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a bducción edi tor i a l —
La llamada de Cthulhu h. p. lovecraft Traducción por Juan Cortés
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los m i tos de ct h u lh u —
La llamada de Cthulhu (1926) (Encontrado entre los papeles del fallecido Francis Wayland Thurston, de Boston) «De tan grandes poderes o seres es posible concebir sobrevivencia… sobrevivencia de un periodo inmensamente remoto cuando… la conciencia se manifestaba, quizá, en aspectos y formas hace tiempo retiradas ante la marea ascendente de la humanidad… formas de las cuales sólo la poesía y la leyenda han capturado un fugaz recuerdo, llamándolas dioses, monstruos, seres míticos de todo tipo y especie…»1 Algernon Blackwood
«Of such great powers or beings there may be conceivably a survival... a survival of a hugely remote period when... consciousness was manifested, perhaps, in shapes and forms long since withdrawn before the tide of advancing humanity... forms of which poetry and legend alone have caught a flying memory and called them gods, monsters, mythical beings of all sorts and kinds....»
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I. El horror en arcilla
No hay en el mundo cosa más piadosa, creo, que la inhabilidad de la mente humana para relacionar todo lo que contiene. Vivimos sobre una plácida isla de ignorancia en medio de negros mares de infinito, y no estamos previstos para hacer largos viajes. Las ciencias, cada una tirando en su propia dirección, hasta ahora nos han dañado poco, pero algún día la unión de esos conocimientos disociados abrirá tales perspectivas aterradoras de la realidad —y nuestra espantosa posición en ella— que sólo quedará enloquecer por la revelación o huir de la mortífera luz hacia la armonía y seguridad de una nueva era oscura. Los teósofos han sospechado la impresionante grandeza del ciclo cósmico en el cual nuestro mundo y la raza humana no son más que incidentes fugaces. Han insinuado extrañas supervivencias en términos que nos helarían la sangre de no estar enmascarados por un blando optimismo. Pero no es de ellos de donde vino la sola visión de eones prohibidos que me estremece cuando pienso en ella y me enloquece cuando con ella sueño. Esa visión, como toda terrible visión de la verdad, surgió de la unión accidental de elementos aislados; en este caso el artículo de un viejo periódico y las notas de un profesor muerto. Espero que nadie más logre llevar a cabo esta unión. Ciertamente, si vivo, jamás añadiré voluntariamente un eslabón a tan espantosa cadena. Creo que el profesor también tenía la intención de guardar silencio respecto a la parte que conocía, y que hubiese destruido sus notas de no ser por la repentina muerte que se apoderó de él.
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Mi conocimiento del asunto inició en el invierno de 1926-1927 con la muerte de mi tío abuelo George Gammell Angell, profesor emérito de Lenguas Semíticas de la Universidad de Brown, Providence, Rhode Island. El profesor Angell era vastamente conocido como una autoridad en inscripciones antiguas, y a él recurrían con frecuencia los directores de prominentes museos, de modo que su fallecimiento a la edad de noventa y dos años puede ser recordado por muchos. Localmente el interés en su muerte se vio intensificado por la oscuridad de su causa. El profesor había sido abatido cuando regresaba del barco de Newport, cayendo sorpresivamente, según dijeron testigos, luego de haber recibido el empellón de un negro con pinta de marinero que había emergido de uno de los incautos y oscuros pasajes situados en la falda abrupta de la colina que forma un atajo desde los muelles hasta la casa del muerto en Williams Street. Los médicos fueron incapaces de encontrar cualquier desorden visible, pero concluyeron luego de un perplejo debate que alguna oscura lesión en el corazón, inducida por el enérgico ascenso demasiado empinado para un hombre de tantos años, había sido responsable del final. En ese entonces no veía razón alguna para disentir de este dictamen, pero ahora me inclino a la sospecha… y a algo más que la mera sospecha. Como el heredero y ejecutor de mi tío abuelo, que murió viudo y sin hijos, se esperaba de mí que revisase sus papeles con cierta minuciosidad; con tal propósito trasladé la totalidad de sus archivos y cajas a mi domicilio en Boston. Mucho del material que correlacioné será más adelante publicado por la Sociedad Arqueológica Americana, pero hubo una caja que me pareció excesivamente enigmática y con la cual sentí mucha aversión como para mostrársela a otros ojos. Había sido cerrada, y no encontré la llave sino hasta que se me ocurrió examinar el anillo personal que el profesor llevaba siempre en su bolsillo. Logré entonces abrirla sin lugar a dudas, pero sólo para verme confrontado a una mayor y más hermética barrera. Pues, ¿cuál podría ser el significado de ese curioso bajorrelieve de arcilla y de esos inconexos apuntes, desvaríos y recortes de diario que había encontrado? ¿Se había vuelto mi tío, en sus últimos años, crédulo de las más superficiales imposturas? Me resolví a buscar al excéntrico escultor responsable de esta aparente perturbación en la mente del anciano. 6
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El bajorrelieve era un tosco rectángulo de menos de tres centímetros de grosor, de un área de entre doce a quince centímetros y de evidente origen moderno. Sus representaciones, sin embargo, distaban de lo moderno en atmósfera y sugestión, pues aunque las extravagancias del cubismo y el futurismo son muchas y salvajes, no suelen reproducir esa críptica regularidad que acecha en la escritura prehistórica. Y escritura de alguna clase parecía ciertamente ser el abultamiento de aquellos diseños, pese a que mi memoria, aun con la mucha familiaridad que tenía con los papeles y las colecciones de mi tío, falló en identificar esta particular especie, y ni siquiera fui capaz de dar con una pista de sus remotas afiliaciones. Sobre estos aparentes jeroglíficos había una figura de evidente intención pictórica, aunque su ejecución impresionista prohibía una idea clara de su naturaleza. Parecía ser una especie de monstruo, o un símbolo representando a un monstruo, con una forma que sólo una imaginación enfermiza podría concebir. Si digo que mi algo extravagante imaginación se sometió a la imagen simultánea de un pulpo, un dragón y una caricatura humana, no sería infiel al espíritu de la cosa. Una cabeza pulposa y tentaculada coronaba un grotesco y escamoso cuerpo con rudimentarias alas; pero era el esquema general de la totalidad lo que lo hacía más chocantemente espantoso. Detrás de la figura se sugería un fondo arquitectónico ciclópeo. Fuera del montón de recortes de prensa, las escrituras que acompañaban a esta rareza estaban en la más reciente manuscrita del profesor Angell, y no mostraban pretensión de estilo literario. Lo que parecía ser el principal documento se titulaba « el culto de cthulhu », escrito en caracteres laboriosamente impresos para evitar la lectura errada de una palabra tan desconocida. El manuscrito estaba dividido en dos secciones, la primera de las cuales se titulaba «1925 — Sueño y obra onírica de H.A. Wilcox, 7 Thomas St., Providence, R.I.», y la segunda «Informe del inspector John R. Legrasse, 121 Bienville St., Nueva Orleans, Luisiana, para la Sociedad Arqueológica Americana, 1908 — Notas de él mismo, y reporte del profesor Webb». Los otros papeles manuscritos eran todos notas breves, algunas de ellas reportes de insólitos sueños de diferentes personas, algunas de ellas citas de libros teosóficos y revistas (notablemente la llamada de cthulhu
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La Atlántida y el perdido Lemuria de W. Scott-Elliot), y el resto comentarios sobre sociedades secretas de larga supervivencia y cultos ocultos, con referencias a pasajes de libros mitológicos y antropológicos como La rama dorada de Frazer y El culto de las brujas en la Europa Occidental de la señorita Murray. Los recortes aludían largamente a enfermedades de alienación mental y a brotes de locura grupal o manía en la primavera de 1925. La primera mitad del manuscrito principal contaba un relato muy peculiar. Aparentemente el primero de marzo de 1925 un joven oscuro, delgado, de aspecto neurótico y agitado había visitado al profesor Angell portando el singular bajorrelieve de arcilla, que en ese entonces estaba excesivamente húmedo y fresco. En su tarjeta se leía el nombre de Henry Anthony Wilcox; mi tío reconoció en él al hijo más joven de una excelente familia que le era ligeramente conocida y el cual en ese entonces estudiaba escultura en la Escuela de Diseño de Rhode Island y vivía solo cerca de la institución, en el estudio Fleur de Lys. Wilcox era un joven precoz de conocido genio pero gran excentricidad que desde pequeño atraía trémulas atenciones debido a las extrañas historias y estrafalarios sueños que tenía el hábito de relatar. Se llamaba a sí mismo «físicamente hipersensible», pero la gente seria de la antigua ciudad comercial lo despachaba con un mero «raro». Sin nunca mezclarse mucho con los de su tipo, se había retirado gradualmente de la visibilidad social, y era ahora conocido sólo por un pequeño grupo de estetas de otras ciudades. Incluso el Club de Arte de Providence, ansioso por preservar su conservadurismo, lo había encontrado absolutamente desahuciado. En la ocasión de aquella visita, arrancaba el manuscrito del profesor, el escultor había pedido abruptamente el beneplácito de su huésped para que utilizase su conocimiento arqueológico e identificara los jeroglíficos en el bajorrelieve. El joven hablaba de una manera distraída y afectada que sugería pose y alienaba la simpatía, y mi tío mostró cierta perspicacia para responder puesto que la conspicua frescura de la tableta implicaba parentesco con cualquier cosa menos arqueología. La contestación del joven Wilcox, que impresionó lo suficiente a mi tío como para recordarla y registrarla palabra por palabra, fue de un fantástico lance poético que debe 8
