Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia –ASOPRUDEA– No. 45 • Diciembre de 2011 Bloque 22 oficina 107 - Teléfonos: 219 5360 - 263 6106 - Correo: asoprudea@udea.edu.co http://asoprudea.udea.edu.co
Contenido
Gabriel Ignacio Gómez Sánchez Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, UdeA
El reverso al proyecto de ley de reforma de la educación superior Juan Guillermo Gómez García Facultad de Comunicaciones, UdeA
Potencia constituyente y movimiento estudiantil Marco Antonio Vélez Vélez Facultad de Ciencias Sociales y Humanas Miembro Junta Directiva Asoprudea
Constituyente Universitaria o resistencia contra el Estado sobre democracia y constitución Francisco Cortés Rodas Instituto de Filosofía, UdeA
Constituyente La Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia –Asoprudea– realizó el pasado 30 de noviembre, en el auditorio de la Facultad de Ciencias Sociales y Humanas en una jornada que duró toda la mañana el “Foro Constituyente” como un ejercicio democrático, participativo y de compromiso con la agenda de movilización nacional de la cual los estamentos universitarios hacen parte. La siguiente entrega es una memoria que reúne las ponencias de los profesores invitados, con la moderación del profesor Albeiro Pulgarín Cardona, de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. El orden de los artículos corresponde a la presentación del Foro.
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Movilización social por el derecho a la educación: rutas políticas y jurídicas
Foro
Movilización social por el derecho a la educación: rutas políticas y jurídicas
Gabriel Ignacio Gómez Sánchez Profesor Facultad de Derecho y Ciencias Políticas
H Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia —ASOPRUDEA— No. 45 • Diciembre de 2011
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ace ya más de un mes se hizo evidente la necesidad de discutir en un foro amplio las implicaciones del uso de algunos términos jurídicos y políticos como parte de las estrategias plausibles para la movilización social en torno al derecho a la educación. Quizás algunas circunstancias han cambiado desde entonces, como por ejemplo, el hecho de que se haya clarificado, relativamente, un escenario caracterizado por el retiro del proyecto de reforma educativa en el Congreso de la República, y la llegada de un nuevo momento consistente en la formación de un espacio de concertación que permita construir de manera democrática un marco jurídico que garantice el derecho a la educación. Así mismo, luego de varias actividades promovidas por estudiantes y profesores, como los precabildos, los foros y los claustros de profesores, ha sido posible clarificar algunos de los conceptos e ideas. Aún así, creo que algunas de las razones iniciales que motivaron la iniciativa de convocar a un foro aun persisten, y por ello celebro la realización de este evento, como espacio de diálogo académico y político. Pero además de los interrogantes que se formularon hace unas semanas, como por ejemplo, la pertinencia de hablar de Asamblea Constituyente o de Ley Estatutaria, se agregan algunos debates nuevos que han surgido en los precabildos y discusiones de claustros de profesores, como por ejemplo, la discusión sobre si se debe optar por espacios institucionales o espacios no institucionales. Por todo ello, creo necesario compartir con todos ustedes algunas reflexiones personales, así como de algunas conclusiones de reuniones y sesiones conjuntas de los claustros de profesores de las facultades de Educación y de Derecho y Ciencias Políticas. Mi exposición parte de una perspectiva de sociología del derecho crítica en la que intento establecer las relaciones entre el derecho, la política y la sociedad en general. Desde tal perspectiva, asumo el derecho como una construcción sociocultural y, en consecuencia, como una construcción discursiva en virtud de la cual, y siguiendo al sociólogo francés Pierre Bourdieu (2000), múltiples
actores, con diferentes intereses, recursos, y desde diferentes perspectivas, intentan luchar por el monopolio de la producción de lo que es el derecho. Esta reflexión implica además reconocer que el campo del derecho no es totalmente autónomo de la esfera política ni de la vida social, pero tampoco es totalmente dependiente de las estructuras y dinámicas sociales. Con base en esta perspectiva, y teniendo en cuenta el contexto del movimiento social por la educación en Colombia, tengo que hacer claridad frente a cuatro puntos básicos: a) Debemos reconocer que estamos frente a un proceso fundamentalmente político, en virtud del cual se abre un debate sobre tres aspectos fundamentales de la vida social: la concepción de Estado; la concepción de educación; y la concepción de democracia. De la manera como se aborde la discusión, y de la concepción política que se tenga sobre el asunto, se desprenden consecuencias jurídicas.
c) Esta contradicción, en el contexto del debate sobre la educación, se hace visible entre dos actores concretos, de un lado, el gobierno nacional, y del otro, el movimiento estudiantil. d) En este contexto, las relaciones entre lo jurídico y lo político, nos remiten a un debate en sociología del derecho que tiene que ver con las relaciones entre movimientos sociales y derecho. En tal sentido, emergen preguntas
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b) En este debate se pueden distinguir entonces dos construcciones discursivas opuestas. De un lado, un discurso neo-liberal según el cual se concibe el Estado, no como el promotor y garante de bienes públicos y principal responsable de promover estándares mínimos de bienestar social, sino como un ente regulador y un árbitro que garantiza el buen funcionamiento del mercado. Dentro de tal discurso se adopta una concepción de democracia liberal, es decir, una visión de democracia basada en la representación y en las reglas de juego procedimentales. Dentro de tal perspectiva, la salud, la educación o los servicios públicos básicos, pierden su calidad de derechos sociales para convertirse en mercancías que dependen de la capacidad de consumo de las personas. De otro lado, encontramos una perspectiva, quizás más relacionada con el proyecto político de la Constitución de 1991, y que considera que la configuración política de la sociedad debe orientarse por los principios del Estado social de Derecho. En consecuencia, el Estado debe promover la inclusión y el bienestar mediante el reconocimiento y protección de derechos sociales. Así mismo, no basta con que las decisiones se tomen como resultado de expresiones de democracia representativa sino que es necesario la participación de los sectores sociales.
como, por ejemplo, ¿cuál es el rol del derecho y de las formas jurídicas como parte del repertorio de los movimientos sociales? y ¿hasta qué punto el derecho puede ser un elemento articulador o desmovilizador de los movimientos sociales? Con base en estas consideraciones intentaré abordar tres asuntos problemáticos: 1) la pertinencia del mecanismo de la Asamblea Constituyente; 2) la dicotomía entre mecanismos institucionales y no institucionales; y 3) la pertinencia de una ley estatutaria.
1. ¿Asamblea Constituyente Educativa o Reforma por vía del Congreso?
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Si bien el nuevo escenario, caracterizado por el retiro del proyecto de reforma educativa y la posibilidad de construir un escenario de concertación, podría ofrecer posibilidades de construcción de un proceso democrático, no se puede renunciar al debate público sobre la educación en Colombia. Sin embargo, cuando se advierte la necesidad de un debate público amplio que permita la construcción desde abajo sobre los contenidos mínimos un proyecto de ley sobre educación en Colombia, es precisamente cuando se hace necesario pensar en los mecanismos de participación como la Constituyente Educativa. Ello me remite nuevamente al debate que surgió hace unas semanas, en donde se cuestionaba la pertinencia de habar de una Asamblea Constituyente. En efecto, tal término puede generar confusión y algunos temores, tal como lo manifestaba el profesor Francisco Cortés hace unas semanas, por tal razón quisiera exponer los siguientes argumentos: a) Teniendo en cuenta que el asunto central tiene que ver con un debate fundamentalmente político y la consolidación de un movimiento por la educación como derecho, la pregunta fundamental recae sobre la manera de dar contenido a una nueva propuesta que, desde abajo, permita la participación democrática y la construcción de un discurso alternativo sobre educación o educaciones en Colombia. Es en este momento de la reflexión cuando cobra sentido el hecho de que el discurso jurídico debe servir como potenciador de los procesos de movilización social, y sacrificar el rigor técnico para permitir la articulación y movilización de la acción colectiva. Por ello, al responderse a la pregunta por la pertinencia sobre el término de Asamblea Constituyente como un canal de construcción colectiva sobre los acuerdos mínimos sobre el derecho a la educación, más que guardar lealtad a modelos de democracia específicos, debe tener en cuenta el contexto social y político, y sobre todo, tener en cuenta principios más sustanciales de democracia, e inclusión social.
b) Habría dos sentidos del término Asamblea Constituyente, uno más riguroso, y otro más laxo. El primero, se refiere al espacio fundante de una nueva organización política y jurídica, en virtud del cual el constituyente primario crea las bases para la organización política y jurídica de la sociedad, tal como se hizo en Colombia hace ya 20 años. Ante tal circunstancia cabría preguntarse si la Asamblea Constituyente Educativa busca abolir la constitución de 1991 e instaurar un nuevo orden. Creo que lejos de promover una nueva constitución, con lo cual muchos sectores conservadores estarían muy interesados, de lo que se trata de hacer es precisamente tomar en serio los principios constitucionales del 91 y dar contenido al derecho a la educación constitución en un contexto caracterizado por el vaciamiento de contenido de los derechos sociales.
2. ¿Debe apostarse a una vía institucional o no institucional? Recientemente, en los precabildos también surgió una nueva discusión en la que se planteaba la disyuntiva entre vías institucionales y vías no institucionales. Al respecto, considero que podríamos caer en una trampa que restringe las alternativas de acción y movilización. Sobre tal aspecto, tal como lo ha afirmado Boaventura de Sousa Santos en su texto Democratizar la Democracia, debe apostarse a la complementariedad entre las vías institucionales y no institucionales (Santos, 2005). Y quisiera reforzar esta idea con el siguiente argumento. Desde una perspectiva interdisciplinaria sobre derechos humanos, la idea del derecho a la educación no puede restringirse simplemente al reconocimiento formal desde el lenguaje del derecho y de las instituciones del Estado. Lo que conocemos como derechos humanos, es una construcción discursiva e histórica que ha tomado especial fuerza durante los últimos tres
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c) El segundo sentido, tal como se afirmaba recientemente en el claustro conjunto entre profesores de educación y de derecho, más que jurídico, es político y ético. Desde la perspectiva de las relaciones entre derecho y movimientos sociales, hablar de Constituyente educativa, así como se habló hace unos años de Constituyentes por la paz, resulta ser un elemento articulador del movimiento social que permite trazar objetivos, generar cohesión y movilizar a la sociedad sobre un pacto político que intenta reivindicar la idea de la educación como derecho y como bien público. Una educación, o educaciones, en virtud de la cual se den las condiciones que posibiliten el acceso de las personas, por el hecho de ser personas, y no por su capacidad adquisitiva; un espacio que permita desarrollar las capacidades de libertad de los sujetos, y no la restrinja a una simple instrucción para el trabajo y la supervivencia.
siglos, pero cuyos contenidos y dimensiones son dinámicos y en constante proceso de transformación. Para efectos de esta presentación, distingo por lo menos tres dimensiones de los derechos: en primer lugar, una dimensión política; en segundo lugar, una dimensión institucional; y finalmente, una dimensión cultural.
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a) La dimensión política tiene que ver con los las relaciones de poder y las contiendas que históricamente se han librado con el fin de limitar la concentración de poder en cabeza de una sola persona o un solo órgano. El discurso de derechos humanos, lleva consigo la semilla de la resistencia frente a expresiones de concentración y abuso de poder (como los derechos civiles y políticos); o como la necesidad de promover niveles de bienestar y límites a los estragos que generaba la economía de mercado (como los derechos sociales), o la inclusión de grupos que habían sido excluidos del proyecto de la modernidad (derechos de grupos). Muchos de los derechos que hoy conocemos y de los cuales gozamos en la actualidad, eran las ilegalidades del pasado. Los derechos son entonces el resultado de una contienda política que puso en cuestión los procesos de normalización social de la exclusión. Con respecto al derecho a la educación, tal dimensión se deja ver la identificación de los diferentes actores y discursos en disputa. Ello nos permite ver en los movimientos sociales, y concretamente en el movimiento educativo, el actor que ha liderado la resistencia contra la transformación de la educación en mercancía, del ciudadano en simple consumidor, de la universidad en simple empresa, y del conocimiento en un instrumento al servicio del mercado. b) En segundo lugar, los derechos humanos tienen una dimensión jurídica e institucional, que si bien es la más visible, y quizás la predominante, no existiría si no se hubieran dado las luchas históricas por parte de los movimientos sociales, de las organizaciones de derechos humanos, y de quienes tuvieron el valor de levantar la voz para cambiar las relaciones de poder existentes. En nuestro caso, la dimensión jurídica se traduce entonces, en primer lugar, en ese acumulado de regulaciones internacionales, constitucionales y legales en virtud de los cuales se ha intentado reconocer el derecho a la educación como un derecho humano que debe ser garantizado por los estados y, en segundo lugar, en las instituciones encargadas de hacer de tal derecho una realidad. La pregunta que hay que formular a continuación es sobre el compromiso político para hacer de la educación una prioridad social, y en consecuencia, que recursos se destinan para tal efecto. c) Una dimensión cultural, está relacionada con el conjunto de representaciones sociales, construcciones discursivas que se convierten en prácticas de
vida cotidiana. Con respecto a la educación, esto se hace evidente en la cotidianidad de quienes tienen acceso a la educación y, en consecuencia, pueden desarrollar múltiples dimensiones de su ser y sus capacidades como seres humanos. Aún más, en virtud de los estilos de vida que se desarrollan por quienes tiene acceso a los diversos espacios educativos estaríamos frente a la formación de diferentes estilos de vida, de cotidianidad y, de habitus, siguiendo las reflexiones de Pierre Bourdieu (2000). Quizás, la mejor forma de ver esta dimensión, consiste en el contraste de las experiencias de vida entre quienes tienen acceso a educación en universidad pública y quienes tienen acceso a educación privada. Esta reflexión muestra entonces la necesidad de tener en cuenta, tanto los procesos que se orienten a garantizar el derecho a la educación en la esfera institucional, como los procesos sociales y culturales que den contenido a tal derecho como una construcción política y cultural.
