Asociación de Profesores de la Universidad de Antioquia –ASOPRUDEA– No. 47 • Febrero de 2012 Bloque 22 oficina 107 - Teléfonos: 219 5360 - 263 6106 - Correo: asoprudea@udea.edu.co http://asoprudea.udea.edu.co
Contenido Universidad y sociedad. Un debate abierto Sobre la “traición” profesoral Vida científica y responsabilidad intelectual
Universidad y sociedad
un debate abierto Presentación
Juan Guillermo Gómez García Facultad de Comunicaciones, UdeA
Universidad, crisis de sentido y des-institucionalización en la actualidad Rafael Rubiano Muñoz Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, UdeA
Sobre autoritarismo, docencia y el estado precario de la modernidad en Colombia Rubén Jaramillo Vélez Profesor de Filosofía Universidad Nacional de Colombia, Bogotá
Yúkote: La universidad occidental en abya yala Yofuerama Jemi Facultad de Comunicaciones, UdeA
En medio de los innumerables debates que ha concitado la reforma de la Ley 30 de 1992, el profesor Óscar Julián Guerrero ha hablado de la necesidad de “refundar la universidad colombiana” (Conferencia Hemiciclo Universidad Jorge Tadeo Lozano, 16 de febrero del 2012). Esta “refundación” apunta a una reconstrucción de los conceptos dominantes de nuestra deficitaria vida universitaria. El desafío del profesor Guerrero retoma la pregunta de ¿qué universidad para qué sociedad? y ella se formula a la luz de una historia republicana en Colombia que ha desmentido los fundamentos civiles, sociales y culturales, sobre los cuales se realizó la Independencia. Desde Andrés Bello, recuerda el profesor Guerrero, se sentaron las bases firmes conceptuales de una universidad latinoamericana que debía confrontar los desafíos de la modernidad científica-universitaria. La época de Miguel Antonio Caro
borró o trató de borrar estos presupuestos de civilidad moderna y ensombreció una vez más el sentido de los estudios universitarios. El siglo siguiente de avatares parece no haber saldado los déficits acumulados. Al contrario: parece haberlos multiplicado.
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La tarea prioritaria de la universidad, a saber, su posibilidad como institución de fundar la integración social, la integración cultural y la integración regional –latinoamericana–, no se ha cumplido. Más bien la universidad colombiana delata las precariedades no solo institucionales de nuestras universidades a la zaga de la vida científica, sino que ella parece reproducir y hasta justificar los diversos modos en que la nación colombiana se sobrevive como “nación fracasada”. La violencia, la injusticia, la intolerancia, los diversos racismos, la fractura de las instituciones, la confusión y la complicidad, en sus más variadas dimensiones, forman un conjunto negativo, o saldo en rojo, al que la universidad debería responder con la seriedad y persistencia del caso. El extraño –pero explicable– divorcio entre ciencia y sociedad, entre racionalidad y vida nacional, en fin, entre nación y universidad, demanda de una concertada acción sobre la base de diversas respuestas. Ellas, por su diversidad, más que confrontación sectaria, deben propiciar un enriquecimiento a favor de la esperanza. Esta dimensión utópica es el principio prevalente de las presentes movilizaciones estudiantiles. La imagen del futuro, que muchas veces se realizan sobre la sensación de la historia redimida, conjugan en su seno la posibilidad y necesidad de restablecer los vínculos entre la universidad y su entorno social, entre la universidad y su entorno nacional, entre la universidad y su tradición latinoamericana. Este es el sentido del I Congreso Latinoamericano de Historia Intelectual, que tendrá lugar en la Universidad de Antioquia, entre el 12 y 14 de septiembre de este año. Este folleto de La Palabra, generosamente cedido por la profesora Sara Yaneth Fernández, como coordinadora de la Mesa Universidad y Sociedad de este Congreso, es un anticipo de los debates abiertos, de los necesario puntos de vista polémicos –de ahí su interés– y de la invitación a sacudirse de la rutina mental, que solo favorece el statu quo. En medio de una universidad pública degrada por largas y estériles rectorías –Universidad de Antioquia, Universidad del Tolima o Universidad del Valle– cabe a esta hora renovar los argumentos y sobre todo renovar las directivas. Ellas son solo una estructura enmohecida de los pasados negativos y sus traspiés tras traspiés. La vida histórica ofrece otras alternativas. El futuro no puede ser la cifra de otros desengaños.
Sobre la “traición” profesoral Vida científica y responsabilidad intelectual
Juan Guillermo Gómez García Facultad de Comunicaciones, UdeA
¿Hay un profesorado colombiano?
Piénsese lo que se quiera pensar –que no suele ser mucho– el profesorado colombiano es el invitado de piedra de la actual coyuntura universitaria del país. Ha brillado no solo por su ausencia en los grandes debates que han sacudido las universidades –particularmente las públicas– sino que se augura que hará mutis por el foro en las próximas discusiones. Solo quizá algunos, muy pocos en verdad y con un radio de acción muy limitado, han alzado su voz en medio del desconcierto. Pero por más que sean este o aquel, localizado y máxime aislado, el profesor colombiano, como cuerpo activo del debate de la reforma a la Ley 30 de 1992, ha tenido un papel de lamentar. No parece, por lo pronto, que ese estado cambie y esa inmutabilidad del profesorado, desligado del compromiso de la hora, garantiza una efectiva situación de tensión y hace parte de la profunda crisis del sistema universitario.
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¿Dónde está el profesorado colombiano? ¿Existe un profesorado o él no es más que un fantasma porcentual en los datos del Ministerio? ¿Por qué se le nota reticente, tímido, acaso juega el papel de traidor en esta coyuntura? ¿Dónde se esconde? ¿Vaga? ¿Está simplemente al acecho? ¿Siente vergüenza de sí mismo y apenas logra orientarse en este caos? ¿Cómo se llama, qué hace, por qué no da la cara? ¿Juega al gato y al ratón? ¿No juega, se amarga a solas, busca una oportunidad? ¿Escala? ¿Estudia perseverante? ¿Se vale de su sueldo insuficiente para alternar con su finca, con su tienda, quizá vergonzante con un taxi que pone a manejar a otro? ¿En cuántas universidades trabaja al mismo tiempo? ¿Es cuerpo homogéneo o es cuerpo glorioso? ¿Se le explota sin consideración o es un oportunista redomado? ¿Habla o calla? ¿Calla o es ventrílocuo de poderes ocultos, de hilos finos perversos, de lacónicos desencantos? ¿Qué es el profesorado colombiano, de carne y hueso, de fibra y neuronas, de estopa en el cerebro y corazón macerado? ¿Es liberal, comulga con Mancuso, es exleninista, cree en la revolución cultural? ¿Cree, creyó y sigue creyendo en el redentor de Salgar? ¿Quién lo odia, quién lo persigue, quién lo amordaza? ¿El DAS, su conciencia, su mujer? ¿Tiene mujer, hijos? ¿Es mujer también, hijo, padre? ¿Es biólogo, economista, filólogo? ¿Es blanco, un poquito pardo, nunca negro o indígena? ¿Teme más a su jubilación que a sus estudiantes? ¿O cree que solo su jubilación es liberarse de sus estudiantes? ¿Lambe al rector, le juega sucio al decano, desprecia a muerte a sus colegas?
El asunto no parece ser solo de orden ético-político. Al desánimo del profesorado precede una larga historia política. Casi dos décadas de sonambulismo, o más precisamente, de erráticos gobiernos –desde Samper Pizano hasta los dos períodos de Uribe Vélez– dieron por resultado un desconcierto generalizado. Este desconcierto de la opinión pública logró permear la conciencia de un profesorado profundamente fragmentado. La anterior cierta homogeneidad del profesorado –que se puso de manifiesto en las llamadas Misiones de Ciencia y Tecnología y de Modernización de la Universidad a principios de los noventa– se ha venido erosionando a favor de una muy confusa y heterogénea composición sociológica. El profesorado colombiano, como cuerpo docente sólido y consciente de sus tareas universitarias, no existe. Este es el resultado de diversas causas, difíciles de determinar en todos sus aspectos, pero que resaltar al poner en contacto con sus individuos por separado. Este heterogéneo, hasta resultar confuso, cuerpo está lejos de comprenderse en sus diversos intereses académicos, en sus más variadas calidades científicas, en sus imprecisos contornos gremiales. Dispersión, aislamiento, heterogeneidad, son notas comunes que producen esta incoherencia y en últimas la lastimosa indiferencia o apatía de unos con otros que no pocas veces se manifiesta como desprecio, agresividad e incompetencia.
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Entre el profesor de carrera, con títulos de posgrado de máximo nivel, que accede a los circuitos científicos de su disciplina a revistas y congresos internacionales y obtiene salarios y bonificaciones respetables –que es una minoría–, y el pobre profesor de cátedra, que corre de aquí para allá, de universidad en universidad, para llegar a tiempo en medio de trancones endemoniados, con una estabilidad laboral que depende de un jefe caprichoso y con un emolumento escandaloso de dos dólares la hora, con suerte –que son la inmensa mayoría–, entre el profesor con todos sus títulos y el profesor de cátedra hay un abismo inmenso, no zanjable, por el momento. Entre el joven profesor de rendimientos científicos considerables –una minoría– y el viejo profesor que se vinculó a la universidad en los años de efervescencia leninista, a punto de jubilarse y con sueldos relativamente bajos, hay si no un abismo, una diferencia de criterios sobre la vida académica que no logra comprenderse del todo por la categoría sociológica de “brecha generacional”. Entre un profesor ocasional y una de planta, entre uno de cátedra y uno de planta, entre un joven y un nuevo profesor hay tantos matices, tantas diferencias, tantos equívocos y mutuas sospechas, que parece no solo imposible sino que resulta verdaderamente un atentado terminológico hablar de profesorado colombiano. Si se tiene en cuenta que no solo hay una no-estructura, es decir, un conglomerado de muy diversos orígenes y situaciones en las universidades públicas –que hacen de ellas una plétora de mal entendidos, que la sociología desde Durkheim llama anomia– sino que las llamadas y muy celebradas universidades privadas, contribuyen con su grano de arena a hacer del caos una fiesta del saber inefable, entonces todo análisis sobre el profesorado colombiano universitario puede llegar a conducir a un escepticismo esencial, muy parecido al nihilismo. Si además se echa un vistazo en las diferencias de un profesorado que está en la ciudad capital, en la ciudad de provincia importante o en remotas ciudades de la periferia colombiana –Quibdó o Amazonía– en un país sin voluntad de integración, entonces el
escepticismo esencial, el nihilismo, se convierte en el artículo de fe en que se observa con pavor metafísico esta gaya estructura universitaria colombiana. Sin un cuerpo profesoral sólido no hay universidad. Sin un cuerpo profesoral responsable de sus tareas científicas, de sus tareas docentes y de sus tareas como ciudadanos –la república de los profesores, para decirlo con un matiz conceptual que dominó en la Francia del “caso Dreyfus” –en efecto, en el “Manifiesto de los intelectuales” que encabezaron Zola y Anatole France, dominaban los profesores universitarios– se hace improbable la universidad colombiana. Sin este cuerpo profesoral todo intento de reforma se hace en vano, sobre el vacío de pretensiones sin piso; garantiza la ausencia manifiesta de un profesorado sin esperanzas, en el limbo y en las sombras. Como las figuras inanimadas del Averno homérico, este profesorado podrá hacer gala de algunos gestos autómatas que lo identifican, incluso podrá auto-postularse en el deseo de participar en este debate nacional de la reforma, pero sus resultados efectivos acaso serán vahos de ecos de un anhelo. Frustración.