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haber tipificado la totalidad de su conversación, y que he encontrado desde entonces muy característica de él. Dijo: «es nueva, indudablemente, pues la he hecho anoche en un sueño de extrañas ciudades, y los sueños son más viejos que la nidada Tiro, o la contemplativa Esfinge, o la Babilonia ceñida de jardines». Fue entonces que empezó ese relato laberíntico que repentinamente había surgido de un recuerdo durmiente y que ganó el interés febril de mi tío. Había habido un ligero temblor la noche anterior, el más considerable de los que se habían sentido en Nueva Inglaterra en esos años, y la imaginación de Wilcox había sido afectada de modo penetrante. Al retirarse a la cama había tenido un sueño sin precedentes sobre una gran ciudad ciclópea de titánicos bloques y monolitos que alcanzaban los cielos, todo exudando un limo verdoso y siniestrado por un horror latente. Jeroglíficos cubrían las paredes y los pilares, y de algún indeterminado punto en las profundidades había acudido una voz que no era una voz; una sensación caótica que sólo la imaginación podía transmutar en sonido, pero la cual intentó reproducir por el casi impronunciable revoltijo de letras: Cthulhu fhtagn. Este revoltijo verbal fue la llave al recuerdo que excitó y disturbó al profesor Angell. Cuestionó al escultor con minuciosidad científica, y estudió casi con frenética intensidad el bajorrelieve en el cual el joven se había encontrado a sí mismo trabajando, frío y vestido sólo con su ropa de noche, cuando el despertar había interrumpido desconcertantemente su trabajo. Mi tío culpó a su avanzada edad, dijo Wilcox después, por su lentitud en reconocer tanto los jeroglíficos como el diseño pictórico. Muchas de sus preguntas parecieron fuera de lugar para su visitante, especialmente aquellas que trataban de relacionarlo con sociedades o cultos extraños; y Wilcox no pudo entender las repetidas promesas de silencio que le fueron ofrecidas a cambio de que admitiese su membresía en algún extendido cuerpo religioso místico o pagano. Una vez el profesor Angell quedó convencido de que el escultor era indudablemente ignorante de cualquier culto u organismo de ciencias crípticas, asedió a su visitante con demandas por futuros reportes de sus sueños. Esto dio sus frutos, pues luego de la primera entrevista el manuscrito registra visitas diarias del joven en las cuales relataba la llamada de cthulhu
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sobrecogedores fragmentos de imaginería nocturna cuyas cargas eran siempre ciclópeas y terribles vistas de oscura y chorreante roca, con una voz o inteligencia subterránea que gritaba monótonamente en enigmáticos impactos sensitivos de un indescriptible farfullo. Los dos sonidos repetidos con mayor frecuencia eran aquellos representados con las palabras Cthulhu y R’lyeh. El 23 de marzo, continuaba el manuscrito, Wilcox no apareció. Indagaciones en su domicilio revelaron que había sido golpeado con un tipo oscuro de fiebre y había sido llevado a la casa de su familia en Waterman Street. Se había puesto a gritar en medio de la noche, despertando a muchos de los otros artistas del edificio, y había manifestado desde entonces sólo alternancias entre la inconciencia y el delirio. Mi tío llamó inmediatamente a la familia, y de ese momento en adelante siguió de cerca el caso yendo a menudo a la oficina del Dr. Tobey en Thayer Street, el cual, según supo, se encontraba a cargo de su salud. La mente febril del joven, aparentemente, se debatía con extrañas visiones; el doctor temblaba entonces y tiembla aún cuando las recuerda. Ellas incluían no sólo la repetición de lo que anteriormente había soñado, sino que ahora había sido tocado salvajemente por una cosa gigantesca «de kilómetros de altura» que caminaba o se arrastraba en los alrededores. Wilcox nunca describía a la cosa en su totalidad, sino que ocasionalmente emitía palabras desenfrenadas que, repetidas por el Dr. Tobey, convencieron al profesor de que debía ser idéntica a la monstruosidad sin nombre que había buscado representar en su escultura hecha en sueños. Las referencias a este ser, agregaba el doctor, eran invariablemente un preludio al hundimiento del joven en el letargo. Su temperatura, cosa extraña, no se encontraba muy por sobre lo normal, pero la totalidad de su condición sugería más una fiebre violenta que un desorden mental. El 2 de abril alrededor de las tres de la tarde toda huella del mal de Wilcox cesó de pronto. Se sentó recto en su cama, asombrado de encontrarse en casa, y completamente ignorante a lo que había ocurrido en sus sueños o en la realidad desde la noche del 22 de marzo. Declarado sano por su médico, volvió a su alojamiento en tres días, pero para el profesor Angell ya no fue de más ayuda. Todos los vestigios de sus extraños sueños se habían desvanecido con 10
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su recuperación, y mi tío no dejó más registros de sus pensamientos nocturnos luego de una semana de reportes irrelevantes y sin sentido de visiones completamente usuales. Aquí terminaba la primera parte del manuscrito, pero ciertas referencias en las dispersas notas me dieron muchísimo para pensar; tanto, de hecho, que sólo el arraigado escepticismo que formaba mi filosofía de entonces puede dar cuenta de mi continua desconfianza hacia el artista. Las notas en cuestión eran aquellas descripciones de sueños de varias personas durante el mismo periodo en el cual el joven Wilcox había tenido sus extrañas visitaciones. Mi tío, al parecer, había instituido rápidamente un cuerpo prodigioso y vasto de encuestas entre casi todos los amigos a quienes podía preguntar sin ser impertinente, solicitando reportes nocturnos de sus sueños y las fechas de cualquier visión notable en el último tiempo. Las reacciones a sus requerimientos parecen haber sido variadas, sin embargo como mínimo recibió más respuestas de las que no podría haberse hecho cargo un hombre ordinario sin la ayuda de un secretario. Esta correspondencia original no fue preservada, pero sus notas formaban una minuciosa y realmente significativa recapitulación. El común de las personas de la sociedad y los negocios —la tradicional «sal de la tierra» de Nueva Inglaterra— arrojaron casi en su totalidad resultados negativos, pese a intermitentes casos de intranquilas pero informes impresiones nocturnas que aparecían aquí y allá, siempre entre el 23 de marzo y el 2 de abril, el periodo del delirio del joven Wilcox. Los hombres de ciencia apenas fueron ligeramente más afectados, aun así se contaron entre ellos cuatro casos de vagas descripciones que sugerían atisbos fugitivos de extraños paisajes, y en un caso existe una mención al horror de algo contranatural. Fue de los artistas y poetas que las respuestas pertinentes llegaron, y sé que el pánico se hubiese desatado si entre ellos hubiesen podido comparar sus notas. Como faltaban las cartas originales, medio sospeché que el compilador había estado haciendo preguntas insidiosas, o que había estado alterando la correspondencia para que corroborase lo que se había resuelto a ver. Esa era la razón por la que continué sintiendo que Wilcox, de algún modo conocedor de la vieja información que poseía mi tío, se había impuesto al veterano científico. Estas respuestas de los estetas narraban una perturbadora la llamada de cthulhu
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historia. Desde el 28 de febrero hasta el 2 de abril una gran parte de ellos había soñado cosas muy bizarras, siendo su intensidad inconmensurablemente más fuerte durante el periodo del delirio del escultor. Más de una cuarta parte de quienes reportaron algo describieron escenas y semi sonidos no muy distantes a los que Wilcox había descrito, y algunos de los soñadores confesaron un agudo miedo hacia el gigantesco ser sin nombre que se hacía visible hacia el final. Un caso, que la nota describe con énfasis, era particularmente triste. El sujeto, un arquitecto ampliamente conocido con inclinaciones hacia la teosofía y el ocultismo, se volvió violentamente loco durante el periodo de retiro de Wilcox en casa de sus padres, y expiró algunos meses después luego de incesantes gritos en los que pedía ser salvado de algún morador escapado del infierno. Si mi tío se hubiese referido a estos casos por el nombre de los reportados en vez de sólo por un número, yo hubiese hecho algún intento de corroboración e investigación personal, pero tal como estaban, sólo logré encontrar el rastro de unos pocos. Todos ellos, sin embargo, confirmaron la veracidad de las notas. Me he preguntado a menudo si todos aquellos a quienes el profesor interrogó se sintieron igual de perplejos que esta fracción. Buena cosa es que no reciban nunca una explicación más detallada. Los cortes de prensa, como ya he sugerido, se referían a casos de pánico, manía y excentricidades varias durante el mismo periodo. El profesor Angell debe haber empleado un departamento de recortadores, pues el número de extractos era tremendo y las fuentes se diseminaban a lo largo de todo el mundo. Por aquí aparecía un suicidio nocturno en Londres; un durmiente solitario brincaba desde una ventana luego de proferir un grito atronador. Y por allá, igualmente, una enmarañada carta al editor de un periódico en Sudamérica en donde un maniático deducía un calamitoso futuro a partir de visiones que había tenido. Un despacho de California describía a una colonia teosófica que había empezado a vestirse con blancas túnicas de forma masiva a la espera de una «gloriosa realización» que nunca llegaba, mientras artículos de India hablaban con circunspección sobre serios disturbios producidos por los nativos hacia fines de marzo. Orgías vudú se multiplicaban en Haití, y puestos de avanzada en África reportaban murmullos siniestros. 12
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Oficiales estadounidenses en las Filipinas habían tenido dificultades con ciertas tribus durante este tiempo, y la policía de Nueva York había sido atacada en masa por histéricos levantinos durante la noche del 22 de marzo. El oeste de Irlanda también estaba lleno de convulsión y rumores tormentosos, y un irreal pintor llamado Ardois-Bonnot colgaba un blasfemo Dream Landscape 2 en el salón de primavera de París en 1926. Y tan numerosos son los registros de escándalos en los asilos de alienados, que sólo un milagro puede haber impedido a la fraternidad médica de notar extraños paralelismos y apuntar conclusiones mistificadas. Un raro manojo de recortes, todo sea dicho; apenas puedo hoy concebir el fiero racionalismo con el que los dejé de lado. Pero entonces quedé convencido de que el joven Wilcox había tenido conocimiento de los antiguos sucesos mencionados por el profesor.