3. ¿Qué ruta jurídica debe seguirse para el proceso
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de institucionalización de un modelo educativo
democrático y respetuoso del derecho a la educación:
Desde la perspectiva que se ha expuesto en esta presentación, es decir, desde la apuesta por la construcción de un movimiento social por el derecho a la educación, la pregunta por lo jurídico tiene sentido en la medida que sirva como instrumento emancipador, promotor de la democracia participativa y sirva para hacer de la educación un derecho y un bien público. En este sentido es que el movimiento estudiantil y académico debe mirar lo jurídico, de lo contrario, nos someteríamos al riesgo de la desmovilización, del disciplinamiento y la despolitización del debate por prestar atención a lo que sencillamente es un medio, pero no el fin principal. En tal sentido, la discusión sobre la construcción de un proyecto alternativo sobre reforma educativa, o sobre la elaboración de documentos base para la concertación, se relaciona con lo que el profesor Albeiro Pulgarín ha denominado el proceso de constitucionalización del derecho a la educación. Ello implica, precisamente tomar en serio las tres dimensiones del derecho a la educación y convertirlo en un elemento de movilización política, un elemento institucional y en una práctica cotidiana. Los mecanismos jurídicos son simples herramientas que, dependiendo de cómo se presenten las circunstancias y los debates políticos, pueden ser más o menos convenientes, y por ello, habría que examinar las ventajas y desventajas de las distintas posibilidades que otorga el ordenamiento jurídico. Es en
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una ley estatutaria o una ley ordinaria?
ese sentido que quisiera analizar la pertinencia de la ley estatutaria y sugerir que se contemple la posibilidad de un proyecto de ley ordinaria, que podría denominarse, ley general de educación superior, o de educaciones, según consideremos más adecuado. Desde el punto de vista jurídico, es bueno tener en cuenta que la ley estatutaria, tal como está regulada en los artículo 152 y 153 de la Constitución Nacional, es una expresión normativa de carácter supra-legal que, como consecuencia de la relevancia de los temas que regula, tiene un rango superior a las leyes ordinarias y requiere de un trámite especial consistente en la aprobación de la mayoría absoluta de los miembros del Congreso. De acuerdo con el liberal a) del artículo 152, se establece que el Congreso debe tramitar como ley estatutaria los “Derechos y deberes fundamentales de las personas y los procedimientos y recursos para su protección . Adicionalmente, según lo previsto en el artículo 153 de la Constitución Política, el trámite legal requiere de control previo por parte de la Corte Constitucional. Sin embargo, además de mirar la regulación establecida en la Constitución, es importante tener en cuenta las decisiones de la Corte Constitucional sobre el tema.
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De acuerdo con la Corte Constitucional, no basta con que en una ley se regulen aspectos relacionados con derechos fundamentales para que se deba llevar el trámite de ley estatutaria. Al respecto sostiene la Corte: “Las leyes estatutarias sobre derechos fundamentales tienen por objeto desarrollaros y complementarlos. Esto no supone que toda regulación en la cual se toquen aspectos relativos a un derecho fundamental deba hacerse por vía de ley estatutaria. De sostenerse la tesis contraria, se vaciaría la competencia del legislador ordinario. La misma Carta autoriza al Congreso para expedir, por la vía ordinaria, códigos en todos los ramos de la legislación. El Código Penal regula facetas de varios derechos fundamentales cuando trata de las medidas de detención preventiva, penas y medidas de seguridad imponibles, etc En resumen, mal puede sostenerse que toda regulación de estos temas haga forzoso el procedimiento previsto para las leyes estatutarias (C-13 de 1993). Más recientemente, en fallo de Constitucionalidad C-491 de 2007, la corte reitera los criterios establecidos en la sentencia C-646 de 2001. Al respecto dice la Corte: De conformidad con la jurisprudencia mencionada una ley debe ser tramitada como ley estatutaria cuando (i) el asunto trata de un derecho fundamental y no de un derecho constitucional de otra naturaleza, (ii) cuando por medio de la norma está regulándose y complementándose un derecho fundamental, (iii) cuando dicha regulación toca los elementos conceptuales y estructurales mínimos de los derechos fundamentales, y (iv) cuando la normatividad tiene una pretensión de regular integralmente el derecho fundamental.
En consecuencia de lo anterior, se pueden observar las siguientes dificultades políticas y jurídicas sobre la ruta consistente en el trámite de una ley estatutaria: a. En primer lugar, nos encontramos frente a una dificultad de carácter político consiste en la exigencia de mayoría absoluta de los miembros del Congreso para el trámite de la ley. En el contexto actual, ello implicaría una mayor capacidad control sobre el contenido de la ley por parte de la coalición mayoritaria liderada por el partido de la U y el gobierno nacional. b. En segundo lugar, nos encontramos frente a una dificultad jurídica consistente en el control previo de constitucionalidad. Tal como se ha advertido por parte de varios profesores de la facultad de derecho y ciencias políticas, el examen de constitucionalidad en casos de control previo es menos riguroso, lo que impediría un control de constitucionalidad posterior. Teniendo en cuenta las anteriores consideraciones, la ruta de una ley ordinaria ofrecería las siguientes ventajas:
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a. En primer lugar, requeriría de mayorías simples.
Finalmente, reitero, tal como se ha dicho en sesión conjunta de los claustros de profesores de educación y de derecho y ciencias políticas, que estamos proceso fundamentalmente político. Las formas jurídicas hacen parte de una dimensión institucional que se pueden definir posteriormente, pero jamás, correr el riesgo de paralizar el movimiento social ni el debate político en función de los lenguajes y las formas del derecho.
Bibliografía Bourdieu, Pierre. La Fuerza del Derecho. Uniandes, Instituto Pensar, Siglo del Hombre Editores, Bogotá, 2000. Santos, Boaventura de Sousa (ed). Democratizing Democracy. Beyond the Liberal Democratic Canon. Verso, London-New York, 2005.
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b. En segundo lugar, ofrecería la posibilidad de un control constitucional posterior activado mediante acción de constitucionalidad.
El reverso al proyecto de ley de reforma de la educación superior
Carta a la MANE. A propósito de la presentación del libro La encrucijada universitaria* de Rafael Gutiérrez Girardot. Ediciones Gelcil, Asoprudea. Juan Guillermo Gómez García Profesor Facultad de Comunicaciones
I. El panorama de nuestra época
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El reverso al proyecto de Ley de reforma de la educación superior por el gobierno de Juan Manuel Santos, la semana anterior, gracias a la gran movilización estudiantil, es tal vez uno de los más notables y visibles resultados positivos de la historia reciente de Colombia. Las grandes manifestaciones que se anunciaron para el día 10 de noviembre, compuestas de contingentes multitudinarios de estudiantes universitarios de todos los rincones del país, y que ocuparon la atención de los medios masivos de comunicaciones, dieron al traste con la pretensión de imponer una reforma universitaria criticada fuertemente desde principios del año. La terquedad y sobre todo la improvisación del Ministerio de Educación chocó contra el muro más decidido y cohesivo del estudiantado que libró su lucha, casi a solas, contra las directivas universitarias, contra la casi indiferencia del profesorado, contra la burla y la tergiversación de todos los medios de comunicación. El resultado final de este primer acto fue no solo el rechazo de esta ley, sino el consecuente y concomitante reinicio de una discusión de una materia aplazada y deficitaria como es el estado deplorable de estado de la universidad colombiana. El panorama que se abre no es solo de discusión técnica, por ejemplo, en términos de la financiación de la universidad. Es sobre todo el problema del sentido de los estudios universitarios y la construcción “colectiva” del nuevo sentido y alcance que corresponde a la educación superior en un país que tradicionalmente aplaza sus grades discusiones por décadas y cuando las afronta
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lo hace tardía y muy fragmentariamente. ¿Cuándo nuestros gobiernos, cualquiera sea este, ha puesto atención decidida a este sistema y ha tratado de reformarlo a fondo, en los últimos años? Parece cercana la fecha en que las condiciones de esa discusión logren darse, en escenarios al menos más transparentes y decididamente más democráticos. El “conejo” legislativo que el gobierno quería darnos por “liebre” de educación superior, fue rechazado porque desde el comienzo olía mal, estaba contaminado y amenazaba la salud –mental y gástrica– de los estudiantes. Rechazada la cena ministerial, el desafío que se impone es enorme y las posibilidades de responderlo a satisfacción comprometen variables, muchas de las cuales no están a la mano.
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El movimiento estudiantil actual es el producto de largas décadas de resistencia de la universidad pública sea cual sea el gobierno que padezca. Cinco décadas de Frente Nacional ha dejado como consecuencia una natural desconfianza por regímenes autoritarios, algunos de los cuales se vivieron como semi-dictaduras, como los de Turbay Ayala o Uribe Vélez, y otros se experimentaron en toda su mediocridad, como los de Valencia, los Pastranas, padre e hijo, de Betancur, Barco y Samper Pizano. El movimiento estudiantil es pues un factor constante de oposición, como expresión de rebeldía y protesta antigubernamental, pero su composición presente ofrece rasgos novedosos. Sin llegar a ser exhaustivo, a primera vista, se puede alegar que novedad en tres rasgos. Primero, la novedad estriba en su lenguaje y sus consignas, es decir, en la base ideológica difusa, hasta indiferenciada, que la componen rezagos del leninismo, notas de bolivarianismo y notas de movimientos anti-global. Segundo, él es el producto de la gran represión de la era Uribe, en que la oposición fue violentamente sofocada, física y simbólicamente. Tercero, y sobre todo, es la consecuencia de la universidad “invisible” que se fue creando al calor de las políticas de cobertura-hacinamiento de los años uribistas. Este elemento de crecimiento demográfico indiscriminado de las matrículas, el más grande que se operó en el sistema universitario estatal, principalmente, desde los años setentas, pasa su cuenta de cobro. El dinamismo de ese movimiento, ha sido no un factor de sorpresa inédito, sino la elemental respuesta social a las frustraciones acumuladas, a la incertidumbre por el futuro de los jóvenes universitarios, que hablan por sí mismos, y a las políticas erráticas, de irresponsable soberbia y de violencia destructivas, en el marco de cierto respiro y libertades menos amenazadas de este gobierno. Se habla de un ablandamiento de la represión anterior, lo cual es hasta considerable sobre el entendido de que las cosas se mantengan en el statu quo, la estructura de poder y propiedad apenas se modifique y que la sensación de gobernabilidad no arañe la popularidad del actual gobernante, es decir, que se recupere, al menos, en este aspecto la vieja y sana desconfianza popular por el presidente, sea cual fuere. También se llegó a decir, como lo subrayó un cierto directivo universitario, que se felicita por la “madurez” del movimiento universitario, lo que profetiza su
próxima descomposición, es decir, elogio que implica su sufragio anticipado. Porque el movimiento es lo que es: fluidez, frescura, cierta candidez, un cierto grado de audacia, capacidad de error y responsabilidad enunciativa.
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Creo un deber moral y político haberse opuesto y seguir oponiéndose, por todos los medios, y rechazar la legislación de reforma. El gobierno no había hecho el menor esfuerzo por comprender el sistema de educación superior. El estudio de este sector se dejó al albur de las circunstancias y las circunstancias obraron contra el precoz engendro. La consideración, como punto de partida, de que este sistema es una catástrofe, y en su conjunto, un fraude a la nación, debería ser puesto discrecionalmente de manifiesto, es decir, implicaba un estudio, un diagnóstico –o varios, emanados de diversas entidades gubernamentales, nacionales e internacionales, estatales y no estatales– sobre los cuales arrancar la discusión. Más aún, el primer paso era crear las condiciones epistemológicas y metodológicas, por así decirlo, para formular estos instrumentos analíticos de una realidad que se experimenta a diario como una calamidad pública y que los indicadores internacionales desnudan en toda su raquítica y desnutrida organización. La cifra que circuló del déficit universitario que luego fue consigna populista de gobierno, a saber, que Colombia carece de 650.000 estudiantes en el sistema universitario, era más que una denuncia. Era una denuncia alarmante de un sistema deficitario gigantesco. Tratar de enmendar esa cifra abrumadora con unos comerciales oficiales hechos a última hora, fue uno de los más ostensibles actos de desespero y una manera de medir el alcance de mentir y poder mentir, sin rubor, pero a la postre contraproducente. 650.000 es una cifra que habla de cuatro décadas de atraso del sistema universitario, el mismo atraso que refleja, ni más ni menos, el déficit en salud, vivienda, carreteras, recreación etc…: para una población impactada por una violencia narco-paramilitar, militar y guerrillera, por una violencia estatuida por los políticos de siempre y los emergentes, por una violencia de los viejos propietarios de haciendas, de las industrias y del comercio y las finanzas, organizados legalmente y paralegalmente, por la violencia en grande escala, en media y en escala personal, por la violencia y discriminación de género, por la violencia y discriminación a las organizaciones indígenas, por la violencia y discriminación a los afrodescendientes, es decir, en la “patria” “multi-violenta, multi-discriminadora, multi-excluyente” (S. Vivas). Los 650.000 necesitaban un espacio universitario donde estudiar. ¿Dónde? Nunca se preguntó. Los 650.000 estudiantes necesitan un profesorado. ¿Cuántos, en qué áreas y de qué calidad? Tampoco se preguntó. Ni preguntó el gobierno, ni los rectores, ni directivas universitarias (como ASCUN), ni menos los medios de comunicación, es decir, las empresas de la desinformación
y desorientación masiva. Los 650.000 estudiantes, precisan de cerca de 40 o más centros o campus universitarios de calidad y generosamente dotados (además de que se precisa readecuar los existentes, casi en ruinas). ¿Dónde se levantan sus campus? ¿Acaso a todos los hacinamos en la primera y más deplorable universidad de garaje del país, en la UNAD? Los 650.000 estudiantes precisan, al menos, 65.000 profesores, en un país donde solo 3.000 tienen el título de doctor. Es decir, en un sistema que tiene otro déficit enorme, gigante, de tres décadas de retraso, porque en los años noventa se proyectaron 12.000. Así que se quedaron en la cuarta parte del camino. Dos décadas dieron por resultado 3.000 doctores. ¿Es que ahora necesitamos otros 65.000 profesores universitarios, pero recién graduados de bachiller, para superar otras de nuestras insólitas odiseas? Si queremos tener un sistema de dos millones doscientos mil estudiantes, como exigen los estándares internacionales, precisamos de no menos de 100.000 doctores activos en la universidad, en todas la áreas científicas, en todas las regiones del país, para todas las capas sociales. ¿Los formamos en los próximos tres siglos a este ritmo de caracol hemipléjico? Lo demás es subterfugio de país subdesarrollado, aguja de marear.
