito agudo que lo nombraba. El joven alzó la vista, sus ojos se cruzaron con los de la bruja; al segundo, el guerrero bajó la vista y buscó en la superficie. Lynmia se sostuvo de la cortina para no desfallecer; su amante no la había reconocido. Velgar salió de la fortaleza antes que Segfenia pudiera alcanzarlo; la princesa quedó detenida en el medio del patio, su falda alzada a la cintura para correr más rápido, generoso espectáculo para las tropas, Lynmia apretó con fuerza la cortina, aún golpeada. 285


—Así que una bruja. La joven se volvió ante la frase. Descamisado, ojeroso, con el mismo taparrabos que luciera cuando Segfenia lo humillara en el patio, estaba Salmo, una mano en el cabo de su espada. Lynmia adelantó un brazo; dejó de ver a Salmo. En cambio vio a Anaconda, la legendaria bruja de las playas del sur, a Belisaria, la mujer de las grutas tenebrosas, a Maliam, el brujo que se hacía pasar por curandero en los bosques del valle. Increíble, se había encumbrado en la orden, ese poder estaba reservado a pocas elegidas. La euforia la hizo levitar. Salmo se detuvo cuando ya tenía la espada apuntándola, ¿quién si no una bruja había provocado ese caos? Lynmia vio entonces a Muragel; apenas sabía de él, lo había cruzado una sola vez. Se lo tenía por ermitaño. Se quedó instalada en esa imagen, la amplió más allá del rostro del mago. Muragel no estaba en una cueva montañosa ni en una ermita colgada de un barranco; se encontraba en una vivienda de piedra granítica y techumbre vegetal, como las casas de las aldeas del lago. Salmo, boquiabierto, siguió los desplazamientos aéreos de la bruja, la vio mover las manos y la oyó decir frases ininteligibles. Lynmia tomó el punto de vista de Muragel, vio lo que él veía. El mago sostenía el retrato de una hermosa mujer de tez pálida, cejas firmes, negros ojos hondos, pómulos rectos y cabello negro, largo. ¡Muragel miraba su retrato! Se concentró. Dio un paso más, penetró la mente del oscuro personaje. Lo oyó decir «serás mía, serás mía, serás mía». Sin entender todavía por qué esa visión tenía 286


tanta importancia y la atrapaba, intentó reconocer la aldea. Antes de explorar la zona, oyó rugidos varios. Muragel soltó el retrato y salió de la casa; enfrentó el bosque, a pocos pasos había un fogón grande. Los árboles eran olmos, la única aldea con olmos era Eseda, la más cercana a la orilla opuesta del lago. ¿Qué hacía Muragel en Eseda? De las montañas al lago, a Eseda, ¿qué lo llevaba hasta allí? Un brogo apreció. Lynmia se asustó pero el mago no; la bestia dio saltos, hizo aspaviento con los brazos. Sin atacarlo. Muragel se llevó los dedos a las sienes. Lynmia vio lo que el mago veía a través del brogo; las bolas de fuego que caían entre las masas peludas. Muragel murmuró, el brogo corrió. Las imágenes que recibió el mago cambiaron; las hordas volvían a ordenarse para el ataque. Lynmia comprendió; abandonó la visión, tenía lo que necesitaba. Salmo la vio caer al suelo, la vio recobrarse y correr hacia él. Titubeó, no se atrevió a ejecutar el crimen que ideara. —Rápido, tenemos que ir a Eseda, él los controla. Sin entender por qué y sin preguntarle de quién hablaba, Salmo corrió tras la mujer de pies descalzos. Relevado del mando, había cumplido dos días de reclusión en los calabozos infectos de la ciudad; solo le quedaba la espada para sostener su dignidad. Alcanzó a la bruja en la boca de la torre; la notó cansada. Cuando se asomaron al patio, continuaban saliendo guerreros de las barracas, mujeres y pobladores cargaban vituallas y municiones hacia las catapultas instaladas en las almenas, otros 287


empujaban carros en dirección a los parapetos de la ciudad. Les costaría superar esa marea humana y alcanzar el muelle. Lynmia temía que no le bastara el poder para cruzar el lago tras el desgaste sufrido al introducirse en Muragel; pero sí estuvo segura de poder salvar la muralla. Aferró contra sí al desorientado veterano y se elevó. Ya no le importó que supieran que estaba allí. Los primeros en verlos, gritaron, pronto la actividad se detuvo, todos se dedicaron a mirar a la mujer que, abrazada a un guerrero, superaba el muro de la fortaleza. El espectáculo duró poco; surcadas las murallas, el cansancio de Lynmia se pronunció. Descendió al pie del muelle. Salmo vio a Gular junto a una nave lista para partir; el colorado estaba estupefacto tras asistir a la levitación conjunta. Ni siquiera recordó la suspensión de su superior; en un minuto la dotación completa remaba y la bruja oteaba el panorama montada sobre el mascarón de proa. El viento a favor se volvió intenso; izaron la vela, casi volaban sobre el lago. Nadie se preguntó por qué había semejante viento en el lago cuando los estandartes de las naciones que salían al combate se mantenían rígidos, allá en la orilla. Nadie quería conocer la respuesta. Al desembarcar, echaron una última mirada a la ciudad. Los brogos se acercaban a las defensas, ya no los afectaban las bolas de fuego. Delante de los parapetos se había desplegado el ejército defensor; entre la decena de estandartes, los guerreros identificaron y dieron vivas al azul de Agur.

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Poco tiempo dedicaron a alentar a sus huestes. En segundos, Lynmia corría por el sendero, seguida por Salmo y el resto. La mujer frenó su carrera. —Sigan despacio, no quiero ruidos. Volvió a elevarse, ahora no importaba si caía, no se ahogaría en tierra firme; se impulsó y en dos segundos estuvo frente a la casa que viera en la visión. Ningún sonido. Alcanzó la puerta, pasó bajo el dintel; Muragel, de espaldas, besaba su retrato. —Aquí me tienes, ¿o prefieres el retrato? Muragel se volvió; era bajo, ancho de caderas, la cabeza como un zapallo de cachetes inflados. —Lynmia... —No es necesario que destruyas nada, estoy aquí. —No, no soy tonto, eres mujer de otro, no te entregarás por tu propia voluntad. Pero esta vez será distinto, al final no podrás resistirte. ¿De qué vez hablaba?, ¿otra vez?, ¿cuál había sido la primera? No podía detenerse a preguntarlo, Lynmia era consciente del tiempo que corría. —Velgar se casará con Segfenia, lo he perdido. —No te creo, mentirosa. En el congreso dijiste que solo estarías con un hombre que fuera tu par, te envié mi rosa pero lo preferiste a él. ¿Entonces la rosa no era de Velgar? Le vinieron ganas de reír, la rosa era parte de un hechizo de amor muy básico, que se cerraba

