NÚMERO 18 AÑO 5 2 017 M AYOR E S DE 18 A ÑO S yac onic.c om
PUBLICACIÓN GRATUITA
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DIRECTOR EDITORIAL DANIEL GEYNE danielgeyne@yaconic.com EDITOR EDUARDO H.G. eduardo.h.garay@yaconic.com COEDITOR OTONIEL ZULOAGA otonielzuloaga@yaconic.com EDITOR DE FOTOGRAFÍA MISAEL TORRES misaeltorres@yaconic.com EDITORA GRÁFICA IURHI PEÑA iurhipeña@yaconic.com EDITOR INVITADO DE MÚSICA ALEJANDRO GONZÁLEZ CASTILLO EDITOR INVITADO DE CINE IVÁN FARÍAS REPORTEROS MIGUEL J. CRESPO JANNETH MAGAÑA GERENTE COMERCIAL/ RELACIONES PUBLICAS CÉSAR RAÑO cesar.rano@yaconic.com WEB MASTER URIEL LOREDO PRENSA prensa@yaconic.com
COLABORADORES DE ESTE NÚMERO: Scarlett Lindero, Bibiana Camacho, Adán Ramírez Serret, Adrián Román, Rogelio Garza, Diego Ovalarría, Rodrigo Islas Brito, Gerardo Cruz-Grunerth, Rodrigo R. Herrera, David Lida, Carlos A. Ramírez, Nazul Aramayo, Carlos Velázquez, Irving Cabello, Erin Lee, Mayerling García, Manuel "Lagraneme" Carrasco, Regina Mendoza, David Barajas, Manuel Cetina. Paulina Conjuntivitis. Chepe Ilustración PORTADA Misael Torres.
EDITORIAL EDITORIAL #18 WALK ON THE WILD SIDE
Extraños recuerdos en esta inquietante noche del mundo. El globo ha cambiado. Se habla de que los hechos objetivos influyen menos en la formación de la opinión pública que los llamados de la emoción y las creencias personales. ¿Qué está pasando? ¿Dónde estamos? ¿En el filo de una navaja que apunta al fin de una Era? Es ineludible la sensación de estar cayendo al final del vacío. A un punto sin retorno. Quizá en lo ulterior la impronta de nuestros días quede suspendida entre el tufo siniestro de la ignominia y la cerrazón rampante. Pero, quizá también, y como nunca, sean necesarios los espacios para la libertad creativa. Para la complicidad espontánea. Para expandir las posibilidades del arte. Para
mantenerlo real. Para prender de nuevo el fuego al centro de la tribu y dibujar una vez más el universo desde nuestras historias. Yaconic regresa a su edición impresa. Los ciclos se renuevan. Somos otros y los mismos. El papel adquiere vibrante su sentido simbólico. El acto es arriesgado; ¿pero qué no lo es? En un recuerdo hermoso, Hunter S. Thompson evoca la locura de una época en la que, volado, conducía sin dirección, pero seguro de que fuese en la dirección que fuese, encontraría gente tan cargada como él. Estas páginas pretenden hacer lo mismo. Toc, toc, toc. ¿Hay alguien ahí? ¿Sí? Entremos: walk on the wild side. —Eduardo H.G.
Legales Yaconic. Revista bimestral de distribución gratuita. Publicado por Yaconic S.A. de C.V. Editor responsable Víctor Daniel Geyne Pliego. Todos los derechos reservados, se prohibe la reproducción total o parcial por ningún medio. Número de certificado de reserva de derechos aluso exclusivo 04-2013-031517493700 -102. Los textos aquí publicados son en su totalidad responsabilidad de su autor y no necesariamente reflejan el punto de vista de Yaconic. Certificado de Licitud de Título y Contenidos No. de expediente CCPRI/3/TC/13/19881.
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Ilustraciรณn: Paulina Conjuntivitis FB/FVCKZINES
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LIBROS
Contra el tiempo. Filosofía práctica del instante
Todos involucrados. Los seis días que incendiaron Los Ángeles
Manual para mujeres de la limpieza
ANAGRAMA
SEIX BARRAL
ALFAGUARA
LUCIANO CONCHEIRO
RYAN GATTIS
LUCIA BERLIN
POR SCARLETT LINDERO
POR BIBIANA CAMACHO
POR ADÁN RAMÍREZ SERRET
Grandes escritores han optado por la No escritura.
Las grandes urbes tienen personalidades múltiples.
Hay escritores que son mejores mientras viven; algunos,
Rimbaud, Rulfo y Kafka son artistas del No. Después de
Cuando están conformadas por distintas razas, religiones
que su humanidad impulsa sus libros, que haberlos visto y
haber creado magníficas obras optaron por el silencio. La
y migrantes se envuelven en el caos y su transformación
escuchado lo que piensan, cómo visten y hablan, da vida a su
huida. Hay escapes necesarios, otros un tanto ficticios.
es constante. Seis días de infierno iniciaron el 18 de abril
literatura. Pero hay otros que necesitan morir para vivir, para
Se escapa de lo que nos consume. Y acaso el opresor
de 1992 en Los Ángeles y dejaron 60 muertos, 10 mil
que su literatura brille.
que nos calcina sea el tiempo y su inexorable hoguera.
904 detenciones, mil millones de dólares de pérdidas
Pienso en el genial Raymond Carver, en su muerte acom-
En la era de capitalismo salvaje, sociedades líquidas
materiales y dos mil 383 heridos, según cifras oficiales.
pañada por el halo destructivo y romántico del alcoholismo;
y noticias efímeras, hay una fuga para el mal del tiempo:
Todo empezó cuando Theodore Briseño, Timothy
en Roberto Bolaño escribiendo con un pie en la tumba, viendo
el Instante. Luciano Concheiro (1992) ha definido una
Wind y el sargento Stacey Koon fueron absueltos aquella
acercarse la fama y la muerte. Y, por supuesto, en Lucia Berlin
filosofía definitiva para anularlo; un paréntesis, un botón
tarde, a pesar del video que los mostraba aplicando
(1936-2004).
de mute a la vorágine del tic, tac, tic, tac.
fuerza excesiva en contra del taxista negro Rodney
Lucia escribió 77 cuentos y gozó de cierto prestigio en vida.
En Contra el tiempo. Filosofía práctica del instan-
King. Entonces se desató la furia, el caos y la anarquía.
Incluso ganó en Book Award en 1991 para después volver a la
te (2016) —texto finalista del Premio Anagrama de
Ryan Gattis se valió de estos hechos y creó la ficción
sombra. Fue necesaria su muerte, ocurrida en 2004, para que
Ensayo— Concheiro expone la creación de una praxis
Todos involucrados. Los seis días que incendiaron Los
se leyera en una dimensión diferente y la crítica estadunidense,
subversiva para escabullirnos de la velocidad. A través
Ángeles (2016).
siempre en crisis, le diera su lugar de culto.
de un análisis sobre el capitalismo y sus consecuencias
Gattis logró credibilidad y un ritmo trepidante en
Manual para mujeres de la limpieza (2016) es una brillante
directas, Concheiro condensó en 146 páginas (for mi-
su novela gracias a que charló con la gente implicada en
compilación póstuma de Stephen Emerson. Una certera
llennials) los sucesos históricos trascendentales para
los disturbios y emuló su argot: pandilleros, enfermeras,
antología parecida a un buen disco de rock de compañía im-
entender las implicaciones del tiempo y su velocidad
bomberos, policías, comerciantes y estudiantes. La
prescindible, en el que se entra a un ritmo particular, inusitado.
en nuestro reloj social.
acción se desarrolla en Lynwood, una pequeña ciudad
Lucia se dedicó a muchas cosas que no tenían que ver
Este filósofo del No propone una insurrección
pegada a Los Ángeles, poblada principalmente por
con la literatura pero sí con sus cuentos: criar y mantener a
sólida, basada en teorías filosóficas y sociológicas. En
latinos, que se queda sin ley: los policías están muy
sus hijos trabajando como mujer de la limpieza, enfermera
ese proceso, se aventura a decir que la aceleración es
ocupados conteniendo las turbas en South Central.
en urgencias, recepcionista en hospitales, profesora y varios
la principal patología que sufre el siglo XXI. Contra el
Todos involucrados es un libro coral, narrado en
oficios más. E hizo de sus cuentos ese otro lado de su vida.
tiempo está dedicado a todos los que ya somos víctimas
primera persona por 17 voces al calor de los riots, en los
Reconstruyó desde la ficción, es decir desde la imaginación,
de la barahúnda. El capitalismo, dice Concheiro, nos
que las pandillas latinas aprovechan para tomar venganza,
como cualquier autor, sus experiencias de vida.
despojó de la tranquilidad, de la densidad de nuestros
robar, saquear e incendiar edificios. Originalmente, el
Manual para mujeres de la limpieza no es un recuento
instantes. El único escape está dentro. En el No lugar.
volumen se titula All involved. En el slang callejero, la
autobiográfico sino una reinvención de Lucia, de sus hijos,
palabra “involved” se usa para decir que alguien está
familia, de sus amores y su alcoholismo, de lo que leía y en
involucrado en la mafia, en una pandilla. All involved.
general de todo lo que la hacía sufrir y ser feliz. Hay ciertos escritores, ciertos libros o ciertos cuentos, que la moda debe alcanzar.
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AGENDA
ABRIL/ MAYO 100 AÑOS DE UNA ARTISTA: LEONORA CARRINGTON Artista múltiple, vital y una de las mujeres más emblemáticas del arte, Leonora Carrington (19172011) será festejada por su centenario con esta muestra de 180 piezas: cuadros, bocetos para teatro, esculturas, tapices y escritos (entre los que figuran relatos, obras de teatro y novelas, algunas expuestas por primera vez). BIBLIOTECA DE MÉXICO. Tolsá 4, Centro Histórico. CDMX. Del 6 de abril al 9 de julio. Entrada libre.
MEMORIAS DEL PRESENTE. FLOR GARDUÑO Flor Garduño (1977) es una de las fotógrafas más reconocidas de México. Memorias… es una selección de 44 piezas, algunas inéditas, recientes, que fungen para la autora como una revisión exhaustiva de su obra —plegada al blanco y negro, al uso de la luz y la sombra—. Desnudos, paisajes surrealistas, instantes fortuitos y escenarios míticos. PATRICIA CONDE GALERÍA. Calle Gral. Juan Cano 68, Col. San Miguel Chapultepec. CDMX. Del 26 de abril al 25 de mayo. Entrada libre.
QUERIDO LECTOR. NO LEA. ULISES CARRIÓN Ulises Carrión (1941-1989) es una figura clave del arte conceptual mexicano; escritor, artista, editor y teórico. La retrospectiva ilustra sus pasos como joven escritor de éxito, sus años de posgrado en Francia, Alemania e Inglaterra, y sus actividades en Ámsterdam, donde se estableció en 1972 hasta su prematura muerte. MUSEO JUMEX. Blvd. Miguel de Cervantes Saavedra 303, Col. Amp. Granada. CDMX. Hasta el 30 de abril. Entrada general $50. Domingo entrada libre.
JILL MAGID: "UNA CARTA SIEMPRE LLEGA A SU DESTINO”. LOS ARCHIVOS BARRAGÁN. La estadunidense Jill Magid (1973) problematiza en torno al legado personal y profesional (este último, incluyendo los derechos de nombre y obra, comprado en 1995 por el empresario suizo Rolf Fehlbaum) del arquitecto mexicano Luis Barragán (1902-1988). La muestra incluye el polémico anillo con un diamante hecho por Magid a partir de fragmentos de las cenizas exhumadas de Barragán. MUAC-UNAM. Circuito Escolar, Ciudad Universitaria. CDMX. Del 27 de abril al 8 de octubre. Entrada: $20 miércoles y domingo; $40 jueves a sábado.
BJÖRK DIGITAL Björk Digital México es una experiencia inmersiva de realidad virtual (VR): ocho salas con piezas desarrolladas por la islandesa en colaboración con programadores y artistas. La muestra contempla una retrospectiva de sus videos musicales, dirigidos por Michel Gondry, Spike Jonze y Alexander McQueen, entre otros. FOTO MUSEO CUATRO CAMINOS. Cda. Calzada Ingenieros Militares 77, Lomas de Sotelo, Naucalpan de Juárez. CDMX. Hasta el 7 de mayo. Precios: de 330 a $660.
UNA CRÓNICA DE LA NOTA ROJA EN MÉXICO De Posada a Metinides y del Tigre de Santa Julia al crimen organizado, esta muestra recorre la historia de la nota roja desde el virreinato al fotoperiodismo de los recientes años, en el marco de la llamada guerra contra el narco. 360 piezas, entre fotografías, relatos, collages y placas antiguas, que configuran la historia negra del país. MUSEO DEL ESTANQUILLO. Isabel la Católica 26, Centro Histórico. CDMX. Del 6 de abril al 11 de septiembre. Entrada libre.
AHEAD Las fotografías de Ahead, de la artista holandesa Anouk Kruithof, abordan la manera de crear un retrato anónimo en el que la identidad del sujeto permanece en secreto. Búsqueda del anonimato, imágenes de personas de espaldas que ocultan género, nacionalidad, edad, expresión facial o expresión alguna emitida. CENTRO DE LA IMAGEN. Plaza de la Ciudadela 2, Centro Histórico. CDMX. Del 6 de abril al 18 de junio. Entrada libre.
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DIE ANTWOORD Luego de explotar el Vive Latino 2015, el grupo nativo de Sudáfrica de electro rap (uno de los actos más representativos a nivel global) formado por Ninja, Yolandi Visser y DJ Hi-Tek regresa a la Ciudad de México con su cuarto disco de estudio, Mount Ninji And The Nice Time Kid, y con toda la intención de reventar cerebros. PEPSI CENTER. Calle Dakota s/n, Col. Benito Juárez. CDMX. 22 de mayo. Entrada: general $660.
MELANCOLÍA Exposición compuesta por 137 obras de artistas como Leonora Carrington, Germán Gedovius, Diego Rivera y Rufino Tamayo que explora la manera la melancolía —caracterizada por reflejar las pasiones y afectos más oscuros del ser humano— es representada en el arte mexicano, en pinturas, grabados, esculturas y publicaciones. MUNAL. Tacuba 8, Centro Histórico. CDMX. Del 5 de abril al 9 de julio. Entrada $60. Gratuita para estudiantes, maestros, mayores de 60 años y menores de 13 años.
JUAN CIREROL EN LA BIPO SAN ÁNGEL Juan Cirerol (1987) es una de las voces más originales de su generación. De estilo rasposo, el de Mexicali es un poeta urbano que le canta a las drogas, al amor y a la suciedad del alma humana. Country, corrido, punk y blues. En 2016 presentó su EP En los días de música triste, y no ha dejado de rodar por el país. BIPO SAN ÁNGEL. Av. de la Paz 33A, Col. San Ángel. 13 de mayo. Entrada: $50.
ASOMBROSAS CRIATURAS. DE THEO JANSEN Fusión de arte e ingeniería, las esculturas cinéticas de aspecto animal y con vida artificial del artista holandés Theo Jansen se mueven a través de complejas estructuras de tubos y botellas de plástico. Una muestra de la evolución del proyecto, de las rudimentarias criaturas hechas por Jansen en los noventa, hasta las actuales. LABORATORIO ARTE ALAMEDA. Dr. Mora 7, Centro Histórico. CDMX. Del 14 mayo al 13 de agosto. Entrada libre.
DEL VERBO ESTAR. MAGALI LARA Retrospectiva del trabajo de la mexicana Magali Lara (1956), desde su obra temprana en los setenta hasta 2016, y que cruza dibujo, estampa, escritura y pintura. La muestra se organizará a modo de cinta de Moebius: la pintura al centro y en los extremos intervenciones de la autora y su producción de libros y cuadernos. MUSEO UNIVERSITARIO DEL CHOPO. Doctor Enrique González Martínez 10, Col. Sta María la Ribera. CDMX. A partir del 20 de mayo. Entrada libre.
PARTY IN THE BACK Exposición y libro, en Party in the Back el patinador y fotógrafo Tino Razo (1976) presenta 39 fotografías en las que yuxtapone sesiones rebeldes de patinadores reconocidos mundialmente con fotografías arquitectónicas dramáticas del sueño americano perdido como fondo: albercas vacías de California. ANONYMOUS GALLERY. Lago Erne 254, Miguel Hidalgo. CDMX. Del 28 de mayo al 15 de junio. Entrada libre.
HOUSE OF CARDS. TEMPORADA 5
La aclamada serie de intriga y corrupción política adaptada en 2013 por Beau Willimon (a partir de la miniserie original de la BBC de Londres) llega a su quinta temporada. La continuación de la historia del demócrata Frank Underwood (Kevin Spacey) y su esposa Claire Underwood (Robin Wright) llega en uno de los momentos políticos más álgidos de los recientes años, con el ascenso de Donald Trump a la presidencia estadunidense. NETFLIX. Producción original. netflix. com. 30 de mayo.
STANLEY KUBRICK. LA EXPOSICIÓN Stanley Kubrick (1928-1999) es un recorrido por la obra del obsesivo director neoyorquino. Más de 900 objetos (utilería original, imágenes, documentos, equipo fotográfico, vestuario) en 16 núcleos que abarcan los primeros pasos de Kubrick como fotógrafo, cada uno de sus filmes y los proyectos que no se cristalizaron. GALERÍA CINETECA NACIONAL. Av. México Coyoacán 389, Col. Xoco. CDMX. Hasta mayo. Entrada $65.
