Revista Multiverso N°5

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MULTIVERSO REVISTA DE NARRATIVA FANTÁSTICA, CIENCIA FICCIÓN Y TERROR| NÚMERO 5

ALAS Por: Ramón Rocha Monroy Una mañana me senté en un prado, qué digo, en un pequeño rectángulo de pasto de una casita, y mi nieto Ale me pidió que le contara un cuento. No se me ocurría ninguno y le ocasioné una molestia: le parecí una persona aburrida. Mi otro nieto se llama Antü y me puso el apodo de Chistoso porque solía improvisar cuentos y juegos de palabras. “Yo quiero sentarme al lado del Chistoso”, es uno de los mejores elogios que me dedicó. Sin embargo de mi fama, aquella mañana no pude contarle un cuento al Ale. Poco después, el Ale jugaba con otros niños mientras yo rumiaba el tema sentado a la sombra de un molle viejo, de ésos que todavía se conservan en la Urbanización El Castillo, donde ocurrió todo esto. Si hacía memoria, bien pude haberle dicho que este parquecito antes no existía, porque la erosión había avanzado desde la barranca del río hasta muy cerca del almacén comunal, de modo que el frente de mi casa no daba a este parquecito, sino a un tremendo foso que evitábamos cruzar. Le hubiera dicho que su papá, mi hijo Ariel, a sus siete años, coleccionaba alacranes que caminaban libremente entre los pedregales del barrio que ahora son jardines, y que tenía una curiosa afinidad con los bichos, porque no sólo cazaba mariposas sino también avispas, ninaninas, arañas y víboras, que también abundaban en este barrio suburbano. Podía despertar su interés contándole que una vez el Ariel hizo un viaje, y cuando llegó, se le salían los ojos de ilusión al mostrarme lo que me había comprado: una tremenda apasanca peluda y disecada. Quizá me hubiera atendido más si recordaba el regocijo de la Aurora, que era una cholita muy linda, cuando el Ariel llegó a la casa con una culebra viva que él tomaba delicadamente por la

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cabeza y por la cola. Pude haber omitido el absurdo impulso de cólera que me hizo ordenarle que la matara de inmediato, cosa que el Ariel ejecutó sin demasiados escrúpulos y con una destreza insospechada. En fin, que la Aurora me había rogado de inmediato que le regalara la culebra para picarla en trocitos y hacerla charque; y que, una semana después, me sorprendió un tufo de fritura en la casa, y cuando entré a la cocina, vi a la Aurora comiendo el charque de víbora junto al Ariel, a su hermano Manuel y a la pequeña Raquelita, mis hijos todavía niños, que saboreaban el charque de víbora como si fuera un pastel de fresas. ¡Tantas cosas pude haber contado y me callé! La Urbanización ya tenía cuatro generaciones; yo pertenecía a la segunda; el cerro de San Pedro estaba muy próximo, y los fines de semana subíamos temprano, hasta la cumbre, y luego bajábamos al río a bañarnos en las pozas. Mis padres, que todavía vivían, llevaban un pollo al horno y fruta; mi viejo se llevaba una botella de chicha, de contrabando; un amigo suyo se untaba el cuerpo con lodo y se dormía al sol hasta convertirse en el Monstruo de la Laguna. Luego se sumergía en la poza y salía sonriendo como un chiquillo… No le conté nada al Ale y el dolor tenue de este recuerdo me duró para siempre. De esto pasan más de veinte años en los cuales he tenido cientos de motivos para recordar aquella escena y, más aún, las conjeturas que me hice sobre la posibilidad de haberle propuesto que imagináramos juntos alguna ruptura de esta realidad gris en que nos tocó vivir. Por ejemplo, cómo sería la vida si nos crecieran alas, una obsesión que comenzó a llenarme la cabeza a medida que me volvía viejo y pesado, inducida también por la lectura de un libro maravilloso sobre el aire y las ansias de volar. Qué lejos estaba de saber que aquella conjetura era una premonición, y que pronto ocurriría una mutación genética que es el tema de estas confidencias. Hoy sonrío al decir estas cosas, sobre todo al ver al Ale y al Antü cuando se posan, bellos y gallardos, a la entrada de mi nido, y pliegan sus alas mientras me miran con sus ojos llenos de inmensidades y lejanías. ¡Cómo ha cambiado la vida en estas dos décadas! Omití decir que soy médico familiar, pues nunca obtuve ninguna especialidad; que me llamo Sixto y que mantenía un consultorio en 20

casa, donde rara vez ingresaba un paciente. Como decía, a raíz del fiasco de mi nieto, se me hizo una obsesión darle vueltas a la posibilidad de que hombres y mujeres tuviéramos alas. Aun en mi consultorio de médico familiar, permanecía absorto dándole vueltas al asunto, hasta que un día ingresó Camila, una jovencita a quien había visto bailar danza contemporánea, y aun más, la había fotografiado en medio de su troupe, creando sin querer un espacio vacío en el cual Camila, por efecto de la perspectiva, parecía un ave que volara en la oscuridad del escenario. Camila se quejó de fiebre y somnolencia. Dos semanas antes había sentido un bajón en sus energías que le perjudicaba en los ensayos. Había perdido el apetito y usualmente prefería dormir a sentarse a la mesa; pero tenía que salir de su casa cuando sonaba una alarma digital que le indicaba la hora del ensayo. Amaba la danza y se olvidaba de todo, hasta de comer, pero luego volvía extenuada a su casa y solo quería dormir. Le pregunté si había registrado algún otro síntoma, y me dijo que le habían crecido unas protuberancias en la espalda, a la altura de los omoplatos, que le dolían de forma leve pero persistente. Le pedí que se desnudara y me coloqué en el cuello el estetoscopio para escuchar los latidos de su corazón. Cómo sería de tierno su corazón, que en lugar de latir cantaba. En realidad, cantaba sin letra; repetía notas de una melodía cálida, envolvente, plena de amor. Iba a escuchar sus pulmones cuando quedé mudo ante las protuberancias de sus omoplatos: o yo no había visto nada maravilloso en la vida, o esas protuberancias eran alas de pájaro, todavía apenas revestidas de plumas, pero alas al fin. Involuntariamente, las acaricié. En efecto, esas pequeñas alas estaban revestidas con la pelusa que cubre la piel de los polluelos. Una pelusa blanca, reluciente, que parecía tener gotas de rocío. Las toqué y le pregunté a Camila si sentía dolor. Me dijo que no, que más bien le encantaba sentir mis manos en esa parte de su cuerpo. Repetí mentalmente “de su cuerpo” y me estremecí: por la salvación de mi alma podía jurar que aquello era una mutación genética, y que Camila se estaba convirtiendo en una criatura alada. Le recomendé que no contara a nadie el asunto y que volviera en un par de días. Le


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