Colección Asoprudea Nro.12

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SOLO DIATRIBAS Víctor Villa Mejía - Compilador -

Colección Asoprudea No. Doce


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Colección Asoprudea Teléfono: 219 53 60 Fax: 263 61 06 E-mail: asoprudea1@gmail.com HABITANTES © Víctor Villa Mejía © Colección Asoprudea, No. Doce Primera edición, noviembre de 2016, 1.200 ejemplares ISBN: 978-958-59282-2-0 Asociación de Profesores dela Universidad de Antioquia Junta Directiva 2016-2017 Comité Editorial: Juan Esteban Pérez Montes Magíster en Ciencias Básicas Biomédicas Jaime Rafael Nieto López Doctor en Pensamiento Político, Democracia y Ciudadanía. Universidad Pablo de Olavide Jorge Aristizábal Ossa Ingeniero Químico, Universidad de Antioquia Editor: Víctor Villa Mejía Magíster en Lingüística, Universidad del Valle Comunicadora: Sara Castro Gutiérrez Impreso por: Editorial Save, Medellín Email: producolmedellin@yahoo.es


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Índice general Prólogo...........................................................................................................

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Diatriba contra las palabras rebuscadas..................................................... 15 Por Alberto Salcedo Ramos Diatriba contra el cine.................................................................................. 24 Por Juan Gossaín Diatriba contra los niños precoces............................................................. 29 Por Juan Gossaín Diatriba contra los recitales de poesía....................................................... 34 Por Darío Jaramillo Agudelo Diatriba contra los muertos......................................................................... 37 Por Ángel González Diatriba contra mi arte poética................................................................... 38 Por Jorge Andrés Acevedo [Diatriba] contra el teatro............................................................................. 41 Por Héctor Abad Faciolince [Diatriba] contra el sensacionalismo.......................................................... 44 Por Héctor Abad Faciolince Diatriba contra las redes sociales................................................................ 47 Por Rodrigo Fresán Diatriba contra el neoliberalismo............................................................... 53 Por María Luna Mendoza Diatriba contra los lunes no festivos.......................................................... 58 Por Luis Gabriel Rodríguez Diatriba contra los jueves............................................................................ 61 Por Gabriel García Márquez


4 Diatriba contra Transmilenio...................................................................... 61 Por Mario Mendoza Una diatriba literaria contra la fiesta del fútbol........................................ 65 Por Darío Rodríguez Diatriba contra Cantinflas........................................................................... 75 Por Jorge Volpi Diatriba contra Suso el paspi...................................................................... 80 Por Ricardo Silva Romero Diatriba contra el tinto y la greca............................................................... 84 Por Mauricio Vargas Linares Diatriba contra el incumplimiento............................................................. 90 Por Mauricio Liévano Diatriba contra los animalistas.................................................................... 93 Por Fernando Savater Diatriba contra el público............................................................................ 96 Por Libaniel Marulanda Diatriba contra el nadaísmo........................................................................ 103 Por Alberto Aguirre Diatriba contrabancaria de un desesperado.............................................. 111 Por César de Requesens Moll Diatriba contra el matrimonio.................................................................... 114 Por Jorge Gómez Pinilla Diatriba contra el dinero.............................................................................. 120 Por Pablo Mejía Diatriba contra los políticos........................................................................ 123 Por: Javier Darío Restrepo Diatriba contra los políticos........................................................................ 126 Por La Hoja Diatriba contra el analista............................................................................ 129 Por Fernando Mora Meléndez [Diatriba] contra la uniformidad y el anonimato...................................... 136 Por Francesc Torralba Rosello Diatriba contra la reforma educativa......................................................... 139 Por Iván Guzmán López Diatriba de amor contra un municipio endiablado.................................. 143 Por Reinaldo Spitaletta Diatriba contra el cóndor............................................................................. 148


5 Por Iván Beltrán Castillo Diatriba contra el Pibe Valderrama............................................................ Por Efraím Medina Reyes Diatriba contra Juan Pablo Montoya......................................................... Por Guido Polo Nule Diatriba contra Vallejo................................................................................. Por Leon Quintero Una inútil diatriba contra Gardel................................................................ Por Ema Cibotti Diatriba contra el Nobel de Literatura...................................................... Por Juan Carlos Orrego Diatriba contra la Colombia mafiosa......................................................... Por Luis Camilo Donoso Diatriba contra los call center..................................................................... Por Enmodoquickly.com Diatriba contra la fumofobia....................................................................... Por Víctor Villa Mejía [Diatriba] contra la dificultad...................................................................... Por Jaime Alberto Vélez [Diatriba contra el statu quo*] “El que dijo sí” y “El que dijo no”...... Por Bertolt Becht** Diatriba de amor contra un hombre sentado........................................... Por Gabriel García Márquez

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Prólogo

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no de los objetivos del proyecto Medios para el Activismo fue el que fungiera de escuela de escritura gremial para las nuevas generaciones de asociados que venían sumándose a la consigna de la defensa de la universidad pública, como la razón de ser de la Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia. Primero fue la revista Lectiva, en 1997 (va para el número 28). Luego el periódico trimestral La palabra, en 2004, hasta que se convirtió en el boletín La Palabra, con su logo PaLAbra (va para el número 59). Después vinieron el semanario digital Co-Respondencia (va para el número 278) y el anuario Ágoras, desaparecido como tal pero vigente en las columnas mensuales de la Asociación en el periódico Alma Máter. La creación del sello editorial Colección Asoprudea, en el 2006, cierra el proyecto escritural de la Asociación de Profesores. Colección Asoprudea está cumpliendo diez años. En principio se pensó editar dos números por año: el 15 de mayo, Día del Profesor Universitario, y el 9 de octubre, Día Clásico de la Universidad de Antioquia. Junto con Lectiva, La Palabra, Ágora y Co-Respondencia, el sello editorial


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devino taller de escribidores, muy a imagen y semejanza de los talleres de escritores que desde el siglo pasado han existido en Medellín. La fundación de los Medios para el Activismo respondió a las inquietudes de las juntas directivas de entonces sobre la necesidad del relevo generacional en la dirigencia de la Asociación. Si ya escaseaban los claustros, si ya empezaban a cerrarse periódicos de sindicatos y de partidos de izquierda, si ya algunos profesores preferían ser columnistas de periódicos locales o publicar en las revistas indexadas, ¿cómo y dónde formar a los nuevos escribidores de los medios gremiales? Los Medios para el Activismo brindaron –y siguen brindando– la oportunidad a nuevas plumas de que alternen con los maestros de un género escritural de por sí complejo: la agitación gremial. Este número 12 de la Colección Asoprudea se inscribe en la búsqueda de estrategias escriturales que mejor les sirvan a la argumentación gremial, al discurso parlamentario de los representantes profesorales en consejos y comités, a los columnistas de Ágora del periódico institucional y, en general, a los nuevos afiliados a la Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia. La diatriba es una opción vieja y nueva para decir algo por primera vez, para volver a decirlo o para aumentar la longitud de onda de lo que se dice por enésima vez. Vieja, siguiendo a Alexis Márquez:


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En la historia ha habido casos muy famosos de diatribas. Se trata de figuras prominentes que han manejado la diatriba con un excelente dominio del lenguaje, hasta hacer de ella un arte y llevar tal tipo de discurso hasta la dignidad de verdadero género literario. Son personas de gran cultura e ingenio, en quienes la violencia verbal no se apoya en la vulgaridad ni en la chabacanería, por lo que llegan a despertar la admiración hasta de sus propios enemigos, y aun de aquellos a quienes van dirigidas sus invectivas. En la antigüedad son famosos los casos de Demóstenes, en Grecia, y Cicerón, en Roma. El primero fustigó incesantemente a Filipo, rey de Macedonia y padre de Alejandro, con tal vehemencia que sus discursos dieron origen a la palabra filípica, definida como «Invectiva, censura acre» (DRAE). El segundo fue igualmente célebre, entre otras cosas por sus diatribas contra Catilina, de donde, de manera semejante surgió la palabra catilinaria: «Escrito o discurso vehemente dirigido contra alguna persona». La diatriba es defensa hecha ataque, como si le hiciera eco a un aforismo de otro orden discursivo donde se afirma que la mejor defensa es un buen ataque. La diatriba es lo que dice su etimología: dia completamente, todo + tibein rozar, frotar; que pasada a la significación corriente del español coloquial traduce zarandeo, zarandiada. La diatriba no es insulto, ni calumnia, ni vejamen; de ellos se ocupa la invectiva ‒discurso o escrito acre y violento contra alguien o algo‒, el dicterio ‒escrito denigrativo que


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insulta y provoca‒ y el denuesto ‒injuria grave de palabra o por escrito‒. El diatribista es un argumentador que va sobreseguro en la pretensión de mostrar los contras de un tema, proyecto o eventualidad; lo contrario lo hace el elogiador, porque produce una argumentación donde muestra los pros de un tema, proyecto o eventualidad: ese es el apologista. Un autor puede conjuntar en una sola obra tanto la diatriba como el elogio: Elogio y diatriba de la cirugía, de Manuel Bastos Ansart, se puede leer como ‘pros y contras de la cirugía’. El diccionario de la Real Academia Española se equivoca al definir diatriba como “discurso o escrito acre y violento contra alguien o algo”. La confunde con la invectiva. El término diatriba viene del francés diatribe, y este del griego διατριβή diatribḗ ‘debate’. El filólogo español Joan Corominas, en Breve diccionario etimológico de la lengua castellana, dice que “diatriba deriva del vocablo latino diatriba, que a su vez proviene del griego diatribé, que significa conversación filosófica, pasatiempo, entretenimiento; llega al Castellano a través de la palabra francesa diatribe”. Muy importante es la acepción de diatriba como conversación filosófica y más como debate, ya que la esencia del debate es la crítica, esencia de la diatriba. Pedro Pablo Fuentes se lamenta de la pérdida de la primitiva idea que encerraba el término diatriba en la Antigüedad, al referirse a una variada relación de frecuentación y de ‘roce’ dialéctico entre un maestro y sus discípulos:


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Dicha relación podía tener una base más o menos ficticio-literaria, o más o menos real, y en este caso verificarse, por supuesto, de muy diversos modos: ya sea en el marco de una escuela filosófica institucionalizada (caso, por ejemplo, de la Academia de Platón o del Liceo de Aristóteles, o, más tarde, de la Estoa de Zenón o del Jardín de Epicuro), ya sea en el marco de una relación escolar mucho más abierta e informal protagonizada por un filósofo-maestro que podemos llamar en cierto sentido ‘popular’ (y aquí podemos citar sobre todo a los filósofos cínicos o a ciertos cínico-estoicos) […] Una realidad pedagógica que aúna filosofía y retórica en un autor que, situado (real o ficticiamente) en el papel de ‘maestro’ se plantea con su palabra influir sobre la formación (ante todo moral) de individuos con respecto a los cuales se sitúa en un plano de proximidad […] La disposición caracterizada por la proximidad-familiaridad (amistad) que subyacía siempre en el concepto antiguo viene reemplazada por una postura abiertamente distante y hostil. Las diatribas son piezas argumentales que se pueden clasificar según el objetivo de la acción argumental: relativas al ethos, al pathos y al logo. Las primeras se refieren al propio emisor, a su modo de pensar. En esta compilación las diatribas ligadas al ethos son sobre todo lúdicas y su lectura simplemente invita al solaz y, por eso, a la fruición comunicativa. Las diatribas 04, 06, 11, 17, 20, 23, 27, 39 y 40 están ligadas al ethos.


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Las segundas, las relativas al pathos llamadas ad-hominem, se centran en el destinatario. Son las más provocadoras, razón por la cual suscitan réplicas a granel. Las diatribas 15, 16, 25, 26, 32, 33, 34 y 35 son de este tipo, aunque Cantinflas (15) y Suso el paspi (16) son sujetos de la ficción, razón por cual pudieran estar ligadas a la argumentación ad-rem. Y las terceras, llamadas ad-rem, se dirigen a un tema y varían según la cosa misma considerada. Dentro de las diatribas ligadas al logo, en esta compilación hay dos que ameritan un comentario aparte, la 10 y la 35; en la primera, la diatriba no es de la periodista Luna Mendoza sino de Noam Chomsky contra el modelo universitario actual; y en la segunda, la diatriba no es de la historiadora Cibotti sino de monseñor Gustavo Franceschi contra las letras de Gardel. La extensión de la diatriba es directamente proporcional a la intención comunicativa y a los medios de que disponga el diatribista: la corta cabe en una columna periodística, la larga en un artículo de revista, un libro, o en varios, como en el caso de Vallejo. Fernando Vallejo es, tal vez, el único cultor de la diatriba larga. Sobre Vallejo basta decir que toda su obra es una diatriba, especialmente El cuervo blanco y La puta de Babilonia. Diatribistas como Vallejo tienen tanto seguidores (semana.com) como opositores ‒diatriba 34 en esta compilación‒. En el extremo está Jaime Alberto Vélez, maestro de la diatriba corta. El diatribista Vélez tiene solo seguidores; esta selección incluye “Contra la dificultad” ‒diatriba 40‒ por ser la otra


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cara de “Elogio de la dificultad” de Estanislao Zuleta.La diatriba 41 es algo así como un homenaje al dramaturgo Bertolt Brecht. El dilema entre el “sí” y el “no” pone en revisión la noción de ‘costumbre’, entretejida en un dominio antropológico mucho más complejo como lo es la tradición (de tradire: lo que se entrega); al incluir en esta compilación “El que dijo no” de Brecht se está implicando el valor agregado de un “no” frente a un “sí”, dadas las consecuencias inexorables para lo que el sentido común llama statu quo. Y la diatriba 42, “Diatriba de amor contra un hombre sentado”, es el único texto dramático de García Márquez; como texto literario suscita variadas interpretaciones: una de ellas es la significación del texto para el ideario feminista, tal como lo señala Federico Medina; otra, es la posibilidad de asociar la diatriba, en general, con el pensamiento crítico ‒el anhelado pensamiento divergente‒ que resulta a veces extraño en las aulas uiniversitarias y en los sofisticados proyectos de investigación que se llevan rubros importantes del presupuesto de la universidad pública. Finalmente, una consideración de forma sobre el estilo escritural de las diatribas aquí compiladas. Algunos diatribistas prefieren enumerar sus argumentos contra el objetivo seleccionado; cada argumento configura una especie de módulo argumental, a imagen y semejanza de las llamadas viñetas (didácticamente, el enviñetado favorece al escribidor y beneficia al lector). Así, la diatriba 01 está modulada por el triple asterisco; la diatriba 09 va de uno a diez; la diatriba 10 está subtitulada; la diatriba 26


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se modula con adjetivos y la diatriba 37 va de 1 a 13 (lo anterior no implica que la diatriba 15, por tener solo un párrafo, no sea amigable). Por su parte, las diatribas 41 y 42 son textos dramáticos en los cuales las didascalias (en letra cursiva) son determinantes no solo para la puesta en escena sino para su eficacia textual. Las restantes diatribas están escritas en prosa continua (corrida), con la guía de las señales camineras acertadamente llamadas conectivos o juntivos. Quién iba a pensar que el género diatriba estaba adquiriendo las dimensiones pedagógicas y filosóficas como las que se constatan en los textos19, 29, 40 y 41, solo por citar algunos. Las demás diatribas tienen su valor: el asociado lector se encargará de asignárselo, en una escala de 1 a 42. Referencias Fuentes, Pedro Pablo. Diatriba: filosofía, retórica y pedagogía en la Antigüedad grecolatina. Disponible en http://wdb.ugr.es/~fuentes/ Márquez, Alexis. Diatriba, en Palabras en extinción. Disponible en http:// palabrasenextincion.blogspot.com.co/2011/06/diatriba.html Medina, Federico. Diatriba de amor contra un hombre sentado y el papel de la mujer. Disponible en http://www.colombianistas.org/Portals/0/ Congresos/Documentos/CongresoXIV/PonenciasPDF/medina_ponencia. pdf Semana. La violenta diatriba del escritor Fernando Vallejo. Disponible en http://www. semana.com/cultura/articulo/fernando-vallejo-habla-de-los-dialogos-de-pazcon-las-farc/423208-3 Zuleta, Estanislao. Elogio de la dificultad, en Sobre la idealización en la vida personal y colectiva y otros ensayos. Bogotá, Nueva Biblioteca Colombiana de Cultura, 1985, pp. 9-14.


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Diatriba contra las

palabras rebuscadas Por Alberto Salcedo Ramos

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ice Ernesto Sábato que el mundo andaba bien hasta que se creó la palabra “parámetro”. Borges propuso desterrar de la memoria universal al inventor de la palabra “conmilitón”. Una amiga mía, extremista como ella sola, dice que le aplicaría la pena capital a un profesor que tuvimos en la universidad: un tipo tan rebuscado que cuando le entregábamos nuestros ensayos no nos decía que los calificaría, como hacían los otros maestros, sino que los iba a “someter a un discernimiento”. Me cuentan mis corresponsales que el profesor sigue pronunciando su afectada frase en el mismo tonito petulante de hace veinte años, como si estuviera diciendo “mira de lo que soy capaz”. Todos tenemos una lista de palabras que nos chocan, que nos golpean en el hígado. Que nos hacen sentir, como a Sábato, que si las decimos el mundo se va a acabar. ¿Qué tal los vocablos “inconmensurable”, “inenarrable” y “magnanimidad”?


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Durante mucho tiempo sentí que no me gustaría tener de cuñado a alguien que se exprese de esa forma. Pero ahora, cuando veo que un columnista de prensa escribe “el día retro próximo” en lugar de decir «ayer», no preparo la soga de la horca sino que simplemente me río. Cuando escucho a cualquier orador latinoamericano diciendo que “la depuración de las costumbres políticas es un propósito nobilísimo e insoslayable”, no me acuerdo de Cicerón sino de Cantinflas. Por eso –insisto– sonrío, y hasta lo tomo como un guiño que el buen hombre me hace, para que no me aburra. Lo mismo me pasa con esos comentaristas deportivos que analizan la “curva elíptica” de la defensa y la necesidad de «referenciar» al goleador contrario. Uno de ellos llegó al extremo de remplazar la palabra “lluvia” –bella y simple– por un esperpento memorable: “precipitación pluviométrica”. Quizá un día de estos, cuando algún atacante desperdicie un gol fácil mandando el balón a veinte metros del arco, este señor nos diga que “la pelota se ha perdido en lontananza”. Es el mismo lenguaje simulador y presuntuoso que caracterizaba ese período histórico conocido en Colombia como Patria Boba: época de patillas engoladas, de retratos con aire independentista, de manos cursis posadas sobre el corazón. Las palabras, a tono con ese espíritu artificioso, eran alambicadas, fatuas, más propicias para la esfinge de mármol y el pergamino que para la conversación entre los hombres.


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Para la muestra, varios botones: “bajaré tranquilo al sepulcro”; “otro día de gloria va a coronar nuestra admirable constancia”; “mi autoridad emana de vosotros”. Nuestras repúblicas fueron grandilocuentes desde sus orígenes. Sus dirigentes, retóricos a ultranza, han estado siempre más dispuestos al discurso que a la acción. Para controlar la historia no han tenido que empuñar la espada de acero sino la pluma de ganso. Se trata de esa enfermedad bautizada por el periodista Alberto Aguirre con el nombre de “acromegalia del verbo”, cuyos síntomas más evidentes son el rodeo inútil y la solemnidad. Aún hoy se siguen empleando impunemente antiguallas como “acuerdo sobre lo fundamental” y “venerable parlamentario”. Quienes las usan acaso están más interesados en oírse a sí mismos que en ser oídos. Por eso, quizá, hemos producido más monólogos que diálogos. ¿Qué pretenden el escritor que cambia la palabra “verano” por “estío”, el diplomático que le llama “disyuntiva difícil” al “enfrentamiento” con el país vecino, el poeta que no se baña en “el mar” sino en “el piélago” y el cronista que utiliza giros como “sosiego post-coital”? Todos ellos tienen en común la creencia de que la impostura hace milagros: suponen que para ser poéticos, basta un sinónimo; para solucionar los conflictos, un eufemismo; y para resultar exquisitos, una pirueta verbal.


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Están también los que siempre plantean sus ideas de la manera más vaga o enredada que les es posible, porque estiman que mientras menos se les entienda lo que dicen, más interesantes parecerán ante sus interlocutores. No ven la claridad como un atributo necesario sino como un problema de estilo, porque los pone al alcance del populacho. Entonces, para conjurar semejante peligro, no usan “apuntes” sino “acotaciones” y nunca ponen su “firma” sino su “rúbrica”. En vez de “preguntar”, “interpelan”, y si por casualidad tienen un perro en casa, se refieren a él con el apelativo de “gozque”. Para ellos no existen los “discursos” sino las “alocuciones”, ni los “desacuerdos” sino los “disensos”. Sé de personas que también en las palabras establecen jerarquías sociales. “Morirse”, para ellos, es asunto de plebes: lo “de buen recibo” entre la gente de su alcurnia es “fallecer” o “expirar”.

*** Cuando tenía doce años me tocó leer el poema Boda Negra, de Julio Flórez. Aunque no lo entendí, me lo aprendí de memoria. Creía quizá, como suele ocurrirle a mucha gente, que si sus versos resultaban complicadísimos debía ser porque eran muy inteligentes:


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“Llevó a la novia al tálamo mullido Se acostó junto a ella enamorado” En aquella época era muy tímido y no me atrevía a abordar a las muchachas del barrio. Cuando alguna me gustaba, le enviaba una carta en la cual le proponía que nos acostáramos en el “tálamo mullido”. Ninguna me tomaba en serio, por supuesto, ni para abofetearme ni para complacerme. Es obvio que no entendían nada. La lista de palabras y frases incomprensibles que conocí durante aquellos años es más bien extensa. A un primo mío, que era mujeriego, mis tías le llamaban “promiscuo”. No entendía por qué diablos a un muchacho que tenía tantas novias bonitas, se le nombraba con ese vocablo tan feo. La confusión empeoró cuando supe que mi tío Gonzalo trabajaba como “juez promiscuo”. Me lo imaginaba asediado por bandadas de mujeres que lo mimaban, le arreglaban el bigote y le ponían un clavel rojo en el bolsillo de la camisa. Una tarde, mi tía Libia me preguntó qué quería ser cuando fuera grande, y yo le respondí sin vacilar: “periodista promiscuo”. Entre los chicos de mi edad, me sentía seguro; entre los adultos y sus palabras raras, me sentía imbécil. Los poetas que nos recomendaban los profesores comparaban los labios de las mujeres con la miel de las abejas y con el néctar de las manzanas; pero mi primo, que las había


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besado a casi todas, decía que ninguna boca era dulce y pegajosa como el almíbar. Lo que hoy en día es ya una certidumbre, en aquel momento era tan solo una sospecha: el lenguaje, herramienta esencial de comunicación entre los hombres, falsifica, engaña.

*** Muchas de las expresiones rebuscadas que conocí en la adolescencia me siguen pareciendo inocentes. O bien se debieron a la vanidad, o bien a la torpeza, o quizá fueron tan solo rezagos de una época en la que el mundo era más rimbombante. Varias se han sedimentado en mi memoria: “ósculos mortuorios”, “omoplato sifilítico”, “noche ineluctable”, “beso trémulo y perenne”. No pediría, como mi amiga, la pena de muerte para sus autores, pues esas frases me producen nostalgia, lo admito. Existe, en cambio, otro tipo de fraude que de ninguna manera es inofensivo. Lo cometen quienes no usan el idioma para revelar sino para ocultar, aquellos –casi siempre políticos– que le llaman “carencias” al “hambre” y “malversación de fondos” al “robo”, esos que jamás hablan de “la gente asesinada” sino de la “tasa de criminalidad”. No hay que ser paranoico para afirmar que la razón de ser de tales burladeros retóricos es esconder las verdades incómodas. El problema va más allá de la semántica: se empieza por el cambio del lenguaje, pero después se puede alterar cualquier otra cosa: la Constitución Nacional, las estadísticas, los indicadores


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económicos, el curso de los ríos o la temperatura de los nevados. Por algo decía Confucio que cuando las palabras pierden su significado, los hombres pierden su libertad. Hubo un tiempo en que los poderosos no retorcían la lengua para encubrir la realidad. Se hablaba de “tugurios” y no de “zonas deprimidas”, de “subdesarrollo” y no de “vías de desarrollo”, de “enfermedades” y no de “quebrantos de salud”. Ahora bien: justo es admitir que no siempre hay mala intención detrás de los eufemismos. A menudo se trata de un sentido compasivo del lenguaje. Algunos ingenuos creen que ciertos problemas son menos graves si se les nombra de un modo piadoso. Y así, al “cáncer” le llaman “penosa enfermedad” y a la “ruina”, “insolvencia”. Maniáticos de la urbanidad, suponen que una forma refinada puede borrar un fondo brutal. La mala noticia es que las “prostitutas” no dejan de ser lo que son simplemente porque ahora les expidan carnés de “trabajadoras sexuales”. En estos tiempos hay una obsesión desmedida por lo políticamente correcto. Ahora, el “viejo” no es viejo sino “adulto mayor” y los “pordioseros” no son pordioseros sino “seres menesterosos”. Digan lo que digan los pontífices de la diplomacia moderna, yo me niego a reemplazar la palabra “negro” –que nunca he usado peyorativamente– por el vocablo “afrodescendiente”,


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que se me antoja insulso. No habrá quien me convenza de usar ciertas palabrejas que se han puesto de moda, como “propositivo” y “paquete de soluciones”. ¿De dónde sacaron los académicos eso de “insumos” para referirse a lo que antes se conocía, sencillamente, como “apuntes”, o “investigación”, o “material de trabajo”? ¿Insumos? ¡Qué horror! Jamás se abrirá mi boca para pronunciar estos mamarrachos idiomáticos. Pero eso sí: tampoco propondré la horca para quienes los utilizan, pues, al fin y al cabo, como decía uno de mis maestros más queridos, ninguna idea se merece un cadáver. *** Quizás lo que ocurre es lo que insinúa Octavio Paz: que cada persona viene al mundo con sus propias palabras, ya contadas, debajo del brazo. Cuando las encontramos por la vida, no las conocemos sino que las reconocemos. Nos damos cuenta, de inmediato, si son nuestras, si son las palabras que elegimos y nos eligieron, para decir lo que necesitamos decir. En la República Soberana e Independiente de las Palabras hay desde escoria hasta piedras preciosas. Cada quien busca lo que necesita. Cada quien recibe lo que se merece. En este universo no hay injusticias, no hay dominios arbitrarios: tienes lo que te has ganado, ni más ni menos. Creo que la precisión en el lenguaje no debería ser una preocupación exclusiva de los escritores: a todos los seres


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humanos nos viene bien expresar nuestras ideas con los vocablos justos. Mark Twain lo dijo de manera muy hermosa: “La diferencia entre la palabra adecuada y la casi correcta, es la misma que entre el rayo y la luciérnaga”. No resisto la tentación de terminar este artículo contando una experiencia que me sucedió con mi hijo Mario. Una tarde cualquiera de 1995, cuando él tenía 6 años, se me ocurrió llamarlo con una de aquellas palabras grandilocuentes que me aprendí en la adolescencia. - Ven acá, benemérito –le dije, mientras lo halaba por un brazo. Él se me soltó de las manos, furioso, y se alejó mascullando entre dientes: - ¡Más benemérito serás tú! Desde entonces supe que al muchacho tampoco le gustan las arandelas innecesarias. Esa es la razón por la cual a él las amigas sí le entienden y lo acompañan, sin agüeros, a dormir en el “mullido tálamo”. Publicada en eltiempo.com el 7 de agosto de 2007. Disponible en http://www.fundeu.es/ noticia/lenguaje-diatriba-contra-las-palabras-rebuscadas-3909/


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Diatriba contra el cine Por Juan Gossaín

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sta columna de Semana se ha convertido para mí en un desahogo cada siete días. Es la válvula de escape que, como a las calderas y los motores de vapor, me permite resollar durante unas horas sin que se me revienten los empaques ni se me quemen los pistones. Cuando siento que ya estoy hasta aquí de esa trilladora diaria de noticias, cuando ya uno no aguanta más asaltos, violencia, policías muertos, declaraciones del ministro de Hacienda sobre el Fondo Monetario Internacional, estallidos terroristas contra las torres eléctricas, secuestros de aviones en el Medio Oriente y más homenajes a Gardel –que cada día canta mejor pero tiene la desventaja de que no cambia el repertorio– entonces me encierro en la oficina, apago el radio, boto los periódicos, desconecto el teléfono y me siento a la máquina. En ese momento, y durante unos cuantos minutos, mi vida se vuelve un oasis. Un remanso. Se pueden ir a la quinta porra las amenazas de Reagan de invadir a Nicaragua. Sí señores: ya sé que eso se llama escapismo. Pero es que yo


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también tengo derecho a resoplar tranquilo un ratico a la semana. Y a divertirme mientras escribo unas cuantas pendejadas sobre el barrilete, sobre la brisa, sobre la mejor manera de preparar un patacón, sobre la inmortalidad del cangrejo o sobre la innegable importancia de la harina en la elaboración del pan. Lo malo es que a veces hay gente que toma este entretenimiento demasiado en serio. Eso es, exactamente lo que me acaba de pasar con una señora de Medellín que me envía una carta iracunda y ofendida porque yo dije alguna vez en esta página que el cine me tiene sin cuidado porque es un espectáculo fugaz, pasajero y superficial. La furiosa dama, naturalmente, me hace víctima de una larga conferencia escrita sobre la importancia del séptimo arte en la vida contemporánea y en el desarrollo de la sociedad. Como si yo no supiera quién fue Griffith, de qué tamaño era el talento de Hitchcock o lo que fue capaz de hacer Wells con la historia del ciudadano Kane. Lo que pasa, mi querida señora, es que tengo un motivo secreto, casi vergonzoso y terrible para desconfiar del cine. Me ocurrió algo verdaderamente monstruoso de lo que siempre me he negado a hablar. Ahora voy a revelarlo en busca del perdón suyo y de la comprensión de los que aman las películas. Sucedió que hace como quince años –ya estamos viejos, vida, ya estamos– me echaron del periódico donde


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trabajaba porque firmé un mensaje de respaldo a la labor cultural de la revolución cubana, que en esa época era atacada impiadosamente desde Europa por un grupo de grandes escritores y artistas. Mi despido se produjo poco antes de la Semana Santa. De manera, pues, que un soltero como yo, sin familia, que vivía en Bogotá con un colchón y una maleta, me encontré de repente sin trabajo, ocioso y con un cheque de cinco mil pesos por concepto de prestaciones sociales. Era un carajal de plata, sobre todo en ese tiempo en que no existían Gutiérrez Castro, la inflación y la señora Alba Lucía con sus impuestos. Aburrido de reventar suela por las calles, de deambular sin brújula, de echarles pedazos de pan a las palomas de la Plaza de Bolívar –que ya no pueden volar de lo gordas que están– decidí gastarme en películas lo que me quedaba. Estuve yendo a cine una semana completa, por la mañana y por la tarde, en vespertina o nocturna. Salía de una sala y me metía en la otra. No tenía ningún orden ni disciplina selectiva: compraba la boleta en lo primero que encontrara. Fue así como asistí a filmes pornográficos, a cintas de humor, a historias eternas sobre el mártir del Calvario. Lo grave, adorada señora de Medellín, fue lo que me pasó cuando cumplí los primeros ocho días en aquella fiebre cinematográfica. Estaba durmiendo una pacífica noche en mi cuchitril del centro de la ciudad en medio de


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bares de tango y mujeres que viven en el filo de la navaja, cuando desperté sobresaltado. Tenía la frente tachonada de un sudor frío. Me temblaban las manos. Una angustia insoportable me subía y me bajaba (como un ascensor) de la garganta al estómago y luego desandaba el camino andado. Había tenido un sueño atroz, desgarrador y frenético. Se me habían revuelto todas las películas de la última semana. Los actores de una se pasaban para la otra. John Wayne, con su pañuelo al cuello, su sombrero de ala dura y sus dos pistolas, lanceaba sin compasión el cuerpo de Cristo al pie de la cruz, mientras que al mismo tiempo Poncio Pilatos entraba con sus sandalias trenzadas y su corona de hojalata a un Sloom de Dodge City a echarse bala con unos vaqueros que le habían hecho trampa jugando al póker. Terminé sin saber, en aquella confusión, si Cantinflas era el piloto japonés que se lanzaba en picada contra el submarino americano o si Judas Iscariote era el jefe de la cuadrilla de camioneros gringos que apostaban carreras en las rutas de California. ¿Lo ve, señora? Acabé con el cine antes que el cine acabara conmigo. Si he de volverme loco, que por lo menos sea por motivos menos baladíes que una película. Es por ello que, transcurridos ya tantos años desde semejante pesadilla, he hecho una promesa solemne que espero cumplir a cabalidad: solo volveré a cine cuando regrese –y el día esté cercano– al teatro Riomar de San Bernardo del Viento. Porque allí la proyección de un filme es un


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espectáculo humano y tierno en el que los espectadores pelean a gritos con los malos de la pantalla, participan de la historia, no comen papas fritas sintéticas y lloran y ríen a todo pulmón. Sonría, señora. Tome sus penas de cabestro y arrástrelas por el mundo. Sonría, porque la vida es demasiado cruel para tomarla en serio. Tan cruel que en este momento estoy regresando a la realidad: uno de mis compañeros periodistas grita en la sala de redacción que acaban de encontrar el cadáver del señor Schneider, secuestrado en Santander. ¿Lo ve, señora? La realidad es una mierda... Publicada en Semana el 29 julio de 1985. Disponible en HTTP://WWW.SEMANA. COM/OPINION/ARTICULO/DIATRIBA-CONTRA-EL-CINE/6726-3


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Diatriba contra los niños precoces Por Juan Gossaín

L

a naturaleza humana es perversa. Aristóteles decía que el animal más destructivo de la creación es el hombre. Pero en Cartagena sostienen que el animal más dañino no es el hombre sino el turista. Sobre todo – digo yo acá– esos turistas de tierra fría que llegan al mar vestidos con una pantaloneta gris de paño, una camisa blanca almidonada, zapatos negros de cuero y medias de tres colores hasta la mitad de la espinilla. Pocas veces es dable presenciar un espectáculo más grotesco. No hay estética que resista semejante sentido del esperpento. Pero si la índole humana es maligna –debo recordar que el hombre es el único animal que se avergüenza de su desnudez– supongo que los lectores estarán de acuerdo conmigo en que no hay nada peor que un genio precoz. Hace varios años, al lado de mi casa barranquillera llena de sol y de brisa, vivía una señora que estaba inexplicablemente orgullosa porque la naturaleza le hizo una broma macabra: le dio un niño genial que


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a los siete años recitaba de memoria ese pasaje en que Shakespeare describe el palacio de Hamlet en Dinamarca. Los vecinos y amigos de aquella familia marcada por la fatalidad, sufríamos en carne propia una tragedia que ni la madre ni el hijo comprendían. Muy al contrario: cada vez que alguno de nosotros llegaba de visita la señora preparaba el escenario de su triste espectáculo. Corría las mecedoras, movía la mesa de centro para un rincón y decía, transfigurada por la dicha: “Ya viene Luisito, ya viene. Ahora verán lo último que ha aprendido”. El carajito aquel, que era flaco y verdoso como un pepino en vinagre, salía triunfalmente del cuarto donde estaba encerrado con sus libros. Caminaba como un teniente del ejército haciendo su entrada triunfal por las calles principales de Puerto Berrío o como John Wayne cuando marchaba bamboleándose, rumbo a un duelo con las dos pistolas golpeándole los muslos. Parecía un pistolero, en todo caso, con cierto aire rítmico de marinero en tierra. “¿Cómo les va?” nos decía Luisito a los mortales comunes y corrientes, mirándonos con algo de desprecio. Después se paraba en el centro de la sala, cerraba los ojos como si fuera un espiritista en trance y empezaba a declamar la tabla de logaritmos. ¡La tabla de logaritmos, Virgen del Perpetuo Socorro! Y sacaba de memoria la raíz cuadrada de la placa de los carros que pasaban en ese momento por la calle. O preguntaba su edad a las señoras –demostración palpable de que no sólo era un genio precoz sino un imbécil prematuro– y a partir de esa cifra


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obtenía el coseno de la tangente y luego lo multiplicaba por la base de la hipotenusa para saber cuántos milímetros de lluvia habían caído sobre la ciudad en el aguacero de la mañana. Una auténtica desgracia, como ustedes lo habrán notado. Yo le tenía mucho miedo porque siempre tuve para mí que aquello no era una bendición del cielo sino una infamia del Maligno. El diablo tenía que haber metido su mano en ese pequeño monstruo de manos temblorosas y ojos profundos, como de muerto. Pero no había Dios posible que se lo hiciera entender a su mamá, una pobre mujer convencida de que los mejores hombres de esta vida son los que aprenden más temprano. Hoy, muchos años después de que ocurriera la historia de Luisito, de quien por fortuna no volví a tener la más mínima noticia, me he acordado de él porque veo en el periódico que hay un niñito que asombra a los auditorios europeos interpretando a Mozart en su violín, vestido de frac y todo serio. Si por mí fuera, le rompía el violín en la cabeza, le pegaría dos palmadas en las nalgas y lo mandaría para el chorizo. Porque el niño de verdad no es aquel que puede distinguir –sin titubeos– un canto de Homero de una parrafada de Virgilio, sino el que aprende a cambiar ventajosamente tres canicas desportilladas por una rana viva. O el que, en vez de romperse la mollera tratando de aprenderse la fórmula de la ignición en los satélites


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espaciales aprende más bien que Coné es el sobrino de Condorito. Y que el Ratón Mickey –por mucho que se haga el pendejo– está enamorado de Minie. Un niño hecho como la naturaleza manda no es el que saca pecho, pone las manos enconchadas como los cantantes vallenatos y empieza a recitar con voz de viejo: “Ya se oyen los claros clarines, ya viene el cortejo de los paladines...”. No. Un niño puro, genuino, de carne y hueso, es el que llega a la casa hecho un mar de lágrimas, arroja la maleta de los libros contra el perro y anuncia a grito herido que no volverá jamás a la escuela porque la muchachita con la que comparte el pupitre, y por quien se gastó en chicles la plata del recreo, le ha dicho que está enamorada del pecoso aquel que se sienta junto a la ventana. ¡Y pensar que al pecoso, al maldito pecoso, le faltan dos dientes! Un niño de verdad no es el que se convierte en genio precoz para divertir a las visitas –como si fuera un espectáculo de feria– sino el que pellizca a las niñas que no se dejan dar un besito en los rincones, el que se agarra a trompadas con el hermano que no le quiere prestar la pelota, el que se resiste como una fiera herida a tomarse la sopa, el que no se deja peinar porque en esta vida no hay nada peor que peinarse o que ir al hospital –obligado por mamá– a visitar a una amiga que ha tenido un niño. Hay que acabar con esta plaga. Porque un niño precoz no es más que un adulto mal hecho. Hay que declararles la guerra a las madres que se sienten orgullosas de sus pequeños genios. Más mocos y menos libros es la


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consigna. Más risas y juegos y menos ciencias. Más vida, en una sola palabra. Convoco a los seres humanos que todavía somos capaces de conmovernos con un chico que se declara enfermo de dolor de estómago para no hacer la tarea. Los convoco para que, como huestes purificadoras, procedamos a quemar las cunas donde nacen los niños precoces. Y quememos también, en un acto de fe pública, sus pañales, sus teteros, sus coches, con el fin de que –como decía un humorista español– no corramos el peligro de un contagio colectivo... Publicada el 6 de agosto de 1984. Disponible en HTTP://WWW.SEMANA. COM/OPINION/ARTICULO/DIATRIBA-CONTRA-LOS-NIOSPRECOCES/5514-3


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Diatriba contra los

recitales de poesía Por Darío Jaramillo Agudelo

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dio las lecturas de poemas? No creo. El odio es un sentimiento activo, consciente, deliberante, militante, constante. El odio ocupa la atención. El odio es obsesivo como su contrario, el amor. No, no odio las recitaciones públicas de poemas pero no me interesan, me aparecen aburridas, monótonas, inapropiadas: nunca he ido a ninguna. Solo a aquellas en donde a mí me toca leer –o recitar–. Las lecturas consisten en poner a leer en público a alguien que no lo sabe hacer bien o que, si lo hace bien, es por pura coincidencia de dos talentos en una persona, cosa que no siempre ocurre. Y nadie dice nada porque no hay crítica de las lecturas como sí hay crítica de toros o crítica de recitales de música. Nadie dice que este lee bien o aquel es monótono. Es muy difícil que un individuo pueda tener dos talentos al tiempo; el primero, ser capaz de escribir buena poesía y, el segundo, ser capaz de leerla bien en voz alta.