Foto: Irving Cabello
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TEPITO, TU ONDA ME L ATE
Foto: Irving Cabello
Por Adrián Román Fotos: Erin Lee e Irving Cabello
Es temprano y el sol ya hierve en las alturas. Sobre Jesús Carranza comienzan a tenderse los puestos, las lonas amarillas, rosas, negras. Los diableros se abren paso por huecos breves. Las motonetas pitan a cierta velocidad exigiendo su territorio. Un madrazo de música tecno brota de las bocinas de un puestero. Más adelante levantan la voz los acordes de una rola de la Sonora Santanera: mérito ganado como soundtrack de estas calles. Hay una cosa intraducible en el aire. Carritos del supermercado con una parrilla acondicionada ofrecen tacos de suadero y tripa, con nopales asados. Una mujer de unos treinta años lleva un churro de mota encendido y va saludando a la tropa y dejando su tufo en el aire. “Muévelo más, igual y me ánimo”, le grita a un hombre que está de espaldas y agachado, sacando merca de una caja de plástico. Los tiras están parados como ñonga, sin hacer ni madres. A esta hora los extranjeros somos minoría en Tepito. Desde siempre marginal. Toda la vida bisnero. Valedor de la soberbia de ser único. No hay nada nuevo que decir acerca de Tepito. Todos saben, es un territorio que se rige con sus propias reglas. La etimología del nombre es incierta. Las infértiles búsquedas husmean en palabras de origen náhuatl. Hasta en la suposición de que su origen está en la advertencia: te pito, te aviso con un silbato si algo sucede. Te Pito. Nadie puede comprobar nada. Tepito no solo es cháchara, fayuca, piratería, comida —que algunos miran como estrambótica—, gomichelas, la cáscara, el tiro bien rifado todas las mañanas para salir a chingarle, la cábula; el riesgo implícito de pisar un barrio que tiene fama de que a la menor provocación brinca y la
hace de a tos. Ni es solo ese lugar protagonista siempre de la nota roja. Porque hay una cosa intraducible en el aire tepiteño. En cualquier punto que descanses la vista encontrarás movimiento. La lujuria que ofrece Tepito no la topas en otro lado. Lícala bien, sin compromiso. Me late llegar temprano. Camino hasta avenida del Trabajo, dos, tres cuadras a la izquierda. Saludo a una ruca que vende dulces y usa un radio para avisar quién entra, quién sale, si hay tira cerca o algo sospechoso. Tira dieciocho. La ruca vuelve a guardar en su mandil el aparato, como si nadie supiera que lo lleva ahí. Como si no se notara de lejos. Entro a una vecindad. Voy al fondo, doblo a la derecha. Un chavo de gorra, mezclilla y tenis Nike talla el azulejo que rodea el altar de la Virgen de Guadalupe o de San Judas Tadeo que hay en todas las viviendas. El chavo trae audífonos. Levanta la vista y hace un gesto para darme paso. Camino como si fuera mi madre la que está haciendo quehacer. Siento algo de vergüenza al ver el suelo. La tierra de mis huellas contrasta con la blancura de la espuma. Adentro huele a mota. Un cuadro grande, casi del tamaño de la pared, rodeado de leds rojos, muestra a Tony Montana vestido con su inolvidable traje blanco y su metra en la mano. “The world is yours”, dice una fila de leds que ocupa el interior del poster. Del lado derecho está una mesa donde venden marihuana. De colores, sabores, y precios diferentes. En vitroleras, frascos de especies, frascos de mayonesa y mermelada. Motas moradas, greñudas, de sabor mango o Blueberry, apestosas, rifadas. Y abajo grandes maletas negras, de lona,
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Foto: Erin Lee
llenas de marihuana, paquetes amontonados, bolsas de plástico. Más marihuana de la que me podría fumar en diez años. Hay un altar a Buda de un lado. Del otro uno de El Santo, el Enmascarado de Plata. Detrás del altar de Buda hay una foto de Pilar Montenegro. En otra mesa te venden hongos conservados en miel, peyote. En una pared hay una tira de cinta adhesiva pegada a la pared con paquetes de sábanas de distintos sabores que cualquiera puede agarrar. También hay un encendedor amarrado a un cordón. Del otro lado están los químicos. Las drogas procesadas. Las mentes más ansiosas de este cuarto se forman de ese lado. Tachas, heroína, hash, LSD, MDMA, piedra, perico y un chingo de otras cosas. Junto al man que despacha siempre hay morras bien chulas de un lado y del otro el estéreo que truena con salsa y hip hop nacional. Compro cien baros de una mota que cuesta diez pesos el gramo. El tipo que atiende me conoce. Nunca hablamos, le doy mi lana a cambio de su mota. Un trato de compas. Y listo. Llevo años viniendo. Ni siquiera la pesa. Le echa unas colas, unos capullos y me da mi bolsa al mismo tiempo que me recibe la lana. Es más de lo que debía darme. Que dios te bendiga, me dice, y nos despedimos con un apretón de manos. Aquí llegué gracias a una chava chiquita, aguerrida y fresa, que estudiaba en el CCC. Nunca terminaré de agradecerle por este regalo. Había pasado miles de veces y nunca me había animado a seguir a ninguno de los tipos que se me acercaban para ofrecerme drogas. María me dijo: fíjate bien por dónde es. “Apréndetela-la-banda. Yo te voy a recomendar con la Doña para que siempre te dejen pasar.” Esa tarde conocí a la Doña. Se asomó debajo de su gorra de mezclilla. Yo sentía que estaba saludando a Rosa Salvaje. En su rostro se notaban vestigios de esa hermosura que no se puede arrancar ni con el peor de los tratos. Me sonrió, me dijo: “Mucho gusto, mijo, aquí estamos, cuando gustes”, y me regaló un chicle. Yo no sabía bien cómo era el bisne. Una vez había comprado en un lugar, me dieron la mejor mota que había tenido en las manos. Fresca, sabrosa. Algo que nunca había visto, que no sabía que existía en mi corta vida de pacheco. Y a ese mismo punto regresé siempre. Aunque nunca volví a ver ese material. Ya solo me dieron yerba seca y pinche, nunca la misma cantidad. Y varias veces me apañó la tirana. El chavo de la entrada ahora trapea el azulejo. Le pido chance con la mirada. Paso de prisa. Me despido de la ruca de los dulces. “Ándale, mijo, nomás con cuidado”. Escucho su voz, aunque ya no la veo. Salgo por calles distintas a las que me sirvieron para entrar. Ya no camino alerta. Como las primeras veces que venía. Pero tampoco me fío.
Foto: Irving Cabello
Tepito es celoso. Lo comprobé hace poco. Estábamos en casa de Idalia. Ya no teníamos coca. Me lancé por más, pero me dio güeva llegar hastaTepito. Preferí probar suerte en Garibaldi. Pero no topé al bueno. Insistí en no ir hasta Texas. No quería ir solo y estaba lo suficientemente ebrio para no querer caminar mucho. Di vueltas en mi cabeza buscando soluciones para tener contento a mi dios de la güeva y al de las drogas. Recordé una vecindad en la que nunca había comprado. La neta es que Tepito es uno de los lugares más seguros de la ciudad para comprar drogas. Cuando sabes cómo hacerlo. Y dónde. La vecindad está en el Centro, afuera había unos güeyes jugando futbol. Uno de ellos me preguntó qué quería. Siempre he nectado más o menos
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Foto: Irving Cabello
igual. Le dije que Perico. Cuánto, me preguntó. A cómo, le contesté. Cien, dijo él. Va, respondí. Si no escribiera ya me habría vuelto loco. No podría soportar el nivel de candela al que nos somete esta ciudad: es una madre acosadora que, por culpa, nos complace algunos caprichos. Por unos lados fresa, por otros pútrida. El güey este me llevó más o menos a la mitad de la vecindad. “Aquí espérate”, me dijo. Tocó una puerta, se asomó sin entrar por completo. Fue a otra, yo no escuchaba qué decía. Ni me importaba. Pensé que iba preguntando quién tenía Perico. Se me hizo buen pedo que se ayudaran entre vecinos. Yo no estaba nervioso, estaba alegre. Iba a probar una droga de otro punto. Quizá estaba chida. Nunca nadie es tan astuto para salir limpio de tantas noches caminadas en la ciudad. El güey este me pidió el baro y se lo di, pero me lo arrebató. A penas iba a reclamarle cuando los que estaban jugando futbol entraron en chinga y se fueron sobre mí. Me basculearon en chinga, y no solo ellos, también otros güeyes que salieron de los cuartos a los que el bato fue a tocar. Manos como aves de rapiña, manos veloces y saqueadoras cayeron sobre mí. Entre los buitres nos comemos. Recuerdo a una mujer gorda, chaparra, de voz aguardentosa que me gritaba y me golpeaba en la espalda mientras yo caminaba hacia afuera. “Camina como ibas, hijo de tu pinche madre,” me dijo el güey que me había metido. Sentí vergüenza de volver a casa de Idalia. Pero no volver sería darles sospechas de que me había chingado el dinero o las drogas. Así que apuré la vergüenza y subí. Nadie me creyó. Luego sí. Y El Gordo sacó más lana. Cuando la chava del CCC me llevó a Tepito, me hizo jurar que no llevaría a nadie más, pero estos cabrones son de mis cómplices nocturnos favoritos. A poca gente uno se atreve a mostrarle lo podrido que están nuestras vísceras. Idalia y yo nos lanzamos. Idalia es mi persona favorita para ir a Tepito.
“Negro, no voy a llevar calzones, no quiero que si nos roban, me los quiten en Tepito”, me dijo Idalia la primera vez que fuimos juntos. A las cuatro de la mañana. Traté de disuadirla amenazándola con lo monstruoso de algunos zombis que transitan por ahí. Pero no, a la niña se le antojaba asomarse al infierno. Hemos ido un chingo de veces juntos. A Idalia le gusta el filito del machete, la parte más apestosa de la vida. Atravesamos todo el Barrio Bravo apreciando los puestos vacíos. No compramos donde siempre. Fuimos a un lugar en el que nos trataron como príncipes de la noche. Salimos tranquilos, admirando el esqueleto del barrio. Unos huesos con cierto grado de desmoronamiento, pero una hermosura inigualable. Hablamos de la vida. Idalia y yo. En plena madrugada y en el momento más alto del ácido, Idalia, El Gordo y yo alucinamos un piano. Un piano suave, a veces, que luego nos rompe la cabeza con un martillo. Como si se tratara de una alcancía. Cuando llega el amanecer llega el silencio. Durante un rato de mi vida me dediqué a vender cháchara y juguetes viejos. Lo traigo en los genes. Mi abuelo paterno, mi abuelo Pancho, era tepiteño, amante de la chachara. Zapatero de oficio, padrote de nacimiento y cocinero de unas grandes migas. Nectaba la mayor parte de mi mercancía en tianguis de las periferias. Ecatepec, San Vicente Chicoloapan, Chimalhuacán, Chalco, Neza. Fue allá donde me daba los buenos rayones. Pero en Tepito también encontré joyitas. Recuerdo un par de luchadores de plástico inflado, de cabeza de goma, uno de El Santo y otro de Mil Máscaras, solo treinta morlacos. No tengo idea de por qué es aquí donde brota tanta cháchara ni tampoco sé desde cuándo. Pero sus orígenes pueden estar en Garibaldi, cerca de aquí. Antes esa plaza era conocida como el Baratillo, durante finales del siglo XVIII, un lugar donde había españoles dedicados a revender objetos que ellos robaban. A precio de ganga. De ahí proviene el nombre de Baratillo. Y la costumbre de la vendimia.
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Foto: Irving Cabello
Los mejores días para comprar cháchara son los miércoles. Los basureros vienen a reventar muebles, juguetes, trastes, cosas que rescatan de los camiones los martes por la noche. Todos los chachareros están surtidos, ansiosos de vender. Hay ropa usada, medicinas sin receta, todo lo necesario para una despensa, juguetes, trastes, antigüedades, libros, pinturas, colecciones enteras de cualquier clase de objetos. La chachara solo da vueltas y vueltas. Mercancía que cambia de dueño sin descanso. Es valorada, malvendida, nuevamente puesta en un altar y a la muerte de su dueño, alguien la malbarata y vuelve a circular. Cháchara es todo lo que dejamos sobre esta tierra al partir. Es alrededor de la capilla de San Francisco de Asís que se concentra la cháchara. A veces sigue siendo una ganga, a veces hay banda que sabe lo que vende y se comporta medio gandalla. Una vez me topé una buena colección de carritos Majorette. Cada uno a diez pesos. Las migas son un plato sencillo. Si fueran poema estarían escritas en forma de haiku: pan, huesos y chile. Esa es la base, algunos le ponen costilla, longaniza o huevo. O todo. Es un plato endémico. Quizá el único del Barrio Bravo. Yo lo como desde niño. Era un gran evento que hubiera migas en la casa de mi abuela o de mis tíos. Hay a quien le gustan las migas y también a quien le gusta sacarle tuétano al hueso. Están las de Avenida del Trabajo y las de La Güera. Comencé a venir a Tepito como a los once años. Con mi mamá. El Mercado de tenis era el único lugar donde vendían los L.A Gear que yo quería. Con mis tíos, Severo y Gerardo, vine muchas veces. Dimos vueltas y vueltas buscando tenis, ropa o herramientas. Tepito era el primer lugar al que llegaban los modelos más recientes: Jordan, Shaq, Kemp. Jerséis de cualquier equipo. Playeras gringas con el holograma de la NBA. Benditos sean los noventa. Parte de la condena de los adictos es caminar. Los adictos no caminan para reencontrarse con su espíritu. O buscando respuestas profundas al misterio de la vida. Caminan porque la ansiedad les muerde las patas, les produce comezón en el cicirisco. Harry camina junto a mí. Bueno, no, Harry camina adelante, pero es mi compañero de viaje.
Los adictos ni siquiera caminan por conseguir vicio. Lo hacen para escapar de las voces en su cabeza. Cuando vi que Harry estaba fumándose las cenizas de la lata sabía qué seguía. Y me alegré. No quería dormirme sin darme otra. No quería irme a soñar sin sentir otra vez ese perverso cosquilleo que solo produce esta mierda. La energía que los adictos desperdician caminando sin rumbo podría servir para iluminar la ciudad entera. Caminan porque sienten que así se elevan las probabilidades de que algo suceda. Cualquier cosa. Los adictos buscan que algo sacuda su vida. Algo brutal. Pero nunca lo confiesan. Caminamos en silencio. Cada quien con su panqué, con su pánico, con su Diablo. De vez en cuando decimos algo. Somos como Frodo y el otro enano. Caminamos por Álvaro Obregón hasta Cuauhtémoc, Bucareli, Juárez, Eje Central y Eje uno. Ninguna procesión, ni la de San Judas Tadeo o la del 12 de diciembre, contiene más fe que la solitaria caminata de un adicto. Los adictos caminan buscando un milagro. No dejarán de buscarlo. No mientras puedan dar un paso más. Le doy el dinero a Harry, que se lo da al chamaco que está fumándose el fantasma de una piedra en su tubo de cristal con tripas de cobre, detrás de un altar. El chamaco sale corriendo, sabe que le tocará otra dosis. Deben ser dos y cuarto, dos y media de la madrugada. Pasamos junto a una trulla. Saben que traemos drogas, pero nos dan chance porque tienen un acuerdo con alguien. Quien no sea adicto de verdad no comprenderá esta larga caminata. A los adictos les gusta arriesgarse. Parte del consumo del vicio es el riesgo que se corre de ser atrapado por infringir las reglas. Un adicto no sería capaz de lavar un traste para conseguir dinero para otra dosis, pero sí de caminar kilómetros para obtenerla. Los adictos somos una bola de contradicciones. Hay un prejuicio contra estos dos platillos que, como casi todos los prejuicios, proviene del aspecto. Sangre coagulada y un hígado de res frito con cebolla. Los tacos de moronga y de hígado encebollado. Hay unos buenos y muy baratos en la esquina de Jesús Carranza y Eje Uno. Otros en pleno territorio chacharero. Los martes no hay nada. No se encuentra todo el encanto, la vitalidad que comienza a emanar estas calles durante las primeras horas. Los puestos vacíos hacen que esto parezca una sonrisa agradable, pero desdentada. Hay desnudez en el barrio. Un rostro distinto se descubre. A mí, que no soy nativo, me cuesta trabajo ubicarme. Los martes Tepito luce apocalíptico. Pero hay drogas. Un buen tip para saber dónde se conecta es ir los martes. Afuera de cada punto, o enfrente, hay un policía. Como si fueran marcas, señales de tránsito. Son buitres sobre los cables de luz a la espera de un Gilberto. Nadie viene a conectar a Tepito los martes. Nadie, menos los necios. Hay puntos que no abren. Que respetan la sagrada tradición del descanso marciano. Entre el esqueleto de un puesto encuentro a un tipo que me ofrece merca. Metros atrás dejé a un poli que cuidaba celosamente la entrada de un edificio. Le doy la lana. El tipo entra a la vecindad y yo siento que su partida es para siempre jamás. Luego de diez minutos, aparece. De tentar el papel sé que me está dando menos de lo que pedí. Pero es eso o nada. En la otra esquina hay una camioneta de policía. Hacia allá
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Foto: Irving Cabello
voy. En la esquina una mujer me ofrece más drogas. Los tiras ya se están sabroseando el apañe. Pero antes de que dijeran algo me tiro a correr. Corro como Forrest Gump. Corro como Luis García luego de meterle el segundo gol a Irlanda en el Mundial de1994. Corro hasta cruzar Reforma y perderme en los edificios de Tlatelolco. Quizá los tiras ni me pelaron. Yo siento que la libré bien cabrón. Hace mucho que no miro a don Ramiro dejando caer el machete sobre la tripa. Haciéndola chacualear. Si ya no vive merece estar en la Gloria. En el mejor lugar al que pueda llegar un gran taquero. Ningún taco es más chilango que el de tripa. En su textura lleva el sabor, lo transgresor. El taco de tripa representa lo visceral y sabroso de esta urbe. Pero la neta es que las salsas en Tacos Ramiro quedan a deber. Creo que con unas salsas distintas el lugar tendría más éxito. También en Aztecas y sobre Eje Uno hay buenas ofertas de tacos de tripa. Este puede ser un platillo endémico. Me parece que es el lugar, de toda la ciudad, donde se pueden topar los mejores tacos de tripa. Este cuarto no mide siquiera tres metros cuadrados. Estamos contra la pared. Tensos, trabados. Un güero frente a mí tiene los cachetes inflados, el rostro rojo. Sé que está sintiendo. Aguanta el humo. Está en el mejor momento. Sus ojos reventados miran al vacío. No puede más. Comienza a salir humo por su boca. Lo suelta poco a poco. Su cuerpo tiembla. Suda. No la disfruta. Siento lástima. La misma que cuando veo el gesto de frustración del hombre que falla un penalti definitorio al final de un partido. Le gana la ansiedad.
Con una mano comienza a buscar dentro de su mochila, que le atraviesa el pecho. Ya quiere otra. Es el peor error que puede cometer un adicto. Amontonar el placer. No darle tiempo a que se marche. Se va a fumar otra piedra, pero no va a sentir mucho. No digo nada. A mí qué chingados me importa. Yo ya ni fumaba esta mierda. Casi todo los que están aquí son menores de treinta años. Yo podría ser padre de algunos. También hay un ruco que podría ser su abuelo. Sostiene un tubo de vidrio con un alambre enmarañado de cobre en sus adentros. Le da vueltas a la pipa, mientras la castiga con el calor inclemente de una flama. Jala el humo despacio. Es un experto. Tengo más dinero pero no quiero comprar otra. Un chavo de los que cuida este lugar se me acerca lo más amable posible, me toma del hombro y me pregunta, “¿qué carnal, vas a fumar más o qué tranza?” Estoy en el marco de la vecindad y siento miedo de salir a la calle. Pero sé que tendré más problemas si me quedo y no fumo. Siento las piernas de hule. Encima creo que alguien me sigue. Sí, seguro allá adentro alguien me puso. Todos se van a dar cuenta que me di una rocky. Los puesteros, el chófer del camión, las doñas, la tira. Me repito una y otra vez que debo mantener la calma. Respiro por la nariz. Tomo el camión que pasa por Eje Uno y me bajo hasta la Guerrero. Aquí siento tranquilidad. A pesar de los tiras que están afuera del Metro. Es el peor café que he nectado en mi vida. Puta madre. Mota panteonera, seca, de un aroma pútrido, que raspa la garganta y no coloca, solo ataranta. Pinche mota culera. Pero bueno, cuando tenga lana vengo otra vez. Seguro no tarda en irme bien de nuevo. Me meto al Metro. Tengo cita a las seis. Me da chance de pasar a un parque y darme unos jalones para llegar chido. Ya casi la voy a librar.