Universidad, ciencia y engagement
Solo el Estado puede garantizar el libre, autónomo y siempre expansivo anhelo de investigación, y la universidad, como institución académica con su específica función de transmisora y creadora de cultura, el espacio de relación entre el profesor y los estudiantes que garantiza esa efectiva transmisión y creación cultural. La universidad es la institución que culmina el ciclo formativo, iniciado en el Gymnasium. El carácter abierto de conocimientos científicos no puede ser coartado. En la dinámica pedagógica de la universidad prusiana –que supera decisivamente el modelo educativo rousseauno– se entabla una exigente socialización, de formación de una élite de conocimiento. Esta élite supera o subsume en sus presupuestos de competencia científica las diferencias sociales y las tensiones de intereses dominantes –que habían sido sangrientos en la Revolución francesa– entre la
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En 1810, como efecto de la invasión napoleónica y como producto de una reforma profunda del Estado prusiano, se refunda la Universidad de Berlín. El artífice de la decisiva reforma universitaria, Wilhelm von Humboldt, postula los lineamientos que van a ser determinantes para la futura universidad alemana. El modelo humboldtiano de universidad se convertirá, en el curso del siglo XIX y durante el siglo XX, en un paradigma universal. Su influencia, pese a sus diversas crisis –frente al positivismo, frente a la crisis del positivismo, frente a las fenomenologías, frente a los posmodernismos etc.– llega hasta hoy. El logro de este modelo neohumanista humboldiatino descansó, en pocas palabras, en haber articulado en la institución universitaria los anhelos filosóficos de su época y haberlos puesto al servicio de los desafíos políticos reformistas de Prusia. El carácter eminentemente estatal de la institución universitaria correspondió a las tareas de una Estado concebido –por ejemplo en Hegel– como realización de la universalidad moral frente a la sociedad civil entendida como campo burgués, es decir, donde todos se proyectan en sus intereses particulares, como la sociedad en donde todos son enemigos de todos.
aristocracia y la burguesía. La universidad es una institución central de la nación cultural alemana, en el entendido de una Bildungsnation, que se opone a las Escuelas Politécnicas, como solución pragmática napoleónica. Ella se propone –implícitamente– dejar atrás la concepción escolástica, silogística de la vieja universidad feudal. Habría simplemente que recordar que esta universidad prusiana, es el modelo per excellence, de la universidad, estatal, a-curricular, de formación (no educación), libre, humanista, de culminación formativa para la alta burocracia racional del Estado prusiano. La convocatoria del profesorado, con el filósofo Fichte a la cabeza como rector, con Niebuhr para la historia, con Schleiermacher como teólogo, a Wolf como filólogo clásico, y luego de Hegel, pude dar una idea de cuál era el alcance y significación fundacional del nuevo concepto de universidad para el mundo moderno. A diferencia de un Condorcet que concibió una estructura jerárquica y articulada, piramidal, de la instrucción pública para Francia, el ideal filosófico de la nueva universidad de cuño alemán, respondió a las más altas exigencia espirituales de su época. Esta hizo posible a Marx, Nietszche, Simmel, Schmoller, Cohen, Weber, Husserl, Heidegger, Freud, entre cientos más.
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La vida científica para la que estaba destinada esta universidad tuvo, como ya anoté, diversas crisis. Una de las más características se da en el marco de la otra gran revolución de repercusiones universales, la revolución leninista de 1917. Frente a ella, el sociólogo Max Weber, en sus célebres conferencias de 1919, “El político” y “El científico”, quiere salvar la herencia humboldtiana, con la plena conciencia histórica de la drástica perturbación de la hora. Una de sus preocupaciones es la de salvar una herencia, no solo universitaria, sino de la esencia del mundo occidental y lo que él había entendido como su configuración específica secular. La esfera de la ciencia, como actividad de la vida universitaria, precisa no solo una denodada defensa epistemológica sino también de una aclaración histórica a la luz del encendido entusiasmo de los jóvenes alemanes frente a la revolución soviética. Sería necio tildar a Weber de conservador. Simplemente desea, casi como testamento intelectual, legar una reflexión de la constitución interna de occidente. Esta descansaba, en el fondo, en la paulatina, difícil y exigente tarea de siglos por determinar las esferas autónomas de lo religioso, político, económico, jurídico, científico, que en otros áreas culturales –oriente, particularmente– habían quedado entremezcladas, y que por su compleja intrincación, diferenciaban el mundo occidental-burgués de otras áreas culturales. Esta alta conciencia histórica –que implicaba también un juicio de valor– queda resumida en estas conferencias en clave de llamado de alarma. En la vida universitaria el profesor no puede hacer de la cátedra ni tribuna política ni barricada. La universidad es la institución autónoma que garantiza esa transmisión científica, sin presiones ni pasiones arbitrarias, la transmisión objetiva de la ciencia; en otros términos, de mantener viva la vieja tradición humboldtiana. El ethos científicos se diferencia del pathos político, no digamos en forma radical o completamente excluyente, sino que las personalidades –tan complejas en el mundo moderno– deben encontrar su vocación. El tema predilecto del Goethe de Los años de aprendizaje del Wilhelm Meister (1796) revivía con una intensidad inusitada. Mientras para Goethe la búsqueda de la vocación, por medio de una formación mundana y artística –práctica burguesa y arte dramático– enlazaba en la armonización de los dos mundos históricos en conflicto –aris-
tocracia y burguesía–, en Weber el tema reflotada cuando ese mundo tan mal armonizado de aristócratas y burgueses –del que era plenamente consciente Weber– se enfrentaba al ultimátum de la revolución proletaria. Para América Latina el tema de la vida científica y responsabilidad intelectual se presenta de un modo muy diferente. En nuestro medio no había, prácticamente, hasta entrado el siglo XX una universidad, como fue concebida por Humboldt. Solo la Reforma de Córdoba puso de relieve la ineficiencia de la universidad para nuestras sociedades. Mientras en Europa el modelo humboldtiano se universalizaba –este fue el caso de la reforma universitaria en el Segundo Imperio bajo Napoleón III que aclimata el modelo alemán como Seminarios prácticos– y demostraba así su trascendencia, el carácter vegetativo de los conocimientos de nuestras universidades demostraba todo lo contrario. Nuestras universidades reproducían pasivamente los vicios sociales, es decir, la estructura estática de la sociedad, en un momento en que la inserción al capitalismo –por ejemplo en las demandas de producción de bienes industriales propios por la Primera Guerra Mundial–, demandaba de la sociedad la ciencia que ella precisaba para su desarrollo autónomo. Nuestras universidades no proporcionaban esa ciencia. La Reforma cordobesa, que se rodeó de cabezas pensantes de primer orden como Alejandro Korn o Carlos Astrada, desembocó en otra cosa. No encontró el camino de la ciencia, sino más bien lo aplazó. Encontró nuevos líderes políticos, como Raúl Haya de la Torre en Perú o Julio Antonio Mella en Cuba.
El carisma personal, que tanto afecta a la paciente y solitaria tarea de la ciencia, y que de soslayo arrastra un remante de sabor religioso o sacral –en Sandino, en Vasconcelos, en Lugones, en Fernando Benítez, en Camilo Torres– pervivió y se entreveró en nuestra vida universitaria. Tal vez es este carisma lo que le da el “color” local. El carácter misional que se llamó Extensión Universitaria, es un producto, como lo señaló el historiador argentino
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En estas condiciones la exigencia weberiana de suprimir la personalidad exótica y su afán demostrativo, a favor del ascetismo de la investigación científica, el auto-disciplinamiento y el escepticismo administrado, como condición de la producción de la ciencia y la transmisión de sus resultados entre el estudiantado universitario, no encontró o no pudo encontrar el ambiente más favorable en nuestros centros universitarios. La tradición intelectual latinoamericana que se ata a una responsabilidad política sólida, desde Bolívar, Sarmiento, González Prada, Montalvo o Vargas Vila, se conjugó deficientemente o solo parcialmente en la vida universitaria latinoamericana del siglo XX. Las grandes figuras de la ciencia social latinoamericana –que dígase lo que se diga, enlazan con la tradición decimonónica–, como fueron Gilberto Freyre, Fernando Ortiz, Sergio Bagú, Silvio Zabala, Mariano Picón, Salas, Luis Eduardo Nieto Arteta, Jorge Basadre, José Luis Romero, entre muchos más, no proceden del espíritu reformista de Córdoba o, dicho en términos más directos, sus altas prácticas investigativas no pudieron crear las bases de una normalización exigente de los estudios universitarios. Las diversas crisis de expansión que ha sufrido la universidad latinoamericana, ha inhibido consolidar esa tradición y a veces, casi siempre, siquiera, reconocerla.
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José Luis Romero, lo propio de nuestras universidades y expresión de esa responsabilidad aplazada de la universidad –que era más claustro que universidad- con su entorno social y político. América Latina ha podido, si bien no muy conscientemente, siempre problemáticamente y a medias, armonizar las exigencias de la labor académico científica con la responsabilidad social del conocimiento. No se trata aquí de exigir a la ciencia de una responsabilidad política –como hicieron un Scheler una vez acabó la Primea Guerra Mundial o Heisenberg contra Hitler o muy reciente y con nota folclórica los estudiantes de Harvard a su profesor de economía– sino de hacer responsable a la universidad de generar la ciencia que precisa su sociedad. Ante el anhelo, muy impreciso, pero por ello no inválido, de encontrar la solución del enigma nacional en los movimientos sociales propios –cualquiera sea su dimensión y naturaleza– y no en los libros universitarios y las bibliotecas académicas, es preciso advertir que ese populismo tiene una raíz europea.
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Herder es el padre del multiculturalismo y de algún modo, de manos de Rousseau, del anti-intelectualismo occidental. También fueron anti-intelectuales los populistas rusos, los padres del populismo, que se volcaron, como estudiantes universitarios a los campos rusos –luego de la liberación de los siervos en 1861– para aprender en el mujik lo que no encontraban en sus profesores universitarios. Los primeros extrañados fueron los campesinos que deseaban ver a sus hijos en la universidad, para ser doctores, y no en el campo preguntando a estos seres medio primitivos y analfabetas buscar soluciones que no eran conscientes de dar. En los años setentas, se revivieron, casi involuntariamente, en el movimiento estudiantil latinoamericano escenas de la Rusia zarista. Hoy se retorna, guardando distancias, a esta idea seminal: buscar en los movimientos sociales lo que no da la ciencia universitaria, es decir, en el fondo resolver el gran enigma de la nación no en las aulas, no en el claustro. El campus universitario quiere romper las vallas que lo atan a la tradición académica, sin tomarse una vez más a fondo y en serio las exigencias y condiciones de la creación ciencia. Llenar con el voluntarismo de la acción social ese déficit histórico de dos siglos sin universidad o con una universidad preñada de prejuicios escolásticos, de conocimientos formalistas, de silogística paralizadora del libre pensar. Dígase lo que se quiera decir, el carácter anfibio del profesor universitario, mitad científico, mitad intelectual, es de su naturaleza social. El papel que le corresponde cumplir, depende de sus circunstancias y los escenarios y medios de acción, y lo guía solo su conciencia en uno y otro ámbito. Muchas veces estos están separados y parecen no tener un lugar de intersección epistemológico. El riesgo de equivocarse o errar, al tratar de cumplir a cabalidad, como científico y como hombre de compromiso político-intelectual, es también de la naturaleza de las cosas humanas. Pero el riesgo no es pretexto de la inacción. El riesgo tampoco exime del cálculo de responsabilidades que en cada uno de sus ámbitos se debe asumir. La cátedra universitaria, ciertamente, no es barricada. Pero el impulso consciente en influir en la comunidad ideal, y aportar con su grano de saber a los grandes debates de la nación, no puede reprimirse a favor de una asepsia hipotética de la labor de la ciencia. La ciencia, es decir, la praxis científica está inserta en un mundo social, responde a un estadio de desarrollo mental o cultural de un conjunto histórico. No creo aceptar la idea de que la
respetabilidad de la personalidad científica del profesor se afecte por su decidido compromiso, por lo menos en momentos decisivos, contra la arbitrariedad del poder. La esencia del intelectual que es denunciar el abuso y los prejuicios de los poderosos –el “yo acuso” de Zola– parece no conjugar con las exigencias de la actividad del especialista académico. Pero en estado de emergencia –que en nuestro caso es la regla– conjunga. La universalidad de la protesta –de sabor ilustrado– del intelectual, resulta incompatible, en principio, con la metódica obra del científico, y confundir las dos acciones, como vimos en Weber, significaba una traición a la ciencia. La personalidad desbordaba del denunciante público o del exótico –podía pensar Weber en un Simmel– repudia al gran sociólogo, austero, civilmente severo. También el elegante filósofo francés Julien Benda, en La traición de los intelectuales (1927), denunció con severidad la irresponsabilidad de la inteligencia de su época que se abocó a caer en el fango de las disputas políticas sectarias. Pero también es cierto que solo algunos años después, se vivió el espectáculo poco aleccionador para la vida científica-universitaria de bajar dócilmente la cerviz ante la autoridad hitleriana. El profesorado alemán, en su mayoría, no protestó, no quiso protestar. Eran el gran profesorado inerte moralmente.
Algunos, por el contrario, quieren llenar los vacíos de siglos de creación de ciencia, con discursos emergentes de “ciencia local” o nacional. La pretensión es vana y huera; contraproducente. Las declamaciones –no pasan de ello– de corrientes posmodernas, o como ellas quieren auto-denominarse, poscoloniales o epistemologías alternativas, son subproductos ideológicos de una protesta de la “periferia” frente a la que hay que ponerse en guardia. Hay que tener gran entereza para comprender, con la exigencia y el ascetismo ético que ello implica, que la metodología científica y la comprobación de los resultados científicos, precisan de unas prácticas universales, no susceptibles de soslayar. El populismo científico que se suele exhibir como protesta anticapitalista, desconoce que el padre del anticapitalismo fue Marx y que él fue posible por la inconmensurable tarea que se echó a sus hombros, en el ámbito de la investigación científica. Marx absorbió los enormes conocimientos y las más diversas teorías de su época y las puso a prueba de sus más implacables juicios, gracias a Hegel, gracias a la ciencia universitaria aprendida en la Universidad de Berlín. Y su superación, por supuesto.