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Ya se sabe, todos los poetas verdaderos pertenecen a la sociedad de poetas muertos y los vivos que escribimos versos apenas somos modestos aprendices. Entonces el problema es peor, porque la mayoría de los poetas que leen en esos actos públicos tampoco tienen el talento para escribir; la mayoría no son buenos poetas sino entusiastas de la poesía que hacen sus honestos intentos, algunas veces incluso consiguen algún prestigio por sus tentativas. El problema, para peor, es que, no teniendo el talento para escribir, tampoco tienen la capacidad para leer. El asunto es más duro cuando uno ve a individuos muy talentosos, muy sensibles, buenos poetas, haciendo el ridículo por cuenta de sus buenos versos. Intentando transmitir con sus voces opacas, sus repeticiones, sus equivocaciones de lector, sus tosecitas, unos textos que ellos mismos escribieron pensando en un lector silencioso, solitario, apartado del ruido mundanal. ¿Se puede leer en voz alta algo que fue pensado para la lectura silenciosa? Lo grave de todo esto es que, reticente a ir a lecturas de poemas a ver a otros poetas o aprendices de poetas, con la duda constante acerca de mis propios versos, consciente de que no soy un buen perifoneador, siempre cometo el atribulante error de aceptar asistir como lector de mis poemas cuando me invitan a hacerlo. La contradicción es, si se quiere, más patética, por hacerme presente en un escenario a compartir el ridículo con otros


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poetas más. Y compartir no lo hace a uno dueño solo de una partecita del ridículo total: compartirlo es potenciar con el ridículo ajeno el ridículo que uno mismo puede hacer. La contradicción es, creo, más profunda porque acceder a estar ante un público es ir contra el origen mismo de la vocación: uno escribe poemas porque es un solitario, porque le gusta el aislamiento, el silencio, la contemplación; y uno lee poemas en público, con ruido, rodeado de gente que no conoce y en una circunstancia en que, tímido y con pánico escénico, uno se siente autor deliberado de un doble engaño: leer en voz alta, mal leídos, textos que fueron compuestos para ser leídos mentalmente. Dios –que fue poeta antes de ponerse a inventar el mundo– me perdone.

Tomada de http://www.soho.com.co/diatriba/articulo/contra-recitalespoesia/24437


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Diatriba contra los muertos Por Ángel González

Los muertos son egoístas: hacen llorar y no les importa, se quedan quietos en los lugares más inconvenientes, se resisten a andar, hay que llevarlos a cuestas a la tumba como si fuesen niños, qué pesados. Inusitadamente rígidos, sus rostros nos acusan de algo, o nos advierten; son la mala conciencia, el mal ejemplo, lo peor de nuestra vida son ellos siempre, siempre. Lo malo que tienen los muertos es que no hay forma de matarlos. Su constante tarea destructiva es por esa razón incalculable. Insensibles, distantes, tercos, fríos, con su insolencia y su silencio no se dan cuenta de lo que deshacen. Tomada de http://angelgonzalezpoeta.es/diatriba-contra-los-muertos/


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Diatriba contra mi arte poética Por Jorge Andrés Acevedo

H

oy no le huyo a los lugares comunes, no me preocupa la reiteración de un ritmo, tampoco busco imágenes melancólicas, ni polifonías, ni armonías, ni significados diversos. No. Hoy no reinterpreto mitos, no escondo frases ajenas en las mías. No. No soy irónico, ni paradójico, ni satírico. Ni siquiera tengo buen humor. No renuevo imágenes de la infancia, ni reconstruyo la musicalidad de los niños. Tampoco escribo una pieza que haga parte de un hilo conductor. No. Hoy no trato de ponerles colores tristes a las emociones –que ya de por sí son bien oscuras y más con el panorama gris de la ventana–. Hoy ni siquiera susurro en la ventana, ni me paro junto al vidrio a ver cómo sufren allá, cómo mueren allá, cómo no te tienen.


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Hoy no es día para jugar con palabras, para sentir placer por lo recién escrito, para sonreír; no; hoy no es día para releerme y decir soy bueno, soy muy bueno. No. Porque no lo soy, porque todo lo que sé no sirve. Porque no me escuchas, y si me escuchas no me entiendes, y si tal vez… tal vez me entiendas, te reirás, como ya lo hiciste, y todo te será inútil, extraño y para mí mucho más, mucho más… porque son horas, días, noches, tardes de lluvia, atascos del tránsito, filas en los bancos, clases aburridas, películas de acción en cines fríos, cenas familiares monotemáticas, mañanas soleadas, madrugadas de insomnio, especiales de History Channel, visitas a Facebook, a Twitter, a Hotmail, a Google, a Wikipedia, a El Tiempo, a El Espectador, a la revista Semana, a Arcadia; más lecturas de libros, malos y buenos, y raros, y tontos, recitales poéticos, festivales, carnavales, conciertos, y horas, y minutos, y segundos incontables y otra vez horas, días, semanas, y ya casi años en que como ahora, en este instante, he tratado de encontrar la forma de conmoverte. Pero me lees y con tus ojos me explicas que nada sirve. Hoy no es día para leerle a un micrófono que difundirá mi voz a miles, menos a ti. A veces la gente dice que escribo para el aplauso, pero no, no. Escribo para ti que me desechas, que ni siquiera tienes ganas de leerme. El aplauso de los otros es solo un consuelo que a veces, a veces de poco sirve porque es


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como si gritaran “no pudiste” “no pudiste” “sus oídos en otro lado escuchan lo que quieren” “pero no importa, no importa, nosotros te acompañamos en tu duelo”. Hoy solo extraño tus ojos que no me entienden, solo busco tu voz que me lee y se cansa. Hoy sufro el silencio del corazón, que es el verdadero silencio. Hoy odio lo que hago. Publicada el 7 de febrero de 2012. Disponible en http://acevedo-celis. blogspot.com.co/2012/02/diatriba-contra-mi-arte-poetica.html


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[Diatriba] contra el teatro Por Héctor Abad Faciolince

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o digo sin orgullo, casi con pena: ir al teatro me produce una aversión parecida a comer hígado crudo de perro. Los comediantes salen al escenario, gritan, manotean, hacen reír al público, y yo siento una mezcla de vergüenza ajena, rabia y malestar. Quiero salir corriendo. Sentado en la butaca no me meto en la acción: veo un espectáculo ridículo, caduco, un muerto en vida. Una antigualla que huele mal, una impostura. Los que odian los sapos, los que no soportan siquiera su vista, reconocen que el sapo es un animal inocente, inofensivo, incluso útil. Si a veces destila una leche venenosa, esta puede producir eczema, pero casi nunca es mortal. También yo sé que el teatro es inocente, inofensivo, incluso útil, sé que su veneno no mata, y sin embargo me repele. Para el fóbico, de nada vale la prueba racional de la inocencia del objeto de su fobia. Al que le tiene fobia a volar no le sirven las estadísticas sobre lo poco probables que son los accidentes aéreos. De nada le sirve que la culebra tal sea de las que no atacan a nadie; si tiene fobia por las culebras da lo mismo que pique o no. Al que odia


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el teatro no le importa que a él se hayan dedicado algunos de los mayores genios de la literatura: Shakespeare, Ibsen, Lope, Sófocles, Chéjov… Lo hicieron, sí, pero hace siglos, cuando ellos y el teatro estaban vivos, al mismo tiempo. También Homero era un genio, y escribió las obras cumbres de la épica, pero ¿a quién se le ocurre, hoy, hacer cantares de gesta? Alguien con fobia al avión, en general, no tiene nada contra los pilotos en tierra. Yo no tengo nada contra los actores, críticos, escritores, empresarios o directores de teatro. Los festivales son dignos, los teatros heroicos. Los teatreros son personas, en general, tan inofensivas y útiles como los sapos. Sus obras destilan un veneno blancuzco que no mata. Fuera del escenario son simpáticos, inteligentes, cultos. Me caen muy bien, en un comedor o en una esquina, el Negro Aguirre, Ramiro Osorio, Anamarta de Pizarro, Carlos José Reyes, Ibsen Martínez, Gilberto ídem, Omar Porras, Sandro Romero, tantos otros: personas extraordinarias. Pero encaramados ya en el tablado de sus gestos, maquillados, disfrazados, se convierten en monstruos. “No seas dramático”, le dice uno a un amigo cuando está exagerando. Los actores en el teatro –precisamente por lo falsa y poco convincente que es cualquier representación– tienen que exagerar, dramatizar: dan alaridos, lloran, la gesticulación se enfatiza para que pueda verse desde el gallinero, la voz es impostada, no hablan nunca como uno, parece que todos hubieran nacido en Chile o en


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Galicia, deben gritar incluso sus susurros. Si están bravos, parecen iracundos; si están tristes, se muestran desolados; si están contentos, deben parecer plenos, radiantes; cada sonrisa es una carcajada, la risa es ya una crisis epiléptica; un mínimo antojo se convierte en rijo. Por realista que sea el escenario, es siempre de mentiras. Por minimalista y desnudo que sea, todo montaje es mucho. Lloran, se empelotan, gruñen y, lo peor de todo (si es teatro moderno), involucran al público: pretenden que la gente de la platea se vuelva un actor más, tan malo como ellos. Te jalan del codo, te obligan a decir algo, te preguntan, te retan, te ofenden, te regañan, se burlan. Al que le tiene fobia a los sapos, le fascinan los sapos, pero en láminas o en libro. También a mí me fascina el teatro leído. O trasladado al cine, con sus efectos de realidad cada vez más perfectos. Gozo con los dramas abstractos, leídos, o con ese teatro moderno que se llama cine. Como un homenaje al Festival de Teatro (que debe existir, y apoyarse, y protegerse, como los aviones, las culebras y los sapos), en estos días pienso leer a Arthur Miller, a Harold Pinter, a Molière. Pero al que me invite al teatro le contestaré en latín: vade retro.

Publicada el 25 de marzo de 2012 en http://www.elespectador.com/opinion/ contra-el-teatro


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[Diatriba] contra el sensacionalismo Por Héctor Abad Faciolince

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na de las ventajas que tiene alejarse del país y no leer por un tiempo sus periódicos, ni oír sus emisoras, ni ver los noticieros de televisión y mucho menos participar en las redes sociales, es que al echarles un vistazo de vez en cuando, uno nota que Colombia vive de sobresalto en sobresalto, de alarma en alarma, de emergencia en emergencia, y todo es presentado de un modo tan dramático y exagerado que da la impresión de que cada semana el país está al borde del colapso por un motivo distinto. Y no. Lo cierto es que el país sigue ahí, con sus viejos problemas, con sus escándalos repetidos, pero mejorando poco a poco. Despacio, muy despacio, pero cada año un poco menos mal. Colombia es un país sobreexcitado, alarmista, sensacionalista. No por nada nos especializamos en sustancias estimulantes, cocaína y cafeína; no es casual tampoco que aquí haya florecido en su forma más pura el realismo mágico, cuya estrategia retórica fundamental


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es la exageración. Aquí los titulares son de página entera y los canales y emisoras no descansan de suspender la programación para emitir boletines con noticias devastadoras y extraordinarias. A lo anterior se añade el alarido permanente de las redes sociales, que tratan todo contratiempo como si fuera una calamidad, toda calamidad como si fuera una catástrofe, toda catástrofe como si fuera una tragedia y toda tragedia como si fuera el fin del mundo. Ahí la concupiscencia de las malas noticias vive de orgasmo en orgasmo, como un adolescente pajizo e incapaz de controlar su lujuria. Nada mejor que Twitter para alimentar la alharaca y el escándalo, sobre todo si estos sirven para desacreditar al Gobierno y para anunciar, una semana tras otra, “el momento más crucial de nuestra historia” o “el último paso antes del abismo”. Ruido, mucho ruido, como en la canción de Sabina. Tomemos el hecho repudiable del secuestro de Salud Hernández. Durante casi una semana las redes sociales e incluso algunos periódicos nos hicieron creer que a causa de este hecho criminal y odioso el país entero estaba colapsando y las conversaciones de paz al borde del fracaso. Sin importar que la Colombia de hoy sea un país menos violento que el de hace ocho años, vivimos una semana de alharaca destructiva y acusaciones injustas. Para algunos vivimos el momento más negro de la historia, pero no dan datos. Es como si los hechos puros y duros no importaran.


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Y los hechos, les gusten o no, son que hay muchos menos secuestros y secuestrados hoy que en el 2008 o 2010. Que había muchos más homicidios y acciones guerrilleras en los tres últimos años del anterior gobierno que ahora. Morían muchos más soldados, desplazaban más campesinos. En fin, la situación era peor. Dirán que es cuestión de percepción debido a la tendencia, que en el 2010 los secuestros disminuían y con el de Salud hay una seña de que volverán a aumentar, como cuando se llevaron a Íngrid. Es evidente que no es así y que un secuestro de seis días, por grave y repudiable que sea, no puede compararse con uno de seis años. Si los secuestros llegaran a cifras tan altas como las del primer decenio del siglo, podríamos poner el grito en el cielo, pero por ahora seguimos muy lejos de esas cifras. Se puede decir lo mismo de los homicidios contra líderes de izquierda. ¿Estamos en las vísperas de otra masacre como la de la UP? Los números, por fortuna, no lo dicen así. Podría pasar y deberíamos tener cuidado, pero no gritar como si ya estuviera ocurriendo. Está en nuestra índole ser exagerados, escandalosos y alarmistas. Es una falla de la personalidad nacional, una neurosis. Pero dejemos tanta ira. A Salud Hernández no la secuestró el presidente Santos sino el Eln. En tiempos de Pastrana o de Uribe no íbamos a pasear al Catatumbo tranquilos, como quien va a Suiza. Hace 30 años que el Ejército no controla esa zona. ¿Será mucho pedir que les demos a los hechos y a las noticias su justa dimensión en vez de tanto escándalo y tanto ruido dañino? Publicada el 27de mayo de 2016 en http://www.elespectador.com/opinion/ contra-el-sensacionalismo


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Diatriba contra

las redes sociales Por Rodrigo Fresán

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Recuérdenla, no la olviden nunca: aquella canción de Roberto Carlos. Esa en la que el brasileño trinaba eso de “Yo quiero tener un millón de amigos…” y eso otro de “Pero no quiero cantar solito, yo quiero un coro de pajaritos…”. Bueno, tantos años más tarde –pero no demasiados– a Roberto Carlos y a millones de amigos a lo largo y ancho de Facebook, Twitter, Formspring, Tuenti y siguen las firmas, se les ha cumplido el deseo. Pío-pío. Twit-Twit. DOS Porque –sépanlo también– cada vez hay más gente suelta, millones de enredados a lo largo y ancho de la telaraña de ese otro mundo que está en este, convencidos de que tienen cada vez más amigos. Aunque a esos amigos les mientan sin cesar y no vayan a conocerlos nunca por su nombre y aspecto verdadero. TRES Vivimos tiempos extraños. Lo que alguna vez pertenecía al terreno de los futuristas y de la ciencia


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ficción ahora es el presente no-ficción, pero cada vez más científico en que vivimos. Y es un presente raro, porque cómo es posible que los teléfonos hayan evolucionado tanto y poco y nada los aviones de pasajeros. Y que las computadoras –alguna vez símbolo de poder, sabiduría o genio loco– ahora sean algo así como celestinas mecánicas. Sí, manejamos tecnologías sofisticadísimas, hemos caído rendidos ante la hedónica tiranía del envase sin preocuparnos demasiado por la democracia de los contenidos, y nos hemos lanzado a una suerte de pacífica pero agresiva carrera armamentística en la que la gente hace cola durante toda la noche para recibir primero y temprano la nueva dosis/modelo de iPad. Después, las puertas se abren, se paga caro, y se sale dando gritos frente a las cámaras de noticieros que cubren el nuevo alumbramiento como si se tratara de la primicia de que se ha descubierto una cura para todos los males del universo. Pero no: lo que se ha descubierto es una nueva cepa de la misma enfermedad de siempre: el miedo (real) a estar solo y el alivio (falso) de sentirse parte de una secta de privilegiados. CUATRO Hace dos eneros festejé el que la emisión en vivo y en directo de Steve Jobs presentando su iPad fuera interrumpida –al menos por unos segundos– por la mala nueva de la muerte de J. D. Salinger. Me pareció un acto de justicia poética. Una breve victoria de la literatura y de alguien que escribió pocos/suficientes/inmortales libros por encima del efímero y casi inmediatamente desactualizado artefacto capaz de almacenar miles de


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títulos que jamás se leerán. Porque, claro, ¿quién va a tener tiempo para leer vastas novelas decimonónicas cuando hay que estar chequeando y contestando y reportando a tantos amigos ansiosos por saber qué comimos y cuál fue la posterior consistencia y tonalidad de la materia fecal resultante de ese almuerzo? Buen provecho y a modo de infusión digestiva: a la hora de la verdad, me temo que a nadie le importa nada y no es lo mismo estar que ser. CINCO Y salir para entrar, ir para volver, juntarse para aislarse. Y está muy mal eso de no conversar con los demás comensales –con los amigos de carne y hueso– para pulsar la pantalla cada dos minutos y ver qué hay de nuevo, qué ha sucedido tan cerca y tan lejos, en ninguna parte. SEIS Me pasó hace poco: fui a comer con alguien que apenas me dirigió palabra y mirada. Estaba en lo suyo: siendo comido crudo y masticado vivo por la cada vez más famélicamente hambrienta vida social ahí dentro, en esa cajita de Pandora rebosante de rumores y humores. Contradiciendo a Sartre, el infierno no son los otros. El infierno es esa persona a la que creíamos conocer y que ahora es un zombi que ya no puede estar con uno y sin los otros. Alguien que ya ni siquiera puede lanzar un SOS por estar demasiado ocupado hundiéndose y naufragando entre tanto SMS. Y mejor, por las dudas, ni pensar en cómo funcionarán –si es que funcionan– el romanticismo y la seducción y el amor y la pasión en la Era del Pulgar Erecto y Erógeno. Nota para amnésicos o recién llegados:


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hubo un tiempo en que uno se comunicaba con la persona deseada a través de algo llamado boca. Ese lugar del que brota la voz y al que penetran los besos. Y –en autos, metros, trenes, barcos, bares y plazas– se escribe y se lee más que nunca. El problema es que lo que se lee no son novelas y lo que se escribe no son cuentos. SIETE Esto no quiere decir que el tema no me resulte interesante. Y que no aprecie su utilidad y virtudes a la hora de difundir información sensible o generar movidas sociopolíticas (atención: no me refiero aquí a saqueos o megafiestas alcohólicas; tampoco me parece bien que Facebook sea el próximo blanco de Anonymous Inc., pero no puedo dejar de preguntarme a dónde irá a parar y qué uso se acabará dando a toda esa información alguna vez privada y ahora exhibicionista flotando en el ciberespacio). He leído con atención The Faceboof Effect, de David Kirpatrick; The Accidental Billionaires, de Ben Mezrich, y el celebratorio a pesar de su título Help! I’m a Facebookaholic, de Tanya Cooke. He disfrutado con el film The Social Network, de David Fincher. Y hasta he intentado convencerme que detrás de ese ser con cara de pocas luces llamado Mark Zuckerberg hay un genio iluminado. Pero el mío es un interés producto de cierta inquietud bordeando con el temor. Probablemente, lo mejor reflexionado sobre todo el asunto sea The Shallows, de Nicholas Carr. Allí –el libro ha sido traducido al español como Superficiales y editado por Taurus– se nos advierte no de lo que ocurrirá de seguir así, sino de lo que ya está ocurriendo: vamos perdiendo capacidad


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para trazar el pensamiento lineal y músculo para hacer memoria (porque para recordarnos todo está Google), funcionamos cada vez más como en un frenético pinball de links, nos cuesta concentrarnos por más de una o dos páginas, resulta difícil terminar una idea sin comenzar otra, vamos convirtiéndonos en el fantasma de nuestra propia máquina y, ante la ausencia al menos evidente de vida inteligente en otros planetas, mutamos con prisa y sin pausa transformándonos en nuestros propios aliens, en alienados domésticos. OCHO Y, de acuerdo, la fascinación por la comunicación constante, por la velocidad de la luz, por el plasma que pasma… Pero hay muchos días en los que yo extraño cierta lentitud y el saber que todo el saber no estaba en un solo sitio a segundos de distancia. Extraño esa felicidad de buscar algo y de encontrarlo yo solo y por las mías. Extraño encontrarme con un amigo –un amigo de verdad– y demorar varias horas en ponernos al día. Y extraño sentirme inaccesible, incomunicado, soñando, solo. NUEVE Extraño, también, cierto sentido del honor y de la ley. Internet es, por ahora, como el Far-West sin justicieros pero con demasiados forajidos. No hay ley allí, y mi relación con ella no ha sido muy buena: me han puesto en Facebook para hablar de lo que escribo (no tengo problemas con eso) pero también alguien se ha hecho pasar por mí en un blog y alguien se hace pasar por mí en Twitter. Y parece que eso es gracioso


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y democrático. El que eso mismo sea delito penado en papel o en persona parece no molestarle a nadie. Pero son pequeñeces. Lo que a mí más me perturba es un asunto de fondo: durante décadas se consideró como tormento el tener que someterse al visionado de fotos o diapositivas de vacaciones y bautizos y cumpleaños y bodas ajenas. Ahora, parece, no hay nada más apasionante que estar emitiendo data privada, sin parar, hasta que la muerte nos separe. El fin de lo privado y de la intimidad. Un reality-show en constante emisión que cabe en el bolsillo y donde todos son pequeños Gran Hermanos y la fama que no dura 15 minutos sino constantemente renovables 140 caracteres. En algún lugar, estoy seguro, Andy Warhol está sonriendo. Mucho más que la Gioconda. DIEZ La semana pasada vi en la televisión (aquella caja boba que, en comparación con los contenidos de las redes sociales parece ahora inteligentísima) una publicidad de Entel de Chile, en la que a un usuario, de pronto, se le aparecían en su casa los más de seiscientos amigos de su red social. Todos juntos. Llamaban a su puerta e iban pasando de uno en uno a su sala. Y entraban y entraban y no dejaban de entrar. Como en aquel camarote de comedia operística y nocturna de los Hermanos Marx. Y el tipo –un chico joven– primero se mostraba desconcertado pero, enseguida, tan pero tan feliz. Pobre imbécil. Tomada de http://www.soho.com.co/diatriba/articulo/contra-redessociales/24418


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Diatriba

contra el neoliberalismo Por María Luna Mendoza

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ontratos inestables, profesores temporales, flexibilización laboral, sobrecarga de trabajo, salarios injustos, escasa participación de la comunidad universitaria en la toma de decisiones, aumento de puestos administrativos y burocráticos, autoritarismo y exclusión, jóvenes sometidos a la presión de los créditos y las deudas, cursos superfluos, precios cada vez más elevados, estudiantes que se limitan a tomar apuntes y a recitarlos de manera literal a la hora de la evaluación. “Todo esto sucede cuando las universidades se convierten en empresas, como ha venido ocurriendo durante las últimas décadas, cuando el neoliberalismo ha ido tomando por asalto cada una de las dimensiones de la vida”, dijo Noam Chomsky durante una reunión del Sindicato Universitario de Pittsburgh, Estados Unidos, en la que participó vía Skype. Durante el encuentro, el lingüista, filósofo y activista estadounidense realizó una serie de observaciones sobre la manera como el modelo empresarial en el que tienden a inscribirse las instituciones de educación superior precariza la calidad de la enseñanza y el aprendizaje y reproduce “dinámicas autoritarias” indeseables para las sociedades actuales.


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A continuación, algunas de sus apreciaciones: “La estabilidad laboral de los profesores pende de un hilo” La contratación temporal o por hora cátedra de los profesores es, para Chomsky, la reproducción de la lógica que rige el mundo de los negocios en la actualidad. “Es lo mismo que la contratación de temporales en la industria, aquellos que Wall Mart tilda como ‘asociados’: empleados sin derechos sociales ni cobertura sanitaria”, anotó el filósofo durante el encuentro. “La contratación de trabajadores temporales se ha disparado en el período neoliberal y en la universidad estamos asistiendo al mismo fenómeno”, agregó. De acuerdo con Chomsky, aquellas universidades que avanzan por la vía empresarial no hacen sino imponer la precariedad académica como único destino posible de la educación. “Cómo se afecta la calidad cuando los profesores no tienen estabilidad laboral: se convierten en trabajadores temporales, sobrecargados de tareas, con salarios baratos, sometidos a las burocracias administrativas y a los eternos concursos para conseguir una plaza permanente”, señaló. “Los puestos administrativos y burocráticos en exceso son una suerte de despilfarro económico” No crece el número de profesores, tampoco lo hace el de estudiantes, pero existe un acelerado aumento de


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“estratos administrativos y burocráticos dentro de las instituciones de educación superior, un aspecto que resulta bastante familiar a la industria privada”, manifestó el activista. “Los decanos, por ejemplo, se han convertido en todos unos burócratas que necesitan de vicedecanos, asistentes y secretarias”, ejemplificó. “Los créditos de estudio sirven para adoctrinar a los estudiantes” “Para el sector empresarial, el activismo estudiantil (feminista, ambientalista, antibelicista, etc.) es la prueba de que los jóvenes no están correctamente adoctrinados”, afirmó Chomsky. A su parecer, uno de los mejores métodos de adoctrinamiento ha sido el de los préstamos con los que los estudiantes financian sus carreras. “La deuda estudiantil es una trampa de la que los jóvenes no podrán salir en mucho tiempo. Los créditos funcionan como una carga que les obliga a alejarse de otros asuntos”, dijo. “Tal vez no surgieron con ese propósito, pero desde luego tienen ese efecto”, precisó. Otra técnica de adoctrinamiento es, según Chomsky, la ausencia de vínculos profundos entre los docentes y los estudiantes, cuyas relaciones son cada vez más frías y superfluas. “Salones y clases grandes, profesores temporales, educación escasamente personalizada. Es muy similar a lo que uno espera que ocurra en una fábrica, en la que los trabajadores poco o nada tienen que ver en la organización de la producción o en la determinación


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del funcionamiento de la planta de trabajo, eso es cosa de ejecutivos. Igual sucede con los estudiantes”, aseveró. “La participación directa de la comunidad universitaria en la toma de decisiones es legítima y útil” Para el filósofo en el pasado las cosas eran distintas y en ciertos sentidos mejores, pero distaban mucho de ser perfectas. “Las universidades tradicionales eran, por ejemplo, extremadamente jerárquicas, con muy poca participación democrática en la toma de decisiones”. En ese sentido, hizo un llamado de atención sobre la necesidad de ampliar la democracia universitaria. “Debemos promover una institución democrática en la que la comunidad (profesores, estudiantes, personal no docente) participe en la determinación de la naturaleza de la universidad y de su funcionamiento”, manifestó. “Hace falta enseñar a pensar” De acuerdo con Chomsky, la educación, de cualquier nivel, debe hacer todo lo posible para que los estudiantes adquieran la capacidad de inquirir, crear, innovar y desafiar. “Queremos profesores y estudiantes comprometidos en actividades que resulten satisfactorias, disfrutables, desafiantes, apasionantes. Yo no creo que sea tan difícil”. “En un seminario universitario razonable, no esperas que los estudiantes tomen apuntes literales y repitan todo lo que tú digas; lo que esperas es que te digan si


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te equivocas, o que vengan con nuevas ideas, que abran caminos que no habían sido pensados antes. Eso es lo que es la educación en todos los niveles”, concluyó.

Publicada en El Espectador el 13 de marzo de 2014 bajo el título “El neoliberalismo tomó por asalto a las universidades”: Noam Chomsky. Disponible en http://www. elespectador.com/noticias/educacion/el-neoliberalismo-tomo-asaltouniversidades-noam-chomsk-articulo-480438


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Diatriba contra

los lunes no festivos Por Luis Gabriel Rodríguez “Hijo, hijo despierta es hora de ir a estudiar”, dice mamá interrumpiendo mi majestuoso sueño. Desde entonces cada noche creo un mundo en donde escucho voces con la misma entonación de felicidad; titulares en periódicos con la misma frase, todos escribiendo en las redes sociales de esta noticia y viendo las sonrisas en los rostros de personas hablando de la nueva ley del Gobierno: “A partir de hoy todos los lunes serán festivos”. ¿Nunca se han preguntado qué pasaría si esto ocurriera en el mundo real? Tal vez las empresas crecerían notablemente, teniendo empleados más animados y dispuestos a “darla toda” en sus trabajos al saber que la semana pasará rápidamente. No estarían pensando cada momento “cuándo llegará la quincena”; hasta le cogerían cariño a sus trabajos. Los estudiantes cambiarían su famosa frase “qué pereza ir a estudiar mañana” por “¡qué bien!, mañana clase de


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matemáticas”. No veríamos tantos rostros cansados y aburridos en los transportes masivos y hasta los conflictos en las universidades y colegios disminuirían. Ya no habría tantas personas “quejándose” de la vida y hasta me atrevería a decir que las relaciones con los demás mejorarían; ya que tendrían un día más para divertirse pensando solo en pasarla bien. No nos digamos mentiras, el día lunes es como el veneno de las alegrías y la diversión. La pereza llega desde el domingo después de las 6 de la tarde y la semana se hace pesada. Pareciera que las personas caminaran en cámara lenta; que los problemas cotidianos los hicieran cada vez más grandes y complicados. Cuando vemos que ese día se acerca, nuestros labios dicen “qué hartera”. Y como la mente no distingue entre la realidad y la ficción, yo seguiré teniendo esperanzas de que algún día al gobierno colombiano le dé por crear una ley como esta; absurda y maquiavélica. Y si piensan que este sueño es imposible de cumplir, vean noticias y analicen lo que la “justicia” está haciendo con los hombres que maltratan a las mujeres; o vean que es posible que la policía prefiera dinero a cambio de detener a un infractor, o que es posible subir al palo más alto de los árboles una cantidad específica de micos, como pasó con la ‘reforma a la justicia’.


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Así que mis deuterofóbicos* (fobia a los lunes), sigamos soñando que pueda que no esté tan difícil volverlo realidad. Y como siempre hay algo que nos motiva a hacer las cosas o enfrentar un miedo, que esto sea: la imaginación.

Publicada el 8 de octubre de 2012 en http://elclavo.com/impreso/diatriba-contralos-lunes-no-festivos/ * La etimología de deuterofobia es deutero ‘segundo’ + fobia ‘odio’. En el ordenamiento bíblico el domingo es el último día de la semana, y el lunes el primero; no obstante, otras concepciones señalan que domingo es el primer día de la semana –así aparece en algunos calendarios–, para que el lunes sea el ‘segundo’. A la familia de deutero pertenece el Deuteronomio, la segunda ley, porque la primera es la de Moisés (N. del Comp.).


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Diatriba contra los jueves Por Gabriel García Márquez

El jueves es un día híbrido. Una torrija del tiempo, sin sabor ni color, sin otra justificación que la de obligarnos a gastar un pedazo de vida que podríamos utilizar en cosas más útiles. Las horas que malbaratamos un jueves podrían servirnos para hacer más blanda la almohada del domingo. Nos servirían para moler con sosiego, con calmada mansedumbre, los recuerdos que el lunes, en las primeras horas, nos vienen como anillo al dedo. Podrían agregarse a la poética sustancia del martes, que es el luminoso día de casarse, de embarcarse, de irse –a espaldas de sus sueños y de sus esperanzas– con su gastada música a otra parte. Algunos minutos nos servirían para redondear la cálida fruta del miércoles, que se mece en los árboles del tiempo con una indecisión de mujer pensativa. Nos servirían para diluir la niebla tormentosa del viernes, que es la estación de la hechicería, la niñez asustada que aprende a descifrar el alfabeto de los astros. Las del jueves son, finalmente, 24 horas que podrían servirnos para adelantar los relojes del sábado.


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Pero el jueves, a pesar de todos los inconvenientes, sigue siendo verdad en nuestro calendario. Despertamos a su simple claridad, a su desabrida transparencia, con la sensación de estar desembarcando en una isla estéril, triste de vegetación, rodeada por las aguas de las horas vividas. Yo creo que el jueves no sirve ni siquiera para morir. Entregarnos al gozo de la muerte después de haber molido los minutos de tres días fecundos, productivos, es –más que una simplicidad– una tontería. Este trajín diario, este devanarse la cabeza sobre un alfabeto mecánico, para que usted, señor lector, tenga al mediodía algo de qué lamentarse; este tratar de ser algo sin conseguirlo, de nada valdría si un jueves cualquiera, sin premeditación y sin despedirnos de nadie, nos acostamos sobre la yerba de la muerte. Lo indicado es, si nuestra resolución es irrevocable, esperar hasta el viernes, día en que, por su carácter luctuoso, la vulgaridad de morir puede resultar una definitiva manifestación de elegancia. Indiscutiblemente, el jueves es un día entre paréntesis. Solo sirve para escribir sobre su inutilidad cuando no es posible desarrollar otro tema de mayor importancia.

Publicada en El Universal el 24 de junio de 1948. Disponible en http://www.m-x. com.mx/2016-07-28/diatriba-contra-los-jueves-no-sirven-ni-siquiera-paramorir-por-gabriel-garcia-marquez/


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Diatriba contra Transmilenio Por Mario Mendoza

Cuando apareció Transmilenio se hizo toda una campaña para que los bogotanos nos sintiéramos orgullosos de nuestro sistema de transporte. No arroje papeles al piso, no pinte los asientos ni las paredes, ceda el paso. La idea era que nos convirtiéramos en un modelo a seguir, que nos apropiáramos de un sistema de transporte moderno, y que, al igual que la gente de Medellín con el metro, nos identificáramos con esos nuevos buses y esas estaciones de metal y vidrio. La cosa funcionó durante un par de años. Nos volvimos, en efecto, un referente para toda América Latina. Varios países copiaron el modelo (nosotros lo habíamos copiado a su vez de la ciudad brasileña de Curitiba), y era normal tropezarse en cualquier país del continente referencias al excelente sistema de transporte de Bogotá. Como si esto fuera poco, las dos alcaldías de Antanas Mockus, con su énfasis en cultura ciudadana, nos habían regresado nuestro viejo prestigio de la Atenas


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Suramericana: éramos una ciudad educada, cuidadosa con el otro, respetábamos las cebras, no contaminábamos, no pitábamos para no hacer ruido, cedíamos el paso cuando podíamos. Nadie gritaba ni madreaba al otro: le sacaba por la ventanilla del carro un cartelito que tenía un dibujo de un puño cerrado con el dedo hacia abajo. Como diciéndole: hey, pilas, viejo, eres un maleducado al cerrarme o al pitarme sin motivo. Al final, la gente terminaba riéndose con la situación. Incluso Mockus se había inventado un superhéroe, Súper Cívico, y andaba por la ciudad con su traje amarillo y rojo vigilando que la gente se comportara de una manera civilizada. Qué lejos estamos de esos tiempos. Poco a poco las losas de Transmilenio empezaron a mostrar sus deficiencias, se levantaron, se quebraron, se hicieron pedazos. Salió a la luz que los contratistas habían hecho todo a la carrera, mal, apresuradamente. Después las estaciones empezaron a hundirse, a pandearse, a agrietarse, y muchas de ellas quedaron como un tobogán. Se fueron sumando más sectores de la ciudad, muy populosos, como Suba y Soacha, y los buses empezaron a escasear, las rutas no daban abasto y la congestión comenzó a crear un caos desenfrenado. Quedó claro que habían calculado mal, planeado mal, proyectado mal. Transmilenio era el reino de la improvisación. Nunca lo han querido reconocer. Siempre tienen una excusa perfecta, una idea genial que solo ellos comprenden, una explicación erudita que les permite lavar sus conciencias y evitar responsabilidades. La realidad es que estaban enfrentando una ciudad


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gigantesca, en pleno crecimiento, y que el monstruo se les había salido de las manos en sus propias narices. Las autoridades no fueron capaces de impedir la avalancha de ladronzuelos, pícaros, raponeros, pervertidos sexuales y oportunistas que convirtieron los buses y las estaciones en verdaderos campos de batalla por la supervivencia. Entre la cantidad de gente que ha sido atracada en Transmilenio, recuerdo las palabras del joven Carlos Alfredo Cayón, al que acuchillaron en el rostro y la espalda en este diciembre del 2014: “Nadie hizo nada para ayudarme”. Le clavaron un cuchillo en la cara para robarle un celular, y cuando estaba ya en el piso, herido, sangrante, se dio cuenta de que la gente pasaba y lo veía ahí, con media mejilla colgándole en el aire, y seguía como si nada. Incluso un agente de la policía prefirió irse a otra estación para no tener que auxiliarlo. Esa indiferencia le dolió más que el atraco. Buena parte de la población es agredida todos los días y las directivas de la ciudad no han querido enfrentar la situación de verdad, con aplomo y determinación. Ninguna firma ha estudiado las consecuencias anímicas y psicológicas de semejante nivel de violencia diario. Depresión, trastornos mentales, paranoia, ansiedad, fobias, somatizaciones de todo tipo. Nadie puede sentirse a gusto en una ciudad donde es maltratado todos los días con sevicia e impunidad.