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Foto: Erin Lee
Cuando vuelven son tres. Uno se sube conmigo en la parte de atrás. Perro Viejo y Correoso me presenta con el oficial. Por cierto, ya me pusieron un apodo: Paleta Payaso. Le doy la mano. Traes dieciséis gramos, mijo. No la vas a librar. ¿Cómo le vamos a hacer? Me encojo en hombros. Pues no tengo lana, les digo. Ni modos. Vamos al Ministerio, dice Perro Arrugado. Saludo a la Doña, pero no me hace mucho caso. Está alterada, habla por su radio: “¿Judas? No, eran pitufos. Nomás tres, pero se detuvieron aquí enfrente y sacaron varias fotos. Va, cualquier cosa te chiflo”. Todo eso lo dice ella, con un rostro de angustia que solo podríamos ver en los campos de concentración. Adentro las dos filas dan vueltas. Las hileras de adictos serpentean. Víboras a punto de morderse la cola. Los despachadores están nerviosos. Distraídos. Las filas avanzan lento. Hace calor. Alguien reparte coca-colas en su versión pequeña de vidrio. Esto es primer mundo. No pasa un minuto sin que alguien pida nuevas noticias a la Doña. La aguardentosa voz suena en el radio. Los despachadores comienzan a correr a la banda a gritos. “¡Órale, putos, a chingar a su madre!”, dice uno de los que trabaja aquí. La clientela corre espantada hacia la salida. Viene hacia acá un operativo. Ya valió verga. Cuando voy hacia afuera cierran la puerta en mis narices. “Ni modos, carnal, te la vas a tener que tragar con nosotros,” me dice el portero. Esperamos un rato. La Doña no responde por el radio. Todos se miran en silencio. Por la mente y cuerpo de todos corre la incertidumbre. El jefe de este bisne se da cuenta de mi presencia y le pregunta, con un movimiento de cabeza, al güey que atiende la mesa de químicos, qué pedo conmigo. Foto: Irving Cabello
Una mano me apaña del hombro. Pienso, puta madre, llevo prisa. Volteo. Cuando veo el uniforme sé que ya valió madres todo. No la hago de tos. Me aguanto. Total, unas horas adentro no pueden estar tan mal. Ni siquiera tengo donde dormir esta noche. Así que me porto como un preso ejemplar. No es la primera vez que me apañaban comprando drogas. Me tienen apañado dos oficiales, recargado en la entrada del Metro Lagunilla. “Te vimos por las cámaras”, me dice el poli. Asiento con la cabeza. No tengo dinero, les advierto. Ni diez pesos. Traía los cincuenta baros de la mota y un boleto del Metro. Les muestro el boleto. Los automovilistas me miran con compasión. A mí nada me altera, ya lo he aceptado. Cuando lo único que puedes perder es una bolsa de mota fea y la oportunidad de dormir en la calle nada te importa mucho. Obediente, me subo a la patrulla. Avanzamos unos metros. El chófer es un ruco de unos sesenta años, típico perro envejecido debajo de los uniformes de tránsito de esta ciudad. El otro es un gordo que se parece a Porky, quizá unos cinco años más grande que yo. Traigo una abundante mata estilo afro alrededor de mi cráneo. ¿Qué, pinche Paleta Payaso, qué hiciste?, me pregunta el más joven. Compré mota, le contesto. ¿Qué, a poco te gusta? Un chingo, le digo. Los dos se cagan de la risa. Se bajan a comerse una torta y a tomarse un chesco. En la tienda hay más tiras. El chavo regresa a la patrulla, agarra mi mota. Me pregunta cuánto compré. Cincuenta lanas, le contesto. “No mames, y siempre te dan esta mamada tan culera,” me pregunta mirándola fijamente. Apañado y pendejo. Pienso que sería buen título para un poema o una canción punk. Me quedo sin responderle al señor autoridad.
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Foto: Erin Lee
“Es cliente”, le responde. Silencio. No sé qué hacer ni qué decir. Todos se cagan de risa. Salimos al patio, nos colocamos frente a la entrada, sentados en el suelo, esperando que abran la puerta a chingadazos. Todos respiran agitados. No quitan la mirada de la puerta. Por más tranquilo que quiero estar la sangre martilla mis sienes. Seguro todos sienten lo mismo. Parece que la vecindad entera ha sido desalojada. No se escucha nada. Suena la voz de la Doña en el radio. Ya no hay pedo, dice. Respiramos aliviados. Cuando Harry y yo salimos de Tepito sabemos que la libramos. Nos sentimos más ligeros. Tomamos el mismo camino pero en sentido inverso. Lo bueno de estos grandes trayectos es que otra vez vas a sentir el prendón rico. El efecto ya se bajó gracias a la caminata. Todos los adictos saben que lo mejor es fumar poco. Pero hay cosas que son imposibles para los adictos. Como ser sensatos. Cuando pasamos frente al Seven, que está en la esquina del Teatro Metropólitan, vemos lo suertudos que somos. Dios ama a los adictos. En los grupos tienen razón. Una bolsa de merma. Galletas, donas, gelatinas, baguetes y sándwiches. A lo lejos vemos las desganadas efigies de los homeless a los que les ganamos la maleta. Harry parece un Santa Claus del fin del mundo. Uno que lo mejor que puede repartir es comida caducada. Pero no lo hace. Estamos contentos. No todas las noches Harry tiene tanta suerte. Yo tampoco.
Cenamos en el camino para llegar a drogarnos inmediatamente. Cada uno su lata y encendedor. Estuvimos hablando a ratos hasta el amanecer. A las diez de la mañana salí rumbo al trabajo sin un solo peso en las bolsas. Pero bien desayunado. Los martes nadie viene a nectar a Tepito. Nadie excepto los necios. Sí, otra vez lo hice. Supongo que algunos vendedores de los martes son espontáneos. Lo hacen para salir al paso, para librarla otro día más. Me topo a dos tipos en la esquina. Las calles están desiertas. Perfectas para la escena final de un wéstern. Uno me lleva a la entrada de una vecindad. Me deja en manos de otro que está en la puerta. Camina delante de mí. Lo sigo en medio del patio lleno de lazos de tendedero. Subimos las destartaladas escaleras, a los costados hay macetas que seguro estuvieron en la Segunda Guerra Mundial. Llegamos al final, entramos a un cuarto: una imitación barata del lugar de la Doña. Hay solo unos cuantos frascos con un poco de la misma mota, toda idéntica, en una mesa improvisada a un lado de una cama individual en un cuarto bien chiquito. Con pósters de San Judas Tadeo y de la Santa Muerte. Uno con gánsteres de todos lados. Tony Montana, Tony Soprano, los personajes de Casino, El Padrino. Todos en una gran fiesta. Lo único que cambia son los nombres de las etiquetas en cada frasco. Y los precios. Compro la cantidad de mota que pude haber pagado a 120 pesos o a diez el gramo, por treinta. No es mal negocio. “A ver, pinche Paleta, échale ganas. Búscate bien en las bolsas, igual traes un cualquier cualquier por ahí, una tuza, no sé, algo,” me dicePerro Asoleado. No tengo nada, vuelvo a decir. Nunca en mi vida he dicho tantas veces la misma verdad. Llegamos al Ministerio Público del Centro. Está lleno.
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Foto: Erin Lee
Varios policías con sus presas en las manos. Listos para entregarlos y sentirse orgullosos de cumplir con su deber de cuidar a la ciudadanía. Yo sigo sin perder la calma. Se puede decir que hasta estoy emocionado de pasar una noche en el Toro. No hay juez que nos reciba. Esperamos un rato. Luego Perro Viejo y Correoso recibe la orden de llevarme al Ministerio Público de la Zona Rosa. Mi destino está echado. Sobre avenida la Viga Perro Viejo y Correoso se detiene frente a una marisquería. Me mira. Asoman sus ojos debajo de sus gafas oscuras. “Tienes suerte, pinche Paleta Payaso.” En algún momento me preguntan por mi oficio y les digo que me dedico a escribir. Miento, no he escrito ni media línea en mucho tiempo. Estoy pasando por una de mis peores depresiones. Me piden que vuelva luego y escriba acerca de las injusticias y explotaciones a las que son sometidos por parte de sus jefes. Me dejan frente a la marisquería. Por un momento pienso que me invitaran a comer. Perro Amigo me devuelve mi mota fea. Y todos me desean buena suerte. Yo comienzo a caminar en sentido contrario. No tengo dónde pasar la noche. Hay una cosa intraducible en el aire.
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Soy un agujero negro y depresivo de ansiedad. Desde niño he tratado de llenar ese vacío con prácticas, hábitos y excesos. De todo eso, la bicicleta ha sido la constante y en la rueda del tiempo se ha convertido en el vehículo perfecto para mi locura.
Por Rogelio Garza Fotos: Daniel Geyne
MEMORIAS DE UN BICILOCO I Es el mecanismo que describe Hemingway en su relato “El fin de una afición”, cuando dejó las carreras de caballos por las de bicicletas. “Si se trata de algo malo, el vacío va llenándose por sí solo. Mientras que el vacío de algo bueno solo puede llenarse con algo mejor”. Así se han sucedido las cosas con las que he llenado el vacío. Y en todos los ciclos y altibajos de mi vida la bicicleta ha estado ahí para llevarme y alivianarme. Me salvó de ser otra persona. Cuando dejé de causarme heridas, empecé a comer. A los 12 años pesaba 72 kilos y me abría paso a madrazos en la primaria. Mi ciclo escolar era así: entraba a una escuela–me-molestaban–les-partíala-madre–me expulsaban. El primer apodo o burla detonaba una madriza pesada. Preocupados, mis padres me recomendaban ignorarlos y me llevaron con pediatras y nutriólogos. Pero mi
vacío era superior. Al final me corrían de la escuela, no era blanco fácil de las chingas porcinas. Un día logré terminar la primaria. Y como las jefas siempre se rifan, llena de orgullo, mi madre me dijo: pídeme lo que quieras. Era 1980 y en México empezaba la moda de las BMX Cross. Aprendí a pedalear en una Récord amarilla a los cinco años, después tuve una Jaguar verde, tipo chopper, a los ocho. Pero una BMX Cross era otra cosa, la posibilidad de ir más allá de la calle cerrada en la que vivía. Fue la decisión más inteligente que he tomado en la vida. Era una Italjet azul, rodada 20, que vi en el desaparecido taller Alcántara de la Zona Azul en Ciudad Satélite. A partir de entonces, todos los días me iba a rodar por los llanos, montes y cuevas de Lomas Verdes. Lo que me enganchó fue el alivio que experimentaba al pedalear. Atrás quedaban la ansiedad y la depresión. En breve descubrí el mundo
de riders y skaters sobre ruedas en Satélite, Fuentes, Bellavista, San Mateo, Bulevares, La Florida y Echegaray. Un universo con pistas, rampas y cuartos en cada colonia, cuyo centro de atracción era el Skatorama de Lomas Verdes. En menos de un año empecé a ser el flaco aferrado que soy ahora. Desaparecieron las burlas, las peleas y pude estudiar y socializar normalmente. Entonces supe que la bicicleta y yo íbamos a estar juntos por el resto de mis días. En 1984 viví un año en Los Ángeles. Era la casa de unos primos en Buena Park, en Orange County. El mayor, Stephen Glomba Pérez, era campeón nacional de BMX y pedaleaba en el equipo de exhibición de Vans. Usaba dos bicis, la de batalla para entrenar y competir era una Diamond Back Silver Streak. Y la de exhibiciones y fotografías era una Changa DVC. Me tocaba una u otra, dependiendo del humor de Steve. También usábamos una Crucero Schwinn para
19 hacer los mandados de mi tía Tulia. Aprendí a platicar en inglés, a realizar un montón de trucos bicicleteros y a fumar marihuana. Por supuesto, la yerba me cambió la vida al instante. El universo lateral se me reveló escuchando 1984 de Van Halen, como el angelito de la portada. Fumar fue un partemadres. Solo hacíamos eso: pedalear, pachequear, escuchar rock pesado e ir a la playa. En las noches, Steve y sus amigos tenían la costumbre de salir como vampiros en bicicleta a rodar, fumar y comer hamburguesas al otro lado de la ciudad. Íbamos a Pasadena, a Huntington o a Long Beach. Desde entonces conservo esa fórmula: bicicletas + música + yerba. La BMX se convirtió en mi nueva religión. Lo primero que hice al regresar fue armar yerba y una Diamond Back. Luego tuve otras, una Huffy Racing Stu Thomsen, uno de mis ídolos. Y una GT Match One. Pero las vendí todas para solventar mis viajes entre la preparatoria y la universidad. En uno de esos viajes, un trip peyotero en 1991 al desierto de San Luis Potosí, mi amigo El Sos llevó una bicicleta de montaña. Era una Specialized Stump Jumper. Darle unas vueltas en peyote fue una iluminación. La bicicleta y yo nos reencontramos en la conciencia vegetal. Y al regresar de ese viaje, lo primero que hice fue juntar
el dinero para armar una Specialized Hard Rock. La bicicleta de montaña se convirtió en mi nueva religión. Los siguientes diez años fueron de ciclomontañismo o muerte, que siempre acompañé con todo tipo de substancias. Un exceso de ambas, bicicletas y substancias hasta el infinito. Tuve la fortuna de hacer recorridos de días y semanas de Cross Country, hoy impensables por la inseguridad. Seis bicicletas de montaña después, conservo la costumbre de recoger honguitos y deshidratarlos. Y de fumar en la montaña, antes de bajar. Al finalizar los noventa sucedieron dos cosas que me cambiaron la vida otra vez. Se me pegó el flotador con el alcohol y la cocaína, lo cual me llevó a tener un aterrizaje forzoso con el Doctor Alexis Arroyo, psiquiatra místico y alumno del Doctor Salvador Roquet que se convirtió en mi Hombre de Poder y me alivianó en ocho meses. En su terapia descubrí cosas insólitas. Por ejemplo, que cada vez que me subo a la bici experimento la protección cariñosa de mi madre por haberme regalado aquella Italjet. Ese es mi vínculo emocional con la rila. Lo que yo interpretaba como la seguridad de que nada podía sucederme en la bici. Lo cual me ha costado demasiadas caídas, atropellamientos (dos), fracturas y lesiones.
Dejé todo. Y me convertí en un fanático del ejercicio y la bicicleta. Un día, vi en Trans Vision una Mongoose Pro Style conmemorativa por los 30 años de la marca. Me la regalé a los 30. Empecé a desoxidar los trucos que aprendí de adolescente y a frecuentar a los freestyleros para aprender los nuevos. Un sábado, saltando en las rampas que había en las marinas de Satélite, entre el OfficeMax (antes Cine Apolo) y el Walmart, quise volar más que los demás. Por hacerme el chingón me estrellé en un canal de concreto. Sin casco. Gracias a esa caída que me tuvo en cama 15 días —y a una posterior en
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la misma bici—, padecí una lesión de espalda que me torturó durante esa década de sobriedad. Por la lesión tuve que dejar la bicicleta de montaña. Y eso me llevó directo a la bicicleta de ruta, porque el impacto era menor. Armé una Merida Road 880, gama media, y salí a las carreteras de México lindo y querido. La bicicleta de ruta se convirtió en mi nueva religión. Durante esa época prácticamente consumí todo para el dolor, con y sin receta, e invariablemente terminaba en la clínica por el piquete de cortisona. A veces usaba una faja deportiva y pedaleaba empastillado. Un caso de incapacidad médica sobre el que también he escrito. Y volví a fumar yerba. Nada te aliviana los dolores físicos y netafísicos como la yerba. A punto de operarme la columna, como última opinión fui con el Doctor Juan Manuel García, cirujano, ortopedista y médico del deporte, quien logró curarme con un tratamiento casi mágico. Mi Médico Brujo. Un Magazo que vio lo que ortopedistas y quiroprácticos no. Pero pocas cosas tan aleccionadoras como una caída en bicicleta. Equilibrado el consumo de substancias armé una Kona Blast. Volví a las andadas en bici de montaña y la combiné
con la de ruta. Le siguieron otra Hard Rock y la Rocky Mountain Fusion que uso hoy. Otro ciclo empezó cuando armé una single speed con Eli Acosta —un cuadro de chromoly restaurado— para entrar a la era del “ciclismo urbano”. Pero esta moda no se me hizo religión. Ni las fixed que probé. Admiro la belleza de las fixies, pero ya estoy ruqueniall para hacerle al valiente entre los coches con el piñón fijo y sin freno. Para la ciudad prefiero una bici de montaña con llantas slim. La que sí me convirtió a otro culto fue la Cyclo Cross. Las vi en el viejo continente y me prendí durísimo. Así que hace tres años armé una Kona Jake The Snake, la que uso hoy, que combina lo mejor de la ruta y montaña. Nunca imaginé que mis dos piernas me llevarían a pedalear tan lejos por diversas ciudades, montañas y carreteras. Por playas, selvas, bosques, desiertos y volcanes. Bajo el sol, la luna y las estrellas. En la lluvia, en medio de tormentas, ventiscas y tolvaneras. A través de caminos y ríos, senderos y single tracks. En la nieve, en el lodo y las piedras. Sobrio, intoxicado, perdido y enfermo. En otros estados, países y continentes. Solo, acompañado y en grupos de toda calaña. Y cada vez que
hace frío las lesiones en la espalda, las rodillas, el hombro y la mano derecha, me recuerdan qué buen rol ha sido mi vida. II Del 19 al 23 de abril de 2017 se realizó el Sexto Foro Mundial de la Bicicleta, Ciudades Hechas a Mano en la Ciudad de México. Mientras esperaba que el comisionado de arte y cultura, el pintor y grabador Roberto Martínez, confirmara si iba a participar, leí en el periódico que los Bicitekas cumplieron 18 años y el Movimiento Bicicletero Mexicano, 31. De golpe recordé que en el 2000 entrevisté al fundador de este movimiento, Armando Roa Béjar, y a los flamantes Bicitekas, Leon Hamui y Xavier Treviño —antes Radicales Libres—, para un reportaje que titulé “La bicicleta nos hace más humanos”. En esos días empecé a recopilar bibliografía sobre ciclismo y bicicletas, libros y revistas que conseguía aquí, allá y más allá. En 1999 empecé a escribir lo que se convirtió en un libro sobre la historia de la bicicleta. Quería hacer algo con las bicicletas además de montarlas y rodarlas. Intenté hacer escultura, pero fracasé. Solo conservo una Cabeza de
toro de Picasso. Luego intenté hacer fotografía, pero también fracasé. Pasé más de un año retratando a personas de diversos oficios con sus bicicletas. Así nació la idea: Las Bicicletas y sus dueños. Sin embargo, los retratos eran malísimos. Una tarde de ocio, hojeando una revista de ciencia, leí una entrevista que le hicieron a Albert Einstein, en la que declaraba que la teoría de la relatividad se le había ocurrido mientras daba una vuelta en bicicleta. Fue cuando soltó aquél principio universal de “La vida es como un paseo en bicicleta, para conservar el equilibrio es necesario mantenerse en movimiento”. Y una de las fotografías que ilustraba el texto era Einstein pedaleando una clásica Schwinn Cruiser B10E de llantas cara blanca, como la que usábamos en Los Ángeles para hacer los mandados de
mi tía. En ese instante todo se armó en mi cabeza y así escribí el primer texto, “La Schwinn de Albert Einstein”. En 2008 renuncié a la agencia de publicidad donde trabajaba y publiqué el libro. Lo presenté en varios Estados y lo llevé a todas las ferias. Salió para hacer una reedición con diez capítulos adicionales en 2009 y luego otra reimpresión en 2011. Dejé de escribir sobre música, viajes y libros, mis terrenos habituales, para dedicarme a teclear sobre mi nueva religión, el ciclismo y la historia de la bicicleta. Fue algo que me atrapó en la literatura y el periodismo. Y eso es lo que ocupa mi departamentito: música, libros y bicicletas. Durante muchos años tuve un sueño como Luther King. Trabajar en una empresa de bicicletas. Gracias al libro y a lo que publicaba en revistas, periódicos y blogs, me buscaron para todo tipo
de iniciativas. En 2013 me llamaron de una empresa mexicana de sistemas de movilidad sustentable que ha tratado de entrar al negocio de los sistemas de bicicleta pública. Otra vez renuncié a mi trabajo en una agencia de publicidad y entré a esta empresa como la cabeza de comunicación. Fue una pesadilla corporativa y un tour de corrupción por todo el país. Recorrimos estados y municipios presentando nuestros proyectos de movilidad y en todas partes era lo mismo: corrupción a manos llenas. Aguanté casi dos años por amor a las bicicletas y al ciclismo. Y desarrollamos una estrategia para llegar a la iniciativa privada, estuvimos muy cerca de concretar proyectos con Bimbo y Femsa. La cuestión era que al final, el gobierno tiene que autorizar todo y acá estaban dispuestos a todo con tal de facturar.