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con la aparición del hombre. Muragel había olvidado esa parte, se olvidó de aparecer y fue Velgar quien se presentó en la casa azul. No había tiempo para risas ni explicaciones. —¿Me creerías si me desnudo? Lynmia rogó que su nuevo estamento en la orden hubiera eliminado la maldición; de no mantener los poderes en la desnudez, sería mujer del repugnante mago que dominaba los brogos. Se quitó el vestido sin saberlo, la vida de Agur y su gente merecía el riesgo. Muragel se acercó, las manos odiosas tocaron la cintura ínfima, la boca se sumergió en un pecho. Lynmia, repugnada por el contacto, le alzó la cabeza con el índice. Él acercó su boca, hedía al apestoso menjunje para mantenerse despierto durante días. La joven se dejó besar. Abrió los labios y aguardó a que la lengua del brujo se uniera a la suya. Entonces se la jugó; si no gozaba de sus poderes, sufriría más que un abuso, él no le perdonaría el intento. Lynmia, tiró de su lengua, trayendo consigo la del hombre. La lengua cobró fuerza, sus poderes estaban intactos. Muragel sufrió el sacudón, abrió los ojos. Lynmia tiró más y más, se fue quedando con la lengua, las amígdalas de Muragel. Las deglutió sin dejar de tirar. Salmo, de pie ante la vivienda, vio al hombre en el aire, balanceando brazos y piernas, intentando despegarse de la preciosa mujer que lo succionaba. Lynmia sintió pasar el cerebro del mago por su garganta, continuó succionando hasta que el cráneo quedó vacío. Entonces soltó su presa. Empujó el cuerpo hacia el claro; allí estaba formada 290


la tripulación, Gular al comando. Solo fueron testigos del último acto. Muragel dio unos torpes pasos y empezó a izarse como un globo. Salmo lo clavó con la espada; el cuerpo se desgarró, se sacudió y cayó en tierra como un odre vacío. Cuando el guerrero se volvió hacia la casa, Lynmia estaba vestida y señalaba en dirección a la fortaleza. Desde allí provino un rumor sordo, escuchable a pesar de la distancia y la cortina de árboles. Corrieron hasta la orilla del lago. Desde Ekeón surgían columnas de humo, humo púrpura, el humo de la victoria. Observaron manchas negras en el paisaje de la ribera opuesta; los brogos en retirada. Los vieron meterse en los bosques mientras otros desaparecían, hundiéndose en los pozos preparados en la arena. Sin la asistencia de Muragel, habían vuelto a ser animales salvajes incapaces de sortear las trampas diseñadas por Velgar. Los hombres subieron a la barca, Lynmia se situó de nuevo a proa, tras una breve vacilación. Salmo se ubicó a su lado. Ignoraban quienes habían muerto durante la batalla y qué daños había sufrido la ciudad. La mujer apoyó la espalda en el mascarón de la diosa inservible; acabada la urgencia, se ocupaba de la revelación. Su gran amor era fruto de un hechizo de los más simples; ¿se desharía de él bebiendo el antídoto o sería preferible gozar el recuerdo de esos maravillosos días en la casa azul? Lynmia cerró los ojos, se dejó acariciar por la brisa suave. Salmo malinterpretó el gesto, la creyó cansada y cubrió las manos delicadas de la joven con sus velludas manazas acostumbradas a la espada y la lanza. La bruja no pudo resistirse, 291


era casi que le estaban pidiendo el hechizo; al menos esa parte de la historia quedaría a salvo. Ya vería qué hacer con el recuerdo de los días con Velgar; el amor había desaparecido apenas lo supo fruto de un vulgar conjuro de principiante. Que se encargara de su insoportable princesita, y viceversa. Gular los miró desde popa, donde guiaba a los remeros. No entendía qué había sucedido dentro de la vivienda, sospechó que jamás se lo contarían; pero sabía que no fue una coincidencia que, apenas se desinflara el hombrecillo ese, arrancaran los vítores en la fortaleza. Su mirada se cruzó con la de Salmo; su jefe tampoco sabía, aunque había sido testigo directo del proceso. En ambos se dibujó una sonrisa; no se convirtió en carcajada para no perturbar el descanso de la chica ojerosa. Lynmia se permitió sumar su sonrisa aunque ellos no pudieran verla, sometidos al encantamiento que, apenas desembarcaran, les haría olvidar que una vez habían cruzado el lago para cruzarse con un personaje extraño, guiados por una loca que flotaba en el aire.

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Juan Pablo Goñi Capurro

Olavarría - República Argentina Escritor, autor y dramaturgo argentino nacido en 1966. Publicó: “La mano” y “A la vuelta del bar” 2017; “Bollos de papel” 2016; “La puerta de Sierras Bayas”, USA 2014. “Mercancía sin retorno”, La Verónica Cartonera. “Alejandra” y “Amores, utopías y turbulencias”, 2002. Premio Novela Corta “La verónica Cartonera” (España), 2015, y ganador de más de veinte concursos internacionales de cuentos y de microrrelatos. Colaborador en Solo novela negra (relatos), Desafíos Literarios (sección erótica). Le han publicado más de quinientos textos. Ha escrito en revistas como Nomastique, Letras y demonios, Aeternum, MiNatura, Awen, Rendar, La sirena varada, El narratorio, Visor, Clarimonda, Nictofilia y otras de España y Latinoamérica. Participó de antologías de género policial, terror, ciencia ficción y erótico, como Vicio, Historias Pulp, Ávila me Mata, Fantasmas, Cuentos Pecaminosos. Obras teatrales estrenadas: Por la Patria mi General; Vivir con miedo; Una de vampiros y salame, Andá a hacer bolsas, Delirum Tremens; Silvina tuvo visita; Bajo la sotana (Argentina); Bajo la sotana (México) Caza de Plagas (Chile) Si no estuvieras tú, El cañón de la colina, Carnushka (España).