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II. Una necesaria mirada retrospectiva Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia —ASOPRUDEA— No. 45 • Diciembre de 2011
Hay que volver a plantear de raíz, histórica, social y cultural, los problemas que agobian al sistema universitario colombiano de hoy. Este sistema ha desvirtuado el sentido de los estudios universitarios, los ha sometido a su propia contradicción y a la negación de los mismos. La pasión por el estudio, que es la esencia de los estudios universitarios, ha sucumbido por la improvisación, el chantaje y el aventurerismo. El trasfondo socio-cultural que delata este sistema es la herencia contrarreformista, vale decir, la persistencia de los particularismos de cuño hispánico –en cuya cabeza está la institución eclesiástica y el pensamiento escolástico-teológico que la secunda– en las sociedades modernas. Este particularismo, no solo ha hecho posible la universidad privada. Ha desvirtuado, por fuerza de esta tendencia anti-cohesiva, el mismo carácter y la misma posibilidad de la universidad pública y ha ensombrecido la relación universidad y Estado y universidad y sociedad. La universidad es expresión no solo de la irresponsabilidad del Estado de asumir el monopolio de la educación, sino ha desfigurado el papel del profesor. Los métodos escleróticos de enseñanza, la rutina que imparte el profesor en clase de conocimientos ya adquiridos, impone una manera no solo de perpetuar los conocimientos, sino de perpetuar las estructura social en la que se inserta la universidad. Al decir que la universidad es el reflejo de su sociedad, se quiere decir que ella alimenta sus vicios, los reproduce en su interior e introyecta en sus prácticas universitarias, en el profesor y el alumno, una imagen pétrea del mundo que este último reproduce en la sociedad. La universidad es así reflejo, pero tam-
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bién reproductor de los vicios sociales y en última instancia el legitimador de la estructura de la infamia. Este es el perverso resultado de la universidad, pero sobre todo de la universidad privada en países de tradición católico-contrarreformista (movimiento histórico contra Lutero y sus consecuencias emprendido por la Iglesia católica, que va encontrar, entre otras, en la Compañía de Jesús y en el “Catecismo” del Padre Astete los fundamentos de su fe de carbonero) acuñados por el dogmatismo, por una fe religiosa que no admite la posibilidad del disenso. Esta tradición histórica no ha sido superada o sustituía por las tendencias seculares racionalistas, de la Ilustración en el siglo XVIII o el positivismo en el siglo XIX. Tampoco la reforma de Córdoba de 1918 (nacida como eco de la Revolución bolchevique) logró superar esta estructura fundamental, por diversas circunstancias. El peruano José Carlos Mariátegui ya había advertido, tempranamente, el anquilosamiento de la Reforma de Córdoba. Ella, adujo en sus Siete ensayos, no llegó a la altura del positivismo. En el fondo ella fue un gesto de rebeldía de las clases medias emergentes que luchaban contra el sistema escolástico universitario, contra el profesorado mediocre, pero no supieron sus dirigentes revertir esa tradición negativa en una propuesta creativa. En otros términos, si bien logró la reforma resaltar la importancia de la responsabilidad social de la universidad (este es un legado permanente), la revolución intelectual que anunciaba quedó corta, en otro términos, no se efectuó. El crítico colombiano Rafael Gutiérrez Girardot (entre otros) corroboró, décadas después, la reserva de Mariátegui sobre el efecto del movimiento cordobés. Pero Gutiérrez Girardot da otro paso: aduce que el marxismo, que irrumpió en los años sesenta y setenta, tampoco estuvo a la altura de su tarea renovadora. El cuño leninista, vale decir, dogmático-soviético, desvirtuó la fuerza secularizadora del marxismo; solo sustituyó un dogma por otro, pero dejó inalterado el sustrato dogmático, escolástico de la vida social, de su mentalidad rutinaria y de una universidad perversamente politizada. Gutiérrez vio en la revuelta estudiantil un signo de inconformismo necesario, de la inconformidad que denuncia una gran frustración social. Más aún, vio en el Ché la encarnación de una posibilidad futura; pero una posibilidad incumplida. El “romanticismo político” del Ché, su quijotismo es un haber histórico, como lo fue el quijotismo de Bolívar, de González Prada, de Martí, de Sandino, de Allende. El gesto del desprendimiento, la generosidad de sus actos, las virtudes seculares para una democracia joven, son los signos distintivos frente a la voracidad económica y política de las élites, frente a la infamia de los gobernantes, frente a una mentalidad tradicional pagada de su arrogancia, de su provincialismo, de su resentimiento contra lo nuevo por ser nuevo. La tarea de la modernización de la universidad debe contemplar y partir de estos déficits histórico-culturales y advertir los caminos radicales para superar sus pasados negativos. América Latina, y Colombia en particular, se someten
a la fuerza de una nueva integración –que es a la vez una nueva fase de su destrucción– por la globalización. El término es nuevo, pero el asunto es viejo: tiene, al menos, para América 500 años. Es decir, se trata de un nuevo ciclo de su occidentalización o su proceso forzoso de europeización. El primer ciclo fue el colonial, acuñado por tres siglos de presencia católico-escolástica, de gran profundidad. Las consecuencias histórico-culturales, por ejemplo para el Brasil, las registró magistralmente un Gilberto Freyre; también las muestra Sergio Bagú o los diversos estudios de Mariano Picón-salas, Mario Góngora, Silvio Zabala, o José Luis Romero. Gutiérrez Girardot destaca la importancia de su literatura barroco, en el marco de la primera fase de colonización: ella es expresión inédita del criollo americano que descubre el encanto del lujo: la literatura es ornato de su situación social de privilegio. El criollo deja atrás la Península, aunque en el marco ideológico peninsular. Es una sociedad nueva, él se comporta ambiguamente satisfecho y no satisfecho. Satisfecho expresamente de ser privilegiado, insatisfecho, a sordina, de ser un colonizado.
La universidad fue parte de la sociedad escindida colonial, y una institución determinante para la discriminación socio-racial. Ingresaba a la universidad solo quien aportaba títulos de legitimidad de sangre hispánica, es decir, quien no tuviera manchas de indígenas o negros. Pero también la universidad forjó
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Luego vino el largo e intrincado proceso de la Independencia. Este nuevo ciclo fue acuñado por la Ilustración y por su contrapartida, el romanticismo. Con todo, también fue acuñado por sordos movimientos sociales indigenistas y de criollos resentidos. Uno de ellos fue el exjesuita peruano Pablo Viscardo y Guzmán. Otro fue el neogranadino Antonio Nariño (quizá estos dos entablaron amistad en Londres). El poder virreinal en manos de peninsulares y las grandes ganancias que se hacían en el comercio y en la explotación de metales alimentaron estos odios. En principio los criollos se sentían españoles americanos, luego simplemente americanos. En principio la lucha la emprendieron sus elites criollas, luego va a involucrar toda su población. En este destello multitudinario se anunció una utopía americana, la idea de que América era la patria de la prosperidad y la justicia. Bolívar, Bello, Sarmiento, Montalvo marcaron un rumbo diferenciado a estas repúblicas nacientes. Esta nueva forma de incorporación al sistema europeo está presente en el subtítulo de Facundo (1845): civilización o barbarie. Esto significaba para el argentino Sarmiento incorporación de usos, hábitos y modelos de comportamiento no hispánico. Tres siglos de presencia del escolasticismo, de la España inquisitorial, de la España avara motivaron este rechazo a una de sus raíces culturales, a la dominante. El anti-hispanismo en muchos fue también anti-indigenismo. Pero en otros fue defensa del indio, como en González Prada, o Montalvo, o Mariátegui, pero todavía no efectivamente incorporación socio-cultural. Sigue imperando la situación, en casi todos sus frentes.
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una mentalidad de conocimientos: fue escolástica. Sus modos de argumentar siguen, con todo, vivos: la malla curricular (es el viejo trívium y cuadrivium), su atención al texto canónico más que a la observación de la realidad (la lucha por las escuelas), su autoritarismo (el permanente control por la nota), su simulación (la bibliografía inabarcable), su aparatosa argumentación como fuente de verdad etc… (En la universidad colombiana si algo se entiende es sospechoso de superficialidad). En el siglo XIX se pretendió incorporar, como en Bello, la ciencia europea a la nueva institución universitaria. Él pronunció un imprescindible “Discurso de la inauguración de la Universidad de Chile” (1843). Bello, cuya vida académica es ejemplar (escribió el primer tratado de Derecho internacional del continente, la primera Gramática moderna para la lengua castellana, el Código Civil, en sus sustancia vigente, y reconstruyó el Poema el Mío Cid, la más imponente contribución a la filología hispánica del siglo XIX), deseaba aclimatar el modelo universitario humboldtiano a nuestra realidad. El pasado se le ofrecía, si no totalmente negativo (por lo menos se aprendía el latín y los clásicos) era inadecuado para los desafíos de la vida republicana. Ella exigía asimilar los conocimientos de la ciencia europea, como por ejemplo, la ciencia del derecho, como fundamento de la ciencia del Estado. Su derrotero era preciso y no estaba tocado por el patetismo ni la improvisación. Bello buscaba conceptos asimilados, no fórmulas sintéticas. Luchaba contra la pereza mental. El proceso fue, desafortunadamente, deteriorándose, degradándose: le vino a dar razón de sus sospechas sobre nuestro estado mental tradicional. La universidad se convirtió en una institución esclerotizada, acomodaticia, formulista. En Córdoba, bajo los impulsos de una sociedad que acusaba una masificación urbana dinámica, y bajo la evidencia de la inoperatividad de esta vieja universidad decimonónica, se levanta la protesta juvenil. Ella se vio atrapada por sus propios presupuestos, pese a sus postulados de democratización de la cultura universitaria. Los líderes estudiantiles reproducían la mentalidad del caudillo decimonónico, hacían de la universidad fortín político, trampolín de su vida pública o simulacro de su éxito profesional. Los años sesenta fueron decisivos, no solo por la Revolución cubana. La intensa masificación y las exigencias de adecuar a las universidades a los retos de la creación de ciencia, de racionalización del aparato estatal –una burocracia profesional– y la industrialización cada más tecnificada, se advirtieron como impedimentos al desarrollo; como secuelas negativas para acceder a la modernización del conjunto social. Hay un libro en nuestra escasa literatura social de la época que advierte la carencia de una elite científicamente capaz para echarse al hombro los problemas sociales que nos agobiaban: La revolución invisible de Jorge Gaitán Durán (no era sociólogo, era poeta).
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La universidad fue sometida a un diagnóstico severo. Atcon, Steger, Vekemans y otros propusieron vías de modernización de una universidad para el desarrollo industrial. Rudolph Atcon propuso los campus universitarios, pero que la iniciativa fuera privada. También ideó los Studium Generales de cuño pragmático, pero que le sonaron al escolástico-maicero Jaime Sanín Echeverri (a la sazón rector de la Universidad de Antioquia y luego de la ASCUN). Gutiérrez Girardot se opuso a las tres invenciones. Una de ellas, era, empero sana: los campus garantizan una masificación universitaria efectiva. No significó, como previó desde Alemania, el aislamiento de la ciencia y el estudiantado de su entorno social. La ideación del campus norteamericano –que además estaba en crisis por la rebeldía juvenil– para nuestras realidades, fue, al menos, la garantía de que hubiera centros universitarios que respondieran a las dinámicas sociales, altamente perturbadoras y de renovación. Los campus, hay que decirlo, fueron públicos. La invención no fue de Atcon, pues la Nacional funcionaba como Campus desde la época dorada de López Pumarejo (de abril a diciembre de 1936). Pero sí fue oportuna la receta, tal vez la única receta de la Alianza para el Progreso que debemos agradecer. Fue además de una necesaria masificación de la matrícula universitaria, como respuesta a las presiones políticas de una inminente revolución pro-comunista –una especie de “reforma autodefensiva”– y de una masificación urbana que desbordaba todo pronóstico. Colombia, sea dicho de paso, había multiplicado por dos su población urbana –en las grandes ciudades– entre 1950 y 1960, mientras la matrícula universitaria permanecía inalterada. Solo en la década siguiente, entre 1960 y 1970, en que la masificación urbana se volvió a incrementar, otro tanto, la universidad empezó a albergar en sus campus estos contingentes juveniles, casi todos ellos –seguramente– de primera generación de migrantes de campo a la ciudad. Es decir, los campus, hoy a todas luces insuficientes espacialmente y a todas luces en grave deterioro físico y de lamentables recursos académicos (bibliotecas, laboratorios, aulas dotadas tecnológicamente), fueron campo de esperanza, lucha, innovaciones sociológicas, de acercamientos inéditos… y de reproducciones de las peores tradiciones mentales. El profesorado, al calor de esta masificación estudiantil, también se multiplicó. López Michelsen cometió el acto sin precedentes, mundial, de posibilitar nombramientos de profesores sin culminar su pregrado. El conjunto neuronal que más había ejercitado muchos de estos “profesores sin título” era el de la zona entre el hombro y omoplato para lanzar artefactos a la policía. Un Marcos Palacio, por ejemplo, dictaba clases de “terrorismo” detrás de las canchas del Estadio de la Universidad Nacional, como miembro del ELN, décadas antes de ser nombrado rector de la Universidad Nacional por Belisario Betancur. Esto no tiene la intención de denuncia, como se puede inferir de mala fe, o de biografía de un personaje ejemplar, sino de modesta pintura de época “tal como ella ha acontecido”.
El proceso de la producción de nuevos conocimientos quedó, en gran parte, casi inalterado. La universidad no solo se sumergió en los años setentas en una intensa politización. Ella fue, en gran medida, estéril para la fundamentación académica de las ciencias. No se trató de importar nuevos equipos o bibliografía más o menos relevante. Permaneció inalterado, sobre todo, el método de enseñanza. Se quiso superar el viejo autoritarismo por un facilismo cuestionable. Como caso de picaresca se puede citar que se enseñaba, cómo escribir español, en las obritas de Mao. Pocos advirtieron que eran traducidas. También se introdujo a Freud, a Levi-Strauss… Estos nombres se exhibían con ánimo de exclusión… como parte de un misioneismo o particularismo (la ciencia entendida como feudo). No se discutió las condiciones precarias de esas importaciones y sobre todo las posibilidades de hacerlas aprovechables –como lo es por sí todo clásico desde Aristóteles hasta Heidegger, desde Comte hasta Simmel– para la investigación de la realidad nacional. Esto también vale, guardando las debidas diferencias, para las llamadas ciencias duras y bio-médicas.
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No del todo, habría que subrayarlo, fue negativo. Algunas obras de las ciencias sociales y la historia fueron fructíferas de este proceso. Pero en su conjunto la universidad colombiana vivió dos décadas de profunda depresión. Gutiérrez Girardot predicó en el desierto, aró en el mar. La exigencia de constituir un cuerpo profesoral de alta calidad solo se vislumbró hasta los años noventa. Las Misiones de Ciencias y Tecnología y Modernización de la Universidad advirtieron los síntomas y dieron respuesta, a su modo, a lo que demandaba imperativamente Gutiérrez Girardot desde finales de los cincuentas. El campus no lo era todo: tampoco la masificación. Entre tanto, la privatización de la universidad colombiana, gracias a la vagabundería de Turbay Ayala –para eso estuvo el ICFES– legitimó el desmán del enriquecimiento inmoderado, de la estafa social –son verdadera pirámides del conocimiento, o tragamonedas para las clases medias– de la iniciativa privada. En pocos años, en menos de dos décadas, las ciudades se llenaron de centros privados de educación superior de la peor calidad. En 1970 no había 20 universidades privadas, luego contamos con 300 (las públicas son las mismas desde hace cuarenta años). Basta pensar en el bazar –literalmente hablando– de la Universidad Antonio Nariño, en el convento –literalmente hablando– disfrazado de aulas universitarias de la Universidad de la Sábana, en los cientos de negocios de garaje que pulularon al lado de zonas rojas y que finalmente compraron, por ser más rentables, sus locales o establecimientos aledaños (es el caso de Tadeo Lozano o Central). Porque entre un negocio y otro, la diferencia era imperceptible y el mercado se inclinó más por los traficantes de materias y títulos que por los de carne. Ustedes no alcanzan a imaginar este derroche de talento. Todos estos protoDMGs. fueron los creadores de las universidades privadas entre 1970 y 1990. Ellos no tuvieron –ni han tenido– nadie quien los detuviera. El negocio hasta se mostraba como parte no solo del talento sino del desprendimiento y el
desinterés por educar la juventud. Se enmascaraban bajo la figura jurídica de fundación, es decir, entidad sin ánimo de lucro. Pero el lucro se veía por todos los costados: era lucro económico que enriquecía a sus fundadores y propietarios; era lucro social que encumbraba a estos grises caballeros de empresa; era lucro político pues hacía de sus centros universitarios palancas de presión para sus propósitos malsanos. Entonces ¿por qué se quejaron de Pablo Escobar o más tarde de Murcia Guzmán si no otra cosa hacían estos traficantes de las matrículas universitarias, protegidos por el Estado, el Ministerio, el ICFES y por la sociedad colombiana en su conjunto?