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Para nosotros no hay una última palabra en este dilema. La ambivalencia, la ambigüedad y hasta la naturaleza anfibia está presente en la vita activa del profesor. Es profesor, científico, académico con alta formación; es a la vez un ser político, que tiene tras sí una gran tradición intelectual –que ha mantenido viva la conciencia de la colectividad continental desde los días de Viscardo y Guzmán, Miranda o Bolívar– en la que puede beber para orientar consciente su conducta pública y la que lo habilita política y moralmente para no dejarse intimidar ante los dientes amenazantes de la autoridad arbitraria, del autoritarismo omnisciente, de nuestra vida nacional, de nuestra vida universitaria. Ella lo hace legítimamente cosmopolita.
Es muy seguro que la casi totalidad de saberes alternos y emergentes de nuestros cándidos sabios nacionales, por más que se vistan de académicos antiacadémicos, y llamen a una ciencia endémica por la liberación de nuestras sociedades del “paradigma occidental” y cosas similares –en que se confunden los planos de la ciencia y la política de una manera lamentable, aunque rentable–, pasarían por la vergüenza del juicio del autor del Capital. La llamada a hacer una ciencia anticapitalista, o antioccidental, o anticoloniales, etc. es un atajo inaceptable, un callejón sin salida, o mejor la mejor vía para recaer en aquello que se quiere evitar y por lo que se hizo la Independencia, a saber, recaer en la garras de la santa, intolerante y violenta inquisición, con su secuelas de dogmatismos, de provincialismo, de feroz rencor por todo lo moderno por el hecho de ser moderno. El primer síntoma de esta “corriente” de ideas es que no tiene idea de las ideas que nos precedieron. Este clericalismo ignorantista disfrazado de “ciencia liberadora” y por tanto audaz –que tiene lugar en las aulas universitarias, no en los manicomios– es el último eslabón de despropósitos del alma del teólogo “jesuita”, de la torva trampa de la más reciente y popular irracionalidad. Con métodos semejantes Hitler se adueñó de las supersticiones alemanes y las elevó a Estado totalitario. Solo tenemos la esperanza de que los vuelos de los posmodernos son más pusilánimes.
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¿Dónde está el profesor? ¿Dónde está el intelectual? En 1762 Voltaire sale a la defensa del protestante Jean Calas, acusado injustificadamente de matar a su hijo por convertirse al catolicismo. Rousseau, por esos años, afirma la incompatibilidad entre el rey y el filósofo, como el agua y el aceite. Un siglo más tarde, Alexis de Tocqueville acusa al intelectual, philosophe de la Ilustración, de irresponsabilidad pública. Cuarenta años después, Zola publica “Yo Acuso” (1898), partida de bautismo del sustantivo intelectual, al defender al coronel Dreyfus, de origen judío contra otra falsa acusación. Como respuesta, Maurice Barres llama al intelectual apátrida, anti-francés, “cerdo”. Tres décadas después Karl Mannheim le da estatuto sociológico al intelectual, al caracterizarlo como “conciencia libremente oscilante”. Al mismo tiempo Julien Benda habla de la “traición de los intelectuales”, mientras Gramsci caracteriza el término “intelectual orgánico”. Se habló de intelectuales católicos (inspirados por Chateaubrinad); Sartre en Tokio en 1965 afirmó el compromiso con todas las causas libres, como tarea distintiva del intelectual; también Debray en el 2000 habla de “intelectuales terminales”. En América Latina, los testimonios de la vida intelectual y sus circunstancias son múltiples. Quizá más que en Europa, la vida republicana ha estado afirmada y definida por la presencia de los intelectuales. Alejandro Korn escribió la primera historia de la filosofía de nuestros países, en “su evolución nacional”, al comenzar el siglo XX. Alfonso Reyes habló de la “inteligencia americana” (1936); Henríquez Ureña hizo el primer balance histórico de su devenir, en Corrientes literarias de la América Hispánica (1945). Ese mismo año José Luis Romero escribe, La vida histórica y El ciclo de la revolución contemporánea, uno de los documentos más lúcidos de la inteligencia latinoamericana en una época cruzada por la “psicología de
encrucijada”. Sergio Bagú, en Acusación y defensa del intelectual (1959) sintetiza un estado del espíritu que nos cobija hasta hoy: “Lo ocurrido en América Latina es muy distinto. En el siglo 19, cuando ya puede hablarse de la existencia de una intelectualidad nacional en nuestros países, el intelectual alterna en todos ellos el ejercicio de las letras y las ciencias con el manejo de la cosa pública. Entra y sale del gobierno y del parlamento, escribe un libro, ejerce una embajada, publica un poema que algún diputado lee desde su banca, ocupa un ministerio, dicta una cátedra. Cuando está en el exilio –destino inevitable del latinoamericano que piensa y hasta de algunos que no piensan-, estudia y escribe. Cuando está en la cárcel, escribe y estudia. Muchas de las grandes obra del pensamiento latinoamericano del siglo 19 –¡y del 20!– son fruto del exilio y de la cárcel por razones políticas”. Tenemos conciencia de esa evolución, de la entraña de nuestro ser continental. ¿Dónde está el profesor? ¿Dónde el intelectual? ¿En el exilio, en la cárcel, en la barricada? ¿Más bien no como postulante a rector, a decano, a cónsul y acaso a viceministro, cualquiera sea el mandatario de turno? ¿Ha hecho de la mímesis su conciencia de oportunidad? Y de la utopía, ¿qué?
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Universidad, crisis de sentido y des-institucionalización en la actualidad
Rafael Rubiano Muñoz Facultad de Derecho y Ciencias Políticas, UdeA
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Los últimos cambios sociales acaecidos por el fenómeno de la globalización en el mundo han puesto en entredicho las relaciones entre la universidad y la sociedad, particularmente, en el manejo como la dirección administrativa de las instituciones superiores, en lo que corresponde a la ciencia, la tecnología, la investigación y la extensión. Más aún, las incidencias de las presiones de la globalización mundial han puesto en la encrucijada, el sentido de liderazgo como el carácter de ente integrador de las naciones a las universidades, en especial, en el contexto latinoamericano, pese ya a la tradición existente desde el siglo XIX de una concepción democrática y republicana de la universidad que cuenta con el proyecto Republicano propuesto por Andrés Bello y se asienta en la concepción liberal moderna del Manifiesto estudiantil de Córdoba de 1918, que es profundamente ignorada por quienes manejan las universidades de arriba abajo, de los administradores o directivos a los estudiantes y profesores. Uno de los problemas centrales de esta globalización es que incentiva una falta de conciencia histórica1 tal y como lo indica José Luis Romero, esta carencia de conciencia histórica genera un pragmatismo burdo, político e insustancial, que acaba poco a poco, las posibilidades de una concepción de la universidad, ilustrada y humanista, para convertirla en un ente de disputas económicas, burocrático políticas o de dominios personales, clientelares en todos los espacios o escenarios – académicos obviamente– en la que no existe el consenso del debate como de la confrontación, sino la imposición arbitraria y caprichosa de egos individuales, que arrastran con su peculiar idea de poder o soberanía, los referentes modernos de lo que es la universidad, acabando como desterrando del campus la responsabilidad pública que exige construir su sentido como su institucionalización, en términos racionales o bajo las exigencias democráticas que se esperan, más allá de lo nominal del deseo o la propaganda, como una realidad encarnada además de realizable día a día. Para refundar la universidad en nuestras sociedades como ejes de integración y como referente de democracia, además de los contenidos éticos o morales, que ello implica colectivamente, es fundamental repensar las relaciones universidad y sociedad2 en los actua
1
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Romero, José Luis. Introducción al mundo actual. Buenos Aires: Nueva Visión, 1956, p. 15-16. Gutiérrez Girardot, Rafael. La Encrucijada Universitaria. Medellín: Asociación de Profesores-Universidad de Antioquia, 2011.
les momentos, pero ello no es posible, con el simple enunciado, la caricatura reflexiva de comentarios aislados en el tiempo como de analistas de ocasión, quienes en su ignorancia y profundo desconocimiento, sacan bajo la manga la fórmula o la receta perfecta, lo que es entre otros motivos, acentuación del desasosiego como intensifica el desconcierto que doblega hoy a los estudiantes o los profesores frente a la crisis de la universidad latinoamericana como colombiano por supuesto.
No hay una conciencia de la crisis o el cambio de las universidades en Colombia, hay improvisación y como consecuencia de ello, autoritarismo rancio y una tendencia mediocre al conservadurismo, en todos los estamentos del campus. Esta falta de capacidad de comprensión de los cambios sociales han generado una crisis de sentido como una desorientación sobre la manera de cultivar la educación, sobre la toma de decisiones e inclusive sobre la direccionalidad administrativa de la misma, en la que riñen los presupuestos normativos con la practicidad política, las expectativas públicas como las opiniones diarias, las ambiciones personales con la proyección a largo plazo de la universidad, las acciones diarias con las responsabilidades privadas y públicas. Acerca de los contornos de esta crisis de sentido en la educación superior se pueden trazar elementos cómo los que siguen; extendida información y menos debate con calidad; liderazgos improvisados; clientelismo personalizado, autoritarismo académico y administrativo, democracia nominal, voluntarismo ideológico político, discriminación política, intolerancia como dogmatismo, son entre otros, ya no los síntomas, sino la normalidad de la convivencia universitaria, a la que se insiste, hay que agregar la carencia de la conciencia histórica y su contraste con la realidad inmediata, teñida de desconocimiento como de premeditada ignorancia frente a los problemas acumulados de la institución de educación superior, referentes que inciden en las estructuras académicas de la universidad y en sus funciones o roles institucionales en la actualidad.
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Una construcción moderna de la ciudadanía en la universidad exigiría desmonopolizar propagandísticamente e ideológicamente la opinión de las directivas, los estudiantes y los profesores, en la cantidad de prejuicios como de dogmas que los convocan y alentar una idea de la universidad, en la que la responsabilidad de las opiniones sea políticamente argumentada como profundamente estructurada en su horizonte histórico, que no riñe, con las premuras de la actualidad y de la última hora. La apelación a los enunciados –libertad, igualdad, solidaridad, responsabilidad, entre otros– no basta, la asimilación de contenidos acumulados sobre el sentido del estudio universitario y proyectados a lo largo del tiempo, la refundación del análisis y la reflexión sobre los problemas de la universidad es una tarea urgente, en sus funciones como en sus tareas frente a la sociedad. Lo anterior debido en no pocas incidencias, a las disyuntivas como a las disputas que genera pensar la universidad en medio de la globalización a través de las relaciones entre la ciencia y la investigación, la ciencia y la creación de tecnología, la ciencia y el ámbito de la política, la ciencia y su ámbito político, pero con mayor influencia, el desgarro más claro de las contradicciones entre universidad y sociedad en el marco de la globalización hoy es el de la relación entre ciencia y democracia, o mejor dicho, el problema de la representación y participación dentro y fuera de la universidad.
Todas estas eventualidades expresan como contracara, el desgaste de instrucciones o modelos educativos, tan lamentablemente inefectivos, anclados en la concepción autoritaria de la educación y de la formación universitaria, ausentes de febrilidad como de innovación en sus condiciones más caras de la enseñanza y el aprendizaje. O por otro lado, alteran las formas tradicionales de los modelos de enseñanza y aprendizaje, acentuado en el relajamiento o la incontrolable flexibilidad de las exigencias o demandas escolares, frente a lo cual, alientan un ambiente en que es necesario el establecimiento de nuevos acuerdos como consensos en el proceso de formación o de educación a nivel universitario, generando desasosiego como lo señala con audacia, Wallerstein3, al referirse al problema de la institucionalización de las ciencias sociales en la modernidad tardía (Wallerstein, 2005:43-44).