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Crónicas de Piedra Mágica Patricia Olivera

El pueblo Piedra Mágica no existe en los mapas, pero sí en los hechos. Creado por y para la magia, alberga dentro de sus murallas a brujos poderosos y custodios de los arquetipos que hacen reales al poblado. Cada una de las esencias que se transmuta en habitante, generación tras generación, tiene algo importante para aprender. Y los brujos son quienes moldean y mantienen la realidad de Piedra Mágica por medio de los cinco elementos: agua, tierra, aire, fuego e intuición; y cada uno se acomoda de acuerdo a los tiempos para enseñar a sus habitantes a desenvolverse por sí solos. Estos están pasando por una etapa en la cual no solo tienen que desarrollar sus sentimientos, sino también la intuición y la responsabilidad. Es por ello que para sobrevivir a este periodo de aprendizaje deben responsabilizarse del artilugio que los mantiene con vida. Cuando fallan y mueren, es el custodio quien entra en juego para velar por ellos hasta que regresen a saldar las enseñanzas que quedaron pendientes.

La luna sobre Piedra Mágica, el pueblo más antiguo de la región mística terrenal, era gigante esa noche, y bañaba de luz la aldea de chozas dormidas, chimeneas humeantes y galerías de canales desiertos de góndolas comerciales. Una silueta se deslizaba sigilosa, acurrucándose contra los muros de piedra que bordeaban las casas, y se detenía cada tanto. 297


En algún lugar, un perro dejaba oír un ladrido nervioso que terminaba en aullido lastimero, y más tarde nada: todo volvía al silencio de una noche tranquila de grillos y ranas cantoras. La figura oscura continuó el recorrido presuroso, hasta cruzar los grandes portones de hierro, custodiados por dos guardias que roncaban a pierna suelta apoyados sobre sus lanzas; se deslizó sin hacerse notar, pero retrocedió con lentitud y se acercó a ellos para patear sus lanzas y hacerlos caer al piso. Cuando se recuperaron del sueño y del golpe, el bromista había desaparecido entre los numerosos árboles de uno de los tantos islotes circulares que rodeaban el poblado flotante, a modo de protección. La silueta aparecía y desaparecía bajo los rayos lunares que lograban filtrarse entre las tupidas ramas de esos árboles tan altos como gigantes, y cuyo diámetro superaba a varios gigantes juntos. Una vez que se sintió seguro, a salvo de ojos extraños, se despojó de la capucha y descubrió el rostro de un muchacho de unos quince años, cuyo largo cabello castaño apenas permitía vislumbrar sus facciones. Se detuvo y revolvió dentro del morral hasta dar con una bolsita de terciopelo de la cual extrajo dos gemas, una blanca y otra negra, semejantes a huevos, las que sopesó y escudriñó con mirada inquisitiva. Las piedras emitieron un destello y una sonrisa de satisfacción se dibujó en su cara, lo que permitió ver dos hileras de dientes imperfectos, aún infantiles. Devolvió las gemas al refugio de terciopelo; ya se disponía a seguir su camino cuando oyó el sonido de pisadas sobre las hojas secas. Con un movimiento diestro extrajo de entre sus ropas un 298


machete que fulguró bajo el rayo de luna que acarició la hoja. Sin embargo, ese movimiento no fue lo suficientemente rápido como para repeler al gran lobo gris que se lanzó sobre él, lo arrojó al suelo y quedó con las fauces babeantes a pocos centímetros de su cara. —Te descuidaste, pequeño aprendiz. Deberías recordar que no está permitido bajar la guardia en ningún momento. Si no fuera yo, te devoraría… —murmuró el lobo; este se apartó del muchacho y comenzó a transformarse en un hombre mayor, de cabellos largos, grises como su túnica y capa—. ¡No te estoy preparando para eso! —exclamó en un susurro furioso, y con un movimiento mágico de su cayado estampó al muchacho contra el tronco de uno de los árboles. El muchacho apenas podía respirar, inmóvil por completo, solo los ojos se movían hacía un lado y otro, mientras sus labios intentaban articular palabra. Gruesas gotas de sudor comenzaron a deslizarse por su rostro enrojecido, y sus ojos se nublaron por las lágrimas. El otrora lobo gris lo miraba con una expresión dura e inalterable en el rostro; los ojos negros fulgurantes y la delgada línea de los labios hacían imposible calcular su edad. —¡Habla! —ordenó, y el muchacho pudo recuperar la palabra, pero continuó inmóvil en el lugar. —Por favor, solo me estaba divirtiendo un poco —dijo con voz ronca, haciendo un gran esfuerzo por recuperar la respiración normal.

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—¿Estás seguro? ¿Acaso no te adueñaste de algo que no te pertenece? —preguntó furioso. Con otro movimiento de su cayado deshizo el hechizo que apresaba al muchacho y este cayó al suelo tosiendo, masajeándose la garganta. —¡Son dos simples piedras! —carraspeó entre toses, mientras se limpiaba el sudor con el borde de la capa. —Si piensas eso, entonces no has entendido nada de lo que he estado enseñándote acerca de los habitantes que pueblan Piedra Mágica desde la antigüedad. Mientras hablaba, el hombre del cayado se acercó a la orilla pedregosa del islote y con un movimiento de la mano pequeños semicírculos se formaron en el agua, como si hubiera dejado caer una piedra y varias ondas comenzaran a emerger de su centro. Una imagen empezó a tomar formar. El muchacho se acercó, aún acariciándose la garganta, y distinguió a una joven que dormía plácidamente arropada en su edredón, hasta que despertó sobresaltada y con dificultad para respirar. La vio buscar sobre la mesa de noche la bolsita de terciopelo negro que él había tomado. Vio la desesperación en sus ojos cuando comprendió que sus gemas ya no estaban, y el hilo de su respiración se fue apagando lentamente. Una palidez cadavérica y fría la fue cubriendo de gris y ella quedó totalmente inmóvil: se había convertido en piedra. La imagen desapareció y el agua volvió a correr mansa e inofensiva como siempre.