6.ABRIL 13.AGOSTO 2017 MUSEO UNIVERSITARIO ARTE CONTEMPORÁNEO muac.unam.mx
22 Las empresas europeas asociadas que nos asesoraban y certificaban solo pelaban los ojitos horrorizadas. Un día estuvimos a así de instalarle al desgobierno de Veracruz unos sistemas de escenografía duartesca para los Juegos Centroamericanos y del Caribe 2014. Logramos convencer al director de la empresa de no hacerlo. El caso es que me llegaba la hora de entrarle al baile de la corrupción y el dinero. Perdí el sueño. Te faltan huevos para entrarle —me decía en el insomnio—, no tienes ambición. Y una semana después de fallecido mi padre, en un reset interno, renuncié. No pude seguir con eso. Con el gobierno nada. Y tampoco soportaba al “director” de la empresa, un ex chalán de diputado perredista. Y ahí terminó ese sueño bicicletero. Desde que era un adolescente moverme en bicicleta ha sido lo normal, como deporte y transporte. El ciclismo urbano existe desde hace 200 años, solo que ahora se le nombra así, se organiza,
se reglamenta y se adorna con toda la parafernalia y la moda. Me involucré en todo eso al finalizar los noventa. Asistí a la fundación de la Red Nacional de Ciclismo Urbano en 2008 y participé en los primeros congresos nacionales en Ciudad de México, Guadalajara, Puebla y Oaxaca. También asistí a las rodadas de todo tipo y causa e interactué con las principales organizaciones y grupos emergentes. Hasta que me descubrí haciendo activismo. Lo respeto, porque está transformando las ciudades. Pero no se me da porque no tiene que ver en mi relación con la bicicleta, cuya esencia es liberadora y libertaria, y no la comprometería con agendas ajenas a eso. Existe la postura de convertir a la bicicleta en un instrumento político comprometido, con lo cual difiero. Entonces arribó una oleada masiva de nuevos ciclistas y activistas, haciendo del ciclismo una militancia de consigna, “bájate del coche y súbete a la bici”. Muchos de ellos recubiertos de corrección política y superioridad
moral para dar lecciones a diestra y siniestra. Llegaron en bici como si manejaran el coche, invadiendo espacios peatonales, peleando con todos los transeúntes. Formaron cientos de grupos y organizaciones para disputarse el protagonismo y el liderazgo. Generaron discusiones bizantinas en las que solo ellos tienen la razón. Se puso de moda clavarse a trabajar en el gobierno a la menor oportunidad. Y claro, la mayoría son expertos instantáneos que ostentan la invención de eso llamado “ciclismo urbano”, ansiosos por demostrar que están salvando al mundo. Por eso pinté mi raya sin comex para pegarme a lo que me mantiene en movimiento, rodar y escribir. Me sumo pedaleando, como siempre lo he hecho con o sin causa política, urbana o ambiental. Ando en bicicleta porque me gusta, me aliviana y me siento seguro en ella. Además, cada vez que pedaleo experimento la magia, que para mí consiste en caminar en el aire y volar con los pies. Con los años me he hecho a la bici, flexi-
ble y ligero, el cuerpo curvo y la mente circular, de pensamientos redondos. La clave de la vida es el movimiento. A los 47 años soy un peso pluma de 56 kilos tranquilo y rodante. Por eso digo que soy quien soy por las bicicletas.
—Rogelio Garza es ciclista, publicista, escritor y periodista. Autor de Las bicicletas y sus dueños (2008) y Zig-zag, lecturas para fumar (2015).
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WHEN THE STREETS HAVE NO NAME. MANAGUA: NADA PARA VER Por Diego Olavarría Fotos: Mayerling García
Desde las alturas, Nicaragua es una sarna: un territorio de volcanes que se extienden como prurito, de matorrales secos que parecen costras. El país humea como una fogata: incendios, magma, el purulento azufre que los cráteres cocinan. Enormes lagos, hinchados y tibios como vejigas, flotan pálidos sobre la patria.
Nunca he estado en Nicaragua. E intento autoconvencerme de que vengo sin prejuicios. Pero Managua me desconcierta desde un inicio: aterrizar aquí es como hacerlo en una ciudad que normalmente no tiene aeropuerto. Su fisonomía —calles de tierra, vendedores que ofrecen sus plátanos desde una carreta, incontables talleres mecánicos— asemeja más la de un pueblito de tierra caliente morelense que la de una capital. Los símbolos de las boyantes urbes —rascacielos, autopistas, aviones que cruzan el cielo— casi no figuran; en su lugar, hay descampados donde los niños patean pelotas desinfladas, cráteres de agua azul en los que los peces nadan sin noticias de las guerras, miles de árboles con frutas que engordan sin que las corten.
25 (En el camino rumbo a mi hospedaje, le pido al taxista que me señale lugares importantes de la ciudad. Él hace lo propio apuntando a un casino con forma de pirámide, a un burdel de columnas color fucsia, a un lote de autos usados). Como la mayoría de las capitales de Centroamérica, Managua no es una ciudad que los turistas aprecien. En mi avión viajaban europeas con sombreros de Panamá, canadienses de camisetas sin manga y gorra al revés, hippies de lujo con mochilas de 400 dólares, pero ninguno tenía como destino Managua: todos aguardaban trasladarse a alguna ciudad colonial, a las paradisiacas Islas del maíz, o a alguna playa del Pacífico en la que la vida consiste en tirarse en una hamaca, beber cerveza y revisar Facebook. *** Una de las razones por las que Managua carece del carisma necesario para atraer visitantes es su corta historia. Antes de 1900, muy poco de Nicaragua sucedió aquí. Managua no fue cuna ni de poetas ni de guerrilleros. Nadie construyó aquí una catedral barroca ni una plaza de adoquín. Hasta que se convirtió en capital en 1856 —un pacto entre la conservadora Granada y la liberal ciudad de León, y
que costó una guerra civil— Managua había sido una aldea de pescadores; un sitio junto al lago Xolotlán donde los cocodrilos tomaban el sol en las piedras calientes y las garzas pescaban. Como centro del poder político y punto intermedio entre las ciudades poderosas del país, Managua prosperó e hizo negocios. Todo marchó en orden hasta 1931, cuando 6 puntos Richter desbarataron la ciudad. Managua se lo tomó con arrogancia y se recompuso: construyó edificios modernos, bulevares y una catedral, sin importarle que unos metros debajo de su superficie hubiera una falla tectónica. Durante algunas décadas, Managua deslumbró. Hacia 1950 el compositor Guy Lombardo cantó que “Managua Nicaragua is a beautiful town, a heavenly place, a wonderful spot”. Era la más encantadora y moderna de la región. De no ser por lo que sucedió después quizá seguiría siéndolo. La Navidad de 1972 fue el día más trágico en la historia de Nicaragua. En la ciudad de 480 mil habitantes se estima que 20 mil murieron; en 30 segundos, casi 4% de la población de la ciudad quedó sepultada para siempre. El temblor se ensañó con los grandes edificios: tumbó el palacio presidencial
de Tiscapa, el edificio del congreso, y las emblemáticas tiendas que alineaban la avenida Roosevelt. Vino la guerra: la intensificación del conflicto guerrillero a mediados de los setenta se debió, en parte, a que el régimen autoritario de Anastasio Somoza se robó la ayuda internacional destinada a reconstruir la ciudad. Cuando los guerrilleros del Frente Sandinista derrocan a Somoza y toman el poder en 1979, sus políticas se enfocan en atendera los más pobres: los campesinos. La reconstrucción de Managua se pospone. Y sigue pospuesta. *** No es fácil caminar por Managua. Es una ciudad de baldíos: de enormes vacíos atestados de hierba. En mis caminatas por la ciudad, soy uno de los pocos peatones. Incluso para alguien acostumbrado a la hostilidad de las ciudades mexicanas, esta capital es complicada: avenidas incruzables, banquetas destruidas, terrenos en los que los automovilistas arrojan basura y los empleados municipales lanzan los restos de los perros que de tan atropellados parecen hojas de papel. En las sombras de las paradas de autobuses observo a señoras y niños chupar bolsitas con hielo adentro para
matar el proverbial calor. Me miran caminar entre el polvo y el calor como a un profeta o, más probablemente, como a un idiota. Managua es una excelente ciudad para perderse: las calles no tienen nombres (repito: las calles no tienen nombres) y las direcciones se indican con ayuda de los puntos cardinales. Como solo las aves migratorias y los marinos más experimentados, los managuas saben siempre dónde está el norte (el lago), el este (arriba), el oeste (abajo). En este peculiar sistema de navegación, las direcciones existen en referencia a sitios más concurridos (mi hospedaje, por ejemplo, está “dos abajo del autolote, una y media al lago”). Con frecuencia, los puntos de referencia son sitios desaparecidos; se introducen con la locución donde fue. Donde fue el Cine Dorado, donde fue el arbolito, donde fue el restaurante Lacmiel. La solución a un problema de urbanismo es casi poética: en lugar de nombres de calles, Managua se orienta a partir de una cartografía de la memoria. La ciudad desaparecida existe porque se enuncia. ***
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Me tardo casi una hora en encontrar la calle que sube cerro de Tiscapa. Es uno de los pocos puntos turísticos de la ciudad, pero no hay un solo letrero que indique el camino. El cerro donde en 1972 se derrumbó la casa presidencial ofrece, además de la mejor vista de la ciudad y de la laguna volcánica, la posibilidad de ver artefactos dictatoriales (para ser exacto: un tanque que Mussolini le regaló a Somoza) y de recorrer los viejos calabozos de los torturadores. Supuestamente hay un museo, pero la museografía es escueta y los empleados pasan el tiempo ocultos bajo las sombras, lejos de los visitantes. Una enorme silueta negra del revolucionario Augusto Sandino es el único objeto digno de selfies para los pocos turistas que llegan allá arriba. Desde el cerro, se aprecia que Managua es arbolada: los marañones, tamarindos y árboles de papaya abundan. Managua casi parece un arbusto: una ciudad escondida por un velo de naturaleza. Pero tanto verde no es resultado de una conciencia ecologista o de un urbanismo comprometido con la ecología: es la
prueba absoluta del abandono. Entre las ruinas, la selva vuelve a crecer. Managua es una ciudad plana. O, más que plana, a ras de suelo. Sufre el trauma que atormenta a tantas urbes derrumbadas por las sacudidas: la fobia del segundo piso. Un sábado al mediodía voy a la plaza central para ver las multitudes: cuento cinco personas en total, incluyendo un vendedor de helados, todas ocultas en las sombras. La catedral, centro simbólico de toda capital latinoamericana, es apenas un cascarón oscuro y abandonado. La fachada neoclásica y los campanarios se desgajan leprosamente; a su alrededor, una cinta policial prohíbe acercarse al predio: los únicos que pueden asistir a misa son los fantasmas. Hacia el sur se puede ver el Banco Central, que tenía 12 pisos en 1972, pero que, tras el sismo, quedó de cuatro. La arquitectura de Managua es como un pabellón de enfermos: edificios derruidos, amputados, muertos en vida. *** Nicaragua proclama su adhesión al “Socialismo del siglo XXI”, un modelo caracterizado por la indefinición. Los
pósteres del presidente Daniel Ortega pregonan una revolución “cristiana, socialista y solidaria”. En esta capital, sin embargo, no faltan las casas de apuesta y hasta algún centro comercial donde, a juzgar por las filas, no hay cosa más codiciada un viernes por la noche que cenar pizza Papa John’s con plato y cubierto. Los vínculos de la familia Ortega con el gran capital chino —con quien buscan construir un canal interoceánico de Nicaragua, para que en unos años compita con el de Panamá— son del más absoluto pragmatismo capitalista. Los esfuerzos socialistas de los guerrilleros tuvieron, en los ochenta, logros tangibles como la alfabetización del 35% del país. Hoy, más que en las políticas, el socialismo es evidente en los topónimos: hay un centro de convenciones Olof Palme, una rotonda Hugo Chávez, una avenida Bolívar donde antes estaba la Roosevelt y un puerto Salvador Allende. Visito este último sitio un viernes por la tarde y descubro, afuera de los restaurantes con vista al lago, a varios grupos de mariachis que ofrecen can-
ciones de mesa en mesa. Durante mis días en Nicaragua, descubriré que el país tiene una afición intensa por la música ranchera: casi no hay viaje en autobús que no esté amenizado por Chavela Vargas, Vicente Fernández o Rocío Durcal. En Managua, la glorieta de Bello Horizonte es paralelo de Garibaldi en la Ciudad de México: una plaza donde los mariachis se reúnen para ofrecer sus servicios en fiestas y, sobre todo, en velorios, donde son casi indispensables. La palabra Nicaragua proviene del náhuatl nic-anahuac, que significa algo como “hasta aquí llegó el Anáhuac”, el mundo conocido por los pueblos de Mesoamérica. Si Estados Unidos termina devorando a México y su cultura, el consuelo de los mexicanos será viajar a Managua para probar las tortillas de comal, escuchar mariachi en vivo, y comer tamales en hoja de plátano. Centroamérica será el México que fuimos, nuestro Anáhuac idealizado. ***
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Paso mis noches en la ciudad en un pequeño hostal del barrio Los Robles. La colonia es casi un oasis: casas modernistas y hasta un parque herrumbroso con banquitas para sentarse a la sombra. El hostal es una casa reconvertida y tiene pocos meses abierto. Lo administran un chileno y una nicaragüense, pareja, que viven ahí y con frecuencia se pasean por la casa en piyama. (Conversando con la mujer, descubro que comparte apellido con dos ex presidentes. Le pregunto si el apellido es común y me responde que no, que pertenece al “clan”). En la casa hay más mucamas de las que logro identificar —el timbre suena constantemente: entra una mujer, sale otra— y durante la noche hay un cuidador vigilando. Sucede así en todo el barrio: sillas de plástico afuera de las casas que pasan el día vacías, pero que, tan pronto cae la noche, son ocupadas por veladores sin uniforme ni arma a quienes les pagan por no dormir. Un recordatorio de cómo era el mundo antes de las cámaras de seguridad.
En los Robles también queda la casa del poeta Ernesto Cardenal. Durante mis días en Nicaragua, la noticia más sonada fuera del país era que, gracias a una demanda sin fundamentos, el poeta de 92 años, el más reconocido de Nicaragua, iba a perder su hogar. La demanda, desechada por otro tribunal hace algunos años, fue resucitada en probable venganza por las críticas que Cardenal ha hecho al gobierno (lo ha acusado de “dictatorial”). En una entrevista con el diario La Prensa, Cardenal culpó del ataque a Rosario Murillo, primera dama y también poeta, con quien Ernesto tuvo un desencuentro en los años setenta. Pertinente recordatorio: pocas cosas son tan duraderas como el rencor de los poetas. Rosario Murillo es hoy, detrás de Ortega, la persona más poderosa de Nicaragua. El ex guerrillero es un tipo parco, no le gustan mucho las cámaras; es ella quien atiende muchas de las conferencias de prensa. Versifica discursos en cadena nacional, en los
que habla de “sintonías evolutivas” y pide “bendiciones” para las obras del gobierno. Para Murillo, la revolución no es sólo “socialista, cristiana y solidaria”, sino también new age-ista, espiritista y feng shui-ista. El símbolo más visible del poder de la primera dama son los“árboles de la vida”, unas esculturas metálicas de 25 metros que crecen por toda Managua. Los hay amarillos, verdes y morados, y están recubiertos de miles de foquitos navideños. Por las noches, sus ramas circulares estilo Gustav Klimt se iluminan y brillan estridentes.
Además de ser indeciblemente feos, y no dar sombra ni fruto, los árboles consumen bastante electricidad. Son, más que “arte público”, un monumento a la falta de imaginación del gobierno y a los pastiches ideológicos de los poderosos. Gioconda Belli escribió que Nicaragua es un triángulo de tierra perdido en la mitad del mundo. De noche, desde el avión que despega rumbo a la Ciudad de México, no distingo geometrías. Solo la silueta luminiscente de algunos árboles de la vida. Los volcanes y las calles sin nombres son sombras en la noche.
—Diego Ovalarría es escritor, intérprete y traductor. En 2015 fue ganador del Premio Nacional de Crónica Joven "Ricardo Garibay" por su libro El paralelo etíope.
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DISCOS RESEÑA
Por Manuel “Lagraneme” Carrasco
Nobody can live forever (Luaka Bop)
Maggot brain (4 Men With Beards)
Shango Dance Band (Comb & Razor)
– Tim Maia
– Funkadelic
– Shango Dance Band
Tim Maia es el responsable de introducir al público brasileño al funk y el soul americano. La leyenda cuenta que cuando Tim fue deportado de Estados Unidos lo único que pudo llevar consigo fue su colección de discos. La obra de Maia fue ignorada fuera de Brasil (con excepción de los coleccionistas de discos) porque el bossa nova y el tropicalismo acapararon la atención de los aficionados. A pesar de que Maia incursionó en varios géneros como cantante, productor y director musical, lo que más destaca de su trabajo es el soul, el funk y el disco. En esta selección hecha por Luaka Bop (sello de David Byrne) encontramos varias de las rolas más famosas de soul hechas por Tim. El break de batería que le da título a la compilación es de los más crujientes hechos en Brasil y “Rational culture” es un viaje psicodélico de trece minutos con un groove super funky e hipnótico. Excelente opción para empezar a coleccionar música brasileña y después explorar a Jorge Ben y Marcos Valle.
Generalmente, cuando se habla de rock psicodélico de los setenta el nombre Funkadelic no es mencionado. La legendaria banda de George Clinton se mantiene activa y debe ser una de las más prolíficas de la historia, pero su nombre siempre es asociado al funk. El Maggot brain, además de tener una de las tapas más chingonas, es un viaje ácido sobre la guitarra de Eddie Hazel y el teclado del recién fallecido Bernie Worrell. El disco abre con la rola que le da título al álbum y consiste en un solo de guitarra de más de diez minutos. Para que Hazel lograra ese nivel de sentimiento el viejo George le sugirió que tocara “como si su madre hubiera muerto”. El resultado es lo que muchos consideran uno de los mejores solos de guitarra de esta era. El sello 4 Men With Beards ha reeditado la primera parte de la obra de Funkadelic en vinilos de alto gramaje y ediciones gatefold. Indispensable para comprender el rock de los setenta.
Los discos de música nigeriana nunca pasan de moda. Con la explosión de Fela Kuti hace algunos años, todo lo que sale de Nigeria parece tener la aprobación de los amantes del afrobeat y del afrofunk. La Shago Dance Band fue formada por dos ex integrantes del Koola Lobitos, la primera banda de Fela. Ambos músicos se enlistaron en el ejército nigeriano una vez que comenzó la guerra a finales de los setenta, dejaron a Fela y dentro de la milicia formaron la Shago Dance Band. Pero su trabajo pasó desapercibido porque solo fue popular en las filas castrenses. En este disco, rescatado por el sello Comb & Razor, es de lo mejor del afrobeat editado en 2016. Y uno de los más solicitados en la tienda por los fans del género.
The Columbia Years 1968-1969 (Light in the Attic) – Betty Davis Betty Davis es una de las mujeres más influyentes en la música popular. Entre otras cosas, fue la responsable de introducir a Miles Davis a los sonidos funk de Sly Stone y James Brown, y de presentarle a Jimi Hendrix. Estos eventos definieron el rumbo de la obra de Miles en su etapa eléctrica. El sonido de Betty era rock, funk y una fuerte presencia sexual en el escenario. Estas legendarias sesiones no estaban disponibles hasta ahora. En ellas intervienen como productores Teo Macero y Miles Davis. Además, participan, entre otros, Herbie Hancock, Wayne Shorter, Hugh Masakela y algunos integrantes de los Jazz Crusaders. Entre canciones podemos apreciar la ronca voz de Miles dándole indicaciones a Betty. Varios músicos, como Santana y el mismo Miles, consideran la figura de Betty indispensable para que eventualmente existieran Prince o Madonna. El disco fue editado por el sello Light in the Attic, que tiene otros discos de Betty disponibles en su catálogo y que también tenemos en Revancha.