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II. El reporte del inspector Legrasse
Los antiguos sucesos que habían hecho el sueño del escultor y el bajorrelieve tan significativos para mi tío eran el tema de la segunda mitad de este largo manuscrito. Una vez antes, al parecer, el profesor Angell había visto el diabólico contorno de la monstruosidad sin nombre, había quedado perplejo frente a los jeroglíficos desconocidos, y había escuchado las ominosas sílabas que sólo pueden ser traducidas como Cthulhu. Todo esto haciendo un empalme tan horrible y turbulento que no es de extrañarse que haya perseguido al joven Wilcox con consultas y demandas de detalles. La experiencia anterior había tomado lugar en 1908, diecisiete años antes, cuando la Sociedad Arqueológica Americana celebraba su encuentro anual en Saint-Louis. El profesor Angell, como correspondía a su autoridad y a sus méritos, había tomado parte prominente en todas las deliberaciones, y era uno de los primeros a los que se aproximaban varios desconocidos que se aprovechaban de la convocatoria para ofrecer preguntas a cambio de respuestas correctas y problemas por soluciones expertas. El cabecilla de estos desconocidos, que en poco tiempo se transformó en el foco de interés del encuentro entero, era un hombre de mediana edad y aspecto común que había hecho todo el viaje desde Nueva Orleans para obtener cierta información especial, inencontrable en ninguna fuente local. Su nombre era John Raymond Legrasse, inspector de policía por profesión. Con él traía el objeto de su visita: una grotesca, repulsiva y al parecer antiquísima estatuilla de roca
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cuyo origen no había podido determinar. No debe imaginarse que el inspector Legrasse tuviese un mínimo interés en arqueología. Al contrario, su deseo de ilustración era incitado puramente por consideraciones profesionales. La estatuilla, ídolo, fetiche, o lo que fuera que fuese, había sido capturada algunos meses antes en los pantanos boscosos al sur de Nueva Orleans durante una redada a una supuesta ceremonia vudú; tan espantosos y singulares eran los ritos que los policías no pudieron sino comprender que se habían tropezado con un culto oscuro totalmente desconocido para ellos, e infinitamente más diabólico que el más negro de los círculos vudú africanos. Sobre sus orígenes, aparte de los relatos erráticos e increíbles de los miembros capturados, absolutamente nada descubrieron; de ahí la ansiedad de la policía por cualquier ciencia anticuaria que pudiese ayudarles a identificar el horrendo símbolo, y por medio de este rastrear el culto hasta sus fuentes. El inspector Legrasse no estaba preparado para la sensación que su pedido creó. Sólo un vistazo al objeto había sido suficiente para lanzar a los hombres de ciencia hacia un estado de tensa excitación, y no perdieron el tiempo en aglutinarse alrededor de él para contemplar la diminuta figura cuya cabal rareza y aire de genuina y abismal antigüedad insinuaba tan potentemente posibilidades arcaicas e inexploradas. Ninguna escuela reconocida de escultura había animado a este terrible objeto, sin embargo siglos e incluso milenios parecían registrarse en su verdosa y mortecina superficie de piedra indocumentada. La figura, que era pasada lentamente de mano en mano para un estudio más cercano y cuidadoso, medía entre veinte y veinticinco centímetros de altura, y la hechura era de una exquisitez artística. Representaba a un monstruo de contorno vagamente antropoide, pero con una cabeza similar a un pulpo; el rostro una masa de tentáculos sobre un escamoso cuerpo de aspecto elástico, portentosas garras en sus extremidades traseras y delanteras, y largas y angostas alas en la espalda. Esta criatura, que parecía imbuida de una temerosa e innatural malignidad, era de una corpulencia algo abultada y ocupaba perversamente un pedestal o bloque rectangular cubierto con caracteres indescifrables. Las puntas de las alas tocaban el borde posterior del bloque, el asiento ocupaba el centro, mientras que las largas y curvas garras de las plegadas extremidades posteriores se asían del 16
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borde frontal y cubrían un cuarto del camino hacia el fondo del pedestal. La cabeza cefalópoda se inclinaba hacia delante, de modo que el final de los tentáculos faciales cepillaba el dorso de inmensas zarpas delanteras que se apretaban a las rodillas del agazapado. El aspecto del conjunto daba una sensación anormal de vida, más sutilmente horrenda debido a que su fuente era totalmente desconocida. Su vasta, asombrosa e incalculable edad era innegable, sin embargo nada parecía conectarlo con algún tipo conocido de arte perteneciente a la juventud de la civilización, o ciertamente al de cualquier otra época. Totalmente separado y aparte, el propio material era un misterio, pues la jabonosa, verde-negra roca con sus motas y estrías doradas o iridiscentes no se asemejaba a nada familiar en la geología o mineralogía. Los caracteres sobre la base eran igualmente desconcertantes, y ningún miembro presente, pese a que había representantes de la mitad de los expertos del mundo en esta materia, pudo formular una remota noción acerca de su afinidad lingüística. Estos, tanto como la figura y el material, pertenecían a algo horriblemente remoto y distinto de la humanidad como la conocemos, algo que espantosamente sugería antiguos e impíos ciclos de vida en los cuales nuestro mundo y nuestras concepciones no habían tenido parte. Y aun así, mientras los miembros agitaban severamente sus cabezas y se confesaban derrotados frente al problema del inspector, hubo un hombre en la asamblea que sospechó una pizca de bizarra familiaridad en la monstruosa forma y escritura, y que con algo de reticencia compartió la extravagante bagatela que conocía. El hombre era el ahora fallecido William Channing Webb, profesor de antropología en la Universidad de Princeton, y explorador no de poca notoriedad. El profesor Webb se había envuelto, cuarenta y ocho años antes, en un viaje a Groenlandia e Islandia en busca de ciertas inscripciones rúnicas que hasta ese entonces no había podido desenterrar, y mientras se hallaba en las altas costas del oeste de Groenlandia se había encontrado con una singular tribu o culto de degenerados esquimales cuya religión, una forma curiosa de adoración al diablo, lo había dejado helado con su deliberada sed de sangre y repulsión. Era una fe de la cual otros esquimales conocían poco, y a la que se refirieron sólo con escalofríos. Decían que había llegado hacía evos horriblemente lejanos antes incluso de que el mundo fuese creado. Junto a ritos indecibles y la llamada de cthulhu
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sacrificios humanos hacían ciertas invocaciones hereditarias dirigidas a un antiguo demonio supremo o tornasuk. De este el profesor Webb había registrado con cuidado una copia fonética de la boca de un viejo angekok o brujo sacerdote, expresando los sonidos en letras romanas de la mejor forma que pudo. Pero sólo ahora era de primordial importancia el fetiche que aquel culto había adorado y alrededor del cual habían danzado cuando la aurora saltaba muy por encima de los riscos de hielo. Era, declaró el profesor, un muy tosco bajorrelieve de piedra que constaba de una figura espantosa y una escritura críptica. Y hasta donde podía señalar era de un aproximado paralelo en todas las características esenciales al bestial objeto que ahora yacía frente al congreso. Esta información, recibida con suspenso y estupor por los miembros congregados, probó ser doblemente excitante para el inspector Legrasse, que inmediatamente llenó a sus informantes de preguntas. Habiendo anotado y copiado un ritual oral entre los cultistas de la ciénaga que sus hombres habían arrestado, instó al profesor a recordar lo mejor que pudiese las sílabas que había oído entre los diabólicos esquimales. Siguió ahí entonces una exhaustiva comparación de detalles, y un momento de silencio sobrecogedor cuando el detective y el científico convinieron en la virtual identidad de la frase, común a dos rituales infernales separados por un mundo de distancia. Lo que, sustancialmente, cantaron tanto los brujos esquimales como los sacerdotes del pantano de Luisiana a sus ídolos afines había sido algo muy cercano a lo que esto (la separación de palabras fue conjeturada de acuerdo a los quiebres tradicionales en la frase cantada en voz alta): Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn Legrasse había tenido una ventaja sobre el profesor Webb, pues varios de entre sus prisioneros mestizos le habían repetido lo que los celebrantes mayores les habían dicho que significaban las palabras. Este texto, como se indica, era algo así: En su casa en R’lyeh el fallecido Cthulhu espera soñando
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Y entonces, en respuesta a la demanda urgente y general, el inspector Legrasse relató tan minuciosamente como pudo su experiencia con los adoradores del pantano, una historia hacia la cual puedo ver a mi tío otorgando profundo significado. Tenía cierto dejo de los más salvajes sueños de creadores de mitos y teósofos, y develaba un pasmoso grado de imaginación cósmica poco esperable entre mestizos y parias. El primero de noviembre de 1907, la policía de Nueva Orleans había recibido frenéticos llamados desde la región pantanosa del sur. Los colonos de allí, gente en su mayoría primitiva pero de buen natural, descendientes de los hombres de Lafitte, se encontraban en un asidero de rígido terror debido a que algo desconocido se había cernido sobre ellos durante la noche. Era vudú, al parecer, pero vudú del tipo más terrible que cualquiera que hayan conocido. Algunas de sus mujeres y niños habían desparecido desde que el malévolo tom-tom había iniciado su incesante latido a lo lejos, allá en los bosques encantados donde nadie se aventuraba. Se oían gritos dementes y horrendos chillidos, cánticos que estremecían las almas y llamas demoníacas que bailaban en la espesura. Los vecinos, añadía el asustado mensajero, no podían soportarlo más. De modo que un cuerpo de veinte policías, llenando dos carruajes y un automóvil, partió al atardecer con el tembloroso colono como guía. Al final del camino transitable debieron apearse y caminar por kilómetros en silencio, acompañados por el chapoteo, a través de los terribles bosques de cipreses donde el día nunca llegaba. Inquietantes raíces y malignos nudos colgantes de musgo español los cercaban, y de vez en cuando una pila de viscosas piedras o fragmentos de paredes en ruinas intensificaban, con su insinuación de habitantes mórbidos, una depresión que cada árbol malformado y cada isleta fungosa conminaba a crear. A la lejanía el campamento de los colonos, un miserable montón de barracas, saltó a la vista, y la histérica población corrió a agruparse alrededor de la cuadrilla de linternas balanceantes. El sordo latido de tom-toms era ahora débilmente audible a lo lejos, y un chillido cuajado venía a intervalos infrecuentes cuando el viento cambiaba. Un resplandor rojizo también parecía filtrarse a través de la pálida maleza, más allá de las interminables avenidas de la noche boscosa. Aun renuentes a ser dejados solos otra vez, los habitantes acobardados se negaron categóricamente a avanzar un solo paso más la llamada de cthulhu