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—Le has quitado algo más que dos simples piedras. Tú sabes que pendemos de un fino cordón entre la vida y la muerte. Nuestra gente ha subsistido en tierra anegada de agua porque encontró un equilibrio entre los elementos y entre los estado de la materia… — continuó. —¿Pero si esas piedras son tan importantes por qué es que yo no tengo las mías? —lo interrumpió el muchacho—. Ni siquiera me convierto en algún animal representativo como usted — continuó quejándose. —Zagal, ¿cuándo te darás cuenta que tú y yo somos diferentes, que formamos parte de una estirpe que no es ni humana ni mística como esta gente? Nosotros somos la magia misma, tenemos una misión en la vida y tú te encargaste de resquebrajarla. Estamos aquí para que este pueblo continúe existiendo, para que el agua se mantenga donde está y para que los canales continúen cumpliendo su función de calles invisibles. Tú no necesitas gemas para existir y sobrevivir como esta gente. Para saber por qué es que no te ves representado en ningún animal debes descubrir cuál es tu propósito y ejercerlo como otros, antes que tú y yo, lo hicieron. Yo soy un viejo lobo, lo supe desde siempre, desde que tuve uso de razón, porque era mi destino ser quien soy y ser tu maestro. Tu destino es ser quien eres y ser mi aprendiz, lo que algún día dejarás de ser para tener tú mismo alguien a quien guiar. El daño ya está hecho, pero recuerda de aquí en más que esto sucedió a causa de tu avaricia e irresponsabilidad.

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Luego de lo cual el hombre volvió a su forma de lobo y desapareció en la oscuridad. Zagal continuó acariciándose la garganta, recostado contra el tronco de uno de los árboles. —¡Ay, Zagalito! ¿Cuándo aprenderás? —dijo una voz burlona a su espalda, entre risitas contenidas—. Eres un inútil, ¿ahora comprendes por qué no te queremos en el grupo? Un muchacho, mayor que él, ataviado del mismo modo, lo observaba con un brillo de malicia en los ojos. Oculto bajo la protección de su capa negra, apenas se distinguía la fortaleza de su mandíbula al reír descaradamente y mostrar unos dientes blancos y lustrosos. De un salto se acuclilló junto a Zagal; con el movimiento, la capucha cayó hacía atrás y dejó al descubierto el rostro aniñado, los ojos rasgados y el cabello muy corto del muchacho. —Si tu maestro me hubiera descubierto te puedo asegurar que lo ibas a pasar muy mal —susurró, pasando el filo plateado de su daga por la mejilla de Zagal. —No fue mi culpa. ¡Tienes que darme otra oportunidad, Malal! —gimoteó Zagal. —¡Olvídalo! No hay lugar para ti en mi bando, eres demasiado buenote para nosotros. Más vale que no nos delates, porque será lo último que hagas —dijo con voz sibilante, al tiempo que hundía la punta de la daga en la piel del muchacho, quien temblaba de miedo y humillación. Malal desapareció tan rápido como minutos antes el Maestro. Un fino hilo de sangre, y alguna que otra lágrima rabiosa, corrió 302


por la mejilla de Zagal. Esa fue la primera y última vez que intentó ser igual a varios de los muchachos de esa bando, a los cuales admiraba por su desparpajo y por lo que él pensaba era valentía. Muchas otras veces intentó repetir lo de esa noche, con otros objetos que no significaran la pérdida de una vida, pero el temor a ser descubierto y perjudicar con ello a Malal lo detenía: si este se sentía amenazado de algún modo por su culpa, no descansaría hasta aniquilarlo.

Veinte años después recuerda ese momento, mientras observa aquellas piedras, ahora opacas, sobre la palma de la mano. Zagal se había convertido en un hombre en cuyo rostro moreno chispeaba la luz de unos ojos inteligentes y sagaces. De ahí el nombre que el Maestro le había asignado cuando comenzó a prepararlo para que encontrara el propósito de su existencia. Al igual que este, Zagal se ocultaba bajo una capa de un gris intenso y sabía manejar los secretos de la magia tanto o más que su propio Maestro, con la diferencia de que no usaba un cayado, sino una daga con incrustaciones preciosas en la empuñadura, y había elegido custodiar, en lugar de dedicarse de lleno a la magia; a causa de esto último, aún no había identificado la forma de su animal representativo. Frente a él, se desplegaban varias figuras de piedra, de ambos sexos, de distintas edades y contexturas físicas, que representaban a distintos habitantes de Piedra Mágica que perdieron de algún modo, o les fue arrebatada, la gema que los mantenía vivos. 303


Zagal había encontrado su propósito: como un modo de resarcir el crimen que él mismo había cometido, se convirtió en uno de los guardianes de las gemas existenciales que ataban a cada habitante de Piedra Mágica a la vida en el mundo, pero cuando fallaba, a pesar del empeño, cuidaba de las figuras de aquellos que nunca pudieron recuperar sus gemas y aguardaban por una nueva oportunidad. A veces se cruzaba con Malal en alguna taberna y, aunque ya no le tenía miedo, siempre trataba de esquivarlo. Este todavía se burlaba de aquella noche y se pasaba el dedo por la mejilla en alusión a la cicatriz que le había dejado, y se reía entre dientes. Malal se jactaba de la fama que había alcanzado como ladrón de poca monta, y miraba con desprecio a los brujos y a los custodios que velaban por Piedra Mágica. A Zagal no le importaba ni le incomodaba nada de lo que hacía o decía. Él era un brujo, aunque no se dedicara a la magia, y podía ver el aura de la gente cuando se lo proponía; era una habilidad que no lo enorgullecía porque le había costado mucho trabajo y sufrimiento poder dominar. No era agradable andar por las callejas viendo a las personas rodeadas de colores, algunos muy feos. El aura de Malal cada vez era más negra, Zagal sabía que cuando ya ni siquiera tuviera el alma para perder, las sombras saldrían de sus escondites y se lo llevarían al abismo. El viejo lobo gris también conocía a las sombras, y sabía que esperaban ese momento con ansias; ya le había advertido a Zagal que Malal no era la peor amenaza de la que debería cuidarse en el 304


futuro. La habilidad de la que este tanto renegaba iba a ser la que le salvara la vida llegado el momento. Piedra Mágica se relacionaba con los otros poblados que formaban el cinturón mágico de esa región ignota de la Tierra, pero también con el poblado de los humanitas, ubicado fuera y a una distancia remota del cinturón. Este término era utilizado por algunos de los hechiceros más renombrados con cierto aire despectivo; no así por el maestro de Zagal, pues él sabía de primera mano que los humanitas podían ser incluso mejores magos que ellos mismos; por eso retribuía el respeto que a su vez ellos profesaban por él y los suyos. En varias oportunidades fue el protector de humanitas que llegaban a cumplir determinada misión y se iban de la misma forma precipitada como llegaban, pues mucha era la aversión que los magos del poblado sentían por estos. Esa, entre otras, era la razón por la que, si bien el mago era respetado como máxima autoridad en lo relativo a la magia, no era querido por muchos miembros de la comunidad. Una de esas tantas noches de luna llena, en la que casi todos dormían, llegó un visitante a Piedra Mágica. Esa noche, Zagal conoció a una de estos humanitas, de quienes sabía por su maestro, pero a quienes aún no había tenido la oportunidad de conocer. Se trataba de una chica, lo que parecía querer esconder tras el cabello muy corto —algo que hacía aún más interesante sus rasgos delicados—, tenía ojos grandes, de un color indefinido; su piel era cobriza, un color que nunca antes había visto, y que tiraba por tierra su creencia de que el pálido que caracterizaba a los de su 305