— Manuel “Lagraneme” Carrasco es el dueño de Revancha (revanchadf.com), la tienda de vinilos orientada a los ritmos de la diáspora africana, y condujo por once años el programa Scratchamama en Ibero 90.9 FM, dedicado devocionalmente al hip hop.
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LE COQ SPORTIF Y SU RELEVANCIA EN LA HISTORIA DEL CICLISMO MUNDIAL A lo largo de la historia, Le Coq Sportif ha formado parte de los más importante eventos de ciclismo profesional y amateur a nivel mundial. Desde 2012, Le Coq Sportif viste nuevamente a la más prestigiosa competencia de ciclistas: el Tour de France, firmando de nuevo los famosos maillots de los líderes: el legendario maillot amarillo, el verde, el icónico de puntos rojos y el blanco; el mejor de los regalos que la marca pudo tener en su 130 aniversario. Se trata de un momento histórico, ya que a partir de 1951, los talleres de Le Coq Sportif han recibido el prestigioso encargo de realizar los maillots oficiales para los equipos del Tour de France. Durante cuarenta
años, los ciclistas más importantes han lucido los icónicos maillots Le Coq Sportif, desde Jacques Anquetil a Bernard Hinault, pasando por Eddy Merckx; todos campeones del legendario tour. Émile Camuset fue testigo de la gran relación entre el Tour de France y Le Coq Sportif: “en 1951, fruto del azar, el tour pasó por Romilly —lugar de confección de los maillots— antes de la llegada del pelotón a París. Me acuerdo de ese día de gran orgullo para la marca. Le Coq Sportif había colgado los maillots de los equipos en la carretera, todos los habitantes de Romilly pudieron ver a los corredores y los maillots confeccionados por las trabajadoras de Le Coq Sportif, que se sentían muy orgullosas de su trabajo”. Más que una colaboración entre la marca y el Tour de France, es una sincera y apasionada elección, una evidencia que confirma el compromiso que siempre ha tenido Le Coq Sportif con el ciclismo. Este 2017, año en que la bicicleta cumple 200 años desde su creación, Le Coq Sportif refuerza su relevancia en el mundo del ciclismo lanzando una nueva línea de ropa performance en colaboración con el Tour de France. En esta colección, los maillots conjugan los códigos de la temporada a través de combinaciones en azul, blanco y rojo, los colores emblemáticos de la marca.
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ELLIOTT SMITH: EL ALARIDO DEL SUICIDA
“¿Qué es un poeta? Una persona desdichada que oculta hondos sufrimientos en su corazón, pero cuyos labios son de tal naturaleza que si de ellos brotan sollozos y alaridos, suenan como una bella música”. Søren Kierkegaard (Diapsálmata). Por Alejandro González Castillo
Ocurre con frecuencia. Los suicidas encuentran un instante de cordura pasmosa, un momento de claridad que los lleva a garabatear unas cuantas palabras a modo de despedida; y suelen pedir perdón, quizá por el reguero de sangre o por el batidillo policíaco que se avecina. Eso hizo Elliott Smith antes de acabar consigo mismo. En un post it trazó: “Lo siento mucho, amor, Elliott. Que dios me perdone”. Quien encontró la
nota fue Jennifer Chiba, su novia, y cuenta que tras discutir con Elliott, ella misma se había encerrado en el baño del apartamento que ambos habitaban en Los Ángeles. Entonces escuchó un grito. Al salir, se encontró a Smith de espaldas; cuando este se volteó, dejó ver que se había enterrado un cuchillo en el pecho. Aunque se le dificultaba respirar, el tipo seguía de
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pie. Las manecillas del reloj rondaban las doce. Era 21 de octubre de 2003 y Elliott contaba con 34 años de edad. Rebanarse el pecho uno mismo. Sin siquiera quitarse la camisa. Respirar hondo por última vez y con todas las fuerzas posibles clavar una punta afilada para que esta raje el corazón: un asunto dolorosísimo, según cuentan los expertos; hay que contar con un franco deseo de sufrir siempre que se planee abrir un cajón de la cocina para elegir el puñal con mejor punta y así calcular el espacio que hay entre costillas para abrirse camino. Elliott llevaba tiempo sintiéndose mal, mucho tiempo. Así que suicidarse de esa manerano fue un arrebato. El sujeto estaba limpio entonces, llevaba cerca de un año alejado de las drogas tras palpar fondo. Algunos lo recordaban deambulando errante por las calles angelinas, cobija sobre los hombros, perdido en sus adentros y sus afueras; y también tendido en algún sanitario público, soltando balbuceos con una aguja pinchándole el brazo. El hombre adquirió en LA el gusto por el crack; sin embargo, antes, cuando vivía en Nueva York y, previamente, en Portland, ya era alcohólico e heroinómano.
FAMA Y DEPRESIÓN Hasta aquí, pareciera que se ahonda en la vida de un infeliz destinado al anonimato, uno más de los muchos que a diario sobreviven penosamente en las grandes ciudades del planeta. Pero en 2003, Smith era un sujeto famoso, vaya que sí. Aunque últimamente ofrecía conciertos plenos de tropiezos, su cancionero había preñado de ilusión a miles de escuchas que, como él, barruntaban la peor de las catástrofes emocionales. Figure 8 (2000), el disco más reciente que de él presumían los estantes de las tiendas de discos, se asomaba como el mejor de su carrera. Adulación le sobraba, así como fiesta y glamur. Lo que sus compinches de juerga seguramente desconocían era que Elliott sufría de depresión. Una honda depresión añejada por los años. “Everything means nothing to me”, se escuchaba en el álbum de marras; un advertencia en formato de canción que ya antes se había asomado en forma de cicatriz (en alguna ocasión el productor Larry Crane descubrió una aparatosa herida entre los pezones del compositor) y de amenaza verbal (el músico solía despedirse de sus amigos efusivamente, diciéndoles que probablemente no los volvería a ver jamás, pues planeaba suicidarse).
Pero, ¿quién podría imaginar que el tipo hablaba en serio? Es decir, el sello DreamWorks lo había cobijado desde XO (1998), una obra que lo llevó a vender más discos de los que jamás imaginó y con la que dejó de pasar las noches tras las rejas, por ser confundido con un indigente, a convertirse en una especie de celebridad. La subida a la fama tuvo lugar una vez que el cineasta Gus Van Sant lo escuchó y decidió adherirlo al soundtrack del filme Good will hunting (Mente indomable) para así hacer que una composición en especial pusiera a Smith bajo los reflectores más toscos: “Miss misery”. En el video de dicho tema puede verse al cantante andando por las calles, partiendo del bar Smog Cutter y portando un traje blanco para dar una caminata por el mismo barrio donde dealers y putas, mendigos y millonarios, deambulaban mientras Smith bebía y trazaba rimas en su mente. Sin embargo, sería una presentación del músico en el televisor (durante la entrega de los premios Oscar) la que pondría en la boca de millones esa oda a la bondad que un pomo de whisky genera en los solitarios. Surreal, así calificó en su momento la situación el cantautor. Y vaya que lo fue. Convencer al de Portland para que
tocara durante la mencionada ceremonia no fue sencillo, y cuando finalmente accedió —argumentando que era un buen pretexto para enfundarse su traje blanco de la buena suerte— los nervios lo carcomieron; pero no porque millones observarían su aceitosa cabellera en la pantalla de sus respectivas salas, sino debido a que a unos cuantos pasos del cantante, bien atento, Jack Nicholson ocuparía una butaca. Una cita surreal, sí. Porque al terminar su interpretación —justo al acabar de contar con voz trémula cómo se le hace para drenar el veneno del cerebro y así desechar malos pensamientos— Elliott apenas dibujó una mueca en su rostro mientras ofrecía una reverencia al glamoroso público; después, Madonna anunciaría que Céline Dion se llevaba el premio esa noche, encima de la Srita. Miseria. El Titanic arrasó con todo aquella vez, excepto con el corazón del buen Elliott, quien seguramente cogió una buena borrachera tras guardar su guitarra en el estuche para volver a casa. Quienes chocaron las palmas frente a Elliott cuando Céline lo derrotó, difícilmente creerían que se trataba de un tipo que no demasiado tiempo atrás practicaba busking en el transporte subterráneo, que luchaba por ganarse oídos a diario y que cuando esto no pasaba vagaba por las estaciones meditabundo, durante horas. Quizá tampoco sospecharían que en cierta ocasión que se presentó en el SXSW, se vio obligado a interrumpir el concierto en diversas ocasiones para visitar el baño, todo
34 firmante, esa valiente aunque delicada forma de confrontar la vida que Smith poseía, se palpa de forma conmovedora. Al escucharlo, pareciera que el tipo está echado en el suelo de casa, mostrando lo que acaba de escribir la madrugada anterior. Y esto se confirma al saber lo que sus amigos recuerdan de cómo era salir con él; lo que significaba sentarse a su lado a beber y charlar, lo que era saberlo cerca, sentirlo vivo. Y claro, resulta sorprendente enterarse de que era fan de Scorpions y Rush, del Goodbye yellow brick road de Elton John (se cuenta que llegó a escucharlo por más de diez horas consecutivas), de que a lo largo de una borrachera podía gastarse 40 dólares en una rockola y de que si alguien hacía sonar “Running scared”, de Roy Orbison, salía corriendo despavorido, argumentando que ansiaba que llegara el día en que pudiera escuchar ese tema sin que lo destruyera.
un acto que tenía tiempo maquinando. Lo dijo Kierkegaarden, el escritor ya citado, a Smith le sucedió lo que al desdichado que era torturado lentamente, a fuego lento en el toro de Falaris, y cuyos alaridos no llegaban hasta los oídos del tirano para horrorizarle, pues a este le sonaban a dulce música. Y mirémonos, aquí estamos, escuchando al muerto, encantados; atendiendo al del corazón rajado a través de sus discos. Sin duda somos los escuchas que se apiñan en torno al poeta y le dicen: vuelve a cantar, es decir, deja que los sufrimientos atormenten tu alma. Porque si bien esos lamentos nos generan cierta angustia, nos resultan adictivos por una razón que tanto Elliott como Søren conocen bien: la música que un alarido provoca, aunque nos apene aceptarlo, es simplemente deliciosa.
VUELVE A CANTAR TU DULCE MÚSICA Pero lo que más cala es saber que todo ellos, sus allegados, sabían que el hombre llevaba años anunciando que iba a quitarse la vida. Que la vez que empuñó un cuchillo para hundírselo en el pecho no estaba improvisando, sino consumando debido a que, sí, el impacto de descubrir a una multitud enloquecida por su cancionero le destrozaba los nervios. Y es que cuando se presentaba en directo, frágil, con una timidez exacerbada, el hombre prefería dirigir sus ojos al suelo, hundir ahí la mira mientras abría la portezuela que mantenía tibias sus entrañas. Either/Or (1997) fue el disco que llevó al artista a enterarse de que, al menosbajo los reflectores, ya era hora de quitar la vista de sus agujetas. Para entonces, ya valía la pena alzar la cabeza con tal de toparse con un creciente puñado de seguidores. LA HONESTA SERENIDAD Interesado en asuntos existencialistas, Elliott tomó inspiración de un libro firmado por Søren Kierkegaard para darle nombre a su tercer álbum (al cual anteceden uno de título homónimo y Roman Candle, editados en 1995 y 1994, respectivamente), el ya mencionado Either/Or, un trabajo que cumple veinte años de haber sido puesto bajo el sol. Se habla aquí de la obra coyuntural del músico, pues en ella se concentran
las mejores cualidades de su autor: la honesta serenidad de quien escribe temas de aliento folk, emparentados estéticamente con el imaginario del cantautor que recurre a arreglos discretos; y la cruda ambición del que entiende que acompañarse de una guitarra acústica para desatar lágrimas en algún pub medio vacío está bien, pero las herramientas del pop no están como para desdeñarse. En dicho trabajo, es posible rastrear las influencias evidentes de Smith, como ese afán por doblar las voces que a The Beatles tan buenos resultados les traían y, por supuesto, la infección que artistas como Neil Young, Bob Dylan y los propios Beatles de la era del álbum blanco le proporcionaron. Sin embargo, Elliott parecía cubrir todo ese bagaje con un barniz nostálgico se sobrecogedora factura. El romance alcohólico retratado en “Between the bars”, la gema pop que significa “The ballad of big nothing”, el ríspido acto de mirarse al espejo concentrado en “Pictures of me” o la austera esperanza de un tema como “Say yes”; en Either/Or, el espíritu quebradizo de su
—Alejandro González Castillo es escritor y periodista especializado en música. Es cocordinador del libro 100 discos esenciales del rock mexicano (Tomo, 2012). No tiene ningún tatuaje.
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EQUIVOCARTE TAMBIÉN ES UN ARTE
ENTREVISTA CON LA BANDA BASTÖN
No quiero hacerme el raro, no me siento un poeta/ Solo quiero ver todo claro, sentado en la banqueta/ El mundo es solo una palabra y cabe en mi libreta. “Constelaciones”. Por Eduardo H.G. Fotos: David Barajas I. PICAR PIEDRA Muelas de Gallo dibujará una imagen pero antes dice que La Banda Bastön huye de las tendencias, que ellos hacen música “elástica” (por ponerle un adjetivo). Viene la imagen: cuando nosotros hacemos música mantenemos la esencia, pero nos alejamos hasta la frontera; y cuando estamos ahí nos damos cuenta que hay otros pueblos musicales que cruzan con el nuestro, que están cerquita. Así que nos acercamos y de ahí sale una canción; de ahí sale nuestro pedo. Muelas de Gallo y Dr. Zupreeme han atravesado casi 20 años como un grupo de rap —en 2018 se cumplen las dos décadas— y lejos ha quedado la época en la que corrían descalzos en Ciudad Constitución, en el Valle de Santo Domingo, de Baja California Sur, persiguiendo sueños entre barriadas sin agua, ni pavimento; donde los tiros a golpes se podían extender a ladrillazos porque no había ni para las navajas. Muelas de Gallo y Dr. Zupreeme se conocen desde el kínder y ni de locos se hubieran imaginado que lustros después serían lo que son: una de los mejores actos de rap en el país y uno de los responsables de que el género haya salido de las coladeras y se haya metido en los circuitos juveniles de moda y en cierto ambiente de lo cool, que es atravesado por la era de YouTube, Spotify, Itunes Music, Facebook y Twitter. Porque la decisión de abandonar la escuela (después del kínder se toparon en la primaria, luego en la secundaria), de venir a la Ciudad de México a finales de los noventa. De dejar de percibir dinero seguro para invertirle a su música, como cuando
Muelas viajo 33 horas en un autobús a Sonora, pero cuando tenía que volver no tenía un peso, así que tuvo que quedarse con amigos hasta que consiguió la lana. Porque era picar piedra. Entonces nada pasaba. No había recursos, a nadie le interesaba el rap como negocio, como escena, como cultura. Nada. Puro amor, la neta era puro amor, porque no existía esa visión de que haciendo rap podías llegar a algún lado; todo lo contrario, eras señalado: un vago, outsider. “Si hoy un morro de 14 años empieza a hacer rap es porque, no sé, quiere dejar de ser virgen, ganar dinero, likes”. II. LUCES FANTASMA Su más reciente disco, Luces fantasma (2017), es quizá el mejor disco de hip hop que se ha hecho en el país. Tal vez me equivoque; pero, como dice este par, equivocarse también es un arte. Es inevitable voltear atrás, cuando comenzaron, ¿cómo se sienten? Muelas de Gallo: Pasa un año, dos, pasan rápido. Pero cuando empiezas a contar bloques de diez es algo increíble. Te preguntas a dónde carajos se ha ido ese tiempo. En mi caso, trato de vivir un día a la vez. No me hago películas con esto de los años, ni con creer que nos merecemos algo por tener equis cantidad de tiempo en el juego. Me siento contento, agradecido, pero no estoy satisfecho. Todavía podemos hacer unos tres o cuatro discos muy buenos y dejar un legado musical importante. Dr. Zupreeme: Si piensas que hace veinte años salió un disco como el Mucho Barato, de Control Machete, y nosotros éramos morros a los que nos
gustaba el rap, escribir cosas, y ahora nos decidamos a esto, está cabrón. Las puertas que tocamos todos estos años están abiertas tanto para nosotros como para otros que vienen detrás o a un lado. Háblenme de aquella escena primigenia con la que se toparon cuando llegaron a la Ciudad de México. Muelas de Gallo: Era una escena extraña porque parecía estar unida, pero no. Había algunos crews, muy de zonas: sur, oriente, Neza, Aragón, el Centro. Recuerdo, cuando llegamos, a Sociedad Café, este rap cholo. Y estaba la gente de DFK, en el sur, que eran más de los cuatro elementos. Por supuesto estaba la Vieja Guardia, DJ Aztek, Kartel Aztlán, Petate Funky. Mucho caguamear en la esquina. Mucho party, pero con el hip hop siempre como background. Pasemos el disco, de dónde vino el título, Luces fantasma. Muelas de Gallo: “Luces fantasma”, el concepto, vino del concepto que hay detrás del disco, de su significado, que tiene que ver con las diferentes capas que tenemos como banda, como sociedad: esos maquillajes y disfraces. Una luz fantasma es algo que está ahí pero no siempre se ve a simple vista, o al revés, algo que se ve pero no está ahí. Una dualidad. ¿Cómo se construyó musicalmente la identidad del disco? Dr. Zupreeme: Desde 2015 teníamos la idea del disco, con el objetivo de que saliera en 2016; pero las cosas se fueron haciendo grandes y convino darle su tiempo. De 100 beats que hicimos originalmente, a 40 les dimos un tratamiento especial. Les grabamos
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los bajos, otros instrumentos, y de esos grabamos unos 25 con voces, versos y algunos coros. Fuimos por ahí, no a la primera, sino explorando. La idea fue seleccionar, como una criba, para quedarnos con lo mejor. Tienen colaboraciones bien pesadas en términos del rap; pero también en otros géneros: Antibalas, Statik Selektah, McKlopedia, Mariel Mariel, Denise Gutiérrez, Álvaro Díaz. ¿Cómo se pensó eso?
