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Balaam & bağlama (El jaguar y el laúd)

De Galileo R. Cuevas

Despertar. Otro día inclemente, absurdo. Ojos abiertos en medio de la devastación. Entre polvo, viento y pilares. Algún día en estos vastos paisajes de piedra y metal se alzaban las masas inertes de lo que algunos primates frívolos decidieron llamar civilización, empresa sostenida gracias a cuerdas, tensas y gruesas fabricadas con una imitación sintética de destino, haladas en poleas por la fuerza de los cuerpos de una cantidad industrial de soñadores incapaces de dormir.

Por algún motivo fantástico — no necesariamente afortunado, más bien nefasto —, de ese proyecto sólo restamos los que decidimos renunciar, mas no rendirnos.

Para nuestra desgracia, somos pocos, o existe algún impedimento macabro que no nos permite encontrarnos con facilidad. Tal vez nuestro espesor sea más denso, pero no he encontrado el modo de ver a los otros más a menudo.

Me mantienen cuerdo la belleza de los lugares donde se adoraba a lo divino, por obra del Sol o por obra del hombre inspirado por el Sol.

La memoria del encéfalo es mezquina, pero la memoria del espíritu, que anida en el corazón, es fuerte y dulce, en la misma medida que existen placeres para ser gozados y esos mismos se multiplican por la cantidad de formas que existen para percibirlos.

Un día extraño, de esos en que se ve gente, divisé a la distancia a un grupo de jóvenes vestidos con telas ligeras del color del cielo montados en lomos de camellos.

En todas las lunas que he pasado aquí, jamás había visto un desfile tan peculiar. Decidí acercarme a averiguar de dónde venían. Aquí todos somos de fuera y los muros no ofrecen charla a ninguno.

Era una caravana de siete jinetes: cuatro mujeres y tres varones. A sus espaldas, caminaba con hastío un un jaguar enfermizo. Logré llamar su atención a los pies de un edificio relativamente bajo, de lo que antaño parecía haber sido un complejo de departamentos con estacionamiento, o quizás un hotel.

No conseguimos entendernos, pues nuestras lenguas eran muy distintas. Una de las muchachas bajó de su camello, me miró detenidamente a los ojos e hizo señas de que permaneciera ahí. Obedecí por algún motivo. En la palma de su mano morena, mezcló arena que vertió de un saco de tela y con kohl. La recibí en mi mano izquierda. Luego, en la mano derecha se hizo una pequeña hendidura con una daga. Dejó caer una gota de sangre sobre la mezcla de arena y kohl que había en mi mano izquierda y esta se esfumó. Ahora conocía su nombre: Tanina. Escuchaba su pensamiento en mi cabeza. Le extendí mi mano derecha para que la hiciera sangrar también. Juntó nuestra sangre, nos volvimos hermanos y así me hice con el conocimiento de su lengua. En mi mente la escuche decir: Wa isawalen Tamahaq, imda Imuhar (Aquel que habla Tamahaq, es un Imuhar, uno de los nuestros).

Buscamos un lugar para poder llevar a sus camellos a descansar a través de las rampas del estacionamiento del edificio. Finalmente, en un séptimo piso, las pezuñas de los animales se dieron por vencidas.

Los hombres se deshicieron de los velos en sus rostros y entonces conocí a Musa, el líder de la caravana, un hombre con la piel oscura, curtida por el Sol y con una energía vital tan fiera que incluso bajo el velo, supe que no dejaba de sonreír. Los dientes que podían faltarle no le restaban magnificencia a su luz.

Entramos por un umbral que daba a lo que parecía ser el paraíso terrenal. Patrones geométricos en líneas doradas y de un rojo profundo decoraban las paredes blancas de la sala. Naouf, esposa de Musa dio la orden a los jinetes de tender su campamento: alfombras, viales, pergaminos y todas clase de ánforas con usos que ahora no recuerdo, pero sé que eran mágicos, o al menos para beber té, cosa que no tiene menos prestigio.

Bebimos juntos. Me platicaron de sus viajes por el mundo, entre las dunas y las estrellas. Tanina y las chicas transformaron los remanentes de muebles en tambores. Un chico empezó a improvisar con un instrumento de apariencia turca y dentro de poco, estuve cantando con mis nuevos hermanos.

Cuando comenzó a hacer frío, una de las mujeres sopló sobre su mano la palabra nar — el verdadero nombre del fuego — e hizo levitar una flama al centro de la habitación.

Musa sugirió que lleváramos a los camellos y al jaguar dentro, pues alguien podría intentar hacerles daño mientras dormíamos. Encontramos una habitación vacía y amplia donde llevarlos a descansar.

Pregunté a Musa:

— Oiga, ¿por qué llevamos al jaguar con ellos? ¿No los comerá?

Con su amplia sonrisa, evocando a la del padre que

sabe una respuesta simple a lo que su hijo teme, contestó:

— Hermano, somos nosotros quienes comeremos al jaguar.

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