pueblo era el único que existía. Tenía pictogramas celtas grabados en la frente, igual en las muñecas. Iba vestida de negro, cubierta por una capa del mismo color. Llevaba un morral y una ballesta metálica colgada al hombro. Un pequeño reloj de arena iba enganchado por una cadena de oro a su cinturón. —Bienvenido, Zagal. Quiero que conozcas a una invitada. Su nombre es Ámbar y ha venido a cumplir una misión —dijo, haciendo la presentación. —Hola —saludó la chica con un movimiento de cabeza. Al hacerlo, los pliegues de su larga capa dejaron ver las dagas que llevaba en las fundas de las botas—. Espero que seas igual de amigable que tu maestro —dijo, mirándolo con un brillo divertido en los ojos; algo que a Zagal no le pasó desapercibido, pero que no logró quitar su expresión de pocos amigos. —Ámbar es la hija de uno de los humanitas que integra la logia de magia blanca más prominentes de su raza. Como bien sabes, nuestro pueblo no es muy devoto de fomentar lazos de amistad con ellos, por eso te llamé. Te conozco, me conoces, sabes cómo pienso —continuó el viejo lobo gris, empequeñeciendo los ojos—, y estoy seguro que nadie mejor que tú podría protegerla en su viaje. Era cierto, conocía a su alumno y estaba seguro que no tomaría de buena gana esa misión, pero sabía que no se negaría a algo que él le pidiera. Además, Zagal ya le había dicho que estaba aburrido de la función que cumplía, pensaba que había llegado el momento de llenar su vida de acción; emprender viajes que le 306


permitieran conocer otros modos de vida, distintas gentes y paisajes. Y lo más importante: hallar la forma de traer a la vida a su animal representativo. —Este será un viaje muy largo que te dará la oportunidad de encontrar tu camino —continuó, una vez que estuvieron a solas—. Sé que no estás contento con lo que haces, ya va siendo hora que cuides de tu propia vida y te salves a ti mismo de los peligros que acecharán tu senda. Solo te pido que acompañes a Ámbar al sitio al que va y luego sigas tu camino en paz.

Partieron esa misma noche. Navegaron por los canales desiertos y silenciosos con la idea de llegar a tierra firme, una zona de grandes acantilados y bosques tupidos más allá de los islotes. La mayoría de los pobladores de Piedra Mágica apenas sabía que existían. Esos acantilados, de cataratas salvajes, no eran de fácil acceso, sobre todo si no se los conocía y se carecía de un poder o habilidad especial, además de la fortaleza física. No había olas esa noche, el bote se mecía al ritmo de las ondas mansas; durante el viaje, Ámbar y Zagal apenas intercambiaron palabras. —¿En qué animal te reflejas? —preguntó Ámbar en determinado momento, mientras sacaba una serie de aros de metal y los colocaba sobre el suelo del bote. —Ninguno —respondió cortante, sin dejar de observar el mar. —Tengo entendido que algunas veces eso puede demorar, pero tarde o temprano se manifiesta —dijo ella, sin dejar de manipular una especie de tetera pequeña que emitió un par de silbidos y 307


comenzó a largar humo. Un olor agradable lo envolvió—. Está fresca la noche, esto nos mantendrá calientes —continuó, extendiéndole un vaso de alpaca, finamente decorado, con un líquido humeante—. Vamos, no te voy a envenenar. Es un poco de café —insistió ante su reticencia. Zagal lo tomó, no sin cierta desconfianza; ambos disfrutaron del café improvisado en silencio, arrebujados en sus respectivas capas. Amanecía cuando comenzaron a ascender el acantilado de los muertos, denominado así por obvias razones. Zagal conocía el camino más apropiado para llegar a la cumbre. Admiró las destrezas físicas de la chica; esta se ayudaba con las dos dagas, en cuyas hojas alcanzó a ver el destello de los caracteres celtas grabados a fuego cada vez que se clavaban en las hendiduras de las rocas. A los costados del sendero de roca que seguían en el ascenso, el volumen de agua que caía por la cascada parecía ilimitado y provocaba un ruido ensordecedor. En el trayecto vieron un árbol que apenas se adhería por las raíces a la roca, y un ave amarilla de gran tamaño que aleteaba y chillaba sin cesar: un nido, con varios polluelos, corría el riesgo de caer al vacío en cualquier momento. —Un cóndor real con problemas —murmuró Ámbar. —No es asunto nuestro —dijo Zagal, sin dejar de ascender. —¡Oye! Cuidas piedras muertas y no te apiadas de un pobre ser vivo que clama por ayuda —se burló ella. Zagal se detuvo. —Pensé que estabas apurada. Además, ¿qué pretendes que hagamos? —preguntó, sin siquiera mirarla. Su voz sonaba molesta. 308


—Si a ti no te interesa, a mí sí —respondió la chica, y antes de que él dijera nada se deslizó con destreza por la pared irregular de rocas; algunas se desprendieron y cayeron al impresionante oleaje que rompía contra los acantilados. Zagal pensó que la muchacha era insufrible. Esta alcanzó, en cuestión de segundos, el nido y se puso en peligro frente a la agresividad del ave, que la veía como una amenaza para sus pequeños. —¿Por qué no usas tu magia? —grito Zagal con impaciencia. Ella lo miró y le hizo un movimiento negativo con la cabeza. Cuando logró dejar el nido a salvo en el hueco de una de las rocas, resbaló y quedó colgando precariamente de una de las ramas del árbol; hizo unos malabares y quedó boca abajo, lo que le permitió tomar la ballesta y disparar una flecha hacía la grieta de una de las rocas próximas al sitio donde se encontraba Zagal. La cuerda que pendía en el aire, le permitió deslizarse hasta él. Ámbar parecía que no le temía a nada y disfrutaba del peligro. —Eres antipático, ¿lo sabías? —reclamó con burla, una vez llegaron a la cima. Mientras caminaban, apartando la vegetación exuberante y soportando el azote del viento frío que les golpeaba el rostro, por una zona húmeda a la que nunca llegaba la luz del sol que atajaban las altas copas de los árboles—. ¡Es ilógico! — exclamó frustrada. —¿Ilógico? —repitió él con ironía. —Sí, ilógico: custodias figuras de piedras y te niegas a ayudar a otros. —Era solo un ave —dijo cortante. 309