Al lado de la innovación de la cultura de investigación de los noventas, creció la anomia con las universidades privadas de tercera y cuarta. Para pegar con algo el desajuste, se impusieron los procesos de acreditación. La acreditación era un tema que trajo otro gurú: José Joaquín Brunner, un chileno que legi-
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Los noventas fueron los años de la innovación. Parcialmente. Colombia, en medio de la que se llamó la “apertura” del presidente César Gaviria, se abocó a reconsiderar su estatus real universitario. Como en la época que diagnosticó Atcon, ocupábamos un lugar de honor en materia de desarrollo científico, entre Bolivia y Haití. Gutiérrez Girardot no pudo percibir el cambio y lo que ello implicaba, positivamente, para el sistema universitario. Colciencias aclimató la cultura investigativa en la universidad. Esto fue un paso positivo, pero no cohesivo en su conjunto. Se estimularon los estudios de doctorado en el exterior, se pagaron a los investigadores, se crearon vicerrectorías de investigación, grupos de investigación y medios científicos –revistas– que reflejaran el avance de la investigación en todo el país. Se habló de “escribir para publicar” pues las cartas redactadas a la novia en el lenguaje maoísta eran impublicables. Hoy la situación es otra, sin duda. Pero para algunas universidades, quizá solo para un 20% del sistema o, generosamente hablando, para un 25%. El problema que hoy aboca el sistema se soslaya o se quiere ocultar con un velo de mentiras: la enorme deuda histórica. Integrar este sistema, es decir, encontrar una vía de homogenización, por ejemplo, entre la Universidad Nacional y la del Chocó, o entre la Universidad de Antioquia y la María Cano, o la de los Andes con la Cooperativa de Colombia, es un desafío del que ni si quiera se desea imaginar. “Que cada uno siga su ruta como quiera en un país de grandes iniciativas y grandes traficantes”, es la no respuesta. ¿Es posible hablar de universidad cuando se quiere equiparar un seminario de doctorado en Ciencias sociales la Universidad Nacional con un cursillo de dos semanas del SENA, y que ello se trata de actividades docentes de las IES? La sigla es ya de por sí una degradación. Es decir, una confusión conceptual premeditada. Baconianamente, la base de las ciencias son las técnicas; hay otros criterios. Con todo, aquí no se reflexiona. Se quiere legitimar un entuerto, hacer “conejo”, para emplear un elegante giro presidencial, comparado con el “si lo veo, le rompo la cara…”.
timó el proceso de privatización de los años ochentas y noventas en América Latina, primero en Chile. Luego quiso expandir sus brillantes ideas a México y fracasó. El prendió a las universidades mexicanas en 1999. Ahora dio este aventurero intelectual –que escribió un libro de ínfima calidad sobre la cultura latinoamericana– el otro paso audaz: está prendiendo las colombianas. Este cerebro gris (por lo opaco) de la reforma actual colombiana, tiene su prontuario. Hoy se entremezclan los problemas de cobertura o re-masificación universitaria, calidad universitaria, es decir, la cualificación del profesorado, y democratización del conjunto de un sistema que ha permanecido en sustancia con los vicios del autoritarismo –de la serie de formas dogmáticas de entender el conocimiento, el poder político y la dinámica social– de las fases o ciclos de su desigual desarrollo. Ninguno de estos ciclos o etapas, históricamente hablando –ni el colonial ni el decimonónico– permanece del todo superados.
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Colombia salta etapas, aceleradamente. Así como en los años noventas se impuso una modernización –con amplia participación profesoral: la llamada comisión de sabios– que apenas pudo cumplir sus expectativas, hoy los estudiantes toman la iniciativa de la discusión. Mientras pues en los sesenta un experto de talla internacional como Atcon impone las ideas –al son de la Alianza para el Progreso–, en los noventa el profesorado colombiano cumple su papel nada despreciable de renovadoras propuestas de la estructura universitarias, en el año 2011, ante la agresión del gobierno, la complicidad de las directivas y la pasividad acomodaticia del profesorado, lo hacen los estudiantes. En los sesenta se pretendía ampliar matrículas y dar una propedéutica de las ciencias, mas fracasó la propuesta –redacta de la peor forma por Luis Carlos Galán– ante el movimiento estudiantil. Este movimiento, que concretó su propuesta en el “Programa Mínimo” (que lo volvió al cabo ínfimo), deseaba la revolución y concibió la universidad en campo de misiones leninistas. En los noventas se aclimataron las ciencias, pero ello solo cubrió una pequeña parte del sistema, por virtud de una privatización desaforada. Ahora, al iniciarse la segunda década del siglo XXI ¿qué? El resultado luego de veinte años de la Ley 30 es discutible; en algún sentido se puede hablar de un fracaso. Las diferencias regionales, entre tanto se acentúan. Pero también se acentúan en una misma ciudad: la de Antioquia cuenta con 300 doctores (esto contando con su lamentable clientelismo y su uribización vergonzosa), la Medellín con 10. Pero también hay universidades para traquetos. Hay otras regentadas por propiciadores de masacres. Hay rectores monseñores que expulsan a decanos por no pensar como ellos. Hay otros que hacen de su universidad fortines electorales –presionan a sus profesores y trabajadores a obtener votos– para garantizar su dominio caciquesco en su pueblo natal. Hay rectores y rectores… “perdonen la tristeza” (C. Vallejo). No es necesario detenerse en más detalles. Lo que sucede en Medellín, sucede en Bogotá, en los Llanos, en la Costa…
III. Involuntarias conclusiones
El movimiento estudiantil ganó el primer pulso, como lo percibe la opinión pública. Lo que viene es un asunto más decisivo. Se habla mucho, quizá demasiado, de los aspectos técnicos de la financiación y, mejor, de la creciente desfinanciación de la educación superior en las últimas décadas. Hoy heredamos no solo un problema financiero. Es un problema más hondo: la falta de ideas. Ante la falta de ideas, se imponen los tecnócratas, con su lenguaje burocratizado, esotérico, de cifras encriptadas. Ante ellas calla el inexperto y debate el presunto experto. Ahora todos son economistas, especialistas en temas fiscales, gurús en temas presupuestales: son los amantes de estadísticas, cuadros comparativos… Esta nueva dictadura de los números se convierte en una forma de vanidad argumentativa, en una versión de la retórica de las cifras, sin considerar que detrás de una estadística hay un sujeto que elabora y un sujeto que argumenta, es decir, que hay intensiones, un mundo anímico implícito y un interés encubierto. Es tarea de la universidad argumentar. Es tarea de la hora elevar el concepto, el lenguaje de una discusión no sobre el entendido de los presupuestos técnicos. La historia social y cultural de la universidad colombiana no se contrae a esto. La pregunta última es: “¿qué universidad para qué sociedad?”, es
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El gobierno reintenta una reforma sin norte. No ha hecho un diagnóstico de una situación deficitaria. El déficit no es solo de matrículas. Los 650.000 estudiantes que dice, populista y mentirosamente, incluir en los próximos años. El déficit es de formación e incorporación de los cuadros profesorales. La universidad privada también creció, desconsideradamente. Ello es otro enorme problema. Por eso los asuntos de fondo tratado por Gutiérrez Girardot en La encrucijada universitaria son vigentes, actuales, son protesta, denuncia. Necesariamente son todo ello, y son más: son lecciones de virtudes ciudadanas que no solemos acentuar suficientemente. Quedarse con los brazos cruzados en este momento, tendrá consecuencias desastrosas; rumiar en soledad y contemplar la crisis desde lejos, desde la barrera de la comodidad doméstica y el solipsismo retardatario, tendrá un costo muy alto para nuestro futuro próximo. El autoritarismo exige este repliegue a la interioridad inactiva, a un subjetivismo auto-lacerado y mortalmente aburrido en su soledad. Esta insolidaridad, enmascarada de autonomía del individuo, por pereza, miedo o comodidad, es parte constitutiva de la estructura de las jerarquías interiorizadas, de la cesación del derecho propio a favor del mandón de turno, en todas las esferas de la vida pública. Es sumiso frente al superior, agresivo ante el inferior de la escala social. Este es el estado generalizado, psico-social, del profesorado colombiano, del profesor de la universidad pública.
decir, la pregunta de ¿cuál es la universidad que deseamos para la sociedad soñada? ¿Para una sociedad solidaria, continental, en la soñada por Bolívar, de Martí, de Ugarte, el Ché, por ejemplo? Esta pregunta, que envuelve un imperativo utópico, no se responde con un asunto de simple financiación. Entre otros asuntos porque habría que insistir, una y otra vez, que si nuestros poetas humanistas del siglo XIX contribuyeron a destruir nuestra sociedad, los economistas y técnicos fiscales del siglo XXI parecen destinados a arruinarla definitivamente.
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La hiperinflación terminológica economicista puede llevar a desvirtuar la fuerza ético-política con que se anhela esa “sociedad nueva” continental (es nueva desde la época colonial, como vimos). La financiación satisfactoria, en el papel (o incluso en Planeación Nacional), de un sistema universitario, no satisface las preguntas por las modalidades, la cualidad y la calidez de su distribución. Esta modalidad, esta cualidad y esta calidez son de orden histórico, político, sociocultural. Es decir, no se construyen desde el vacío voluntarista, aunque implique o puede llegar a implicar una ruptura del contiumm histórico. La inédita redacción de la “nueva” Ley no debe perder de vista este exigente horizonte; la conciencia de la superación de sus circunstancias provincianas. La madurez intelectual de la comunidad universitaria, que no solo es de esperar de los estudiantes (que están en su etapa de formación), para promocionar estos asuntos, encontrará sus resistencias necesarias. El triunfalismo estudiantil, puede ser la menor. La mayor, los intereses multimillonarios de los negociantes de la educación. Pero, no menos, son enemigos la pereza mental de todos los sectores, la ingenuidad y el desamparo de muchedumbres estudiantil, la tosquedad de los modelos de triunfo social –propiciadas no solo en la telenovelas sino en las aulas universitarias por “exitosos” profesores en el campo profesional–, la anomia académica por efecto de unas directivas universitarias carcomidas del clientelismo, el caciquismo y la marrulla más desvergonzada, y mil causas más ocultas que, como la Hidra de Lerma, el monstruo de las mil cabezas (que aquí son mil estómagos voraces y mil garras), matan toda esperanza. Son enemigos mortales del pensamiento crítico y atentan contra la libertad de conciencia miles y miles de actos de la peor categoría moral. Uno de esta especie lo exhibe la página 16 de “El Tiempo” (domingo 6 de noviembre de 2011) que registra la posesión del rector de la Universidad de los Andes, en la sección “DEBES HACER”. Ella anuncia: “…asistieron ministros, embajadores y rectores de universidades y colegios”, es decir, “figurines y figurones” de la vida social capitalina. Ningún académico, ningún profesor, ningún científico, físico, químico, sociólogo o historiador asomó el rostro en las fotografías que coparon una página de ese periódico. Huelga decir que hubiera un estudiante. Este espectáculo de arrogancia es la muestra del nivel de la “primera” universidad (universidad de pasarela) a espaldas del país “real”. Del país que esa
misma semana marchó multitudinariamente a las calles e invadió las plazas públicas para oponerse decisivamente a la ley de la educación superior que estaba diseñada por y para beneficio de este país “social” uni-andino (como tipo). Estos son los modelos que defraudan y degradan el sentido de los estudios universitarios, ponen a la universidad en encrucijada, hacen inútil y perversa toda reforma. Si ese acto de posesión se exhibe como modelo a seguir (“DEBES HACER”), y como exaltación de una determinada forma del ser social colombiano, esta universidad es una anti-universidad, un representante de la no-comunidad nacional, que viola todo principio de esperanza y destroza todo lazo científico, académico, social. Esta fuente de violencia, que es como madre de las violencias, que es la violencia más sutilmente camuflada de “gran” mundo, pero que es bajo mundo “encumbrado”, es pura irracionalidad; es simple y llana irracionalidad.
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La universidad se define, esencialmente, por el dinamismo en la transmisión de los conocimientos científicos (lo que implica su esencia investigativa y su negación permanente del pensum), del profesor a su estudiantado. La esencia de la investigación no tiene límites; es por decirlo así, auto-creativa. Por eso esta dinámica es pública y, en últimas, su financiamiento es estatal. El profesor universitario es no solo el reproductor o puente entre una tradición o un saber consolidado pasivo o hecho (es inútil la discusión sobre el texto guía) sino un recreador de ese conocimiento. Su cátedra universitaria es el escenario más idóneo para ensayar, ante su estudiantado, el núcleo de verdad que él anhela transmitir como ciencia. El control de este saber es ante todo control que procede de su ascetismo epistemológico, por su escepticismo racionalizado, por la modestia intelectual y por su permanente poner en tela de juicio sus propios resultados de investigación. Su tarea es por tanto doble: en el ámbito de la ciencia que él cultiva y por la ética secular que él encarna. Su vocación científica va de la mano con el modelo de un tipo social que contribuye a sofocar las ambiciones desmedidas, el egoísmo en todas sus manifestaciones. Este es el alcance del valor ético de la vocación profesoral. La dignidad de su estatus social descansa en el desarrollo creativo de la “gaya ciencia”. Esta ética es voluntad, pasión, servicio público, placer, libertad. No hay, en esencia, saber científico que sea privativo, que no sea servicio público, que no sea, como desea Saint-Simon, un universal organizado al servicio del hombre. El resto es destrucción, confusión, miseria epistemológica, vanidad personal, egolatría. El desarrollo de la vida universitaria, vista a la luz de esta ética saint-simoniana, parece una crítica radical a las prácticas científicas existentes y preponderantes. Lo es. Este es el punto de partida de todo “proyecto” de reforma.