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En conjunto es una problemática que plantea la disyuntiva entre la tradición y la innovación, entre las presiones de la globalización económica frente al discurso de la modernidad humanista e ilustrada que concebida en su tratamiento conceptual lleva a una crisis de sentido4. Sin embargo, la innovación no acarrea necesariamente consigo la creatividad o la creación con calidad, puede que sí con cantidad o con resultados, pero no necesariamente con expectativas sociales construidas en el tiempo y el espacio. Por ello las presiones que se ejercen en la actualidad en la educación superior se han constituido en el modo más taimado para replicar la inoperancia como la inadecuación de las instituciones públicas de educación superior en Latinoamérica como en Europa, ya que a las demandas irresueltas debido a los problemas referidos estrictamente a la administración como a la infraestructura de la educación superior, se une la modificación propiciada por el ingreso masivo de las clases sociales a la educación, asuntos que tienden a sacudir los referentes tradicionales de la enseñanza y el aprendizaje corriente. Sobre el contexto de los vinculados aspectos críticos, los de mayor incidencia se deben a la “transmisión de los conocimientos” y al de los “cambios generacionales”, que como ha sido explicado en disímiles frentes geográficos y culturales, han degradado, cuando no, arruinado, la efectiva consolidación de comunidades científicas, como igualmente han afectado con mayor injerencia, la investigación y la creación científica. Lo han notado con distinción el profesor Rafael Gutiérrez Girardot5 y en su antecedente histórico más inmediato, Max Horkheimer y Theodor Adorno6.
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Wallerstein, Immanuel. Las incertidumbres del saber. Barcelona: Gedisa, 2005. Tal y como lo define Berger y Luckmann no se refiere a una desorientación o secularización de carácter nihilista, a un anarquismo desmedido, sino más bien a una variación en las condiciones sociales de las relaciones entre los individuos y la comunidad moderna, que han sido alteradas, variadas y transformadas en los últimos tiempos. Berger Peter y Luckmann Thomas. Modernidad, pluralismo y crisis de sentido. La orientación del hombre moderno. Barcelona: Paidós, 1997. Véase comentario capítulo 1. p. 40. Gutiérrez Girardot, Rafael. “Universidad y Sociedad”. En: Hispanoamérica: Imágenes y Perspectivas. Bogotá: Temis, 1989 y Gutiérrez Girardot, Rafael. La Encrucijada Universitaria. Medellín: Universidad de Antioquia, 2011. Adorno, Wiesengrund Theodor y Horkheimer, Max. Sociológica. Madrid: Taurus, 1986.
En la idea central de Gutiérrez como de estos intelectuales se hallan los interrogantes sobre el sentido del estudio universitario en las sociedades masificadas. Para el caso Gutiérrez se fija en la comprensión de lo que el sentido del estudio universitario representa para una sociedad tradicional, y a su vez, se interroga sobre lo que significa en una sociedad en transición en un proceso de masificación (Gutiérrez, 2011:33-50). A partir de esta pregunta central sobre el sentido del estudio universitario, aduce que, en una sociedad cuya percepción de la educación es estática, quiere decir, escolarizada y tradicional, son los factores externos los que primordialmente guían u orientan la respuesta del significado sobre el sentido del estudio universitario. Esos factores externos pueden ser en extremo las diferencias de clases o los intereses vinculados con las desigualdades sociales, el ascenso social y económico, el clientelismo personalizado por ejemplo, la fama, el éxito, el reconocimiento, el estatus o los privilegios, se imponen como también se anteponen, a cualquier valoración subjetiva e individual (Gutiérrez, 2011:34). Las metas o los fines que se externalizan por las desigualdades sociales y de clases, responden de antemano al sentido del estudio universitario, los que se convierten además, en una manera de paralización como de cauterización del saber y de los conocimientos, que será más intenso aún cuando se imponga el mercado o la globalización, tras una nueva masificación.
El contexto histórico que aceleró los anteriores procesos se debieron a la presión de la masificación y a las reformas de la educación superior tras el movimiento estudiantil mundial de 1968. El evento repercutiría en el sistema universitario, no solamente en Europa sino años después en Latinoamérica, pese a las diferencias del contexto social y cultural que presuponen ambas geográficas. La masificación demandó la inclusión de amplios sectores sociales, que era apenas una necesidad como también estaba justificado, pero dejó en su discurrir consecuencias hasta ese entonces inusitadas como reveladoras. Con el reformismo no se logró solventar los fines que pretendía, calidad, participación y representación en los estamentos administrativos de la comunidad universitaria, por el contrario, no se produjo el modelo de democracia como de procedimientos libres e igualitarios que se esperaba, ya que lo que se generó fue un estatismo científico como una burocratización de la institución de educación superior, los que a la postre afectarían de manera grave la enseñanza y aprendizaje de las ciencias sociales. Lo refiere con especial ángulo analítico, Gutiérrez Girardot al comentar que:
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En Alemania de los años 50 esos cambios fueron analizados por Adorno y Horkheimer, quienes escribieron sobre las implicaciones de los transformaciones sociales y económicas, con agudas observaciones y detectaron cómo se iba forjando la serie de mutaciones de la universidad y por ende, de la educación superior, divisando a su vez, cómo se iban invirtiendo los horizontes y las expectativas que habían orientado el saber y el conocimiento como ejes centrales de la construcción del desarrollo y de las naciones desde el siglo XIX al XX como lo ha señalado Habermas.
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“La creciente democratización de la sociedad –independientemente del grado y de las causas en los diversos países– ha obligado a revisar la tarea y la función de la universidad y a realizar reformas universitarias que satisfagan esa nueva tarea. Bajo el impulso del movi miento estudiantil del 68, que pretendió acabar con una tradición secular universitaria en Europa, esas reformas impusieron una mayor o menor democratización de la universidad (como en Francia y en la República Federal de Alemania) que en la praxis se convirtió en una burocratización y finalmente en una profunda perturbación de la investigación y la docencia, que no fue compensada por ninguna de las expectativas que despertó la reforma” (Gutiérrez, 2011:89).
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La democratización invirtió sus premisas, ya que la mayor participación y representación en los cargos administrativos como en las direcciones principales de la universidad, así mismo, en los diversos cuerpos científicos de la institución masificada se convirtió en una burocratización y en un control político, en la que más que decisiones propiamente de la ciencia o de la discusión científica, se asumieron disposiciones que dependían más de relaciones o vínculos políticos, muchas veces de amistad, filiación o adhesión, ideológica o partidista, esto es, unas nuevas formas de clientelismo tradicional arropados bajo la relación de fines o de intereses personales no públicos necesariamente. La intensa construcción de clientelas o de grupos políticos e ideológicos en la universidad, desviaron o alteraron, las disposiciones democráticas de elección, para cargos administrativos de la ciencia, además que generalizó una falsa democracia, disfrazada de representación en la que las decisiones científicas fueron asumidas como tomadas por grupos con poder e ideologías políticas contrarias a las expectativas de la creación científica e investigativa, lo que en la era de la globalización se ha hecho más intenso con la idea empresarial de la política según los expertos. Esta burocratización política de la universidad en las demandas democráticas falseó como mudó, los valores de la transparencia, la libertad, la igualdad e indudablemente el debate público democrático en el campus universitario, por ello una vez más lo señala Gutiérrez: “Antes por el contrario. La burocratización aniquiló los efectos que se buscaba lograr con la democratización, es decir, más transparencia en las decisiones y proyectos de investigación y docencia, y abrió las puertas a la manipulación de esas decisiones y proyectos por grupos que, consecuentemente velaban por sus intereses, ahondando así las hendijas que se habían labrado en la idea primigenia de la universidad, en la relación entre discentes y docentes. Los promotores e ideólogos de esas reformas –provenientes casi siempre de los sociólogos de diversa observancia política, pero aunados por la tecnocracia implícita en la sociología moderna– han callado ante los resultados negativos de sus reformas. Pues si en la universidad que ellos reformaron fueron posibles Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, Helmut Schelsky y Jürgen Habermas, Raymond Aron y Henri Lefebvre, en la universidad reformada desapareció la posibilidad de esos contrastes, es decir, de esas personalidades, que fueron sustituidas por grupos de composición variable, necesariamente anónimos y consecuentemente mediocres. Los grupos no podían sustraerse a la llamada dinámica del grupo, a la formación de una jerarquía inexpresa pero eficaz, que rehuía su responsabilidad y la imputaba al grupo. La democratización de la universidad se convirtió en la manipula-
ción irresponsable de las jerarquías veladas de los grupos que no siempre cooperaban” (Gutiérrez, 2011:90).
Este proceso es parte de una nueva forma de la masificación, que en sus componentes como en los efectos han acarreado nuevos retos y dilemas en la estructuración como integración de las sociedades de hoy, han tenido una influencia negativa en la enseñanza y en el aprendizaje en todas las ciencias como específicamente en las ciencias sociales en particular. Ni desde el Estado ni desde las directivas se comprende ni reflexiona, además se entiende que es la des-institucionalización. Se la refiere en todas las ocasiones como a una aguda crisis de sentido de la universidad en la sociedad actual, sin reparar con serenidad sobre cuál es su naturaleza o definición, por ello la opinión común suele asociarla del modo más general como dogmática, con ausencia o con carencia e inexistencia de instituciones, como el caso de la escuela, de la Iglesia, de la Familia, del Estado entre muchas otras, sin ahondar o profundizar reflexivamente en lo que este fenómeno significa para la actualidad.
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En conjunción con las críticas de Gutiérrez, referidas a este proceso de transformación y de cambio de las instituciones universitarias debido a la masificación y la burocratización, en las que se pervierten las tareas de la ciencia como de la investigación, de la técnicas y de los conocimientos sociales y naturales, es menester añadir el problema en un panorama más amplio y decisivo, el que se refiere a las relaciones entre la universidad y la globalización desde la des-institucionalización. Ha sido la sociología la que con mayor destreza y prestancia ha comprendido el problema de la desintegración y de la crisis social, pensando para ello el problema de las instituciones, en un largo proceso de transición de la sociedad tradicional a la moderna. Se ha concebido de manera corriente que las instituciones constituyen la base de la producción y estabilidad del sistema social. Sin embargo, al investigar y comprender este proceso de integración en la globalización es imprescindible comprender la transformación desde la masificación que se ha experimentado en los últimos lustros, y es uno de los pasos indispensables sobre los cuales se puede descifrar las crisis de la educación en el mundo y especialmente en Colombia. A nivel universitario es la comprensión de los cambios o las transformaciones que se producen en las sociedades como en las estructuras sociales en los últimos tiempos una de las claves para ubicar o percibir los procesos de desintegración de la actualidad en las sociedades. Los presupuestos sobre los cuales se puede planificar la educación y por ende proyectar la universidad como institución de enseñanza de la ciencia en todos sus campos, se debe en mayor medida, a la capacidad de conocimiento de la sociedad y de los problemas que la complejizan en un largo plazo. En la actualidad los diversos estamentos universitarios, administrativos y científicos, en especial en Colombia y Latinoamérica han desconocido o premeditadamente ignorado, cómo se han ido dando las transformaciones como también se han ido cambiando las estructuras sociales, que inciden en el estamento estudiantil que entra a la universidad como igualmente infieren en la composición del cuerpo profesoral que la conforma como institución. Suspendidos en el tiempo pretenden mantener una imagen de la universidad para una sociedad que la ha transgredido como se le ha transpuesto en sus dinámicas como en sus contradictorios procesos por lo menos hace tres décadas.
Para el caso basta revisar los análisis que en ese contexto se hacen entre la escuela y la institucionalidad en la misma era de la globalización. Partiendo de la crítica a la noción clásica de instituciones desde la sociología, que las entendía como entes que producían el orden social, además de constituir a los individuos autónomos y mantener el sistema social, mediante normas y valores, a partir de la socialización, Dubet y Matucelli7 estiman que es inadecuado lograr captar estas definiciones de las instituciones en la actualidad, en la sociedad globalizada del modo uniforme como se hace. No se trata que en la vida actual la experiencia de los sujetos dentro de los sistemas implique una “crisis de las instituciones”, se trata de algo más profundo que invita a la reflexión según la cual, lo que se evidencia es un proceso de des-institucionalización que tiene relación con la globalización. De hecho las instituciones como la familia, la escuela, la iglesia, la universidad perviven y subsisten, pero su composición, su rol y su función social han cambiado y se han transformado radicalmente. La des-institucionalización se ve en un terreno más propicio como una serie de cambios entre los valores y las normas, en las relaciones que los individuos establecen y las nuevas formas de socialización, con un acentuado individualismo que altera la noción de responsabilidad y racionalidad pública.