Muelas de Gallo: Siempre tratamos de hacer música elástica, por ponerle un adjetivo. Porque hacemos lo de nosotros, hip hop, sin hacer caso a las tendencias o a las modas. Huimos de eso; güey, cuando nosotros hacemos música mantenemos la esencia, pero nos alejamos hasta la frontera; y cuando estamos ahí nos damos cuenta que hay otros pueblos musicales que cruzan con el nuestro [se dirige a Zupreeme: ¡mira qué bonito, que bonita
imagen!], que están cerquita. Así que nos acercamos y de ahí sale una canción; de ahí sale nuestro pedo. Y cómo fue el proceso de grabación, de edición. Todos los bajos del disco son de Ra Díaz, de Suicidal Tendencies, y la mezcla corrió a cargo de Joe “The Butcher” Nicolo. Eso es interesante, cómo pasó. Dr. Zupreeme: Ra Díaz es parte del team. Lo conocemos desde que vivía aquí en México, antes de que se mudara a Los Ángeles. Cuando empezamos
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el disco lo trajimos y se grabó 40 rolas el güey. Es un excelente bajista, y el éxito que podamos tener o no tendrá mucho que ver con él. Joe Nicolo llegó cuando nos preguntamos quién estaría bueno para mezclar el disco. Me puse a buscar los vinilos que más me gustan y ahí estaba Joe. Le escribimos y jaló. El mastering también estuvo cabrón. Lo hizo “Big Bass” Brian, que es top top top. Ha estado en casi todos los discos de Dr. Dre, incluido el más reciente, el Compton, y ha trabajado con Kendrick Lamar. Muelas de Gallo: Y está chido güey porque es el sonido del mundo ahora mismo. El top del sonido mundial, sabes. Sí se puede, se puede aspirar a eso. Si nosotros pudimos lo puede hacer cualquier grupo. Creo es una de las maneras con las que el hip hop mexicano puede crecer. Porque ya hay buenos beatmakers, raperos… pero hace falta ese sonido, uno que en treinta años suene igual de cabrón. III. SEÑOR MALO ¿Ego? Quizás no es la palabra más importante del siglo… pero seguro que es el veneno que viaja en los órganos vitales de toda estrella pop. Lester Bangs escribió esto en 1975, en un encontronazo que tuvo con Lou Reed. El ego es quizá el tema más recurrente en la obra de La Banda Bastön. Luces fantasma es la materialización de esa exploración artística. Hay mucha confusión sobre el ego —dice Muelas—, yo mismo la tengo. Hay quien cree que ego es “creerse mucho”; tener un ego muy grande. Pero quizá no, quizá el ego sea tu personalidad, lo que te ayuda a lidiar con el mundo. Puede ser humilde, pero sigue siendo ego. El ego no eres tú, tú eres el que está detrás. Y eso es un pedo entender. Yo no sé quién soy, tengo una vaga idea, pero todavía no sé. Muelas dice que si uno se fija, siempre estamos “cantando nuestra canción”: yo soy poeta, yo soy
escritor, es que me gusta esto, es que yo hago esto, tomo el café así y pienso no sé qué. Esa “canción”, es tu ego hablando siempre, es ese cabrón, o esos cabrones, porque pueden ser muchos. “Escribo mucho sobre eso porque me doy cuenta que es bien común, que está en todos nosotros, a todas horas, en todo momento, ahora mismo incluso”. Dr. Zupreeme apostilla: el ego es una herramienta, ¿no? La cosa es que terminamos definiéndonos a través de esa herramienta y creemos que somos ella, cuando en realidad nos olvidamos de que hay detrás. IV. LA UNIDAD DEL DUO ¿Cómo mantuvieron la unidad a través de todos estos años? Seguro hay momentos en los que quieren mandar todo a la verga? Muelas de Gallo: De hecho no nos hablamos, güey. Yo no le hablo a este cabrón [risas]. O sea, no nos vemos tan seguido como parece. Dr. Zupreeme: La gente piensa que vivimos juntos [risas]. Y cuando les dices que no, te dicen “no mames, ¿neta?” Muelas de Gallo: ¡No mames, qué hueva! [Risas]. Dr. Zupreeme: Ya somos pinches adultos, no mamen [risas]. Pienso que gran parte del éxito de la amistad que tenemos es que nos vemos un chingo para trabajar, pero no es que comamos todos los días juntos, o nos estemos hablando. Muelas de Gallo: No forzamos las cosas, pues. Incluso cuando vamos a tocar y sale un after, a veces solo va uno de los dos. Somos independientes el uno del otro. ¿Cómo viven el rol, los conciertos, cómo ha cambiado todo a partir de su disco anterior y de que creciera el impacto? Cambia mucho porque la gente conoce tus canciones, deja a un lado el hecho de que seas mal
parecido, al menos en mi caso [risas]. Es raro ver a un frontman feo, güey, ¿o no?[risas]. Dr. Zupreeme: “Me volví guapo mientras daba un concierto” [risas]. Muy adentro, de huevos, ¿qué significó Luces Fantasma para cada uno? Muelas de Gallo: Un desahogo, güey. Yo soy muy sensible a la belleza, y no solo a la de una mujer, sino a la de una frase, por ejemplo, o cosas que veo y me parecen bellas. Me gusta inspirarme y beber de ese néctar, ¿sabes? Con Luces fantasma carnal, creo que alcanzamos un grado de belleza, en las canciones, en el concepto, en el sentimiento que evoca. Quise que, en su totalidad, este disco me vibrara. Y creo que en algunos puntos lo alcanzamos. Eso me hace sentir muy orgulloso de nuestro trabajo, de mi trabajo y de todo lo que hemos logramos. Dr. Zupreeme: Con Luces fantasma estuvo bien verga tener todo bajo control, aquí en casa, donde tenemos nuestro estudio. Hicimos lo que se nos dio la gana y se nota. Me quedo con eso: trabajamos bajo nuestros propios términos y estuvo cabrón. Para el siguiente voy a tirar la piedra aún más lejos.
—Eduardo H.G. es periodista y editor.
Ilustraciรณn: Chepe FB/chepeshepe Ilustraciรณn: Chepe FB/chepeshepe
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DAVID LYNCH DAVID LYNCH
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PLANETA
DAVID LYNCH
Por Iván Farías
Aunque los adjetivos “genio” y “de culto” se han abaratado, todavía hay artistas a los que se les puede llamar así. David Lynch es uno de ellos. Cineasta, músico y personaje sui generis, Lynch ha creado un mundo para sí mismo y nos lo ha compartido. Ha mutado de la pesadilla surrealista emparentada con el cine mudo y la white trash más decadente y extraña, a una elegancia clásica noir. Lynch ha sabido reinventarse. Y seguir adelante en una búsqueda personal sin detenerse a mirar si gusta o no al público. Muchos han quedado en el camino, autoplagiándose. Quizá, de esa acamada, solo el canadiense David Cronenberg ha podido hacer lo mismo: no mirar atrás y mantener una carrera destellante, en propuesta perene. En el siguiente especial he invitado a tres colegas que llevan en la brega desde hace tiempo. Rodrigo Islas Brito, crítico oaxaqueño, nos ofrece un perfil puntual de Lynch, escrito con su consabido buen humor y opinión informada. Gerardo Cruz-Grunerth, narrador potosino, hace un análisis de la importancia de Twin Peaks en el ámbito audiovisual. Cerramos con la entrega de Rodrigo R. Herrera, buscador de lo extraño, oriundo de la Ciudad de México, que analiza la influencia de Lynch cine y música. Sea pues, dejémonos llevar por Lynch hasta su planeta.
—Iván Farías es narrador y crítico de cine. Autor, entre otros libros, del volumen de cuentos Entropía remix, y compilador de México Noir, antología del relato criminal.
EL CINE DE
DAVID LYNCH Por Rodrigo Islas Brito
El 21 de enero de 2017 David Lynch cumplió 71 años de edad y no hubo canción tipo “When I’m sixty four” que lo celebrara. ¿Cómo podría? Cualquier intento por encapsular lo que Lynch le ha dado al cine y a la expresión visual devendría en un esfuerzo pusilánime de vena enterrada. Joven pintor abstracto de animaciones que anunciaban tormentas al entendimiento, el originario de Missoula, Montana, explotó en el cine con Eraserhead (Cabeza borradora) en 1977. El pesadillezco e indescifrable recuento de una vida horrible cuya primera secuencia de un feto saliendo por el cuello de una vagina a las realidades de un mundo en sombras, valdría por sí sola la entrada de Lynch al Partenón de creadores del más tierno y psicópata discurso. Jack Nance, con su base a lo Novia de Frankenstein, es la acepción de un universo de cordura indeleble y, en el último de los casos, innecesaria, que mira al futuro con el visor kafkiano de quien nada entiende, pero quien todo siente. La negrura de su debut independiente puso al jovenazo David Lynch en los ojos del actor, guionista y productor Mel Brooks, quien después de haber visto Eraserhead dos veces le dijo al novel cineasta que no había entendido nada pero que era suyo el trabajo para dirigir la versión cinematográfica de la vida de Joseph Merrick. El hombre elefante (Elephant man, 1980) fue formalmente la presentación de Lynch en sociedad; la puesta al día de la historia de un tipo
noble con cara de paquidermo que solo puede dormir sentado porque si se acuesta sabe bien que morirá. La actuación sobrehumana del siempre excelente John Hurt en el papel titular y una réplica perfecta de Anthony Hopkins como el doctor que ha de apoyarlo y mostrarle ese gramo de piedad que hará que el monstruo pueda vivir (interpretación cuya dulzura hizo que, años después, el cineasta Jonathan Demme le diera a Hopkins el papel que lo llevó a la fama atemporal: el del psiquiatra caníbal Hannibal Lecter) y una fotografía en blanco y negro sensible y demoniaca a cargo del reputado y legendario Freddie Francis, fueron las bases sobre las que Lynch levantó su primera carta de amor para los desesperados. En 1984 vino Dune (Dunas), obra épica y mística filmada en México que en un principio debió dirigir Alejandro Jodorowsky. Dune supuso el más colosal fracaso en la carrera de Lynch. Nunca pudo encontrarle la cuadratura a esa propuesta de Star Wars en LSD de la novela original de culto de Frank Herbert.
Blue Velvet, El Regreso Una oreja se pudre en los paladares de hormigas desquiciadas que corren por el césped de un vecindario armónico, sostenido en todos
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los lugares comunes del más “postaleado” american dream. Se trata el soneto de apertura de Blue velvet (Terciopelo azul, 1986), la cinta más lynchiana de la historia; un cuento de misterio en el que un atolondrado chaval sexualmente inofensivo (Kyle MacLachlan, el alter ego de Lynch por excelencia) termina envuelto en un enredo criminal closetero. Blue velvet involucra a Frank Booth (el icónico Dennis Hopper), demente adicto al helio, que gusta de gritar y morder antes que cualquier cosa; a un transexual crooner brutal (un fabuloso Dean Stockwell) fanático de la elegancia y las fiestas a la luz del toldo de un lanchón cuatro puertas; y a una femme fatale en problemas (la ex esposa de Lynch, hermosísima Isabella Rossellini) que no deja de tropezar con violaciones y cadáveres de pobres diablos que mueren parados con una bala buscando el fondo en sus cabezas. Si Lynch no hubiera vuelto a filmar Blue velvet hubiera valido para su inclusión en cualquier tipo de corolario de horror y decadencia cinematográfica. No conforme, transfirió el aire de pueblo idílico en el infierno de Blue velvet a la televisión con Twin Peaks (1990-1991), la mítica serie en la que el agente del FBI, Dale Cooper (MacLachlan), es enviado a la ciudad ficticia de Twin Peaks para investigar el asesinato de Laura Palmer, una popular estudiante de secundaria. Twin Peaks marcó el futuro trabajo del director, con la realización de una algo fallida precuela cinematográfica (Twin Peaks: Fire walk with me, 1992): recuento de las hazañas que una Laura Palmer viva emprendió para llegar a ser uno de los fiambres más celebres de la historia, y que con un “¡vamos a rockear!” impreso en la mugre de un desvencijado Taurus explicaba su herencia y causa de su folclor más acérrimo.
Cucarachas En El Ano Wild at heart (Salvaje de corazón, 1990) es el Mago de Oz versión filtro lynchiano enloquecido, con Sailor Ripley (un Nicolas Cage más endiabladamente Nicolas Cage que nunca) y Lula Fortune (una Laura Dern con gesto romántico a lo monstruo histórico de la Hammer) derramando amor por una senda de sangre, intriga y demencia horizontal y transversal. Retomando la fauna del escritor Barry Gifford, en Wild at heart Lynch da cuenta de gangsters de apellidos latinos cuya cabeza vuela al cosmos por un escopetazo purificador; de primos sufridos que un día se aficionan por meterse cucarachas en el ano; de madres diabólicas prestas a contratar a un matón de barrio bajo para que sus amadas hijas vuelvan a sus regazos; de adolescentes desangrándose a la orilla de una carretera cutre, entre los fierros retorcidos de un convertible muerto, buscando que alguien escuche el camino de sus sueños. Wild at heart significó la Palma de oro de Cannes para Lynch, síntoma de que los cuentos morales y mortales protagonizados por tipos locos, salvajes y sensibles, portadores de una chamarra de serpiente, también tienen su corazoncito. Lost highway (Carretera perdida, 1998) es las más estrambótica de todas las películas de Lynch. El relato de un saxofonista de
poca monta (Bill Pullman), al que un día el diablo está esperando en casa y termina por mutarle su rostro carcelario con un joven mecánico que se sabe salido de ninguna parte (Balthazar Getty). En 2001 vendría Mulholland drive: la perfección lyncheana en todo su esplendor. Un relato (destinado en un primer momento a serial televisivo) sobre dos mujeres (Naomi Watts y Laura Harring) que pueden ser la misma persona; pero que se enamoran una de la otra, envueltas en una temporalidad que se rompe a todo momento. Mulholland drive es un licuado que contiene a un director de cine parecido a Ben Stiller, enamorado de las dos chicas, con la parsimonia de un geek que solo puede envalentonarse cuando juega golf; un “no hay banda” de una intérprete latina, cruza de Lupe Vélez con Lola Beltrán que siente hasta la entraña sus canciones, aunque en realidad no esté cantándolas; matones cómicos y despiadados que van a asesinar a un tipo a su departamento y terminan jalando hasta con la mujer que hace el aseo a dos puertas de distancia; y relatos entre amigos que hablan de monstruos infernales que se aparecen en callejones de dinners mugrientos. Fue tal el éxito de Mulholland drive y su categoría de presentación de las más articulas obsesiones y alucines lynchianas que obtuvo una imprevista nominación al Oscar para el director. Un adjetivo, un sinónimo David Lynch es ya un adjetivo. Un sinónimo de mirar el mundo a través de un cristal chispado, siniestro, roto y en llamas. De verdades que surgen a partir de un concepto, una pesadilla, una imagen en sueños. De vernos a nosotros mismos capoteando nuestros demonios. Pero lynchiano no es sinónimo de horror palurdo. Lynchiano es que una noche estés platicando con un amigo en un Vips, con la séptima taza de café en la mano, y un mensaje llegue a tu celular de un número que no conoces, y que te anuncie que ella y otra chica (que tampoco sabes quién es) no podrán llegar a la cita (que nunca hiciste) “porque a una de ellas le bajó la regla”. Lynchiano es la normalidad de este mundo siempre presto a pontificar normalidad en un lienzo esquizofrénico y enrarecido.
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TWIN PEAKS
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EL LUGAR DONDE TODO COMIENZA
Por Gerardo Cruz-Grunerth Twin Peaks es el lugar donde todo comienza. Para mí lo fue. Yo era un adolescente que mataba el tiempo en casa de un amigo haciendo zapping en una Tv. conectada a una gran antena parabólica, cuando entendí que Twin Peaks podría ser un lugar abyecto al que podría volver… siempre que visitara a mi amigo. Pero mis visitas no siempre coincidieron con la emisión del programa. Perdí el rastro. Y fue gracias a la película homónima derivada de la serie que pude comprender la narrativa de David Lynch en un primer momento. Aunque se trataba de un caso poco frecuente (1990), la incursión de Lynch en la dirección de una serie de autor en televisión no era del todo inusitada. Hitchcock, Rossellini y Kieslowski, entre varios más, lo habían hecho. Lynch llevó a la “pantalla chica” el código que lo caracterizaba (Blue velvet, Dune, Elephant man), y que refinaría en adelante. De principio este incluía una plasticidad en el encuadre que rayaba en lo pictórico. En ese pictoricismo se formuló lo ominoso; cobró vida una imagen que debiera estar retenida en el tiempo. Lynch adelanta en Twin Peaks muchas de sus estrategias narrativas, que pueden ser consideradas como múltiples y una. En la serie advertimos que todos los elementos son significativos para conformar ese pueblo-monstruo y esa seducción en cada constituyente de la historia. Cada elemento funciona por un giro en su funcionamiento normal. Pero también gracias a que hay una alteración sonora. Y en esto último Lynch va de la mano de su constante mancuerna, el compositor Angelo Badalamenti. Uno más de los elementos que construyen la estética de Twin Peaks es el giro del mundo “real”, que se altera para producir uno afectado por situaciones (i)lógicas. Como espectadores somos remitidos al temor por lo desconocido, a esas posibilidades negadas que están ahí, detrás de lo posible. Lynch sabe que el arte —al menos el que él elige— es ese que afecta los temores más primitivos del hombre. Como advierten Artaud y la teoría del teatro contemporáneo, la vuelta a la sensibilidad del hombre desnudo frente al elemento al que no queda más remedio que adorar o entregarse: fuego, destino, muerte.
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En Twin Peaks esta construcción hace del pueblo un escenario al que estamos convocados, sin proscenio entre personajes y espectadores. Atraídos por esa atmósfera de plasticidad y simbolismo que se emparenta con algunas de las propuestas del teatro postdramático de Romeo Castellucci y la Socìetas Raffaello Sanzio. En ambos autores, Castellucci y Lynch, hay un énfasis por la maldad humana y la maldad del mundo (esencias reales) como fuerzas provocadoras de vida y muerte. Ritos y mitos, antiguos y actuales, que determinan nuestra existencia. En Lynch encontramos una teatralidad más allá del teatro. Si bien es frecuente la etiqueta de Lynch como autor surrealista, encasillarlo así es un proceso de comodidad que permite contestar de una vez por todas las preguntas que una obra tan compleja como la suya ejecutan. “Surreal”, “onírico” o “irreal” son categorías fáciles que pueden ocultar lo que Twin Peaks quiere evidenciar. Esto es, que los “efectos” de lo (i)real son justamente una parte de lo real. Por ello, cuando Lynch lo hace presente nos orilla a sentirnos abatidos ante la posibilidad de que también nos rodea lo irreal.
Legado Twin Peaks Hay una influencia determinante que heredan Twin Peaks y la estética lyncheana. En series como la creada por Daniel Knauf, Carnivàle (20032005), en la que lo mítico y lo religioso-fundamentalista se mezcla con lo sobrenatural en la vida de una caravana circense. El mundo de los marginados e itinerantes empleados del circo hace parada en el despertar de lo negado, la maldad, lo monstruoso, el misterio, la sexualidad y la muerte. Una obra más reciente que se nutre de Twin Peaks es la primera temporada de True Detective (2014), de Nic Pizzolatto. Esta es hilvanada por un hilo que va de lo policíaco y la investigación del crimen (primer motivo en Twin Peaks) a lo sobrenatural e ilógico, que se contraponen a la lógica racional y deductiva de cualquier detective. Además, True Detective incorpora elementos de religiosidad fanática. Esta adquiere dimensiones míticas y rituales que son fundamentales para construir la profunda trama en la que los detectives Cohle y Hart hacen sus investigaciones. Carnivàle y True Detective no son los únicos casos. Hay quienes coinciden en que la influencia Twin Peaks se manifiesta en The X-Files, de Chris Carter.
Lo cierto es que esa presencia, lejos de ser una molestia, se agradece. Es una muestra de simpatía que nos asegura que lo que presenciamos —el misterio, lo policíaco y lo abominable— no es gratuito. Está ahí porque nos llama desde las pantallas hasta lo más profundo de nosotros. Finalmente ese el mayor rasgo de las narrativas fílmicas y televisivas que se encadenan a la serie y a la película de Lynch: un interés por emplear los géneros “menores” con fines “mayores”. Gracias a lo sub/sobre/real, a lo abyecto, monstruoso y ritual, al empleo del formato televisivo y a ser un producto de la desprestigiada cultura de masas, Twin Peaks nos recuerda que, pese a nuestra posición en la cúspide (o en el descenso) de la civilización, somos seres temerosos. Todavía nos sentimos desprotegidos y precarios como nuestros ancestros cuando, para explicarse y enfrentarse al mundo, comenzaron a construir sus mitos. Twin Peaks un diálogo desde la sociedad contemporánea con el más desprotegido homínido que seguimos siendo.
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LYNCH,
MÚSICA E INFLUENCIA Por Rodrigo R. Herrera
Misterioso, enigmático y taciturno como la noche. Así es David Lynch. Aficionado al surrealismo de Federico Fellini y Luis Buñuel, David Keith Lynch estudió en diversas escuelas de arte estadunidenses, lo que lo dotó de los conocimientos necesarios para iniciar su carrera en cine. Los resultados se materializaron en una serie de cortometrajes que reveló a una persona con una notable sensibilidad; ansiosa por contar historias retorcidas y a la vez ingeniosas. Quedó claro desde el inicio: su estilo era único y no le interesaba ser emparentado con nadie. La prensa se vio en la necesidad de inventar el término “lynchiano” para describir su trabajo. David Lynch es humano y es mente. Una dotada de un misterio capaz de hilvanar complejas historias que retan al espectador, que lo obligan a poner atención en todos los detalles. Su cine no es fácil, pero eso no ha sido obstáculo: más allá de los aplausos de la crítica especializada y ser considerado un cineasta de culto, Lynch ha tocado el éxito comercial con Elephant man (1980), Blue velvet (1986) y Mulholland drive (2001). Y, entre la fama, la visión y la incomprensión, Lynch también es música.