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Hoy en día Transmilenio es una pesadilla, una auténtica tortura, un sistema de transporte donde impera el horror, la bajeza, la ruindad, el atropello y la violencia generalizada. No creo que haya un solo usuario regular que lo estime y que se sienta orgulloso de él. Todo lo contrario. Cada vez que hay alguna protesta los usuarios no pierden la oportunidad de cogerlo a piedra e incendiarlo. Luego salen las autoridades a refunfuñar y a criticar la falta de civismo de la población. Y a mí me parece increíble que ninguna de las últimas alcaldías haya parado ya ese tren del terror y haya metido en cintura a sus directivas para que modifiquen y rediseñen semejante esperpento. O para que lo supriman ya de una vez por todas. Publicada el 26 de enero de 2015. Disponible en http:// mariomendozaescritorcolombiano.blogspot.com.co/2015/01/diatribacontra-transmilenio.html


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Una diatriba literaria

contra la fiesta del fútbol Por Darío Rodríguez

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sí como existen los amantes del fútbol, también están los que no quieren oír ni ver una información más relacionada con toques, partidos, arcos y goles. Un pequeño repaso literario por el mundo de los enemigos del fútbol, ajeno al fanatismo y al dogma colectivo, en el cual se ataca su pretendido entretenimiento, su supuesta inocencia y sus aparentes aportes a la patria. Toda fiesta necesita un amargado que no baile y que viva quejándose porque le molesta la gritería, la música o el júbilo en los demás. Sin aguafiestas, sin descreídos, solo veríamos la parte amable y simple de la celebración. Los pesimistas y aburridos nos dejan observar el gusano dentro de la manzana. Nos amplían la visión […]. Sin escépticos seguiríamos creyendo que el mejor espectáculo del mundo es solo espectáculo y no un


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negocio multimillonario controlado por el monopolio FIFA, del cual se benefician unos cuantos empresarios y jugadores. Aunque los expertos juren que la economía del país mejora porque el ánimo de los habitantes aumenta debido a unos goles, la verdad desnuda es otra: el triunfo futbolístico parece no tener relación con el destino de la nación, salvo porque la gente se pone contenta (gracias al desborde de aguardiente, espuma y tal vez machetes o pistolas) durante algunas horas. Y para producir escepticismo y mala sangre, quizás nada mejor que la literatura donde todo discurso tambalea, donde ninguna seguridad está garantizada. En la literatura, por cada fanático o predicador hay un puñado de autores que se les están riendo en la cara, que los contradicen a cada paso. Las cargas se equilibran y ya no hay una versión exclusiva del mundo. Por fortuna. Es imposible imaginar una realidad donde primara solo el pensamiento de Don Quijote. Es necesario agregarle un Sancho Panza, pedestre y desconfiado, a cada Ingenioso Hidalgo. En medio del ardor futbolístico por cuenta del mundial de fútbol vale la pena traer a cuento, gracias al universo literario, unas cuantas voces disidentes. Escritores que desconfían del famoso juego de la pelota ya sea porque lo consideran insignificante, peligroso o simplemente ridículo. La lista de algunos de los autores que descreen del fútbol podría iniciar con el argentino Jorge Luis Borges quien se


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ganó muchos rencores debido a sus opiniones en contra del balompié como negocio. Siempre lo prefirió como un juego y nada más, un entretenimiento popular en el que ni siquiera se deberían contar los goles: “Yo no entiendo cómo se hizo tan popular el fútbol. Un deporte innoble, agresivo, desagradable y meramente comercial. Además es un juego convencional, meramente convencional, que interesa menos como deporte que como generador de fanatismo. Lo único que interesa es el resultado final; yo creo que nadie disfruta con el juego en sí, que también es estéticamente horrible, horrible y zonzo. Son creo que once jugadores que corren detrás de una pelota para tratar de meterla en un arco. Algo absurdo, pueril, y esa calamidad, esta estupidez, apasiona a la gente. A mí me parece ridículo”. Esta es una entre las variadas declaraciones que les brindaba a los entrevistadores, deseosos de averiguarle al ciego inmortal qué opinaba acerca de lo divino y lo humano. Julio Cortázar puso el boxeo por encima del fútbol en otra entrevista. Para el autor de Rayuela, el deporte estaba vinculado con el esfuerzo individual, no con los trabajos en equipo, según él, engañosos y débiles: “Por otra parte, lo que sucede es que a mí no me interesan los deportes colectivos. Eso pareciera que va en contra de mi ideología pero creo que no es así. El fútbol, por ejemplo, me es totalmente indiferente. Sé que decir esto, en boca de un argentino, es algo grave... capaz de desatar muchas iras... Pero me es tan indiferente como el rugby o el béisbol. Me gustan los deportes donde se enfrentan dos individuos,


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como sucede en el tenis o en el boxeo. Son dos destinos que se juegan el uno contra el otro. En el fútbol son once contra once, gana o pierde un equipo. La responsabilidad individual se diluye, todo se diluye; alguien pudo haber jugado muy bien o muy mal pero nunca tiene la plena responsabilidad del triunfo o de la derrota. En el boxeo eso no es posible”. El filósofo y escritor español Fernando Savater excede su perspectiva: le basta con ignorar la existencia de estadios o de futbolistas y considera a la hípica un arte más noble que todos los demás. También desde la divulgación científica (que en ocasiones parece una rama de la literatura) las visiones del fútbol no son muy halagadoras. El olvidado zoólogo Desmond Morris, quien se hiciera célebre con un par de libros donde demuestra que la especie humana conserva rasgos precisos de simio (El mono desnudo y El hombre al desnudo), halla un parecido directo entre el rugby y el fútbol con la cacería. El balón sería la presa y dejarlo entre la red un signo evidente del cazador que deja lo cazado para alimentar a la familia. En cierto modo no se equivocaba, a juzgar por la fiereza y la brutalidad de algunos futbolistas recientes delante de millones de espectadores. Pese al tan pontificado “juego limpio” siguen presentándose, en equipos de todo el mundo, verdaderos bárbaros pateando, codeando y hasta mordiendo a sus contrarios con tal de cazar la pelota. Sobra mencionar


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la absoluta impopularidad de Morris cuando publicó sus libros. Pero vale la pena citarlo porque nos recordó lo primitivo y bestial que puede llegar a ser este deporte masivo. Y si no queremos alejarnos de la brutalidad ni de lo instintivo, conviene leer el extenso trabajo investigativo de Juan Pablo Meneses titulado Niños futbolistas: una crónica extrema sobre el negocio del fútbol, solo con la intención de comprobar que la esclavitud no se ha acabado pues niños de doce y trece años de edad son vendidos como mercancía a equipos futbolísticos de todo el planeta. Tal vez sin proponérselo Meneses ha conseguido desentrañar la auténtica mafia de los mercaderes del fútbol que destruye infancias y crea ídolos efímeros mientras gana millones de dólares y, en apariencia, le da orgullo a las naciones. Con más ahínco si son del Tercer Mundo. Dos ejemplos finales que son, a la vez, excelentes piezas literarias. El primero es un poema del paraguayo Cristino Bogado denominado Contra el fútbol. Uno de sus apartes dice: Los referees de fútbol son en realidad asesores de la ONU expertos en invasiones pelotudas, mi vecino es un pelotudo, tiene un hijo pelotudo, un niño presionado por su padre para convertirse en star futbolero y sacar de la miseria a su familia,


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pelotuda y petrolera estrategia mundialista, cocacolera fiesta invasora, pelotuda cabeza aRonaldada sobre los links afganos, los talibanes juegan fútbol con los budas gigantes como nirvanas que giran cíclicas hacia la portería, los aviones juegan fútbol con las torres que son los parantes del gol ansiado como la revolución proletaria más que pelotuda, los canales juegan fútbol con CNN, los blogs juegan fútbol con el olvido hecho bola peloteril, los poetas juegan futbol con la poesía adelantada o postergada por la alemanidad de este mundial… Como se ve, no requiere de muchos análisis. El chiste se cuenta solo. Aquí se encuentra el libro donde puede leerse este y otros poemas de Bogado. El segundo y último ejemplo –para no interrumpir más los partidos de fútbol que deben ir a ver cuanto antes los fieles lectores de En Órbita– es un cuento colombiano clásico escrito por Álvaro Cepeda Samudio. Si quisiera resumirse el desprecio de algunos hacia el fútbol, ya sea por el tedio o por la tristeza que produce, Desde que compró la cerbatana ya Juana no se aburre los domingos* es el texto perfecto. Cansada de la bulla, del escándalo burdo dentro y fuera del estadio, la rubia eterna de Cepeda Samudio decide cortar de raíz con la fiesta y elimina por


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su propia mano, con inmenso gusto, a los futbolistas. Es un precioso consuelo leer ese breve relato justo en estos días de algarabías mundialistas. Los amargados literarios nos permiten ver las caras que ocultan los comentaristas deportivos, la publicidad y el patriotismo carente de argumentos. Entre el desborde de aullidos, cornetas, harina, alcohol y vivas ante goles y jugadas, nos advierten sin impulsividad acerca del gigantesco, alienante e injusto negocio que respira debajo de toda esta histeria colectiva y desmedida. Publicada el 10 de julio de 2014. Disponible en http://www.enorbita.tv/ blog/antifutbol

* N. del Comp. Ante la imposibilidad de reproducir todos los textos citados por el autor, se trascribe a continuación el cuento corto de Cepeda Samudio: Antes los domingos de Juana eran tremendos. Por más que la noche anterior se quedara despierta hasta la madrugada, hasta mucho después de que al gran pescado de neón que tenía debajo de la ventana de su cuarto le apagaban el cigarrillo del que salía, en un milagro de imaginación y cursilería, el nombre del restaurante del primer piso, despierta toda la noche del sábado con el solo propósito no despertar sino después de que ya hubiera transcurrido la mayor parte del día, siempre llegaba la hora de levantarse y de comenzar a aburrirse. La cerbatana la había descubierto hacía varios meses en una tienda extrañísima de la calle de las Vacas, donde


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venden repuestos usados, tuercas, grifos rotos, resortes inmensos, relojes desbaratados, pedazos de tubería, tapas para todo, una escafandra de cobre y, colgada contra una pared, casi a la altura del techo, Juana vio un día una cerbatana. En la hoja volante que el dueño reparte a los transeúntes, sentado en un taburete forrado de piel sin curtir, también se anuncia un camioncito alemán en perfecto estado, pero no dice nada de la cerbatana. Fue preguntando por el camioncito alemán como Juana comenzó a ir a la tienda de la calle de las Vacas. Todo lo que hay en la tienda es de metal, pero todo está muy bien pulido y cada cosa tiene amarrada una etiqueta con el precio pero sin el nombre, pues la mayoría de los piñones y fierros que se amontonan en los armarios no tienen uso conocido. Juana siempre pensaba en Feliza cuando entraba a rebuscar en la tienda de la calle de las Vacas. Un día va a venir Feliza con su soplete y va a soldar todos estos fierros y quién sabe qué va a pasar entonces. El camioncito alemán no estaba en la tienda: nunca estaba: y Juana comenzó a pensar que no existía sino en la hoja volante de la propaganda. Los domingos por la tarde y cuando ya no puede con el aburrimiento, Juana se sienta en el balcón. Juana vive en una casa alta y desde todas partes se ve el campo de fútbol del estadio que queda exactamente enfrente. En el piso de abajo está El Pez que Fuma. Hacia atrás no se puede mirar, pues las veinte botellas gigantescas del inmenso aviso de cerveza Águila lo cubren todo. Así la sola vista que tiene Juana es el estadio municipal con su


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campo de juego lleno de parches pelados y de pedazos de grama sucia. Juana sigue sentándose todos los domingos por la tarde en el balcón, frente al campo de fútbol, pero ya no se aburre. Con su cerbatana y una caja llena de dardos, que ella misma fabrica durante la semana con taquitos de madera y puntas afiladísimas de agujas de coser número 50 y que luego envenena cuidadosamente, Juana se distrae matando tres o cuatro jugadores todos los domingos. La cosa, si se piensa bien, puede resultar realmente divertida. Juana no sigue un patrón fijo para su distracción de las tardes de domingo. Algunos domingos se le acaban los dardos durante el primer período de juego; porque hay que advertir que aunque Juana ha adquirido ya bastante práctica en el manejo de la cerbatana, son más las veces que falla que las que acierta. Otros le alcanzan hasta para apuntar a alguien del público que se amontona en las graderías, pero esto ya es más difícil. En lo que sí procura ser constante es en apuntar siempre al jugador que avanza corriendo con el balón. Juana lo sigue con la vista y en el momento preciso sopla su dardo: el jugador cae con gran desorden, el balón sigue rodando, se suspende el juego unos minutos mientras sacan con gran aspaviento el cuerpo tendido sobre el campo, pues el equipo contrario protesta porque estorba la continuación del encuentro; la acción se reanuda y Juana se prepara para el próximo dardo.


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Juana ha notado que cada domingo hay menos jugadores en los equipos. Antes de comprar la cerbatana solían ser once de cada lado, indefectiblemente. Ahora algunas veces no hay sino ocho. También hay menos público aunque, como se ha dicho antes, es muy difícil acertar a un punto tan lejano. De todas maneras, desde que compró la cerbatana ya Juana no se aburre los domingos.

Publicado en El Tiempo el 11 de octubre de 1997. Disponible en http://www. eltiempo.com/archivo/documento/MAM-656072


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Diatriba contra Cantinflas Por Jorge Volpi

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aya, pues mira nada más: se cumplieron cien años del nacimiento de Cantinflas, ese personaje que nos representó a todos los mexicanos sin que lo hubiésemos elegido, cien años de encarnar la mexicanidad misma, o al menos esa mexicanidad de abajo, de muy abajo, que en realidad esconde a la de arriba, muy arriba. Nacido en 1968, yo llegué un poco tarde al esplendor de Cantinflas, pero en cambio viví mi juventud en medio de la proliferación de lo cantinflesco y del cantinfleo: aquí y allá, en la televisión y en la radio, uno creía todo el tiempo oírlo a él, escuchar sus frases de arrebatada sintaxis, sus hipérboles macarrónicas y sus dilatados anacolutos, su habla pueblerina, vivaz y energética, detrás de la cual no se ocultaba nada, excepto la obvia miseria del hablante y su talento para enmascararse detrás de esa feroz retahíla de palabras. Allí se cifraba su mérito: en encarnar él solo, con sus excesos retóricos y sus parlamentos desbocados, el lenguaje de nuestros políticos. Hablar, hablar y hablar sin decir nada, hablar a todas horas sin revelar las propias intenciones, utilizando las palabras no como vehículos de comunicación sino como escudos o barreras e impedir así


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que ningún sentido escape hacia el pueblo, estableciendo una distancia radical entre las palabras y las cosas. La carrera cinematográfica de Cantinflas eclosiona en los cincuenta: esa época dorada en la que los ciudadanos atestiguaban el milagro mexicano –otra expresión que podría haber sido acuñada por el cómico–, ese momento en el que México por fin se convertiría en un país moderno y próspero, amparado en las políticas del guapo y mujeriego presidente Miguel Alemán y del sobrio y mañoso presidente Adolfo Ruiz Cortines, ese momento, en fin, en que México despegaría y se modernizaría gracias al PRI. Pero, más que el de los peladitos de la época, de los miserables y los desamparados, de esos olvidados de Dios que aún abundaban en nuestras ciudades, lo curioso es que Cantinflas en realidad se hacía eco de las élites, de esos relucientes políticos trajeados y encorbatados, que inauguraban nuestra clase política. A partir de los años cincuenta, queda claro que México no es una democracia, aunque sus dirigentes no se cansen de afirmarlo. Esta es, quizás, la clave del cantinfleo: mostrar que uno puede perorar durante horas –como lo hacían los presidentes priistas en sus maratónicos informes de gobierno–, que es capaz de hilar oraciones y datos de manera inagotable, como si en verdad se quisiera informar de algo, cuando la ceremonia es apenas un tinglado cuyo objetivo es exhibirse tal cual, desnudo de contenido, con el único fin de mantener la apariencia republicana. El político dice que trabaja por la patria, que ha sido elegido en las urnas, que no hace otra cosa sino preocuparse por el pueblo, lo repite aquí y allá, sin resquemor y sin vergüenza,


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aunque todos sepamos –él en primer término–, que nada de eso es cierto, que él solamente se preocupa por medrar y enriquecerse, que solo sigue las órdenes de sus superiores, que a su vez solo siguen las del señor presidente, en una cadena de simulaciones que expresa la verdadera naturaleza del sistema político mexicano (de entonces y de ahora). Cantinflas se vuelve, entretanto, polifacético: como policía o cartero, como maestro de escuela o bombero, como soldado o sacerdote, sintetiza (satiriza) a la sociedad en su conjunto: porque todos somos intercambiables, porque todos participamos del juego perverso de hablar sin decir nada, de decir una cosa por otra o de no decir nunca lo que queremos pero, eso sí, negándonos a callar, como si el silencio fuese ya una derrota. En los sesenta, el sistema priista se consolida: después del presidente viejito y calvo, llega otro hombre mujeriego y simpático, y por supuesto mentiroso: Adolfo López Mateos. Cantinflas sigue allí, a su lado, como si cada nueva película –El extra, El padrecito, El señor doctor y sobre todo Su Excelencia, en la que se llama Lopitos, un logro supremo de burla a la censura teniendo en cuenta la coincidencia con el apellido presidencial– no hiciese sino dejar aún más claras las tinieblas del discurso público. El gobierno reprime a los médicos –personajes que Cantinflas humaniza–, pero a la hora de justificar sus acciones cantinflea sin remedio. El éxito de nuestro héroe en los sesenta es apoteósico: atrás ha quedado el peladito, más propio para un análisis de Octavio Paz que el pachuco de El laberinto de la soledad, y llega este Cantinflas poliédrico: si el público lo festeja, es porque sabe que esa


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desgarbada y chulesca figura que se pasea por las pantalla es el mayor símbolo de la nación. La crítica social está allí, qué duda cabe, pero también el equívoco, la connivencia con un sistema, el revolucionario, que sigue organizando elecciones que no cuentan, en ese otro acto teatral o más bien mágico que se celebra cada seis años. Llega así, de pronto, el 68 y, con ese año, la tragedia y la ruptura del pacto social entre el PRI y los ciudadanos. El cantinfleo se exacerba y los políticos superan las habilidades retóricas del comediante. El lacónico mandril Díaz Ordaz, que parece una reencarnación, en feo, de Cantinflas, sienta las bases; pero sobre todo es Luis Echeverría quien consigue superar a su modelo. El nuevo presidente necesita legitimarse a toda costa luego de la masacre de Tlatelolco y, consciente o no, tiene a Cantinflas por maestro: habla todo el tiempo, en todas partes, de todo lo que puede, multiplica los yerros y los lapsus, hasta que su lenguaje se vuelve aún más caótico y enrevesado que el de su ídolo cinematográfico. Una prueba: a principios de los setenta, la gente ríe mucho más con el alud de chistes que circulan en torno al presidente –a la torpe verbosidad del presidente– que con las ocurrencias del auténtico Cantinflas. Superado por los políticos, el comediante busca otros escenarios: se convierte en Sancho Panza, siguiendo la estela que lo había llevado a Hollywood como un inverosímil y brillante Paspartú (con el que incluso ganó un Globo de Oro). Aun así, el Cantinflas que yo más recuerdo, el que en verdad caló en mi generación, es el de los dibujos animados, Cantinflas Show, cuyos cuentos yo compraba afanosamente en los


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quioscos y luego veía por televisión con avidez, fascinado por el encuentro entre esos grandes escritores, inventores y científicos con el peladito. Aun si odiara a Cantinflas, tendría que reconocer que esas cápsulas me abrieron los ojos al mundo de la literatura y de la ciencia. En los ochenta, Cantinflas se desdora poco a poco y se convierte en un señor muy poco simpático, llamado Mario Moreno, que ahora se asume como defensor de los desprotegidos. México ha cambiado, y él ya no encuentra su sitio (de todos modos, tiene a América Latina a sus pies). No importa. Porque para entonces ha conseguido algo que ningún otro creador mexicano (ni Paz, ni Rulfo, ni Fuentes): que su imaginación se convierta en realidad. Al morir, Cantinflas dejó un país con millones de personas idénticas a él. Millones de imitadores –yo entre ellos– cantinfleando sin remedio. Yo cantinfleo, tú cantinfleas, él cantinflea… (La Real Academia recoge cantinflear: “Hablar de forma disparatada e incongruente y sin decir nada”). Me pregunto si algún día los mexicanos romperemos el hechizo y conseguiremos llamar a las cosas por su nombre. Tomada de http://www.soho.com.co/diatriba/articulo/contracantinflas/26077


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Diatriba contra Suso el paspi Por Ricardo Silva Romero

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olo se me ocurre recordar que Nostradamus, el Nostradamus de voz grave de aquella película que no dejaba dormir en paz a ciertos niños ochenteros, advirtió que un día tendríamos que enfrentarnos cara a cara con tres señales del fin del mundo. La primera: la pirámide del planeta –es decir: esa economía mundial, de cínicos patrones, que resuelve todas las crisis echando a los que ganan el mínimo– se vendría completamente abajo. La segunda: estos aguaceros sin fin convertirían a los centros comerciales en pequeñas arcas de Noé repletas de parejas. Y la tercera: un comediante paisa llamado Suso el paspi (sic), protagonista de un show de televisión tan malo que parece un sueño ajeno, alcanzaría la fama impunemente disfrazado de don Chinche y de Cantinflas y de Heriberto de la Calle, armado con una gracia que algunos seríamos incapaces de descifrar, y a punta de chistes tan complejos que al final el pobre siempre se vería obligado a repetir “el que lo entendió, lo entendió”. Bienvenidos a la absurda realidad: todos somos, hoy en día, personajes secundarios en un mundo protagonizado por


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el grotesco Suso el paspi. Y Suso, la parodia de la parodia de la parodia, el disfraz del disfraz del disfraz, que vino al mundo en Telemedellín “porque es que necesitaban el rating”, que nació “en la vereda de Chupamestepenco en el municipio de Tutuscán”, que se define a sí mismo como “una ricurita” y que suele decir “lustro a los hombres y embolo a las mujeres” en sus apariciones en RCN (“el que lo entendió, lo entendió”) sabe que cada show que pasa, su fama crece como un bulto. Yo lo vi por primera vez en los días de la campaña política de 2010. Alguien me dijo “¡van a entrevistar a Mockus en un canal paisa!”. Y cuando encendí el televisor, con aquella taquicardia de “¿qué irá a pasar ahora?”, ahí estaba el tal Suso matando de la risa a los siete espectadores que entendían sus supuestos chistes en un auditorio de consejo comunal. Yo me quedé sin habla apenas lo oí. Pensé: “¿Se supone que esto es chistoso?”, “¿de qué se ríen?”, “¿tengo problemas de comprensión?”, “¿estoy despierto?”, “¿tendría que denunciarlo ante el Boletín del consumidor?”, “¿debería hacer algo mejor con mi vida?”, porque no tenía a nadie a la mano para decirle “el mundo está llegando a su fin”. Pero hoy le agradezco a Suso que me haya despertado de una buena vez: porque, mientras le hacía a Mockus una entrevista profundamente incómoda sin preguntas ni respuestas, me probó que el problema no era si el uribismo se quedaba afincado en “la patria” para siempre o si la nación salía del estado de coma al que la había conducido el abuso de la anestesia, sino que su extraño humor sin hache –el umor de él, de Suso, tan reciclado como


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exitoso– se estaba tomando al país. Porque sí. Porque Colombia es así: porque el país de hoy, empobrecido, no da para don Chinche ni para Cantinflas ni para Heriberto de la Calle, sino para un mediocre imitador. Bienvenidos al país del paspi: basta sintonizar RCN para comprender que, a pesar de sus chistes borrosos y de su ingenio refundido, el humorista se ha tomado por asalto la televisión nacional. Y que, ya que el mundo paga bien a quien se come su propio cuento, ha tenido el éxito que ha tenido porque está completamente convencido de su propia gracia. Cada vez más espectadores se mueren de la risa cuando lo ven en la televisión: esa es la verdad. La gente le saca el jugo como se chupa el hueso de una desabrida pata de pollo. Y yo no entiendo nada de nada: yo veo a Suso y siento que el mundo me dejó como lo deja a uno un bus ejecutivo en la hora pico. Yo, que no soy malo ni lento ni me creo de mejor familia, no me río de sus chistes: no puedo, no soy capaz, no me sale ni siquiera una sonrisa. No supe qué pensar la primera vez que lo vi ni sé qué pensar hoy de Suso el paspi. Nunca antes había tenido enfrente un acto humorístico que me pusiera la mente en blanco, contemplo seriamente la posibilidad de que el problema sea mío, sospecho que el planeta se acerca, chiste fallido de Suso por chiste fallido de Suso, al fin de los tiempos.


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Anoche, entregado a la labor de escribir esta pequeña queja, llamé a un par de amigos paisas –gasté minutos, incluso, en llamadas a los que tienen otro servicio de telefonía celular– para que me explicaran qué era lo chistoso de Suso, qué diablos me estaba perdiendo, qué tenía que haber vivido para que su verborrea me hiciera cosquillas. Recibí de los dos la misma respuesta: “Ah, es que es el paspi”. Y ya, punto final. Era una manera de decirme que cada quién tiene derecho a sus propios placeres culposos. Que el mundo es lo suficientemente ancho y ajeno para que Suso tenga derecho a su público. Que lo mejor que cada cual puede hacer es buscar de qué reírse porque cada cual debe reírse del mundo a su manera. “El que lo entendió, lo entendió”: es eso y nada más que eso.

Tomada de http://www.soho.com.co/opinion/articulo/contra-susopaspi/24419


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Diatriba contra

el tinto y la greca Por Mauricio Vargas Linares

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oy tomador de café. Es lo primero que hago al levantarme y, hasta hace pocos años, cuando mis recurrentes sobregiros y la inminencia de los cincuenta aún no me habían dañado el sueño, era lo último que hacía antes de dormirme. Y no solo soy tomador de café. Soy preparador de esta bebida sin la cual no sería capaz de hablar, pensar ni escribir. Con los años, me he vuelto cada vez más lorudo* con el café que compro y con la forma como lo preparo. Cosas de la edad y de la soltería del divorciado. Detesto el café instantáneo y por eso –salvo emergencias– casi nunca preparo café con los gránulos liofilizados que dejan lista la bebida con solo echarlos en una taza de agua caliente. Aun así, y repito que solo en casos de afán, para esos efectos tengo siempre un frasco del café que la marca Buendía de la Federación de Cafeteros tiene en esa presentación. Si hay que recurrir a ese mal, que sea con el menos malo.


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Lo normal, al levantarme, es poner a calentar un litro de agua en una tetera de esas que pitan cuando el agua hierve. Mientras tanto, alisto mi cafetera de émbolo –la que se inventaron los franceses– que solo lavo con agua caliente –cualquier jabón está prohibido– y vierto en ella tres cucharadas de alguno de los cafés especiales de Juan Valdez. El Nariño es de primera, el Guajira también y ahora me he entusiasmado con el Amazonas. Esto, claro, mientras converso solo, pues el soliloquio matinal es tan importante para el soltero como el café. Hago cosas tan ridículas como contar las cucharadas, “una, dos, tres”, en voz alta, y saludar el pito de la tetera con un “ahí viene el tren” antes de apagar el fogón y levantarle la válvula para que deje de sonar. Una recomendación adicional es que muelan el café en su propia casa antes de prepararlo y mientras la tetera del agua comienza a pitar. Si les da pereza, pídanle al dependiente de la tienda que les muela el café lo más grueso posible, pues ese es el requisito para que la cafetera de émbolo funcione bien. Si no lo hacen, corren el riesgo de tener un café con exceso de cuncho –concho, dice en su rigor la Real Academia–, ese depósito horroroso que tanto daña el sabor de un buen café, porque el filtro del émbolo deja pasar el café no disuelto, base del cuncho, si el grano ha sido molido muy fino. En las cafeterías y restaurantes prefiero el espresso, uno antes y otro después del almuerzo. El de sobremesa me gusta acompañarlo con un whisky seco, pero en su propia


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copa y por separado, de modo que sean café y whisky juntos, pero no revueltos. En la casa no me atrevo, pues donde le meta a mi escritura matinal una fila de espressos, y aún peor, con whisky, termino más loco que mi amigo Efraim Medina. Pero antes, mucho antes de que me diera por desahogar la neura** por la vía de la preparación de café –y otras muchas mañas inconfesables de divorciado–, fui tomador de tinto, ese invento perverso que la industria cafetera colombiana ideó para sus compatriotas con el fin de que nos tomáramos la escoria de nuestro producto nacional, mientras los mejores cafés de nuestras montañas eran la joya de las mezclas en Alemania, Estados Unidos, Japón y medio planeta más. El tinto es esa agua horrible, más o menos clara según si el cliente lo quiere suave o cargado, mezclada en algunas regiones con panela, que sirven en tantas tiendas de barrio viejo o de pueblo, y en tantos cafés del centro de nuestras ciudades, al lado de las residencias de mala muerte y de las compraventas. Y también en las oficinas, pues no hay despacho público o privado en Colombia que no tenga un rincón bien acogedor para la greca, al lado del trapero y el balde, y de la caneca de la basura. Al tinto se le distingue por su inconfundible sabor a trapo sucio y un aroma a sifón tapado capaz de hacer sangrar la nariz de un trabajador del alcantarillado. El tinto es, a no dudarlo, un hijo de la gran puta. Pero no lo digo como insulto, sino como mera descripción.


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La gran puta es la greca, esa aparatosa máquina de acero brillante que por décadas ha presidido tiendas, oficinas y cafés de nuestro atribulado país. Es un monstruo cilíndrico con pinta de nave espacial de los desaparecidos cómics –o paquitos, como les dicen en Barranquilla– de Buck Rogers. Pero ha hecho mucho más daño. La receta típica de preparación del tinto de greca, si de garantizarle su sabor a limpión se trata, comienza temprano en la mañana, cuando el encargado de hacer el café en el local u oficina lava la greca (ojalá con detergente) y luego la seca con un limpión usado la víspera para limpiar el mugre del mesón y del lavaplatos. Pone el café en el filtro de tela, echa el agua en el depósito y una vez la bebida queda lista, la deja en eterno recalentamiento durante toda la mañana. Cuando se acaba la reserva, prepara una nueva tanda tras retirar, aunque no del todo, los restos del café que quedaron en el filtro. La operación se repite y esa segunda tanda, recalentada hora tras hora, alcanza el aroma y el sabor excelsos del tinto filtrado con los residuos apestosos del café de la mañana. El que siga los anteriores pasos puede estar seguro de que obtendrá, en esa segunda tanda, el tinto más tinto de todos los tintos, el que contiene, les garantizo, la textura, el olor y el gusto del agua que queda en el platón donde las abuelas ponían los calzoncillos BVD blancos de los abuelos para que se aclararan con Decol. Con semejante resultado, no es de extrañar que, después de tres tintos de estos, el cliente de turno en el café del


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centro o en la tienda de la plaza del pueblo sacara el machete a la primera pesadez de su contertulio, hasta tasajearle los cachetes y dejarle un brazo a medio colgar. Los gobernantes de los años cuarenta le atribuyeron esta agresividad al consumo de la chicha, y por eso les hicieron el favor a unos inversionistas alemanes de promover en el país la fabricación y venta de cerveza. Pero estaban equivocados. La culpa era del tinto. Los violentólogos, que se pusieron de moda tres décadas más tarde, fueron más finos. Hablaron de la tenencia de la tierra en pocas y muy oligárquicas manos, de la exclusión política que significó la dictadura bipartidista del Frente Nacional y, finalmente, de la necesidad de los grupos armados de mantener zonas de producción y corredores de exportación para la cocaína, como causas de nuestra inveterada violencia. Otros, más psicólogos que sociólogos, atribuyeron nuestras manías asesinas a una cultura de la violencia, algo así como un ADN maldito del conjunto de nuestra sociedad. El debate no ha concluido, pero yo creo que le falta un ingrediente. Y advierto que no lo considero menor: la greca y su hijo (ya calificado líneas antes) el tinto. No sé si esta pareja perversa ha sido causa o catalizador de tanta muerte. Pero estoy seguro de que, en más de una ocasión, los jefes paramilitares repartían tinto de greca entre su tropa antes de salir a masacrar un pueblo, cosa de dañarles, a la vez, el alma y el estómago. Así de grave es la cosa. Por eso, la próxima vez que a los congresistas, o al


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constituyente primario tan de moda, les dé por introducir cambios a la Constitución, sugiero uno: prohibir, en todo el territorio nacional y para siempre, las grecas y su producto maldito, el tinto. Será una sin igual contribución a la salud y, cómo no, a la paz.

Tomada de: http://www.elmalpensante.com/articulo/1569/diatriba_contra_ el_tinto_y_la_greca

* De la locución “dar lora”: hacer el ridículo (N. del Comp.). ** Forma popular de llamar a la neurosis. De allí se deriva neurasténico, en vez de neurótico (N. del Comp.).


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Diatriba contra

el incumplimiento Por Mauricio Liévano

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al vez si cumpliéramos la palabra, nuestra vida sería distinta. Pero no. Somos un país lleno de merengues* donde el valor de la palabra se deshace en medio de la baba. Cuando decimos sí, debemos entender, tal vez. Cuando decimos no, debemos entender, de pronto. La palabra no vale y por eso ser notario es el mejor de los negocios. Como somos culiprontos, ladinos e insidiosos, nos gustan las promesas, porque tenemos claro que no las vamos a cumplir. Nos movemos al vaivén de lo que pasa y de lo que nos conviene. Prometemos a los hijos juegos y paseos que nunca se dan. Juramos amor eterno en ceremonias fastuosas y a la menor oportunidad traicionamos sin recato. Ofrecemos puentes donde no hay ríos o triunfos donde no hay trabajo. Ponemos citas que no cumplimos, llegamos siempre tarde, y así se nos va la vida, diciendo sin hacer y sobre todo, sin ponernos colorados.


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Incumplir la palabra viene de la mano de una característica muy pero muy colombiana y es nuestra incapacidad para decir no. Por el contrario. Decimos que sí al poner una cita, al comprometernos a un trabajo, al prometer una ayuda, al asegurar un hecho, al decir que el vestido estará listo a las cinco y la página web a las tres. Dice que sí la guerrilla cuando afirma que respetará el Derecho Internacional Humanitario, dicen que sí los políticos cuando prometen que no robarán, dice que sí el Estado cuando jura sobre la Constitución que defenderá la vida, honra y bienes de todos los colombianos. Dice que si el expresidente, el obrero, el intelectual, el mecánico, el diseñador, el domiciliario. En resumen, todos decimos que sí. Y esa actitud positiva, proactiva nos debería colocar cerca al cielo. Pero no, cada vez estamos más cerca al infierno. Y no es gratis. Y no es mala suerte. Nuestra habilidad para olvidar lo prometido, para deshacer lo hecho, nuestro “importaculismo”, nuestra facilidad para trasgredir los compromisos nos tiene al borde del abismo. Porque con la misma facilidad que prometemos, nos olvidamos y por cuenta de nuestra irresponsabilidad hay un montón de gente colgando de una brocha. Pero además, como nos creemos más que los demás, no nos importa. Para completar, tenemos la capacidad para voltear las situaciones. El que llega puntual es un intenso. El que exige cumplimiento es un intransigente. El que pregunta es un cansón. El que pide explicación es un impaciente. El que se molesta, es un histérico.


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Una sociedad que no cumple lo pactado es una sociedad inviable por donde se le mire, pero ahí seguimos y así nos va, porque somos hombres de palabra, pero a las palabras se las lleva el viento…

Publicada el 22 de agosto de 2014. Disponible en http://blogs.eltiempo.com/suavey-profundo/2014/08/22/diatriba-contra-el-incumplimiento/ * Dulce hecho con claras de huevo batidas y azúcar. También lo laman “suspiro” en Antioquia (N. del Comp.).


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Diatriba contra los animalistas Por Fernando Savater

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ace poco, en las preguntas que inevitablemente siguen a una conferencia como la muerte sigue a la agonía, una señora me preguntó con cierta beligerancia: “¿No cree usted que los animales también tienen derechos humanos?”. Le contesté que, en efecto, si los animales tuviesen derechos, estos deberían ser humanos, porque no existen los “derechos animales”. Y además también tendrían deberes humanos y podríamos hacerles reproches morales si no los cumpliesen a nuestra satisfacción. Bien pensado, sería cruel complicarles tanto la vida a los pobres bichos… Por lo general, los animalistas –como la señora que me interpeló– creen defender una ética cercana a la naturaleza y alejada de prejuicios teológicos, pero lo cierto es más bien lo contrario, o sea: que tienen una perspectiva de la naturaleza moralizante y antropomórfica. En la naturaleza existe una pugna entre necesidades opuestas, pero ningún ser tiene la obligación de renunciar a lo que inmediatamente le conviene en nombre de un principio superior, que es precisamente lo que suele pedir la moral.


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Incluir a los animales en el ámbito ético como sujetos sería borrarles del proceso evolutivo natural y convertirles en humanos disfrazados; si en cambio somos los humanos quienes tenemos obligaciones morales respecto a ellos, nos autoproclamamos conciencia universal y guardianes responsables del resto de la naturaleza. Vamos, un caso único: mayor antropocentrismo, imposible. La perspectiva ética se basa en el reconocimiento de lo humano por lo humano, es decir, en distinguir a los humanos de los demás seres naturales y asumir obligaciones respecto a ellos, que no tenemos frente al resto de lo que existe. No se trata de que seamos los mejores ni los dueños del mundo: solo consiste en asumir prácticamente que somos importantes para nuestros semejantes y que compartimos un sentido simbólico, no meramente zoológico, que nos damos unos a otros. A ese sentido compartido solemos llamarle la dignidad humana y los derechos humanos son su codificación civil. Hay dos formas de malograr esos derechos: la primera, reservándoles para solo unos cuantos humanos y excluyendo a los demás, por razones raciales, ideológicas o lo que fuere; la otra, extendiendo tales derechos hasta que difuminen el perfil humano y lo confundan con cualquier otro animal, aunque no esté dotado de razón simbólica ni de libertad. Estoy de acuerdo en que debemos evitar el maltrato de los animales, no porque tengamos la obligación moral de


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respetarlos sino por respeto a nuestra propia dignidad, que incluye la compasión y rechaza la crueldad. También por estética, ya que no hay nada de peor gusto que disfrutar causando dolor porque sí. Ahora bien, maltratar a un animal quiere decir tratarlo como no corresponde a su condición: lidiar en la plaza a una oveja, comernos al gato que nos acompaña o intentar obtener leche de las ratas. Pero no hay maltrato en utilizar a ciertos animales de acuerdo con el fin para el que han sido criados e incluso “diseñados” por nosotros: proporcionarnos alimento, prestarnos su fuerza o fascinarnos con la bravura que ponen al luchar. Es cierto que la masificación industrial hace la vida productiva de cerdos o gallinas mucho más incómoda de lo que pudiera ser… algo que también padecen millones de humanos por motivos parecidos. En ese sentido, los que tienen mejor suerte son los toros bravos y los caballos de carreras porque pertenecer al mundo del espectáculo siempre tiene algo de aristocracia y sus existencias compensan ocasionales penalidades con grandes privilegios. Por lo demás, entre los hombres hay humanistas pero entre los animales no hay “animalistas”: sigamos su ejemplo. Tomada de http://www.soho.com.co/diatriba/articulo/contraanimalistas/24414


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Diatriba contra el público Por Libaniel Marulanda

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i bien el chorro de luz arrojado sobre la cara y el cuerpo son una tortura que intimida a cantantes, músicos novatos, bailarines y demás artistas en sus primeros abordajes a la tarima dentro de un espectáculo, más pronto que tarde se admite la incomodidad de la luz como el burladero al torero. La luz que encandila no deja ver en detalle al público, ese monstruo de cientos de cabezas, oídos y ojos que premian, que juzgan, que critican, que comentan, que se burlan, y desatan la energía atronadora en un fallo que toma la forma de aplauso o aguda puñalada al corazón en que se convierten los chiflidos. Un viejo chiste es repetido por los inquilinos de la tarima: el alimento del artista es el aplauso, aunque conviene mezclarle carne, papas y arroz. Visto con frialdad racional, el aplauso tiene para el artista las felices connotaciones de un orgasmo. Desde los pasajes de la infancia, que luego habrán de recordarse con orgullo o con vergüenza, cuando los padres


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intentan lucirse con la actuación del artista precoz ante las visitas, hasta cuando arrugado, con voz trastabillante, artrítico y amnésico incurre en la tortura de someterse al escarnio de ciertos homenajes, el artista le dedica todo su tiempo, voluntad y querencias a determinado arte, en este caso la música, teniendo como meta el reconocimiento colectivo. No basta con sentir la emoción de interpretar una obra propia o ajena y escalar la cima del virtuosismo: esta íntima satisfacción debe trascender y para que así sea, el monstruo juzgador debe ver, oír y aprobar. Y aquello que debería ser accesorio termina por convertirse en la razón de ser del artista: el aplauso. Y si lo importante es el aplauso, por alcanzarlo los artistas harán todo, incluso mandar a la mierda el arte mismo. Visto así, diría que el público es el mismo dios castigador implacable de los cristianos, a quien se ofrendan obras, vidas y esfuerzos para obtener el máximo premio: su complacencia. Y en aras de esa aceptación el artista es capaz de poner en juego y comenzar por perder de primero lo único que nunca debería perder una persona: la dignidad. Claro que al final, como ese dios refrenda, su asentimiento es ley y a partir de ahí todo es permitido: desde tocarse los genitales, maquillarse como un zombie, lanzarle los cucos al respetable.


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Por eso Elvis fue “pelvis” Presley, los rockeros compiten por la corona de lo estrafalario, una superstar vomita a sus fans en un concierto, otro más allá rompe la guitarra, Charly García empegota con aerosol sus teclados y hasta Isadora Duncan se empelotó en los años veinte. Relatar las “genialidades” escénicas de Lady Gaga requeriría varios tomos. Pero el público también puede tomar la figura del marido engañado y dejarse meter gato por liebre. Esa temida deidad, a la postre, puede sufrir de la sordera que le atribuyen a las tapias: si el músico mete mal el dedo o el cantante se desafina nunca se entera, si la metida de pata se hace en medio del paroxismo. Por eso muchos músicos se refieren al público como “el gran sordo”, aunque son los primeros en deshacerse en elogios sobre la calidad y calidez de las audiencias cuando esta desata una tormenta de aplausos. No pero sí: esta es la eterna cuestión. Igual que en los concursos literarios no se conoce el primer autor que tilde de ignorante al jurado que premia su obra. Esa capacidad de voltearepismo* de los artistas, digamos que populares, ha derivado en una actitud indignante, oportunista y por encima de todo mercenaria. Minuto a minuto el público aumenta su capacidad de deglutir la cultura chatarra que el modelo económico y su imbatible aparataje publicitario le prodigan con


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generosidad y entonces la sociedad consumidora gira y gira mordiéndose la cola, aunque no se puede determinar dónde empieza o termina el giro. Valga un ejemplo, vivido en carne propia: en los años ochenta, cuando incluso la economía de mercado, sus distorsiones y corruptelas aún no tenían la victoria completa, el disco de vinilo, la pasta como dicen, mandaba la parada en el universo de la divulgación de la música. La industria fonográfica gozaba todavía la época de oro. Como no existía internet y el formato del disco compacto apenas asomaba con timidez la nariz, todo el mundo compraba discos y los replicaba en casete. Las caseteras permitían una piratería doméstica que no le hacía ni cosquillas a la industria del surco y la aguja. Jorge Humberto Vesga, exgerente de todas las disqueras colombianas, jubilado reciente por la piratería y el internet, nos expidió el ansiado tiquete al reconocimiento como grupo musical por medio del sello que entonces gerenciaba: Discomoda, que además era internacional. Y aquí es preciso contar que como agrupación musical teníamos un público fiel y cotidiano en la Bogotá de entonces, la del septimazo, la proliferación de las tabernas, el horario zanahorio. Nuestro escenario era La Taberna de Sancho, las más concurrida y de mayor acomodación. Esa fue la circunstancia que nos dio la mano para acceder a las glorias del acetato. Firmamos un contrato con


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Discomoda, para grabar cuatro elepés. Bogotá tenía en la carrera séptima una insuperable oferta comercial; los almacenes de discos ocupaban un generoso espacio a lo largo de la vía. Así que un vinilo exhibido en una vitrina era la puerta de la fama. Terminado el proceso, hicimos lo propio: asediamos a don Humberto para que dispusiera la exhibición de nuestro disco, cuya carátula debía ser una invitación impostergable a comprarlo. Justo ahí, las palabras del experimentado productor nos mandaron al cuarto frío y para siempre: no se podía exhibir un disco nuevo en ninguna vitrina de prestigio hasta tanto el público no lo pidiera. Pero el público no puede pedir algo que no conoce, porque no ha estado promovido en los medios y las vitrinas mismas. ¿Por qué no se promueve? Porque la disquera no invierte plata en algo que el público no conoce ni reclama y por lo tanto no le gusta. Y ahí es donde se encuentra el artista disputándose la posibilidad de surgir; igual que joven en pos de su primer empleo: se le exige a quien no ha trabajado la experiencia que solo puede derivarse del trabajo mismo. Pero el público, tan poderoso como un narrador omnisciente, es también un gigantesco globo cuya capacidad de subir, de bajar, de dar bandazos, depende en términos absolutos de la fuerza de la radio, la televisión


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y la prensa. Y ese universo gira igual que tornamesa de emisora, impulsado por una corrupta práctica del mundo globalizado y unipolar: la payola**. Es válido afirmar que la composición al amparo de la esperanza del triunfo y la fama es casi una estupidez. A menos que se engrase el mecanismo con dinero o le caiga como un rayo o un premio gordo de lotería el éxito al artista, todo esfuerzo creativo es inane y en cuanto más calidad tenga una canción, mayor será su fracaso. Aquí la triste paradoja: la radio que otrora fue el mayor instrumento difusor, por la payola es el letal embrutecedor del público que, cómplice, aplaude y aplaude. Fieles al ideario de Joseph Goebbels, sociedades como la colombiana convierten en verdad aquellas mentiras que se repiten y se repiten. Cabría entonces preguntarse si será posible que, también, una persistente diatriba honesta contra la descomposición mediática logre de pronto permear el cretino letargo de su majestad el público; que coadyuve de manera eficaz a que se vuelva la mirada sobre los tiempos de la radio, o, mejor todavía, que las redes sociales se conviertan en una herramienta insobornable y crítica y le quiebren la espina dorsal a la expresión de atraso y cloaca, etiquetada por el comercio como “música popular” en desmedro del arte que mueve millones de seres y de billetes, que deja callos en el alma colectiva y que además de maravilloso, también es ciencia. Creo que es posible asestarle a la omnímoda economía de


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mercado un garrotazo letal con una de sus mismas armas: la comunicación. Publicada el 21 de febrero de 2016 en: http://www.cronicadelquindio.com/ noticia-completa-titulo-diatriba_contra_el_pblico-seccion-cultura-nota-96451. htm

* De ‘voltearepas’; referido a los políticos: oportunistas que cambian de opinión según las conveniencias (Nuevo diccionario de colombianismos). El Antioquia se justifica el ‘voltearepismo’ con la locución “arepa que no se voltea no se asa” (N. del Comp.).

