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Puedo contarle una historia?
Esperemos que no llueva
¿Puedo contarle una historia? DICK DUERKSEN
«S i llueve, no puedo aterrizar. La lluvia haría tan resbaladiza la pista que el avión patinaría y no podría frenar. ¡Oren! Quizá Dios hará que no llueva por unos días». En realidad, la lluvia no era el peor de sus problemas. Era 1989, y Perú era un lugar peligroso donde operar una clínica y una escuela misioneras. Ayudar a la gente con educación, salud, agricultura o cualquier otra actividad benéfica hacía que los terroristas prometieran matar inmediatamente a los benefactores. «Estábamos preocupados todos los días –dice Patti–. Sabiendo que acaso tendríamos que huir de un momento a otro, teníamos nuestros pasaportes y Biblias listos en una pequeña maleta».
Habían pasado casi siete años desde que Dale y Patti Duerksen habían abierto una pequeña clínica junto al río Pachitea, río abajo del pueblo de Puerto Inca, en la cuenca amazónica del Perú. La gente se había alegrado por disponer de atención médica básica, y había recibido a los misioneros con los brazos abiertos. Antes de no mucho, la clínica sumó una escuela que se llenó de entusiastas estudiantes.
«Nuestro centro misionero estaba creciendo, tal como lo habíamos anticipado», recuerda Patti.
Cada día llegaban pacientes y estudiantes. Algunos caminaban kilómetros por los senderos de la selva. Otros remaban río arriba o río abajo en botes construidos por sus padres. Todos llegaban deseosos de aprender, de hallar un alivio para sus músculos adoloridos, para hablar con Dale o Patti sobre la salud de sus hijos, o simplemente para jugar en el campo detrás de la escuela.
«Realmente no teníamos mucho, pero les ofrecíamos lo mejor que podíamos», dice Dale.
* * *
Dale y Patti se habían inspirado al leer que George Mueller y Hudson Taylor se habían sacrificado para que personas de tierras distantes aprendieran las buenas nuevas del evangelio. Ya habían prestado servicios en Bolivia y Puerto Rico. Ahora sentían que Dios los llamaba a regresar al campo misionero, pero no sabían bien adónde, o cuándo, o de qué manera su sueño se haría realidad. Entonces descubrieron las necesidades de los habitantes de la selva junto al río Pachitea, y supieron que era el lugar adecuado. Ahora, el llamado tenía nombre, un río, y cientos de personas entusiasmadas por tener una clínica y una escuela.
«Estábamos a una hora de bote del lugar donde conseguir provisiones básicas, y era un largo día de viaje hasta Pucallpa, donde podíamos comprar medicamentos. Cada tres semanas hacíamos el viaje, en especial para adquirir los medicamentos para la clínica –dice Patti–. Los medicamentos costaban unos mil dólares por mes, y dependíamos totalmente de la provisión divina. Nos sostenía la fe, dado que siempre había suficiente dinero en el banco para comprar los medicamentos para los pacientes».
La escuela creció; la clínica prosperó; y la huerta proveía verduras frescas. Entonces, comenzaron los problemas políticos en el país. Los libros de historia describen un conflicto por los ingresos del negocio de la cocaína, combinado con una sed de poder y un grupo terrorista decidido a desestabilizar el país. Antes de no mucho, los terroristas iban ganando, y decidieron que todo el que hacía beneficencia tenía que dejar el país, o morir.
Eso incluía a Dale y Patti, junto con la clínica, la escuela y la iglesia que Dios estaba haciendo progresar en la región. * * *
Del otro lado de la selva, en la ciudad de Pucallpa, la Iglesia Adventista había establecido un programa de aviación misionera. El avión de la iglesia llevaba pastores, maestros y provisiones de la ciudad a las aldeas en medio de la selva. En 1987, la iglesia le pidió a Bill Norton que se trasladara a Pucallpa
como piloto y mecánico. Bill y Bonnie así lo hicieron, entusiasmados por la posibilidad de ser misioneros en lugares difíciles. Bonnie estaba sumamente entusiasmada, porque el avión misionero podía llegar hasta sus padres, Dale y Patti, en solo 45 minutos de vuelo.
«Estaban en un pequeño nicho del río –recuerda Bonnie–. Los visitábamos en la clínica, y ellos nos visitaban en Pucallpa. Pero, a medida que los terroristas se apoderaban de la región, los viajes se volvieron más peligrosos, y mayormente hablábamos por radio».
Bill continuó llevando pastores hacia y desde las aldeas de la selva, ausentándose a menudo por una semana o más, aterrizando el avión con cuidado donde podía estar a salvo de los ataques. Si volaba cerca de Dale o Patti, les tiraba el correo desde el aire en su patio trasero.
«Hacer este trabajo marcaba la meta final de todos nuestros preparativos para servir a Dios –dice Bill–. Pero ahora estábamos en un mundo sin derecho ni ley, donde los terroristas amenazaban directamente a la policía, los funcionarios de gobierno y todos los misioneros».
Bill le dijo a su suegro Dale que necesitaba hallarle un lugar para que aterrizara el avión cerca de la clínica. Era un desafío, porque no había un espacio abierto junto al río del lado de la escuela, pero Bill vio que un espacio junto al río podía servir de pista. El granjero dueño del terreno les dio permiso, y los estudiantes de la escuela comenzaron a quitar las piedras, picar los restos de troncos, y espantar al ganado para crear una pista lo suficientemente larga para el avión misionero. Era un campo que necesitaba atención, y cuando la pista estuvo despejada en un 75 por ciento, Bill aterrizó.
«Hice un par de viajes muy livianos, y entonces sentí que se estaba tornando muy peligroso como para seguir. Les dije que empacaran una maleta y estuvieran listos para salir con una hora de aviso. Entonces, todos oramos a Dios para que frenara la lluvia».
* * *
La estación de las lluvias arroja toneladas de agua sobre la selva peruana, y las lluvias ya estaban dos semanas atrasadas. En cualquier momento, la pista despejada con tanto esmero se
Dale y Patti Duerksen
convertiría en un pantanal. Aterrizar y despegar se volvería imposible.
Cada vez que aterrizaba en la base cerca de su hogar, Bill cargaba suficiente combustible en el Cessna 185 como para un viaje de ida y vuelta hasta la clínica. Listo para cargar dos pasajeros y una pequeña maleta.
El domingo por la mañana, aparecieron tres terroristas en la clínica. Caminaban con lentitud. Hacían preguntas difíciles. Querían saber detalles de las vidas de Dale y Patti. Finalmente se fueron. A la mañana siguiente, Dale llamó a Bill por radio. Bill escuchó, y dijo: «Ya está. Estaré allí en 45 minutos. Solo la maleta, ¿sí?»
«Volé solo 15 metros por sobre los árboles ese día –dice Bill sonriendo–, porque no quería anunciar que venía. En efecto, volé detrás de unas colinas y entonces aparecí cuando ya estaba próximo a la corta pista. Patti y Dale habían cruzado el río en el pequeño bote de la clínica y estaban inmóviles sobre la grama. Si estaban inmóviles, era una señal de que era seguro aterrizar». Dale y Patti subieron al avión y lloraron mientras Bill despegaba una vez más.
Siete años en el río Pachitea. Miles de personas atendidas en la clínica. Decenas de niños aprendiendo en la escuela. Allí entonaron cánticos, predicaron sermones, bautizaron familias, cambiaron vidas. Todos conocían el amor de Dios allí en la selva.
Treinta minutos después comenzó a llover.
Dick Duerksen es un pastor y narrador que vive en Portland, Oregón, Estados
Unidos.
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Vol. 19, No. 1