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Es de advertir que los valores y las normas ya no pueden considerarse como “trascendentales”, por encima de los individuos, ellas son coproducciones y como tales, son múltiples y contradictorias, se constituyen por intereses, emociones, actitudes, contienen además, envolturas políticas, jurídicas y sociales, en las que los individuos construyen sus experiencias. Es de notar que en el proceso de globalización, los procesos de institucionalización y socialización suponían normas y valores que se ubicaban de manera externa. A diferencia de la anterior perspectiva propia de la concepción de la modernidad por lo menos en Durkheim, en la globalización instituciones y normas son recompuestas por los individuos, ya que en el día de hoy, los mismos individuos las juzgan, controvierten o las aceptan racional o irracionalmente dentro de grupos como de actores y sujetos desiguales, pero en sociedades como la colombiana, son impuestas sobre la base de concepciones dogmáticas e irracionales, el chantaje, la amenaza, el soborno y la sumisión entre otros. Para tenerlo más claro se afirma que la des-institucionalización de hoy establece la separación entre dos procesos: la subjetivación y la socialización (Dubet y Matucelli, 2001:202). Afirman los autores, que la escuela como institución tenía una diversidad de metas y de funciones como fines que son apreciables en los procesos de socialización e integración de la sociedad moderna que procuraba realizar a partir de las aspiraciones a la consolidación de la sociedad. Más o menos se puede describir el papel de la escuela en varios frentes, entre los que se destacan, siguiendo en ello al sociólogo francés Durkheim, de modo principal, que los maestros cumplían una misión sagrada, no era una tarea mimética la enseñanza, sino que era la pieza de construcción de la moral de los ciudadanos. La in
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Dubet, Francoise y Matucelli, Danilo. ¿En qué sociedad vivimos? Buenos Aires: Losada, 2001.
stitucionalidad pensada desde la escuela exigía varias características: A) La afirmación de metas antes que su dispersión y multiplicidad; B) la construcción de la identidad nacional y el sentimiento patriótico mediante la historia y la geografía; C) la enseñanza de la lengua como fundamento de la cultura nacional; D) el liceo republicano es el lugar de la Ilustración humanista y de las ciencias prácticas; E) la separación entre el mundo escolar y el social, afirmando un tipo del individuo contra el mundo, la separación de lo público y lo privado, separación sexual; F) la autonomía escolar; G) la Jerarquía de los valores; H) no tiene que luchar contra la diversificación social; son entre muchos aspectos, lo que define los contornos de la escuela como Institución” (Dubet y Matucelli, 2001:201-212). Su institucionalización se orientaba a reducir como a limitar la mezcla de grupos sociales y de las igualdades de oportunidades. La movilidad en la escuela es de interés nacional, se buscaba homogenizar los públicos escolares y se estrechaban los vínculos de los maestros y los alumnos a partir de la emulación no de la imitación, se limitaba el proceso de la masificación en el sentido del no permitir el relajamiento de los valores y de las normas, entre la escuela y los alumnos, los maestros y los alumnos. Con todo, la escuela Republicana al estilo de Durkheim, procuraba reducir las alteraciones producidas por la masificación de la sociedad, claro, que no es el interés apelar nostálgicamente a ella, sino explicar dicho proceso y colocar en el debate por qué nuestras elites universitarias, culturales y políticas no han entendido, ni reflexionado con capacidad analítica en este proceso en nuestro país.
La masificación de la escuela cambió su naturaleza, además de su institucionalidad. La selección en el ámbito escolar se daba a partir del nacimiento y no del desempeño, aquí concurren otros cambios, las desigualdades se acentúan en términos de clases, razas y etnias, se profundiza la diversificación que es mayor confrontación en términos de clases sociales, se fragmentan y dividen las disciplinas, es en lo que más insisten los autores en la masificación, se crean varios mercados, en términos de establecimientos y de diplomas. El cambio que tiene este proceso, es que impone por encima de la elección y el acceso a
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El carácter más fuerte de la institucionalidad escolar es el de la socialización por intermedio de valores universales que generarían la autonomía individual y la obediencia, lo que a su vez, engendraría la libertad. Siguiendo este modelo de Durkheim entonces, Dubet y Matucelli aseguran que la educación y la enseñanza como institución, fueron pensadas como las bases de una integración social fundamental de la nación, sin embargo, en la actualidad esos procesos se han tornado a veces irresolubles, pues la escuela se ha convertido en un ámbito de violencia simbólica y en ella si bien se constituyen los individuos para la sociedad, se amplían y se extienden como se reproducen las desigualdades sociales, además de recalcar que intensifican las condiciones contradictorias del sistema social. Esta mirada crítica de ambos, se debe comprender en un proceso histórico de masificación y transformación de la institución escolar desde los años 60 y con incidencia en las consecuencias que dejó el movimiento estudiantil de mayo de 1968, importante pero todavía incidente en no pocos aspectos de la universidad colombiana, que pretender rehuir en su demanda de análisis los estamentos del campus universitario.
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las carreras profesionales, el interés de obtener los diplomas, porque el diploma ha pasado a ser un bien, indispensable y la carencia de título constituye una desventaja en la consecución de fines específicos, laborales especialmente, dentro de la vida del sistema.
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Sobre la base igualmente de la masificación, la escuela adquiere un carácter utilitarista, lo que significa que la escuela es un bien útil y como mercancía no como expectativa o proyección social, importan más las demandas dentro de una sociedad desigual que busca según sus fines qué modelo de escuela se adapta mejor a los intereses mercantiles y en ese sentido se rebajan los valores como los contenidos culturales institucionales de la escuela. La educación pasa a través del mercado y con la masificación se genera una desregulación en la que se deben acoger nuevos públicos que rompen con los valores y las normas que regían la institucionalidad, en su sentido más racional, asuntos que no se discuten como no se debaten con contundencia en la vida universitaria, la elección de alumnos, de profesores, de administradores científicos prestantes como competentes científicamente no salidos de partidos, de grupos o de intereses personales. Comentan los autores que en la relación entre escuela y sociedad se demolieron sus barreras, los problemas sociales se hicieron visibles al interior de la escuela, en especial de la entrada masiva de generaciones jóvenes y de las mujeres a las instituciones escolares, en un cambio generacional que no ha sido mediado ni menos aún reflexionado ni normativa ni cultural ni sociológicamente. La escuela como institución afirmaba la construcción de valores y fines homogéneos, éstos se vuelven flexibles, laxos y relativos con la masificación. Una de las características que acompaña la des-institucionalización es lo relacionado a la formación humanista que se ve deteriorada como menoscabada de los pensum, por la presión del utilitarismo. A lo anterior se une que los procesos de socialización y los modelos pedagógicos no se fijan y se tienen como fines a lograr, transformando con ello los roles y las funciones. Si algo caracteriza la des-institucionalización es que la escuela como institución no se constituye en proyecto de vida, en vocación, sino más bien se aprecia en general como recurso de las presiones sociales y del mercado. Al mismo tiempo, la socialización de la educación de masas tiene como injerencia el descontrol en los procesos de aprendizaje, porque una heterogénea población es sencillamente difícil de seguir en su calidad y en su estudio, lo que deriva en la circunstancia que, cada uno construye su proceso de estudio, que lleva a logros o que los conducen al fracaso. En este sentido se separan la socialización y la subjetivación porque se desgaja el propósito constitutivo de consolidar valores y construir su personalidad e individualidad orientada al sistema social. Antes, el rol se anteponía a la personalidad y con él en las instituciones, se proyectaba la posibilidad de construir la emulación del maestro o del cura. En la actualidad otros de los signos de la des-institucionalización es la proyección de las relaciones personales y subjetivas como la anteposición de los roles. Con lo anterior se quiere destacar que el maestro divide sus tareas en una diversidad de funciones que impide tener un control seguro de los valores que transmite y a su vez, un público diverso no encuentra en la figura del maestro más que un medio funcional, un instrumento para alcanzar sus metas, no para emularlo y superarlo.
Por lo anterior crisis de sentido y des-institucionalización provocada en todos los frentes y escenarios de la sociedad colombiana será el gravamen de una situación en las que la irresponsabilidad como los costos sociales de la universidad no se alcanzarán a medir a largo plazo si las cosas siguen como van, en la universidad colombiana y en especial en la Universidad de Antioquia, para cerrar con lo anterior, vale la pena una vez más citar al profesor Gutiérrez Girardot cuando dice: “Pues el sentido del estudio universitario no se agota ni puede agotarse en la formación profesional. El saber mismo que se trasmite en la universidad, por estático que sea, esto es, por repetición de saberes logrados por otros que sea, exige una superación de ese saber mismo, es decir, contiene una dinámica que sobrepasa los límites de la simple formación profesional. El saber no se satisface con lo logrado, el saber consiste también en ponerse permanentemente en tela de juicio. El saber que no se pone en tela de juicio se convierte en dogma y el dogma, entiéndase por tal opinión o artículo de fe, petrifica el saber, lo esteriliza” (Gutiérrez, 2011:35).
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En conclusión, la autonomía de la institución escolar y con ella, la supremacía de la individualización en los procesos de enseñanza como en el discurso de los modelos pedagógicos, dada la masificación de la educación ha traído como consecuencias cambios drásticos en la institucionalidad escolar dentro del proceso de la globalización, que han quebrantado muchos de sus presupuestos institucionales, como las garantías de su ser de institución en el sentido de constituir la base de la integración como de la reproducción del orden y del sistema social. A lo anterior se une la falta de conciencia y naturalmente un reformismo propuesto desde el Estado con la ignorancia que los confirma en su desconocimiento de los problemas sociales e históricos que han afectado a las Instituciones de educación superior. Estos eventos significativos tendrán una injerencia hasta ahora poco reflexionada sobre la crisis de sentido o la des-institucionalización de la enseñanza en la educación superior, a la que no está exenta en este marco, el de la formación en las ciencias sociales. La disgregación como la desintegración alentada desde los lideres administrativos y los líderes políticos quienes no deberían tomar decisiones sobre la vida académica y científica universitaria, asunto que es el centro de la crisis de la universidad hace mucho tiempo, el que sean los NO científicos quienes toman las decisiones científicas, en la que por lo demás, el docente vinculado se ve más disgregado en una variedad de actividades que ya no se soportan en un proyecto intelectual de larga duración y en la construcción de problemas específicos de estudio o de investigación de largo aliento, y una comunidad estudiantil a quienes llegan cada vez más disimiles, divergentes y contradictorios en las expectativas que elaboran como en sus demandas frente a la institución universitaria, aunque si se homogeniza la experiencia de la necesidad del diploma para el mercado, el mayor interés es el de obtener el grado para lograr trabajar, con ello, ubicarse posiblemente en el mercado y por ende, ascender en la escala de la estratificación económica como social.
Sobre autoritarismo, docencia y el estado precario de la modernidad en Colombia
Rubén Jaramillo Vélez Profesor de Filosofía Universidad Nacional de Colombia, Bogotá
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Desde sus orígenes en Grecia y concretamente a partir de las obras de Platón y Aristóteles, la filosofía ha tenido por una de sus tareas primordiales ocuparse del destino de los hombres en la sociedad, considerada como el ámbito en cuyo interior se despliega el peculiar proyecto del “animal político”, para expresarlo con el término acuñado por el estagirita, quien pensaba además que por naturaleza ellos aspiran a la felicidad: a la eudamonia, a vivir de la mejor manera posible. De igual forma se lo percibe en la reflexión sobre las implicaciones prácticas de la “revolución copernicana” en la filosofía tal y como se produce a finales del siglo de las luces a través de la Crítica de la razón pura, esa obra revolucionaria que Emanuel Kant se demora once años en elaborar a partir de la publicación en 1770 de su disertación latina, probablemente la más importante de la filosofía occidental después de la Metafísica de Aristóteles. Resulta bien significativo, en efecto, el que después de haber alcanzado por medio de esta obra una fundamentación plena de su pensamiento –y después de haber legitimado con ella lo que se había venido gestando a lo largo de los tres siglos que la precedieron, el acontecimiento de la modernidad– se consagrara Kant al asunto de la política, considerada en el más amplio sentido de la palabra, el que se refiere a la naturaleza de la polis; es decir, al análisis de la sociedad, en general, el complejo asunto de la convivencia humana. Se puso a reflexionar Kant entonces sobre la problemática de la sociedad, sobre la forma peculiar que adopta la convivencia entre los hombres. En 1784, tres años después de la aparición de la Crítica de la razón pura, presentó, en una revista de interés general (la Revista mensual de Berlín, una publicación no especializada, vehículo de la opinión pública ilustrada, que ya se estaba gestando inclusive en un país políticamente atrasado como era Alemania a cinco años del asalto a La Bastilla) dos ensayos que condensan su reflexión sobre la historia y la sociedad: Idea de una historia universal en un sentido cosmopolita y Respuesta a la pregunta: ¿qué significa la Ilustración?, escrito este último que comienza con una definición muy frecuentemente citada: “la Ilustración es la salida del hombre de su condición de menor edad de la cual él mismo es culpable”.