** El término payola es una contracción del verbo inglés pay (pagar) y la marca comercial Victrola, la última aludiendo al famoso fonógrafo de la compañía RCA Victor de principios del siglo XX. También conocido como pay to play («pagar por emitir»), el término significa exigir u ofrecer un pago por parte de los dueños de concesiones de radio y musicalizadores o productores musicales de las emisoras a cantantes o agrupaciones musicales para colocarlos en la pauta de transmisión. El monto del pago o extorsión varía dependiendo del nivel de audiencia de la emisora. Según Wikipedia, la base de esta práctica se puede encontrar en la necesidad de los artistas y agrupaciones musicales de que sus temas musicales suenen en la radio, para así tener difusión de su música, darse a conocer y obtener importantes contratos (N. del Comp.).


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Diatriba contra el nadaísmo Por Alberto Aguirre

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i a Eduardito no le dan ligero un consulado, se deslíe. Monaguillo, le viene batiendo incienso al Señor del Gran Poder. Ha superado, no solo en uribismo, sino en rótula fláccida, a los más devotos prosélitos del presidente. Eduardo Escobar escribe: “Uribe está preparado para gerenciar el sueño de un país benévolo”. Rodilla hendida y verbo podrido. “Uribe será el presidente de la concordia nacional”, decía en tiempos de campaña. Pasados dos años de poder, el falderillo corre aún tras la carroza, con la lengua afuera: “El 80 por ciento de los colombianos, ricos y acomodados como usted, y pobres y marginales como yo, en medio de dificultades y sacrificios, confiamos en el liderazgo del Presidente”. Se dirige a Daniel, el Rojo, hoy parlamentario europeo, a quien le exige que trate bien a “nuestro Presidente” en su visita a Estrasburgo. Los amigos de Eduardo, que lo nombran cariñosamente en diminutivo, suponen que busca consulado. Por eso tanto fuelle. La primera opción es Sevilla, con su ventilada mansión mozárabe. Pero como pululan los aspirantes, se contentaría con Barquisimeto. Caliente burgo, pero lo


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importante es mamar teta burocrática. Bien se sabe que el Señor Presidente tiene el corazón grande. Se confía que en ese vasto territorio encuentre eco la plegaria del devoto poeta, y que el incienso, en vez de marearlo, lo ablande. Más ahora que Escobar acude a la intercesión de una santa, poderosa, como todas, frente Uribe, tan piadoso: Santa Teresita de Lisieux, conocida por sus devotos como Teresita del Niño Jesús. Confiesa hoy Escobar que “leí la primera vez a Santa Teresita a la tierna edad de diez años”. Ya es hora de que le haga el milagrito que le venía implorando desde su ternura. Es la santita precisa para ayudarle a Eduardito, y más frente a un Presidente que es tan queridito con sus súbditos. Porque la llama de amor no merma. Agrega Escobar, para impetrar el milagrito: “Ahora tuve la gloria de acercarme mejor a esta mujercita llena de encanto. Cuyo nombre despierta notas de perfumes de rosas en el recuerdo”. Lo que no se pierde es el verbo lastimoso. Merece consulado. Hace cuarenta años, cuando estalló, el nadaísmo decía que su propósito era “no dejar una fe intacta” y que “se conservará solamente aquello que esté orientado a la revolución”. Escobar, que formaba parte de la causa nadaísta, suscribió estas palabras. ¿Acaso se conservó a Uribe por “estar orientado hacia la revolución?”. Por entonces se reunió en Medellín, en el solemne Paraninfo de la Universidad de Antioquia, un gracioso “Congreso de Intelectuales Católicos”. Los nadaístas lanzaron asafétida, el recinto fue invadido por un olor


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de los mil demonios, y los congresistas se dispersaron como palomas asustadas por un chorrillo. También lanzaron desde los balcones un “Manifiesto al Congreso de Escribanos Católicos”, que empezaba así: “No somos católicos: porque dios hace días que no se afeita, porque el diablo tiene caja de dientes, porque san juan de la cruz era hermafrodita, porque santa teresa era una mística lesbiana, porque la filosofía de santo tomás de aquino está fundada en dios y dios no ha existido nunca” (todo, con minúsculas). Escobar, como miembro de la tropilla de Gonzalo Arango, suscribió tales invectivas. Teresita de Lisieux no es la misma de Ávila, pero sí comparten santoral. Aunque aquello fuera una fanfarronada, sí implica para Eduardito, hoy devoto de Lisieux, un doble salto mortal. Porque ese manifiesto fue una fanfarronada, no la expresión de idea o convicción alguna. Un chillido pour épater le bourgeois, y, en efecto, los púdicos burgueses de la Beya Viya se asustaron. El propio Gonzalo Arango, padre del nadaísmo y autor de todos sus textos –los otros del grupo eran solo falderillos–, dio la voltereta. En el manifiesto a los escribanos, luego de decir “no creemos en dios” (era un plural ficticio, pues el pontífice era Gonzalo, y los demás, sacristanes), agregaba: “No somos católicos por respeto a nosotros mismos: porque en Colombia son católicos el tuso navarro, rojas pinilla, laureano gómez, mariano ospina pérez, alberto lleras, nuestros padres, las prostitutas, los senadores, los curas, los militares, los capitalistas. TODOS, menos los nadaístas”. Ese mismo


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Arango escribió años después este versito: La Iglesia no es santa por ser Iglesia / sino por ser ejemplo vivo de Cristo. Con mayúsculas. ¿Qué le pasó a Gonzalo Arango? Lo que equivale a preguntar, dada su preeminencia: ¿Qué le pasó al nadaísmo? Había escrito: “Vamos a pervertir a vuestros hijos, vamos a interrumpir vuestros sueños, señores burgueses, y a despertar en vuestras alcobas inquietudes y terribles gérmenes de zozobra”. Era un bello intento de sacudir la modorra de estas castas obnubiladas y prepotentes. Ese primer trueno del Primer Manifiesto Nadaísta (1958) era duro, y hermosa su rebeldía: una imprecación contra esta sociedad pacata y torticera. Era exultante presenciar la trepidación que se producía en el pánfilo orden burgués de la Villa. Y se tenía la ilusión de que a ese grito punzante siguiera una pica demoledora. Esto es, la crítica. Al menos, para empezar, estaba la denuncia. En el Primer Manifiesto Nadaísta: “Destruir un orden es por lo menos tan difícil como crearlo. Ante empresa de tan grandes proporciones, renunciamos a destruir el orden establecido. La aspiración fundamental del Nadaísmo es desacreditar ese orden. Al intentar este movimiento revolucionario, cumplimos esa misión de la vida que se renueva cíclicamente, y que es, en síntesis, luchar por liberar al espíritu de la resignación, y defender de lo inestable la permanencia de ciertas adoraciones. En esta sociedad en que la mentira está convertida en orden, no


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hay nadie sobre quien triunfar, sino sobre uno mismo. Y luchar contra los otros significa enseñarles a triunfar sobre ellos mismos”. Intuía Gonzalo cuáles eran las necesidades revolucionarias del momento, y era certero al señalar, con prosa sin esguinces, la putrefacción del orden establecido. Esta declaración suya es afirmación vital, para indicar una conducta: “Hemos renunciado a la esperanza de trascender bajo las promesas de cualquier religión o idealismo filosófico. Para nosotros este es el mundo y este es el hombre”. Lo que no percibía en ese comienzo es que en todo proceso revolucionario, después de la crítica viene la destrucción, y sobre las ruinas, quizás con los mismos materiales, llegará la construcción. No solo postura vital para buscar terreno firme en este tremedal colombiano, sino plataforma para emprender aquella primera tarea del descrédito, o sea, la crítica. Pero de la punción se pasó a la asafétida, y la asafétida no es crítica sino mal olor, que se supera con un pañuelo. Y del raciocinio se pasó al chillido. A más de regar malos olores, se dedicaron los nadaístas a producir escándalos: quemar libros, dictar conferencias escritas en rollos de papel higiénico, pintar paredes con caca, insultar policías, pedírselo a las señoras. Ante el chillido, revoloteaban las “faldas asustadas”, y en este nimio efecto se extinguió el vientecillo. Pues ni siquiera se intentó la crítica sistemática del orden establecido, para lo cual ya no basta una emoción, sino que se requiere una formación. Y se trataba ante todo de


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desnudar la falacia del orden establecido, vale decir, del orden político, en el cual se incluye, es obvio, la literatura, la cual era solo objetivo marginal. Tenía, Gonzalo, la virtud esencial para intentar aquel desnudamiento: la conmiseración, que es sentir como propio el dolor de la miseria ajena. Como Maiakovski –según él mismo proclamaba– era todo corazón. Pero Gonzalo carecía de formación política; en esta materia tenía conocimientos escasos, era conocedor de la literatura, había hecho algunas lecturas filosóficas esporádicas y superficiales, y su ignorancia de la historia y de las demás ciencias sociales era abismal. No estaba capacitado para ese intento revolucionario, y al querer alzar el vuelo, se desplomó. Y los demás del grupo no pasaban de libélulas líricas. Dada esa impotencia, que deshacía aquella ilusión, se dedicaron al escándalo para espantar burgueses y asustar faldas a las relaciones públicas y a su propia promoción publicitaria, para así mantener los favores de la burguesía. Los Borbones gozaban con los bufones, y eran estos los únicos que podían decir groserías en Palacio y mostrarle el pipí a la Gran Duquesa. Los nadaístas se convirtieron en los bufones de la burguesía criolla. Gonzalo era ser de fina calidad humana. Ternura y compasión frente al mundo, y más, frente al mundo de los desheredados. Qué alegría estar con él y qué dicha conversar con él, por horas y horas, hasta la madrugada. Tomando una expresión de Fernando González, dijo una vez que éramos presencia en la intimidad. Y esto me escribió en la dedicatoria de un libro suyo, Nada bajo


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el cielo-raso: “Para Alberto Aguirre, que me ha salvado del suicidio y de la soledad”. Más duele la dimisión. Gonzalo era un excelente escritor. Tenía el amor y la vocación de la palabra, ya había aprendido a huir de la retórica, y a expresarse solo cuando era sacudido por una emoción. Ese texto, Medellín a solas contigo, es obra dulce e inclemente: “Medellín, no has tenido tiempo de aprender a vivir, solo sabes trabajar y morir. Eres incapaz de producir un líder, ni siquiera un mártir. Porque antes de que el Iluminado diga su mensaje de salvación, tú ya le has ofrecido un puestecito en el Banco Comercial Antioqueño, y lo conquistas para heredero de tus tradiciones, socio de la Venerable Congregación de los Fabulosos Ingresos Per Cápita, y Caballero del Santo Sepulcro”. Antioquia es como aquel monstruo de Goya en Las pinturas negras: se alza entre el monte, y con sus dos manos aprieta a la criatura y la devora. También en la literatura se frustró Gonzalo Arango. Unos pocos textos como aquel. Una novela lastimosa, Después del hombre, unas obrillas de teatro vergonzantes, y una poesía enteca. Esa doble frustración –política y literaria– es lo que da tristeza. Y el nadaísmo no dio origen a un movimiento literario. ¿Dónde está? ¿En quién se manifiesta? ¿Y cómo? No se puede vivir de retóricas bufonescas. Solo queda un texto acertado y amargo, El amor en grupo, de Humberto Navarro, novela urbana en un medio que apestaba todavía a boñiga, los cuentos de Jaime Espinel, los primero versos de Eduardo Escobar, de Jaime Jaramillo Escobar, de Amílcar Osorio. Obra


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magra. Y sin huella. Y de la revoluciรณn anunciada no quedan ni trazas en el viento. En el horizonte solo queda el consulado. Tomada de http://www.soho.com.co/humor/articulo/diatriba-contranadaismo/2786


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Diatriba

contrabancaria de un desesperado Por César de Requesens Moll

Y dijo aquel hombre rociado de gasolina y con una cerilla en la mano: “Ellos originaron la crisis con su especulación, sus malas inversiones, su apoyo a la codicia inmobiliaria sin límites y nosotros (los contribuyentes que pagamos


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los impuestos que gestionó, mal, el Estado) les dimos el premio de 7.000 millones de euros para que no se hundieran del todo y arrastraran con ello al resto de la economía. Ahora, ellos (los bancos) nos lo agradecen cerrando el grifo del crédito (tan fácil hace solo dos años) a empresas y particulares, elevando hasta porcentajes de usura el precio de los créditos para los que piden hasta dos o tres avalistas, retirando tarjetas, subiendo el precio de los servicios bancarios y ejecutando hipotecas de miles de morosos despedidos de sus empleos que agotaron ya el desempleo, los ahorros, la ayuda social y la ayuda de sus padres y hermanos creando inmobiliarias bancarias para sacar al mercado. Ellos siguen teniendo inmensos beneficios gestionando y reinvirtiendo el dinero que les seguimos confiando en operaciones millonarias muy lucrativas en América del Sur y países más inocentes, colocándolo en paraísos fiscales, especulando en las bolsas de todo el mundo, creando nuevos productos bancarios de alto riesgo, negándose a pagar impuestos por su tráfico especulativo con ese dinero que nunca fue suyo. Ese que siempre fue nuestro, ese que es tuyo. El oficio de la banca no es para gente decente hoy día, pero los bancos españoles están entre los primeros del mundo (dicen que pierden dinero, pero en realidad tan solo es que ganan menos, pero ganan mucho). Una banca fuerte no es sinónimo de riqueza, es sinónimo de la idiocia* de unos clientes resignados, vencidos, acorralados. ¿Para cuándo el próximo corralito? Evitarlo es nuestra responsabilidad. Contra la última tiranía, actuemos con justicia, sin violencia, con la calma de la gente


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responsable. Seamos nosotros decentes. Retirémosles nuestra confianza (nuestro dinero). El poder está en nuestras (en tus) manos. Ejércelo o me mato”. Y una niña rompió la formación de curiosos que observaban sin mucho interés al suicida, se adelantó unos pasos, sopló la cerilla del desesperado y le dio a aquel hombre un beso en la mejilla, con los ojos bien cerrados. Él rompió a llorar y ya el público se marchaba, sin muchos comentarios. Publicado el 28 noviembre de 2010. Disponible en https://crequesensmoll. wordpress.com/2010/11/28/diatriba-contrabancaria-de-un-desesperado/ * Según el DRAE, es una deficiencia muy profunda de las facultades mentales, congénita o adquirida en las primeras edades de la vida (N. del Comp.).


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Diatriba contra el matrimonio Por Jorge Gómez Pinilla

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algún columnista de cuyo nombre no puedo acordarme le leí que mientras los homosexuales están luchando a brazo partido para que los dejen casar, las parejas tradicionales solo piensan en separarse. Esto tiene una mitad de verdad, porque si bien es cierto que el matrimonio heterosexual como institución atraviesa una profunda crisis, la lucha de los homosexuales no es para que los dejen participar del rito o la ceremonia del casamiento, sino para que se les reconozca los mismos derechos que a las parejas heterosexuales, por una razón de peso jurídico inviolable: porque la igualdad es para todos. Frente a este sustento jurídico –que terminará por imponerse, como acaba de ocurrir en Francia– el tema del matrimonio homosexual tiene cada día menos resistencias, al menos entre personas con cuatro dedos de frente. Pero no ocurre lo mismo frente a la adopción, donde incluso gente que se autodenomina como librepensadora considera que la pareja homosexual no


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tiene ese derecho, y la justificación es que “el padre y la madre deben ser modelos para sus hijos”, mientras que “una pareja homosexual ofrecería a sus hijos adoptivos un ejemplo por lo menos confuso”. A mi modo de ver el problema no es de preferencia sexual, sino de cómo se manifiesten el amor y el respeto entre la pareja. Si estos se dan, ¿por qué les va a molestar a un niño o niña el tener dos papás o dos mamás, si están recibiendo un buen ejemplo de vida? En este contexto, un error histórico de fondo ha estado en creer que la razón de ser del matrimonio es la procreación, como mandato sagrado, y la más directa consecuencia de tan absurda práctica es que ha aumentado la población mundial hasta niveles ya cercanos a la autodestrucción del planeta. Vista desde una óptica existencial y filosófica –o sea humanista, desprovista de cualquier sesgo religioso– la razón de ser del matrimonio solo puede apuntar a la búsqueda de la felicidad de dos personas, sin importar su preferencia sexual, pues esta no está sometida a una decisión individual, sino que con ella se nace. El asunto de los hijos debería estar sujeto a elección, y aunque pareciera que así ha venido ocurriendo, la verdad es que hasta hace muy poco tiempo la mujer se casaba atada a la obligación de darle a su marido “todos los hijos que Dios tenga a bien enviarle”. Muchas parejas todavía


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se casan con una especie de chip incorporado que les dice que a partir de la luna de miel deben dedicarse a procrear, porque para eso se casaron, así las condiciones económicas no lo permitan. Eso antes se solucionaba cuando desde el púlpito les decían que “cada niño viene con su pan debajo del brazo”, o que “Dios proveerá”. Y era mentira. También les decían –justo el día de la boda, para hacer el asunto más funesto– que de ahí en adelante debían estar juntos “hasta que la muerte los separe”. Ese era el alevoso contrato que se establecía con la institución que los casaba, y la alevosía consiste en que a ambos miembros de la pareja les era humanamente imposible vaticinar si podrían entenderse hasta el final de sus vidas; pero les estaba prohibido separarse, so pena del señalamiento y el ostracismo social. Diríase que el matrimonio llevaba cobijado un concepto subliminal de castigo, pues se les obligaba a permanecer juntos cual si compartieran en cadena perpetua una cárcel, también llamada “hogar”, de la que ninguno de los dos podía liberarse por voluntad propia. Hace apenas 30 años el divorcio no estaba permitido, y cuando se comenzó a plantear como una posibilidad legal la Iglesia Católica se opuso con fiereza desde los púlpitos, desde el Congreso, desde los estrados judiciales y desde los medios (desde todas partes, mejor dicho), alegando que permitir la separación legal era acabar con la familia, con la sociedad y con las buenas costumbres, que es lo


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mismo que hoy se invoca frente al matrimonio igualitario. La diferencia es que ahora el ataque no va dirigido contra los réprobos que tenían la intención de separarse, sino contra los homosexuales, a quienes por supuesto señalan como seres inferiores o de menor valía, mientras los que así predican se dedican en sus vidas privadas al onanismo unos, y otros o a la práctica secreta de la pedofilia. No deja de constituir amarga paradoja que sean precisamente los que no se casan quienes pretenden legislar y decidir sobre qué es lo que le conviene o no a la pareja, y a quiénes sí les está permitido amarse y a quiénes no, cuando son precisamente ellos los que disfrutan del inmenso privilegio de no estar sometidos a la fatigosa vida conyugal (con-yugo, ¿sí captan?), también conocida como “convivencia”, la cual en los términos de obligatoriedad en que está planteada se convierte para muchos en un infierno que los atrapa, y del que no se atreven a salir porque se los impide el sentimiento de culpa que una rígida moral judeocristiana les ha ‘inyectado’ desde la cuna. Es cierto que ante los hijos sí se asume una obligación, y solamente ante ellos, pero si se partiera de asumir que el libre desarrollo de la personalidad está íntimamente asociado a la práctica inalienable de la libertad individual, sería sin duda más llevadera la solución de los conflictos y menos traumática una eventual separación, tanto para los miembros de la pareja como para los hijos que hubiere. (También es cierto que hay matrimonios que son felices


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toda la vida, pero son la excepción a la regla, y el que esté libre de aburrimiento que tire la primera piedra). Sea como fuere, quizá no se ha ahondado lo suficiente sobre los peligros que acarrea para la estabilidad emocional la obligatoria convivencia diaria, que por sentido común tiene que conducir a la monotonía, pues se expresa en actos tan repetitivos como compartir todas las insalvables noches la misma cama y todas las madrugadas el mismo baño, con los mismos olores íntimos y los mismos pelos caídos […] sobre el piso de la ducha, y es entonces cuando más de uno medita en si no habría sido más conveniente para la buena marcha de la relación que desde un principio se hubiera acordado que la pareja viviría en el mismo edificio o en el mismo barrio pero no en las mismas cuatro paredes, como hicieron primero Mía Farrow y Woody Allen y luego este con su hijastra Soon Yi, 35 años menor que él, en lo que constituye una muy inusual pareja pero en comprobación de que en asuntos del amor no hay nada escrito sobre la Tierra, así unos célibes y en parte eunucos jerarcas pretendan hacernos creer otra cosa, e imponernos sus obsoletas – por impracticables– normas. Esto se iba extendiendo más de la cuenta –en coincidencia con el matrimonio– pero sea la ocasión para reparar en una cifra que recién dio a conocer la Superintendencia Nacional de Notariado y Registro, donde se demuestra la justeza de mi planteamiento: en los últimos años las rupturas matrimoniales crecieron en más del 17 por


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ciento, y solo el año pasado se divorciaron 18.015 parejas, mientras que en 2011 lo hicieron 15.326. Súmele a ello que, según The Economist, Colombia es el país del mundo en el que la gente menos se casa, pues hay apenas 1,7 matrimonios por cada 1.000 habitantes. Y que esto ocurra precisamente en un país con mayoría católica, debería invitar a la reflexión… Queda demostrado entonces que tienen razón tanto los que consideran que la institución matrimonial atraviesa por una severa crisis –de la que muy seguramente no se repondrá–, como también los que hablando a nombre de su experiencia personal pregonan que el matrimonio, según reza el dicho popular, “al que no lo mata lo desfigura”.

Publicada el 25 de abril de 2013. Disponible en http://www.semana.com/ opinion/articulo/diatriba-contra-matrimonio/341218-3


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Diatriba contra el dinero Por Pablo Mejía

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ómo vivirían de bueno los cavernícolas sin preocuparse a toda hora por conseguir plata. Claro que tenían otras cabeceras, como ser exitosos en las cacerías, defenderse de las fieras, mantener encendido el fogón o apertrecharse de pieles para confeccionar buenas pintas, pero no necesitaban bolsillos porque no existían los billetes; mucho menos cédula, licencia de conducir, libreta militar, tarjetas de crédito y demás ‘papeles’ que cargamos en la cartera. Todo se conseguía por medio del recurrido ‘cambis cambeo’, modelo de transacción que nació cuando uno de los primeros humanos negoció con otro el cambio de un garrote por un collar de premolares. Dice la historia sagrada que cuando despacharon a Adán y Eva del paraíso, por díscolos y ambiciosos, fueron condenados a laborar por el resto de sus días para procurarse el sustento. Para colmo de males criaron a los muchachitos como si todavía vivieran en el edén y por eso ninguno de los dos sirvió para nada; el uno le echaba candela a lo que encontraba para hacerle ofrendas al Creador, mientras el otro pasaba el día dedicado al ocio y


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a fumar porquerías. Y claro, terminaron mal las criaturas, mientras los taitas debieron vivir en función de producir para tener algo que echarse a la boca. Con el paso del tiempo la situación de los humanos es similar, con la condición inmodificable que empeora día a día. Porque aquellos primeros habitantes del planeta se defendían con los productos básicos para alimentarse, pero a medida que avanza el calendario las necesidades son infinitas gracias a una sociedad de consumo que nos obliga a tener dinero para suplir cualquier necesidad. Toda acción que quiera realizarse tiene un costo y si por casualidad dicen que es gratis, cuente con que de alguna manera se la cobran. Desde chiquitos nos refregaron la leyenda del rey Midas para prevenirnos acerca de la ambición desmedida, además de los relatos relacionados con la búsqueda de la piedra filosofal, con los que quisieron advertirnos del demonio que representa la codicia extrema. Pues de nada sirvió porque hoy como nunca se rinde culto al vil metal, la mayoría de los mortales viven en función de atesorarlo, el afán por conseguirlo no tiene límites, la avidez es un barril sin fondo. Nunca he sido propenso a tantas corrientes y modos de vida que existen en la actualidad, hasta que me enteré del conocido como ‘Bajo consumo’. Uno de sus principales activistas es el expresidente uruguayo Pepe Mujica, quien aclara que no se trata de una apología de la pobreza sino


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de la sobriedad. El consumismo desmedido esclaviza a las personas, es adictivo y las convierte en máquinas del despilfarro. Pocos son conscientes de que al adquirir un producto no pagan con dinero, sino con el tiempo de vida que gastaron para conseguirlo. Tiempo precioso que pudo dedicarse a disfrutar de la existencia y del cual no puede recuperarse ni un segundo. La vida es solo una, y muy corta por cierto. Empalagan las personas que solo hablan de plata, de negocios, de cómo conseguir más, de la quiebra de fulano y del cheque de nómina fabuloso que recibe perencejo. Y aunque estén viejos y llenos de plata, se levantan al amanecer a trabajar y a producir, con la meta de retirarse a los 70 años para dedicarse a la buena vida. Olvidan que a esa edad hacen daño el trago y la comida, no provoca salir, todo parece lejos e inconveniente, el chiflón* es mortal y los amigos ya no están para fiestas. Además, debido al estrés acumulado es probable que ni siquiera ‘armen’.

Publicada el 7 de mayo de 2016. Disponible en http://www.lapatria.com/ columnas/62/diatriba-contra-el-dinero * Fuerte corriente de aire (N. del Comp.).


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Diatriba contra los políticos Por: Javier Darío Restrepo

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stedes me darán la razón si recuerdan lo que fue la Corte Constitucional en sus comienzos y comparan con lo que estamos viendo. De aquellos comienzos doy fe porque, haciéndole seguimiento a la nueva institución de la tutela en los años 90, me puse en contacto con unos magistrados inteligentes y sobre todo honestos. La tutela era el recurso del ciudadano de a pie para defender sus derechos, sin que tuviera necesidad de contratar y pagar abogados. Pero aparecieron las reformas que abrieron las grietas por donde se colaron los políticos que acabaron metiendo la mano que empuñaba billetes en las discusiones de las tutelas, lograron imponer sus intereses en el nombramiento de magistrados y, miren ustedes en lo que ha venido a parar lo que en sus comienzos fue limpio y diáfano. Es parecido, indignantemente parecido, lo que pasa con el proceso de paz. Sí, admito que se trata de un proceso político, pero esto es distinto a decir que es un proceso


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interferido por los políticos, que es lo que está sucediendo y entrabando la marcha del proceso. Es el criterio del político el que propone una paz a cualquier costo porque a él no le importa tanto la paz como el provecho que pueda obtener de ella. Se puede repasar la historia de los procesos de paz y sus dificultades y es notorio que cuando intervienen los políticos comienzan las dificultades, y esto se explica porque la paz es un logro del espíritu al que no se llega por los caminos torcidos y utilitaristas del político. Pero el problema no es la política, son los políticos. Aristóteles dio una bella definición de los políticos cuando los describió como hombres que, habiendo resuelto sus problemas de sostenimiento personal, se pueden dedicar por completo a la defensa de lo público y así labrar su inmortalidad. Da por supuesto el filósofo que la de la política no es una actividad que se pueda desempeñar bajo la urgencia de llevar un mercado a la casa; mucho menos para poner el bien público al servicio de una familia. Algo bien distinto de esa mezquina realidad nuestra de la política como negocio familiar que se mantiene a todo costo, aun si el titular va a parar a la cárcel o entra en el tortuoso túnel de una investigación. Es un ejercicio elemental el de averiguar qué pasa con las curules o los cargos de los procesados por parapolítica que, por decencia y respeto al bien público, deberían pasar a manos por sobre toda


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sospecha. Asunto que importa poco, porque esos cargos públicos convertidos en el negocio de una familia nada tienen que ver con lo público, privatizados por el político. También pasa con los pueblos que frente a los desastres que produce la minería reclaman su derecho a preservar el agua, los bosques, el aire, el medio ambiente. En cuanto meten las manos los políticos se puede dar por seguro el triunfo de las grandes compañías mineras. Si se encuentra un político de veras dispuesto a defender los intereses de la población hay que ponerle el ojo, porque será como descubrir una perla en un muladar. Será la excepción, la maravillosa excepción. El clima preelectoral de este año es propicio para hacer y procurar esos descubrimientos y para fortalecer los mecanismos de defensa contra ese peligro público que es un político profesional.

Publicada en El Heraldo el 30 de marzo de 2015. Disponible en http://www. elheraldo.co/columnas-de-opinion/diatriba-contra-los-politicos-189579


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Diatriba contra los políticos Por La Hoja

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unca antes como ahora los políticos de este país habían sido más rapaces, menos aptos, más cínicos, menos patriotas. Unos canallas. Una posición –un desahogo– de La Hoja. Primero, una precisión: sí, hay unos cuantos colombianos que ejercen la política con dignidad. Son aves raras en este bosque de lobos feroces, depredadores de la riqueza de un país al que le está robando hasta las esperanzas. Son mentirosos. Expertos en doblegar argumentos e inventar cifras, miedos, bondades, para hacerlos a la medida de sus apetitos económicos, sociales. Y hasta sexuales. Son mentirosos por promeseros de cielos que saben inexistentes. Son impostores. Usan y usurpan lo que han dicho y pensado otros, para hacerse pasar por reflexivos. Son embaucadores técnicos y actores de farsa porque disfrazan de solemnidad lo que por dentro es todo un hueco.


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Son ladrones. Del bien público. De la ilusión colectiva. De la fe del menesteroso. De la reputación ajena. De la imagen de otros. De la chequera vecina. De la riqueza nacional. Son incapaces. No han comprendido la dimensión de la responsabilidad de ser colombianos. Ni de ser Hombres. Su preparación académica es una colección de títulos hechizos. De cartones comprados. De condecoraciones baratas. Vacíos de conocimiento y de curiosidad, suelen fingir erudición. Usan cajas de resonancia fletadas con periodistas dudosos para promoverse en medio de la resistencia que producen. Son peligrosos. No solo porque se han multiplicado en este país como si fueran una especie endémica, sino porque se camuflan. Porque aparecen generosos y bondadosos. Porque han transmitido más que nadie (más que los mafiosos, más que los delincuentes declarados) la sensación de impunidad. De que son inmunes a la justicia. De que no tienen que rendir cuentas a nadie. Son apátridas. Colombia para ellos no es un país sino un botín. Sus estilos de vida no son congruentes con el país que pretenden representar. Al poner por encima de cualquier interés el de sus chequeras, son capaces de robarse el presupuesto para el oxígeno de un hospital. El de la escuela en un mar de analfabetismo. Se pasan la vida de cuenta de Colombia, haciéndole la vida imposible a Colombia.


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Son malucos. Se acercan o se alejan de las personas de acuerdo con sus conveniencias. Pegajosos. Arrastrados. Capaces de declinar cualquier principio. Se exceden en todos los apetitos. No conocen ni la sobriedad ni la mesura. Al presentarse como triunfadores, transmiten a muchos la idea de que el éxito es alcanzable a través del atropello, de la brutalidad, del cinismo. Son cobardes. No están presentes ni en los temas ni en los debates críticos. Se esconden en la extinción de dominio. Van al baño en la extradición. Aparecen en la repartición del presupuesto y piden la palabra para sentar enérgicas protestas porque les quitan un puesto. Cuando alguien los confronta, se desmoronan. Son reconocibles. Hablan de nosotros cuando hablan a título personal; acosan sexualmente a su clientela; desconocen los modales; dicen mi doctor querido a quien desprecian; hacen discursos sin ideas y tapan sus ausencias con voces quebradas. Ellos, todos, con las excepciones que usted haya podido encontrar, tienen al país, a mi país, a su país, en una sola fosa común. Y ellos, todos, van a salir pronto, otra vez, a pedir el favor del voto, para mantenerse en el poder. Y eternizar la canallada. Quedan algunas excepciones en aquellos que han cumplido su misión sin sacar provecho. Y quedan por fuera unos que son dizque “apolíticos”, pero tienen ideas uniformadas y actúan como ellos. Recuperada de: Diatriba contra los políticos. La Hoja de Medellín. No. 50, febrero de 1997, pp. 30-31.


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Diatriba contra el analista Por Fernando Mora Meléndez

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na tarde en que las secuelas del divorcio se agravaron, después de haberme expuesto al fuete de un santero, al tabaco de una pitonisa y a los mantras de un budista, decidí abandonar los caminos de Oriente y confiar en que Occidente me salvaría con un método ya probado por un sabio de Viena. Un amigo que cumplía quince años en análisis, con apenas dos intentos de suicidio, me confió que el camino era largo y a veces más largo; pero que los cambios se hacían sentir hasta en la manera de saludar, que el diván era útil incluso para el lumbago. Otro, en cambio, que no creía sino en las pepas, me salió al paso con una paradoja: “¿Cómo se te ocurre que vas a curar el insomnio analizando sueños que no tenés?”. Me sugirió que viera escenas del primer Woody Allen para darme cuenta de lo ridículo del método. Me trató de disuadir con la idea de que una vez se empezaba el tratamiento era casi imposible salir de él, como en la mafia. Mientras tanto, los síntomas se las ingeniaban para criar otras fobias. Una madrugada, luego de pasar la noche


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en blanco por pensar en la Negra (la que me dejó), me hallé preguntándome por lo extraño que resultaba tener una mano de cinco dedos. ¡¿Por qué un número impar, tan imperfecto?! No aguanté más y marqué el número de un doctor que aparecía de este modo en las páginas amarillas: “Dr. Olivio Caetano Rosas, especialista en obsesiones, manías, miedos inexplicables, fobias, vacío existencial. Absoluta reserva”. De modales corteses, sin chivera, ni calva, ni lentes redondos, el doctor lucía un aire deportivo. Sus ademanes revelaban una satisfacción profesional que obligaba a guardar distancia. Tal vez fue ese aspecto de ciudadano promedio, sin rarezas ni aspavientos, lo que me inspiró confianza. Pude ver que en los anaqueles del consultorio había solo objetos precolombinos: estatuillas chiquitas de chamanes, con pipís enormes, y una mujer jaguar que paría a un guerrero. Se supone que los analistas guardan un silencio parecido al de los confesores y este no era la excepción. Solté mi perorata larga como la tira de pañuelos que saca el mago de su garganta. El taco no había acabado de salir y, justo cuando andaba por la parte más emocionante, el hombre me interrumpió con una frase que parecía una réplica: “Dejemos aquí por ahora”. El deseo de acabar de revelar mi rollo me mantuvo en vilo hasta la próxima cita. Hablé largo, pero no tendido, pues pasaron varios meses antes de que el doctor me


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anunciara cono un gran evento el paso al diván. La noticia me halagó tanto como a un estudiante de karate cuando le cambian el color del Cinturón. Vi el mueble de cerquita. No era el trielíneo romano en el que había visto reclinado en una foto al célebre Sigmund, sino un mueble más bien modesto, casi una camilla de enfermería. A medida que el doctor callaba, yo bregaba a interpretar su silencio. Sus frases eran lacónicas y terminantes, como: “Ajá”, “Continúe, por favor”, “Adelante”. Aun así pude advertir un dejo porteño que se esforzaba por volver neutro. No sé si había estudiado en Buenos Aires o tenía algún nexo con esa bella tierra. “Hábleme de ello”, me decía y hacía chasquear un bolígrafo para tomar nota. Entonces el “yo” empezaba a contarle que alguna vez, antes de perder el sueño, había soñado que salía en pelota a la calle con un maletín viejo de vendedor de repuestos. En ese instante escuché a mis espaldas que trataba de ahogar un bostezo. Descorazonado, puse el inconsciente en el modo “pause”. Olivio advirtió mi molestia por su indiferencia y me preguntó, fingiendo interés: “¿Y qué vendía usted, propiamente?”. “Prótesis”, dije. “Ajá, prótesis… ¿Y qué clase de prótesis?”. Sentí vergüenza de contestar lo que me preguntaba, creí que era una sandez lo que iba a confesar, pero tenía urgencia de decirlo: “Prótesis… para gallinas”.


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Esto era cierto, hacía cola para el bus, angustiado con la idea de no encontrar un pasajero a quién vender mi producto; huérfano y sin un peso, pero, ¡cosa curiosa!, sin que la desnudez me preocupara. El doctor pareció inspirado con la descripción y me conminó a seguir hablando. Como yo no tuviera nada más qué decir me extendió su mano retocada por un reciente manicure. “Ha encontrado usted un punto muy revelador”, me dijo, al despedirse. “Por qué”, le pregunté, ávido de sentido. Y entonces, sin el menor empacho, me fue cerrando la puerta casi en las narices. Por la última ranura que quedaba entre los dos alcanzó a decir como un monje zen: “Usted ya sabe la respuesta”. Dejó insinuar una sonrisa de lo más irónica. El enigma de saber lo que según el analista yo ya debía saber me alejó de nuevo del dios Morfeo. El truco del doctor parecía conocido: pensar por uno mismo. En medio del insomnio, a esas horas, tuve deseos de llamar a alguien, tal vez a una línea gratuita, para confesar lo que me pasaba; pero temí que se dieran cuenta de que andaba usando un método quizás trasnochado. Tirado en el mueble, otra vez le pregunté al doctor qué pensaba de ese sueño y me contestó que lo importante era lo que yo pensaba. Dije entonces: “Apenas recuerdo que las prótesis para gallinas eran de acero inoxidable y servía para reemplazar los huesos de estas aves. “¿Se siente usted como una gallina? Tal vez esté haciendo transferencia”, anunció. “Yo ya le consigné a su cuenta”, le respondí. “No, no. Me refiero a la transferencia psíquica”, aclaró. Y


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me fui en las mismas, sin entender ni jota. El hecho de no entender nada me obligaba a volver donde Olivio una y otra vez. Después de soltarle todas mis cuitas, me sentía tan liviano. Mis pies andaban ligeros como los de Flash, un superhéroe de mi infancia. Solo ansiaba estar otra vez tirado en el diván para volver a decirlo todo. Hablaba más que una lora mojada y sin prótesis. Iba hilvanando cuanta cosa pasara por la mente. Y en medio de mi soliloquio sonaba el timbre del teléfono. Hasta ahora no entiendo por qué el doctor interrumpía, por ejemplo, mi relación de ideas sobre la figura paterna, para decir: “Aló, sí. Dígales que descarguen el camión y me manden la factura por fax, sí, cómo no…; continúe por favor”. Yo trataba de encontrar el hilo, pero antes de eso el teléfono volvía a timbrar: “El flete es por aparte, decía, eso se mandó bien aforado, gritaba, y llámeme después que ahora tengo paciente”. Después de esto me era imposible continuar. Mi silencio era tan elocuente como el de una estatua de la Isla de Pascua. Durante varias sesiones mi alma se negaba a revelar sus entresijos. La camilla me tallaba y un olor a cresopinol, hostigante, sellaba mi boca. Entonces el doctor sugirió que podría estar desarrollando una resistencia al análisis. Como estrategia decidió elevarme la tarifa, la actitud habitual en estos casos. Después de unas vacaciones de Semana Santa, el analista llegó con una camisa hawaiana y luciendo un bronceado


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de lo más frívolo. Dije cualquier bobada, pues eso nunca me ha resultado difícil desde chiquito. Y fue entonces cuando el teléfono suyo repicó de nuevo como una obsesión. El hombre volvió a la carga con sus frases comerciales: “Yo se lo pongo a ese precio en Sincelejo”. Nunca entendía cuál era el otro negocio de Olivio. Varios años después de abandonar su consultorio todavía me entretengo adivinando sus posibles empresas. Lo comprendo y no lo culpo; él tenía derecho a ajustar sus ingresos de otras formas. Los pacientes de hoy buscan curas rápidas y económicas como las del Indio Amazónico, comprensibles como la carta astral, divertidas como las runas o el tarot. Por mi parte corría el riesgo de ser como ese personaje de Proust que se curó de la locura, pero quedó tonto para siempre. Hace algún tiempo encontré un mensaje de Olivio en el contestador: “Devuélvame por favor el libro de Lacan”. Solo entonces recordé que el analista me había prestado un libro gordo forrado en papel kraft, volumen que por supuesto nunca abrí. Una de esas noches de vigilia, después de preparar una infusión de valeriana, me dio por hojear el ejemplar. El primer párrafo era un galimatías perfecto que me hizo caer redondo hasta el otro día. Desde entonces es mi libro de almohada, el único que me permite hacer las paces con el dios Morfeo. Un santo remedio. Recuperada de: Mora Meléndez, Fernando. Diatriba contra el analista. El Malpensante. Bogotá, No. 108, mayo de 2010, pp. 46-48.