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hacia la escena del culto impío, así que el inspector Legrasse y sus diecinueve colegas se sumergieron sin guía hacia negras arcadas de horror que ninguno de ellos había pisado antes. La región a la que ahora entraba la policía tenía tradicionalmente una reputación funesta, sustancialmente desconocida e inexplorada por hombres blancos. Existían leyendas sobre un lago escondido, invisible a los ojos de los mortales, en el cual moraba una gigantesca, informe, blanca y poliposa criatura de ojos luminosos; los colonos susurraban que demonios alados volaban fuera de sus cavernas hacia el interior de la tierra para adorarla a la medianoche. Decían que había estado allí aun antes que d’Iberville, antes que La Salle, antes que los indios, antes incluso que la totalidad de las bestias y las aves de los bosques. Era la pesadilla en sí misma, y verla significaba la muerte. Pero insertaba sueños en los hombres, y así sabían lo suficiente como para mantenerse alejados. La presente orgía vudú se desarrollaba, sin duda, en el mero borde de esta abominable área, pero esa locación ya era lo suficientemente mala; de modo que tal vez el mismísimo lugar del culto había aterrorizado más a los colonos que los chocantes sonidos e incidentes. Sólo la poesía o la locura podrían hacer justicia a los sonidos oídos por los hombres de Legrasse mientras se abrían paso a través del negro cenagal, hacia el resplandor rojo y los sordos tom-tom. Existen cualidades vocales propias de los hombres, y cualidades vocales propias de las bestias, y es terrible escuchar una de ellas cuando la fuente que la emite debiese producir la otra. Furia animal y licencia orgiástica se batían aquí hacia demoniacas alturas en alaridos y graznidos extasiados que rasgaban y reverberaban a través de los bosques nocturnos como tempestades pestilentes de los abismos del infierno. De vez en cuando el poco organizado ululato cesaba, y parecía surgir de un pozo perforado un coro de roncas voces que elevaba en un monótono canto aquella horrenda frase ritual: «Ph’nglui mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn» Entonces los hombres, que habían alcanzado un lugar en donde los árboles eran más delgados, tuvieron de pronto a la vista el espectáculo en sí. Cuatro de ellos se tambalearon, uno cayó desmayado 20
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y dos fueron sacudidos en un frenético grito que la demente cacofonía de la orgía afortunadamente amortiguó. Legrasse lanzó agua del pantano a la cara del hombre desmayado, y todos se quedaron temblando, casi hipnotizados de horror. En un claro natural del pantano se alzaba una herbosa isla de quizá una hectárea de extensión, libre de árboles y tolerablemente seca. En ella ahora brincaba y se retorcía la más indescriptible horda de anormalidad humana que ni si quiera un Sime o un Angarola hubiese podido pintar. Vacíos de ropas, la híbrida prole bramaba, rugía y se encrespaba alrededor de una monstruosa hoguera en forma de anillo, en el centro de la cual, revelado por ocasionales grietas en la cortina de fuego, se erigía un monolito de granito de unos tres metros de altura sobre el que descansaba, incongruente en su pequeñez, la perniciosa estatuilla. En un amplio círculo de diez cadalsos instalados a intervalos regulares alrededor del monolito ceñido en llamas colgaban, cabeza abajo, los cuerpos extrañamente desfigurados de los colonos indefensos que habían desaparecido. Era dentro de este círculo que el anillo de adoradores saltaba y rugía; la dirección general del movimiento masivo era de izquierda a derecha en un interminable acto báquico entre el anillo de cuerpos y el anillo de fuego. Puede haber sido sólo su imaginación y pudo haber sido sólo un eco el que indujo a uno de los hombres, un excitable español, a suponer que oía respuestas antifonales hacia el ritual que provenían de algún punto lejano y sin luz en lo más profundo de aquel bosque de leyendas aciagas y horror. Este hombre, Joseph D. Gálvez, que luego conocí e interrogué, probó ser inadvertidamente imaginativo. Fue sin duda demasiado lejos cuando insinuó haber sentido el batir de grandes alas y el resplandor de unos ojos brillantes y una blanca masa montañosa más allá de los más remotos árboles, pero supongo que había estado escuchando demasiadas supersticiones nativas. En realidad, la pausa horrorizada de los hombres fue, comparativamente, de corta duración. El deber venía primero; pese a que debía de haber cerca de un centenar mestizo de celebrantes en el tropel, los policías descansaron en sus armas de fuego y se precipitaron con determinación en medio de la horda. Durante cinco minutos el resultante estrépito y caos estuvieron más allá de la llamada de cthulhu
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cualquier descripción. Salvajes golpes fueron dados, disparos fueron proyectados, y fugas se lograron, pero al final Legrasse pudo contar de cuarenta y siete hoscos prisioneros a los cuales forzó a vestirse deprisa y a formar una línea entre dos hileras de policías. Cinco de los adoradores yacían muertos, y dos severamente heridos fueron llevados en camillas improvisadas por sus compañeros prisioneros. La imagen sobre el monolito, por supuesto, fue cuidadosamente removida y llevada por Legrasse. Examinados en los cuarteles luego de un viaje de intenso esfuerzo y tedio, los prisioneros demostraron ser hombres de baja estofa, mestizos y mentalmente aberrantes. La mayoría eran marineros, y una aspersión de negros y mulatos, casi todos indios orientales o bravos portugueses provenientes de las islas de Cabo Verde, coloreaban de un matiz vudú al culto heterogéneo. Pero no se requirieron muchas preguntas para que se hiciese manifiesto que se trataba de algo mucho más profundo y viejo que el fetichismo negro. Degradados e ignorantes como eran, los prisioneros se asieron con sorpresiva consistencia a la idea central de su aborrecible fe. Adoraban, así decían, a los Grandes Antiguos que habían vivido eras antes de que hubiese ningún hombre, y que habían venido al joven mundo desde el cielo. Esos Grandes Antiguos se habían retirado ya hacia las profundidades de la tierra y bajo el mar, pero sus cuerpos muertos habían contado sus secretos en sueños a los primeros hombres, los cuales formaron un culto que nunca había muerto. Este era ese culto, y los prisioneros decían que siempre había existido y que siempre seguiría existiendo, escondido en lejanías desiertas y en lugares lóbregos alrededor de todo el mundo hasta el momento en que el gran sacerdote Cthulhu emergiese de su oscura casa en la poderosa ciudad de R’lyeh bajo las aguas y trajese a la tierra de nuevo su reinado. Algún día sería su llamado, cuando las estrellas estuviesen listas, y el culto secreto estaría siempre a la espera para liberarlo. Mientras tanto nada más podían decir. Había un secreto que ni siquiera la tortura podría extraer. La humanidad no estaba absolutamente sola entre las cosas conscientes sobre la tierra, pues había sombras que surgían de la oscuridad para visitar a los pocos fieles. Pero estas no eran los Grandes Antiguos. Ningún hombre había visto jamás a los Antiguos. El ídolo esculpido era el gran Cthulhu, 22
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pero nadie podría decir si los otros eran o no precisamente como él. Nadie podía leer las viejas escrituras ahora, pero mucho se decía de boca en boca. El ritual coreado no era el secreto. Este nunca se decía en voz alta, sólo se susurraba. El canto no significaba más que esto: «en su casa en R’lyeh el fallecido Cthulhu espera soñando». Sólo dos de los prisioneros fueron juzgados lo suficientemente cuerdos como para ser ahorcados, el resto fue entregado a varias instituciones. Todos negaron haber tomado parte en los rituales homicidas, y declararon que los asesinatos habían sido llevado a cabo por los Alados Negros que habían venido por ellos desde su refugio inmemorial en el bosque encantado. Pero de aquellos aliados misteriosos nada coherente pudo nunca saberse. Lo que la policía sí pudo extraer vino principalmente de un mestizo inmensamente viejo llamado Castro, quien clamaba haber navegado hacia extraños puertos y hablado con los jefes inmortales del culto en las montañas de China. El viejo Castro recordaba retazos de espantosas leyendas que palidecían las especulaciones de teósofos y hacían parecer al hombre y al mundo como algo reciente y sin duda transitorio. Había habido evos en que otros Seres regentaban la Tierra desde sus grandes ciudades. Remansos de ellos, decía que los inmortales chinos le habían referido, aún podían ser encontrados como ciclópeas rocas en las islas del Pacífico. Todos habían muerto en vastas épocas antes de los tiempos del hombre, pero había artes que podían revivirlos cuando los astros volviesen a ocupar la posición correcta en el ciclo de la eternidad. Estos Seres, ciertamente, procedían de las estrellas, y habían traído sus ídolos con ellos. Los Grandes Antiguos, continuaba Castro, no estaban compuestos de carne y hueso. Tenían forma —¿no lo probaba acaso esta imagen estelar?—, pero esa forma no estaba hecha de materia. Cuando los astros se alineasen podrían precipitarse de mundo a mundo a través del cielo; con los astros desfavorables no podrían vivir. Pero pese a que ya no vivían, no morirían nunca en realidad. Todos yacían en casas de piedra en la gran ciudad de R’lyeh, preservados por los hechizos del poderoso Cthulhu para una gloriosa resurrección cuando las estrellas y la tierra estuviesen una vez más dispuestas para Ellos. Pero llegado el momento alguna fuerza del exterior debía servir en la liberación de sus cuerpos. Los conjuros la llamada de cthulhu