—Y tu maestro solo un lobo gris —insistió ella. En ese momento logró que Zagal se detuviera y la mirara a los ojos—. ¿Ahora entiendes lo que intento decir? —Sonrió Ámbar y continuó, dejándolo pensativo por unos segundos—. ¡Todos estamos conectados! —gritó ella, mientras caminaba. Hicieron un alto para descansar y desayunar algo, e improvisaron un campamento. Nuevamente, Ámbar se sirvió de los discos de metal para armar la cafetera, así como una pequeña sartén que funcionó luego de activar un par de engranajes. —Qué bien nos vendrían los huevos del cóndor ahora —dijo sarcástico, mientras sacaba un pedazo de pan del morral. —¿Y por qué tendrían que ser huevos? —respondió ella, ya fritando unos trozos de tocino. El aroma hizo que el estómago de Zagal emitiera rugidos indiscretos. Ámbar sonrió, al tiempo que le ofrecía el contenido del sartén. En esta ocasión él no se hizo rogar, lo devoró junto con el pan. —Parece que a tu corazón se llega por el estómago —ironizó la chica, mientras masticaba un trozo de tocino y llenaba las tazas con café. —¿Eso importa? —preguntó Zagal con indiferencia. —No lo creo, pero llegará un día en que sí te importará que eso le importe a alguien —dijo ella, con una risa divertida. Por primera vez, Zagal la miró con detenimiento. —Dices cosas muy extrañas. ¿Todos los humanitas son así? — También era la primera vez que él reía.

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Continuaron comiendo. Las copas frondosas de los árboles tapaban el sol caliente del mediodía. El viento húmedo, acompañado del olor del mar, les golpeaba en el rostro. El chillido de varias águilas alertó a Zagal. Ambos hicieron silencio para oír las voces que venían con el viento. —Son las águilas de la banda de Malal —murmuró. —¿Y cuál es el problema? —susurró Ámbar sin el menor rastro de temor en la voz. —Nos siguieron o es una enorme e infeliz casualidad — continuó él entre susurros. —Apuesto a que nosotros contamos con algo que ellos no — advirtió ella. Zagal la miró interrogante—. ¡Magia! Nosotros tenemos magia —exclamó con un guiño. Él no pudo reprimir una sonrisa y movió la cabeza con resignación. —Pues yo estoy muy falto de práctica —confesó avergonzado. —Déjamelo a mí. —En ese momento, las voces se elevaron y los pastizales fueron apartados a manotazos. El grupo de hombres, secundado por Malal, apareció; todos pasaron junto a ellos dos sin verlos. —¡Tienen que estar por acá! —bramó Malal—. Ese maldito siempre corre con suerte, hasta para enredarse con la humanita. — Los ojos negros de Zagal se clavaron en los almendrados de Ámbar. Ella sonrió divertida. —Lamento que oyeras eso —dijo Zagal minutos después.

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—No te preocupes. He escuchado cosas peores. —Levantó los hombros con indiferencia—. ¿Hace mucho que son enemigos? — Quiso saber. —Desde niños. —Alcanzó a responder cuando ya comenzaba a hundirse dentro de una ciénaga burbujeante que antes les pasó desapercibida. Ámbar tomó la ballesta, pero antes de disparar dudó. —No puedo ver si hay algún árbol cerca de aquí —murmuró. Estaban hundiéndose con rapidez. Ella susurró algo y en cuestión de segundos el cóndor real ya estaba sobrevolando el sitio en el cual se hundían. Lazó la flecha con la cuerda salvadora, y esta se enroscó en el cuello del ave. Ambos fueron rescatados cuando la ciénaga ya les llegaba al cuello. El ave los dejó a la entrada de una cueva que se hallaba entre las piedras del acantilado y de inmediato emprendió el vuelo. —¡Espera! —gritó Zagal dirigiéndose al ave—. ¡Nos salva, pero nos trae a un lugar inaccesible! ¿Por dónde rayos vamos a bajar? —exclamó molesto. —Tranquilo. Yo le di la orden de dejarnos aquí —dijo Ámbar. Zagal la miró sorprendido—. Antes de que comiences a exaltarte sería bueno que supieras cuál es la misión en la que me estás ayudando. ¿No crees? No escuché que tu maestro te lo dijera ni que tú le preguntaras —continuó con ironía—. O eres muy tonto o confías ciegamente en tu maestro —finalizó, con una mirada desafiante.

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—Confío lo suficiente en mi maestro como para aceptar una misión de la que saldré favorecido espiritualmente —respondió él sin inmutarse; lo que sorprendió a la chica—. Además, supuse que en algún momento tú misma me lo dirías —informó con una sonrisa burlona. —Bueno —dijo Ámbar con resignación—, no tiene sentido que discutamos por lo que pensó uno o el otro. Te contaré sobre mi misión. Pertenezco a un clan de rango elevado dentro de los estamentos de los humanitas. Un clan versado en las artes mágicas y los hechizos secretos más antiguos sobre la Tierra. El jefe de ese clan en mi padre, un mago blanco descendiente en línea directa de los

primeros

ancianos

sabios

de

la

raza

humanita.

Lamentablemente, nuestro pueblo fue tomado por un grupo afín a las artes ocultas y a la magia negra; antiguamente, sus integrantes pertenecían a nuestro pueblo, pero fueron expulsados por los antiguos ancianos cuando sus prácticas se salieron de control. Para cuando esto sucedió, ellos ya se habían vuelto inmortales y solo pudimos recurrir a potentes encantamientos para mantener a nuestra ciudad a salvo. —¿Qué quieren ellos de ustedes? —la interrumpió Zagal. —A nuestros dragones amarillos —respondió ella de inmediato. —Espera —dijo Zagal sorprendido—. ¿Ustedes son los domadores de dragones amarillos? Oí muchas veces historias sobre estos dragones y la gente que los protegía, pero pensé que solo eran leyendas. 313