Posdata Numérica Con motivo de la participación en un Foro sobre la Universidad que organiza para hoy la Asociación de Profesores, me sometí a la disciplina de los números. Revisé, no sin impaciencia, las estadísticas que tuvo a bien enviarme el profesor Juan Carlos Celis, para darle apoyo en cifras a los debates de la coyuntura contra la reforma universitaria. La revisión de estos números, en realidad, apenas modifica los conceptos que en estas semanas hemos debatido –con Selnich Vivas– a propósito de la presentación de “La encrucijada universitaria” de Rafael Gutiérrez Girardot. La tarea pendiente que tengo es la de proceder, también con paciencia bíblica, a la lectura del libro sobre la reforma radical propuesta por el Grupo de la Flacso, que también nos reenvió hace unos días el Dr. Celis.
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Las estadísticas apenas, pues, agregan algo al argumento de fondo; a las tesis de Rafael Gutiérrez Girardot, expuestas hace más de treinta o cuarenta años. Tal vez lo único que en este momento pueden aportar es darle un aire de cientificidad a un debate que tiene fundamentos filosófico-históricos. El resultado de la lectura de estos documentos oficiales revela la agresiva política estatal –propiciada por el gobierno de Uribe Vélez y secundada por la maléfica Vélez White– de aumentar sin precedentes la matrícula universitaria. Se pasó de menos de 950.000 estudiantes en el 2002 a tener para el año 2010 casi 1.600.000 estudiantes, es decir lograr aumentar 650.000 estudiantes a como da lugar para poder rozar con la cobertura continental promedio, es decir, llegar a una cobertura del 35% frente al 38% de la región latinoamericana. Esta tour de force, rodeado de mil infamias y bajo el terror de hecho y el chantaje moral, apenas puede ocultar que Chile ronda el 55% de cobertura, o Uruguay el 65%. Este gobierno de Santos quería complementar la plana del hacinamiento, y embutir otros 650.000 estudiantes, conforme la propaganda oficial, al desvencijado sistema universitario, si se puede hablar de este caos de 288 instituciones de todas las pelambres, sistema. La Universidad de Antioquia sobresale por su desfachatez, en esta feria del hacinamiento. En los últimos diez años no ha aumenta un solo centímetro cuadrado su infraestructura física, pero pasó de 23.000 a 36.000 estudiantes de pregrado, en seis años, es decir, que en un periodo increíblemente breve, sobrepasó la matrícula de la EAFIT o Universidad de Medellín, con más de medio siglo de existencia. Esta intra-universidad es la universidad que salió a marchar en las jornadas estudiantiles de septiembre, octubre y noviembre. En todo el país, sucedió algo semejante, pero con sus variables. Así la Universidad Nacional, muy arrogantemente se mantuvo al margen de la expansión en pregrado. En efecto, en el período del 2003 al 2009 aumentó en 9 los estudiantes
de pregrado: pasó de 39.504 a 39.515. Pero ni corta ni perezosa, siguiendo la política de “universidad de excelencia” o “universidad de posgrados”, como lo quiso el capricho irresponsable de Marco Palacios –hoy mejor jubilado y en su autoexilio merecido–, supo sacar jugo del paseo de la privatización de las universidades públicos, y aumentó de 457 estudiantes de doctorado en el 2003 a 909, casi un 100% en seis años. Este deterioro de la Universidad Nacional, en su responsabilidad con la nación, con las clases más desfavorecidas, es una deuda pendiente.
Me parece curioso o aterrador lo siguiente: el número de doctores del Sistema Universitario estatal es de 2.500; la Nacional tiene 909, o sea casi un 45%. La de Antioquia como 540. La del Valle quizá menos. Estas tres universidades casi el 80%. Esta brutal concentración es muy grave. Otro asunto patético: Colombia tiene 110.000 docentes en la universidad; solo 4.500 son doctores, es decir, menos del 4%. Me imagino que es como en Haití. Hay 21.000 docentes con título de Magister. Entre doctores y magister, como ven llegan al 20%. Me imagino que como en Haití. Todo, oigan bien, todo el sistema universitario estatal, gradúa al año 110 doctores; de ellos 60 la Nacional. En esta proeza institucional me imagino estamos por debajo de Haití.
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Luego de este festín de números, que podemos ilustrar en otros casos a discreción, quisiera resaltar el verdadero detrimento fiscal o mejor, la creciente irresponsabilidad –aquí vamos a lomo de demonios– del Estado nacional con las universidades públicas. En 2003 el aporte de la nación fue de 1.300.0000.000 mientras en el 2011 es de 2.112.000.000. En números redondos se pude pensar en un aumento del 80% en casi una década. Si se cuenta con la inflación de este período, podemos constatar que la suma se desinfla. Mi intuición me sugiere un aumento que no va más allá de un 25% efectivo. Pero si se toma el aumento de la matrícula de las universidad públicas (aprox.) de 330.000 a 530.000 estudiantes en pregrado, un casi 40% (saquen calculadora que a mí me mama esta contabilidad), tenemos un deterioro creciente real, año tras año. El gobierno de Santos llegó a hablar de un aumento de 11 billones afectivo para los próximos diez años. Esto podría compensar, aparentemente. Pero si desea aumentar en la magnitud que desea, 650.000 estudiantes, y hace esa proyección a una década, entonces estaremos al fin de una década, a lo sumo, al nivel que estábamos, hace una década. Es decir, que recorrimos 20 años para seguir en las mismas. El consuelo es grande.
Potencia constituyente y movimiento estudiantil
Marco Antonio Vélez Vélez Facultad de Ciencias Sociales y Humanas Miembro Junta Directiva Asoprudea
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as coyunturas políticas, precisamente, por serlo suscitan debates que en ocasiones son debates sobre los fundamentos mismos del pensamiento político. En general, cuando se trata de impulsar el debate que concierne a las acciones de sujeto político puesto en movimiento en una coyuntura, las coordenadas de lo discutido cambian, pues, la claridad teórica tiene que ver más con potenciar la acción que con la mera pretensión de hacer avanzar la teoría pura. Este es el caso del actual debate suscitado en el movimiento universitario en la actual coyuntura sobre los destinos y las expresiones del llamado a una constituyente universitaria o temática como mecanismo a impulsar para deshacer el nudo gordiano de una ley de educación, ya sea general, ya sea meramente del nivel terciario de formación. Y es que la movilidad del movimiento estudiantil ha sido lo suficientemente provocadora y desafiante como para generar debates políticos de hondo calado. Debates que como el que pone en juego el concepto de lo constituyente, posibilitan una mayor expectativa de movilización o, de no acertar en los diagnósticos, podrían ser el punto de partida de una parálisis o una detención de potencias movilizadoras que auguraban mejores desarrollos. Y para el movimiento estudiantil que hizo de la derrota del proyecto de ley 112 una de sus apuestas fundamentales, acertar, como de hecho ya ha ocurrido al derrotar el citado proyecto en su trámite legislativo, es un imperativo político a capitalizar, para generar nuevos caminos en la movilidad social.
¿Y qué fue lo derrotado? El proyecto de ley 112 retirado por el gobierno de su trámite legislativo pretendía encarnar, las nuevas exigencias para la educación superior, planteadas a las universidades públicas y al sistema de la educación superior por el estado colombiano. Una reforma sistemática no se abocaba desde la promulgación de la ley 30 de 1992. Esta buscó poner a tono al país con los desarrollos constitucionales de la Constitución de 1991, aunque hay que decirlo no lo hizo
en el sentido de afianzar el derecho a la educación tal cual se promulgaba en la nueva carta. La ley 30 nos puso frente a desarrollos desiguales en cuanto al concepto de educación superior, pues, en principio de ella emanaron los problemas históricos de financiación de las universidades públicas. Y sobre su soporte no se logró resolver el problema de calidad de la educación superior, ya que ella misma hizo posible la proliferación de instituciones degradas en las exigencias de calidad, con el surgimiento de las denominadas “universidades de garaje”. Temas hoy debatidos, como la crisis en la cobertura, la deserción no fueron resueltos en los marcos de legalidad de la ley 30. Y el proyecto de ley 112, insistía en profundizar estos temas de déficit histórico del sistema. Profundizaba la desfinanciación, abría el espacio a universidades mixtas, dejada intocada la estructura de poder en las universidades, acentuaba los controles omnímodos del Ministerio de Educación y otros temas, debatidos ampliamente por el movimiento universitario.
Y es que no podemos despreciar el contexto de los imperativos de valorización del capitalismo cognitivo. Este demanda el conocimiento como el nuevo valor o la nueva condición de reproducción del capital. O para decirlo con Toni Negri, se trata de la subsunción ya no solo formal, sino real del trabajo bajo la lógica del capital. El capital está situado hoy en la ilimitación de sus posibilidades de expansión cuantitativa y en la profundización de sus posibilidades cualitativas. Y esta rotación del capital cognitivo pone en juego al sistema de la ciencia y la tecnología como soportes de sus urgencias de ganancia a incrementar. La “destrucción creativa” vía avances tecnológicos es la nueva dinámica que posibilita la movilidad del capital. Y cualquier enfoque sobre lo educativo hoy, en el contexto del capitalismo cognitivo pone en discusión las formas de la valorización cognitiva y por lo tanto las expresiones de una posi-
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El gobierno Santos se jugaba una baza importante en su pretensión de readecuar el aparato de la educación superior a las necesidades del aparato productivo y a las exigencias del Plan de Desarrollo, de un país que despuntaba en las avanzadas de los países emergentes o de los denominados CIVETS –al lado de países como Vietnam, Turquía, Sudáfrica y otros–, en la perspectiva, pues, de funcionalizar sistema de educación superior y sistema productivo. La educación para el trabajo, no era un simple eufemismo en la formulación del plan gubernamental. Más que ello, delataba la urgencia de reacomodo entre economía y educación. Un país que le apuesta hoy a un desarrollo reprimarizado, centrado en la extracción de bienes del sector primario, no requiere, por lo mismo mayores complejidades en su sistema educativo. Urge poner a tono dicho sistema con necesidades básicas de empleabilidad y de tecnologización. La idea de la internacionalización presente en el proyecto era la sacralización de esa inserción en la división global del trabajo urgida por las nuevas condiciones de valorización del capital.
ble democracia cognitiva, si es que pensamos que el conocimiento se puede prestar a apropiaciones democráticas. La discusión sobre la homogeneización de lo educativo, por ejemplo, según el modelo europeo de Bolonia, la pretensión de mover a las universidades en la lógica de los rankings internacionales, la búsqueda de la homologación de créditos y de currículos, todo ello da pie al surgimiento de esta imperatividad de un capital cognitivo que debe ser movilizado y valorizado, pero que requiere cada vez más unos estándares comunes en el nivel internacional. De allí, igualmente, las regulaciones de la OMC –la Organización Mundial de Comercio–, para situar las nuevas posibilidades del llamado mercado educativo, en el cual, el comercio transfronterizo, la presencia física de agencias de lo educativo, la movilidad de los demandantes del servicio, aparecen como los ítems a ser considerados.
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¿ Y qué es lo nuevo en la presencia del movimiento estudiantil? Lo nuevo tiene que ver con la capacidad de acción remozada, más allá de las tentaciones de la violencia contestataria. En la emergencia de un ludismo que convoca a lo juvenil como potencia de vida. En la posibilidad de coordinar desde un órgano de centralización política que articulaba estrategias y cursos de acción. La MANE es la expresión de esta posibilidad de coordinación. Con sus desarrollos regionales como la MAREA en Antioquia. La presentación de un programa mínimo que condensa exigencias históricas del movimiento estudiantil, recuperando el hilo rojo de luchas pasadas. Financiación adecuada, autonomía universitaria, democracia universitaria, libertades democráticas, articulación universidad-sociedad. He aquí un conjunto de temas que como un mínimo programático permitían y permiten centrar objetivos de lucha y de movilización. Poco se ha recabado en los ritmos y los tiempos de la lucha contra el proyecto gubernamental. Se trató de una combinación eficaz de puesta en cuestión argumentativa con capacidad de movilización en la calle. Se concreto algo similar a lo que Rosanvallon denomina una “democracia de interacción”1, en ella, la puesta en discusión de temas centrales permite que la ciudadanía afine sus argumentos contra pretensiones de los gobernantes de hacer pasar leyes con poca discusión y con escasa argumentación. Lanzado en marzo el proyecto gubernamental es recibido con contraargumentos emergidos desde el movi1 Pierre Rosanvallon. La legitimidad democrática, Barcelona, Paidós, 2010.
miento profesoral y con movilización del estudiantado –la primera marcha: el 7 de abril–; los argumentos se van refinando de parte del movimiento universitario y el gobierno se ve obligado a mejorar la argumentación, cuando no a retirar apartes esenciales del proyecto, en particular, los rasgos más evidentes de los argumentos privatizadores. Mientras el gobierno socializa en auditorios cerrados y con poca participación estudiantil, el movimiento estudiantil se organiza y se moviliza –nuevas marchas, en agosto y septiembre, paro en octubre–; la movilidad estudiantil se centraliza en la MANE. Las críticas de la centralización de decisiones y el desconocimiento supuesto de lo regional, no hace más que desconocer que dinámicas nacionales, reclaman una centralización nacional y una coordinación nacional. No todas las regiones y quizá no todos los liderazgos pueden entrar en principio a formar para del aparato de centralización político organizativa.
¿Y qué significa la potencia constituyente que se puede corporizar en una constituyente universitaria? La diferencia entre poder y potencia está inscrita en la lógica de constitución del poder soberano en el estado moderno. El poder del estado se erige como una trascendencia inmanente frente a su fuente de legitimidad novedosa que es el pueblo en la modernidad. La soberanía del estado conserva los residuos de la idea de trascendencia soberana de las monarquías. Pero, cada vez más, en la medida en que se afianza y desarrolla el poder democrático, la idea de soberanía se acerca a su fuente última, el pueblo-nación o el pueblo-social como sustrato del concepto de soberanía. Las formas de contractualismo au-
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En el ejercicio de contraargumentación de la democracia de interacción, en las primeras fases no se puede dejar de lado, la presencia argumentativa del profesorado y de los rectores de las universidades públicas agrupados en el SUE. Es importante situar esta perspectiva, pues, con el desarrollo de la movilización del estudiantado, la presencia de algunos de estos actores se fue desvaneciendo, es el caso de la figura de un Moisés Wasserman, muy activo argumentativamente en los comienzos de la discusión sobre el proyecto de reforma, pero, con movimientos laterales a medida que la radicalidad del estudiantado hacía presagiar el hundimiento de la propuesta. Sin embargo, algunos rectores del SUE mantuvieron una posición firme de contraargumentación y de rechazo al proyecto de ley 112. Por el lado del SUE y de ASCUN, emergió, un proyecto de ley estatutaria de autonomía universitaria, cuyo destino no debería ser el olvido al que quiso confinarlo el gobierno. Las universidades y en especial las públicas, reclamaban un enfático estatuto de autonomía burlado por el proyecto gubernamental al extenderlo indiscriminadamente a todas las instituciones de educación superior.
toritario a la manera de Hobbes pretendieron siempre remarcar la idea de la trascendencia de la soberanía en tanto forma de afianzamiento del poder del príncipe. Un contractualismo más democrático como el de Rousseau optó por afincarse en conceptos como el de voluntad general y en el concepto de soberanía popular.