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[Diatriba] contra

la uniformidad y el anonimato Por Francesc Torralba Rosello

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n la actualidad, las grandes ciudades del mundo sufren el peligro de la uniformidad. Uno se da cuenta de ello viajando por el mundo. En oposición a la ciudad plural que está compuesta de barrios con una singularidad propia, está la ciudad funcional, planificada y rigurosamente dibujada en la que el individuo goza de una libertad diseñada desde el principio. Esta uniformidad representa un empobrecimiento, porque las ciudades pierden su originalidad y se convierten en espacios anónimos, donde en todas se puede comprar más o menos lo mismo y comer prácticamente lo mismo. Las mismas marcas, las mismas tiendas, los mismos modelos. ¿Qué entendemos por el riesgo de la uniformidad? Basta con hacer un recorrido por las ciudades para darnos cuentas de la similitud que existe entre edificios, espacios de consumo, de comunicación o de circulación. Esos


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cinturones de irrealidad que envuelven a las ciudades las aíslan y las fraccionan en barrios o miniciudades. En espacios tan despersonalizados como los aeropuertos, las autopistas, los ressorts o grandes cadenas hoteleras la iniciativa del individuo queda anulada desde el momento en que todo se lo dan hecho y su libertad queda reducida al espacio de estos grandes complejos hoteleros. El individuo vive, entonces, una irrealidad. Ni se encuentra en su casa, ni en la casa de los otros. Se halla en un mundo ficticio, sin alma. Nada tiene que ver la realidad del terruño, la realidad del lugar antropológico con la irrealidad de estos espacios, lugares de paso, en los que el individuo se siente extraño. A pesar de las grandes aglomeraciones, el individuo se siente solo, su arraigo está en función de las actividades que realiza y de la necesidad que siente de adaptar ese espacio y convertirlo en un lugar. El lugar se concibe como una necesidad de apego al ser, de apropiación y aprehensión de espacio, como valor centralizado. Es un producto que el hombre consume, del que se apropia por la necesidad de arraigo y se beneficia para su desarrollo y evolución. Es el lugar de la identidad y de reconocimiento. Los individuos que lo habitan se interrelacionan e identifican los lugares que comparten. El espacio anónimo e uniforme, en cambio, individualiza, aísla, no crea el vínculo social que permita al individuo inscribirse en el lugar. Le provoca la sensación de


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desconcierto e inestabilidad. Es un lugar de tránsito, de movimiento y desplazamiento, de movilidad constante. Obviamente, todo individuo necesita construir su lugar, hecho que le permite vivir en plenitud. Es para él un espacio con significado, en él reivindica lo privado, lo propio, lo que le pertenece como resultado de su identidad y apropiación. Lo más fundamental del hogar no es lo físico, sino la comunidad afectiva, los vínculos, el hecho de sentirse reconocido y amado. La ciudad postmoderna es el prototipo de la uniformidad y de la expansión tanto espacial como de población. Solo la percepción de estos fenómenos puede ayudar al individuo a encontrar su lugar en un mundo que se expande al tiempo que se generan otros mundos que se acercan y aíslan entre sí constantemente por la voluntad del individuo, consciente o inconscientemente.

Publicada el 25 septiembre de 2009. Disponible en http://www.forumlibertas.com/ contra-la-uniformidad-y-el-anonimato/


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Diatriba contra la reforma educativa Por Iván Guzmán López

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n La luz difícil, una de las seis magníficas novelas del escritor antioqueño Tomás González, se lee: “A veces no sé si veo lo que veo, o lo formo, o recuerdo, o imagino”. A propósito de la reforma a la Ley 30 de 1992, hay que decir que causa desazón ver a la ministra de Educación María Fernanda Campo, con su cara de actriz de telenovela mejicana, defendiendo lo que la Colombia educativa toda rechaza, por considerarla un nuevo paño al sombrero de la mendicidad que deben usar los rectores y los estudiantes colombianos para que la universidad siga dando tumbos, contrario al paso apresurado en que debería estar, camino al modernismo, la competitividad y el desarrollo del país. La universidad pública debe ser la joya de la corona, la niña mimada de cualquier gobierno, si se entiende que ella es el verdadero motor de las ideas, de la interrogación, de la duda, de la investigación, y, finalmente, del desarrollo. Sin financiación adecuada no hay verdadera universidad.


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Reiteradamente ha dicho la ministra: “Ha sido un proceso incluyente, franco, democrático y participativo y va a recoger el sentir de la comunidad académica”. La realidad dice otra cosa, las marchas dicen otra cosa, la voz de los rectores universitarios dicen otra cosa, los candidatos a gobernaciones y alcaldías (muchos de ellos hoy electos) dicen otra cosa. Aunque estamos en un Estado de Derecho, a la ministra se le está olvidando que la soberanía recae en el pueblo, y que cuando se dice pueblo no se nombra a la masa, en abstracto, sino al sector donde se concentra el saber específico, en este caso el saber educativo. ¿Dónde está la fuerza vinculante de la reforma propuesta, señora ministra? La realidad es que la Ley de la Educación Superior de 1992 ha llevado a la universidad pública a la quiebra y hoy es preciso tomar correctivos urgentes. ¿Reformar? Para qué reformar si la causa de la crisis es bien conocida: la asfixia presupuestal, el incumplimiento económico de los pactos anteriores, el desvío de los recursos que por ley le corresponden a la educación viene matando la educación. ¿Queremos hacer de la educación otro negocio, magnífico para los particulares y miserable para el pueblo pueblo, como lo es hoy la salud? Desde mi época de estudiante universitario estoy viendo, reforma tras reforma, el mismo placebo para la universidad pública. Esta asfixia permanente, sistemática,


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está matando a la universidad pública y llenándola de mediocridad, de facilismo; la está convirtiendo en despacho de cartones, pero no de dirigentes, de científicos, de profesionales críticos que se cuestionen el país, de políticos íntimamente interesados en el bienestar y el desarrollo de Colombia. Hoy veo en la televisión y en las calles a los mismos jóvenes de ayer protestando y pidiendo financiación para la universidad; el mundo está dando vueltas, como dice Gabo en Cien años de soledad. Aunque todos tributamos para salud, para educación, para pensiones, el dinero se desaparece de las arcas oficiales. El perro feroz de la corrupción y de la politiquería se la lleva toda. A veces no sé si veo lo que veo, o lo formo, o recuerdo, o imagino, mi querido Tomás. Puntada final: el profesor Alfonso Sánchez García, de amplio reconocimiento en el medio ajedrecístico y educativo de la ciudad, me contaba que las universidades europeas privilegian y casi exigen el pensamiento abierto, propositivo y cuestionador de la realidad. La Universidad alemana de Göttingen (que tuvo entre sus profesores a los hermanos Grimm, Carl F. Gauss, Heisenberg y Weber, entre otros famosos), por ejemplo, tiene en su frontis, para que todos sus estudiantes la lean, en letras muy destacadas, esta inscripción: “Wir siud nicht hiere gekommen um uns vor der zu verbengen soudern um sie zu hinterfragen”. El texto, en buen castellano,


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traduce: “No hemos venido aquí a postrarnos delante de la verdad; ¡más bien hemos venido a cuestionarla!” Vea usted, querido lector: en Alemania se le pide a los estudiantes el cuestionar la “verdad”; ¡aquí se les exige perpetuarla!

Publicada el 01 de noviembre de 2011. Disponible en http://elmundo.com/ portal/opinion/columnistas/diatriba_contra_la_reforma_educativa.php#. V7nFU_50w5s


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Diatriba de amor contra un municipio endiablado Por Reinaldo Spitaletta

“El arte de vivir se asemeja más a la lucha que a la danza” Marco Aurelio

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ello es como una velada de escuela representada por retrasados mentales. Digamos que quienes manejan los destinos trágicos de los habitantes de esa ciudad desatinada, son torpes: para asaltar y desfalcar más el erario público, pudieran hacer gala de fina demagogia, rodearse de algún consejero al estilo Rasputín (que por lo menos haría feliz a la señora de algún alto funcionario), o para no ir tan lejos, de uno a la usanza Montesinos, “eminencia gris” de la corruptela en América Latina; quizá deberían sembrar jardines colgantes en el desnudo palacio de gobierno, con el fin de atraer la atención de las damas de la caridad, o poner, como señal de buen gusto que jamás tendrán, música clásica en las oficinas, de tal modo pudieran pasar por burócratas que tienen sensibilidad (¿?); pero no es así, porque viéndolo bien y volviéndolo a mirar se ha demostrado que gustan


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mucho de rancheras y rancheritos, de chabacanerías y chambonadas, que son parte o el todo de su esencia: al escuchar según dicen un narcocorrido, entonces cierran ojos y abren boca y respiran fuerte y se sienten los dueños del universo, de un universo que tiene una iglesia al decir de algún guasón que parece un vómito, pero que en efecto sí es una bella reliquia de arquitectura sacra, mas no santa. La diseñó un italiano, Albano Germanetti, que copió aspectos de capillas y construcciones de su tierra natal y las trajo al trópico, al mismo donde hace siglos advino un barbudo extremeño llamado Gaspar de Rodas, que en aspectos de extranjeros por esas geografías en otros tiempos de límpidas quebradas, llegaron emigrantes de allá y acullá. Bello es como un sinsentido: tuvo todo para ser desarrollado, es decir, para que a todos sus habitantes les llegara la prosperidad, pero se quedó a mitad de camino: de los tiempos de las chimeneas fabriles y las locomotoras, quedaron sino las nostalgias y alguna arquitectura en ruinas y la decadencia de sus barrios obreros; de sus verdores naturales, que deslumbraron a Tomás Carrasquilla (ceibas, aguacateros, chagualos, noros, búcaros, madroños, cafetos, trinitarias, platanales…), de aquel “paisaje prendido” no quedó sino un recuerdo nebuloso, porque el cemento arrasó y las calles se despoblaron de almendros y gualandayes, para dejar en el ambiente un sopor insoportable, una tristeza asfáltica. Una ciudad sin paisaje. Y el paisaje es, por paradoja, lo que más abunda en el mundo, según una novela de Saramago.


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Bello, el de las legendarias obreras rebeldes, se volvió jungla, no solo porque el concreto y otra suerte de desmanes desnaturalizaron su medio ambiente, sino porque lo público se lo disputaron y tragaron los caciques, que ojalá tuvieran traza de parecerse al mítico Niquía. Bello, cuya gramática de horrores ha predominado en buena parte de su vida municipal, fue, desde sus albores, un poblado herido en sus imaginarios: un leprocomio, una cárcel nacional, un basurero, un manicomio, una sede de matones a sueldo, y en su subsuelo de olvidos se perdieron las memorias de los Vélez Barrientos (Fernando y Lucrecio), de Betsabé Espinal, la incendiaria muchacha que alborotó la comarca con su lucha proletaria, de un pionero del cine en Colombia (Enock Roldán), y entonces la muchachada de ayer, por decir de los setentas hacia acá, no tuvo paradigmas: ni siquiera en el fútbol, cuando hubo prodigios de la gambeta y de los tres palos. Más bien, los modelos eran bandidos de toda laya y políticos putrefactos. No es que algunos, alguna élite de estudiosos, pidan que haya en ese pueblo que tuvo antecedentes de cultura al menos gramatical (qué importa que el filósofo Estanislao Zuleta hubiera advertido que Bello ‒al igual que Palmira, según él‒ fuera un pueblo sin cultura), dirigentes cultos. ¡Qué dicha sería! Pero qué va. No es que aspiren a tener una suerte de Marco Aurelio o de Pepe Mujica, ¡ojalá!, pero es que los que ha habido sí representan el atraso mental y social. Carentes de interés real por la educación, las artes, la ciencia, la historia, se instalaron con sus


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ramplonas ambiciones en la casa de Rodas. Y arrasaron, peores que cualquier conquistador españolete. Bello es una ciudad en ruinas materiales y espirituales. Bello es como una pandemia de corrupciones y desgreños. Decía al comienzo que las gentes de allá tienen un destino trágico: parecen amar la yunta, como los bueyes, y gustar del circo mediocre que ofrecen los que manejan la municipalidad. La conmemoración oficial de los cien años de esta aldea-urbe como municipio está acorde con lo que ha sido la “clase dirigente” bellanita: vulgar e ignorante. Una señora, que no es de allá, al ver por televisión la deplorable representación en el “acto central” de la efemérides, quedó obnubilada por tanta ordinariez y burla a la historia y la cultura. Un trozo del mensaje que me envió sobre la “grosería de acto” dice así: “Ni una velada de la escuela de hace 50 años, eso desde lo estético y actoral, catastrófico, cursi, ridículo, feo, y de lo histórico, ni se diga, empezando porque en un supuesto 1913 y 1930 estaban hablando de ‘La Gran Colombia’, pero eso no es nada con lo que fue la representación de la clase obrera y de la historia de Bello. De verdad que todo, todo, fue algo indignante, al principio a mí me dio como risa, pero esa risa se me fue volviendo indignación”. ¿Y qué hacer entonces? Nada. Tal vez lo más inteligente sea asumir una visión desde el jardín, como lo enseñó Epicuro, y dejar que al “afuera” le llegue el momento de su incendio final. Y esperar con paciencia que el infierno se trague a los que transmutaron la “arcadiana aldea” en una geografía de miserias y desafueros.


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Tomada de https://spitaletta.wordpress.com/2013/07/03/diatriba-de-amorcontra-un-municipio-endiablado/comment-page-1/


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Diatriba contra el cóndor Por Iván Beltrán Castillo

Siempre he pensado que los símbolos a los que se acogen los países, las ciudades, los partidos políticos y hasta las civilizaciones, traslucen parte de su más íntima e inconfesable vocación. El símbolo es como una sombra tutelar, un escudo protector, un tótem posterior al tiempo de la magia, una imagen expresiva a la que nos confiamos y en la que se encarnan nuestros más graves principios: dime a qué símbolo te entregas y te diré quién eres, descubriré la parte más evasiva de tu identidad. Debido a eso, desde hace mucho tiempo, sospecho que el cóndor de los Andes, animal carroñero, zopilote de cinco estrellas, buitre de buena familia, chulo de ojos azules y abrigo aristocrático, es de pésimo augurio dentro de nuestro escudo y muestra parte de los yerros y falacias sobre los que está fundado nuestro ser nacional. Investigando las características de su existencia descubrí que lo único que tiene a su favor es un gran departamento de prensa, tal y como ocurre entre nosotros con la mayoría de los patricios venerables y los doctores intocables. El buitre es un animal de temperamento oscuro pero


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jactancioso, que trabaja muy poco, se esfuerza casi nada, tiene la creatividad en el piso y se conforma con las piltrafas repugnantes que le dona la muerte. Al contrario del águila, ave cazadora, inteligente y llena de donaire, escogida por los Estados Unidos de América como su estandarte y cantada por Walt Whitman y otros grandes poetas de la vitalidad; nuestro cóndor lleva una existencia sombría y tiene un prontuario vergonzante. ¿Entonces de dónde viene su mítico prestigio? Alguna vez Jorge Luis Borges afirmó, con la clarividencia de un visitante agudo, que Bogotá es una ciudad llena de estatuas erigidas a héroes que nunca lo fueron. Pues bien, también en nuestro escudo hay un falso prócer, un héroe que nunca lo fue, un patricio sin hazañas, un condecorado que no conoce la escaramuza o el fragor de la batalla, un príncipe apócrifo y ese es, precisamente, el cóndor de Los Andes. ¿Por qué lo hemos escogido para que nos represente? ¿Quién fue el cáustico ironista que transformó a este somnoliento devorador de basura en un patricio emplumado? No entiendo –pero esto es tan solo parte de lo inexplicable que resulta el pathos de Colombia– de dónde proviene la veneración hacia este chulo petulante, los sentidos discursos que se le escriben y que contaminan los recintos y palacios del poder, los salones de la retórica oficial, las academias, los salas de convenciones y las sedes de los partidos políticos.


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El cóndor representa, es cierto, algunas características de los colombianos, y no precisamente las mejores: su figuración inexplicable guarda acongojantes semejanzas con la de buena parte de nuestra fauna social, política y cultural. El país está lleno de carroñeros con blasones cuyas hazañas y episodios, al igual que las del buitre nacional, son del todo inexistentes. El cóndor es la clase alta de los carrroñeros, el archiduque de los tragadores de estiércol, y por ellos no tiene ni siquiera el encanto modesto del chulo común, que, como lo descubrió con envidia Truman Capote, sabe de su baja estopa, que es feo y repugnante, y, por lo tanto, no tiene la necesidad ni el interés de engañar a nadie. El zopilote nacional, en cambio, es un gran farsante, un estafador plumífero. Hace poco tiempo asistimos a una de nuestras eternales y bizantinas polémicas nacionales, cuando alguien dijo que el cóndor, en el escudo patrio, debía mirar hacia otro lado. Al instante se formó la debacle: los nacionalistas de agua dulce y los moralistas de la historia saltaron a la escena, para deplorar que alguien fuera capaz de perturbar la perenne inmortalidad y grandeza del chulo linajudo. Comentarios, diatribas y encendidos debates estallaron como petardos de pólvora. ¿No es acaso perturbar la mayoría de nuestros símbolos un principio de revisión y de cambio? Pero, tal vez, la discusión sea otra: si este caballero de dudosa grandeza merece o no merece estar en el escudo


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de una nación en crisis, necesitada de símbolos más vivos, más vitales y sobre todo, menos decadentes. Yo, desde esta humilde trinchera, abro la jaula para remplazar al cóndor en el escudo… se escuchan las propuestas… No faltará el cínico que postule al perico…

Tomada de http://confabulacion1-10.blogspot.com.co/2008/02/diatribacontra-el-cndor.html


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Diatriba contra el Pibe Valderrama Por Efraím Medina Reyes

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mpecé a cabrearme con el Pibe durante una presentación el año pasado en Roma. La cháchara había terminado y estaba firmando libros cuando aquel señor, libro en mano, me mira fijamente y pregunta con acento napolitano: —¿Cómo se llamaba aquel jugador melenudo que tenían ustedes en Italia 90? —Valderrama. —No, ese no era el nombre... Aquel que dejaba la portería y salía disparado... —Higuita. —¡Eso es! Era un mito, supe que estaba en la cárcel... ¿Y cuál era Valreama?


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—Valderrama ‒corrijo con cierto fastidio‒. El capitán rubio. —Ah, uno viejo y lento. Era el capitán, me daba lástima verlo correr... La chica de la librería nos avisa que están por cerrar, firmo libros a toda prisa y cuando alzo la vista para defender al Pibe, el napolitano ya no está. El resto de la noche no puedo pensar en otra cosa y, justo antes de entrar al hotel, tengo una revelación: el Pibe es un fraude, no era un jugador de fútbol sino el argumento esencial de una maligna propuesta filosófica y lo puedo demostrar. La primera cosa del Pibe por aclarar es si se trata de un negro blanco o de un blanco negro, pero supongo que es más fácil encontrar el Santo Grial que resolver ese enigma. Y es que la ambigüedad parece ser el elemento básico de su carácter; por ejemplo, sabemos que tiene nombre de crack brasileño: Carlos Alberto. No tengo nada en contra, cada cual llama a su hijo como le viene en gana, lo que no entiendo es por qué en vez de un apodo raizal y sandunguero como ‘Bocachico Yersy’ o ‘el Peluca’, le clavaron ese manido e inexpresivo argentinismo: el Pibe. En ese caso habría resultado más enérgico y festivo apodarlo ‘la Nada’. Lo curioso del asunto es que desde ‘pibe’ ya Valderrama tenía cara de viejo, así que ‘el Abuelo’ habría sido el apelativo más coherente y menos comprometedor para alguien que estaba destinado a convertirse en el jugador más lento de la historia.


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Una leyenda que he escuchado siempre en relación con el Pibe es que desciende de una familia de grandes futbolistas; ¿quiénes son ellos? Y no vayan a decirme que Jaricho o Toto, por vía paterna, o Justo y Aurelio, por vía materna, cuentan en la historia del fútbol mundial o por lo menos suramericano. Y peor aún si hablamos de su primo Didi o sus hermanos Alan o Roland, cuyas únicas hazañas, aparte de sus nombres, se limitan a la cancha de Pescaíto. Lo cierto es que en 1981, cuando solo tenía veinte años, el Pibe alcanzó por primera vez los titulares de prensa y no por sus goles o gambetas: la noticia era que estaba en la cárcel por haber golpeado a un policía. Así fue como muchos nos enteramos de que jugaba en el Unión Magdalena. Tres años después, sin haber logrado nada con el Unión, el Pibe fue traspasado a Millonarios, que tenía la urgente necesidad de completar su lista de suplentes. De la banca de Millonarios, pasó al Cali, que en su propuesta estética necesitaba un rubio para hacer pareja con el morocho Bernardo Redín. Allí el Pibe tuvo su época de oro apoyando el balón cada vez que Redín lo necesitaba. La vistosa pareja no tardó en vestir la camiseta de la Selección Colombia y muchos creyeron ver en el Pibe el esperado “mesías”; del fútbol colombiano. Por la forma de jugar uno diría que el Pibe se entrenaba en un tablero de Ludo, parecía no entender que perderse por los bordes laterales del campo no era la única forma de llegar a la portería contraria. Sus mejores jugadas fueron realizadas en las bandas, lejos del arco enemigo: muy agradables para la vista pero totalmente inofensivas.


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Para completar, era alérgico al gol, no lo soportaba. Prefería girar como un trompo y regresar sobre sus pasos, a ofender a un portero rival lanzándole algún disparo. Pero lo peor estaba todavía por llegar. Si la dupla RedínValderrama le había dado algo de alegría a nuestro fútbol, el dúo Maturana-Valderrama iba a hacer del entusiasmo una peste y de la derrota nuestra única virtud. Y es que la filosofía de Maturana no podía encontrar mejor cómplice que el Pibe. La sabia e imponente frase esbozada por Pambelé de que “es mejor ser rico que pobre” iba a ser sepultada por el triste y cobarde estribillo de que “ganar es perder un poco”. El Pibe cumplía a cabalidad sus planes: “No se trata de ganar sino de tener la pelota…”; “La pelota es la que juega, no el hombre…”; “Ellos pueden ganar en el marcador, pero nosotros hemos tenido más tiempo la pelota…”; “La velocidad solo es importante en las carreras de caballos…”; “La idea es que toda la Selección juegue al ritmo de Valderrama…”. Acompañado de la generación más talentosa de jugadores que jamás hayamos tenido, doce goles, la mitad en partidos amistosos, es el exuberante aporte de este “genio” a nuestra Selección en 111 partidos disputados. En la cumbre de su fama profesional, lograda sobre todo por sus rizos, el Pibe logró finalmente ser vendido al exterior en 1988. El afortunado fue el Montpellier, un equipo francés de pelota vasca del que nadie sabía nada antes de llegar Valderrama y del que se ha sabido menos después. Junto a otros pensionados como Roger Milla y Laurent Blanc, el Pibe estuvo dos años en el Montpellier


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y luego se fue a “calentar los huesos al Miami Fusion, no sin antes “hacer el oso” en España, donde le pidieron correr y dar un par de vueltas olímpicas en un torneo de rodillones con el Junior de Barranquilla. Su liderazgo en la cancha fue indiscutible; ante el marcador más adverso, el rubio capitán envalentonaba a sus compañeros gritándoles: “Todo bien, todo bien”. Esa frase, la fobia de hacer goles y correr hacia los lados del campo es el gran legado del, según los expertos, “más grande futbolista colombiano de todos los tiempos”. Y como los rizos han sido su marca de fábrica, a él le debemos la comercialización de esas horribles pelucas; también sus limitaciones de lenguaje las ha envasado como supuesta timidez y en vez de sacar una nueva línea de “raspao” Valderrama, se inventan la colonia Montpellier (supongo que para perfumar las pelucas). La única cosa inteligente que uno espera de un ídolo es que preñe a una top-model y no que organice nostálgicos partidos de potrero con ‘el Gordo’ Valenciano, ‘el Gordo’ Vives y el resto de la prole. El Pibe tiene fama de buena gente, ingenuo y bacano, pero la verdad es que no tira puntada sin dedal y todos los goles que desperdició en la cancha nos los mete ahora junto a Juanes, Uribe y tantos otros representantes de esa burda y exagerada colombianidad. Hace poco un amigo inglés que había visitado Colombia me llamó exaltado para hablarme, cómo no, de nuestra peculiar idiosincrasia; una de las cosas que más lo


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habían divertido en su paso por Santa Marta fue aquella monumental escultura. —Pero se la merece ‒admitió en perfecto español‒. Al menos por lo que hizo en el Newcastle. —Es la estatua de Valderrama no de Asprilla. —¿Cuál era Valderrama? —El capitán con el pelo rubio. —Sí, me acuerdo. Uno veterano, el pobre corría a duras penas ‒se queda pensando un instante y luego agrega con picardía‒: ¡Caramba! Si esa es la de Valderrama... ¿¡cómo será la de Asprilla!?

Disponible en http://www.taringa.net/posts/deportes/11743523/Diatribacontra-el-pibe-valderrama.html


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Diatriba contra Juan Pablo Montoya Por Guido Polo Nule

H

ace días me encontré una emotiva entrevista a Juan Pablo Montoya publicada en la revista Bocas. Parte de lo que me llamó la atención es que en la introducción que hace el entrevistador, sin pudor alguno, asegura que la carrera profesional de este piloto bogotano “es una de las más brillantes del automovilismo mundial”. Y va más allá: dice que su historia ‒la de Montoya‒ empezó con una leyenda que se convirtió en mito. Tendré entonces que revisar a fondo esos dos términos: leyenda y mito. Mientras tanto me pregunto si ese Juan Pablo Montoya, al que lo precede una fama de antipático y un palmarés raquítico, es el mismo personaje que yo tengo en mis recuerdos. Porque en mi memoria, que es abundante para lo intrascendente, no le veo mayor brillo que el tenue destello de una promesa jamás cumplida. Pero, antes de que me extravíe en el plano de la apreciación personal, es mejor examinar los números porque ellos no


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conocen de pasiones ni de delirios. En el registro oficial Juan Pablo Montoya tiene un total de 94 carreras de las cuales ganó 7 y que a la larga no le representaron ningún título en la máxima categoría. Y es importante resaltar que me refiero solo a la máxima categoría, porque es el rasero con el que se miden los verdaderos talentos. Todo lo demás no son más que logros de aficionados; que es apenas un poco más que nada. En contraste, Michael Schumacher, de las 307 carreras que hizo en Fórmula 1, ganó 91 y obtuvo 7 títulos, 5 de ellos de forma consecutiva y por la misma época en que Montoya corría. Tal vez exagere, pero frente a estos números solo un muy subjetivo y benévolo juicio arrancado del fondo del corazón podría calificar a Montoya de brillante. No es arbitraria esta severidad; es que no puedo evitar la comparación con mi gran héroe de toda la vida que, a pesar de todos sus escollos personales, sí que sabía ganar: Pambelé defendió 18 veces el título mundial y de sus 106 peleas ganó 91. No hay necesidad de sacar las cuentas para ver la diferencia abismal. Al lado de Pambelé o de cualquiera de nuestros grandes deportistas, lo alcanzado por Montoya luce tan pequeño que la única razón que se me ocurre para que en el año 99 le otorgaran la Cruz de Boyacá es porque es bogotano. Porque, digámoslo de una vez, la Fórmula CART (hoy Indy) solo tuvo relevancia en la prensa local cuando fue un colombiano quien la ganó; después de eso ha tenido la misma importancia que el torneo de segunda división


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de fútbol y, en todo caso, es una categoría inferior a la Fórmula 1. Contrario a lo que podrían pensar sus defensores, con esto no quiero decir que sea un mal piloto; solo digo que no está a la altura de los más grandes. Pero, como la humildad no es su virtud, Juan Pablo Montoya en estos días se ha comparado con Lionel Messi. Dice él que es en el sentido en que Messi solo se enfoca en ganar; y me parece bien que tenga esas aspiraciones porque, como vimos, sus números han demostrado que en realidad las grandes victorias no son lo suyo. Sin embargo ‒y esto es lo otro que me llamó la atención de la entrevista‒ dice que él se hizo corredor no para ser famoso, sino para «ser un putas». Cosa que, si acaso ha conseguido, ha tenido que ser por fuera de las pistas; claro, eso si convenimos que con “ser un putas” Juan Pablo se refiere a ser un coloso del volante; y si es así entonces habrá que cambiarle el remoquete a uno más ajustado a la realidad. Esa fama de pedante y antipático que se ha ganado, considero que no es gratuita. Es la impresión que deja cada vez que le abren un micrófono. Y es que, en su afán por parecer directo y frentero, deja ir lo poco por lo que tal vez pudiera ser apreciado. Quiero decir, la simpatía no es obligatoria; pero la antipatía sin necesidad, tampoco. Todos sabemos que en esta patria la gran mayoría de los deportistas se forman con las uñas y sin el apoyo del Estado. En este grupo están Édgar Rentería, Julio Teherán, Nairo Quintana, María Isabel Urrutia, Jackeline


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Rentería, Caterine Ibargüen, Rigoberto Urán, Carlos Bacca, María Luisa Calle y, cómo no, Juan Pablo Montoya, entre muchos otros. También sabemos que aquellos que triunfaron lo hicieron nada más que por su propio esfuerzo y me atrevo a decir que, más allá de la gloria, todos fueron buscando un beneficio económico. Sin embargo, al único que le he escuchado que no lo hizo por su país es a Montoya. Algo en lo que no hay necesidad de insistir para saber que es cierto. Para ser más claro, ninguno de esos grandes deportistas, en términos estrictos, compite o compitió por su país; pero, en su calidad de frentero, el único que lo dice es Montoya. Aunque ahora que lo pienso bien, es posible que eso que muchos vemos como una antipatía solo sea en realidad un noble gesto de su parte: la confesión tácita de que no es digno de reconocimiento. Porque bien lo decía mi abuela: la soberbia no le luce a nadie; pero se les ve peor a los perdedores.

Publicada el 16 de enero de 2015. Disponible en http://www.eluniversal.com.co/ blogs/la-palangana/diatriba-contra-juan-pablo-montoya


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Diatriba contra Vallejo Por Leon Quintero

¿Q

uién es Fernando Vallejo? Es, ante todo, un gran provocador. Claro, también es otras cosas: un chauvinista inverso (es decir, un anti-colombiano; tanto que renunció con bombos y platillos a la nacionalidad colombiana cuando le dieron la mexicana), un declarado enemigo de la procreación (dice que por no “traer seres a este mundo cruel y que no vale la pena”), un pésimo estudiante (lo echaron por malas notas de la U Nacional, cuando cursaba primer semestre), un aceptable director de cine (tiene varias películas ‒ninguna notable‒), un heterofóbico (totalmente respetable su orientación homosexual ‒por supuesto‒, pero chocante su declarada antipatía por los heterosexuales). Lo dicho; Vallejo es esencialmente un Gran Provocador. En eso basa su vida, de eso vive. Esa es su profesión: Provocador Profesional. Y uno muy bueno. Por eso lo invitan a muchos “foros”. Lo ve uno en mucho “panel”, pero no es un académico: no presenta ninguna cifra, ningún indicador, una tasa, un estudio. Cero de ciencia social. No te da una comparación.


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No te plantea un paralelo, un análisis documentado, una evidencia. Nada. Todo se queda en verborrea. Tampoco se trata de un maestro: no educa, no transmite conocimientos, no presenta hipótesis. Mucho menos se le ocurre una posible solución, una alternativa viable, una propuesta novedosa. No hay referencias filosóficas, una reflexión elaborada, unas identificaciones con otros continentes, con otros países del área, algunas históricas referencias de valor. No es Vallejo tan siquiera un aceptable conferencista: saca un folder, clava la mirada como si no hubiese preparado el texto y da una lectura elemental. Pensé que toda esa exageración, esa mitología, esas verdades archi-conocidas arropadas con teatralidad, eran el preámbulo de su tesis. Pero nada. Comenzó como terminó: abruptamente, sin hilar. Puro humo. Ya digo, pura provocación, nada más. Eso no significa que no sea Vallejo un tipo interesante. Lo es. Es una mezcla curiosa de varios personajes conocidos: Tiene cosas de Antonio Caballero: crítico acérrimo del poderoso de turno (en ocasiones contra la propia evidencia de la realidad: “la economía está en ruinas”, “el campo está incendiado”, etc.). No deja títere con cabeza. Irreverente, iconoclasta, temerario, valiente. Se le abonan estas últimas características. Pero, a diferencia de Antonio, entra muy fácilmente en el terreno de la exageración, de la ramplonería, la simpleza, la mitificación. Caballero


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te analiza. Vallejo no analiza nada; insulta. Como cuentachistes usando palabras de grueso calibre para que el auditorio se ría: tontadas. Ese mismo hijueputazo en la calle no genera nada. Pero dicho en un panel es motivo de risas. Nada: tontadas. También tiene características de Alvaro Mutis: escritor muy adinerado y hombre por encima del bien y del mal. Un me-vale-güevista de primera. Que lanza puyas como quien le tira maíz a las gallinas: con desorden, a la loca, sin sindéresis. El anti-diplomático por excelencia, el cínico non-plus-ultra. ¿Pero un erudito, como Mutis? Nooo. Lejísimos. También tiene tintes de Carlos Moreno de Caro: un incapaz que en vez de hacer, lanza críticas a diestra y siniestra. Todo es una confabulación. Y él conoce los secretos que otros no conocemos. Todo estaba planeado “por ellos”. El tipo del que uno se ríe por sus ocurrencias, por su falta de tacto, por su irreverencia. Pero el tipo que uno no quisiera fuera el modelo de ciudadano para sus hijos. Atropellante. Anti-científico. Repleto de lugares comunes. Un payaso. Un mal payaso. Y tiene visos de Truman Capote. En el sentido de la bipolaridad y la necesidad de vivir ebrio. Un excéntrico. Atrevido. Un genio sin causa. Encantador para pasar una noche de copas. ¿Pero para dar una conferencia seria? Por favor…. Me recordó a Don Tulio, el guachimán de mi cuadra en Cali: le das tres aguardientes y echa lora*


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delicioso. Pero luego del estertor inicial no queda nada concreto. No hay legado. No tira línea. No lidera. Un cualquiera más. ¿Para eso vino Vallejo desde México? ¿Para eso lo trajeron a un panel? Que me devuelvan la plata... Tiene también Vallejo cosas del ciudadano promedio. De Juan Pueblo. Aquel que es “experto” en todos los temas. Que pontifica de fútbol, de economía, de ética, de astronomía, de periodismo, de arte, de mecánica, de soldadura, de política, de matemáticas, de maternidad de gallinas. Que le puede dar consejos a Obama, a Pekerman, a Santos, a Uribe, a Patarroyo, a medio mundo. El tipo de salidas fáciles y predictivas. Que arregla el mundo tomando cerveza en la tienda de la esquina: “Todos los políticos son corruptos”, “Todos (hombres, mujeres abogados, dentistas, militares, guerrilleros, etc., etc., etc.) son iguales”, “Todos son ratas”, etc., etc. La crítica por la crítica. Sin una reflexión propositiva y bien elaborada. Lo diatriba típica de Juan Pueblo. Discursos como ese escucha uno en cualquier taberna un viernes a las 9:00 p.m. Vallejo, ya digo, encarna lo peor de Caballero, Mutis, Moreno de Caro, Capote y Juan Pueblo. Es de todo al mismo tiempo. Es decir, no es nada. Es un ventilador que tira estiércol, que no ofrece ni media solución, que se termina su Sello Negro, toma su avión para Ciudad de México y no aporta nada. Nos sobran Vallejos en


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este mundo. Lo puedo describir con una palabra: antisindĂŠresis.

Publicada el 9 de abril de 2015. Disponible en http://www.las2orillas.co/diatribacontra-vallejo-2/

* Habla y habla, como una lora (N. del Comp.).


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Una inútil diatriba contra Gardel Por Ema Cibotti

E

l año 1935 quedó enmarcado en la memoria popular como un año mediado por el duelo y el luto que comenzaron el 24 de junio y se prolongaron hasta que llegaron al puerto ‒el 5 de febrero del año siguiente‒ los restos repatriados de Gardel. El funeral porteño del ídolo dio nacimiento al mito, que es lo que todos evocamos cada 24 de junio, y ahora, cuando se cumplen 80 años de su desaparición. La trágica muerte del Zorzal provocó una inmensa consternación colectiva, visible en los miles de personas que acudieron al velatorio en el Luna Park y que acompañaron el largo cortejo fúnebre por Corrientes, recorrida de punta a punta, hasta el Cementerio de la Chacarita. Sin embargo, mientras las multitudes lo lloraban, hubo una voz disonante pero escuchada que emprendió una demoledora crítica sobre su figura. Con su dura prosa no dejaba lugar a dudas sobre el objetivo último que perseguía: erradicar el laicismo y el


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cosmopolitismo, tan propios del Buenos Aires de fines del siglo XIX, que dio origen al tango, “la canción del pueblo”; bases de la cultura popular que permitieron el fulgurante ascenso de Carlos Gardel. La frontal reacción pertenece a monseñor Gustavo Franceschi, quien en febrero de 1936 escribió: “Dentro de seis meses nadie se acordará de Gardel”. Aquello fue mucho más que una mala predicción. Aunque despertó entonces la adhesión de algunos sectores de la élite muy atentos a su palabra, no sabemos cuánto influyó sobre el conjunto de la feligresía de su tiempo. Sí nos consta que sus invectivas fueron perdiendo su sentido admonitorio. Al respecto, baste consignar el gusto por el tango y por Gardel que cultiva desde su juventud el papa Francisco. Pero en su época la voz de monseñor Franceschi no podía no ser escuchada. Era director de la revista Criterio y un referente fundamental de la Iglesia Católica. En 1934 había sido el activo organizador del Congreso Eucarístico celebrado en Buenos Aires, en el que hubo una presencia masiva de fieles que recibieron con fervor la visita del legado papal cardenal Eugenio Pacelli, luego Pío XII. Los escritos de Franceschi ‒ignorados por los estudiosos‒ son las expresiones más contundentes contrarias a un mito ‒naciente‒ que podamos leer. Tres días después de conocida la noticia de la muerte del Zorzal, comenzó la elocuente diatriba: “Como cantante, divulgó con preferencia las peores canciones, las de


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letra más humillante, las que menos ennoblecen; y, no satisfecho con la obra que realizó entre nosotros en ese perjudicial sentido, las difundió en el extranjero como el mejor producto del arte argentino. A través de las cintas de Gardel, la idiosincrasia nacional se concreta en delincuentes, orilleros y mujerzuelas”, escribió. Su intento de preservar “la idiosincrasia nacional” supuestamente mancillada por el cosmopolitismo gardeliano prosiguió cuando llegaron los restos al país. Franceschi amplió su escrito cifrado en múltiples prejuicios. Pontificó: “Su sentimentalismo superficial y cursi, con olor a clavel que ha permanecido mucho detrás de la oreja, no era el dolor del héroe, ni el amor del varón de pelo en pecho, ni la ira del valeroso. Mediocridad artística apta para el music-hall...”. Obviamente, Franceschi no podía entender lo que ya significaba Gardel y en ese contexto consignó la frase que transcribimos más arriba. Se equivocó y vivió para saberlo. Pero, aunque no pudo doblegar el inicio del mito gardeliano, sí logró confrontar con mucho más éxito la cultura laica porteña que lo sostenía y estaba asociada todavía y fuertemente a la educación pública. Monseñor Franceschi estaba enunciando su programa para transformar la escuela: “Es evidente que desde la misma escuela primaria se inicia el proceso de subversión en los valores tanto del individuo cuanto de la sociedad. Una moral laica sin obligación ni sanción verdadera”. La prosa de Franceschi fue contestada. La protesta se condensó en la revista Sintonía, que publicó primero una


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larga nota de Jorge Luque Lobos, redactor principal, y en el número siguiente una serie de breves columnas que rechazaban lo que Franceschi había dicho sobre Gardel. Escribieron Julio de Caro, Azucena Maizani, Mercedes Simone, Libertad Lamarque y Francisco Lomuto, entre otros. Usaron palabras fuertes, y las mujeres remarcaron el agravio recibido a la condición femenina, pues Franceschi había descrito a las mujeres destacadas entre el gentío que se dio cita en el velatorio ubicado en el Luna Park como “féminas que se habían embadurnado la cara con harina y los labios con almagre”. Fueron dignas voces, pero no tuvieron fuerza para combatir la censura que ya ‒a mediados de 1936‒ comenzaba a controlar la “calidad” de las letras de tango, pues había que “moralizarlas”. En los años siguientes la población se fue acostumbrando a vivir bajo libertad vigilada y esa voluntad de mordaza sobre las letras ‒nada encubierta‒ se volvió cada vez más asfixiante, hasta que en 1943 monseñor Franceschi quedó a cargo de una comisión que debía preservar la “pureza del idioma”. Bajo el gobierno de Perón, pero recién en 1949, la censura terminó. Mientras tanto, la voz de Gardel se impuso, inmortal, acunada en los brazos de una sociedad que no resignó a su ídolo ni al tango, de una sociedad difícil de entender porque sigue siendo ‒a pesar de todo‒ más vital que el Estado y sus instituciones. Publicada el 24 de junio de 2015. Disponible en http://www.lanacion.com. ar/1804369-una-inutil-diatriba-contra-gardel


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Diatriba contra el Nobel de Literatura Por Juan Carlos Orrego

Pocas horas después de que la Svenska Akademien anunciara que el Premio Nobel de Literatura 2016 había sido adjudicado a Bob Dylan, la prensa virtual se llenó de vítores y, sobre todo, de homilías hippies en defensa del cantante. En El Tiempo del 14 de octubre pude leer, por ejemplo, sentimentales justificaciones de Juan Esteban Constaín y Ricardo Silva Romero, a quienes se sumó un profesor universitario bogotano que, por anticipado, llamó pacatos a todos los que no compartieran el veredicto de los suecos. Sobra decir que todo eso, por reiterativo y aparatoso, no podía despertar más sospechas y solo consiguió, de rebote, poner en evidencia que Dylan había caído al pozo sin fondo de un adefesio; uno como el Balón de Oro de Messi en el Mundial del 2014. A diferencia de eso, cuando el Nobel apuntó hacia J. M. Coetzee, Mario Vargas Llosa o Alice Munro ‒son solo ejemplos casuales‒ a nadie se le ocurrió que hubiera que justificar nada.