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que los preservaban intactos también los prevenían de hacer el movimiento inicial, así que sólo podían yacer despiertos en la oscuridad y pensar mientras que incontables millones de años se sucedían. Sabían todo lo que ocurría en el universo, pues su modo de comunicarse era transmitir pensamiento. Incluso ahora hablan en sus tumbas. Cuando, luego de una infinitud de caos, los primeros hombres llegaron, los Grandes Antiguos les hablaron a los susceptibles entre ellos moldeando sus sueños pues sólo así su lenguaje podía llegar a las mentes carnales de los mamíferos. Entonces, susurraba Castro, esos primeros hombres formaron el culto alrededor de pequeños ídolos que los Grandes Antiguos les habían mostrado; ídolos traídos en mortecinas eras desde negras estrellas. El culto jamás moriría hasta que las estrellas se alineasen de nuevo y los sacerdotes secretos levantaran al gran Cthulhu de su tumba para que reviviese a sus súbditos y continuase su reinado en la tierra. El momento sería fácil de reconocer, pues por entonces la humanidad se habrá vuelto como los Grandes Antiguos: libres y salvajes y más allá del bien y el mal, las leyes y las morales apartadas lejos, todos los hombres bramarían y matarían y se deleitarían en placer. Entonces los liberados Grandes Antiguos les enseñarían nuevas formas de vociferar y matar y gozar, y toda la tierra ardería en un holocausto de éxtasis y libertad. En el intertanto el culto, con apropiados ritos, debía mantener vivo el recuerdo de aquellas formas antiguas y anunciar las profecías de su regreso. En los primeros tiempos los hombres elegidos habían hablado con los sepultados Grandes Antiguos por medio de sus sueños, pero luego algo había pasado. La gran ciudad de piedra R’lyeh, con sus monolitos y sepulcros, se había hundido bajo las olas; y las aguas abismales, llenas del misterio primigenio a través del cual ni siquiera el pensamiento puede pasar, habían cortado el intercambio espectral. Pero el recuerdo nunca murió, y los altos sacerdotes decían que la ciudad se levantaría de nuevo cuando los astros se alineasen. Entonces brotarían de lo subterráneo los negros espíritus de la tierra, mohosos y sombríos y llenos de oscuros rumores recogidos en las cavernas bajo los olvidados fondos del océano. Pero de ellos el viejo Castro no se atrevía a hablar demasiado. Se interrumpió de pronto y ninguna persuasión ni argucia pudieron sonsacarle más en 24
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esta dirección. El tamaño de los Antiguos, también, curiosamente declinó de mencionar. En cuanto al culto, dijo que pensaba que su centro se encontraba en medio de los intransitados desiertos de Arabia, donde Irem, la Ciudad de los Pilares, sueña oculta e intocada. No eran aliados de los cultos de brujería europeos, los cuales les eran virtualmente desconocidos a sus miembros. Ningún libro jamás se había acercado a él realmente, aunque los chinos inmortales decían que había dobles significaciones en el Necronomicon del árabe loco Abdul Alhazred que los iniciados podían leer como quisiesen, especialmente el muy discutido díptico: «Que no está muerto lo que yace eternamente y que con extraños evos aun la muerte puede morir»3 Legrasse, profundamente impresionado y no poco perplejo, había inquirido en vano en lo concerniente a las afiliaciones históricas del culto. Castro, aparentemente, había dicho la verdad cuando afirmaba que era un secreto. Las autoridades de la Universidad de Tulane no pudieron arrojar luces sobre el culto o la imagen, y ahora el detective había recurrido a las más altas autoridades en el país y se había encontrado con nada menos que con el episodio de Groenlandia del profesor Webb. Ferviente interés había despertado en el encuentro el relato de Legrasse, corroborado como estaba por la estatuilla, sus ecos se dejaron sentir en la subsecuente correspondencia de los asistentes, sin embargo escasa mención tuvo en las publicaciones formales de la sociedad. La precaución es la primera preocupación para aquellos acostumbrados a enfrentar ocasionales charlatanerías e imposturas. Legrasse prestó por un tiempo la imagen al profesor Webb, pero a la muerte de este le fue devuelta y ahora permanece en su posesión, donde la vi no hace mucho. Es realmente algo terrible, e indiscutiblemente similar a la escultura labrada en sueños por el joven Wilcox. Que mi tío se entusiasmase por el relato del escultor no me
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sorprendía, pues ¿qué pensamientos deben haberle surgido al escuchar, ya enterado de lo que Legrasse había aprendido del culto, que un joven sensitivo no sólo había soñado con la figura y los exactos jeroglíficos de la imagen encontrada en el pantano y en la tabla diabólica en Groenlandia, sino que había oído en sueños por los menos tres precisas palabras de la fórmula pronunciada tanto por los esquimales diabolistas como por los mestizos de Luisiana? El instantáneo inicio de la muy minuciosa investigación del profesor Angell era eminentemente natural, aunque en mi fuero interno yo sospechaba que el joven Wilcox había escuchado del culto en alguna forma indirecta y había inventado una serie de sueños para intensificar y continuar el misterio a expensas de mi tío. Las narraciones de los sueños y los recortes coleccionados por el profesor eran, por supuesto, una enérgica corroboración, pero el racionalismo de mi mente y la extravagancia de todo el asunto me llevaron a adoptar lo que creí la conclusión más sensata. De modo que, luego de un exhaustivo estudio del manuscrito y de correlacionar las notas teosóficas y antropológicas con la descripción del culto hecha por Legrasse, viajé a Providence a ver al escultor y a darle la reprimenda que me parecía apropiada por haberse burlado tan rudamente de un sabio anciano. Wilcox todavía vivía solo en el estudio Fleur-de-Lys de la Thomas Street, una desagradable imitación victoriana de la arquitectura bretona del siglo diecisiete que alardeaba su frente estucado entre las encantadoras casas coloniales sobre la antigua colina, y que se cernía bajo la mismísima sombra del más hermoso campanario georgiano en Estados Unidos. Lo encontré trabajando en sus habitaciones e inmediatamente me percaté, por las obras dispersas a su alrededor, de que su genialidad era profunda y auténtica. Wilcox será, creo, conocido durante un tiempo como uno de los grandes decadentes pues ha cristalizado en arcilla, y reflejará un día en mármol, aquellas pesadillas y fantasías que Arthur Machen evoca en prosa y que Clark Ashton Smith hace visible en versos y en pinturas. Oscuro, frágil y algo desaliñado de aspecto, se volvió lánguidamente cuando lo llamé y sin levantarse me preguntó qué buscaba. Cuando le dije quién era mostró cierto interés, pues mi tío había encendido su curiosidad al examinar sus extraños sueños, aunque sin 26
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explicarle nunca las razones del estudio. No amplié su conocimiento en este aspecto, pero procuré con cierta sutileza hacerlo hablar. En poco tiempo me convencí de su absoluta sinceridad; hablaba de sus sueños sin engaño. Esos sueños y sus residuos subconscientes habían influenciado profundamente su arte, y me mostró una mórbida estatua cuyos contornos casi me hacen temblar con la potencia de su sugerencia negra. No recordaba haber visto el original excepto en el bajorrelieve de su propio sueño, pero los contornos se habían formado insensiblemente bajo sus manos. Era, no había duda de ello, la forma gigantesca que había visto en su delirio. Que no sabía realmente nada del culto secreto, excepto por lo que el implacable interrogatorio de mi tío había dejado escapar, pronto lo dejó claro. Una vez más me esforcé en pensar en algún modo posible en que hubiese podido recibir esas señales sobrenaturales. Hablaba de sus sueños de una forma extrañamente poética, haciéndome ver de forma terriblemente vívida la húmeda y ciclópea ciudad de viscosas rocas verdes —cuya geometría, dijo peregrinamente, era totalmente errónea— y escuchar con expectación asustadiza la incesante, demente llamada subterránea: «Cthulhu fhtagn», «Chtulhu fhtagn». Estas palabras formaban parte del pavoroso ritual que hablaba del sueño-vigilia del fallecido Cthulhu en su cripta de piedra en R’lyeh, y me sentí profundamente conmovido pese a mis creencias racionalistas. Wilcox, estaba seguro, había escuchado acerca del culto por casualidad y lo había olvidado pronto entre la gran masa de sus igualmente raras lecturas e imaginaciones. Luego, por virtud de su escarpado carácter, le había hallado expresión subconsciente en sueños, en el bajorrelieve y en la terrible estatua que yo ahora contemplaba; así que la chanza hacia mi tío había sido una muy inocente. El joven era de un tipo a la vez ligeramente afectado y ligeramente maleducado que no podría nunca agradarme, sin embargo ya me encontraba dispuesto a admitir tanto su genialidad como su honestidad. Me despedí de él amigablemente y le deseé todo el éxito que su talento prometía. El asunto del culto siguió fascinándome y por momentos tenía visiones de fama personal por investigaciones sobre sus orígenes y conexiones. Visité Nueva Orleans, hablé con Legrasse y con otros que habían participado en aquella vieja expedición, vi la horrenda la llamada de cthulhu
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imagen, e incluso interrogué a los prisioneros mestizos que aún vivían. El viejo Castro, desafortunadamente, había muerto hacía algunos años. Lo que entonces escuché tan gráficamente de primera mano, pese a que en realidad no era más que una detallada confirmación de lo que mi tío había escrito, renovó mi entusiasmo: sentí la seguridad de que estaba tras las huellas de una muy real, muy secreta y muy aciaga religión cuyo descubrimiento me volvería un antropólogo de renombre. Mi actitud era todavía una de absoluto materialismo, como aún quisiera que fuese, y descarté con inexplicable perversidad las coincidencias entre las notas de sueños y los singulares recortes coleccionados por el profesor Angell. Una cosa que comenzaba a sospechar, y que me temo que ahora sé, era que la muerte de mi tío distaba de ser natural. Cayó en una angosta callejuela de la colina que nacía en un antiguo muelle pululante de mestizos extranjeros luego del descuidado empujón de un marinero negro. No había olvidado la mezcla de sangre y los intereses marinos de los miembros del culto en Luisiana, y no me hubiese sorprendido descubrirles métodos secretos y agujas venenosas tan despiadadas y antiguas como sus crípticos rituales y creencias. Legrasse y sus hombres, es verdad, habían sido dejados en paz, pero en Noruega un cierto marinero que veía cosas ahora está muerto. ¿No pudieron haber llegado a oídos siniestros las indagaciones más profundas que mi tío estaba haciendo luego de su encuentro con el escultor? Pienso que el profesor Angell murió debido a que sabía demasiado o porque quería saber demasiado. Está por verse si yo debo seguir su mismo camino, pues es mucho lo que he aprendido hasta ahora.