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La potencia constituyente del pueblo moderno expresa la idea de fundación de lo político y por tanto del estado desde esa nueva fuente de legitimidad. Se trata de una legitimidad de imparcialidad, pues, es, fundadora de la regla jurídica y fundadora del dispositivo institucional. Dice Negri: “...El derecho, la constitución siguen al poder constituyente; es el poder constituyente el que da racionalidad y figura al derecho2”. Radicalidad, pues, del poder constituyente fundador de lo jurídico y de lo constitucional mismo, en tanto autoexpresión de la capacidad de acción política del pueblo-nación. El poder constituyente cristaliza en instituciones, no es una pura movilidad sin término, ni finalidad. Pero da cabida a la idea de un pueblo-social con intereses difractados, pero con capacidad de producir formas mayoritarias de movilización en pro de concretar instituciones y leyes. Históricamente, el poder constituyente en tanto poder instituyente se expresó en las revoluciones llamadas burguesas y en las transformaciones políticas fundacionales de repúblicas democráticas. Este poder constituyente democrático fue sepultado en el siglo XX por el juego de los totalitarismos de derecha e izquierda. Pero, siempre reemergió en las democracias como capacidad del demos de trastocar las condiciones de la dominación y en la exigencia de reformar las propias instituciones democráticas. Como sabemos, la democracia ha pasado por fases y momentos. Para Macpherson son tres fundamentales: democracia como desarrollo (siglo XIX), democracia como selección de élites y democracia como participación (desde la década de los 60, en norteamérica). Hoy, quizá asistamos a una nueva fase y es la de la democracia reflexiva y de interacción. Estas evoluciones tienen que ver con la movilidad de una potencia instituyente, que desde el imaginario político democrático demanda más y mejores expresiones para la democracia. En Colombia estamos a veinte años de la gran transformación democrática que lo fue, la coyuntura de instauración de la Constitución de 1991. Allí se manifestó frente a una democracia tradicionalmente restringida, un ejercicio instituyente de nuevos derechos y de su garantía por el nuevo estado social de derecho. Lo que es cierto, es que ese poder instituyente democrático no ha sido desarrollado y profundizado en el sentido, por ejemplo, del afianzamiento
2 Antonio Negri. El poder constituyente. Madrid, libertarias/prodhufi, 1994.
pleno de las garantías jurídicas para los derechos fundamentales. El que hoy, estemos en perspectiva de movimientos sociales que reivindican bienes públicos, como la salud y la educación, nos muestra a las claras el socavamiento de la esfera de los derechos por ejercicios de gobernabilidad atravesados por políticas neoliberales. Hay una distancia, pues, entre vigencia de los derechos formales en el estado de derecho y desarrollos antigarantistas en las formas de gobernabilidad neoliberal.
¿La constituyente universitaria o educativa es la vía? En principio, la discusión del movimiento universitario y estudiantil que ha rechazado y hecho sepultar el proyecto de ley 112, ha derivado, en la dinámica de la confrontación con el estado hacia la posibilidad de una asamblea constituyente temática. Para algunos esta vía podría ser riesgosa, si lo que se demanda es una forma de refundación de la república, como en los momentos de interrupción de los flujos constitucionales de los poderes constituidos. Para quienes consideramos que allí hay una vía por explorar una vía, no la vía–, el asunto de la transformación invocada y los límites mismos del cambio propuesto, van en el sentido de afianzar un derecho fundamental, como lo es, así sea por conexidad, el derecho a la educación. Frente a las urgencias de la gobernabilidad neoliberal en temas que afectan a las grandes mayorías, es perentorio defender la garantía de derechos, ya que como decíamos, el pensar como servicios, o como mercancías temas básicos como la educación y la salud, va en contra del mandato instituyente de la constitución de 1991. Luego, al defender la aplicación y desarrollo de un derecho fundamental como el derecho a la educación, es importante hacer valer
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La última expresión de ello y quizá su consagración constitucional es la Regla Fiscal y la sostenibilidad fiscal que demandan un estado que retacea derechos fundamentales, si no están dadas las condiciones presupuestales para dar garantías de los mismos. Es decir, la gobernabilidad neoliberal desconoce el carácter instituyente de los derechos de la Constitución y los pone a depender en su garantía estatal de condiciones variables de fiscalidad del estado. Un despropósito que va en el sentido de desconocer la dimensión instituyente del poder constituyente surgido en 1991. Es una característica de la crisis financiera y fiscal actual de los estados, el querer descargar las exigencias de la recuperación económica a costa de hacer nugatorios los derechos de las mayorías. Allí se expresa una confrontación entre poderes constituidos, los parlamentos, por ejemplo, que legislan contramayoritariamente –es decir, contra los derechos de las mayorías, así lo aprueben mayorías congresionales , y el poder constituyente que es el trasfondo de las democracias de hoy.
las condiciones instituyentes de los movimientos sociales emergentes –en este caso del movimiento universitario–,se busca desde la constituyente temática y apelando al juego de la construcción colectiva de comunidad enunciativa sobre la ley, el asumir, como tal comunidad enunciativa instituyente, la redacción de un nuevo articulado, ya sea de ley general de educación, ya sea como ley de educación superior.
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Esta comunidad enunciativa instituyente ya va en marcha, se nutre y nutrirá de las formas de enunciación de ley y proyectos de ley que llegarán a un congreso constituyente que dará cabida a estas expresiones y voces diversas que se han ido sumando en el camino a la labor enunciativa de ley. Allí podrán confluir estudiantes, profesores, asociaciones de padres, sindicatos, indígenas, pobladores en general que harán del trabajo enunciativo y constructivo una labor instituyente y garante del desarrollo del derecho fundamental a la educación. Este proceder no irá en contravía, más bien apoyará los desarrollos de la Mesa de Negociación integrada con el gobierno, pues, no se trata de supeditarse a la agenda gubernamental, sino que, incluso, la agenda de la Mesa se puede nutrir de los desarrollos constituyentes de las regiones y de los agrupamientos que ya vienen trabajando sobre una nueva ley. Concertar, negociar, pero, también construir, enunciar, instituir. Esas dinámicas se deben articular y como entramado de movilización y enunciación producir los desarrollos necesarios y la continuidad lógica del movimiento, que entra así a una nueva fase: constructiva, enunciativa, instituyente. A los guardianes de la heredad democrática este proceso comunicativo social no debería despertarles sospechas, por el contrario, deberían ver allí un despertar inédito de las libertades comunicativas en el seno de una democracia de interacción. Hacia allá va el movimiento y esto es lo que debemos desencadenar, todos, y con una responsabilidad muy especial los profesores universitarios, que como dije, fueron protagonistas en las primeras de cambio de esta gran transformación que hoy avizoramos. El profesor universitario debe desatar sus poderes enunciativos en la construcción de la nueva ley y aportar a la construcción del mecanismo instituyente de la constituyente universitaria, pero, igualmente, desde sus organizaciones gremiales participar del momento negociador con el gobierno. En dicha perspectiva, la MANE debe ser fortalecida, en tanto embrión de la constituyente, su ampliación a otros sectores sociales, la participación del profesorado organizado en ella, debe dotar al movimiento de una capacidad organizativa y política centralizada y potenciada. De allí, la necesidad de vincular otras fuerzas sociales. No para desvirtuar los objetivos logrados, sino por el contrario para afianzar las formas de representación y el vínculo con las regiones y otras expresiones organizadas de la población. La MANE, embrión de la constituyente, he allí un reto y la puesta a prueba de una inédita capacidad organizativa y política. De hecho, ya, los procesos de construcción de las regio-
nes en precabildos (Antioquia) o en constituyentes regionales (Universidad del Tolima) viene posibilitando un desarrollo de comunidad enunciativa que debe confluir en el congreso constituyente que dará expresión a la nueva ley. Ley que entrará al parlamento, como proyecto colectivo, sí, pero con la fuerza y el respaldo de las mayorías instituyentes forjadas en el proceso.
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Constituyente universitaria o
resistencia contra el estado sobre democracia y constitución Este artículo hace parte del proyecto de investigación: “Los fundamentos normativos de la democracia y el problema de la representación política”, aprobado por el Centro de Investigación de la Universidad de Antioquia CODI. Francisco Cortés Rodas Instituto de Filosofía
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Una de las ideas que se han planteado este año en Colombia con ocasión de la discusión pública generada por la propuesta del gobierno de reformar la Ley 30 de 1992 es la de una constituyente universitaria como mecanismo para construir una ley alternativa de educación superior. Esta idea es no solamente una propuesta pragmáticamente inviable, sino también, un sinsentido constitucional. La Asamblea General de Profesores de la Universidad de Antioquia acogió esta equivocada propuesta. He señalado que es muy problemático el proyecto de una vía de construcción colectiva , –la constituyente universitaria– “que con el apoyo de otros movimientos de pobladores, se abre camino, más allá del mero tránsito legislativo al cual le ha apostado el gobierno1”. O como escribe otro de sus defensores, “no hay que buscar los fundamentos de la constituyente universitaria en el orden constitucional y legal vigente. [ ] Como diría Negri, es suficiente con que se convoque el constituyente no sólo como fuente productora de la norma sino también como sujeto de producción de la misma2”. Proponer como mecanismo alternativo al trámite legislativo, que el movimiento universitario, como poder constituyente, pueda darse sus propias leyes, es proponer que los poderes públicos sean ejercidos por el pueblo de la manera que sea, es afirmar que el poder del pueblo es ilimitado. Por esto, hay que decir contra Negri: no es suficiente con que se convoque el constituyente; si no 1 Véase: Marco A. Vélez, “La reforma de la ley 30 en el laberinto”, en: http://asoprudea.udea.edu.co/co_respondencia/cor199sup.pdf 2 Véase: Nieto, Jaime Rafael, “Reforma a la Ley 30. Movimientos y Resonancias”, en: http://asoprudea.udea.edu.co/co_respondencia/Especial_Reforma_ES_II.pdf
hay límites sustanciales, –la justicia y los derechos humanos fundamentales–, a las decisiones de una asamblea constituyente, ella puede, democráticamente, suprimir por mayoría la democracia y con esto el orden político vigente. Aseverar la omnipotencia del poder constituyente, del pueblo o de la mayoría es una manera muy reducida de entender la democracia. Contra esta comprensión de la democracia y del constituyente primario se presentará en este artículo una visión más comprehensiva de ella en la cual se muestre cómo la dimensión de la soberanía popular, necesaria pero no suficiente para la legitimación de las normas, puede ser limitada por la dimensión del derecho como momento de la garantía de los derechos fundamentales.
3 Los cambios que alteren o deroguen normas constitucionales están condicionados a la adopción de procedimientos agravados y de larga duración, predispuestos para tal fin. 4 “Podrán presentar proyectos de ley o de reforma constitucional, un número de ciudadanos igual o superior al cinco por ciento del censo electoral existente en la fecha respectiva o el treinta por ciento de los concejales o diputados del país. La iniciativa popular será tramitada por el Congreso” (Artículo 155 de la C.P.). 5 La Constitución establece en el Artículo 376 que “el Congreso podrá disponer que el pueblo en votación popular decida si convoca a una Asamblea Constituyente” previa ley aprobada por el Congreso.
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Ahora bien, lo que puede ser viable constitucionalmente, pero que es complejo y especialmente dilatado, es proponer una reforma de la Constitución para buscar que algunos contenidos esenciales del proyecto de ley de educación sean establecidos en términos de derechos fundamentales3. La Constitución del 91 contempla esta posibilidad al establecer que el pueblo participe en los procesos de su reforma. “La Constitución Política podrá ser reformada por el Congreso, por una Asamblea Constituyente o por el pueblo mediante referendo” (Artículo 374 de la C.P.). La Carta permite, según el artículo 375, que grupos representativos de ciudadanos presenten proyectos de acto legislativo4. En relación con el ejercicio del control político, el artículo 40 consagra el derecho a participar en la conformación, ejercicio y control del poder político, no sólo mediante la facultad de elegir y ser elegido, sino también por medio del ejercicio de mecanismos de participación directa, –como el referendo–, a través de los cuales la democracia pasa de ser meramente representativa a ser realmente participativa. En suma, es viable constitucionalmente la convocatoria de una Asamblea Constituyente para proponer una nueva constitución5, es factible reformar la constitución mediante la iniciativa popular para presentar proyectos de ley o de reforma constitucional al Congreso, es posible también la participación directa mediante el referendo; pero es inviable la idea de una constituyente universitaria, que reduce el constituyente primario al estamento universitario y pretende actuar al margen o por fuera del orden constitucional y legal vigente.
Sin embargo, ni constituyente universitaria, ni una reforma de la Constitución de 1991, son las vías que ha adoptado hasta ahora el movimiento estudiantil a nivel nacional. Los estudiantes representados en la MANE han conseguido que el gobierno retire del Congreso el proyecto de ley de educación superior y reclaman que se establezcan unas condiciones que permitan la participación libre, democrática, igualitaria y deliberativa a los estudiantes, profesores, rectores y a otros miembros de la sociedad civil, para así proponer al Congreso, tras un trabajo de elaboración de la propuesta en una mesa de diálogo, una nuevo proyecto de ley de educación.