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Bob Dylan es tan poeta como Silvio Rodríguez, esto es, un poeta del montón, uno poco o nada memorable (y conste que soy lo que se dice un “silviómano”; pero aun así sé que, sin música, la letra de La maza sería un amasijo indescifrable de palabras, así como Óleo de mujer sin sombrero se convertiría, por aquello de “el delirio y el polvo”, en poco más que un soneto pornográfico). Que gringo y cubano sean buenos músicos es otra cosa, y como no fui al conservatorio poco sé del asunto. Sin embargo, no se me escapa que la letra musical debe más a la composición melódica que la acompaña que a su pura expresión poética: la emoción y vigor de la música harán que la letra resulte más o menos ajustada, incluso genial, y eso explica que incontables ripios verbales hayan alcanzado celebridad solo porque se acomodan perfectamente al temple de las notas por las que fluyen; piénsese, si no, en hits populares como Soy tan pobre o Agüita’e coco. Quizá sea útil traer a colación un ejemplo inverso: entre las canciones de Pablo Milanés, una de las que sugiere mayor esfuerzo y extenuación en su pista musical es Hombre preso que mira a su hijo, cuya letra proviene de un poemario de Mario Benedetti. En algo ayuda ‒supongo‒ que el uruguayo no fuera, propiamente, un genio lírico. En suma, de lo que se trata es de no confundir la naturaleza de los diversos artes en que intervienen las palabras, entre los cuales no todos habrán de ser literarios, y entre los cuales los que son literarios no tendrían, por así decirlo, la misma “potencia”. Después de todo, la Svenska Akademien fue honesta al anunciar el premio con la


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lacónica, modesta y poco persuasiva frase de que Dylan merecía la medalla de Alfred Nobel por “haber creado nuevas formas de expresión poética dentro de la gran tradición de la canción estadounidense”. Antes que nada, los suecos reconocieron que se trataba de una especie de la poesía atrapada en el universo musical, lo cual, a mi juicio, es reconocer que se está premiando un subgénero prostituto o, cuando menos, esclavo. La segunda parte del fallo ‒la que admite que con este Nobel de Literatura se corona una tradición musical‒ es poco menos que absurda; no hace falta ser tan pacato como yo para sentir escozor. Hace más de un siglo que Ferdinand de Saussure insinuó que, si la literatura era algo, ello era precisamente que no era música. Muchos prosélitos de Dylan, incapaces de reconocer que, como ellos mismos, los académicos suecos habían sido presa de un sentimentalismo romántico de juventud perdida, se empeñaron en amplificar ‒hasta la tergiversación‒ las palabras del fallo. Se habrán dicho: “¿Bob Dylan poeta? ¡Claro que Bob Dylan es poeta!”. Alguien, en medio de los cañonazos de la celebración, lo acomodó junto a Walt Whitman (algo que, a mi buen o mal entender, equivale a comparar a Galy Galiano con Aurelio Arturo). Aunque nunca está de más mostrar respeto por los muertos, tampoco es un delito usar los huesos ajenos para lustrar con ellos a los vivos: hace doscientos años, nadie tomó a mal que Bolívar se comparara con Jesucristo. Más impío es burlarse de los vivos; burlarse, por ejemplo, de gente como Philiph


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Roth, Don DeLillo y Joyce Carol Oates, esos escritores verdaderos y pacientes que, desde el lejano 1993 en que los laureles cayeron en la cabeza de Toni Morrison, esperaban que el sol del Nobel alumbrara de nuevo en su país. Para su desgracia, cuando el astro por fin asomó, un tonadillero los relegó a la sombra; o peor ‒como escribió Pierre Assouline, director del Magazine Littéraire‒: el fallo los mandó a los infiernos, a ellos y a toda la literatura norteamericana contemporánea. Publicada con el título de “Un día libre” en Universo Centro No. 80 de octubre de 2016. Disponible en http://www.universocentro.com/NUMERO80/Undialibre.aspx


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Diatriba contra la Colombia mafiosa Por Luis Camilo Donoso

1. Colombia mafiosa tuvo su origen en los años 70 con la introducción del narcotráfico por los Estados Unidos a Colombia. Un negocio de economía “subterránea” que mueve más de 500.000 millones de dólares en el mundo (mil billones de pesos, un 1 seguido de dieciocho ceros), hizo posible que en los 80 en Colombia hubiera finqueros y caballistas que, como solo un magante petrolero podía hacerlo, tuvieran a disposición un helicóptero para visitar sus propiedades. 2. Esas inmensas fortunas se reflejan hoy en bancos florecientes y empresas fabulosas construidas en pocos años, en fortunas inmensas como el señor Víctor Carranza con un millón de hectáreas, y lo más grave, lograron a través de la política comprar el Estado y sus instituciones, la justicia, las leyes y la República que, según declaraciones de Popeye y V. Vallejo “los políticos corrompieron a la mafia”.


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3. El paradigma de la Colombia mafiosa es la codicia que mueve a sus perversos oficiantes. El desmedido lucro personal. Insaciables. Su prototipo es el avión privado, el rancho en La Florida, las siete reinas mozas guardadas y los caballos de paso. Codicia es la concupiscencia del poder y de su hartazgo en un país de miserables y descamisados que deambulan entre ríos de sangre y de hambre y sed de justicia social. 4. Colombia mafiosa es aquella del “todo vale”, consagrada con esmero y devoción a los negocios sucios, al clientelismo, la corrupción, la depredación del medio ambiente y la exclusión, y que ha logrado consolidarse en los últimos treinta años por la guerra. 5. Esa proclividad hacia lo criminal, hacia lo torcido, hacia lo corrupto que defiende y promueve la Colombia mafiosa, ha logrado desmoralizar la sociedad colombiana hasta la complicidad, en muchos casos, y hasta la indiferencia, que es la peor de las consecuencias. 6. Esa Colombia mafiosa ha gobernado a Colombia durante muchos años y lograron crear un modelo de país-vergüenza en desigualdad social, en criminalidad, en corrupción, y en una gran desesperanza colectiva. 7. Los medios de comunicación han sido el soporte de la Colombia mafiosa: visibilizan las más ínfimas señales de la estupidez y de la misma manera invisibilizan grandes empresas, líderes o verdades que la desvirtúan.


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8. La frivolización de los medios de comunicación es una declaración abyecta de exaltación a la Colombia mafiosa. 9. Esa Colombia mafiosa no le perdona al Presidente Juan Manuel Santos que no se haya comportado como Pachito u Oscar Iván: sumiso y dócil hasta la ventriloquía. 10. La Colombia mafiosa se expresa en cifras de violación a los Derechos Humanos: más de 6 millones de víctimas (la mayoría desplazados), más de 600.000 muertos, del conflicto armado. 11. La Colombia mafiosa consagra y celebra con baba jurídica la destitución y muerte política de Gustavo Petro como una mera sanción disciplinaria, contradiciendo la Convención Americana de Derechos Humanos (Art. 23). 12. Hay una Colombia mafiosa de políticos, empresarios, terratenientes, militares, intelectuales, medios de comunicación que no quieren la paz porque lo que sirve a ellos es la guerra, la corrupción, el clientelismo. 13. Hay una Colombia pacífica, democrática, incluyente, ambiental y participativa que le dice a la Colombia mafiosa: NO PASARÁN. Publicada el 11 de febrero de 2014. Disponible en http://www.las2orillas.co/ diatriba-contra-la-colombia-mafiosa/


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Diatriba contra los call center Por Enmodoquickly.com

S

eñor operador: sé bien que todos tenemos que ganarnos la vida de cualquier forma. Unos como políticos y funcionarios públicos y otros como usted que intentan hacerlo en forma honrada. Sé además que su trabajo no es fácil, que le pagan una miseria y lo someten a horarios extenuantes y que a duras puede pararse a mear para que el supervisor de turno, que fue su compañero hasta hace dos meses, no se la monte y pase el reporte a su propio supervisor, que también fue su compañero hace cuatro meses. Igual está claro que la mayoría de las veces usted no tiene discurso propio sino que sigue un guion prefabricado, como si fuera miembro de la bancada del Centro Democrático o celador de conjunto residencial. Todo eso está claro y puede ser un atenuante, pero ¿por qué, pregunto yo, tiene que llamar a las seis de la mañana a intentar venderme un seguro todo riesgo que no quiero, que no necesito, que ya tengo o que simplemente no tengo la menor intención de comprarlo? Por qué señor operador coge ese tonito de autosuficiencia cuando llama a cobrar en nombre del


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banco, del operador celular, de la medicina prepagada, para hacerme sentir mal como si no fuera suficiente la angustia y el empute porque al funcionario de la empresa a la que hice el trabajo hace dos meses decidió que el cheque saliera hasta la otra semana?¿De cuándo acá Luis Carlos Sarmiento lo nombró su heredero para que me cobre como si esa platica fuera suya?¿Usted que es de los que se cuela en Transmilenio y tiene varias cuentas sin pagar en la tienda de la esquina, por qué no es consecuente con su propia realidad y por lo menos escucha razones? Y es que una cosa es que usted sea eficiente y cumpla su trabajo y otra muy distinta que se regodee con las tragedias de los demás e intente poner contra la pared a todos los que llama. Créame, la mayoría de personas con las que usted se contacta de seis de la mañana a ocho de la noche, de domingo a domingo, no es que tengan como hobby estar debiendo. Si no pagan es porque no han podido. Señor operador de call center, su trabajo es tan respetable como cualquiera, como el del racaudador de la Dian, o la bacterióloga que nos saca la sangre, y alguien lo tiene que hacer pero entienda que recibir su mecánico saludo los domingos a las seis de la mañana no es nada agradable. Y su madre lo sabe. Publicada el 15 de noviembre de 2015. Disponible en http://enmodoquickly. com/2015/11/15/diatriba-contra-los-call-center/


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Diatriba contra la fumofobia Por Víctor Villa Mejía

“Hacía muchos años que nadie me pedía un cigarrillo*, y mucho menos que la gente alrededor no nos mirara a los fumadores con ese desprecio y ese asco que supongo eran con los que se miraba a los leprosos hace algunos siglos”.

Julio González Z.

F

umofobia es el odio a los fumadores. Humofilia es el aprecio que se siente por el humo del cigarrillo. Fumopatía es una enfermedad que ha propiciado la Ley 1335, padecida por los fumofóbicos. Para los fumofílicos, echar humo es la clave del fumar. La esencia del fumar está en el humo: el fumador experimenta sin recelo la comunicación directa de sus


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labios y su boca con el humo; el acto de fumar es un momento estético: es un arte que se expresa en el aroma y el sabor, en la plasticidad y la textura el humo, en la manera de aspirar, de hacer una leve pausa y continuar con la conversación […] El fumar lentamente y jugar con el humo, el apreciar ociosamente las volutas que se lleva el viento es la vivencia en la relación de un sentimiento de totalidad, de tocar la inédita delicia (Medina, Federico. “Fumar es un placer…”. Con-Textos. Medellín, No. 37, 2006, p. 140). La Ley 1335 de 2009 –conocida como ley antitabaco– ha quedado atrás. Allá ella con su pretensión (falsa) de salvaguardar la salud del pueblo colombiano (Art. 3). Allá ella con su manía prohibitoria, de cuyo efecto contrario –estimular el consumo de lo prohibido– ya dieron cuenta Adán y Eva. Allá ella con su incubadora de fumofóbicos, tal como lo ha señalado James Nolan (“Fumadores en manos de un Dios enfurecido”. El Malpensante. Bogotá, No. 8, 1998, pp. 20-25): En el pasado, los americanos se habían ensañado contra brujas, negros, católicos, judíos, borrachos, comunistas y homosexuales. Ellos eran, para el puritanismo anglosajón, otros tantos corruptores de la pureza del pueblo. Ahora la cacería es contra una nueva presa: los fumadores. Cómo no va a ser fumofóbica la siguiente circular de una urbanización cualquiera:


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Ley antitabaco (1335 de 2009) aplica en zonas comunes de la propiedad horizontal Existen vecinos que salen a pasillos o balcones y demás zonas comunes a fumar, situación que afecta a los demás habitantes en la Propiedad Horizontal. La nueva Ley Antitabaco debe ser aplicada por parte de los administradores, so pena de ser sancionados. Si bien la Ley Antitabaco habla de la prohibición de fumar en lugares colectivos, la Ley 675 de 2001 o Ley de Propiedad Horizontal sí establece en su artículo 74 la prohibición de olores o partículas u otros elementos que trasciendan al exterior (zonas comunes u otros bienes privados) que afecten los niveles tolerables para la convivencia. El fumar en algunos lugares puede generar mucha incomodidad y sobre todo contaminación a otros habitantes, situación que puede llevar a graves conflictos. La Administración. Agosto 26 de 2010. Con todo, lo que no puede quedar atrás es el encanto de Sarita Montiel cuando interpretó Fumando espero: Fumar es un placer genial, sensual / Fumando espero al hombre a quien yo quiero / Tras los cristales de alegres ventanales […] Dame el humo de tu boca / Anda, que así me vuelvo loca / Corre que quiero enloquecer de placer / Sintiendo ese calor del humo embriagador. Tampoco se puede quedar atrás el introito del tango Dónde estás corazón:


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Sos el último cigarro que ha quedado en el paquete / y que pienso con dulzura lentamente consumir / y en la nube en que se pierda tu azulado barrilete / ataré mis ilusiones que también se pueden ir. Sos el último consuelo que esta noche me ha quedado / en la noche más amarga que en la vida conocí / silencioso compañero que en mis dedos apretados / hilvanás en tu agonía cien recuerdos para mí. Pero el tema de este texto es otro: las incoherencias del artículo 13 de la Ley 1335. A la letra dice: “Parágrafo 1. En todos los productos de cigarrillo […] se deberán expresar clara e inequívocamente […] frases de advertencia y pictogramas […]” con las que se reitere la necesidad abandonar la dependencia del cigarrillo. La Resolución 3961 de 2009 del Ministerio de la Protección Social define de la siguiente manera ‘frase de advertencia’ y ‘pictograma’: Artículo 2. Frases de advertencia: escrito breve con el fin de informar al público sobre los aspectos vinculados con el consumo de tabaco en cualquiera de sus presentaciones. Pictograma: es una imagen clara y esquemática que sintetiza un mensaje sobrepasando la barrera del lenguaje, con el objetivo de informar sobre los aspectos vinculados con el consumo de tabaco en cualquiera de sus presentaciones. Las imágenes (pictogramas) y las frases son las siguientes:


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Los textos 1 a 7 reproducen la díada causa-efecto, donde fumar es la causa y los efectos son infarto cerebral, problemas oculares, aborto, impotencia sexual, cáncer de boca, mal aliento y envejecimiento. La 8 es una predicción y la 9 es una premonición. Si las frases debieron ser claras e inequívocas y los pictogramas claros y esquemáticos (Art. 13), veamos los grados de cumplimiento. Texto 1: no se ve el infarto cerebral; texto 2: no está comprobado ni se especifican los ‘problemas’ oculares; texto 3: solo algunas abortantes han fumado y no se sabe si sus padres fumaron o no; texto 4: la flacidez es natural después de la erección (pictograma chistoso); texto 5: la curvatura del banano es una de las tantas metáforas de pene, no necesariamente de pérdida de capacidad eréctil; texto 6: la relación entre cáncer de boca y mal aliento es forzada y el mal aliento


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se debe a mantener cualquier boca cerrada, además el cáncer de boca no aparece muy documentado en la literatura médica; texto 7: si el paradigma de lectura es izquierda-derecha, fumar rejuvenece; texto 8: no es claro ni inequívoco, porque así aparece en el catálogo de productos médicos (tiene fallas de técnica fotográfica); y texto 9: aparece una niña tomando tetero con inoculador instalado dada la cercanía del cigarrillo, el pictograma no es esquemático ni claro y la frase es incoherente al no precisar la correferencialidad de los pronombres ‘tú’ (madre, nodriza) y ‘ella’ (niña). Como se ve, son todos problemas de lenguaje. Los mismos que exhibió el artículo 17 de la Ley 30 de 1986, cuando legisló que “todo empaque de cigarrillo o de tabaco, nacional o extranjero, deberá llevar en el extremo inferior de la etiqueta y ocupando una décima parte de ella la leyenda El tabaco es nocivo para la salud”. Leyenda que no conmovió a los fumadores de cigarrillo, por las siguientes razones: a) Cigarrillo es una cosa y tabaco es otra, lo dice el propio artículo (incluso ‘cigarro’ es diferente a ‘cigarrillo’, menos en Venezuela y México); b) El consumo de tabaco está es vías de extinción; c) ‘Nocivo’ no hace parte del caudal léxico de los colombianos, como sí lo son dañino, maligno y perjudicial; d) La leyenda no mencionó la palabra enfermedad, término más impactante que el término ‘salud’ e) No hizo alusión al enfisema pulmonar. Volviendo a la fumofobia, ni los diccionarios ni Google la han podido definir. Está claro que es el odio a los


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fumadores, no al humo (humofobia); si fuera al humo, se nombrarían ecologistas. Pongámonos de acuerdo: fumar no es bueno para el soma; pero hay que ver en la socialización las ventajas que brinda el saber (ver) que el otro fuma: eso se llama ser de los mismos, oler a lo mismo, compartir los mismos imaginarios, tener la misma química y compartir la misma gramática social. Eso no lo saben –no lo quieren saber- las campañas mediáticas que eligen un día dizque del no fumador y ahora andan invitando a agredir al fumador rompiéndole su cigarrillo a imagen y semejanza de “billete falso se rompe”. ¿Con qué derecho, desde cuál autoridad, a nombre de qué orden establecido? Por ello vale la pena contar la siguiente anécdota: “El ministro francés y viejo político Eduard Herriot, empedernido fumador de pipa, declaró en una ocasión: ―Quedé de tal manera impresionado por lo que se dice en la prensa sobre la peligrosidad de fumar, que he tomado una decisión heroica: no leo más los periódicos”. Finalmente, un mensaje para los no fumadores y los que se duelen de ser fumadores pasivos: así como los fumadores (humofílicos) se alejaron a su apartheid –aire libre, cielo abierto– (Resolución 1956, 2008, del Ministerio de la Protección Social) los fumofóbicos debieran fundar su propia asociación de fumofóbicos y no salir de su burbuja. ¿Qué hace un fumofóbico en la burbuja de los humofílicos? A propósito de burbujas, el bar El Paisa, en el parque de Copacabana, es modelo en hospitalidad a los fumadores; allí, como en la casa de Irene, se canta y se ríe,


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se baila y se bebe, se fuma y goza; y, por eso, en casa de Irene te quiero encontrar, como diría Sacha Distel.

Publicada en el periódico Pueblo el 11 de diciembre de 2011 con el título “Placeres proscritos por los santos abstemios”. Disponible en http://chimeneainformativa. blogspot.com.co/2011/12/placeres-proscritos-por-los-santos.html

* Se refiere a la creencia de que fumar bloquea el efecto de los gases lacrimógenos, ya connaturales en el campus universitario (N. del Comp.).


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[Diatriba] contra la dificultad Por Jaime Alberto Vélez

U

na larga y arraigada tradición religiosa estima que el premio eterno sólo se alcanza mediante ingentes sacrificios personales. La idea del paraíso, por esta razón, brota de una humilde imaginación que habla de escollos y de esforzados merecimientos. La aflicción representa la garantía para un gozo postergado hasta la otra vida, de suerte que el disfrute de alguna recompensa anticipada se considera inmerecido y se entiende como el anuncio cierto de una próxima desgracia. La afirmación según la cual el camino del cielo se encuentra erizado de espinas representa una enseñanza re­ petida con énfasis en los cursos de inducción a la doctrina religiosa. Las vidas de los santos más representativos, utilizadas como modelos dignos de imitación, resaltan precisamente las penalidades necesarias para obtener el galardón de la vida eterna. De ahí que el martirio, la virginidad, el ayuno, el cilicio, la oración, la obediencia, es decir, todos los sufrimientos y privaciones posibles se tomen como los únicos medios para alcanzar el paraíso, y configuren también el ideal que los fieles deben perseguir


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en su modo de actuar y de desear. Para esta concepción religiosa, el deseo y el dolor resultan inseparables uno del otro, de modo que se anhelan pruebas y padecimientos, antes que triunfos terrenales. Esta religiosidad, marcada por la huella indeleble del estoicismo, afirmará que una vida plena de inconvenientes evidencia una inobjetable y deseada elección divina. Lucio Anneo Séneca, en el tratado De la divina providencia, sostiene que “las cosas prósperas suceden a la plebe y a los ingenios viles”, y que, al contrario, “las calamidades y terrores, y la esclavitud de los mortales, son propios del varón grande”. En su afán por defender la dificultad, Séneca llega al extremo de asegurar que “el vivir siempre en felicidad, y el pasar la vida sin algún remordimiento de ánimo, es ignorar una parte de la naturaleza”. Este pensamiento, adecuado para crear una moral de esclavos, según Nietzsche, o cuya pretensión consiste en “ser libre tanto sobre el trono como bajo las cadenas”, según Hegel, sirvió de fundamento teórico al cristianismo y se convirtió, en ciertos aspectos, en parte integral de la misma doctrina. Una moral concebida en principio para contener los ímpetus de la plebe romana penetró de modo tan profundo las distintas capas de la cultura, que los logros personales y la fortuna favorable comenzaron a tomarse desde entonces con discreción y aun, en ciertos casos, se intentaron ocultar. Las críticas del estoicismo al epicureismo insistían en los defectos terrenales de una teoría que consideraba posible la felicidad como un efecto de la virtud individual. Todo lo que no implicara privación


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significaba para el estoicismo desborde sensorial y, por tanto, manifestación de un grosero hedonismo. Pero Séneca no sólo exaltó la dificultad, sino que llegó a considerar que el hombre virtuoso se alegra con las adver­ sidades, tanto como los soldados con la victoria. Precisa­ mente a esta tradición moral se debe que en cualquier actividad humana se resalten, por encima del triunfo, los inconvenientes propios de la contienda, y que, antes que satisfacerse con lo obtenido, se hable de los conflictos que se avecinan y de los apuros que puede generar el lugar preeminente alcanzado. En relación con la vida de los sabios, de los grandes artistas y de los científicos, por ejemplo, cierta tradición cultural insistirá de modo invariable en que alcanzaron lo que buscaban después de incontables penalidades y esfuerzos. Para no contrariar una concepción religiosa senequista, pocas veces se dirá que, lejos del sufrimiento y de los obstáculos, ellos se deleitaron entregando sus vidas a lo que querían realizar. La verdadera dificultad para un hombre de éstos habría sido verse privado de su vocación. Sólo un individuo sandio o incapaz puede ver las vidas de los grandes hombres como una sucesión de inconvenientes y de pruebas. Aun el santo puede obtener placer de sus privaciones, a tal grado que encuentre enojoso otro modo de vida. Todo radica, al fin de cuentas, en la pasión con que se asuma la realización de la vida y de la obra. La dificultad constituye, a lo sumo, una variable secundaria y accidental dentro de un proceso.


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En “Un artista del trapecio”, Franz Kafka se refiere a un hombre que, ante el asombro de su empresario, pide un segundo trapecio, es decir, una nueva complicación en apa­riencia. “Sólo con una barra en las manos, ¡cómo podría yo vivir!”, exclama sollozante. La entrega del artista a un arte cada vez más exigente podría parecer, para un lego en el asunto, como un sacrificio, pero en el fondo lo impulsa tan sólo el deseo de satisfacerse. La costumbre de permanecer día y noche en el trapecio ‒dice Kafka‒ había terminado por volverse tiránica. Impulsado por una modestia engañosa que encubriría la más refinada forma de soberbia, el artista podría hablar del trabajo y de los desvelos que le cuesta su arte, pero él sabe que ni siquiera se ha esforzado lo suficiente. De no existir el empresario y sus exigencias, trabajaría para sí mismo; de hecho, permanece en el trapecio aunque no asistan espectadores que puedan apreciarlo. Este artista del trapecio, al igual que los grandes hombres, produce ante el público cándido la impresión falsa de que se sacrifica, cuando lo de veras doloroso para él habría sido privarse de la actividad que más deseaba. En el caso de una competencia deportiva, por ejemplo, resulta claro que quien menos dificultades experimenta es precisamente el ganador. La capacidad, el saber y el deseo vuelven irrelevantes los obstáculos que, para el último de los competidores, se convierten en verdaderos escollos, insalvables en algunas ocasiones. De este modo, el elogio de la dificultad en cuanto tal entraña en realidad


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la exaltación del fracaso, de la derrota y del atraso. Lo que menos importa para un hombre capaz son los tropiezos, efectivos e influyentes para quienes flaquean o desisten. Lo que ocurre, más bien, es la recompensa engañosa de haber competido en vano pero con decoro, pueden adquirir, para cierto temperamento, mucho más valor que los mismos resultados efectivos. Multiplicar los problemas con el propósito de oscurecer las causas reales del fracaso se convierte en una coartada perfecta para mantenerse aparentemente en la brega. En este estado indefinido e inagotable no se alcanzan resultados, aunque tampoco se obtiene una condena directa y radical. Se trata, en el fondo, de perpetuar las penalidades, sin superarlas jamás, con la disculpa de que así es la vida. En no pocas oportunidades, inclusive, la sociedad suele premiar esta clase de frustración permanente, de empecinamiento y de tozudez equivocadas, con medallas al esfuerzo y a la constancia. Lejos de un análisis real de la situación, se parte de consideraciones morales que pasan por encima del probable deseo encubierto de fallar, esto es, de insistir desventajosa y equivocadamente con el mismo método ante las mismas complicaciones. Un hombre que ame la dificultad, por ejemplo, permanecerá indefinidamente en el vicio, para luchar toda la vida contra él. Al persistir en el mismo error, se evita por lo menos la sorpresa de los nuevos inconvenientes. Se presenta en esta obcecación una autocomplacencia explicable por el deseo enfermizo de permanecer bajo el dominio del mismo problema y, aun, en ciertos casos,


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de llegar a elogiarlo debido a que permite adquirir una identidad. El problemático y el descontento, dondequiera que se encuentren, terminan por reproducir las mismas situaciones adversas. La habilidad de ambos consiste en proponer una inversión causal que los lleva a trasformar una conducta repetida e inmodificable en un mérito nacido en apariencia de una reflexión teórica. El aprendiz y el desacertado no sólo eligen el camino más tortuoso y equivocado, sino que ellos mismos se empeñan en volverlo así. Todo artista ‒como conceptuó Borges‒ tiende al comienzo de su carrera al barroquismo y a la complicación vanidosa, para adquirir luego una sencillez que nada debe, sin embargo, a la facilidad. El verdadero arte posee una apariencia desconcertante, pues induce a creer que cualquiera podría realizarlo del mismo modo. De ahí que el artista mediocre se engañe al juzgar el valor de su obra por el esfuerzo que le demandó y por los escollos que debió superar. Para su beneficio, se empeña en ignorar que también la naturaleza, como los grandes artistas, procede con facilidad, o al menos no da saltos, ni actúa me­diante trampas o retorcimientos. La pretensión de valorar la obra exclusivamente por el trabado y por los sufrimientos invertidos en ella entraña una concepción religiosa y sentimental, pero desconoce la esencia del arte y la existencia del talento y de la capacidad individual. Valorar las actividades humanas tan sólo por el esfuerzo conduce a admitir un mérito superior en el fracasado pues, aparte de que le corresponde luchar más que al ganador, debe superar también los problemas


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derivados de su descalabro. Para esta lógica, que se apoya en merecimientos espirituales intangibles, los resultados terminan siendo secundarios y hasta irrelevantes. Detrás de un humilde luchador puede esconderse un santo. Dios y la conciencia individual permanecen como únicos testigos del trabajo y del esfuerzo. Las satisfacciones íntimas, sin embargo, pueden complacerse con una fácil exigencia que deje al sujeto indefinidamente en el mismo estado y en la creencia de que actúa a diario con denuedo. La acogida de esta forma de proceder se apoya, además, en que la consecución de resultados tangibles se identifica con todas las formas execrables del poder y del dominio. Se trataría, en apariencia, de una posición política correcta. Como consecuencia de una vieja controversia teológica entre católicos y protestantes calvinistas, los primeros endurecieron su idea de los méritos arduamente adquiridos, en contra de la simple fe que alentaba a los segundos en su búsqueda del cielo. Una disputa religiosa, como han señalado muchos estudiosos, ha significado mucho más que una mera disparidad espiritual. La inclinación a las desgracias, en uno, y al éxito, en el otro, mostrarían el modo de proceder de dos culturas distintas. No resulta casual en Colom­bia, por tanto, la inclinación inveterada a las trabas, a los trámites, a los conflictos, a las dilaciones. El elogio de la dificultad no entrañaría, así, una aspiración, sino una verificación fenomenológica. Se propondría como un ideal deseable lo que ya forma parte constitutiva de la misma conducta.


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Desde mucho tiempo atrás se ha tomado como un lugar común de la historia local el carácter leguleyo de los políticos, además de ese afán permanente por complicar, estorbar y entorpecer, que ha animado a buena parte de los personajes de la historia colombiana. De esta manera, cualquier logro se obtiene después de superar numerosos enredos y escollos que han terminado por convertir la historia nacional en un prolongado calvario. La inclinación a la lucha, en el caso colombiano, puede advertirse en las incontables y estériles guerras civiles que han llenado de muertos y de méritos espirituales los campos del país. Cualquier discusión y posible acuerdo entre los antagonistas, por tal razón, tiende a convertirse en un nuevo conflicto de nunca acabar. Parece, en este aspecto, como si lo propio de los colombianos consistiera en el amor ancestral a la dificultad. La posibilidad de un país más fácil y expedito parece una mera aspiración remota, permitida un tanto por la tecnología, pero entrabada por una vieja concepción religiosa que considera los padecimientos como un medio para alcanzar un paraíso siempre postergado. La inclinación a la contienda estéril y a la derrota surge también, en buena medida, del elevado prestigio literario de estos temas. Aparte de que la poesía de todas las épocas encuentra más belleza en el perdedor, la admiración romántica por la disolución, en concreto, lleva a algunos intelectuales a realizar apologías más o menos encubiertas del atraso y de un estado de adversidades que consideran inseparable de la misma formación cultural. La repetición


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continua de errores, los treinta y dos levantamientos armados promovidos en vano por el coronel Aureliano Buendía, la idea de perder siempre para vender cara la derrota, o aquella otra de encontrar alicientes positivos en el hecho de no ganar, se asumen no en su carácter simbólico o ilustrativo de una situación, sino que se incorporan como verdades inevitables que marcan al ser nacional. El objetivo de ensalzar la dificultad viene entonces como anillo al dedo a una cultura que desprecia los resultados visibles y que se satisface en la incesante repetición macondiana de lo mismo. Esta teoría puede encubrir la defensa de la falta de oportunidades, lo mismo que de un orden social incapaz de permitir el desarrollo del individuo. En un exceso de optimismo y de decisión se llega, en unos casos, a encumbrar los inconvenientes y, en otros, hasta a besar la mano del verdugo. La determinación radical de culminar con éxito lo que se emprende recibe invariablemente como respuesta la risa sardónica del escéptico. Por esa misma razón, tampoco se rectifican los caminos emprendidos con equivocación, pues la lucha se valora por ella misma, al margen de su desenlace. Para este modo obsesivo de actuar resultaría extraña y escandalosa la idea de Spinoza según la cual el hombre virtuoso “elige la huida con la misma firmeza de alma, o presencia de espíritu, que el combate”. La idea uná­nimemente aceptada de no dar jamás un paso atrás encierra la posibilidad de encontrarse siempre con el mismo escollo. Esta consigna, repetida inclusive frente a un muro o frente al vacío, se toma como una virtud en sí misma, al margen de su sentido práctico.


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Convertida la inclinación a los obstáculos en una forma de vida, se considera, por ejemplo, que una relación afectiva llena de esfuerzos y de tropiezos produciría más satisfacción que otra normal y bien avenida. Sin embargo, ¿significa un gran mérito batallar a diario por amansar un carácter indomable, cuando se ha tenido la posibilidad de relacionarse con otro más cercano al propio modo de ser? Las relaciones neuróticas y en­fermizas pueden llegar a prolongarse más de lo esperado, por supuesto, pero no tanto porque posean una naturaleza estimulante, como se afirma eufemísticamente, sino porque se alimentan de los desequilibrios psicológicos que ellas mismas generan. Desarrollar tolerancia a un veneno, y luego crear adicción a él, puede llevar a considerarlo al cabo como un alimento indispensable y vital. El afán por idealizar la vida cotidiana, en este caso, viene a encubrir con palabras decorosas una realidad indeseable. Como bien se sabe, entre la testarudez y la perseverancia sólo existe un exiguo matiz que las distingue. Bajo el pretexto de la búsqueda de una relación compleja y anómala puede existir en realidad un subterfugio para encubrir errores no superados y vicios no corregidos. Alguien puede anhelar, no una esposa con la que se avanza en la misma dirección, sino una madre a la que siempre se regresa porque todo lo perdona. Si en una relación afectiva se aman más las dificultades que a la otra persona, con seguridad se terminará por volverle la vida imposible. La sobrevaloración de los obstáculos conduce con facilidad, además, a proponer la búsqueda de lo irrealizable. Una característica notoria de ciertas religiones y de ciertas psicologías al uso consiste en la


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adopción de objetivos falaces, bajo el lema fácilmente admitido de “querer es poder”. Lejos de la comprensión real de la situación ‒solo por la aspiración de superar impedimentos‒ se crean metas imposibles y paraísos inalcanzables. Ante los obvios e inevitables fracasos, sin embargo, se argüirá como excusa que no se ha luchado lo suficiente, o que ha faltado un poco más de fe. Al referirse a los triunfadores en cualquier actividad humana, se intentará hacer aparecer una inadecuación entre los medios y los fines, con el objeto de extender el ideal entre quienes jamás podrían alcanzar la meta. En ningún momento se dirá que, aparte de la capacidad en quien obtiene un resultado, ocupan un lugar primordial también el realismo y la sensatez. El amor a la dificultad no iguala en capacidades a todos los seres humanos. Una lucha continua y porfiada, sin probabilidades de éxito, no garantiza nada, aparte tal vez de una acumulación de méritos para la otra vida. Aunque nadie sensato se atreve a negar la importancia de luchar, la verdad es que sólo unos pocos acometen esta acción con inteligencia. De ahí que se olvide en ocasiones que la lógica de la historia no consiste en persistir en los obstáculos, o en crearlos artificialmente para creer que se actúa, sino en superarlos lo más pronto posible. Un pueblo que se acostumbrara a los conflictos por sí mismos estaría dispuesto también a recibir de sus gobernantes todos los excesos posibles.


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El amor a la dificultad como tal puede llegar a estar al servicio de lo peor: de la dominación y de la injusticia. Y esta desgracia sobrevendría porque el brillo ilusorio de esta teoría, un simple ejercicio retórico, reside en sus aparentes alcances morales y en su papel motivador de la conducta humana, resultados aceptados con facilidad y sin resistencias teóricas. Se trataría en apariencia de promover el valor, el ánimo, el llamado espíritu de superación, pero ocurre que la pervivencia de un régimen político injusto se apoya en gran medida en un pueblo que acepta los trabajos, las penalidades y las aflicciones como parte de un destino inexorable. Como siempre habrá dificultades, se dice, no importa de dónde provengan. El énfasis se sitúa entonces en el individuo y en su capacidad de soportar. Por esa razón, al referirse Hegel al estoicismo en La fenomenología del espíritu señala que este sistema “solo podría surgir en una época de temor y de servidumbre”. Tal característica explicaría, de igual manera, el auge de esta doctrina moral en diversos periodos históricos. También hoy, como ayer, se buscaría contener el descontento general y de alegrar el oído blando de ciertos intelectuales. En el palacio de Nerón, el grupo de admiradores irrestrictos solía soltar lágrimas de emoción al escuchar la elocuencia de Séneca, su maestro.

Tomada de http://tecomunicas.blogspot.com.co/2012/09/


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[Diatriba

contra el statu quo*] “El que dijo sí” y “El que dijo no” Por Bertolt Becht** PERSONAJES El Maestro La Madre El Niño Estudiante 1 Estudiante 2 Estudiante 3 Narrador El que dijo sí NARRADOR: Debemos aprender ante todo a estar de acuerdo. Muchos dicen que sí, pero en el fondo no están de acuerdo. A muchos no se les pregunta nada, y muchos están de acuerdo con lo equivocado. Por eso debemos aprender ante todo a estar de acuerdo. (El Maestro se halla en la habitación número uno, la Madre y el Niño están en la número dos).


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EL MAESTRO: Soy el Maestro. Tengo una escuela en la ciudad, y un alumno cuyo padre ha muerto. Sólo le queda su madre, que cuida de él. Me dispongo a visitarlos para despedirme de ellos, ya que estoy por salir de viaje hacia las montañas. (Golpea la puerta). ¿Puedo pasar? EL NIÑO (Se dirige de la habitación dos a la uno): ¿Quién es? ¡0h!, es el Maestro que viene a visitarnos. EL MAESTRO: ¿Por qué has faltado tanto tiempo a la escuela? EL NIÑO: Porque mi madre estaba enferma. EL MAESTRO: No lo sabía. Por favor, avísale en seguida que estoy aquí. EL NIÑO (Grita hacia la habitación dos): Madre, aquí está el Maestro. LA MADRE (Sentada en habitación dos en una silla de madera): Dile que entre. EL NIÑO: Por favor, pase usted. (Ambos pasan a la habitación dos). EL MAESTRO: Hace mucho que no he estado aquí. Su hijo dice que también usted ha caído enferma. ¿Se siente mejor ahora?


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LA MADRE: No se preocupe por mi enfermedad; no ha tenido consecuencias graves. EL MAESTRO: Me alegro de que así sea. Vengo a decirles adiós, porque en breve salgo en un viaje de investigación hacia las montañas. En la ciudad del otro lado de las montañas viven famosos maestros. LA MADRE: ¡Una expedición científica a las montañas! Sí, es cierto, he oído decir que allí viven médicos famosos, pero también he oído decir que el viaje es muy peligroso. ¿Quizá usted quiera llevar a mi hijo? EL MAESTRO: Este no es un viaje en el que pueda llevarse a un niño. LA MADRE: Bueno, espero que todo marche bien. EL MAESTRO: Ahora debo irme. Adiós. (Sale de la habitación uno). EL NIÑO (Sigue al Maestro a la habitación uno): Tengo algo que decirle. (La madre escucha detrás de la puerta). EL MAESTRO: ¿Qué quieres decirme? EL NIÑO: Quiero ir con usted a las montañas.