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III. La locura del mar
Si el cielo alguna vez quisiese concederme una bendición, sería el total borrón del descubrimiento que hice por mera casualidad cuando fijé mi mirada sobre un errante papel que cubría un estante. No era nada con lo cual me cruzaría naturalmente en el curso de mi rutina diaria, pues se trataba de un viejo número de un diario australiano, el Boletín de Sydney del 18 de abril de 1925. Había pasado inadvertido incluso para el departamento de recortes que había estado en el tiempo de su emisión coleccionando ávidamente material para la investigación de mi tío. Yo casi había abandonado ya mis indagaciones acerca de lo que el profesor Angell había llamado «El culto de Cthulhu», y me encontraba visitando a un docto amigo en Paterson, New Jersey, el curador del museo local y un mineralogista de renombre. Examinando un día la reserva de especímenes toscamente dispuestos en los estantes de almacenamiento en una de las salas apartadas del museo, mi mirada fue capturada por una extravagante ilustración en uno de los viejos periódicos extendido bajo las piedras. Era el Boletín de Sydney que he mencionado, pues mi amigo tenía corresponsales en todos los lugares extranjeros concebibles. La imagen era la fotografía en sepia de una espantosa estatuilla de piedra casi idéntica a la que Legrasse había encontrado en la ciénaga. Despojando con impaciencia la hoja de su precioso contenido, examiné el artículo con cuidado y me vi decepcionado por encontrarlo moderado en extensión. Lo que sugería, sin embargo,
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era de portentoso significado para mi vacilante búsqueda, así que arranqué cuidadosamente la noticia con el propósito de inmediata acción. Se leía lo siguiente: MISTERIOSO DERRELICTO ENCONTRADO EN EL MAR El Vigilant arriba remolcando a un desvalido yate neozelandés armado. Un sobreviviente y un hombre muerto encontrado a bordo. El relato de una desesperada batalla y muertes en altamar. Marinero rescatado se rehúsa a dar particulares de la extraña experiencia. Extraño ídolo hallado en su posesión. Investigación a seguir.
El cargador Vigilant, perteneciente a la Morrison y cía. y proveniente de Valparaíso, arribó esta mañana a su puesto de amarre en la Bahía de Darling, remolcando el batallado e incapacitado pero fuertemente armado yate a vapor Alert de Dunedin, N.Z., que había sido avistado el 12 de abril en los 34° 21’ de latitud sur, 152° 17’ de longitud oeste, con un hombre vivo y otro muerto a bordo. El Vigilant dejó Valparaíso el 25 de marzo, y el 2 de abril fue arrastrado considerablemente al sur de su curso por fuertes tormentas excepcionales y monstruosas olas. El 12 de abril el derrelicto fue avistado. Pese a estar aparentemente desierto, fueron encontrados en el abordaje un sobreviviente en condición de semi delirio y un hombre que había estado evidentemente muerto por más de una semana. El hombre vivo se agarraba a un horrible ídolo de piedra de origen desconocido y de unos treinta centímetros de alto cuya naturaleza las autoridades de la Universidad de Sydney, la Sociedad Real y el museo en la College Street consideran un completo desconcierto, y el cual el sobreviviente dice haber encontrado en la cabina del yate, sobre un pequeño altar rudimentario. Este hombre, luego de recuperar sus sentidos, contó una historia sumamente extraña de piratería y matanza. Se trata de Gustaf Johansen, un noruego de cierta inteligencia que había sido segundo oficial en la goleta Emma de Auckland y que había zarpado desde el Callao el 20 de febrero con una tripulación de once hombres. El Emma, dijo, había sido retrasado y arrojado ampliamente al sur
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de su curso por la gran tormenta del primero de marzo y, el 22 de marzo sobre la latitud 49° 51’ sur, longitud 128°34’ oeste se había encontrado con el Alert pilotado por una rara tripulación de mestizos canacos de aspecto maligno. El capitán Collins se negó a la orden perentoria de virar, después de lo cual la extraña tripulación abrió fuego salvajemente y sin advertencia sobre la goleta con una peculiar batería pesada de cañones de bronce que formaban parte del equipamiento del yate. Los hombres del Emma dieron batalla, dijo el sobreviviente, y pese a que la goleta había comenzado a hundirse debido a los tiros que habían alcanzado su línea de flotación, se las arreglaron para lanzarse sobre el enemigo y abordarlos, desatando una lucha contra la tripulación salvaje en la cubierta del yate y viéndose forzados a matarlos a todos pues estos, pese a ser ligeramente superiores en número, peleaban de un modo particularmente abominable y desesperado, aunque torpe. Tres de los hombres del Emma, incluyendo al capitán Collins y al primer oficial Green, fueron asesinados. Los restantes ocho, bajo el comando del segundo oficial Johansen, procedieron a navegar el yate capturado en su dirección original para ver si existía alguna razón por la cual habían sido ordenados de virar. Al día siguiente, al parecer, alcanzaron y desembarcaron en una pequeña isla, pese a que no es sabido de la existencia de ninguna en esa área del océano, y seis de los hombres murieron de algún modo en la costa, aunque Johansen se mostró extrañamente reticente sobre esta parte de su historia, y dijo sólo que habían caído en una grieta entre las rocas. Luego, aparentemente, él y otro compañero abordaron el yate e intentaron conducirlo, pero fueron golpeados por la tormenta del 2 de abril. Desde ese momento hasta su rescate el 12 del mismo mes, el hombre recuerda poco, y no es siquiera capaz de identificar el momento en que William Briden, su compañero, murió. La muerte de Briden no revela causa aparente y se debió probablemente a agitación o exposición. Cables provenientes de Dunedin reportan que el Alert era bien conocido como barco de carga y que tenía una reputación maligna a lo largo del mar. Era propiedad de un particular grupo de mestizos cuyos encuentros frecuentes y viajes nocturnos hacia los bosques atraían no poca curiosidad; había zarpado con gran prisa justo después de la tormenta y los temblores del 1 de la llamada de cthulhu
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marzo. Nuestro corresponsal en Auckland otorga al Emma y a su tripulación una excelente reputación, y Johansen es descrito como un hombre serio y capaz. El almirantazgo instituirá pesquisas sobre todo el asunto a partir de mañana, las cuales harán todo el esfuerzo para inducir a Johansen a hablar más libremente de lo que ha hecho hasta ahora. Esto era todo, además de la fotografía de la imagen infernal, ¡pero qué tren de ideas despertó en mi mente! Aquí había nuevas y preciosas noticias sobre el culto de Cthulhu, y evidencia de que tenía extraños intereses tanto en el mar como en la tierra. ¿Qué motivo había incitado a la tripulación híbrida a ordenar el retiro del Emma mientras navegaban con su espantoso ídolo? ¿Cuál era la isla desconocida en la cual seis de los tripulantes del Emma habían muerto, y sobre la cual Johansen guardaba tanto secreto? ¿Qué había sacado a relucir la investigación del almirantazgo y qué era sabido del nocivo culto en Dunedin? Y lo más extraordinario, ¿qué profunda y más que natural conexión de fechas era esta que daba una significación maligna y ahora innegable a los varios eventos que tan cuidadosamente mi tío había anotado? El 1 de marzo —nuestro 28 de febrero de acuerdo al huso horario internacional— el terremoto y la tormenta se habían producido. Desde Dunedin el Alert y su repulsiva tripulación se habían precipitado ansiosamente en altamar como si hubiesen sido convocados imperiosamente, y en el otro lado del planeta, poetas y artistas habían comenzado a tener sueños sobre una extraña y viscosa ciudad ciclópea mientras un joven escultor moldeaba mientras dormía la forma del temible Cthulhu. El 23 de marzo la tripulación del Emma desembarcó en una isla desconocida y dejó seis hombres muertos; durante la misma fecha los sueños de los hombres sensitivos se habían vuelto más vívidos y se oscurecieron con el terror de la persecución de un monstruo maligno, ¡mientras un arquitecto se volvía loco y un escultor caía repentinamente en el delirio! ¿Y qué pensar de esta tormenta del 2 de abril, fecha en la cual todos los sueños sobre la ciudad viscosa cesaron, y Wilcox emergía indemne del cautiverio de la extraña fiebre? ¿Qué pensar de todo esto y de las insinuaciones del viejo Castro sobre los 32