Ninguno de los ilustrados ingleses o franceses había llegado a definir de manera tan concisa lo que es la Ilustración como lo hace Kant aquí. Él agrega a continuación que los hombres mismos son culpables de esa minoría de edad porque, aunque por naturaleza –naturaliter majorennes– poseen la capacidad de pensar con el entendimiento propio, no hacen uso de ella. Lo que de inmediato nos remite a lo afirmado por Renato Descartes. –Uno de los pilares de la primera Ilustración– en el párrafo inicial del Discurso del método, cuando sostiene que el buen sentido –le bon sens– es “lo mejor repartido en el mundo”, es, por naturaleza, igual en todos los hombres, por que todos ellos poseen la capacidad para juzgar sobre lo verdadero y lo falso, sobre el bien y el mal. Entonces afirma Kant que es “por pereza y cobardía” que los hombres no hacen uso de su entendimiento propio sin la ayuda o dirección de otro, y que en eso precisamente consiste su condición de menores de edad. Por lo cual, en el desarrollo del ensayo –que no podemos reproducir aquí– explica él esa inercia, de manera que es por pereza y cobardía que los hombres se adaptan, tienden a aceptar la subordinación, porque sienten que es un riesgo pensar por cuenta propia.
Quisiera leer en primer lugar tres párrafos de este diálogo, para luego, apoyándome en él, pasar a considerar ciertas peculiaridades que se pueden percibir en relación con el fenómeno de la minoría de edad entre nosotros. Pero antes desearía reconocer la manera como en los últimos años, particularmente en el ámbito universitario,se han hecho esfuerzos en nuestro país para que se tomen en serio los principios de la democracia; para que nuestra democracia no sea una mera palabra en boca de los dirigentes políticos sino una realidad; para que se cumpla el principio de la delegación, el principio del constituyente primario que otorga un mandato, fundamento de la vida republicana, tal y como lo pensara un intelectual que mucho influyó en Kant desde su juventud, Juan Jacobo Rousseau. Y es que, según me parece y como lo he venido reiterando en diversos ensayos, algunos de ellos recogidos en mi libro Colombia: la modernidad postergada, todavía somos premodernos en muchos sentidos, así disfrutemos en la actualidad de los efectos de un
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Ahora bien, para traer todo ello a la actualidad, recordemos que precisamente con esa definición de Kant iniciaba hace treinta años un diálogo Theodor W. Adorno –un gran maestro, un gran filósofo y sociólogo alemán contemporáneo– con un amigo suyo especialista en educación, el profesor Hellmut Becker, diálogo que al publicarse con el titulo Educación para la mayoría de edad terminaría por convertirse en el testimonio público póstumo de Adorno, pues fallecería a consecuencia de un infarto unos quince días después de haberlo grabado en los estudios de la Radio de Hessen en la República Federal de Alemania el 16 de julio de 1969, en un contexto por lo demás bastante dramático porque, como se comentó luego, al parecer estuvo muy vinculado a incidencias de episodios desafortunados acontecidos por entonces en el desarrollo del movimiento estudiantil en Alemania durante la segunda mitad de los años sesenta.
desarrollo económico modernizador en el campo infraestructural -el de las objetivaciones tecnológicas, mercantiles e industriales- porque la mentalidad de la mayoría de los colombianos, a consecuencia de eso que Ernst Bloch llamara la disimultaneidad de lo simultáneo, sigue siendo en general y en muchos aspectos premoderna. Pero resulta particularmente peligroso en la coyuntura contemporánea, por la injerencia de los medios masivos de comunicación y en general de la tecnología, que esa premodernidad y esa minoría de edad –en términos psicológicos podrían considerarse también como “debilidad del yo”– puedan ser manipuladas en un sentido antidemocrático, en general, a través de y en dirección a la banalidad: banalidad y democracia deberían ser incompatibles, lo que no sucede en Colombia.
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Entonces me voy a permitir en primer lugar leerles el párrafo con el cual Adorno iniciaba esta conversación con su amigo el profesor Becker, quien por entonces se desempeñaba como director del Instituto de Investigaciones Pedagógicas de la Sociedad Max-Planck, la institución que en Alemania coordina, financia y autoriza la investigación en los diversos campos del saber, equivalente al Centre de la Recherche Cientifique en Francia o al Research Council en los países anglosajones, lo que modestamente en Colombia realiza Colciencias. Decía así Adorno: La exigencia hacia la mayoría de edad parece comprensible de suyo en una democracia. Quisiera referirme para aclararlo sólo al comienzo del muy breve ensayo de Kant que lleva por título “Respuesta a la pregunta: ¿Qué significa la Ilustración?”. Allí define él la minoría de edad e implica también la mayoría de edad en la medida en que afirma que de esa minoría es culpable el hombre mismo cuando las causas de ella no radican en una deficiencia del entendimiento sino de la decisión y el valor de servirse de él sin la dirección de otro. La Ilustración es la salida del hombre de su condición de menor de edad de la que él mismo es culpable. Y continuaba: A mí me parece este programa de Kant –al que no se podrá reprochar falta de claridad ni siquiera con la más mala voluntad– todavía extraordinariamente actual hoy. La democracia descansa en la formación (expresión) de la voluntad de cada uno tal y como se resume en la institución de la elección representativa. Si de ello no ha de resultar la no-razón esa que se presuponen la capacidad y el valor de cada uno de servirse de su entendimiento. Si uno no se mantiene firme en esto toda alusión a la grandeza de Kant se vuelve mera palabrería, hipocresía Si se toma en serio el concepto de una tradición espiritual alemana se debe trabajar lo más enérgicamente posible en sentido contrario. Como se trata de un diálogo sobre cuestiones pedagógicas, el profesor Becker introduce de inmediato un asunto muy específico del momento, el relativo a la diferenciación existente por entonces en Alemania en las escuelas con relación al talento tal y como se lo podría constatar a través de los test y los resultados en los exámenes de los jóvenes, y pregunta si en ello no se reflejaría una actitud antidemocrática.
Bueno, aunque no sea esto lo que nos interesa aquí en primer lugar, de todas maneras resulta muy importante que Becker recuerde los trabajos de un sociolingüista y pedagogo británico de origen ruso –Basil Bernstein, cuyo nombre puede ser familiar a algunos de ustedes porque estuvo en nuestro país hace unos años y la Universidad Externado de Colombia publicó un libro suyo– relativos a los condicionamientos sociales del aprendizaje tal y como se pueden registrar a partir del vocabulario de que disponen los jóvenes. Resulta bastante claro que a través del inventario de palabras y nociones de que dispone un individuo se pueda deducir el nivel cultural de su proceso de socialización y, por lo tanto, su mayor o menor aptitud para una determinada clase de estudio, porque, por ejemplo, si su padre es un gran jurista o un profesor universitario es apenas natural que disponga de un vocabulario mucho más rico y diferenciado de aquel de que dispone el hijo de un campesino o de un obrero; Basil Bernstein se ha ocupado precisamente de desarrollar estrategias que permitan, por decirlo así, equiparar, compensar las diferencias en el background familiar de los estudiantes.
En efecto, no se puede negar que se produjeron excesos, un “anti-autoritarismo” fácil, un anarquismo también fácil, inclusive sutilmente autoritario, simbiótico, un fenómeno complejo y no fácil de entender pero que algunos psicoanalistas (como por ejemplo Alexander Mitscherlich, quien por entonces se desempeñaba como director de instituto Sigmund Freud, de Franckfort) intentaron explicar. Debe tenerse en cuenta que se trataba de una generación –la que emerge a mediados de los años sesenta en Alemania– que por primera vez emprendió la tarea de interrogarse en serio sobre los crímenes que habían cometidos numerosos miembros de la generación a la que pertenecieron sus padres, un trauma muy difícil de elaborar colectivamente. Pero para volver al dialogo entre Adorno y Becker, recordemos la forma como aquel considera que hay algo así como una autoridad objetivamente considerada; es decir, una autoridad legitima, no solo en el sentido jurídico-político sino en el de quien efectivamente posee un conocimiento sobre algo.
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Entonces Adorno plantea en primer lugar que se cometen ciertos abusos en relación al concepto de autoridad. Pues él está hablando el 16 de julio de 1969 y ya me referí a las exageraciones lamentables –tal vez explicables por razones históricas y sociales– del movimiento juvenil alemán de lo años sesenta, cuyos efectos finales, sin embargo, me parecen muy positivos en la transformaciónde la idiosincrasia y de la cultura de la República Federal de Alemania, como inclusive lo considera quien en su momento fuera un crítico del mismo, Jürgen Habermas, en uno de los ensayos que conforman uno de sus últimos libros: Die nachholende Revolution, publicado en 1990 a raíz de los acontecimientos que finalmente conducirían a la reunificación alemana, en el cual valora sus efectos positivos a largo plazo porque reconoce que el saludable cambio en la vida pública de ese país es en realidad el resultado de lo que empezó a acontecer desde el 65, así el movimiento haya tenido desarrollos casi patológicos y que deben ser condenados en forma expresa, como el terrorismo en los años setenta.
Kant establece precisamente en un ensayo una diferencia entre lo que él llama el uso publico y el uso privado de la razón, comprendiendo como uso privado de la misma la habilitación, la capacitación profesional, y da como ejemplo de ello el que yo no le pueda discutir al médico que me atiende si no sé de medicina, de la misma manera que no puede el soldado cuestionar la orden que le da el oficial en medio de la batalla, ni el ciudadano la del funcionario que cobra los impuestos en el momento en que viene a hacerlo; aunque sí puede este último, por ejemplo, en calidad de “sabio” (Glehrte) que escribe para un público lector, redactar un artículo discutiendo la política fiscal del gobierno, y entonces, si escribe su crítica en un periódico, está haciendo un uso público de la razón que en todo caso debe ser respetado. Por todo lo cual la autoridad en la dimensión privada, en el uso privado de la razón, está perfectamente justificada, y se comprende que Adorno afirme: Además hay algo como autoridad objetivamente considerada –es decir, el hecho de que un hombre entiende más de un asunto que otro– que no se puede desconocer sin más. Pero el concepto de autoridad recibe su valor en el interior del contexto social en que se produce.
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Sin embargo, puesto que Becker ha colocado el acento en la necesidad de reconocer objetivamente la función que cumple la autoridad, dice a continuación que él quisiera todavía agregar algo más específico, algo que tiene que ver con el proceso de socialización en la temprana infancia y con ello pues, casi quisiera decir, con el punto de intersección de categorías sociales, pedagógicas y psicológicas, pasando a describir en forma somera el proceso de la socialización: La manera en la cual, hablando sociológicamente, uno se convierte en un hombre autónomo, es decir, mayor de edad, no es simplemente el rebelarse contra toda clase de autoridad. Recuerda entonces a una colega, coeditora, con él, de la importante obra La personalidad autoritaria, que se publicó en los Estados Unidos en 1950: Investigaciones empíricas realizadas en los Estados Unidos,como las llevadas a cabo por mi finada colega Else Frenkel Brunswick, han mostrado precisamente lo contrario, a saber, que los niños así llamados “formales” o “juiciosos” como adultos han llegado a ser más bien hombres autónomos y que saben oponer resistencia; mientras niños díscolos luego, como adultos, inmediatamente se han reunido con sus maestros en la misma mesa de cerveza y se han tragado los mismos discursos. Esto, dada la circunstancia o la coyuntura en cuyo interior hablaba Adorno, resulta muy importante, porque indica la frecuente precariedad –que muchas veces engaña– en la actitud del rebelde sin causa. Pues la personalidad madura -inclusive o precisamente la del genuino revolucionario, tal y como también lo ha explicado Erich Fromm –no es la de un rebelde sin causa, y existe una gran diferencia entre esa actitud de permanente objeción a la autoridad– ese juego, esa coquetería con el manipulada industrialmente, y que conduce a que cuestiona lo que objetivamente puede ser cuestionado en las actuaciones de la autoridad, pero no está por principio en contra de la autoridad como tal.
En relación con lo cual inmediatamente alude Adorno a eso que en la práctica del psicoanálisis se acostumbra llamar las heridas narcisísticas, por ejemplo, las provenientes de la decepción que experimenta un adolescente que ha idolatrado a su padre y de pronto descubre que ese padre es –como todo ser humano– frágil, precario, contradictorio y ambivalente, reaccionando con rabia y depresión. El proceso –Freud lo ha señalado como el desarrollo normal– consiste en el hecho de que los niños en general se identifican con una figura paterna, es decir con una autoridad, la interiorizan y se la apropian y luego, en un proceso muy doloroso y que no se produce sin dejar cicatrices, perciben que el padre, la figura paterna, no corresponde al ideal del yo que han aprendido de él, con lo cual se separan de él y sólo de esta manera en general se convierten en hombres mayores de edad. Jürgen Habermas –a quien se puede considerar un discípulo indirecto de Adorno, porque no se formó desde el principio con éste y con Horkheimer sino que llegó a Frankfort después de haber estudiado en Heidelberg en los años cincuenta bajo la influencia del pensamiento de Heidegger, perceptible en alguno de sus trabajos–, ha resumido lo que éste decía en el párrafo que acabamos de citar en el último de los tres ensayos que componen su libro Conocimiento e interés (1967) al afirmar que la identificación es necesaria, pero que precisamente el disfrute de la identidad –la conciencia de sí como identidad– sólo acontece cuando ya no se requiere de las identificaciones.