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EL MAESTRO: Como ya le dije a tu madre, el viaje es difícil y peligroso. Tú no podrás venir. Además, ¿cómo abandonarás a tu madre enferma? Quédate aquí. Es imposible que vengas con nosotros. EL NIÑO: Precisamente porque mi madre está enferma quiero ir con ustedes a ver a los médicos famosos de la ciudad que está del otro lado de las montañas para pedirles medicina e instrucciones. EL MAESTRO: Pero, en caso de que te aceptáramos, ¿estarías conforme con todo lo que pudiera ocurrir durante el viaje? EL NIÑO: Sí. EL MAESTRO: Tengo que hablar otra vez con tu madre. (Vuelve a la habitación dos. El niño escucha detrás de la puerta). EL MAESTRO: He vuelto. Su hijo dice que quiere venir con nosotros. Le respondí que no podía abandonarla, estando usted enferma, y que el viaje es difícil y peligroso. Le dije que era imposible que viniera con nosotros. Pero él me contestó que tenía que ir a la ciudad que está del otro lado de las montañas para buscar medicina e instrucciones para curar su enfermedad. LA MADRE: He escuchado las palabras de mi hijo. No dudo de su sinceridad, y de que quiere acompañarlo en


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este peligroso viaje. ¡Entra, hijo mío! (El niño entra a la habitación dos). Desde el día en que tu padre nos abandonó a nadie tuve a mi lado salvo a ti. Nunca estuviste ausente de mi pensamiento y de mi vista por más tiempo que el que necesitaba para preparar la comida, para arreglar tu ropa y para ganar el dinero necesario. EL NIÑO: Todo lo que dices es verdad. Sin embargo, nada podrá hacerme desistir de mi propósito. EL NIÑO, LA MADRE Y EL MAESTRO: Haré (hará) el peligroso viaje a la ciudad que está del otro lado de las montañas, para buscar medicina e instrucciones para curar tu (mi, su) enfermedad. NARRADOR: Vieron que ninguna advertencia podía conmoverlo. Entonces el maestro y la madre dijeron juntos: EL MAESTRO Y LA MADRE: Muchos están de acuerdo con lo equivocado, pero él no está de acuerdo con la enfermedad; quiere, en cambio, que se cure la enfermedad. LA MADRE: Las fuerzas me abandonan. Si es necesario ve con el maestro. Pero vuelve pronto. NARRADOR: Los hombres iniciaron el viaje por las montañas. Entre ellos estaban el maestro y el niño. El niño no podía resistir el esfuerzo. Su corazón se resintió


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y la vuelta al hogar se hacía imperiosa. A la madrugada, al pie de las montañas, ya apenas podía mover sus piernas cansadas. (Entran en la habitación uno el Maestro, los tres estudiantes y, por último, el niño llevando una mochila). EL MAESTRO: Hemos subido rápidamente; allí está la primera cabaña. En ella descansaremos un rato. ESTUDIANTE 1: Ahora mismo. (Van hacia el estrado de la habitación dos. El niño retiene al Maestro). EL NIÑO: Tengo algo que decirle. EL MESTRO: ¿Qué quieres decirme? EL NIÑO: No me siento bien. EL MAESTRO: ¡Alto ahí! Quienes salen a realizar viajes como este no pueden decir esas cosas. Tal vez te encuentres cansado porque no estás habituado a escalar montañas. Descansa un momento y repara tus fuerzas. (Sube al estrado). ESTUDIANTE 1: Parece que el niño está cansado de subir.


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ESTUDIANTE 3: Preguntémosle al Maestro qué es lo que pasa. ESTUDIANTE 2 (Al Maestro): Hemos oído que el niño está cansado de subir. ESTUDIANTE 1: ¿Qué le ocurre? ESTUDIANTE 3: ¿Te preocupa su estado? EL MAESTRO: No se siente bien, pero por lo demás todo marcha perfectamente. Está cansado de subir. ESTUDIANTE 3: ¿De modo que no estás preocupado por él? (Larga pausa). LOS TRES ESTUDIANTES (Entre ellos): ¿Oyeron? El maestro ha dicho que el niño sólo está cansado de subir. ¿Pero no tiene un aspecto muy extraño ahora? Detrás de la cabaña se halla el risco angosto. Sólo se lo puede cruzar agarrándose con ambas manos de la roca. Ojalá que no esté enfermo, ya que si no puede seguir tendremos que dejarlo aquí. Le preguntaremos al Maestro. (Dirigiéndose al Maestro). ESTUDIANTE 1: Cuando hace un momento te preguntamos por el niño, nos dijiste que sólo estaba


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cansado de subir, pero ahora tiene un aspecto muy extraño. ESTUDIANTE 3: Mira, se ha sentado. EL MAESTRO: Veo que ha enfermado. ¿Por qué no tratáis de llevarlo en brazos por el risco angosto? LOS TRES ESTUDIANTES: Trataremos. (Instrucciones técnicas: los tres estudiantes intentan llevar al niño por el “risco angosto”). ESTUDIANTE 2: No podemos llevarlo, y tampoco podemos quedarnos aquí con él. ESTUDIANTE 1: Ocurra lo que ocurra, tenemos que seguir adelante, ya que una ciudad entera espera la medicina que vamos a buscar. ESTUDIANTE 3: La conclusión es terrible, pero si no puede venir con nosotros tendremos que dejarlo aquí, en la mañana. EL MAESTRO: Sí, tal vez tenga que hacerlo. No puedo oponerme a esa decisión. Pero creo que es correcto que se pregunte al que se ha enfermado, si quiere que regresemos por su causa. En mi corazón siento una gran pena por esta criatura. Iré a su lado, a fin de prepararlo delicadamente para su destino.


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ESTUDIANTE 1: Por favor, hazlo. (Se paran cara a cara). LOS TRES ESTUDIANTE, NARRADOR: Le preguntaremos (le preguntaron) si quiere (quería) que retornemos (que retornaran) por su causa, pero aún si nos (les) pide que así se haga no volveremos (no volverán) sino que lo dejaremos (lo dejarán) aquí, y seguiremos (seguirán) el viaje. EL MAESTRO (que ha bajado hacia la habitación uno donde se encuentra el Niño): ¡Escúchame bien! Como estás enfermo y no puedes seguir adelante, tenemos que dejarte aquí. Pero es correcto que se pregunte al que ha enfermado si quiere que regresemos por su causa. Y las costumbres también prescriben que el que ha enfermado conteste: “No deben volver atrás”. EL NIÑO: Entiendo. EL MAESTRO: ¿Quieres que volvamos por tu causa? EL NIÑO: ¡No! EL MAESTRO: ¿Estás de acuerdo, entonces, en que te dejemos aquí? EL NIÑO: Lo pensaré. (Pausa mientras reflexiona). Sí, estoy de acuerdo.


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EL MAESTRO (Grita desde la habitación uno a la dos): Ha contestado estar de acuerdo con las necesidades. ESTUDIANTE 2 (Mientras se dirigen a la habitación uno): ¿Ha dicho que sí? ¡Adelante! (Los tres estudiantes permanecen inmóviles). EL MAESTRO: Vamos, adelante, no paremos ahora, una vez que se ha decidido partir. (Los tres estudiantes permanecen inmóviles). EL NIÑO: Quiero decir algo. Les ruego que no me dejen aquí tirado, sino que me arrojen al valle, pues tengo miedo de morir solo. ESTUDIANTE 3: No podemos hacerlo. EL NIÑO: ¡Alto ahí! Lo exijo. EL MAESTRO: Habéis decidido seguir adelante y dejarlo aquí. Es fácil decidir su suerte pero es difícil ejecutarla. ¿Estáis dispuestos a arrojarlo al valle? LOS TRES ESTUDIANTES: Sí. Apoya tu cabeza contra nuestros brazos. No te esfuerces. Te llevamos con cuidado. (Los tres estudiantes se paran el borde del risco delante del niño, ocultándolo a la vista del público).


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EL NIÑO: (Invisible). Bien sabía que en este viaje podía perder la vida. Mi preocupación por mi madre me indujo a viajar. Tomen mi mochila, llénenla con medicina y llévensela a mi madre cuando regresen. NARRADOR: Entonces los amigos tomaron la mochila y lamentándose de los tristes designios de este mundo y de sus amargas leyes, tiraron al niño por el precipicio. Muy juntos estaban al borde del precipicio. Cuando lo arrojaron cerrando los ojos, ninguno era más culpable que su compañero. Detrás del niño tiraron terrones de tierra y piedras chatas. FIN de “El que dijo sí” * La acepción de statu quo que se quiere diatribizar es la que opera en el ámbito religioso; allí se emplea para referirse al conjunto de tradiciones, reglas y leyes de carácter histórico que han llevado a determinar distintas pautas, preceptos y normas dentro de las religiones existentes. En el ámbito político, el statu quo implica que hay un poder y un grupo que pretende mantenerlo a toda costa, mientras que otros grupos consideran que es necesario un cambio, un nuevo orden. Los defensores del statu quo son quienes tienen el poder y consideran que la situación no debe modificarse y cualquier propuesta contraria es considerada como una amenaza o un peligro que puede romper la armonía; en cambio, los grupos de la oposición normalmente cuestionan el statu quo. En este sentido, hay un mensaje implícito entre los partidarios de


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preservar el statu quo: que es mejor no tocar las cosas, que todo continúe igual y que los cambios son peligrosos (N. del Comp.). ** “El que dijo no” es una especie de réplica a “El que dijo sí”. Esta fue escrita por Brecht en 1930, sobre la base de una pieza japonesa, Taniko, de la cual conocía la adaptación inglesa de Arthur Waley. Representada en el Instituto Pedagógico de Berlín, la pequeña ópera suscitó reacciones encontradas entre el público asistente. Ello indujo a Brecht a reescribir su primera versión, y a agregarle una segunda pieza, “El que dijo no”, en la que se ofrece una solución distinta al problema planteado en la primera obra. Y ¿cuál era el problema? El anexo lo enuncia (N. del Comp.). Anexo: “El que dijo no” (fragmento) […] NARRADOR: Los hombres iniciaron el viaje por las montañas. Entre ellos estaban el maestro y el niño. El niño no podía resistir el esfuerzo; su corazón se resintió, y la vuelta al hogar se hacía imperiosa. A la madrugada, al pie de las montañas, ya apenas podía mover sus piernas cansadas. (Entran en la habitación uno el maestro, los tres estudiantes y, por último, el niño llevando una jarra). EL MAESTRO: Hemos subido rápidamente; allí está la primera cabaña. En ella descansaremos un rato.


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ESTUDIANTE 1: Ahora mismo. (Van hacia el estrado de la habitación dos. El niño retiene al maestro). EL NIÑO: Tengo algo que decirle. EL MAESTRO: ¿Qué quieres decirme? EL NIÑO: No me siento bien. EL MAESTRO: ¡Alto ahí! Quienes salen a realizar viajes como éste no pueden decir esas cosas. Tal vez te encuentres cansado porque no estás habituado a escalar montañas. Descansa un momento y repara tus fuerzas. (Sube al estrado). ESTUDIANTE 2: Parece que el niño está cansado de subir. ESTUDIANTE 3: Preguntaremos al maestro qué es lo que le pasa. ESTUDIANTE 2: Hemos oído que el niño está cansado de subir. ESTUDIANTE 1: ¿Qué le ocurre? ESTUDIANTE 3: ¿Te preocupa su estado?


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EL MAESTRO: No se siente bien, pero por lo demás todo marcha perfectamente. Está cansado de subir. ESTUDIANTE 3: ¿De modo que no estás preocupado por él? (Larga pausa). LOS TRES ESTUDIANTES (Entre ellos): ¿Oyeron? El maestro ha dicho que el niño sólo está cansado de subir. ¿Pero no tiene un aspecto muy extraño ahora? Detrás de la cabaña se halla el risco angosto. Sólo se lo puede cruzar tomándose con ambas manos de la roca. No podemos llevar en brazos a nadie. ¿Deberemos, entonces, obedecer al gran rito, tirándolo por el precipicio? (Grita hacia la habitación uno, colocando las manos en torno a la boca, a modo de bocina). ESTUDIANTE 1: ¿Estás enfermo de tanto escalar? EL NIÑO: No. Ya ven que estoy parado. ¿No me sentaría en caso de estar enfermo? (Una pausa. El niño se sienta). ESTUDIANTE 1: Se lo diremos al maestro. Señor, cuando hace un momento te preguntamos por el niño, nos dijiste que sólo estaba cansado de subir, pero ahora tiene un aspecto muy extraño.


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ESTUDIANTE 2: Mira, se ha sentado. ESTUDIANTE 3: Lo decimos con horror, pero desde antiguo existe aquí un gran rito: a los que no pueden seguir adelante se los tira por el precipicio. EL MAESTRO: ¿Cómo? ¿Van a tirar a este niño al precipicio? ESTUDIANTE 1: Sí, lo haremos. EL MAESTRO: Es un gran rito. No puedo oponerme a él, pero el gran rito también ordena que se pregunte al enfermo si quiere que volvamos por su causa. En mi corazón siento una gran pena por esta criatura. Iré a su lado, a fin de prepararlo delicadamente para su destino. LOS TRES ESTUDIANTES: Por favor, hazlo (Se paran cara a cara). LOS TRES ESTUDIANTES, NARRADOR: Le preguntaremos (le preguntaron) si quiere (quería) que retornemos (que retornaran) por su causa. Pero aún si nos (les) pide que así se haga no volveremos (no volverán) sino que lo arrojaremos (lo arrojarán) al precipicio. EL MAESTRO (que ha bajado a la habitación uno, donde se encuentra el niño): ¡Escúchame bien! Desde antiguo existe una ley según la cual todo aquel que se enferme


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en un viaje, debe ser arrojado al precipicio. La muerte es inmediata. Pero el rito también ordena que se pregunte al enfermo si quiere que volvamos por su causa. Y el rito también ordena que el enfermo responda: “no deben volver atrás”. EL NIÑO: Entiendo. EL MAESTRO: ¿Quieres que volvamos por tu causa? ¿O estás de acuerdo con que te arrojemos al precipicio, según lo exige el gran rito? EL NIÑO: Quiero regresar a casa. EL MAESTRO (Desde la habitación uno a la dos): ¡Bajen! ¡No ha contestado de acuerdo con la costumbre! (Pasan los estudiantes a la habitación uno). ESTUDIANTE 3: Dijo que no. (Al niño) ¿Por qué no has contestado de acuerdo a la costumbre? ESTUDIANTE 1: Quién dice “a” también debe decir “b”. ESTUDIANTE 2: Cuando en su momento te preguntamos si estarías de acuerdo con todas las consecuencias de este viaje, contestaste que sí. EL NIÑO: La respuesta que di fue equivocada, pero la pregunta lo fue más. Quien diga “a” no tiene que decir “b”


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necesariamente. También pude reconocer que “a” era un error. Quería ir en busca de la medicina para mi madre, pero ahora me he enfermado yo mismo, así que ya no me será posible cumplir mi propósito. Y quiero regresar en seguida, según lo exige la nueva situación. También a ustedes les ruego que se vuelvan para llevarme a casa. Sus estudios bien pueden postergarse. Y si, como espero, en el otro lado hay algo que aprender, solo podría ser lo siguiente: en una situación como esta hay que regresar. En lo que respecta al antiguo gran rito, no veo sabiduría alguna en él. Más bien necesito una nueva costumbre, que tenemos que imponer cuanto antes: la costumbre de reflexionar otra vez en cada situación***. ESTUDIANTE 1 (al maestro): ¿Qué debemos hacer? ESTUDIANTE 3: Lo que el niño dice, si bien no es heroico, es razonable. EL MAESTRO: No. No veo nada vergonzoso en ello. LOS TRES ESTUDIANTES: Entonces regresaremos, y ninguna burla y ningún escarnio nos impedirán hacer lo que es razonable, y ningún antiguo rito nos impedirá una idea acertada. Apoya tu cabeza contra nuestros brazos. No te esfuerces. Te llevamos con cuidado. NARRADOR: Así los amigos transportaron al amigo y fundaron una nueva costumbre y una nueva ley y llevaron de vuelta al niño. Muy juntos caminaron todos. A pesar de


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los escarnios. A pesar de las burlas, con los ojos cerrados, ninguno más cobarde que su vecino. F I N de “El que dijo no” *** A la dramaturgia de Brecht se le conoce con el nombre de teatro dialéctico. La dialéctica instaura la ley de la contradicción o solidaridad entre los contrarios: positivo y negativo, afirmación y negación, continuar y desertar, persistir y desistir, gestar y abortar. En el plano filosófico aparecen dos nociones con vocación dialéctica: el dilema y la disyuntiva. El dilema es una situación difícil o comprometida en que hay dos posibilidades de actuación y no se sabe cuál de ellas escoger, porque ambas son igualmente buenas o malas. Por su parte, la disyuntiva se refiere a una situación en la que hay que elegir entre dos soluciones diferentes. La segunda posibilidad o solución, tanto en el dilema como en la disyuntiva, recibe el nombre de alternativa (o plan B); la alternativa es casi siempre un cara a cara frente a la costumbre, la moral o la ética, inscritas en el plan A; el plan B es, también casi siempre, un desafío al canon, al statu quo o al sentido común (el canon es el conjunto de normas, preceptos o principios con que se rige la conducta humana; statu quo es el conjunto de tradiciones, reglas y leyes de carácter histórico que han llevado a determinar distintas pautas, preceptos y normas dentro de las religiones existentes; y sentido común son los conocimientos y creencias compartidos por una comunidad y considerados como prudentes, lógicos o válidos).


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Así las cosas, lo que nos muestra la obra de Brecht es que la toma de decisiones será siempre dialéctica. En “El que dijo sí” se continuará el viaje al otro pueblo detrás de la montaña. En “El que dijo no” se regresará. Continuar-regresar configuran la unidad dialéctica. Pero lo verdaderamente interesante de este teatro dialéctico no es la decisión sino el costo de la decisión: la muerte del niño en “El que dijo sí” y la no consecución de las medicinas en “El que dijo no”. Sobre la no consecución de la medicina para una ciudad entera que las espera (regresar), el muchacho impone su ley: REFLEXIONAR OTRA VEZ EN CADA SITUACIÓN, así se vulnere o afecte el orden establecido (N. del Comp.).


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Diatriba de amor

contra un hombre sentado Por Gabriel García Márquez Antes del tercer llamado, aún con el telón bajo y encendidas las luces de la sala, se oye en el fondo del escenario el estropicio de una vajilla que está siendo despedazada contra el suelo. No es una destrucción caótica, sino más bien sistemática y en cierto modo jubilosa, pero no hay duda de que el motivo es una rabia inconsolable. Al terminar los estragos se alza el telón en el escenario oscuro. Es de noche. Graciela raya un fósforo en las tinieblas para encender un cigarrillo, y la deflagración inicia la lenta iluminación del escenario: es un dormitorio de ricos, con pocos muebles modernos y de buen gusto. Hay un viejo perchero, donde están colgadas algunas de las ropas que Graciela va a usar a lo largo de su monólogo, y que permanecerá allí todo el tiempo del drama. El escenario básico es un espacio sobrio, previsto para experimentar cambios de lugar y de tiempo según los estados de ánimo de la protagonista única. La cual, mientras habla, hará los cambios necesarios para transformar el ambiente. En algunos casos, un criado sigiloso y en sombras, entrará en escena para hacer ciertos cambios.


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En el extremo derecho, sentado en un sillón inglés, en traje oscuro y con la cara oculta detrás del periódico que finge leer, está el marido inmóvil. Es un maniquí. En los distintos escenarios habrá vasos y jarras de agua, así como cajas de fósforos y paquetes de cigarrillos o cigarreras. Graciela tomará agua cuando quiera, y encenderá los cigarrillos por impulsos irresistibles, y los apagará casi en seguida en los ceniceros cercanos. Más que un hábito es un tic que el director manejará según las conveniencias dramáticas. El drama transcurre en una ciudad del Caribe con treinta y cinco grados a la sombra y noventa por ciento de humedad relativa, después que Graciela y su marido regresan de una cena informal poco antes del amanecer del 3 de agosto de 1978. Ella lleva un traje sencillo de tierra caliente con joyas cotidianas. Se ve pálida y trémula a pesar del maquillaje intenso, pero mantiene el dominio fácil de quien ya está más allá de la desesperación. GRACIELA: ¡Nada se parece tanto al infierno como un matrimonio feliz! Tira el bolso de mano en un sillón, recoge del suelo el periódico de la tarde, le da una hojeada rápida y lo tira junto al bolso. Se quita las joyas y las pone sobre la mesa de centro. Solo un Dios hombre podía regalarme esta revelación para nuestras bodas de plata. Y todavía debo agradecerle


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que me haya dado todo lo necesario para gozar de mi estupidez, día por día, durante veinticinco años mortales. Todo, hasta un hijo seductor y holgazán, y tan hijo de puta como su padre. Se sienta a fumar, se quita los zapatos, se sumerge en una reflexión profunda, y en un tono bajo y tenso, de moscardón monocorde, reanuda el sartal de reproches interminables: Qué te creías: ¿que íbamos a cancelar a última hora la fiesta más hablada del año, para que yo quedara como la villana del cuento y tú bañándote en agua de rosas? Ja, ja. ¡La eterna víctima! Pero mientras tanto te niegas a contestarme, te niegas a discutir los problemas como la gente de bien, te niegas a mirarme a la cara. Larga espera. De acuerdo: también el silencio es una respuesta. Así que ya puedes quedarte ahí hasta el final de los siglos, porque a mí sí que me vas a oír. Apaga el cigarrillo restregándolo sin piedad en el cenicero, y empieza a desvestirse poco a poco sin interrumpir el monólogo. Como el vestido es cerrado en la espalda con una larga hilera de botones, Graciela hará toda clase de tentativas casi acrobáticas para desabotonarla sin apelar a la ayuda del marido. Pero terminará por rendirse, agarrando con toda su fuerza los dos lados del vestido a la altura de la nuca, y haciendo saltar de un tirón enérgico la hilera de botones. Al final se quitará las medias, y quedará descalza y vestida sólo con la combinación de seda.


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A la noche estará aquí todo el que vale y pesa en este país. Es decir, todo el mundo menos los pobres. Tal como tú mismo lo anunciaste hace veinticinco años, cuando juraste que ibas a consagrar cada minuto de tu vida a preparar las bodas de plata del matrimonio más feliz de la tierra. Pues bien: aquí estamos. Si no fingieras tanto interés en ese periódico de ayer, en vez de leer el de esta tarde, ya podrías sacarla cuenta del tonel de dinero que te van a costar tus ínfulas de profeta. Vuelve a sentarse para leer el periódico vespertino cerca de la lámpara. Más de mil invitados nacionales y extranjeros, cuatro quintales de caviar, sesenta bueyes artificiales importados del Japón, toda la producción nacional de pavos, y alcoholes suficientes para resolver la penuria de la vivienda popular. (Se interrumpe al darse cuenta de que no es una información rigurosa). Es una noticia de mala ley, pero no demasiado exagerada. (Continúa leyendo a saltos). Los turistas protestan porque en los hoteles solo hay lugar para quienes muestren nuestra tarjeta de invitación. Las rosas rojas, que se habían acabado hace tres días, reaparecieron esta mañana diez veces más caras. Las autoridades previenen a la población contra toda clase de delincuentes comunes, políticos y oficiales, que están llegando desde el lunes, atraídos por un falso anuncio de que habrá festividades públicas. Hay más de setenta detenidos.


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Lee un poco más, y tira lejos el periódico: ¡Este país se acabó! (Animándose). Así que vendrán todos, hasta mis hombres de letras, que se han rebajado a vestirse de pingüinos sólo por escoltarme en mi noche de gloria. Y vendrá ella, por supuesto, ella primero que todos. ¿Qué creías? ¿Que me iba a someter a la humillación de no invitarla? ¡Ja, ja! Si nos ha hecho el honor en otros tantos aniversarios, infaustos o gloriosos, no veo por qué no iba a estar en el más memorable de todos: el último. La interrumpen las campanas de una iglesia distante llamando a misa. Hace un silencio para sobreponerse, pero no puede evitar el zarpazo de la emoción. ¡Ahí está, Dios mío: ya va a amanecer! Miércoles tres de agosto de 1978. ¡Quién nos iba a decir que veinticinco años después de casados iba a haber todavía un tres de agosto! Un día como hoy, a esta hora, salimos de la ermita de San Julián el Hospitalario. Tú con la camisa hecha con sacos de harina, que todavía tenía el haz de espigas y la marca de fábrica impresos en la espalda, y yo con un balandrán de novicia que me prestó una amiga dos veces más ancha para que se notara menos mi estado. De todos modos, oí que alguien dijo al pasar: «Si se demoran un poco más, el niño hubiera podido ser el padrino». ¡Fue muy raro! El cielo malva con las primeras luces estaba lleno de pájaros negros que graznaban volando en


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círculos sobre nuestras cabezas. Dijiste, aunque ahora lo niegas, que Julio César no se hubiera casado jamás bajo un auspicio tan aciago, pero tú sí. Y lo raro es que lograste conjurarlo. ¿Cómo decirlo? (Confusa): Lograste hacerme feliz sin serlo: feliz sin amor. Difícil de entender, pero no importa: yo me entiendo. Por primera vez mira al marido haciendo girar la cabeza con un movimiento casi imperceptible. (Irónica): ¿Qué esperas, que me precipite en tus brazos para agradecerte lo que has hecho por mí? ¿Que te rinda el tributo de mi gratitud eterna por haberme cubierto de oro y de gloria? Hace una seña procaz con el puño cerrado. ¡Mira! Enciende otro cigarrillo para calmarse, mientras. En el primer plano del escenario aparece un óvalo luminoso: el espejo del tocador. Graciela se sienta de cara al público en el taburete del tocador con el rostro enmarcado dentro del óvalo de luz. Luego de un instante de reflexión, suspira: (Nostálgica): ¡Se nos fue la vida, carajo! Se estira la piel de la cara con las dos manos, y evoca con tristeza cómo era veinticinco años antes. Se levanta los senos: así eran. Le dirige a su imagen una frase sin voz, pero tan bien articulada que podría entenderse por el movimiento de los labios.


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Se acerca al espejo para escuchar la respuesta inaudible de la imagen, vuelve a mirar al marido para asegurarse de que no la está oyendo, y dice al espejo otra frase sin voz. Quiere sonreír pero no puede: sus ojos están anegados de lágrimas. Trata de secarse los párpados con los dedos, pero se embadurna la cara con el maquillaje. No puede soportarlo, y reacciona con rabia: ¡Carajo! Empieza a quitarse el maquillaje ante el espejo, al principio con la furia por haber llorado, y después en un proceso lento y reflexivo, mientras continúa hablando, pero ahora no con el marido sino con su propia imagen. Si no fuera por los amaneceres, seríamos jóvenes toda la vida. Es cierto: uno envejece al amanecer. Los atardeceres son deprimentes, pero lo preparan a uno para la aventura de cada noche (como dirían mis hombres de letras). Los amaneceres no. En las fiestas, desde que siento el silencio de la madrugada, me empieza un reconcomio que no se me sosiega en el cuerpo. ¡Hay que irse!, de prisa, con los ojos cerrados para no ver las últimas estrellas. Porque si el día nos sorprende en la calle con la ropa de fiesta nos echa encima un chaparrón de años que no volvemos a quitarnos jamás. Por lo mismo no me gustan las fotografías: uno las vuelve a ver el año siguiente, y ya parecen sacadas del baúl de los abuelos. Sigue desmaquillándose.


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Yo tenía ¿cuántos?, casi treinta años, que por aquellos tiempos eran muchos, demasiados. Los niños decían: una viejita como de treinta años. Pues treinta años tenía la primera vez que fuimos en el tren nocturno de Ginebra a Roma. Cenamos con velas, jugamos a las barajas con unos recién casados suizos que tenían urgencia de perder para irse a la cama, y desperté feliz a las seis, loca por conocer los prodigios del agua de la Villa d’Este. De pronto tuve la mala suerte de mirarme en el espejo. ¡Qué horror! Por lo menos cinco años más. No valen mascarillas de pepino, ni cataplasmas de placenta, nada, porque no es una vejez de la piel, sino algo irreparable que le sucede a una en el alma. ¡Mierda! Lástima, porque el tren es el único modo humano de viajar. El avión se parece a un milagro, pero va tan rápido que una llega con el cuerpo solo, y anda dos o tres días como una sonámbula, hasta que llega el alma atrasada. Se interrumpe, mira al marido, como si hubiera oído su voz, y le dice con desprecio, articulando muy bien las sílabas. No-es-to-y-ha-blan-do-con-ti-go. Luego advierte, como si lo viera a través de una ventana, que ha empezado el amanecer. ¡Qué maravilla: ahí está! Ni sombra de lo que eran nuestros amaneceres de pobres, por supuesto. Pero sea como sea, aun desde aquí, también éste vale cinco años


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de vida. (Vuelve en sí). Hasta con un marido embalsamado detrás del periódico. Sigue contemplando el amanecer un largo instante, fascinada, consciente de sacrificar cinco años de su vida por el prodigio, mientras el día va iluminando el escenario. Al fin suspira: (Nostálgica): ¡Qué felices éramos, Dios mío! (Al marido): Si por algo te tienen que condenar en el Juicio Final es por haber tenido el amor en casa y no haber sabido reconocerlo. Daría muchos amaneceres como éste por estar todavía en la casita perdularia de la marisma, respirando aquel olor de pescado frito bien freído y oyendo la gritería de las negras que hacían el amor a mediodía con las puertas despernancadas. Durmiendo los dos en la misma hamaca y con espacio de sobra para otros dos, con una hornilla de carbón que casi era mejor no tenerla por falta de uso, y un excusado que se desbordaba en eruptos pestilentes con el mar de leva. El óvalo de luz se apaga, y la sala va a transformarse en una habitación pobre de una barriada del Caribe, con muy escasos muebles, rústicos y maltrechos, que la propia Graciela irá poniendo en su lugar mientras habla, y una hamaca grande de colores vivos que colgará en su momento. Al fondo hay una ventana abierta hacia el mar deslumbrante. Hay varios alambres para secar ropa, pero sólo están colgadas dos camisas de hombre. Lo único que permanece igual es el marido oculto detrás del periódico.


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Cuando Graciela se levanta del tocador vemos que está encinta de unos seis meses. Sin maquillaje, en combinación y con un trapo amarrado en la cabeza, ha recuperado el aspecto juvenil y pobre de los primeros tiempos del amor. Ganas me dan de romperme la cabeza contra las paredes, nada más de pensar que mi madre será la única que no vendrá esta noche. La primera que merecía estar. Aunque sólo fuera por haberme advertido a tiempo que la felicidad del olvido es la única que no se paga. Otra habría sido mi suerte si hubiera heredado su virtud de ver las cosas antes que sucedieran, como si la vida fuera de vidrio. Sobre todo la tuya. Sabíamos que eras un renegado de los Jaraiz de la Vera, que te habías limpiado con los pergaminos de tus abuelos y habías mandado a volar los oropeles de esta mansión y la corona de oro de tus apellidos, y eso nos hubiera bastado a todos para abrirte el alma. Sólo mi madre no se engañó. Desde que te señalé de lejos en la verbena de San Lázaro, con tus rizos dorados de Ángel de la Guarda, casi antes de saber a ciencia cierta cuál eras tú entre la pelotera de inválidos, me previno: «Ese muchacho tiene dos caras: la que nos muestra a nosotras, que ya no es buena, y la otra, que debe ser peor». Lleva un canasto de ropa húmeda y cuelga unas pocas piezas en los alambres.


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No tenía nada, pero renuncié a todo por ti. (Se encoge de hombros). Bueno: yo me entiendo. Claro que nunca lo valoraste como una inmolación. ¡Qué va! Ni te enteraste siquiera. ¿Sabes por qué? Porque toda tu vida has sido inferior a tu propia suerte. En cambio yo no tengo quien me cargue la cruz, porque yo misma me serví mi láudano con cucharitas de oro. Bastó que mi madre me dijera que no eras el hombre de mi vida para que me desbaratara por ti. La gente decía que era el capricho natural en una pobre criatura del barrio de Las Brisas, la pobre yo de entonces, ya muy bien hecha a los diecinueve años, claro, pero hablando como si arrastrara los pies (se imita): Otilia lava la tina, el bobo bota la bola, el adivino se dedica a la bebida. Claro que en cierto modo eras un precursor de la moda de hoy con el pelo hasta aquí (lo indica hasta el cuello) y una barba que siempre parecía de tres días, y unas sandalias de peregrino con los dedos por fuera. Y macrobiótico antes de tiempo: nada de alcohol, nada de humo, nada de comer que no estuviera sembrado en el jardín. Machista, eso sí, como todos los hombres y casi todas las mujeres, y con un talento privilegiado para demostrar lo mal hecho que estaba el mundo. ¡Con las mismas razones cínicas con que ahora proclamas próceres a los estadistas de pacotilla que están acabando con este país! Si me emperré contigo desde el principio fue sólo por contrariar a mi madre, que se había destroncado los riñones trabajando como una mula, primero para hacerme


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bachiller de letras con las monjas de los ricos, y después doctora en la Universidad, doctora en cualquier cosa, con tal que lo fuera. Todavía cuando tú me conociste seguía glorificando mis gracias en los mercados como si me hubiera parido para vender. Abre una mesa de planchar, arrima un fogón para calentar las planchas, y empieza a planchar una de las camisas secas de los alambres. Antes de acostarme me quitaba todo cuanto llevaba puesto para que no me escapara a encontrarme contigo, todo, salvo la cadenita con la Virgen de los Remedios que me libraba de todo mal (menos de ti, por si acaso), me dejaba igual que me parió, íngrima y sin afeitar por ninguna parte, como se usaba entonces. Lo único que no se le había ocurrido fue lo que se me ocurrió: que una noche me tiré por la ventana en el agua muerta de la bahía, tal como estaba, y me fui a buscarte nadando por debajo del agua. ¡Qué maravilla!, sin nada de ajustadores con el broche por detrás, nada de refajos de castidad, nada de calzoncitos de madapolán con la jareta enredada, nada de nada, sino lista de una vez para ti, nuevecita, revolcándome en el lodo podrido como una perra de la calle. Quedamos parejos: tú repudiado por tus padres y yo por los míos. Pero felices por lo que no teníamos. Al revés de ahora, que nos sobra de todo menos el amor.


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En el cuarto vecino empieza a oírse una melodía nostálgica, tocada en saxo con titubeos de aprendiz. Es la melodía de una canción muy bella, que debe ser creada expresamente para esta obra dentro del espíritu y el gusto de la época. Graciela interrumpe el monólogo, e imita el saxo con la voz, y luego empieza a cantar la canción en volumen muy bajo, como tratando de recordar la letra. Al final la canta completa y bien, como una profesional. Mientras dura la canción, cierra la mesita de la plancha, descuelga la hamaca, y transforma el escenario de sus tiempos de pobre en el de la época actual. Al final de la canción es otra vez pleno día en la sala del principio. Bueno: a mí no me importaba ser pobre. Al contrario, ojalá estuviera todavía por allá, huérfana y gaga, pero arrullada por los ejercicios de saxofón de Amalia Florida, a quien Dios tenga en su santo reino. La pobre Amalia que consagró su vida a aprenderse una sola pieza en el saxofón, siempre la misma. (Repite con voz de saxo los primeros compases de la canción que acaba de cantar. Ríe feliz). A veces no resistía más, y le gritaba: (Grita) «¡Amalia, por Dios, deja ese cobre!». Y ella, muy seria, me gritaba: (Grita) «No seas bruta, niña. El saxo no es un cobre». Y seguía ensayando de día y de noche la misma canción.


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Lo cierto es que la felicidad no es como dicen, que sólo dura un instante y no se sabe que se tuvo sino cuando ya se acabó. La verdad es que dura mientras dure el amor, porque con amor hasta morirse es bueno. Enciende un cigarrillo. Y todavía tienes el descaro de decirme que la vejez me está volviendo celosa. ¡Figúrate! Sólo Dios sabe por las que he pasado para no prestar oídos a los chismes de tus aventuras. Que el día que viniste moribundo a las cinco de la mañana no fue porque trataron de secuestrarte (como lo hiciste publicar por los periódicos), sino que te quedaste encerrado toda la noche con una menor de edad en una casa ajena, y tú mismo te hiciste trizas la ropa y te parchaste la cara de moretones para que te creyeran el cuento. Que otra vez fue verdad que te asaltaron cuando estabas en el auto con Rosa San Román, ¡qué horror!, con Santa Rosita San Román, nada menos, y no sólo los dejaron a ambos en el cuero pelado, sino que pagaste no sé cuánto para que no te violaran delante de ella. Tal vez por eso me da tanta risa cuando me mandan cartas anónimas. Porque sólo cuentan las perrerías en las que te va mal, y en las que te va bien sólo las cuentas tú, y nadie te las cree. A mí me tienen sin cuidado, porque siempre he cumplido lo que te dije cuando nos casamos: no me importa con quién te acuestes por ahí, a condición de que no sea siempre la misma. Pero no me vendrás ahora con que ella


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es una distinta cada vez, si por poco no está cumpliendo contigo las mismas bodas de plata que cumplimos nosotros. Más de los años que tiene de casada con el chiflamicas de su marido, de quien se dice que va a la peluquería una vez por semana para que le serruchen la cornamenta, y se precia en sociedad de que sus hijos tengan los mismos párpados árabes de los Jaraiz de la Vera. Todos, menos la niña menor, con esa pelambre de negra brava que nadie sabe de dónde le viene, lo cual me hace pensar (a Dios gracias), que ya te dieron a tomar una sopa de tu propio chocolate. Deslizan el periódico del día por debajo de la puerta. Ella lo recoge y lo pone cerca del marido. (Irónica): Ahí tienes el de hoy, para que le des a ése su merecido descanso, que ya debe estar borrado de tanto leerlo. Se supone que la interrumpe una voz inaudible en la puerta. Escucha con atención, y luego imparte instrucciones terminantes para la fiesta: Nada de eso, dile a Gaspar que procedan como acordamos en el ensayo del sábado, y que cualquier otra novedad de última hora la resuelva él con su criterio ¿De acuerdo? Pausa para escuchar. Sí. Y por favor, que no me molesten más. Y al señor tampoco. Ni por teléfono. Digan que no saben dónde


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fuimos. Vamos a estar ocupados aquí hasta quién sabe cuándo. (Falsa sonrisa). Gracias, Brígida. Reflexiona: ¡Qué bruta soy! Las revistas de comadres van a publicar que hemos pasado todo el día celebrando las bodas de plata en la cama. (Se encoge de hombros). ¡Me importa un culo, mientras no sea verdad! ¿Qué estaba diciendo? Ya fuera del personaje, pregunta al público: ¿Alguien recuerda qué estaba diciendo? Las respuestas del público le permiten recuperar el hilo del monólogo, pero antes les dice a quienes la ayudaron a recordar: Mil gracias, pero al fin y al cabo es mi marido, y este pleito es sólo de él y mío, y nadie tiene que meterse. ¿Perdonen, eh? Se sirve un trago. Toma un poco. Al cabo de una reflexión se dirige al marido: Bueno: pero ahora todo eso es agua pasada. ¡Se acabó! Tu mamá de repuesto, la que te calentaba las medias antes de dormir para que no te fueras a morir por los pies, la que te cortaba las uñas con tijeritas de bordar, la que te echaba talco boricado en las entrepiernas para que


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no se te enconaran las escaldaduras de cuanta coya de guardarraya te llevabas a tus trapiches, la que soportaba con tanta devoción tus vómitos de borracho y tus pedos de amanecido debajo de la manta, ésa resolvió lo que tenía que haber resuelto desde el primer día: ¡me voy para el carajo! Acaba de tomarse el trago. Por si no lo sabes, el 3 de agosto cumplimos dos años de no hacer el amor. El anterior, cuando se cumplió el primer año, llamaste por teléfono desde Los Ángeles sin ningún motivo, y yo lo entendí como un gesto de aniversario. Pero este año estabas aquí, leíste hasta muy tarde en la cama, y yo me quedé hojeando revistas viejas, sin leer, pendiente de alguna señal. ¡Nada! No pensaba seducirte, claro, pero me hacía falta hablarlo. Sigue haciéndome falta. Que al cabo de dos años de penitencia me reconozcas al menos el derecho a estar resentida porque en la loquera de la cama me llamaste con el nombre de otra. (Que por cierto no era el de ella, ni recuerdo cuál.) Sé muy bien que todo el mundo tiene otro en quién pensar en ese momento. ¿Quién no? Yo misma lo tengo, a pesar de que nunca te hice el honor de coronarte. Pero siempre te he querido demasiado para equivocarme de nombre. Sigo creyendo que lo razonable era conversarlo la misma noche que sucedió. Pero no, en esta casa no se habla de


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problemas de la cintura para abajo. Son materia prohibida. Así que te dormiste contra la pared y me castigaste con la abstinencia. Hasta hoy. Dos años y dieciocho días. Pero hoy paro de contar. ¡Se acabó! Cambio. Puestos a decir verdades, siempre temí de ti una reacción tan primitiva. Desde que vine por primera vez a esta casa. (Breve reflexión). Bueno, ya está dicho. El caso es que tu madre me llamó sin que tú lo supieras, poco después de que nació tu hijo. Al principio me pareció una deslealtad, pero después pensé que quizás fuera bueno para ti y que al final sería mejor para el niño, y eso me dio ánimos para venir. Es difícil imaginarse ahora cuánto valor hacía falta para entrar en esta casa caminando por las orillas porque creía que las alfombras no se podían pisar, creyendo que la bóveda del vestíbulo era en verdad de oro, que los frisos y los capiteles eran de oro, que todo lo dorado era de oro. El coraje que necesité para entenderme con ella, si siempre me la habías pintado como una sargenta mayor que sólo obedecía a sus propias leyes. El escenario se oscurecerá cuando ella empiece a evocar a la suegra. Sólo quedará una órbita de luz muy intensa donde veremos a la anciana aristócrata en el mecedor vienés, tal como Graciela la irá describiendo, con el abanico de avestruz, sirviendo el té, etc., pero con leves toques de irrealidad y, por supuesto, en un plano distinto.