—Es como tiene que ser. La única forma de preservarlos es que nadie piense en ellos como una realidad. —Entonces... —animó a Ámbar para que continuara. —Ellos han lanzado un extraño hechizo que dejó a los dragones catatónicos. Piensan que si nos amenazan con matarlos, se los entregaremos; lo que no saben es que hay unas rocas especiales que, incrustadas en las frentes de las bestias, harán que recuperen el sentido... —Entonces tú tienes que encontrar esas rocas especiales que están justamente en esta cueva —continuó Zagal divertido. —¡Vaya! ¡Qué despierto eres! —exclamó Ámbar con burla, mientras ingresaba a la cueva oscura. —¿Y esas piedras las tomas así nomás? ¿Qué tan peligroso puede ser...? —En ese momento un siseo llegó hasta ellos; una sombra cruzó con rapidez la entrada de la cueva y se perdió en la oscuridad—. Bien, olvida lo que pregunté —murmuró Zagal molesto. Con ayuda de una piedra de luz ingresaron a la cueva, cuya altura no lograron divisar, y sobre cuyas paredes rugosas sus sombras se desdibujaban como monstruos listos a saltar sobre ellos. Una serie de túneles los invitaba a tomar una decisión, como una burla. Ingresaron a uno de ellos, desde el cual volvieron a oír el siseo. Por el sonido aumentado de su arrastre, imaginaron que se trataba de una serpiente de grandes dimensiones. Caminaron sobre infinidad de huesos, envuelto en el olor apestoso de los cadáveres en descomposición; algunos, humanitas. 314


—¿Algo más que deba saber? —susurró Zagal, para evitar que sus voces llegaran hasta la bestia. —En un rato, no solo tus «amigos» nos perseguirán —La chica fue embestida por una Centenaria, una enorme pitón de color rojo, cuya saliva era como un ácido que acaba con todo lo que tocaba. Hasta el momento, pocos valientes osaron aventurarse a ser disueltos por sus fluidos para librar al mundo de tremendo espécimen; de quienes lo hicieron, apenas quedaban los huesos olvidados por todos dentro de la cueva. Mientras ella luchaba cuerpo a cuerpo con la Centenaria, dando ágiles saltos y golpeándola con la energía de su magia, Zagal esquivaba las flechas que venían veloces desde la entrada de la cueva. Ese no era el estilo de sus perseguidores, por lo que imaginó que quienes buscaban las mismas piedras que Ámbar ya estaban allí. Para colmo, además de hechiceros, eran inmortales. El interior de ese túnel pronto se volvió un caos, a esquivar saliva, flechas y hechizos fulminantes se sumó el grupo de Malal con sus águilas, puños y garrotes. Los inmortales no la sacaron tan barata, pues la daga de Zagal no era tan inofensiva como parecía a simple vista. Si no era capaz de matar a los hechiceros, sí les dejaba una herida difícil de curar; ni siquiera la magia negra les evitaba el mal momento con la infección e incluso la gangrena. Estaba tan enfrascado en la pelea por sobrevivir que perdió la noción del tiempo, mientras Ámbar continuaba su lucha con Centenaria. Había quedado frente a Malal, dispuestos ambos a entregar la vida para solucionar sus diferencias, cuando se vio de 315


repente en el exterior, sobre la cima del acantilado, con el viento salado golpeándole la cara. —¡Tranquilo! —gritó Ámbar cuando vio su cara de enajenado dispuesto a saltar sobre ella. Con un movimiento de sus manos la magia lo lanzó hacía atrás con fuerza y lo retuvo inmóvil hasta que recobró la cordura muy lentamente. —Debiste dejarme allí para ajustar cuentas con Malal — murmuró al fin, con la voz ronca y los ojos echando chispas. Las gotas de sudor le corrían por la piel pálida y se perdían en el pelo revuelto. Ámbar acercó el rostro al suyo, estaba moleta. Fue allí cuando él pudo ver que también ella había pasado por un mal momento: estaba bastante golpeada y tenía el pelo alborotado. —¿Puedo soltarte ahora? —preguntó seca. Fue apenas un segundo de distracción que alcanzó para que los hechiceros que venían tras Ámbar la inmovilizaran con sus hechizos; seguidos por Malal y su grupo de sanguinarios. Ese fue el instante decisivo para el animal que Zagal llevaba dentro. La realidad se desdibujó para el hombre y se volvió una verdad tangible para la bestia; un oso enorme, enfurecido al límite. Mientras los hechiceros se llevaban a Ámbar, los hombres de Malal comenzaron a volar por los aires, al igual que sus vísceras. Hombre y bestia trabajaban en colaboración: Malal quedó para lo último, como un títere acobardado al que le faltaba rogar por su vida. Los ojos de Zagal miraban a través de los ojos del oso; los aterradores dientes del animal asomaban por la boca espumosa como una sonrisa de burla. 316


Cuando Zagal recuperó el conocimiento se encontraba bajo un gran árbol de cuyas ramas bajas colgaban todo tipo de órganos y fluidos, la cabeza de Malal estaba entre sus manos ensangrentadas. Todo él estaba cubierto de sangre y pedazos de carne. Arrojó la cabeza a un costado e hizo varias arcadas antes de ponerse a caminar con rumbo incierto en busca de algún rastro de Ámbar. Recordó al cóndor real y lanzó un silbido largo que cortó abruptamente. El ave apareció de inmediato y se posó frente a él. Después de ser arrojado al agua por el cóndor, el cual no aceptó llevarlo en su lomo a menos que se quitara toda la sangre que lo cubría, y recorrer buena parte del territorio sin hacer una pausa, divisó una pequeña luz entre unos árboles. La luna ya estaba en lo alto, por lo que en el campamento improvisado de los hechiceros solo dos de ellos hacían guardia. Pensó que esos hechiceros eran unos tontos, pues en lugar de ocultarse con sus artes mágicas se mantenían a la vista de todos; eso, o lo consideraban un inútil que no era capaz ni de salvar su vida. Esa noche también fue propicia para hacer que su daga hiciera el verdadero trabajo para el que estaba destinada: bastó con que la lanzara para que, en menos de lo que tarda un rayo en caer, se clavara en el corazón de ambos hechiceros anulando la inmortalidad de la que tanto se jactaban. Zagal se deslizó con sigilo hasta la carpa en la cual mantenían a Ámbar. Ella estaba sola en medio del lugar, levitando, sin posibilidad de moverse, excepto los ojos. El roce de la daga deshizo el hechizo que la mantenía cautiva, pero estaba herida y 317