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hundidos Antiguos nacidos de las estrellas y su reinado próximo, su fiel culto y su maestría de los sueños? ¿Me tambaleaba yo al borde de horrores cósmicos más allá de lo soportable para el hombre? En cualquier caso, debieron ser horrores que sólo afectaban a la mente, pues de alguna manera el 2 de abril había detenido la amenaza monstruosa que había comenzado su asedio al alma de la humanidad. Esa noche, luego de un día de apresurados telegramas y arreglos, me despedí de mi huésped y tomé un tren a San Francisco. En menos de un mes estaba en Dunedin, donde, no obstante, descubrí lo poco que se sabía acerca de los extraños cultistas que habían habitado las viejas tabernas marinas. La escoria en los muelles era demasiado común como para merecer mención especial, aunque se hablaba vagamente acerca de un viaje tierra adentro que estos mestizos habían hecho, durante el cual débiles tamborileos y rojas flamas fueron notadas en las colinas lejanas. En Auckland me enteré de que Johansen había regresado con su pelo rubio vuelto totalmente blanco luego de un mecánico y poco concluyente interrogatorio en Sydney, y que luego había vendido su cabaña en la West Street y había navegado junto a su esposa hacia su antiguo hogar en Oslo. De su turbulenta experiencia no diría a sus amigos más de lo que le había dicho a los oficiales del almirantazgo, y todo lo que pudieron hacer fue darme su dirección en Oslo. Después de eso fui a Sydney y hablé sin éxito con marineros y miembros de la corte del almirantazgo. Vi el Alert, ahora vendido y en uso comercial, en Circular Quay en la bahía de Sidney, pero no saqué nada comprometedor de él. La imagen en cuclillas con su cabeza de calamar, cuerpo de dragón, alas escamosas y pedestal de jeroglíficos, era preservada en el museo de Hyde Park. La estudié largamente y la descubrí como un objeto de exquisita hechura torva que mantenía el mismo misterio cabal, la misma terrible antigüedad, y que estaba hecho del mismo material sobrenatural que había notado en el espécimen más pequeño de Legrasse. Para los geólogos, me dijo el curador, era un enigma monstruoso; habían convenido en que el mundo no albergaba ninguna roca como aquella. Pensé entonces con un escalofrío en lo que el viejo Castro le había dicho a Legrasse acerca de los Grandes Antiguos: «vinieron de las estrellas, y trajeron sus imágenes consigo.» la llamada de cthulhu
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Temblando con un revoltijo mental como nunca antes había experimentado, resolví visitar al oficial Johansen en Oslo. Desembarqué en Londres, zarpé de inmediato hacia la capital noruega y un día de otoño puse pie en los muelles de equipamiento a la sombra del Egeberg. La casa de Johansen, descubrí, se hallaba en la Ciudad Vieja del rey Harold Haardrada, que había conservado el nombre de Oslo durante todos los siglos en que la ciudad principal fuese enmascarada como «Christiana». Hice el breve viaje en taxi y, con el corazón palpitante, golpeé la puerta de un elegante y antiguo edificio de frente enyesado. Salió a recibirme una mujer de cara triste, vestida de negro, y sentí una punzada de decepción cuando me comunicó en vacilante inglés que Gustaf Johansen ya no pertenecía a este mundo. No había sobrevivido a su retorno, me dijo su esposa, sus aventuras en el mar en 1925 lo habían quebrado. No le contó más de lo que había dicho en público, sin embargo había dejado un largo manuscrito —sobre «asuntos técnicos», dijo— escrito en inglés, evidentemente con el fin de salvaguardar a su esposa de leerlo detenidamente. Durante una caminata a través de una callejuela angosta cerca del muelle de Gothenburg, un bulto de papeles había caído de una ventana de ático y lo había derribado. Dos marineros laskar aparecieron de pronto para ayudarlo a ponerse de pie, pero antes de que la ambulancia llegara ya estaba muerto. Los médicos no encontraron causa adecuada para explicar la muerte, así que la atribuyeron a problemas en el corazón y a un debilitamiento en su constitución. Siento ahora el roído en mi interior de un terror oscuro que no me abandonará hasta que yo, también, encuentre el eterno reposo «accidentalmente» o de cualquier otra manera. Habiendo persuadido a la viuda de que mi conexión con «los asuntos técnicos» de su marido era suficiente como para poseer el manuscrito, me llevé el documento y comencé a leerlo en el barco que me llevaba devuelta a Londres. Era una cosa simple, trepadora —el inocente esfuerzo de un marino por crear un diario post-facto—, en la que intentaba recordar día a día aquel último viaje. No procuraré transcribirlo literalmente debido a todas sus nebulosas y redundancias, pero contaré lo suficiente de su esencia para mostrar por qué el sonido del agua 34
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chocando contra el casco del buque se me volvió tan inaguantable que tapé mis oídos con algodón para detenerlo. Johansen, gracias a Dios, no lo sabía todo, aún cuando había visto la ciudad y la Cosa, pero nunca volveré yo a dormir en calma de nuevo ahora que pienso en los horrores que acechan incesantemente al otro lado de la vida, en el tiempo y el espacio, y en aquellas impías criaturas venidas de antiguas estrellas que sueñan debajo del mar, conocidas y favorecidas por un culto de pesadilla listo y ansioso de liberarlos sobre el mundo en el momento en que otro terremoto vuelva a elevar su monstruosa ciudad de roca hacia el aire y la luz del sol. El viaje de Johansen había empezado justo como le contó al vice-almirantazgo. El Emma había dejado Auckland el 20 de febrero y había sentido la entera fuerza de la tempestad nacida del terremoto que debe haber elevado desde el fondo del mar los horrores que llenaron los hombres de los sueños. Una vez bajo control, la nave estaba haciendo bueno progresos cuando se encontraron con el Alert el 22 de marzo, y pude sentir el lamento del oficial mientras escribía acerca del bombardeo y posterior hundimiento de su embarcación. De los morenos cultistas del Alert hablaba con horror significativo. Había una cualidad peculiarmente abominable en ellos que hacía su destrucción casi un deber, y Johansen muestra un ingenuo asombro debido a los cargos de crueldad con que fue acusada su tripulación durante el proceso en la corte de investigación. Luego de capturar el yate bajo el comando de Johansen y movidos por la curiosidad, los hombres avistaron un gran pilar de piedra surgiendo del mar, y en la latitud 47° 9’ sur, longitud 126° 43’ oeste, se encontraron con una costa mezcla de barro, cieno y maleza que ocupaba una ciclópea obra que no puede ser sino la tangible sustancia del terror supremo de la tierra: la pesadillesca ciudad muerta de R’lyeh, que fue construida hace inmedibles eones atrás en la historia por las vastas, aborrecibles formas que habían bajado de las estrellas oscuras. Ahí yacía el gran Cthulhu y sus hordas, escondidos en limosas bóvedas verdes y enviando por fin, luego de incalculables ciclos, los pensamientos que propagaron el miedo en los sueños de los sensitivos y que llamaban imperiosamente a los fieles a iniciar el peregrinaje de liberación y restauración. Todo esto Johansen lo ignoraba, ¡pero sabe Dios que había visto suficiente! la llamada de cthulhu
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Creo que sólo una punta de montaña, la ciudadela coronada por el espantoso monolito donde el gran Cthulhu había sido enterrado, había surgido realmente de las aguas. Cuando pienso en la extensión de todo lo que puede estarse incubando allá abajo casi deseo morir sin más espera. Johansen y sus hombres fueron sobrecogidos por la majestuosidad cósmica de esta goteante Babilonia de antiguos demonios, y deben haber adivinado instintivamente que no pertenecía a este ni a ningún otro sano planeta. La admiración hacia el increíble tamaño de los bloques verdosos de piedra, hacia la vertiginosa altura del gran monolito labrado, y hacia la pasmosa identidad de las colosales estatuas y bajorrelieves con la misma imagen que habían encontrado en el altar del Alert, es conmovedoramente visible en cada línea de la descripción asustadiza del oficial. Sin conocer cómo es el futurismo, Johansen alcanzó algo muy similar a este arte cuando habló de la ciudad; en vez de describir cualquier estructura definitiva o edificio, se fija sólo en extensas impresiones de vastos ángulos y superficies pétreas, superficies demasiado grandiosas como para pertenecer a nada correcto o propio de este mundo, todas cubiertas con impías y horribles imágenes y jeroglíficos. Menciono su diatriba sobre ángulos porque sugieren algo que Wilcox me había contado sobre sus aterradores sueños. Había dicho que la geometría del lugar onírico que había visto era contranatural, no euclidiana, y que se poblaba pesadamente de esferas y dimensiones distintas de las nuestras. Ahora un iletrado marinero sentía lo mismo cuando contemplaba la terrible realidad. Johansen y sus hombres desembarcaron en un banco de barro costero de esta monstruosa acrópolis y treparon a resbalones sobre titánicos y limosos bloques de una escalera que no podría haber sido hecha por mortales. El sol mismo en el cielo parecía distorsionado cuando era visto a través del miasma polarizado que manaba de esta perversión submarina; una amenaza retorcida acechaba lascivamente en aquellos dementes ángulos elusivos de roca labrada en donde una segunda mirada mostraba concavidad luego de que la primera mostrara convexidad. Algo como un sobresalto se había cernido sobre todos los exploradores aun antes de que nada más definitivo que las rocas, el cieno y la maleza fuese visto. Todos hubieran huido si no hubiesen 36
