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La tinta que se derrama

La tinta que se derrama

De Santiago Hemsani

Desde Gilgamesh hasta Rivera Garza, se puede trazar una línea sólida de vaivenes coloridos, ese tucán que llamamos tinta. La tinta salpica como la sangre o como el río negro que con su oleaje alimenta monumentos. ¿Por qué, sobre todas las cosas, decidimos marcar las cuevas de Lascaux con el pincel de nuestros dedos? Quizá porque entendemos la finitud de nuestra existencia y entendemos que, al morir, ese polvo en el que nos convertimos se vuelve vacío. Nombrar también significa marcar, marcar como sinónimo de trascender; trascender con la pirámide que apunta hacia los cuatro vientos. Pero todo monolito se puede borrar, el terremoto de la historia nos hace ver que aquel imperio sólido pasa a desvanecerse en una gran tormenta de arena. Es la tinta la que se sobrepone ante la piedra y el frágil papel, ante la subsistencia humana que nos insatisface.

Tinta, ese lugar abstracto, pero a su vez tan sólido en el que nos podemos sentir plenos. Esa plenitud que no aparece en los demás lugares, esa catarsis momentánea pero eterna, es la que nos hace escribir. El alma que escribe lo hace porque no tiene de otra, es eso, o mejor quedarse muerto. Esta necesidad de la trascendencia, de expulsar el fuego que nos penetra los muros del corazón, de marcar las lapidas y de decir aquí existo pertenecen a los coros de lo que podemos entender como un himno silencioso. El acto de toda civilización se manifiesta en sus letras, porque la tinta también marca cicatrices en el cuerpo; las letras se convierten en símbolos y en sus trazos se vislumbra el mito de todos nosotros. El tatuaje es la representación del arquetipo que ejercemos en el vasto curso de la vida; es la memoria vuelta tangible.

La tinta también es la puerta hacia el inconsciente colectivo. El ser primitivo que tatuó la cueva con sus manos existe eternamente para nosotros porque ahora podemos nombrarlo. Con la tinta, el primer humano puede superar la muerte perdurando en la memoria de nuestros espíritus. Lo que Julio Cesar no pudo, la tinta lo hizo por él. Entonces, ¿podemos hablar de una existencia sin ser penetrada por las plumas y las brochas? Quizá al nombrarla ya existe en sí misma, pero esto no nos dice nada; la veneración por nuestros antepasados y por sus templos no existe sin el sentir de la trascendencia; la tinta es el puente hacia la inmortalidad.

¿Y nosotros? Los que existimos en el presente entendiéndolo con el pasado; los que tememos por el incierto futuro y por esa muerte que derroca; los que escribimos y pintamos e intentamos construir algo que no nos olvide. Ese artista emergente que observa el mundo como hostil y baldío; ese que regresa siempre al frondoso sendero del arte para toparse con el misterioso bosque de la Tinta; ese ser que no renuncia a lo que se derrama; que prefiere perderse en el rayón de sus palabras y en sus versos a medias, en las historias de ficción que le encantan los sentidos; ese ser que involucra a todos nosotros porque nosotros somos ese ser.

Son esos artistas, los que hablamos aquí.

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