eso entorpecía sus movimientos. Con ella en brazos intentó montar en el cóndor, pero una fuerza los repelió al punto de hacerlos volar contra los árboles. Ámbar quedó inconsciente, Zagal se enfureció y volvió a intercambiar lugares con su bestia, no sin antes lanzar la daga contra el líder que comandaba al grupo; no alcanzó a herirlo, pero lo hizo mortal al rozar su campo vital. El líder no fue asesinado. Ámbar lo llevó prisionero para que fuera ajusticiado en su comunidad. La daga de Zagal deshizo el hechizo con el que habían lastimado a la muchacha y sus heridas sanaron con rapidez. —Fue muy conveniente que lograras tomar las piedras de la cueva. Eso nos ahorrará tiempo en el viaje de regreso —dijo Zagal un rato después, mientras hacían una pausa en el trayecto para descansar un poco. —Sabes, no vas a caerle bien a la mayoría de los magos de la congregación. Ellos no están de acuerdo con que mi padre tenga amistad con algunos brujos importantes de Piedra Mágica. Creen que todos son iguales, piensan que un día alguno de los maestros que viven en tu territorio vendrán hasta aquí a robarnos los dragones y la magia. —No los culpo. Ni yo simpatizo con algunos de los maestros que he conocido. —¿Y eso por qué? —preguntó Ámbar sorprendida. —Fuiste en busca del maestro más humilde de Piedra Mágica. El círculo de magos lo mantiene apartado de ellos. No están de acuerdo con su sistema para elegir a sus discípulos... —¿Cómo lo hace? —lo interrumpió ella con interés. 318


—No los elige de entre las buenas familias. Sus discípulos hemos sido todos niños huérfanos, abandonados a nuestra suerte, destinados a morir... Le debo a mi maestro todo lo que soy — explicó con calma—. Por eso creo que no son justos con él. —Admiras mucho a tu maestro —dijo ella. —Tengo motivos suficientes para eso. —Supongo que mi padre también tiene sus motivos para mantener una amistad con él, y respeto su decisión. Ya por el solo hecho de gozar de tu afecto y del de mi padre, también es digno de mi admiración —concluyó Ámbar, haciéndole un guiñó—. ¿Te gustaría conocer a nuestros dragones? —Eso ya lo daba por hecho —dijo burlón. Ambos rieron con ganas, aunque cada tanto se quejaban por alguna que otra herida de la pasada contienda. Fue todo un espectáculo ver a los dragones dorados en pleno vuelo de festejo. Celebraron el despertar y el bienestar del pueblo al que resguardaban. A pesar de las caras largas con la que la mayoría del pueblo recibió a Zagal, todos participaron de la fiesta que se organizó para recibirlos con las piedras que despertarían a los guardianes de la comunidad. El gran mago, padre de Ámbar, le agradeció públicamente a Zagal y a su maestro por el servicio prestado. A este último le envío como regalo una de las piedras que despertó a los dragones como muestra de agradecimiento y amistad. También lo sorprendieron con la noticia de que uno de los dragones lo llevaría de regreso a su tierra.

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—Espero volver a verte —dijo Ámbar cuando él estaba a punto de subir al lomo del dragón. Él no tuvo tiempo de decir nada, ya que la chica le rozó los labios con un beso cuando lo abrazó —, y que para entonces tengas domesticada a tu bestia y conozcas más acerca de esa daga tan poderosa que portas. —Gracias por contribuir a este nuevo Zagal que soy —dijo él, con un guiño, antes que el dragón se elevara a gran velocidad. —Al parecer, te fue mejor de lo que esperaba. Ya me contarás —murmuró el maestro, mientras ambos miraban al dragón dorado alejarse haciendo volteretas en el aire. —Estoy seguro que ya está al tanto de todo, como siempre — dijo Zagal con una sonrisa, observando distraído el cielo—. Al fin pude conectarme con mi bestia, y la daga tiene poderes que no imaginé... —murmuró sorprendido. Al no recibir respuesta miró al maestro, pero esta ya no estaba. Vio al lobo blanco que se alejaba a paso lento, moviendo el rabo, mientras cada tanto se giraba para observarlo con lo que parecía una sonrisa en sus fauces. «Al fin, Zagal, al fin estás haciendo conexión con tu destino... Cuida el huevo, ese dragón será decisivo en tu vida...», el pensamiento del maestro llegó hasta él como el aleteo imperceptible de un colibrí.

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Patricia K. Olivera

(Montevideo, Uruguay). Colabora en varias revistas literarias virtuales, afines al género fantástico, como miNatura, NM, Axxón, Círculo de Lovecraft e Historias Pulp, entre otras. También participa en antologías extranjeras, algunos cuentos fueron traducidos al francés, al portugués y al alemán: Antología de cuentos de terror Cuentos ocultistas. Editorial Cthulhu (México), Antología de cuentos de terror Memento Móri. Proyecto A arte do terror, traducción de Brian Agustín González (Brasil), Antología de Ciencia ficción Around de world in more than 80 cifi stories. Editado por Erik Schreiber, traducción de Pia OberackerPilick (Alemania), Antología francesa virtual Autores uruguayos del siglo XXI: Lectures D´Uruguay. Editado por Lectures d´ailleurs, traducción de Nancy Benazeth y Caroline Lepage (Francia). Líneas de Cambio II Antología de Fantasía, ciencia ficción y terror. (Editorial Solaris - 2018). Es administrativa, técnica en Corrección de Estilo y estudiante de Lingüística y Letras. Blog De Ciencia Ficción... by P. K. Olivera.

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Índice de ilustraciones

1 Ilustración de Víctor Grippoli

N.º pág. 5

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Ilustración de Mariano Avello Enríquez N.º pág. 133

3

Ilustración de Israel Montalvo

N.º pág. 169

4

Ilustración de Daniel E. Molina

N.º pág. 241

5

Ilustración de Víctor Grippoli

N.º pág. 295

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Colabora con la edición independiente de origen uruguayo. Web: https://victorgrippoli.wixsite.com/editorialsolaris Compra nuestros libros virtuales y físicos en Amazon. Búscanos en Amazon por “Víctor Grippoli” o “Editorial Solaris” Descarga nuestro material gratuito o adquiere el de pago en www.lektu.com

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Selección de relatos y dibujos, edición, corrección, diseño de tapa, ilustración de cubierta, logos y maquetación: Víctor Grippoli

Autores: Israel Montalvo, Lobo Fantasma, Víctor Grippoli, Poldark Mego, Patricia Olivera, Jesús Guerra Medina, Mariano Avello Enríquez, Jorge Rúben del Río, Daniel E. Molina, Juan Pablo Goñi Capurro.

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