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La oposición entre constitucionalismo y democracia determina en gran medida la historia política desde la modernidad hasta el presente. Voy a presentar en este artículo –para discutir el alcance y límites del concepto de constituyente universitaria– dos de las más importantes posturas sobre esta oposición, a saber, el constitucionalismo fundacionalista, representado por Jean Jacques Rousseau, Emmanuel-Joseph Sieyes, Thomas Paine y Thomas Jefferson, que afirma que la voluntad soberana expresada democráticamente no puede ser limitada por ninguna norma ni poder. Y el constitucionalismo democrático, representado por James Madison, Benjamin Constant, Robert Alexy, Jürgen Habermas y Luigi Ferrajoli, el cual afirma que la función básica de una constitución es negativa: quitarle ciertas decisiones al proceso democrático, atar las manos de la comunidad. ¿Es el constitucionalismo democrático fundamentalmente antidemocrático? ¿Puede justificarse un sistema democrático que obstaculice la voluntad de la mayoría? ¿Los derechos inalienables de los individuos, la separación de poderes y el sistema representativo son esencialmente antipopulares? Asamblea Constituyente y Poder Constituyente. La perspectiva política que se definió en la Revolución Francesa en 1789 y que dio origen a los procesos constitucionales modernos, afirma que la política la hace el pueblo cuando se constituye como pueblo y expresa su voluntad soberana creando una Constitución. El pueblo tiene, en términos de Sieyes, el poder constituyente, es decir, el poder de determinar la forma de gobierno, la Constitución misma. “El pueblo es el único que puede decidir cuál sea la forma de la república” (Locke: 1991, 141), es el único que puede darse una Constitución y es el único que puede cambiarla. Pero, ¿cómo hace el pueblo para darse una constitución? Según Hobbes, un Estado se constituye, y se da una constitución, en el momento en que una multitud de hombres pactan entre sí, que a un hombre o a una asamblea de hombres se le otorgará el derecho de representar a la persona de todos. Según Locke, un pueblo se da una constitución cuando se establece como comunidad y expresa su voluntad general mayoritaria por medio del poder legisla-
tivo. Según Rousseau, el pueblo debe reunirse en una especie de asamblea constituyente en la cual los individuos son convocados como libres e iguales a participar en una deliberación para darle una constitución a su sociedad política. Para Rousseau, la soberanía es inalienable y no puede manifestarse por medio del mecanismo representativo. Para Sieyes, por el contrario, para que un pueblo pueda darse una constitución, requiere del mecanismo de la representación. Sieyes parte de presupuestos rousseaunianos, cuando afirman que la comunidad necesita de una voluntad común, pero se aparta del Contrato social al proponer que esta voluntad debe necesariamente expresarse mediante la representación. La Constitución francesa de 1791 fue considerada formalmente como una ley superior, y así se expresa al requerir la aprobación del pueblo, en quien se reconoce el poder constituyente de la nación soberana. La influencia de Rousseau y Sieyes fueron determinantes en el proceso de elaboración de esta Constitución. La idea de la soberanía popular de Rousseau y la que nace de ella, que formuló claramente Sieyes, a saber, que el poder constituyente reside siempre en el pueblo, en tanto que los otros poderes, como poderes constituidos, necesitan derivar su existencia y competencia del poder constituyente, y la necesidad de organizar claramente este orden de relaciones, tuvieron una parte esencial en la creación de esta constitución.
Sieyes afirma que el sujeto político sobre quien recae la tarea de fundar un Estado sobre una base racional y sobre principios justos es la nación entera, compuesta de individuos que se entienden como iguales y estableció como único límite a la expresión de su voluntad el respeto de los derechos inalienables de los individuos. “La nación existe ante todo, es el origen de todo. Su voluntad
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Es importante recordar que la tesis central de Rousseau es que la soberanía es expresión de la voluntad popular, radica en el pueblo, es inalienable, indivisible e infalible, y no puede realizarse a través de la mediación política de ninguna persona ni de ningún representante. Rousseau está totalmente de acuerdo con Hobbes, en el sentido en que el Estado surge de un contrato de todos con todos. Pero, puesto que para Rousseau la libertad es una determinación esencial de la naturaleza humana, el contenido del contrato no puede consistir en una renuncia a la libertad, en un sometimiento incondicionado a una autoridad externa, al poder absoluto del soberano, como lo es para Hobbes. Para Rousseau, la soberanía pertenece al cuerpo político en su colectividad y no puede manifestarse por medio de la lógica representativa. La democracia es así entendida como un sistema de gobierno para “el pueblo y por el pueblo”. Este principio del republicanismo quiere decir, que los gobernados no solamente están sujetos a las leyes que ellos se han dado, sino que también son sus autores.
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es siempre legal, ella es la propia ley. Antes y por encima de ella sólo existe el derecho natural” (Sieyes: 1989, 143). Asevera que la voluntad soberana radica en el pueblo entendido como una nación unificada compuesta de individuos iguales. “Una nación es un cuerpo de asociados que viven bajo una ley común y representados por una misma legislatura” (Sieyes: 1989, 92).
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Sostiene que el pueblo es el sujeto constituyente que tiene como tarea fundar el Estado sobre una base racional y principios justos. Dice que sólo el pueblo puede dictar leyes para sí mismo, puede constituir el Estado y darse una constitución. “Una nación es independiente de toda forma; y de cualquier forma que quiera, basta con afirmar su voluntad para que todo derecho positivo se interrumpa ante ella como ante el origen y el dueño de todo derecho positivo” (Sieyes: 1989, 147). Declara que la representación igualitaria, basada en el derecho igual que tienen todos los miembros de la sociedad, es el medio apropiado para que el pueblo pueda darse una constitución y así conformar el Estado. “Es evidente que, en la representación nacional ordinaria y extraordinaria, la influencia sólo puede ejercerse en razón del número de cabezas que tienen derecho a ser representadas. El cuerpo representante sustituye en todo momento, para lo que haya que hacer a la nación misma” (Sieyes: 1989, 154). Según Sieyes, el pueblo tiene, el poder constituyente, es decir, el poder de determinar la forma de gobierno, la constitución misma. “La Constitución no es obra del poder constituido, sino del poder constituyente” (Sieyes: 1989, 143). El pueblo es el único que puede darse una constitución y es el único que puede cambiarla. “La nación siempre es dueña de reformar su Constitución. Sobre todo, debe otorgarse otra más válida, si la suya es contestada” (Sieyes: 1989, 152). Ahora bien, si la constitución es la que crea el orden, de la que nacen los poderes, no puede ser obra de los anteriores, ni cabe dentro de las atribuciones de estos poderes la posibilidad de modificarla, ni de alterar el equilibrio de los poderes. “Ningún tipo de poder delegado puede cambiar lo más mínimo las condiciones de su delegación” (Sieyes: 1989, 144). Sieyes construyó, por medio de la distinción entre poder constituyente y poder constituido, el mecanismo que era necesario para que la voluntad soberana del pueblo se manifestara. Con la teoría del poder constituyente Sieyes “retoma la idea del cuerpo político soberano de Rousseau, pero en un contexto donde se habla de “voluntad general representativa”, o sea en un contexto que está atravesado por la necesidad de la representación, no sólo en el nivel del poder constituido, sino también en el nivel más alto del poder constituyente, desde el momento en que el pueblo necesitaría siempre para expresarse un núcleo de personas, más precisamente la Asamblea constituyente” (Duso: 2005, 167).
Podemos sintetizar esta idea de Sieyes así: una situación constituyente es una situación original, que no es producida por actos jurídicos y por tanto carece de normas superiores a ella. Una situación constituyente es la expresión de un poder constituyente, a saber un poder que está ubicado por fuera del derecho positivo, cuyos sujetos constituidos son personas artificiales como el Estado y cuyos sujetos constituyentes son los miembros de una comunidad política, que conforman el pueblo como titular de la soberanía. El poder constituyente es el fundamento externo del derecho mismo, reside siempre en el pueblo, tiene un carácter político más que jurídico, y con su actuación constituye los demás poderes jurídicos, los poderes constituidos (Ferrajoli: 2011, T.1, 804).
El proyecto democrático y constitucional que se desplegó desde el siglo XIX hasta la segunda gran guerra, primero, en Europa y Norteamérica y, luego, en muchos otros Estados nacionales, en América Latina, Asia y África, estuvo determinado por la poderosa idea, proveniente del constitucionalismo popular, del pueblo como poder constituyente. Este argumento de la primacía popular se encuentra en el artículo 28 de la Constitución francesa de 1793 que establece “que todo pueblo tiene derecho a revisar, reformar y cambiar su constitución”; lo afirma claramente Sieyes: “La nación siempre es dueña de reformar su Constitución. Sobre todo, debe otorgarse otra más válida, si la suya es contestada” (1989, 152); y lo dice Thomas Paine: “Cualquier generación es y debe ser capaz de afrontar todas las decisiones requeridas por las circunstancias de su tiempo” (1999, 122). Conforme a la idea del pueblo como poder constituyente “la fuente de legitimación del poder es la auto-nomía, esto es, la libertad positiva, consistente en “gobernarse por sí mismos” y “en no hacer depender de nadie más que de uno mismo la regulación de la propia conducta”: en otras palabras, en el hecho de que las decisiones se adopten, directa o indirectamente, por sus mismos destinatarios, o, más exactamente, por su mayoría, de modo que sean expresión de su “voluntad” y de la soberanía popular” (Ferrajioli: 2011, T2, 9).
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El poder constituyente es fundante y no fundado, y por tanto originario. Es un poder que tiene plenas facultades constituyentes, que no está determinado por ninguna norma ni por el ordenamiento constitucional precedente, y que por tanto no puede calificarse como legítimo o ilegítimo. El poder constituyente es atribuido a los sujetos naturales que conforman el pueblo como titular de la soberanía. El poder constituyente tiene como función fundar un nuevo orden constitucional, y por tanto crear el Estado y el conjunto de sus instituciones fundamentales. Situación constituyente y poder constituyente son evidentemente figuras políticas más que jurídicas, expresión de un principio moderno que se afirma con la formación de los Estados nacionales en los que se establece el principio de legalidad y el monopolio estatal de la producción jurídica (Ferrajoli: 2011, T.1, 804 ss.).
Las consecuencias problemáticas de este principio constitucionalista se manifestaron con total claridad en la época del Terror jacobino bajo Robespierre, en el gobierno despótico de Napoleón, en las dictaduras del proletariado en Rusia y China, y en las dictaduras fascistas en Alemania e Italia. En estos últimos países, el Estado liberal de derecho, que adoptó el modelo constitucionalista de Rousseau-Sieyes, permitió que opciones políticas como el nazismo y el fascismo accedieran al poder por vía de la legalidad, sin luego encontrar en ésta un límite infranqueable para enfrentar al Estado totalitario. El fracaso del Estado liberal de derecho, se produjo, entonces, como resultado de la ausencia de todo límite relativo a los contenidos de las decisiones legítimas del pueblo y de sus representantes. Al no haber en el Estado liberal de derecho límites sustanciales, como los derechos humanos y la garantía jurídica mediante tribunales constitucionales, el legislador democrático pudo, por mayoría, suprimir los derechos fundamentales.
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La rigidez de la Constitución y la democracia constitucional. Hay que destacar, en primer lugar, que fue el filósofo liberal Benjamin Constant quien advirtió, ya desde inicios del siglo XIX, con total claridad los problemas que podían resultar de la tesis del constitucionalismo de Rousseau-Sieyes, según la cual, el poder constituyente puede modificar, en cualquier momento, cualquier principio constitucional. Constant acepta la tesis básica de Rousseau, según la cual la soberanía es expresión de la voluntad popular: el poder debe ser la expresión de la voluntad del pueblo, pero se separa de Rousseau al ponerle límites a la soberanía. La soberanía del pueblo no es ilimitada: está circunscrita a los límites que establece la justicia y los derechos de los individuos. En este sentido, para Constant no es suficiente que el poder sea legítimo en sus orígenes; debe ser ejercido de manera legítima, en otras palabras, no debe ser ilimitado. “Cuando se establece que la soberanía del pueblo es ilimitada se está creando e introduciendo azarosamente en la sociedad humana un grado de poder demasiado grande que, por sí mismo, constituye un mal con independencia de quien lo ejerza. No importa que se les confíe a uno, a varios, a todos; siempre constituirá un mal. [ ] Hay cargas demasiado pesadas para el brazo de los hombres”, escribe el autor de Principios de política (Constant: 1970, 8)6. 6 Sobre Constant véanse: Todorov Tzvetan, A Passion for Democracy, Algora Publishing, New York, 1999; Holmes, Stephen, “The Liberty to Denounce: Ancient and Modern”, en: Rosenblatt, Helena (Ed.), The Cambridge Companion to Constant, Cambridge University Press, Cambridge, 2009; Gauchet, Marcel, “Liberalism´s Lucid Illusion” en: Rosenblatt, Helena (Ed.), The Cambridge Companion to Constant, Cambridge University Press, Cambridge, 2009; Jennings Jeremy, “Constant´s Idea of Modern Liberty, en: Rosenblatt, Helena (Ed.), The Cambridge Companion to Constant, Cambridge University Press, Cambridge, 2009; De Luca Stefano, “Benjamin Constant and the Terror, en: Rosenblatt, Helena (Ed.), The Cambridge Companion to Constant,
El modelo de construcción del Estado propuesto por Constant fue no solamente derrotado por el despotismo de Napoleón, sino que además, perdió su influencia en el desarrollo del constitucionalismo y la democracia en el siglo XIX y primera parte del XX. Solamente con los problemas del Estado liberal de derecho, al hacer viable la legitimación de las dictaduras del proletariado y las dictaduras fascistas en Alemania e Italia, reaparecen las ideas de Constant en el constitucionalismo democrático de la posguerra. Cambridge University Press, Cambridge, 2009; Rosenblatt, Helena, Liberal Values Benjamin Constant and the Politics of Religion, Cambridge University Press, Cambridge, 2008; Kalyvas Andreas, Katznelson Iva, Liberal Begginings Making a Republic for the Moderns, Cambridge University Press, Cambridge, 2008.
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Así pues, Constant sigue una de las ideas de Rousseau sobre la legitimidad del poder que surge de la voluntad general del pueblo, pero se aparta de la más fundamental, siguiendo a Montesquieu, la cual es someter esta voluntad a unos límites definidos por la justicia y los derechos de los individuos. Para fijar estos límites debe quedar establecido en la constitución que la jurisdicción de la voluntad soberana del pueblo puede llegar solamente hasta la línea donde comienza la independencia y la existencia individual. De aquí el nexo estructural entre soberanía popular, democracia y derechos fundamentales, propuesto por Constant. No puede existir soberanía popular sin derechos a la libertad individual. Para Constant esto significa que el poder constituyente del pueblo, que se expresa en el acto de crear una constitución mediante la “voluntad popular representativa”, no puede llegar nunca a ser perjudicial para sus asociados. De ello se deducen una multitud de precauciones políticas insertas en la constitución y que suponen otras tantas reglas esenciales para el gobierno, sin las cuales el ejercicio del poder sería ilegal. El sentido de estas precauciones políticas es, precisamente, establecer los límites que los derechos inalienables de los individuos fijan al poder soberano. Constant estableció ese límite al señalar que los derechos individuales liberales están por encima de la voluntad unificada de los individuos que conforman una nación. Para que un sistema político sea democrático es necesario que se fijen límites en la constitución de tal manera que la voluntad de la mayoría no pueda disponer soberanamente de la existencia de los individuos o pueda restringir arbitrariamente sus derechos fundamentales. Y esto lo hace Constant a través de límites y vínculos que establecen lo que puede ser denominado “el ámbito de acción del individuo”, ámbito sustraído a la potestad de cualquier mayoría. Este “ámbito o territorio del individuo” está conformado por los derechos individuales que son “la libertad individual, la libertad religiosa, la libertad de opinión, que comprende el derecho a su libre difusión, el disfrute de la propiedad, la garantía contra todo acto arbitrario” (Constant: 1970, 14). Para Constant, entonces, toda autoridad política que viole ese espacio de acción de la libertad individual es ilegítima.