Y es que justamente en el campo de la docencia es bastante frecuente encontrar a individuos aparentemente muy serios que lo que hacen es recitar una lección bien aprendida, por medio de la cual se han adherido a un sistema de pensamiento –a una escuela, a una modalidad y un estilo– sin asumir una actitud propia, autónoma, frente a él, y por ello con facilidad se desconciertan cuando en el transcurso de algún evento académico- alguna interpretación lo “saca” de esa fijación simbiótica, infantil en realidad y con frecuencia muy vinculada a su propia autovaloración narcisística. Continúa Adorno: El momento de la autoridad, pienso, se presupone como un momento genético del proceso de hacerse mayor de edad. Pero esto, por otra parte, no debe ser mal utilizado, a ningún precio, para glorificar este estadio y mantenerlo, sino que cuando uno se queda en él no sólo resultan de ello deformidades psicológicas sino precisamente esos fenómenos de la minoría de edad en el sentido del atontamiento sintético que tenemos que constatar hoy por doquier.
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Porque si un individuo considerado adulto continúa “identificándose” es porque en realidad no lo es, no puede experimentarse a partir de lo que los psicoanalistas llaman el self –el sí mismo– y por tanto no es completamente adulto. Sobre este punto les leeré luego un pasaje un poco más extenso del diálogo entre Adorno y Becker que se refiere en detalle a la génesis del comportamiento autoritario y a sus consecuencias, también para el proceso docente.
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Según me parece, la introducción de ésta formulación tan sutil de “atontamiento sintético” remite a la reflexión global de Adorno sobre la influencia de lo que él y su amigo Max Horkheimer comenzaron a llamar, a partir de su libro del año 47 –Dialéctica de la Ilustración– la “industria de la cultura”, todo lo relacionado con los influjos perniciosos para la configuración de la personalidad de los medios masivos de comunicación, de la cultura lo que él llama aquí “atontamiento sintético”, tan característico en el comportamiento de personas muy superficiales, funcionales en el sentido de las expectativas del grupo social al que pertenecen y de la sociedad en general, pero notablemente dañinas –por banales– en su vida de relación, en su conducta conyugal y familiar, como ciudadanos, frente a sus hijos y amigos, etc. A este respecto le responde el profesor Becker que el momento de la autoridad –o sea el de la identificación– resulta imprescindible, inclusive porque uno de los más graves problemas de los adolescentes en las sociedades contemporáneas de masas radica en la ausencia de modelos con los cuales estos puedan identificarse:
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Creo importante que mantengamos presente el que naturalmente el proceso de separación respecto a esa autoridad es necesario, pero que el hallar una identidad no es de otra parte posible sin el encuentro con la autoridad. Eso tiene toda una serie de consecuencias muy complejas y aparentemente contradictorias para la integración de nuestro sistema de enseñanza. Se dice que no existe una escuela con sentido sin maestro, que de otra parte el maestro tiene que ganar claridad respecto de que su principal tarea consiste en hacerse superfluo. Esta coexistencia es tan difícil porque en las formas de controversia, hoy existe el peligro de que el maestro se comporte autoritariamente, y los escolares quieren ignorarlo. Que, por decirlo así, todo este proceso, tal y como usted lo ha descrito ahora, sea prácticamente destruido por una falsa ubicación de los frentes. El resultado es entonces una mayoría de edad aparente de los escolares, que termina en superstición y en la dependencia respecto de toda clase de manipulaciones posibles, pero no en la mayoría de edad. Con lo cual Adorno declara estar por completo de acuerdo. Aunque agregaría bajo otro aspecto que probablemente no es tan conocido. Se dice en general que la sociedad, según una expresión de Riesman (alude aquí al sociólogo David Riesman, autor en los años cincuenta de algunos libros considerados “clásicos” sobre la sociedad norteamericana, como “La muchedumbre solitaria” y “Los escaladores de la pirámide”, RJV) es “dirigida desde fuera”, que ella es heterónoma, y simplemente se presupone con ello que los hombres, como lo dice también Kant en aquel escrito, se tragan más o menos sin resistencia lo que el ente sobre-todopoderoso les pone ante los ojos y además todavía les inculca, como si lo que ahora es así necesariamente tendría que serlo. Y continúa: Decía antes que los mecanismos de la identificación y de la separación no acontecen sin dejar cicatrices. Quisiera aplicar esto con énfasis al concepto mismo de la identificación. Todos nuestros lectores habrán oído algo del concepto del rol, que juega un papel tan grande en la sociología actual a partir de Merton y sobre todo de Talcott Parsons, sin que
en general los hombres caigan en cuenta de que en el concepto del rol mismo, que ha sido tomado precisamente del teatro, se alarga la no identidad de los hombres consigo mismos. El rol es el papel que desempeña un actor, lo que significa que el actor se “desdobla” en su personaje. Precisamente el término “persona” también lo designa: per-sonare quería decir originalmente en latín “hablar a través” (de la máscara que el actor romano sostenía en la mano derecha), y es de allí de donde proviene la palabra, que luego pasó al lenguaje jurídico; pues, en efecto, el primer capitulo del Código Civil se intitula “personas” y precisamente explica ese carácter ficticio, porque aclara, por ejemplo, que ellas pueden ser “naturales” o “jurídicas”. Por lo tanto, en todo ello nos encontramos con un momento de no-identidad, lo cual si el rol se convierte en una medida social se perpetúa con ello el que los hombres no son lo que ellos mismos son, es decir que ellos son no-idénticos; agregando a reglón seguido que encuentra “abominable” la significación normativa del concepto de rol y que “se debe criticar enfáticamente”, aunque fenomenológicamente, esto es, como descripción de una situación de hecho, alberga algo de verdad.
Como toda educación es, de algún modo, educación para un rol, como toda educación tiene que considerar la división social del trabajo y, por lo tanto, la habilitación profesional, ello implica, necesariamente, que la identidad “funcional” exigida por la sociedad se manifieste como rol. Pero si la educación se orienta exclusivamente a la habilitación profesional –es decir, a la formación del individuo para el desempeño de un rol no puede ser una educación para la mayoría de edad, y consecuentemente con ello, para la democracia. Se ocuparía del asunto al reivindicar la necesidad de la educación moral, sin la cual en su opinión no sería posible el tránsito de una solidaridad mecánica –más o menos bárbara, inmediata, característica de las formas rudimentarias de asociación– a una solidaridad orgánica secular y moderna. Por esencial que sea la obra científica de las universidades, ellas no deben perder de vista que son, ante todo, establecimientos de educación. Tienen
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Me parece que si la mayoría de los hombres, al identificarse con un superyo, simultáneamente hubiesen fracasado en ello y no pudiesen liberarse. Me parece que innumerables individuos, por ejemplo, interiorizan al padre aplastante, opresor, brutal, que les hace violencia, pero sin que puedan realizar esta identificación, precisamente porque las resistencias contra ello son muy fuertes. Y precisamente porque fracasan en la identificación (porque existen numerosos adultos que propiamente sólo juegan a ser el adulto que nunca han llegado a ser del todo) tienen que exagerar en lo posible con estos modelos, hablar con voces adultas sólo para hacerse creíbles a sí y a los demás los roles en los cuales propiamente han fracasado. Lo que, por demás, no es algo que eventualmente sólo lo aconteciera al individuo promedio, más o menos rudimentario, en la sociedad de masas. Por el contario, Adorno cree que justamente éste mecanismo hacia la minoría de edad “se encuentra también entre ciertos intelectuales”.
que desempeñar en la vida del país un papel que no deben eludir, no deben permanecer alejadas de ninguno de los movimientos del espíritu público. Vuelvo a repetir que, según me parece, Habermas planteaba un año antes, en el libro que he mencionado, algo parecido a lo que plantearía Adorno en su conversación con el profesor Becker, cuando decía que la verdadera experiencia de la identidad sólo es posible cuando se han dejado atrás las identificaciones. Resulta claro que sin ese recurso no se puede llegar a la experiencia de la identidad. Pero una vez que el individuo ha llegado a ser y se siente ser “él mismo”, ya no necesita de identificaciones, ya no puede ser un “seguidor”, no puede ser un fanático, y si, por ejemplo, acompaña a algún dirigente en un proyecto político es porque ha sopesado crítica y autónomamente –la crítica no puede existir sin autonomía– argumentos racionales y no porque proyecta en esa persona un delirio, al dotarlo de poderes mágicos como los que en su infancia creía que poseía el padre y, luego del padre, la figura sustituta del mismo.
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En este contexto quisiera citarles un párrafo que proviene de la transcripción de un curso de Habermas dictado en la Universidad de Francfort durante el semestre de verano de 1968, que traduje hace unos años e incorporé a una conferencia sobre el legado y la significación de los aportes de Erik Erikson, psicoanalista y maestro –Harvard University– recientemente fallecido a la edad de 93 años y por quien profeso una gran devoción y gratitud. Pues fue a través de sus escritos –y de los de Herbert Marcuse y Alexander Mitscherlich– que comencé a interesarme en el psicoanálisis, lo que cambió en muchos sentidos mi visión de la filosofía y me impulsó al estudio de la obra portentosa de Sigmund Freud y en general de la teoría de la libido, a la que considero imprescindible como momento de la conciencia y la ilustración contemporáneas. Se trataba precisamente de una conferencia –o más bien de una charla– en el Instituto Colombiano de Antropología, el 13 de junio de 1983, en la apertura de un ciclo en el cual participarían diversos especialistas sobre el tema El niño y la sociedad: precisamente la obra más conocida de Erikson, de la que existe una traducción al español, se intitula Infancia y sociedad se ocuparía del asunto al reivindicar la necesidad de la educación moral, sin la cual en su opinión no sería posible el tránsito de una solidaridad mecánica –más o menos bárbara, inmediata, característica de las formas rudimentarias de asociación– a una solidaridad orgánica secular y moderna. Por esencial que sea la obra científica de las universidades, ellas no deben perder de vista que son, ante todo, establecimientos de educación. Tienen que desempeñar en la vida del país un papel que no deben eludir, no deben permanecer alejadas de ninguno de los movimientos del espíritu público. Vuelvo a repetir que, según me parece, Habermas planteaba un año antes, en el libro que he mencionado, algo parecido a lo que plantearía Adorno en su conversación con el profesor Becker, cuando decía que la verdadera experiencia de la identidad sólo es posible cuando se han dejado atrás las identificaciones. Resulta claro que sin ese recurso no se puede llegar a la experiencia de la identidad. Pero una vez que el individuo ha llegado a ser y se siente ser “él mismo”, ya no necesita de identificaciones, ya no puede ser un “seguidor”, no puede ser un fanático, y si, por ejemplo, acompaña a algún dirigente en un pro-
yecto político es porque ha sopesado crítica y autónomamente –la crítica no puede existir sin autonomía– argumentos racionales y no porque proyecta en esa persona un delirio, al dotarlo de poderes mágicos como los que en su infancia creía que poseía el padre y, luego del padre, la figura sustituta del mismo. En este contexto quisiera citarles un párrafo que proviene de la transcripción de un curso de Habermas dictado en la Universidad de Francfort durante el semestre de verano de 1968, que traduje hace unos años e incorporé a una conferencia sobre le legado y la significación de los aportes de Erik Erikson, psicoanalista y maestro –Harvard University– recientemente fallecido a la edad de 93 años y por quien profeso una gran devoción y gratitud. Pues fue a través de sus escritos –y de los de Herbert Marcuse y Alexander Mitscherlich– que comencé a interesarme en el psicoanálisis, lo que cambió en muchos sentidos mi visión de la filosofía y me impulsó al estudio de la obra portentosa de Sigmund Freud y en general de la teoría de la libido, a la que considero imprescindible como momento de la conciencia y la ilustración contemporáneas. Se trataba precisamente de una conferencia –o más bien de una charla– en el Instituto Colombiano de Antropología, el 13 de junio de 1983, en la apertura de un ciclo en el cual participarían diversos especialistas sobre el tema El niño y la sociedad: precisamente la obra más conocida de Erikson, de la que existe una traducción al español, se intitula Infancia y sociedad.