El sueño del gran loco Elemento indispensable para su arte, Lynch ha explorado a fondo lo musical con la creación de los álbumes en solitario Crazy clown time (2011) y The big dream (2013). En las dos placas Lynch se adentra en el mundo de la electrónica, el rock y cierto pop, con fuertes dosis de experimentación, este último elemento reflejo fiel de su trabajo en pantalla. Crazy clown time fue autoproducido por Lynch y definido por él mismo como una colección de canciones oscuras en “blues moderno”. Es un disco de peso en capaz y texturas. Su discurso abreva de pensamientos extraños, conciencia cósmica y meditación. La música fue compuesta en colaboración con el supervisor musical Dean Hurley,
cercano a Lynch desde Eraserhead. "Pinky´s dream", la pieza que abre, tiene a Karen O como colaboradora. En The big dream Lynch repitió mancuerna con Hurley. El estilo —“blues moderno”— es parecido a Crazy clown time. El sencillo “I'm waiting here”, en el que colabora Lykke Li, es un putazo con video incluido. Los guitarrazos (de Lynch y de su hijo, Riley) priman más, las piezas encajan mejor y en general la evolución se hace presente. The big dream incluye un cover a “The ballad of Hollis Brown”, original de Bob Dylan, pero reversionada por Lynch desde el corte de Nina Simone. Efecto boomerang, la influencia que Lynch ejerció con su cine sirvió de inspiración para que diversos músicos interpretaran temas que forman parte de sus bandas sonoras. El resultado se materializó en un concierto que fue grabado y lanzado en formato de doble CD con el título de The Music of David Lynch (2016), y que cuenta con la participación de The Flaming Lips, Karen O, Moby, Sky Ferreira y Zola Jesus, entre otros.
El cine del gran loco El cine debe a Lynch. Este listado de cinco películas que han sido posibles gracias a su trabajo es un ejemplo de esa benigna influencia: En su ópera prima, π (Pi, el orden del caos, 1998), Darren Aronofsky dejó latente su afición por el trabajo de Lynch. Con un ingenioso guión que como inmensa telaraña se encarga de unir todas las aristas que conforman la trama, además de una frenética banda sonora compuesta por Clint Mansell, π relata la historia del matemático Maximillian Cohen y su impetuosa necesidad de imaginar el mundo real a través de números. π es un inquietante filme al que resulta imposible clasificar dentro de género alguno; pero que, de forma afectiva, se le suele describir como lynchiano. Debido a su estructura poco convencional, muchos consideran a Being John Malkovich (Cómo ser John Malkovich, 1999), el debut cinematográfico de Spike Jonze, como una película que se enmarca en el universo construido por David Lynch. En este caso se trata de un original trabajo que parte de la idea de la existencia de un túnel que conduce directamente a la mente del actor estadunidense John Malkovich, y permite al espectador visualizar en primera persona la vida cotidiana del histrión.
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En ese mismo camino se aprecia la influencia de Lynch en Eternal sunshine of the spotless mind (Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, 2004), película dirigida por Michel Gondry con guión de Charlie Kaufman, que parte de la premisa de poder borrar recuerdos de nuestra mente y las consecuencias que eso conllevaría. A partir de algo en apariencia tan simple, se relata la historia de amor-odio entre un hombre y su fallido amor, todo visto a través de mundos fantásticos que recrean la infinita mente humana. La influencia de Lynch ha llegado a Oriente. El ejemplo más claro es el artista multidisciplinario japonés Shinya Tsukamoto, famoso por su obra cumbre Tetsuo: The Iron Man (1989), filmada con muy pocos recursos en blanco y negro. La cinta muestra el proceso de descomposición que tiene su protagonista, Tetsuo, quien se vuelve adicto a incorporar objetos metálicos en su propio cuerpo. Se trata de uno de los puntos más altos alcanzados por el ciberpunk oriental, y resulta difícil creer que pudiera ser concebido sin el trabajo previo de Lynch. En el mundo hispano también es posible apreciar cintas que se han alimentado del trabajo lynchiano. Es el caso de Los cronocrímenes (2007), del actor y cineasta español Nacho Vigalondo. La película nos sumerge en un alucinante sci-fi que muestra las consecuencias de poder viajar en el tiempo y si sería posible poder adelantarnos a hechos que de antemano sabemos que ocurrirán. Su guión que imagina diversas historias entremezcladas en una sola. Esto sumado a la atractiva forma en que está contada, hace del trabajo de Vigalondo un pariente bastante cercano a la obra de Lynch. Porque Lynch es humano y es mente. O sea: es cine.
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POR AMOR AL DÓLAR: VIVIENDO EL SUEÑO AMERICANO Por David Lida Traducción del inglés: Regina Mendoza Fotos: Daniel Geyne Entre 1993 y 2000, el escritor J.M. Servín vivió en Estados Unidos como trabajador indocumentado. Años después, con esas impresiones transcritas “contra la pared”, J.M. publicó Por amor al dólar, una crónica novelada, vertiginosa y descarnada, sobre aquellas andanzas. Este año el libro ha sido traducido al inglés por Anthony Seidman y publicado por la editorial Unnamed Press. Publicamos la introducción, a cargo del periodista y escritor David Lida, de este volumen que contrasta con las narrativas clásicas del migrante, y que llega a la nación más poderosa del planeta en tiempos de Donald Trump. Hay dos narrativas predominantes sobre los mexicanos indocumentados en Estados Unidos. La primera es un relato de privación, dolor y peligro —la historia de la lucha de las personas que viven en las franjas de los pueblos y ciudades, incapaces de gozar de los derechos y privilegios, como el resto de los ciudadanos; de días interminables de trabajo monótono que los estadunidenses ya no están dispuestos a hacer: jardinería, labores domésticas, industria de la construcción, tallar ollas y sartenes, empaquetar carne. La contranarrativa, repetida frecuentemente por políticos y escritores de thrillerscomerciales que versan sobre el narcotráfico, dibuja a los mexicanos sin papeles como criminales de sangre fría, “bad hombres” y
“violadores”, personas que de tan sólo entrometerte en su camino te dispararán entre los ojos para usarte como relleno de enchiladas rojas. A pesar de la parcialidad, hay una verdad esencial en ambas historias: los indocumentados provienen de la clase social con más aprietos. De otra manera tendrían documentos. Las autoridades migratorias no tienen problemas para darle el visado a los ciudadanos más ricos de México, pero muy pocos de ellos anhelan vivir en Gringolandia. La aristocracia mexicana permanece alejada de Estados Unidos una vez concluidas sus maestrías en administración de negocios o de otros posgrados en Harvard o Stanford. Tras la ceremonia de graduación prefieren regresar a México para buscar
puestos en el gobierno, en el sector privado o en negocios familiares, en los que reciben salarios similares a los que estarían recibiendo en Estados Unidos, pero que con la mano de obra escandalosamente barata, pueden contratar cocineros, jardineros, empleadas domésticas y choferes. Yo recuerdo que a principios de los noventa un mexicano adinerado veía a un homólogo gringo con incredulidad y desdén: “Gana ciento cincuenta mil dólares al año y corta su propio césped”. Ese mexicano solía viajar a Estados Unidos, pero solo para acompañar a su esposa de shopping en malls de Houston y San Antonio. J.M. Servín, autor de Por amor al dólar, puede encasillarse en una clase en sí mismo, al menos en lo que respecta a la literatura que habla
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de indocumentados. Pertenece a la “clase media mexicana”, término que en México no se parece en nada a lo que significa pertenecer a la clase media de Estados Unidos (o al menos nada que ver con lo que quería decir antes de la crisis económica del 2008, cuando los estadunidenses, cuyos salarios se habían estancado durante veinte años, empezaron a ver cómo desaparecía un estilo de vida por completo). La clase media mexicana, a diferencia de los mexicanos pobres, no se enfrenta a la lucha cotidiana de encontrar algo que comer, pero definitivamente entra en pánico al final de cada mes, cuando llega el momento de pagar las facturas. Es una clase social que subsiste con lo que en Estados Unidos se considera un salario de esclavo, además de recibir muy pocos de los beneficios sociales que los clasemedieros al norte de la frontera tradicionalmente dan por hecho. Es una clase social que ha sido golpeada por las devaluaciones del peso, frecuentes desde los setenta. Cuando Servín nació, en 1962, el peso se mantuvo a 12.5 frente al dólar y continúo así hasta 1976, cuando de la noche a la mañana despegó hasta alcanzar los 22 pesos por dólar. Para principios de los noventa, se posicionó en tres mil 400 pesos frente a la moneda norteamericana, antes de que el presidente en curso intentara “solucionar” el problema eliminando tres ceros del valor del peso. A lo largo de esos años, las élites y los empobrecidos tendieron a vivir más o menos como lo habían hecho a lo largo de la historia de México, pero la clase media tuvo problemas para mantenerse a flote, mientras los precios del petróleo caían, la inflación subía, no había créditos bancarios y las tasas de interés simbolizaban una tarea sisifeana. Durante la mayor parte de los ochenta, el PIB mexicano creció a un ritmo que no superaba el uno por ciento anual, mientras que la inflación
galopaba al 100 por ciento. Muchos mexicanos de la clase media, que trabajaban tanto en el sector público como en el privado, perdieron sus trabajos y empezaron a emigrar a Estados Unidos por montones para trabajar en la agricultura, en la construcción o el mantenimiento. (Uno de esos mexicanos era el padre de Servín, quien encontró trabajo como supervisor de un taller de joyería en Rosenberg, Texas). Muchos de los que se quedaron atrás recurrieron a la economía informal: estacionar automóviles, limpiar casas, vender cigarros o chicles en los semáforos (si es que no estaban limpiando parabrisas o escupiendo fuego). Hoy día, más de la mitad de los habitantes de la Ciudad de México trabajaba
informalmente. Servín llegó a la mayoría de edad a principios de los ochenta, el inicio de lo que después se conoció en México como “la década perdida”. “Mis padres se sabían el nombre de todas las casas de empeño”, escribe Servín en Por amor al dólar, “Nos transmitían sus experiencias como por ósmosis”. ‘Una propiedad debería poderte sacar de las situaciones difíciles’ era el lema de la familia. Mis hermanos crecieron acostumbrados a vivir con el pago de anualidades en plazos. Llenar nuestros estómagos era la prioridad”. A inicios de los noventa, Servín viajó a Nueva York con una visa de turista, que le otorgó el permiso de quedarse en Estados Unidos durante algunos meses.
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Pero ahí permaneció durante siete años, menos una estancia corta en Irlanda, esencialmente un periodo de juerga y alcohol. Por amor al dólar es una crónica de esos años, en los que el autor hizo su mayor esfuerzo para ignorar los estereotipos sociales predominantes, que lo encasillaban como un trabajador abatido o como un ambicioso narcotraficante. Él prefirió dejarse inspirar por algunos de sus héroes literarios, como Louis-Ferdinand Céline, cuyas experiencias durante sus años de juventud en África, Cuba y Estados Unidos (en ocasiones durante misiones médicas para la Liga de las Naciones), darían forma a algunas de sus novelas. O Algren, narrador que alcanzó la mayoría de edad en 1929, cuando el mercado de las acciones se derrumbó y llegó la Gran Depresión. Nelson pasó algunos años viajando clandestinamente en trenes por todo Estados Unidos (cumplió una sentencia en la cárcel por robar una máquina de escribir) antes de publicar su primer libro. En contraste con las narrativas predominantes que mencioné antes, Por Amor al Dólar es un relato picaresco; una historia
de aventuras y desgracias, de los tiempos en que Servín se abría paso por el área triestatal (Nueva York, Nueva Jersey, Connecticut). Servín encuentra trabajo en la cocina de un restaurante en el centro de Manhattan (no sin antes haberse gastado 120 dólares en un número falso del Seguro Social para tener el privilegio de pagar impuestos sobre los seis dólares por hora que ganaba). Se gradúa como “niñero” de mocosos malcriados de las familias suburbanas, donde aprovechaba para armarse un trago de los gabinetes de licor cuando nadie lo veía. También corta el pasto de un club de golf prestigioso y culmina su estancia en Estados Unidos como despachador de gasolina en una estación de Mobil en Greenwich, Connecticut. A lo largo de su estancia en Estados Unidos, Servín se muestra escéptico, y en ocasiones absolutamente desdeñoso de sus compatriotas, incluyendo a uno que besa un crucifijo colgado de su cuello cada vez que alguien le da propinas por limpiarle el parabrisas. Escribe: A los braceros no les interesaba demasiado aprender inglés
y permitían que los patrones les hablaran en un español machacado y despectivo, o por medio de intérpretes; a veces querían pero no podían, a veces podían pero siempre había algo mejor que ir a la escuela. Ni qué decir de su cerrazón, de su deleite por todo lo que hiciera sufrir, de su religiosidad chata y su absoluta falta de sinceridad individual. Traicionaban hasta sus creencias y no faltaba quien de guadalupano se cambiara al bando de una secta iluminista y de inmediato empezara a predicar a favor del trabajo y el dinero y contra los pecados que él o ella conocían con sobrada experiencia. Tarde o temprano prevalecía la ley del mínimo esfuerzo. Los solteros se amontonaban en casa de citas o en cuartuchos que a veces eran propiedad de los patrones. Solían ser pasmados fuera del trabajo, convenencieros todo el tiempo. Los más obsesivos ahorraban para coches ostentosos de segunda, aparatos eléctricos de lujo y trámites con los coyotes. Jóvenes o viejos, copias simiescas de todo lo que miraban en la tele, vestían con retazos de moda comprados en el baratillo; llenos de optimismo
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evangélico durante el trabajo, con sus familias fingían desinterés por los antros visitados el día libre. Volvían a sus países durante el invierno y regresaban en la primavera a los trabajos de temporada, sin dinero y con cruda hasta el verano. Se quejaban, pero el dólar crea adicción.
A diferencia de ellos, Servín goza en su condición de inmigrante, en las sombras de su nación adoptada, viviendo su propia versión del sueño americano: escuchando discos de James Brown y gastando cada centavo ganado en bares, en botellas de whisky y en gramos de cocaína para mantenerse caliente durante las noches invernales en la gasolinera, o en la oportunidad de meterle la mano a las strippers que observa en cabinas para adultos en Times Square (justo antes de que esa parte de Nueva York fuera transformada en Disneylandia). Su expedición para hallar amor y sexo casi siempre termina en percances al estilo de Henry Miller, en encuentros con prostitutas, esposas adúlteras o despertando en una piscina de vómito al lado de otros mexicanos indocumentados. No estoy diciendo que Servín sea el único mexicano que cruzó la frontera para la pura aventura. Pero hasta donde yo sé, es el único que escribió un libro al respecto. Con un ojo mordaz, nunca pierde de vista su estatus social ni la ganga fáustica que hacen los indocumentados con sus dólares. Ellos eran:
Negros y latinos trabajadores, inquilinos indeseables, pero dispuestos a vivir entre la autopista y la carretera federal en un barrio sombrío rodeado de fábricas, bodegas, gasolineras y procesadoras de basura que atraían mapaches, ardillas y zorrillos. Calles poco transitadas durante la noche a no ser por
quienes iban de paso en busca de droga a los guetos vecinos, cercanos a la estación del tren. Nuestra percepción de la pobreza se consolaba con servicios puntuales, eficientes y a la mano. Los caseros pedían dos meses por adelantado, el teléfono del trabajo y que disimuláramos en lo posible nuestro acento. Como “concesión”, a quienes mostráramos la copia de nuestra cuenta bancaria, se os verificaba el número de seguro social. Mucho ha cambiado en los poco más de veinte años desde que Servín dejó Estados Unidos para regresar a México. Pero algunas cosas permanecen igual, infinitas. Desde los setenta, los políticos estadunidenses, hablando a través de un solo lado de sus bocas, se han referido con términos acusatorios y críticos al “problema de inmigración” en Estados Unidos, mientras que, al mismo tiempo, explotan la disposición que tienen esos mismos inmigrantes para trabajar por salarios ínfimos dentro de sus comunidades (y que pagan impuestos, a veces, incluso, tarifas más altas que los ricos de las mismas comunidades). Ahora que Estados Unidos ha elegido a un presidente cuya plataforma política fue una diatriba contra los indocumentados, quizá en poco tiempo consideraremos a Por amor al dólar como un documento sentimental, un poco de nostalgie de la boue de tiempos más despreocupados.
—David Lida es narrador y periodista. Nació en Nueva York pero radica en la Ciudad de México. Es autor de First Stop in the New World, Travel Advisoryy Las llaves de la ciudad. Circunstancias atenuantes (2016) es su primera novela.
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DINOSAURIOS Por Nazul Aramayo
Tu nombre quiere decir “soy el diablo”, dijo Leslie Vanessa al entrar a la casa junto con su hijo Dylan. “El diablo”, repitió mientras yo cortaba una cebolla para cocinar arroz frito. Se acercó a mí y me apretó una nalga, me dio un beso en la nuca y acarició mi espalda desnuda. Dylan entró a su cuarto a quitarse el uniforme de la primaria cristiana para también andar en puros calzones, calcetines y huaraches. Me lo dijo un brujo, insistió Leslie Vanessa. También me dijo que hay una hembra que te tiene amarrado. Una vieja loca que te está embrujando. Continué cortando, ahora una zanahoria. Mi novia, la mujer con quien he vivido desde que Dylan tenía un año, dejó su maletín en el estudio. Así le llamábamos a la mesa de plástico de la Coca-Cola en la que arrumbábamos los libros, cuadernos y computadora. Luego se descalzó, se quitó los jeans y se puso un short.
Pregunté por el brujo y por la hembra en cuestión y, por supuesto, por el origen de mi nombre. En mi infancia, mi mamá, una catequista, me explicó que eligió ese nombre porque venía en la Biblia. Mi papá argumentó que sonaba bien con su apellido. Me dijo que eras un niño tímido, que tus papás te reprimían mucho, que no podías hacer o decir lo que sentías, que tuviste amigos imaginarios, que te guardabas las cosas hasta luego explotar, que todo eso que mantenías dentro te provocaba enfermedades, pero que eras especial, que tu nombre era sinónimo de Lucifer y que también eras un ángel. Leslie, la interrumpí, cualquiera puede ver el pasado. Ver lo que ya no existe es lo más fácil. Pero, ¿y la güera que te está sonsacando qué? Antes de que me pudiera reír, Dylan preguntó a su mamá si era cierto que los dinosaurios eran un invento del diablo. ¿Por qué dices eso?, preguntamos ella y yo al mismo tiempo. Mi papá dijo que los dinosaurios no existieron, que no los hizo Dios, son un engaño del diablo. Dylan terminó y soltó una risita nerviosa. Se agarró sus manillas, sucias, en las que sujetaba un superhéroe de plástico despintado y un dinosaurio. Leslie se llevó a Dylan al cuarto con un abrazo y una breve explicación de prehistoria que desafiaba las creencias cristianas de Tony, el padre de su hijo. Si él no pagara el colegio, me dijo cuando Tony volvió a interesarse por el pequeño que había engendrado con Leslie Vanessa en la universidad, yo lo tendría en una escuela pública o en una que no fuera religiosa. Agregué la zanahoria, apio, ajo y un huevo al sartén con la cebolla. Vertí más aceite y especias. Esperé a que se sofrieran los ingredientes. Al poco tiempo, el aroma a comino y soya, algo parecido al sudor amargo de algunas niñas, inundó el departamento de una ventana y me provocó una erección.