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Hasta en la sepultura voy a seguir viéndola como aquella tarde entre las astromelias de la terraza: más empolvada que una japonesa en el mecedor de mimbre, vestida de hilo blanco con el collar de perlas de seis vueltas, y con el abanico de plumas de avestruz que todavía les prestamos todos los años a las reinas de la belleza. Lo primero que hizo la muy atrevida fue decirme que mi defecto de dicción no era por fatalidad sino por desidia. Me preguntó si quería una taza de té, y le dije que no, figúrate, si lo único que yo sabía del té era que mi madre me lo recetaba de niña para bajar la fiebre. Pero ella me lo sirvió de todos modos. «Ay, hija mía», me dijo. «Te falta mucho por aprender.» Me sorprendió que era más joven de lo que una podía imaginarse a la abuela de su hijo, derecha y lánguida, y muy bella, además, con aquellas pestañas de medio sueño que podían abanicarla mejor que el abanico. Me encantaron sus manos melancólicas, como de parafina, que querían hablar solas: idénticas a las tuyas. Pero me asustó la fuerza de su determinación. Nunca había conocido un lugar tan callado. Había un canario en alguna parte, y cada vez que cantaba se movían las flores. De pronto, mientras hablábamos, oímos una tos desgarrada de alguien que se ahogaba dentro de la casa, y el silencio se hizo tan hondo que el mar se paró, se paró la tarde, se paró el mundo, todo, y yo sentí que no había aire para respirar. Tu madre se quedó con la taza suspendida con la punta de los dedos hasta que pasó la tos, y dijo muy despacio (confidencial): «Es él». Más tarde, cuando salía de la casa, alguien abrió una ventana por equivocación, y


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lo vi sin querer. Era un fantasma acostado, escuálido y amarillo, sin un solo pelo en el cráneo, sin un diente en la boca, y con unos ojos inmensos que ya no eran de este mundo. Pero aun en aquel estado se le notaba tanto el peso de su autoridad, que le hubiera bastado una sola palabra para aniquilarte. Tu madre estaba segura de que no pasaría de ese fin de semana. Por eso me llamó. Me habló de ti, hijo único, del nieto destinado a ser también el único en una familia que parece condenada a tener un solo hijo en cada generación, hasta que nazca una mujer sola y se extinga el apellido. Estaba resuelta a todo, a legitimar nuestro matrimonio, a falsificar las pruebas de mi origen, a entregarnos de una vez el vasto patrimonio familiar y esta estación de trenes con todo lo que tenía dentro, con la única condición de que vinieras a suplicar el perdón oficial de tu padre moribundo. Yo me estaba reventando por decirle: ja, ja. Pero me conformé con contestarle que te conocía tanto, tanto, que te lo iba a pedir sólo por complacerla a ella, aunque estaba segura de que no vendrías. Ni muerto. Entonces ella me dijo con una seguridad que me dio rabia: «Ay, hija, estás todavía demasiado verde para conocer a un hombre». Yo le insistí: «No vendrá, señora, créamelo». Y ella insistió: «Vendrá, ya lo verás». Enciende un cigarrillo. Bueno, pues sí: viniste. Y no fue por mí. Es verdad que te puse la cantaleta una noche entera para que asistieras


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al entierro, segura de que no vendrías de ningún modo. Y hasta sería capaz de pensar ahora que hice lo correcto, de no haber sido por la mala suerte de que viniste uno y regresaste otro. ¡Qué horror! Te bastó un solo entierro de cruz alta para olvidar el hambre, las humillaciones, tu pleito con el mundo. Te trasquilaron los bucles de ángel, te afeitaron a navaja, te peinaron para bailar el tango, con gomina y la raya en el medio, y te pusieron un vestido de paño inglés, con chaleco y leontina, y el anillo con el escudo de la familia que no te volviste a quitar. Y peor aún: de no haber sido por mí hubieras aceptado que te llamaran el marqués, como a tu padre y a tu abuelo, aunque ya nadie sabe a ciencia cierta si el señorío existió de veras alguna vez. ¡Qué vergüenza! Volviste idéntico a todos, o como dices ahora con toda la boca: idéntico a tu bisabuelo el marqués. Hasta en su estreñimiento de cemento armado, tú, que nunca habías tenido problemas por ahí, sino todo lo contrario: ¡un pato! ¿Qué podía hacer yo, con mi amor de loca, sino empeñarme con todos mis méritos para hacerme digna de ti? Pues bien: aquí me tienes. En esta ciudad donde todo el mundo es doctor, yo soy la única cuatro veces doctora. Cuatro veces el sueño de mi madre. Además: francés en dos años, inglés en otros dos, muy mal, por cierto, pero tú mismo me dijiste que el idioma universal no es el inglés, sino el inglés mal hablado. Y dos maestrías: una en letras clásicas con una tesis sobre los celos en Catulo, y la mejor, Summa Cum Laude en retórica y elocuencia, después de corregirme la dicción con el método de Demóstenes,


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hablando en hexámetros técnicos hasta cuatro horas continuas con una piedra dentro de la boca (Se mete el índice en la boca, y dice): ¿Quis, quid, ubi, quibus auxiliis, cur, quomodo, quando? Por mudarme en esta casa perdí la confianza de mis amigas de escuela, las únicas que tenía, y nunca tuve por completo la de tus amigas de aquí. Terminé en una ultratumba de mujeres solas, cuya única afinidad conmigo es no saber a ciencia cierta dónde están los maridos. Pero era feliz porque no encontraba nada que desear. Me iba sin ti a los conciertos, al cine, a los bazares de caridad. Me refugié en la tertulia de mis hombres de letras que me consagran en sus versos sin la humillación de desearme en la cama. Figúrate. Lo que tuve que cambiar para no ser menos. Tú lo resolviste fácil diciendo entre chanza y de veras que me había tomado en serio el marquesado, que cambié tu amor por el de tu hijo, que la cama ya no me interesaba sino para dormir, o peor aún, para hacerme la dormida, que siempre estaba con el semáforo en rojo, como tú dices, que me demoraba en el baño hasta que te tumbaba el sueño, qué sé yo, cuando la verdad es que siempre volvías de la calle con la planta apagada. Total: que entre las verdes y las maduras el tiempo se nos fue sin darnos cuenta: ¡zas! Veinte años. De aquí en adelante, quizás hasta la tormenta de nieve, Graciela hará una completa exhibición de modas mientras trata de decidir qué ropa se pondrá para la fiesta. La cantidad, la duración y el modo de los cambios frente a un espejo imaginario los decidirá el


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director de acuerdo con su criterio, y sin preocuparse de que sean ropas para una fiesta. Deben ser de épocas y estilos variados, al margen de los tiempos del drama, y más bien de acuerdo con la conveniencia dramática o con el estado de ánimo de Graciela. Ahora tienes la desvergüenza de decir que la culpa es mía porque me puse a aprender latín. ¡Qué va! La culpa es mía, por supuesto, pero no por ningún latín ni por ningún niño envuelto, sino por no ponerte a ti en tu lugar desde el principio. ¿Sabes quién fue la primera que me lo reprochó? Tu madre. Una tarde, sin ocurrírsele siquiera que yo no lo sabía, me dijo: «Lo que no me explico es que hayas sido tan débil de permitirle esa barragana de vodevil». No quise darle el gusto de la razón. Así que le pregunté: «¿A usted le consta?». Ella me contestó crispada: «Claro que no, esas cosas no le constan a nadie». «Pues no creo que sea cierto», le dije yo. «Y aunque lo fuera, mi deber es creerle más a mi marido que a la gente». Entonces ella me sonrió por primera vez con un poco de afecto, y me dijo: «Ten cuidado, hija, estás confundiendo el orgullo con la dignidad, y eso suele ser funesto en estos asuntos». Yo conocía esos ruidos desde mucho antes. En realidad, desde que vi a tu querida por primera vez en el Mesón de don Sancho tuve la corazonada de que algo había pasado entre ustedes, o algo estaba pasando, o iba a pasar. ¿Creías que no me acordaba? Pues sí: fue después del concierto de Rubinstein en el Teatro de las Bellas Artes. Nos la presentó Guillén Pedraza (o al menos me hizo la pantomima) y yo te dije al oído, para que no oyeran los


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otros de la mesa: «Tiene una cara de puta que no puede con ella». ¿Qué tal el ojo clínico? El viejo Ruby, con casi ochenta años y después de todos los nocturnos de Chopin con once bises, bebió de cuatro botellas de champaña a las dos de la madrugada, y se comió una tortilla de chorizos con pimientos y cebolla, de este tamaño. (Lo indica con las manos). Estuvo encantador con sus cuentos polacos, como siempre, pero tú ni cuenta te diste, porque no tenías silla para tus nalgas tratando de mirar para atrás. Era tan incómodo verte, que te dije: «Tate tranquilo que ya se fue». No estallaste, claro, porque siempre tienes la pólvora mojada, pero tu cuello de gallo fino te palpitaba de rabia: señal de que te había dado en la mera médula. ¿Voy bien? Espera la respuesta que no llega. Fue de pura chiripa. Porque yo no sabía ni tenía por qué saber quién era ella, ni que se hacía agua por la popa con todo el que le conseguía papeles de caridad en los teatros de huérfanos. Buena actriz, eso sí, ni quien lo niegue. Pero de eso a ser dueña y señora de esta casa, ja, ja. No más quisiera ver la cagantina de cuaresma que te va a dar cuando tengas que apretarte la cincha para honrarla con tu nombre. La nueva señora de Jaraiz de la Vera, ¡figúrate!, tremendos apellidos para una dentadura de veinticuatro quilates que se ríe sola y cuando quiere, con aquella tetamenta que no hay sostenes que la sostengan, y elegante como un andamio, con las ropas usadas que le he dispensado en vez de tirarlas a la basura, sólo que


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aumentadas con alforzas de a cuarta y media para que no se las reviente el nalgatorio. Lo demás, que le diste al marido una dote en oro de ley para que se casara con ella, que le pasas un sueldo de capataz de tus trapiches para que sostenga la farsa, para que sea el papá de tus hijos, ¡qué va! todo eso es puro folclor local. Si lo sabré yo, que oigo decir lo mismo de mí porque era yo y no tú quien la llevaba a nuestra mesa después del teatro (siempre con un hombre distinto, claro), y fui yo y no tú quien se atrevió a invitarla a esta casa por primera vez, y fui yo y no tú quien le hizo el matrimonio, y quien le completó la boda con dinero en rama. Bueno pues: me equivoqué. Creí que era una manera inteligente de tocarle la conciencia, y resultó que la tiene igual que la tuya (golpea algo duro con los nudillos): hierro macizo. Entra en el baño sin interrumpir el monólogo que seguimos oyendo desde bastidores. Durante años me aguanté los papelitos anónimos que me metían por debajo de las puertas o en el parabrisas del automóvil, me hice la loca con las indiscreciones malvadas, con las indirectas en las visitas, con la llamada fantasma que me hicieron una madrugada para decirme la dirección precisa de dónde estabas con ella. En cambio, confieso que la primera prueba terminante que tuve me tomó de sorpresa, el domingo que la invitamos a almorzar en los trapiches, hace menos de dos años.


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Desde la primera vez que fui, hace no sé cuántos, me había jurado no volver jamás: no soporto los fermentos del guarapo ni el zumbido de los moscardones azules, y mucho menos el servilismo que les permites a tus peones para que te trabajen por la comida y los lleven a votar amarrados. Pero una vez más me convenciste con tus artes de ilusionista, y ahora sé por qué: fue una orden del destino. Se oye el ruido del agua en el inodoro, y ella reaparece un instante después. ¡Tuvo que ser! Porque desde que llegamos a los trapiches, en medio de la bullaranga de los peones y el tropel de la molienda, tuvieron que quitarme los perros de encima para que no me despedazaran, porque nunca me habían visto, y en cambio a ella le hicieron la fiesta grande, le lamían las manos, se le metieron por entre las piernas con las colas alborotadas, hasta que al fin tuvieron que encadenarlos para que no la volvieran loca de amor. (Con toda la ironía): Y aun así me quedaron dudas. ¿Sabes? Porque cuesta trabajo admitir que alguien tenga una amante más fea que la esposa. Furiosa de pronto: ¿Qué querías? ¿Que me rebajara a seguirte por las calles? ¿Que te hiciera vigilar por mis hombres de letras? ¿Que te pusiera una cantaleta de cotorra mojada, yo, que si algo


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detesto en este mundo es a las mujeres cantaleteras que sacan de quicio a los maridos con su habladera de días enteros y noches completas? ¡Qué va! Eso es lo que todos los hombres quisieran, todos, sin excepción. Les encanta que los celen. Si el obispo los saluda y les deja la mano perfumada de Maderas de Oriente, llegan radiantes a la casa y le ponen a una la palma en la nariz, huele, y no dicen nada más, para que una se imagine lo peor y haga el ridículo con un escándalo sin causa. En el fondo del escenario se oye el saxofón triste de Amalia Florida. Primero muy bajo, pero creciente, y luego tan intenso que interfiere la voz. Les encanta dejar en los bolsillos números de teléfonos escritos al revés, sin ningún nombre, para que las esposas los encuentren cuando mandan a lavar la ropa. Exasperada por el saxo, grita fuera de sí: ¡Carajo! ¡Déjame hablar! El saxo se interrumpe en seco. Graciela habla hacia la habitación del fondo: Déjame hablar, Amalia Florida. ¿O es que no te vas a resignar nunca a descansar en paz? Hace una pausa, oyendo la respuesta inaudible de Amalia Florida, y replica.


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¿Que cante otra vez? Ni hablar: esto no es un boliche. Escucha otra réplica de la vecina, y reacciona indignada: (Al público): ¿Han visto qué fresca? Que no hable tan alto porque le estorba para ensayar. (A la vecina): No: Amalia Florida. Esta no ha sido nunca tu casa, y desde mañana tampoco será la mía. Así que lárgate al carajo y déjame conversar en paz con mi marido. Comprueba, al cabo de un silencio, que la música no va a continuar, y suspira con sincera compasión: ¡Pobre huérfana! Reanuda el monólogo: Te encantan los misterios, siempre que sean inventados por ti, claro. Pero si son reales no sabes dónde poner el cuerpo. Entonces entras en la casa como un fugitivo y vas derecho al baño a echarte tu loción personal para que no se te note la que traes de la calle, no tienes un minuto de paz, come en las nubes, tiemblas cada vez que suena el teléfono. Y no solo tú: todos los hombres. Si un día la encuentran a una con la trompa en ristre por cualquier motivo, porque algo nos despertó antes de tiempo, o porque también nosotras tenemos nuestro secreto guardado, ¿por qué no?, entonces basta con que una los mire directo a los ojos para que se mueran de terror. Mira al marido: ¡Gallinas!


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Nunca aprendiste que cuando una mujer amanece callada no hay que mirarla siquiera. Tú haces lo contrario: te asustas tanto que te vuelves más amable que nunca. En cambio, nada los vuelve tan valientes como los celos. Porque el colmo del descaro es ése, que no hay nadie más celoso que un marido infiel. Figúrate. Se pasan la tarde con la otra, y vuelven a la casa enloquecidos por saber con quién hablábamos por teléfono en tantas horas que estuvo ocupado. Y tú más que nadie. Imagínate, tú, que nunca te he preguntado dónde estabas, ni para dónde vas, ni a qué hora vuelves, sino que te vas sin decir ni aquí voy, y en cambio regresas de tus gatuperios haciendo preguntas con emboscadas, diciendo mentiras para sacar verdades, y tratando de enterarte de paso dónde voy a almorzar, con quién, a qué hora, para saber adónde puedes ir con ella sin tropezarte conmigo. Había que ver la temblorina de paludismo que te dio cuando oíste decir que había hecho el amor con seis de mis hombres de letras al mismo tiempo. ¡Yo, amaestrada por mi esposo amantísimo en las delicias de la castidad! Había que sentirte el resplandor de la fiebre cuando te metieron en la cabeza que me había acostado con el Nano. ¡Qué horror! Todos los recursos de la inteligencia humana puestos al servicio del ridículo. Piensa un rato, sonríe con malicia, y reanuda en otro tono. ¿Quieres saber la verdad? Fue peor de lo que te contaron, peor aún que tus fantasmas dementes.


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Pausa larga. Pues bien: ¡No-me-acosté-con-él! No porque me faltaran disposición y ánimos, sino porque también él resultó igual que todos: ¡gallina! El error fue mío desde el principio, pero no tengo de qué arrepentirme. Si tuviera que hacerlo otra vez, lo haría. Fue por la época en que estábamos por esta cruz y aquel cuadro (como decía mi madre), de verdad en las últimas, y un día en que no nos amaneció ni para la leche del niño me puse mi vestido de florecitas rosadas, y me fui a ver al Nano sin conocerlo siquiera, sin pedirle audiencia. Desde que entré en las oficinas me embadurnó de pies a cabeza con una mirada de manteca de cerdo que me dejó en pelotas. ¡Qué tipo! Bueno, pensé yo, esto empieza bien. Así que le solté toda la jitanjáfora, y al final le dije sin más vueltas que tuviera el coraje de darte un empleo. Nunca en mi vida había visto ni creo que vuelva a ver un hombre tan bruto. Me contestó de frente que por una mujer como yo era capaz de comerse un cocodrilo (¡como si hubiera leído a Shakespeare!), y me propuso que volviera el martes siguiente después de las horas de oficina, sola y por el ascensor de servicio, y que el miércoles por la mañana tendrías tu empleo, así tuviera que matarse a plomo con tu padre. Me dio toda clase de raciocinios. Que un hombre como tú entendía que el amor libre era un método civilizado de empujar el mundo. Que cuando eran muchachos tú y él y toda tu pandilla de niños relamidos de La Bella Mar se iban al


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Parque de los Suspiros en los automóviles de sus papás y se intercambiaban las novias barajadas en la oscuridad, y todos encantados, ellas y ustedes. No le dejé decir más. El martes a las seis de la tarde subí por el ascensor de servicio, raspé tres veces el cristal de la puerta con el anillo, como él me había indicado, y me abrió él mismo. (Ríe encantada). ¡Estaba cagado de terror! Solo faltó que se arrodillara para implorar mi perdón, que cómo se le había ocurrido semejante infamia, que al contrario: que ojalá Dios le hubiera dado una mujer igual a mí, capaz de arrastrarse hasta el patíbulo por ayudar a su esposo. Y después de muchas sinalefas y jeremías me dijo que por supuesto eso no quería decir que se arrepintiera de su palabra, pues al día siguiente tendrías tu empleo a la medida de tus méritos y con los honores de tus apellidos. (Sonríe). ¡Ay, Dios mío, lo que tuvo que oír el pobre huérfano! Hasta me asusté de que le fuera a dar una cataplexia cuando le dije que una cosa es ser hombre, y otra bien distinta es humillar a una mujer negándose a aceptarle la deshonra, después de hacerla ir hasta allá arrastrando el honor. Así que le dije, para acabar de rematarlo, que su


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deber era cumplir como hombre no sólo para pagar sino también para cobrar. (Inicia un rápido striptease actuando lo que dice): Y con las mismas me fui quitando mi vestido de florecitas, mis medias descosidas en el talón, mis sostenes de recién parida, y al pobre no se le ocurrió nada más que envolverme con el mantel de la mesa de juntas antes de que acabara de quedarme en los puros cueros. Ahora, ambos hacemos caras de abisinios cada vez que lo encuentro por ahí con medio cuerpo muerto, hecho un espantapájaros en la silla de ruedas, pero él sabe que yo sé que él sabe que yo sé, y no hay medicina para borrar los malos recuerdos. Pero aquella vez, hace ahora ¿cuántos? veintidós, veintitrés años, ¡qué gusto me dio! ¡Qué gusto, carajo! De modo que fue así, y no hace cinco años, cuando viniste listo para la autopsia porque oíste el chisme atrasado y mal dicho. Maliciosa: En cambio, al que tenías que pegarle un tiro, en serio, es a Floro Morales. No por él, que es todo un príncipe, sino por mí. Tú mismo te lo buscaste, en París, cuando me dijiste al descuido: «El que está aquí es el pobre Floro Morales, solo, sin nadie con quien salir». Yo trataba de adivinar qué era lo que buscabas sin decirlo de frente, y tú seguías sesgado: «Me encantaría invitarlo al concierto del sábado si no fuera porque tenemos esa cena en Bruselas con la gente de Rumpelmayer, ésos que tanto te aburren.


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Porque te aburren ¿cierto?, tanto como me parece que te aburre Bruselas». Claro que me aburrían, Bruselas y los hombres de Rumpelmayer, lo mismo que me aburres tú cuando quieres conseguir algo y no te atreves a decirlo, y como siempre me aburrirá cenar hablando otro idioma, con los dedos de los pies engarrotados por el miedo de hablarlo mal. Así que no tuve que hacer ningún sacrificio para llegar adonde tú querías, y te dije que te fueras solo a Bruselas. «Di que me resfrié con este tiempo de ranas, y yo me voy al concierto con el pobre Floro, que bastantes invitaciones le debemos.» ¿Voy bien? Bueno. Pues ahora lo veo claro: la que estaba en Bruselas era ella, viajando detrás de nosotros en el siguiente avión. Inventaste la cena para verla a ella, porque sabías que yo no volvería a Bruselas después de la primera vez, que fue horrible, y mucho menos a cenar con nadie en francés. De modo que me dejaste en brazos de Floro Morales con la fantasía de siempre: «Ya sabes que no hay ningún peligro: es del otro equipo». (Burlona): Ja, ja. Era la primera vez que estábamos en París, y yo parecía una pava maneada, pendiente de imitar lo que tú hacías, o lo que hacían los otros, para que no se me notaran los resabios de la provincia. Pero con Floro Morales no sólo pasé un legítimo sábado de gloria, sino que le alcanzó para revelarme muchas cosas que me faltaban en ti, y que me cambiaron la vida. No quiero ser injusta. Siempre reconocí que nadie me ha redimido mejor que tú. Ni mis cuatro doctorados y mis


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dos maestrías. Cuando nos mudamos para esta casa yo no sabía distinguir entre los ceniceros y las urnas funerarias. Y tú me ibas enseñando el mundo con una dulzura que sólo parecía posible por amor, aunque ahora sé que no era más que vanidad. Y en música, ni hablar: me sacaste cruda de los acordeones vallenatos, de los merengues de Santo Domingo, de las plenas de Puerto Rico que tronaban en las noches de la marisma, y me diste a probar el veneno de Bach, de Beethoven, de Brahms, de Bartok, y claro, de los Beatles, las cinco bes sin las cuales ya no pude seguir viviendo. Me hiciste entender lo que dijo Debussy, que lo más difícil de tocar el piano es hacer olvidar que tiene martillos. O lo que dijo Stravinski, que Vivaldi compuso el mismo concierto quinientas veces. Pero lo que Floro Morales me enseñó en una sola noche fue algo que me hacía falta para aprovechar mejor lo que me habías enseñado: que hay que desconfiar, por principio, de las cosas que nos hacen felices. Hay que aprender a reírse de ellas; si no, ellas terminarán riéndose de nosotros. Ya sé qué estás pensando. Lo de siempre: que es un cursi. (Se encoge de hombros): ¡Bah! Yo también. (Se ríe). ¿Sabes qué me dijo el muy bárbaro? Que Mozart no existe, porque cuando es malo parece Haydn y cuando es bueno parece Beethoven. Todo eso, si quieres, son frivolidades de salón. Pero lo que nunca olvidaré es su manera de acompañarme.


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Me hacía sentir que todo lo que yo decía era lo más importante del mundo, me hacía sentir que cualquier cosa que yo hacía era una lección para él. Y sobre todo, no le tenía miedo a la ternura. A medida que pasaban las horas me convencía de lo fácil que hubiera sido la vida con él. Más fácil que contigo, sin duda, aunque quizás menos divertida. Mientras lo cuenta se va haciendo de noche. Fue una noche mágica. Tanto, que por un momento tuve miedo de que al día siguiente, cuando regresaras de Bruselas, me iba a sentir contigo en una isla desierta. Cuando salimos de cenar después del concierto, las calles empezaban a cubrirse de una espuma luminosa. Tardé un instante en entender que estaba nevando, porque era la primera vez que lo veía. Al fondo se enciende el perfil luminoso de París, y empieza a nevar en el escenario. Ella se pone un radiante abrigo de piel y un sombrero de los años veinte. Él se quitó los zapatos, los amarró por los cordones y se los colgó del cuello. «Te va a dar una pulmonía», le dije. «Qué va», me dijo él «La nieve es caliente». Entonces hice lo mismo. Se quita los zapatos, ya en plena tormenta de nieve.


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¡Qué maravilla! (Feliz). Nevaba sobre las cúpulas doradas, sobre los barcos iluminados que pasaban cantando bajo los puentes, nevaba para él y para mí en todo París, nevaba para los dos solos en el mundo entero. Empieza a cantar «La Complainte de la Butte», acompañada por acordeones al tiempo que la baila bajo la nieve, loca de felicidad, mientras se va quitando la ropa de invierno y se queda con su humilde vestido del principio. La nevada se extiende hasta la platea. La música ocupa todo el ámbito del teatro. Las cuerdas con la ropa tendida a secar aparecen bajo la nieve. Cuando acaba de nevar, Graciela, vestida de pobre, se sienta exhausta en un banquito, bajo los alambres de ropa, y adopta un tono inconsolable. Es la cruda realidad. Estábamos llegando al hotel, exhaustos de gozar la nieve, cuando se me ocurrió de pronto: me va a pedir que lo invite a subir a mi cuarto. Que le ofrezca un trago, que le muestre el álbum de fotos, qué sé yo, cualquier artimaña de ésas que inventan los hombres para subir a los cuartos. Y entonces pensé: éste debe ser distinto. No debe ser de los apresurados, no debe ser de los que le preguntan a una si le gustó y se voltean contra la pared y se duermen en seguida. ¡Qué va! Estoy segura de que no era igual a nadie. Además, desde temprano me di cuenta de que no era del otro bando, que es lo que siempre dicen ustedes de los que son distintos. Al contrario: es todo un hombre. Tanto, que no me propuso subir al cuarto. Me despidió en la puerta con un par de besos cálidos en las mejillas, y nunca en mi vida me sentí tan sola como cuando se fue.


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A la mañana siguiente me subieron con el desayuno una canasta de rosas que no cabía por la puerta, y una tarjeta suya que sólo decía: ¡Qué lástima! Entonces entendí lo que nunca había querido entender: que hay un momento de la vida en que una mujer casada puede acostarse con otro sin ser infiel. Casi imperceptible, se inicia en el cuarto vecino el ejercicio de saxofón. El mismo de siempre. Graciela va emergiendo del estupor a medida que sube el volumen de la música. Suspira: ¡Ay, Amalia Florida, no hay como tú para castigarme siempre con la realidad! El saxo se interrumpe en seco. Graciela se levanta decidida. Pero ahora se acabó. ¡A la mierda el pasado! Arranca a manotadas la ropa seca en los alambres, y la va tirando fuera del escenario. Se va haciendo de día. Por último tira el banquito, hasta que queda sólo el espacio actual, a pleno día, y con un gran retrato al óleo del primer marqués en el muro del fondo. El marido continúa leyendo el periódico. No quiero saber nada más de heráldicas inventadas, ni de falsos retratos de bisabuelos falsos pintados por falsos Velázquez, ni de carretadas de votos comprados para políticos matreros. Durante años me consolé con


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la ilusión de una casa de reposo frente al mar, para irme a vivir con mis hombres de letras lejos de tanto horror. Pero ahora no: sería un modo de continuar el pasado, y ya no quiero saber nada más de este mundo ni este tiempo, ni nada más de nadie que me permita recordarlos. Ni siquiera de mi hijo, que es el tuyo. ¿Me oíste? Y menos de él que de nadie. Cambio. El lunes lo llamé con el pretexto de preguntarle en qué avión llegaba, porque no resistía más las ansias de contarle mi estado. Había un mensaje en el contestador automático diciendo que estaba en otro número. Llamé ahí, a las siete de la mañana, y me contestó alguien que por la voz se conocía que era una rubia desnuda. Me dijo que sí, que tu hijo estaba durmiendo con ella, pero que había dado orden de no despertarlo hasta las nueve. Le dije que era de parte de su mamá, y me contestó de mala manera que no podía ser, porque tu hijo era huérfano de padre y madre. Mira su reloj de pulso, y se apresura: ¡Ay! Se nos vino el tiempo encima. Sale corriendo. Se oye el ruido de la ducha. Graciela levanta la voz para reanudar el monólogo desde el baño, y en un tono más doméstico: (Sube el tono).


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Bueno. Lo llamé al mediodía y le pregunté por qué se sentía huérfano, y me explicó con todas sus letras que se sentía como si tú y yo estuviéramos muertos desde siempre. Así, de muy buen tono, y sin deseos de ofender. ¡Sabe Dios qué quiso decir! Después, también de pasada, me dijo que fíjate mamá, qué pena, pero no puedo estar en tus bodas de plata porque tengo que irme esta tarde a Chicago, para el matrimonio de Agatha. Le pregunté quién era Agatha, y me dijo que es la novia suya que me había contestado al teléfono por la mañana, que se iba a casar con otro por dos o tres años porque tenían un compromiso anterior. Cesa la ducha. Graciela entra en bata de baño acabando de secarse el pelo con un secador eléctrico, y empieza a ponerse el vestido definitivo para la fiesta. Sin embargo, eran tantas mis ansias que al fin se lo conté: que después de un análisis serio y desgarrador, no de ahora sino de varios años, había resuelto irme a vivir sola. Le expliqué los motivos lo mejor que pude, para que comprendiera que cuando dos personas se separan puede darse el caso de que ambos tengan razón. Sentía que me estaba oyendo de prisa, pero no me interrumpió hasta que llegué al final, y entonces me dijo: «Me parece muy bien, madre: déjame el teléfono de tu nueva casa, para llamarte cuando regrese de Chicago». Reaparece el óvalo luminoso del espejo en primer plano. Cuando acaba de vestirse, Graciela lleva un cofre de joyas al tocador


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imaginario y se sienta a maquillarse en el banquito que ella misma pone frente al espejo. Entonces no se dirige al marido sino a su propia imagen. Mientras se maquilla, un criado de uniforme, a media sombra, entra casi en puntillas y empieza a poner canastas de rosas en la habitación. Desde aquí hasta el final entrará varias veces con adornos florales que terminarán por ocupar el fondo del escenario. A un cierto momento, el ámbito del teatro se irá saturando de una creciente fragancia de rosas. Si al menos te quedara el consuelo de haber terminado con una infamia histórica. Pero ni eso. El único esfuerzo que has hecho para acabar con esta fortuna es levantarte todos los días a las diez de la mañana. Pero tampoco de eso se habla, por supuesto. 0-tro-te-ma-pro-hi-bi-do. ¿Quién te entiende? Te pasas la vida sacándole el cuerpo a la realidad (lo imita), «olvídalo mi amor, no te maltrates el día», «tómate tu agüita de boldo y sueña con los ángeles». Y de pronto, ¡zas! Hace el ademán de lanzar un plato contra el muro, y vuelve a oírse el estropicio de vajilla rota del principio, que continuará como fondo hasta el final del párrafo. Pierdes los estribos por primera vez a la muy avanzada edad de cuarenta y ocho años, sin ningún motivo aparente, y vuelves añicos la vajilla regia. Si lo hiciste por asustarme te salió al revés. Para mí fue como un relámpago de liberación en medio del estrépito, con la esperanza de que aquella explosión de cólera nos abriera la brecha para una


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nueva intimidad. Pero ya vimos que no. Fue sólo el final espléndido de una farsa bien sostenida durante tantos años: un reguero de vidrio. Vacía el cofre en la mesa: es una colección deslumbrante y variada corno el tesoro de un pirata. Escoge un tapahuesos de diamantes, con sus aretes y pulseras, y se los pone ante el espejo. Estos son lo mismo que mi cepillo de dientes: personales e intransferibles. Un premio a la resistencia física. Aprecia en sus manos las mejores prendas. Y estas son del patrimonio familiar. La diadema en platino y oro, perlas y brillantes, que la primera marquesa estrenó para su boda, a los dieciocho años. (Se la prueba). Nadie la volvió a usar desde entonces, porque sólo la puede llevar para casarse la hija mayor de cada generación, y no volvió a nacer ninguna. (Otra). Pulsera de once esmeraldas (se la pone en el cuello) que se puede usar también como gargantilla. (Otra). Anillo de compromiso: un zafiro con dos diamantes del Vieux Brésil. (Se lo prueba). Pude llevarlo yo, pero no nos dimos tiempo para estar comprometidos. (Otra). Y este es el hilo de perlas de seis vueltas que tu madre no se quitó sino para morir. (Se quita todo, suspirando). En fin: el saldo de un imperio de filibusteros. El espejo desaparece. Graciela echa todas las joyas a dos manos dentro del cofre, y entra en el baño, diciendo:


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Si yo supiera que las van a rematar en subasta pública para una buena obra, ¡de acuerdo! ¿Pero dejarlas aquí para que las luzca cualquier guaricha de a dos por cinco sin haberlas sudado? ¡Qué va! Al cabo de un breve silencio se oye el desagüe del inodoro. Graciela entra con el cofre vacío, que tira sin consideración en el cajón de la basura. Tranquilo. Esto no va a dejarte más arruinado de lo que estás. Y yo, desde luego, no te costaré un centavo más. Me voy como vine, con una mano adelante y otra atrás, y sin perros que me ladren. Pero que esa bastarda no se vaya a constipar con la ilusión de que me voy por ella. Figúrate. ¡Por semejante porquería de mujer! Más bien tendría que agradecerle que me haya rescatado de una ilusión abominable para tomar conciencia de mi destino servil. Me voy por mí, y por nadie más, harta de una suerte mezquina que me lo ha dado todo menos el amor. Se sirve un trago y lo bebe a pequeños sorbos. No era esto lo que andaba buscando cuando me fugué contigo, ni lo que he estado esperando durante tantos y tantos años en esta casa ajena, y lo voy a seguir buscando hasta el último suspiro, donde esté y como esté, aunque el cielo se me caiga encima. Si el matrimonio no puede dar-e más que honor y seguridad, a la mierda: ya habrá otros modos.


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Las parejas de invitados vestidos de etiqueta empiezan a entrar por ambos lados, y poco a poco irán ocupando la penumbra del fondo entre las canastas de rosas. Son como sombras estáticas cuyas caras no se ven. Así permanecerán hasta el final. Has visto qué bien sobrellevo los desastres irreparables de la intimidad. Bueno: los volvería a desafiar a todos, y hasta con una gran alegría, sólo por ayudarte a envejecer. Pero a fuerza de soportarlos tanto no aguanto más los incordios minúsculos de la felicidad cotidiana. No aguanto más no saber a qué hora se come porque nunca se sabe a qué hora vas a llegar. No aguanto más que el pescado se vuelva a morir dos veces en el horno y que los invitados rueden borrachos por las alfombras esperando a que llegues. (Si llegas.) No aguanto más que cuando llegas seas tan seductor que me tratan a mí como si fuera yo la que llega tarde, o peor, la que no te deja llegar, y no tienes sino que sentarte al piano, o iniciar tus suertes de barajas, para que todos caigan en éxtasis a tus pies, y hasta los leones de mármol del vestíbulo se ponen a cantar acoro las mismas canciones de toda la vida, que el vino que tiene Asunción no es blanco ni tinto ni tiene color, toda la noche, una vez y otra vez, hasta que no queda ni una gota de vino en los porrones. (Hastiada): ¡Se acabó! En crescendo vehemente:


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No aguanto más que vayas por todas parte soltando mentiras con dos jorobas más grandes que las de un camello, y que después te vuelvas siempre a preguntarme «¿No es cierto mi amor?». Y yo tengo que decir sin falta como el acólito en la misa, tocando la campana: «Sí, mi amor». No aguanto más criminales políticos en nuestra mesa. No aguanto más difamaciones de imbéciles contra mis hombres de letras. No aguanto más el chiste del que pide en la cantina un whisky sin agua y le contestan que será sin soda porque agua no hay. No aguanto más el desastre de la cocina cuando te da por preparar la receta del gallo hindú. No aguanto más el inventario matutino de tus desgracias porque no encuentras la camisa que quieres, cuando hay doscientas iguales en el ropero, acabadas de aplanchar y fragantes de vetiver. No aguanto más el tanque de oxígeno de emergencia a las tres de la madrugada cada vez que te tomas un trago de más y despiertas con la conduerma de siempre de que te falta el aire para respirar. No aguanto más quejumbres porque no encuentras los lentes que tienes puestos, ni porque se acabó el papel de baño con olor de rosas, ni el reguero de ropa por toda la casa: la corbata en el vestíbulo, el saco en la sala, la camisa en el comedor, los zapatos en la cocina, los calzoncillos en cualquier parte, y todas las luces encendidas por donde vas pasando, y el susto del diluvio al despertar porque anoche se te olvidó cerrar las llaves de la bañera, y la televisión hablando sola, y tú como si nada mientras el mundo se viene abajo, anestesiado detrás de ese periódico que repasas y vuelves a repasar al


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derecho y al revés, como si estuviera escrito en algarabía. No te aguanto más a ti travestido de manola, con la cara pintorreteada y la voz de retrasada mental cantando la misma cagantina de siempre: Coge un abanico de manola y caricaturiza la canción. Yo tengó, yo tengó para hacer cría, una po, una pollita en mi casa, cantandó, cantando no más lo pasa, y no pó, y no pone todavía. Etcétera. Tira el abanico con rabia, y coge la caja de fósforos más cercana para encender el cigarrillo, pero está vacía. Sin interrumpir el monólogo seguirá abriendo otras de las muchas que hay dispuestas en distintos lugares del escenario, pero todas vacías. Estrella una contra el suelo. (Gritando): No aguanto más que seas tan simpático ¡carajo! Hace una pausa, acezante, y cuando recobra el aliento reanuda en un tono más sereno: Vas a cumplir medio siglo de vida, y todavía no has descubierto que a pesar de los viajes a la luna, a pesar de


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las seis suites para chelo solo, a pesar de tantas glorias del alma, los seres humanos seguimos siendo iguales a los perros. Soy consciente de cómo me miran los hombres (y algunas mujeres, por supuesto), de cómo me eligen a distancia y se abren paso en la muchedumbre y vienen hacia mí, y me saludan con un beso que a todo el mundo le parece convencional, pero que no siempre lo es. ¡Qué va! La mayoría lo hacen sólo para olfatearme, como los perros de la calle, y las mujeres tenemos un instinto para soltarles a unos un olor que les dice que no, y para soltarles a otros un olor que les dice que sí. Entre la gente que conocemos, aun entre los amigos más íntimos, cada mujer sabe quiénes son los hombres que sí, y ellos también lo saben. Es una comunidad unida por un pacto confidencial del cual nunca se habla, y quizás ni se hablará nunca, pero que está ahí, siempre alerta, siempre disponible, por si acaso. Acelerada: De manera que llegado el día, no ha de faltar un hombre que me ame de sobra para despertarme de amor cuando me haga la dormida, para que tumbe la puerta del baño cuando lo esté haciendo esperar demasiado, para que no le asuste ser vampiro en una que otra luna, y que sea capaz de serlo donde sea y como sea y no siempre en la cama como los muertos. Un hombre que no deje de hacerlo conmigo porque se imagina que no quiero, sino que me obligue a querer hacerlo aunque yo no quiera, a todas horas y en cualquier parte, como sea y por donde sea, debajo de los puentes, en las escaleras de incendio, en el retrete de un avión mientras el mundo duerme en


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medio del Atlántico, y que aun en las tinieblas exteriores o en los finales más ciegos sepa siempre que soy yo la que está con él, y que soy yo y ninguna otra la única que fue mandada a hacer sobre medidas para hacerlo feliz y ser feliz con él hasta la puta muerte. Desesperada de no encontrar fósforos en las cajas, se aproxima por primera vez al marido, como si fuera un mueble más, y le saca un encendedor del bolsillo del saco. Después de encender el cigarrillo, le dice: Y si no lo encuentro, no importa. Prefiero la libertad de estarlo buscando hasta siempre que el horror de saber que no existe otro a quien pueda querer como sólo he querido a uno en esta vida. ¿Sabes a quién? (Le grita cerca): A ti, cabrón. Sin rabia, sin maldad, casi como una travesura, le prende fuego al periódico que lee el marido. Luego se aparta, le da la espalda, y llega al final del monólogo sin darse cuenta de que el fuego se ha propagado, y el esposo inmóvil está siendo consumido por las llamas. A ti: el pobre diablo con quien me fugué desnuda desde antes de nacer, al que le vigilaba el aliento mientras dormía para estar segura de que estaba vivo y era mío, y le revisaba cada pulgada de su piel de recién nacido para cuidar que no le faltara nada: ni un surco de más, ni un poro de menos, ni nada que pudiera perturbar el reposo de lo que era mío.


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El primer mambo de la noche a grande orquesta empieza a volumen creciente, y Graciela va elevando la voz para hacerse oír. Porque yo lo inventé para mí, tal como lo soñé a su propia imagen y semejanza desde mucho antes de conocerlo, para tenerlo mío hasta siempre, purificado y redimido en las llamas del amor más grande y desdichado que existió jamás en este infierno. (Se desgañita): ¡Carajo! A los músicos invisibles: ¡Déjenme hablaaaaar! Es lo último que se logra oír. El mambo aumenta hasta un volumen imposible, ahoga la voz, la borra del mundo, y Graciela sigue articulando frases inaudibles contra los músicos, gesticulando amenazas inaudibles contra los invitados sin rostros en la penumbra, insubordinada contra la vida, contra todo, mientras el marido imperturbable acaba de convertirse en cenizas TELÓN México, D. F., noviembre de 1987 Tomado de http://www.academia.edu/6107766/DIATRIBA_DE_AMOR_ CONTRA_UN_HOMBRE_SENTADO y cotejado con la edición de Arango Editores, Santafé de Bogotá, 1994.



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