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V. Conclusiones
altamente codificados, y por ello pueden ser comprendidos a la más leve insinuación. En una palabra, el anuncio revela los argumentos por medio de siglas, como en el chiste de los locos que se contaban historietas recordando solamente el número, que bastaba citar para recordar y echarse a reír.
Esta experiencia nos enseña que la comunicación publicitaria en muchos casos habla un lenguaje ya dicho antes, y que esta es la razón que la hace comprensible. En definitiva, el anuncio dice de una manera esperada lo que los lectores ya esperaban (como lo esperaban de otros productos) por ello su función es táctica; igual sucede con otras expresiones verbales de contacto como el «¡un día espléndido!», que no sirve para transmitir una observación meteorológica (cuya falsedad o verdad es irrelevante) sino para establecer un contacto entre dos que hablan y para confirmar al destinatario la presencia del emisor. En el caso de nuestro anuncio, la casa productora dice simplemente: «yo también estoy aquí». Todos los demás tipos de comunicación solamente tienden a este mensaje.
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V. Conclusiones
Salvados algunos casos curiosos y prometedores, una investigación a fondo de la retórica publicitaria probablemente nos llevaría a las siguientes conclusiones: a) Topos y tropos están estrictamente codificados y cada mensaje no hace más que repetir lo que el receptor ya esperaba y conocía. b) Las premisas son aceptadas sin discusión en la mayoría de los casos, aunque sean falsas y además (a diferencia de lo que sucede en la comunicación retórica nutritiva) no son definidas ni sometidas a examen. c) La ideología evocada por la comunicación siempre es la del consumo: «os invitamos a aceptar el producto X porque es normal que consumáis algo y nosotros os proponemos nuestra producción en lugar de otra, según los modos de persuasión que tan bien conocéis». d) Dado que a veces los campos entimémicos son tan complejos que no es previsible que el destinatario los capte siempre, cabe pensar que incluso los procesos argumentales se reciben como siglas de sí mismos, como signos convencionales, basados en procesos de codificación muy estrictos. En tal caso, en vez de argumentación habría emblemática. El
anuncio no expone las razones para comportarse de una manera determinada, sino que expone una bandera, un estandarte ante el que se reacciona de una manera determinada, por mera convención.
Estas conclusiones podrían hacer dudar de la eficacia del razonamiento publicitario. Podría objetarse que unas comunicaciones publicitarias funcionan mejor que otras, pero es lícito preguntarse qué papel juega la argumentación persuasiva y qué papel juegan otros factores extracomunicativos que escapan al análisis de quien quiera examinar solamente la eficacia del mensaje. En otras palabras, ¿se desean unas cosas porque la comunicación nos ha persuadido o bien ésta nos ha persuadido porque ya lo deseábamos antes? El hecho de que nos convenzan con argumentos conocidos nos hace inclinar por la segunda hipótesis.
La hipótesis previa que planteábamos en nuestra propuesta de investigación era que la comunicación publicitaria probablemente se vale de soluciones codificadas, al echar mano con tanta frecuencia de soluciones adquiridas. En tal caso, el panorama retórico de la publicidad serviría para definir, sin ninguna posibilidad de escape, la extensión dentro de la cual el publicitario que se hace la ilusión de inventar nuevas formas expresivas, de hecho es hablado por su propio lenguaje.
En este caso, la función moral de la investigación semiótica consistiría en reducir las ilusiones «revolucionarias» del publicitario idealista, que siempre encuentra una excusa estética en su trabajo de «persuasor dirigido», en la convicción de estar trabajando para modificar los sistemas perceptivos, del gusto, de las expectativas del público, a quien de hecho está sometiendo a un proceso continuo de degradación de la inteligencia y de la imaginación. Quizá sería conveniente darse cuenta de que la publicidad no tiene ningún valor informativo. Aunque sus límites no están en la posibilidad de un razonamiento persuasivo (cuyos mecanismos permiten aventuras mucho más nutritivas) sino en las condiciones económicas que regulan la existencia del mensaje publicitario.