opinión | Álvaro Ferrer
bien común: amistad verdadera Álvaro Ferrer
aferrerd@uc.cl
Abogado por la Pontificia Universidad Católica de Chile, profesor de la Facultad de Derecho UC.
«No hay amistad auténtica si los amigos no buscan, procuran y se alegran en el bien del otro, y no habrá tal si los amigos no conocen ni comprenden que el bien del otro es, a la vez, su propio y más perfecto bien».
E
l bien común es la unidad de medida desde la cual se evalúan las alternativas políticas, unidad que muchas veces no es más que una voz vacía, carente de contenido y significado. A decir verdad, la carencia de contenido es, en realidad, la sobreabundancia de parcialidades que, junto con errores, tácitamente dan forma a diversas acepciones del bien común. Conviene entonces reflexionar seriamente sobre él, pues sin una unidad de medida compartida resulta imposible discernir y deliberar en conjunto cuál, de entre las alternativas vigentes y posibles, es la que mejor conduce al fin que con ellas se busca alcanzar. Dar contenido al bien común es una tarea imprescindible, y más importante aún es que dicho contenido sea verdadero, pues solo así será auténticamente bueno. Sin embargo, aun cuando tuviéramos una definición por todos compartida, haría falta que, asimismo, todos lo quisiéramos por igual, ya que no basta coincidir en el juicio sobre una cosa, sino que es preciso también quererla para, así, dirigirnos conjuntamente hacia ella. Enfrentamos entonces un doble problema: el bien común es equívoco y, aunque fuera unívoco, no es igualmente querido por los miembros de la comunidad. De hecho, para muchos el mismo concepto no forma parte de su horizonte deliberativo. El efecto que sigue es claro y público: discordia, disgregación, desorden, indiferencia, ausencia de paz. Si no hay comunión de juicio e identidad de voluntad sobre qué es aquello que constituye la felicidad y cuáles son los medios de necesidad intrínseca para dirigirnos a ella, la vida en común se vuelve tormentosa.
Pero no sirve solo compartir la idea, sino que necesitamos alegrarnos y dolernos en los mismos bienes y males, como lo hacen los amigos. No hay amistad verdadera y duradera sin esta comunión basal; no hay amistad auténtica si los amigos no buscan, procuran y se alegran en el bien del otro, y no habrá tal si los amigos no conocen ni comprenden que el bien del otro es, a la vez, su propio y más perfecto bien. Paradojalmente, lo que importa a todos no es tanto conocer o comprender esta verdad, sino vivirla. Realizarla. Ser felices. Así, la verdad se hace carne al vivir procurando y realizando la felicidad de los demás. Por este camino la discordia dará paso a la unión afectiva, personal y social. Luego, como efecto proporcionado, surgirá la amistad. No obstante, dado que los efectos siguen a sus causas, para alcanzar un bien tan alto se requiere fuerza proporcionada. Y el intelecto yerra y la voluntad no es tan fuerte. Sin el auxilio privado y público de una fuerza mayor, la claridad conceptual y la buena intención terminarán por diluirse en su propia frustración. No habrá entonces auténtico bien común ni dirección a él si el único Bien Perfecto, causa de todo bien, sigue siendo excluido de la vida privada, rechazado en la vida pública, o reducido a un factor más, digno de consideración a veces. Sin claridad sobre el fin –que es término y principio– el orden se resiente y falla, volviéndose contra la persona. El orden existe, se explica y subsiste por y para el fin que le sirve de causa. Como observó Chesterton, la esfera se cae si se la pone encima de la cruz. Por fin y en dos palabras: ¿bien común? Cristo Rey.
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