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Leslie salió del cuarto gritando, hijo del diablo, no creerás lo que me dijeron las runas. Pensé que las ibas a dejar, respondí. No puedo, se me vuelven a aparecer, tengo que hacer un ritual celta para poder abandonarlas. El aceite me salpicó en el pecho lampiño y tatuado cuando vertí al sartén el arroz cocido que saqué del refri. Me voy a embarazar. Se quedó callada y mirándome como si descifrara el mensaje que las figuras ancestrales formaban en mi miembro erecto bajo el algodón azul. No mames, respondí. No mames, Leslie Vanessa, no te puedo coger si las runas dicen que vamos a tener un hijo. Pero no es definitivo, argumentó, es una sugerencia, solo tienes que ir por condones. Pero me caga usar condón, interrumpí. Y no importa si uso condón, las runas ya dijeron que te voy a encajar un morrito en el vientre. Me alejé de la estufa. Sabía que las runas y las cartas de tarot habían llevado a Leslie Vanessa a la ciudad colonial donde ahora vivíamos gracias a la beca de su maestría. Escuchamos un golpe en la ventana y se apagaron el cirio y las velas pequeñas junto al sillón. Dylan atravesó la sala corriendo. Abrió la puerta. No había nadie. Se agachó y señaló algo en el suelo. Era una bolsa de plástico rellena de vísceras, huesos, plumas y cenizas. ¡No lo toques!, gritó Leslie Vanessa. Corrió y jaló a Dylan, que dejó caer su superhéroe y dinosaurio junto a la bolsa. ¿Qué es eso, mamá? ¿Qué es? ¡Mamá! ¡Mamá! Me limpié el sudor de la frente con una servilleta, mezclé el arroz con los demás ingredientes y vertí más salsa de soya. Le bajé a la flama y apagué la otra que cocía pechuga de pollo con pimientos y aceite de oliva. Dylan prendió la tele. Leslie volteó. ¿Qué, mamá, por qué me ves así? Tenemos que irnos, dijo y cerró la puerta. ¡Mis juguetes, mamá, no le cierres! El niño se acercó a la puerta pero Leslie lo agarró de la muñeca y lo arrastró hasta su cuarto, luego volvió por mí y repitió: tenemos que irnos, y dijo mi nombre y agarró mi muñeca clavando sus uñas en mi piel. ¿Pero desde cuándo traes un San Benito? Me miró a los ojos. Dime, y pronunció mi nombre
como si de verdad fuera una invocación satánica, dime desde cuándo traes un San Benito y quién te lo dio. Intentó arrancarme la pulsera roja, pero retiré mi brazo y tiré la cuchara con la que mezclaba el arroz. ¡Dime! Pateó la cuchara de plástico y una estela de arroz se esparció sobre el piso. ¿Estás bien, mamá?, preguntó Dylan en el umbral de la puerta de su cuarto; sujetaba otro dinosaurio entre sus manos. Se rascó los testículos cubiertos del calzoncillo de superhéroe y se metió. Leslie Vanessa clavó sus ojos miel en mí como si intentara rascar el pozo profundo de mis infidelidades hasta encontrar a la hija de la bruja del mercado con quien me veía después de las sesiones de lectura de manos, cartas y amarres. Eres el diablo… ¡te coges a la hija de Mónica! Estoy segura que ella me quiere hacer daño con esa bolsa y que te regaló esa pulsera de San Benito para que no te pasara nada y que de seguro ya te dio de beber agua de calzón y ya trenzó sus cabellos en los pelos de tus huevitos. Leslie Vanessa continuó su discurso sin acordarse de cuando la acompañaba al mercado para que Mónica le despachara su limpia y lectura de cartas. En la espera, junto al puesto de yerbas medicinales y esotéricas, me tomaba un café y platicaba con Astrid, la hija de Mónica, que lucía un tatuaje de una Santa Muerte en el brazo derecho cuando usaba blusas de tirantes. No te hará daño, le dije y recogí la cuchara. Me juró que no te haría daño. Tú no entiendes, dijo y espetó mi nombre al mismo tiempo que la vena marcada en su frente desaparecía. Nos tendremos… Dylan y yo nos tenemos que ir, tú no sabes los portales que se han abierto. Y Leslie Vanessa fue al cuarto por su hijo. Escuché el llanto tras la puerta de triplay. Y los intentos de consuelo de Dylan. Allá en nuestra tierra, en el sureste de Coahuila, los niños salían a cazar dinosaurios; a buscar huesos y ammonites, pues. El pasado es una herida expuesta, cualquiera puede descifrarla, quise decirle a Dylan, cuando apagué la flama y el olor a comino y otras especias viajaron por los rincones de nuestro departamento. No se necesita mucho talento para reconocer lo que ya había dejado de existir. Sin embargo, nos apendejamos.
—Nazul Aramayo es autor del volumen de cuentos La Monalilia y sus estrellas colombianas (FETA, 2017) y de la novela Eros díler ( Jus, 2012).
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TAKE CARE, MAN Por Carlos A. Ramírez
Abro los ojos. Estoy en una habitación que no reconozco. Desnudo; acostado en una delgada estera azul al lado de una mujer, también desnuda, que conocí unas horas antes. Me duele la cabeza y tengo sed. Parpadeo rápida, repetidamente, y froto la cara exterior de mis dedos índices contra los lentes de contacto tratando de borrar un espectro transparente, que aparece como clara de huevo cada vez que abro y cierro los ojos. Pero no lo consigo. Es muy molesto tener esa visión. Sé que no debo permanecer con los lentes de contacto puestos más de doce horas seguidas, pero llevo al menos 24 con ellos. En un principio creo que es algo orgánico: una legaña o una fibra delgada, pero pronto compruebo que no está en mis ojos sino en mi cerebro: una mancha Rorschach blancuzca que aparece a intervalos, como un flash, cada vez que me punzan las sienes. Decido ignorarla. Sería ridículo ponerme delicado en esta situación. Me levanto, apartando la delgada mano de la mujer que reposaba sobre mis pelotas, y camino tambaleándome hacia una pequeña mesita en busca de una aspirina o algo que me ayude a combatir el dolor, pero no encuentro medicamentos, solo cosméticos, cepillos y artesanías autóctonas. Del techo cuelgan algunos sutras budistas y en las paredes hay fragmentos de poemas eróticos escritos a mano con plumón negro. Es un cuarto pequeño y modesto. Si no fuera por los múltiples pares de zapatos de tacón gigante, las botellas de cerveza vacías y la ceniza de cigarro esparcida por todo el suelo, el lugar podría pasar perfectamente por una celda de clausura. Abro la cortina de la ventana de un zarpazo para ver dónde estoy. La luz inunda groseramente todo el espacio. Sorprendido, observo que me encuentro en la Colonia Roma, en una calle especialmente desagradable, habitada, en su mayoría, según he oído decir, por artistas, diseñadores y escritores malditos. Lo que sea que signifique eso. No sé cómo pude dejarme arrastrar hasta aquí pero tengo que largarme cuanto antes. Trato de escapar sin hacer ruido pero es demasiado tarde. La mujer retuerce su cuerpo desnudo sobre la estera y abre perezosamente los ojos. Tiene tatuadas en los ilíacos dos orquídeas moradas y una mata de pelo castaño, tiesa de semen y fluidos vaginales, cubre la suave pendiente de su pubis. Me mira soñolienta y me dice “güey, no mames. Sí te rifas eh”. No sé de qué habla pero es fácil imaginármelo. Cuando estoy lo suficientemente borracho puedo estar cogiendo
horas enteras con la verga tiesa como una tranca y no recordar nada al otro día. Justo como ahora. Solo atino a sonreírle. Entonces se levanta, viene hacia mí y me mete la lengua hasta la encía. Sabe a esperma y cerveza fermentada. En algún momento debí haberme venido en su boca. Me da un poco de asco pero la dejo hacer. Tiene ojos color miel y un cuerpo flexible y elástico. Es imposible no excitarse al contacto de esa piel delicada y firme como la cuerda de un arco en tensión. Cuando la levanto en vilo de las nalgas para besar sus pezones erectos gime profundamente y antes de que pueda darme cuenta ya la estoy clavando otra vez. De pie, en medio del cuartito miserable. Sin condón. Sin recordar siquiera su nombre o dónde la conocí. Cuestiones, por supuesto, sin trascendencia en una ciudad que está a punto de ser sepultada por la lava ardiente de sus volcanes. Antes de que la deposite de nuevo en la estera ya ha tenido dos orgasmos. Suspira y aprieta los dientes hasta hacerlos rechinar. La volteo y al estilo perro la penetro a fondo deteniéndome en su interior unos segundos para enseguida moverme lenta y circularmente mientras le acaricio el clítoris con los dedos índice y pulgar de mi mano derecha, lo cual la hace mover la cabeza como poseída y agitar su cabello corto y disparejo teñido de un morado, a juego con sus tatuajes, que está empezando a despintarse. Tiene un orgasmo tras otro pero aun entre suspiros insiste en cambiar de posición. “Déjame montarte”, me dice y con un movimiento de luchador experto me tumba de espaldas y se encarama de nuevo en mi mástil. “No me gusta tenerla afuera. No me la saques nunca, güey”, jadea y pone los ojos en blanco. Es una gran gozadora esta cabrona. Me gustan las mujeres así: con espíritu de ahuianime azteca, esas putas felices y desmadrosas que chingaban alegremente con los caballeros jaguar. Verdaderamente lo estamos disfrutando pero al recordar que estoy rodeado por artistas alternativos que justo en este momento podrían estar orinando, tomando café orgánico o comiendo fruta con granola, mi libido se esfuma por completo. La dejo juguetear unos cinco minutos más y antes de sacársela, le digo “ya basta, pequeña, es hora de irme”. Sin darle tiempo de nada, me visto y salgo del cuarto. Todo el departamento está en ruinas: paredes derruidas que permiten ver su esqueleto en la sala; una plancha de concreto a medio construir en la cocina y en el baño sacos de cemento y pedazos de aluminio por todos lados. Seguramente lo están remodelando para que la lava lo encuentre bonito cuando venga a devorarnos. Antes de salir, veo abrazados en un sillón viejo y polvoriento a los dos maricas a los que recuerdo
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nebulosamente haber confesado ayer, mientras bailoteábamos escuchando a los M83, mi fascinación por los zapatos Manolo Blahnik. Al oír la chapa de la puerta, uno de ellos se incorpora y me dice en un inglés chapucero: “Take care, man”. En la calle el sol calienta tímidamente y unos cuantos pájaros, sobrevivientes obstinados a los venenos tóxicos que matan ancianos y bebés indígenas, combinan sus cantos con el ruido enloquecido de los autos creando una especie de música demente. Desde su ventana, la mujer de las orquídeas tatuadas, con las tetas al aire, agita su mano derecha en señal de despedida y me pregunta a gritos, cagada de risa, “¿cómo te llamaste?” No le respondo.
A lo lejos se ve la avenida Insurgentes vomitando autos y metrobuses. En una esquina, al lado de un bote de tamales atendido por una mujer gorda como un pavo navideño, un hipster, idéntico a otros cientos de hipsters, pide un atole y uno “de verde, en torta, por favor”. Cuando paso junto a él, el humo escapa del cilindro de hojalata y sube al cielo en volutas irregulares. Parpadeo y el espectro aparece de nuevo. Los jotos tenían razón: debo cuidarme. Tengo que alejarme de esa gente: de su genio artístico, de sus esteras azules y de sus vaginas devoradoras. Sofía ya debe estar preocupada por mí…
—Carlos A. Ramírez es periodista (no ha ganado ningún premio). Dirigió casi una década la mítica revista de skate y punk, Gorila. A veces escribe, entre el pogo, los conciertos y la cerveza.
JUAN RULFO: RULFO: JUAN LA LENGUA LENGUA COMO COMO LA UN ANIMAL ANIMAL VIVO VIVO UN
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Fascinante y mitológico, Juan Rulfo cumple cien años instalado como uno de los grandes misterios de la literatura. Pero podemos decir que el núcleo de su obra es el manejo de la lengua: el lenguaje del creador de Pedro Páramo y El llano en llamas se erige como un animal vivo, un ente que respira, que se agota en sí mismo y no permite continuidad.
La mejor literatura es aquella que de entre todas las emociones humanas se inclina por ahondar en el sufrimiento. Desde la publicación de El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955), Juan Rulfo se situó en lo más alto de la literatura en lengua española por sus hallazgos. A falta de una mejor elucidación de sus dotes narrativas, a Rulfo se le atribuyeron propiedades metafísicas. “Domina el lenguaje de los muertos”. Satisfactoria o no, esta explicación alcanza para dimensionar el universo contenido en sus dos primeros libros: Rulfo trabaja con una materia inasible. Que se presume no pertenece a este mundo. Primero leyenda, luego mito y ahora enigma, Juan Rulfo cumple cien años instalado en el misterio. Ante la inaccesibilidad de su obra, se han instalado polémicas alrededor de su persona. Pero no dejan de resultar accesorias. El núcleo de la obra de Rulfo es el manejo de la lengua. Lo que entraña una incógnita aún más inextricable. Por qué el elegido se decantó por un silencio apabullante.
Doloroso hecho que no hemos conseguido superar como literatura. Rulfo accedió a un terreno mental inédito en las letras españolas. Basta analizar el primer párrafo de Pedro Páramo para percatarnos de que su lenguaje fuera de este mundo. La polifonía esgrimida en esas cuantas líneas no tiene cabida en la tierra porque la gente, de extracción campesina o no, no se expresa de tal manera. Se dice que el estilo es una mezcla de lenguaje oral más lenguaje escrito. Pero esta teoría no es suficiente para justificar a Rulfo. Ni tampoco su domino de la imagen. Uno de sus más grandes recursos. Los libros de Rulfo son breves porque sus narraciones son una sucesión de imágenes que pintan una historia. Escapan al afán narrativo de otros escritores. Pedro Páramo y El llano en llamas son una mezcla de elementos: la invención de una lengua vernácula, el conocimiento del campo y la oralidad. Enmarcados por una comprensión cabal de la crueldad. Lo dice Anacleto Morones en El rincón de las vírgenes (no en el cuento, sino en la película, de la que Rulfo fue guionista): “La carne vieja es para los perros”. La obra de Rulfo se caracteriza por su inclemencia. De ese territorio en la mente, que nadie sabemos dónde se localiza, pero que es innegable que existe, extrajo su habilidad para contar.
Adoptó a la crueldad como una segunda lengua. Un ejercicio de estilo que solo podía soportar la lengua mexicana. Todo lo que podamos elaborar en torno a Rulfo permanece al terreno de la especulación. Manejar tal cantidad de dolor en El llano en llamas y Pedro Páramo debió resultar agotador. Y no renunció a la escritura como una protesta. Se dedicó a cultivar el silencio. Y a contemplar los incendios que el propició. Incendios que no se apagaron con su muerte y que hoy continúan. Las literaturas se fundan en obras y figuras. Shakespeare y Hamlet. Cervantes y el Quijote. Rulfo y Pedro Páramo. Pero el trauma que le insufló Rulfo a la literatura es imperdonable. Más le valdría haberse exiliado. No tuvo una existencia heroica. Vivió sus días como empleado de gobierno. Eso aunado al hecho de que Pedro Páramo se escribió con el apoyo de una beca lo convierten en un pecador sin reservas. El nivel de exigencia que presume escribir obras como Pedro Páramo o El llano en llamas hoy se antoja imposible. De ahí que la fascinación por Rulfo no se haya podido trascender. Ante un milagro de la lengua no queda sino postrarse. El mecanismo de las obras literarias, por muy perfectas que sean, no es imposible de descifrar. Excepto con la producción de Rulfo. El estudio de sus libros no ha
Por Carlos Velázquez Ilustración: Manuel Cetina
conseguido nada revelador en materia crítica desde los cincuenta. La neblina sigue sin disiparse. Y en medio de todo, polémicas, biografías, rescates, el lenguaje de Rulfo se erige como un animal vivo. Un ente que respira. Que se agota en sí mismo y no permite una continuidad. Rulfo no tiene herederos. Que exista Rulfo sin pistas, sin padres, sin hijos literarios, lo vuelve doblemente cruel. Su apacibilidad es un castigo que no merecemos. Pero con el cual hemos tenido que convivir desde que ese hombre nos instauró en la modernidad escribiendo sobre el pasado. Rulfo trabajaba con la materia inasible por excelencia: el pasado. Ese espacio temporal al cual pertenece lo que ya está muerto. Qué crueldad más tremenda que lo irreparable. Se van a cumplir otros cien años y Rulfo y Comala seguirán provocando la misma fascinación. Porque el nacido en Sayula cimentó todo en el puro decir. Y el puro decir lo premió con prestigio inmortal.
—Carlos Velázquez es escritor, autor, entre otros, títulos, de La Biblia Vaquera (Conaculta, 2008; Sexto Piso, 2011), La marrana negra de la literatura rosa (Sexto Piso, 2010) y El karma de vivir en el norte (Sexto piso, 2013).
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MISAEL TORRES Las Vegas es el imperio de la ilusión, de la distorsión. Ficción y fantasía son intermitentes en el imperativo existencial hedonista de la capital mundial del entretenimiento: ese pequeño territorio desértico en medio de la nada. En su versión de universalidad, este “oasis” reúne una estructura multi simbólica: desde la pirámide Luxor, la Estatua de la Libertad, la Torre Eiffel, el castillo de Carcasona del Hotel Excalibur, hasta las gigantescas pantallas del hotel Aria. Un paisaje sobrecargado, matizado de códigos que parecen indicar que la ciudad funciona como un territorio flexible definido por una especie de arquitectura psíquica. Experiencias que ofrecen un desbordamiento constante de la ilusión de
libertad. Sin embargo, Las Vegas no se basa en el engaño, ya no lo necesita. En 2016 se mantuvo como la ciudad con mayor tasa de suicidios de Estados Unidos; en el mismo año generó 55 mil millones de dólares del turismo y estableció nuevo récord: 42.9 millones de personas la visitaron. La gran victoria de Las Vegas es asumir que la fantasía de libertad suprime la conciencia en el encantamiento del Hiper Show. El encanto de la ciudad promete no solo ofrecerte todo lo que deseas, sino guardar el secreto (“lo que sucede en Las Vegas, se queda en Las Vegas”). Ciudad de tránsito, las fronteras se han cruzado tanto que ya no hay necesidad de definirlas; han mutado su propia ficción de multiculturalismo (yuppies, rednecks, vaqueros, cholos…) más allá de la “coexistencia” de lo marginal.
Los personajes de la serie navegan entre el escape y el anonimato. El poder y la estética de la ciudad les otorga la posibilidad de dejar atrás el pasado en un simulacro que diluye la memoria. En Las Vegas, las ideas, como las apuestas, nunca se acaban. La ciudad adopta sobrevivientes que no obstante al caos, deciden resolver su sueño de convertirse en una “celebridad” y adoptan la imagen y “vida” de sus personajes favoritos: Tupac Shakur, Elvis Presley, Gene Simmons, Mr. T, The Joker, Mr. White, un apostador adicto, un alcohólico, un racista, un marginado, un suicida. Dudo que la historia de los que deciden quedarse tenga un comienzo o un final definidos. Tampoco creo que tendría porque tenerlos.
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—Misael Torres. Artista. Ha expuesto individualmente en varias galerías. Su obra forma parte de diversas colecciones de arte contemporáneo, entre ellas la Colección Jumex. Fue coordinador del programa de talleres del Centro de la Imagen. Colaboró por 15 años en múltiples actividades para CONACULTA, donde fue jurado para el FONCA en dos ediciones. Fue co Curador de la exhibición INEVITABLEMENTE presentada en el Museo Tamayo. Es director fundador de Centro ADM y del Festival Internacional de Fotografía PORTFOLIO.
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