La democracia constitucional desplazó teórica y prácticamente el viejo modelo de justificación del Estado centrado en la idea de la democracia formal o representativa. En el estado liberal de derecho el principio de legalidad como norma de reconocimiento del derecho vigente depende básicamente de la omnipotencia del parlamento. La omnipotencia del parlamento quiere decir la omnipotencia de la política y de su primacía sobre el derecho. Quiere decir también la omnipotencia de las mayorías que a través de la representación se convierten en dominantes por medio de la democracia parlamentaria. El resultado es la afirmación de una concepción formal o representativa de la democracia identificada solamente con el poder del pueblo, o mejor, con la voluntad de la mayoría de sus representantes. El estado liberal de derecho en su dimensión política sustenta la omnipotencia de la mayoría y banaliza la dimensión del derecho como momento de la garantía de los derechos fundamentales (Ferrajoli: 2011, T.1, 51 ss.).
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En contra de esto, en el constitucionalismo democrático se estableció la rigidez de las constituciones y se instauró la garantía jurisdiccional de la anulación de las leyes inconstitucionales por obra de tribunales constitucionales (Ferrajoli: 2011, T1, 85 ss.). La rigidez de las constituciones quiere decir la no modificabilidad de al menos algunos principios que el poder constituyente ha establecido como fundamentales: el sistema representativo igualitario, los derechos fundamentales y el principio de la separación de poderes7. Y la garantía jurídica quiere decir que no se admiten como válidas normas legales cuyo significado esté en discordancia con normas constitucionales. La democracia constitucional impone restricciones en la constitución a través de límites absolutos definidos por los derechos fundamentales, límites que establecen lo que puede ser denominado “el territorio del individuo”8, “el coto vedado”9, “la esfera de lo indecidible”10, los cuales no pueden ser restringidos por la voluntad de cualquier mayoría. Lo que está fuera de este ámbito es la esfera de la política, dentro de la cual es legítimo el ejercicio de la autonomía política, que se configura mediante la representación política en la producción de las decisiones legislativas y de gobierno. Así, en el constitucionalismo democrático se afirma que para garantizar la democracia es necesario quitarle constitucionalmente a la mayoría el poder de
7 Principios formulados en el artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre “Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada y la separación de poderes determinada, no tiene una constitución” (art.16). 8 Término utilizado por Tzvetan Todorov. 9 Término utilizado por Ernesto Garzón Valdés. 10 Término utilizado por Luigi Ferrajoli.
suprimir o limitar aquellos principios fundamentales que el poder constituyente estableció en la constitución. Dicho de otra forma, el ejercicio de la autonomía política encuentra límites absolutos en el ámbito de acción del individuo, comprendido por los derechos fundamentales. El principio de un poder constituyente permanente y radical, expresión de la idea de la democracia como un sistema de gobierno para “el pueblo y por el pueblo”, es remplazado en el constitucionalismo democrático, por el principio, según el cual la rigidez de la constitución es expresión y garantía de las libertades fundamentales y de los derechos sociales (Ferrajoli: 2011, T1, 86).
Esto conforma “el nexo estructural entre democracia y constitucionalismo. Para que un sistema político sea democrático es necesario que se sustraiga constitucionalmente a la mayoría el poder de suprimir o limitar la posibilidad de que las minorías se conviertan a su vez en mayoría. Y ello a través de límites y vínculos que establezcan lo que en varias ocasiones he denominado la esfera de lo no decidible (que y que no), sustraída a la potestad de cualquier mayoría” (Ferrajoli: 2008, 85)11. Los constitucionalistas democráticos afirman que la democracia entendida de forma correcta no es antagonista de la Constitución. La democracia protege los derechos mediante la constitución. “Atar las manos”, es la expresión usada para mostrar cómo una constitución establece límites. La constitución democrática ata las manos de las generaciones presentes para impedir que éstas amputen las manos de las generaciones futuras (Ferrajoli: 2011, T.1, 86). “Con 11 Lo “no decidible que” son los derechos de libertad, civiles y políticos, que imponen prohibiciones. Y lo “no decidible que no” son los derechos de libertad que imponen obligaciones, los derechos sociales.
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Se puede decir entonces, “que una constitución es democrática porque representa una garantía para todos y no porque es querida por todos o por una mayoría cualquiera; por el carácter democrático de las normas constitucionales en ella contenidas y no por el de la forma del acto constituyente; por el conjunto de las condiciones, formales y sustanciales, de la democracia pactadas en la constitución, y no por el grado de consenso alcanzado en el acto constituyente” (Ferrajoli: 2011, T1, 812). En este sentido, en el Estado democrático y constitucional, en virtud de la garantía jurídica, están autorizados los tribunales constitucionales para impedir que el legislador democrático –el pueblo o sus representantes– pueda suprimir o limitar los principios constitucionales fundamentales. Así, se puede afirmar, que una constitución es democrática cuando se articulan las reglas sobre el válido ejercicio del poder con las reglas que imponen límites y vínculos a este mismo poder para impedir que se convierta en despótico.
los medios de una Constitución una generación a puede ayudar a la generación c a protegerse de ser vendida como esclava por la generación b” (Holmes, 1995). Así, para proteger las elecciones de sucesores distantes, los creadores de una constitución limitan las elecciones dispuestas a los próximos sucesores. “Esto quiere decir que un pueblo puede decidir, “democrática” y contingentemente, ignorar o destruir la propia constitución y entregarse definitivamente a un gobierno autoritario. Pero no puede hacerlo de forma constitucional, invocando a su favor el respeto a los derechos de las generaciones futuras o la omnipotencia de la mayoría, sin suprimir con ello el método democrático, los derechos y el poder de las mayorías y de las generaciones futuras” (Ferrajoli: 2008, 96).
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En el Estado liberal de derecho la consagración de los derechos es política y, por tanto, débil frente al poder. La supremacía del parlamento se traduce en la omnipotencia de la política y de su primacía sobre el derecho. Esto tiene como consecuencia una banalización práctica de la esfera del derecho como momento de la garantía de los principios constitucionales fundamentales. En el Estado constitucional de derecho el poder legislativo se subordina al derecho, es decir, a la constitución. Por tanto, el poder legislativo ya no es omnipotente, dado que las leyes no son válidas solamente por haber sido producidas en concordancia con los procedimientos estipulados, sino sólo sí, además, son coherentes con los principios constitucionales. De este modo, “el supremo poder legislativo está jurídicamente disciplinado y limitado no sólo respecto a las formas, predispuestas como garantía de la afirmación de la voluntad de la mayoría, sino también en lo relativo a la sustancia de su ejercicio, obligado al respeto de esas especificas normas constitucionales que son el principio de igualdad y los derechos fundamentales” (Ferrajoli: T2, 10). La política tampoco es absoluta por ser expresión de la voluntad popular. La política se subordina a la constitución como estatuto de determinación de los principios y los derechos fundamentales. “Esta conclusión no supone de ningún modo la superioridad del poder judicial sobre el legislativo. Sólo significa que el poder del pueblo es superior a ambos y que donde la voluntad de la legislatura, declarada en sus leyes, se halla en oposición con la del pueblo, declarada en la Constitución, los jueces deberán gobernarse por esta última” (Hamilton, Jay, Madison; 2001, § 78, p.332).
Conclusión La Constitución de 1991 establece que los derechos fundamentales son el núcleo del orden constitucional. El fundamento de legitimidad de la constitución es la igualdad de todos en las libertades fundamentales liberales, civiles, políticas y en los derechos sociales. Estas libertades fundamentales y derechos
son los límites sustanciales a las decisiones que el poder legislativo pueda tomar. En este sentido, puede afirmarse que la Constitución de 1991 representa el modelo de democracia constitucional y participativa, un modelo que, sin embargo, está todavía en gran parte por desarrollar en el plano teórico y en el institucional.
Cuando el gobernante formula una política contraria a los derechos fundamentales o a la justicia, como la propuesta de reforma de la Ley 30, se convierte en un gobernante injusto. El gobernante injusto se pone a sí mismo en contra de la sociedad. Los hombres y mujeres que soportan injusticias, que son excluidos del orden social o político, o que les son violados sus derechos fundamentales, cuando actúan políticamente, resistiendo o rebelándose, están defendiendo a la sociedad y están luchando por la justicia. El fin de la resistencia es la defensa de la sociedad y de la justicia que el gobernante injusto ha traicionado. Para John Locke, el pueblo debe tener el derecho natural a ofrecer “la debida resistencia, igual que cualquier otro hombre que invadiera por la fuerza el derecho de otro” (Locke: 1991, 202). Así, el sentido de la resistencia es: contra la fuerza sin derecho del gobernante injusto no queda más alternativa que la fuerza con derecho del pueblo. “En mi opinión”, escribe Locke, “sólo se ha de emplear la fuerza para impedir que se ejerza una fuerza injusta e ilegal” (Locke: 1991, 204). Manifestaciones de resistencia, de movilización y protesta, –el empleo de la fuerza sin violencia– como las desplegadas por el movimiento estudiantil en Colombia en los últimos meses necesitan tener un lugar constante en la democracia. La política necesita reafirmar el espacio para la articulación de una amplia crítica pública de prácticas
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En sentido jurídico y constitucional no puede hablarse de una constituyente universitaria pues en ésta no se tipifica la situación constituyente, ni el poder constituyente, ni se puede identificar al sujeto constituyente. En sentido político, el concepto de poder constituyente puede ser utilizado para referirse a movimientos sociales o políticos, los cuales actuando contra los poderes constituidos buscan transformar algunas estructuras, instituciones o normas del Estado. En este sentido, se puede plantear una constituyente educativa que no reduce el constituyente primario al estamento universitario ni pretende ser constituyente primario para cambiar la constitución. El hecho de que el movimiento universitario no tenga ese sentido fundante y original del poder constituyente “constitucional” no quiere decir que como parte de la voluntad soberana no tenga un poder político y democrático activo. No solamente lo tiene, sino que lo ha potencializado mediante la resistencia al Estado. La resistencia encuentra su razón de ser en una política institucional injusta y es desarrollada en acción política. La acción política puede ser dirigida a crear instituciones democráticas o a cuestionarlas, cambiarlas o destruirlas.
opresivas, valores e instituciones de nuestra sociedad, como por ejemplo las políticas neoliberales y su incidencia en la educación, en la salud, en la seguridad social, en el empleo. El movimiento estudiantil ha revitalizado la política y la democracia en Colombia al hacer valer los principios sustanciales de justicia y de los derechos fundamentales que están inscritos en la Carta de 1991 y que el actual gobierno ha pretendido vulnerar. El ejercicio del derecho justo a la resistencia es lo que han hecho valer los estudiantes en los últimos meses en las calles, plazas y campus universitarios de forma ejemplar, masiva, simbólicamente novedosa y sin violencia. La resistencia contra el Estado es contra sus políticas injustas, excluyentes, que vulneran derechos fundamentales. Mediante la resistencia, la protesta y el paro, el movimiento estudiantil ha reclamado un elemento del republicanismo democrático, que en el sentido de Rousseau-Sieyes, consiste en la participación política en el proceso de construcción de la ley.
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En la democracia representativa son los representantes elegidos los que hacen las leyes. En la democracia constitucional y participativa, los gobernados no solamente están sujetos a las leyes que ellos se han dado, sino que también son sus autores. De acuerdo con este ideal de autogobierno, la validez de las decisiones legislativas no sólo depende del consentimiento voluntario de sus miembros, sino también de si son decisiones tomadas por igual respeto de los intereses de todos. Así, lo que se ha concretado con el retiro de la ley por parte del gobierno y el establecimiento de unas condiciones de participación para el movimiento universitario es el reconocimiento de un principio básico del Estado de derecho –constitucional y participativo–, según el cual, la ley debe ser el resultado de la soberanía popular, es decir, de la participación en su construcción de todos los posibles afectados por la ley. Porque sin soberanía popular no hay legitimación política de la ley, solamente dominación. En el lenguaje de Sieyes esto se puede decir así: el momento constituyente de la lucha política del movimiento universitario se concreta en la participación de todos –la comunidad universitaria– en la elaboración de una nueva ley de educación. Pero la prioridad de la soberanía popular –o de un poder constituyente permanente y radical– sobre los principios de la autonomía liberal y civil puede conducir a que se identifique “democracia” con la omnipotencia de la mayoría. Contra esta posibilidad sostengo que la soberanía popular debe ser limitada por el derecho –la constitución– como garantía de los derechos fundamentales. Esto ha sido criticado e interpretado como un momento conservador de mi argumentación, en el sentido en que estoy subvalorando la dimensión constituyente de las luchas políticas y sociales y sobredimensionando la di-
mensión de los poderes constituidos, la constitución, el Estado�12. Esta crítica no es correcta. La reconstrucción de las dos tradiciones del constitucionalismo y la crítica al concepto de una constituyente universitaria, que he presentado tienen el propósito de mostrar la debilidad del principio constitucionalista de un poder constituyente permanente y radical, como el que defendieron Sieyes, Paine y Jefferson, y la fortaleza del constitucionalismo democrático, (Constant, Ferrajoli, Habermas, Alexy), que efectivamente, mediante límites al poder constituyente, busca la garantía absoluta de las libertades fundamentales y los derechos sociales. Proponer límites al poder constituyente no quiere decir desconocer su sentido histórico y político en los procesos revolucionarios y de cambios sociales y políticos. Pensarlo sin límites puede conducir al despotismo, la tiranía o la dictadura. De la historia hemos aprendido mucho sobre esto.
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Finalmente, hay quienes consideran que el constitucionalismo democrático parece que fuera esencialmente antidemocrático. La función básica de una constitución aparenta ser negativa: quitarle ciertas decisiones al proceso democrático, atar las manos de la comunidad. ¿Pero cómo puede justificarse un sistema democrático que obstaculice la voluntad de la mayoría? Uno puede, en el sentido de Constant, invocar los derechos inalienables de los individuos como límites absolutos a la voluntad popular soberana. También es posible, en el sentido de Ferrajoli, apelar al carácter autodestructivo de una constitución que se basa en la idea de un poder constituyente permanente y radical. Con esta última tesis fue posible en la primera postguerra en Alemania elegir, primero, un enemigo de la democracia, luego democráticamente autoproclamarlo dictador, y finalmente, darle paso a la eliminación de la democracia. En el constitucionalismo democrático, –que no es fetichismo jurídico– se afirma, contra esta posibilidad, que una constitución es la cura institucionalizada para este problema crónico. Ella despoja a las mayorías de su derecho a cambiar todo de acuerdo a su voluntad y somete todo posible cambio a procesos definidos por normas vinculantes.
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