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temido la burla de los otros, y sólo a medias buscaron ―en vano, como quedó luego probado― algún souvenir que llevarse con ellos. Fue Rodríguez el portugués el primero en escalar hasta el pie del monolito y gritar lo que había encontrado. El resto lo siguió y contempló con curiosidad la inmensa puerta labrada con el ahora familiar bajorrelieve calamar-dragón. Era, según Johansen, como la puerta de un gran cobertizo, y todos sintieron que era una puerta debido al dintel ornado, el umbral y las columnillas a sus lados, pero nadie pudo decir si era horizontal como una puerta-trampa u oblicua como la puerta exterior de un altillo. Como Wilcox hubiese dicho: la geometría del lugar era errada. Uno no podía estar seguro de que el mar y el terreno fuesen horizontales, de modo que la posición relativa de todo lo demás parecía fantasmalmente variable. Briden presionó sobre la piedra en diversos lugares sin resultado. Entonces Donovan palpó con delicadeza alrededor del borde, presionando cada punto por separado. Escaló interminablemente a lo largo de la grotesca moldura de piedra —es decir, se podía llamar escalar a su acción si se convenía en que la moldura no era horizontal— y los hombres se preguntaron cómo cualquier puerta en el universo podía ser tan vasta. Entonces, muy suave, muy lentamente, la parte superior del gran panel acre comenzó a inclinarse hacia adentro y todos pudieron ver que se balanceaba. Donovan se deslizó o de algún modo se propulsó hacia abajo o a lo largo de las vigas y se reunió con sus compañeros y todos observaron la extraña recesión del monstruoso portal. En esta fantasía de distorsión prismática se movió anómalamente de forma diagonal, de modo que todas las reglas de la materia y la perspectiva parecieron trastornadas. La apertura era negra con una oscuridad casi material. La tenebrosidad tenía sin duda una cualidad positiva; oscurecía lugares de las paredes interiores que debían ser reveladas. Al fin brotó una progresiva ráfaga como humo de su encarcelamiento milenario que oscurecía visiblemente el sol mientras se escabullía hacia el encogido y giboso cielo en un aleteo de alas membranosas. El hedor que se alzaba desde aquellos abismos recién abiertos era intolerable, y a la distancia Hawkins, conocido por su rápido oído, creyó escuchar un asqueroso, chapoteante sonido allá abajo. Todos intentaron escuchar, y todos seguían intentando escuchar cuando Eso se hizo la llamada de cthulhu
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visible, babeante y exprimiendo a tientas su gelatinosa inmensidad verde a través de la negra abertura hacia el corrompido aire en el exterior de la venenosa ciudad de pesadilla. La letra del pobre Johansen casi se rinde cuando escribió sobre esto. De los seis hombres que nunca alcanzaron la nave, cree que dos perecieron de puro miedo en ese instante maldito. La Criatura no puede ser descrita; no hay lenguaje para tales abismos de chillidos e inmemorial locura, tales contradicciones misteriosas a todas las leyes de la materia, fuerza y orden cósmico. Una montaña caminaba o trastabillaba, ¡Dios! ¿Es de extrañar que al otro lado del planeta un gran arquitecto se volviese loco y el pobre Wilcox delirara en fiebre en ese mismo instante telepático? La Criatura de los ídolos, la verde, pegajosa prole de las estrellas, había despertado para reclamar lo suyo. Los astros estaban alineados de nuevo, y lo que un viejo culto había fallado en hacer por designio, una banda de inocentes marineros lo había logrado por accidente. Luego de decallones de años el gran Cthulhu era libre otra vez, rapaz por deleite. Tres hombres fueron barridos por las membranosas garras antes de que nadie tuviese el tiempo de volverse. Que descansen en paz, si es que hay algún descanso en el universo. Eran Donovan, Guerrera y Ångstrom. Parker resbaló mientras los otros tres huían frenéticamente en un escenario infinito de rocas de costras verdes hacia el barco, y Johansen jura que fue absorbido hacia arriba por un ángulo que no debía estar ahí; un ángulo que era agudo, pero que se comportaba como si fuese obtuso. Al final sólo Briden y Johansen llegaron al barco y soltaron desesperadamente las amarras al Alert mientras la montañosa monstruosidad descendía por las babosas rocas y vacilaba, debatiéndose al borde del agua. Las calderas no se habían apagado por completo pese a la partida de toda la tripulación hacia la costa, y fue trabajo de sólo unos pocos momentos de febril precipitación arriba y abajo entre las ruedas y los motores para poner al Alert en marcha. Lentamente, entre los horrores distorsionados de esa escena indescriptible, la hélice comenzó a golpear las aguas letales mientras que en el osario costero que no pertenecía a este mundo la titánica Criatura de las estrellas babeaba y farfullaba como Polifemo maldiciendo el navío escapista de Odiseo. Entonces, más audaz que los cíclopes 38
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de la historia, el gran Cthulhu se deslizó lúbrico hacia las aguas e inició la persecución con golpes de cósmica potencia que levantaron vastas olas. Briden miró hacia atrás y enloqueció. Desde entonces rio con un sonido estridente a intervalos hasta que la muerte lo encontró una noche en la cabina mientras Johansen vagaba en el delirio. Pero Johansen no se había rendido aún. Sabiendo que el monstruo seguramente alcanzaría al Alert antes de que las máquinas estuviesen a toda capacidad, resolvió una apuesta desesperada; ajustando el motor a máxima velocidad, corrió como un trueno sobre la cubierta y giró el timón en redondo. Había un poderoso y espumoso remolino en la superficie de las aguas, y mientras la presión del vapor crecía y crecía el valiente noruego condujo la cabeza de su navío hacia el perseguidor gelatinoso que se alzaba sobre la sucia espuma como la popa de un galeón demoniaco. La horrible cabeza de pulpo envuelta en tentáculos llegaba casi hasta la punta del bauprés del navío, pero Johansen continuó implacable. Hubo un estallido como el de una cámara de aire que explota, una suciedad lodosa como la que surge de un hendido pez luna, un hedor como el de un millar de tumbas abiertas, y un sonido que el cronista no pudo poner en papel. Por un instante la nave quedó envuelta en una agria y enceguecedora nube verde, y entonces quedó sólo un hervor venenoso a popa, donde —¡Dios del cielo!— la diseminada plasticidad de la entidad celeste sin nombre se recombinaba nebulosamente y recuperaba su odiosa forma original mientras el Alert ganaba distancia con cada segundo gracias al ímpetu de su vapor de soporte. Eso fue todo. Después de eso Johansen sólo se dedicó a meditar sobre el ídolo en la cabina y a atender brevemente los asuntos alimenticios para él y para el maniaco que reía a carcajadas a su lado. No intentó navegar luego del audaz escape pues el incidente había tomado parte de su alma. Entonces vino la tormenta del 2 de abril y la reunión de nubes sobre su conciencia. Hay una sensación de arremolinamiento espectral a través de líquidos abismos de infinitud, de vertiginosas cabalgatas a través de tambaleantes universos sobre la cola de un cometa, y de zambullidas histéricas desde un foso a la luna y de la luna devuelta de nuevo al foso, todo animado por un calcinante coro de las burlas distorsionadas de los dioses antiguos y de los verdes y alados diablillos del Tártaro. la llamada de cthulhu
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Luego de aquel sueño vino el rescate: el Vigilant, la corte del almirantazgo, las calles de Dunedin y el largo viaje de vuelta a la vieja casa junto al Egeberg. Nada podía contar; lo habrían tomado por un loco. Escribiría lo que sabía antes de que viniese la muerte, pero su esposa no debía saberlo. La muerte sería una bendición si con ella pudiese borrar los recuerdos. Ese fue el documento que leí y que ahora he puesto en la caja de estaño junto al bajorrelieve y a los papeles del profesor Angell. Junto a ellos incluiré mi relato; el testamento de mi propia sanidad donde he unido lo que espero nunca más sea unido de nuevo. He contemplado todo lo que el universo tiene para ostentar el horror e incluso los cielos de primavera y las flores del verano me parecerán desde ahora llenas de veneno. Pero no creo que mi vida vaya a ser larga. Como mi tío hubo de partir, como el pobre Johansen hubo de partir, así partiré yo. Sé demasiado y el culto aún vive. Cthulhu aún vive también, creo, de nuevo en ese abismo de piedra que lo ha escudado desde que el sol era joven. Su ciudad maldita está hundida nuevamente, pues el Vigilant navegó sobre la zona luego de la tormenta de abril, pero sus ministros en la Tierra todavía braman y danzan y asesinan alrededor de los monolitos coronados con el ídolo en lugares solitarios. Debe haber quedado atrapado por los negros abismos submarinos, de otro modo el mundo estaría ahora gritando de espanto y frenesí. ¿Quién conoce el final? Lo que ha surgido se puede hundir, y lo que se ha hundido puede surgir. La abominación espera y sueña en lo profundo, y el decaimiento se esparce sobre las tambaleantes ciudades de los hombres. Llegará el día… ¡pero no debo y no puedo pensarlo! Ruego que, si no sobrevivo a este manuscrito, mis ejecutores pongan la prudencia antes que la audacia y velen porque estas palabras no lleguen a otros ojos.
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H.P. Lovecraft © de la traducción, Juan Cortés, 2015 Traducción por Juan Cortés Ilustración: Francisco Schilling Diseño: Gwendolyn Stinger Reservados todos los derechos de esta edición para Abducción Editorial Curicó 372, Santiago de Chile
Impreso en Santiago de Chile abduccioneditorial.com