En efecto, en la universidad alemana durante los años cincuenta se quería olvidar de Freud –¡y a Marx!– y se quería olvidar a Freud porque los alemanes, y en particular su clase dirigente, como lo mostraría Alexander Mitschelich a mediados de los años sesenta en su gran libro La incapacidad para sentir duelo (traducido al español con el subtítulo de edición original: Fundamentos del comportamiento colectivo), revelaban en su comportamiento durante esos años la forma como actúa el mecanismo de la verdrängung, el mecanismo, descubierto y analizado por Freud, de la represión, de la voluntad de olvido, en este caso relacionado con el inmediato pasado, el pasado criminal de la Alemania nazi, que no querían ver ni recordar los dirigentes y los miembros de la clase media alemana por entonces; y precisamente para develar y desmontar el mecanismo que estaba a la base de ese comportamiento fue que escribió esa obra Mitscherlich, quien había sido médico psiquiatra durante el juicio de Nuremberg y había colaborado en la proyección del “perfil psicológico” de los criminales de guerra enjuiciados en esa ciudad en el otoño del año 46.
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Entonces comenzaba yo con la introducción del párrafo del curso que dictó Habermas en el semestre de verano del año 68 y que los estudiantes de la universidad de Frankfurt reprodujeron y editaron por su cuenta. Porque esto también tiene mucho que ver con lo que estaba pasando entonces en Alemania, cuando los estudiantes decidieron crear una universidad paralela o antagónica a la oficial: la KritischeUniversität, porque en los departamentos de psicología, por ejemplo, no se profundizabaen la obra de Freud –que había estado proscrita de la enseñanza en Alemania durante doce años– sino que se lo “mencionaba” al lado de otros psicólogos, lo que visto desde hoy, según me parece, resulta simplemente grotesco.
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Quisiera decir de paso que a mí siempre me ha parecido muy difícil traducir acertadamente al español el término freudiano original –Vendrägung– porque su sentido completo se pierde un poco en la versión latina -represión-, sobre todo si se tiene en cuenta la forma verbal –Verdrängen– por lo cual acostumbro ilustrar esa forma peculiar de olvido –la Verdrängung– con la imagen de la persona indolente que oculta la basura debajo del tapete en lugar de deshacerse de ella. Precisamente Freud hablaba de un “retorno de lo reprimido” tal y como se manifiesta a través de los síntomas del comportamiento neurótico: para continuar con nuestro ejemplo, después de quince días de ocultar indolentemente la basura debajo del tapete se forma allí un montículo y resulta evidente que hay algo debajo de él. Bueno, pues eso fue más o menos lo que quiso hacer, entre otros, Alexander Mitscherlich, al señalar las consecuencias actuales perceptibles en el comportamiento, consecuencia de la represión o voluntad de olvido de los alemanes, quienes, por ejemplo, toleraban por entonces la presencia e influencia de la clase dirigente de su país de personalidades con un pasado tenebroso.
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Fue en ese contexto que los estudiantes alemanes de los años sesenta comenzaron a reeditar los escritos de la cultura libertaria de los años veinte -los años de la República de Weimar, la primera y esperanzadora democracia alemana- incluyendo una gran cantidad de escritos psicoanalíticos de algunos discípulos radicales de Freud como Sigfried Bernfeld, Wilhelm Reich, Erich Fromm (el primer Erich Fromm). Y en ese contexto también se hizo costumbre el tomar los apuntes, grabar la lecciones, las conferencias y sesiones de seminarios de aquellos profesores que estaban abriendo el camino, y hacerlos accesibles al público estudiantil en general a través de reproducciones mimeografiadas. Se volvió una costumbre colocar, en las librerías ubicadas en las proximidades de las universidades y en una estantería especial, las “ediciones piratas”, las reproducciones fotomecánicas de aquellos escritos de los años veinte o de aquellos folletos que contenían las lecciones de algún docente –o, en alguno casos, asistente– de la Universidad de Frankfurt, Hamburgo o Berlín, por ejemplo, que, según se consideraba, estaba aportando algo significativo y renovador, que de esa manera ahora se hacía accesible a todos los interesados. Así sucedió con un curso que dictó Habermas en Frankfurt en el verano del año 68 –hace exactamente 32 años– con el titulo Tesis para la teoría de la socialización, en el cual se ocupaba también de la socialización fallida (el caso de las familias problemáticas, desintegradas, los comportamientos anómalos o anómicos de sus miembros, etc.) y en el cual, dicho sea de paso, introduciría en Alemania literatura muy valiosa de la llamada psiquiatría dinámica norteamericana, que luego él mismo hizo traducir y editar en un libro con el titulo Esquizofrenia y familia. Allí daba Habermas una definición de lo que es la identificación y de lo que debe ser su resultado efectivo que a mí me parce muy pertinente. Decía: Identificación no debe significar ni un motivo de imitación ni un comportamiento imitativo sino el mecanismo de aprendizaje de un rol; éste mecanismo puede ser explicado con base en un desarrollo típico cuyas diferentes fases permite la utilización de las tres expresiones
introducidas por Freud: elección y ocupación del objeto (catexis), introyección (la elección de un objeto amoroso en el interior), identificación (imitación de comportamiento de una persona amada). La suposición de la identificación en el sentido de un mecanismo de aprendizaje debe explicar cómo se llega a que el sujeto en proceso de aprendizaje, asuma los roles, lo cual no significa el comportamiento fáctico sino que internalice las expectativas normativas de otro sujeto. Personalmente me parece que es difícil superar la concreción e inteligencia de ésta definición, teniendo en cuenta, por lo demás, los diferentes niveles en que se mueve Habermas, quien tanto en cuanto filósofo como en cuanto sociólogo y teórico crítico mucho le debe a la obra de Freud. Y planteo estas premisas porque de acuerdo con el mismo Habermas me parece que el asunto de la identidad en la modernidad implica asumirla como una tarea, como un proyecto personal de vida.
II
Tönnies fue testigo a lo largo de su vida del tránsito de una forma de convivencia, tradicional y comunitaria, a una nueva, la característica de la sociedad urbana moderna. Él provenía de una comunidad muy peculiar, arraigada en el norte de Alemania, en las islas que forman el archipiélago de Friesland, las islas de Frisia, en las cuales se refugiaron desde el medioevo tribus germánicas que durante siglos evadieron el yugo feudal y mantuvieron una forma de vida muy peculiar. En su infancia, este sociólogo –uno de los fundadores de la sociología alemana al lado de Max Weber y Ernst Troelsch– vivió la experiencia de la inmediatez cálida, de la inmediatez afectiva de la vida aldeana, comunitaria. La vida comunitaria, la vida del cortijo y de la aldea –o de la vereda, para ubicarnos en nuestro medio– se corresponde con un tipo de experiencia más o menos inmediata dentro de la cual los individuos se saben directamente vinculados por razones de parentesco, de tradiciones, rituales y costumbres. Una aldea generalmente se compone de unas cuantas familias entrelazadas, emparentadas entre sí, casi todos sus habitantes son entre sí tíos, primos, sobrinos, etc., en ella reina una colaboración afectiva, cálida, “familiar”. Vale la pena recordar algo que a mí me resulta muy interesante. Con mucha frecuencia la aldea se vincula a través de un santo patrono –también entre nosotros– y el santo patrono, según me parece, es algo así como una figura totémica evolucionada: es un tótem, a través de una elaboración muy compleja y sutil como la que se produjo a través de la religión
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En relación con todo ello, quisiera recordar una problemática que le es familiar a los estudiantes de sociología y sobre la cual se pronunciaría quien puede ser considerado el decano de la sociología moderna en nuestro nonagenario en 1934 y en 1885 había publicado una obra clásica: Gemeinschaftund Gesselschaft (Comunidad y sociedad), cuyo título ya sugiere su contenido.
cristiana. Pues bien, fue esta forma de vida comunitaria precisamente la que empezó a desintegrarse a lo largo de la vida de Tönnies, él fue testigo a lo largo de su vida, de la disolución de esta forma comunitaria de la convivencia. Ustedes probablemente saben que entre 1870 y 1914 se produjo en Europa la Gran depresión: la crisis económica del capitalismo, que se inició más o menos en 1873 y concluyó a mediados de los años noventa y lo transformó en dirección al capitalismo de las grandes concentraciones, de los grandes cárteles. Pues antes de esta crisis el capitalismo de libre competencia, dentro del cual inclusive las empresas todavía se distinguían por un “apellido”, por decirlo así, eran firmas familiares. Pero a finales del siglo, lo característico en los sectores claves de la economía, son las grandes sociedades anónimas que controlan sectores enteros de la producción. Ya en 1900, por ejemplo. El padre del filósofo austríaco Ludwig Wittgenstein era uno de los magnates que controlaban la producción de acero en Austria; y en general por entonces en los países centroeuropeos se había concentrado ya la producción del carbón, del hierro y el acero en los grandes trusts.
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Simultáneamente a este proceso se estaban formando en esos países las sociedades de masas, los grandes conglomerados urbanos. Me basta con dar un ejemplo, Berlín hacia mediados del siglo pasado tenía unos 400.000 habitantes, era una ciudad muy grande para la época. Pero en las vísperas de la primera Guerra Mundial ya albergaba cuatro millones, lo cual quiere decir que en sesenta años su población se había multiplicado por diez. Y lo mismo aconteció en las grandes ciudades europeas. A mediados del siglo pasado la única que pasaba del millón de habitantes era Londres: ya los grabados de Hogart, de finales del siglo XVII, dan un testimonio de la aglomeración en sus calles. Pero a finales del siglo XIX centros urbanos como Viena, París, Berlín, San Petersburgo, ya albergaban más de un millón de habitantes, y una buena cantidad de otras ciudades se acercaban al millón: habían aparecido las multitudes, las masas. Valdría la pena recordar alguna observación de Walter Benjamin, que proviene de su último ensayo sobre Baudelaire y en el que se detiene a analizar un cuento de Edgar Allan Poe que aquél había traducido: El hombre en la multitud, a propósito del cual llama la atención sobre el hecho de que su aparición inclusive modificó los sentidos, el sentido de la vista, por ejemplo, tuvo que acostumbrarse a la presencia de la masa: “Quizás la visión cotidiana de una multitud en movimiento fue durante cierto lapso un espectáculo al cual el ojo debía habituarse antes. Si se admite esta hipótesis, se puede quizás suponer que una vez cumplido este aprendizaje el ojo haya acogido favorablemente toda ocasión de mostrarse dueño de la facultad recién conquistada. La técnica de la pintura impresionista, que extrae la imagen del caos de las manchas del color, sería por lo tanto un reflejo de experiencias que se han vuelto familiares para el ojo del habitante de una gran ciudad. Un cuadro como “La catedral de Chartres”, de Monet, que es una especie de hormiguero de piedras, podría ilustrar esta hipótesis.
Y agregaba: Angustia, repugnancia, miedo, suscitó la multitud metropolitana en los primeros que la miraron a los ojos. En Poe la multitud tiene algo de bárbaro. La disciplina la frena sólo con gran dificultad. Posteriormente James Ensor no se cansará de poner en ella disciplina y desenfreno. Se complace en hacer intervenir compañías militares en medio de sus bandas carnavalescas. Ambas se encuentran entre sí en una relación ejemplar: como ejemplo y modelo de los Estados totalitarios, donde la policía está aliada a los delincuentes ( ) Moverse a través del tránsito significa para el individuo una serie de shocks y de colisiones. En los puntos de cruces peligrosos, lo recorren en rápida sucesión contracciones iguales a los golpes de una batería. Baudelaire habla del hombre que se sumerge en la multitud como un reservoir de energía eléctrica. Y lo define en seguida, describiendo la experiencia del shock como un “calidoscopio dotado de conciencia”. Si los transeúntes de Poe lanzan aún miradas sin motivo en todas las direcciones, los de hoy deben hacerlo forzosamente para atender a las señales del tránsito. La técnica sometía así al sistema sensorial del hombre un complejo training. Llegó el día en que el film correspondió a una nueva y urgente necesidad de estímulos. En el film la percepción por shocks se afirma como principio formal. Lo que determina el ritmo de la producción en cadena condiciona, en el film, el ritmo de la recepción.
Como una consecuencia de este proceso, durante el período de gestación se produjo en Europa una gran crisis, sobre la cual la literatura de finales de siglo da un testimonio fehaciente. Como lo hacen en Francia, por ejemplo, las novelas de Emile Zolá, un escritor que ya no tiene frente a sí la sociedad romántica burguesa, que retrató con singular acierto Honorato de Balzac, sino la sociedad de masas, esa sociedad resultado de la revolución industrial en pleno desarrollo y, consecuentemente, de la aparición del proletariado. La reacción, el desconcierto que produjo la formación de esta sociedad de nuevo tipo, explica en buena aparte el surgimiento de los partidos totalitarios, de los partidos protofascistas. En este contexto vale la pena recordar que hace cien años se estaba librando en Francia la última batalla de la Revolución Francesa. Porque ésta, como lo sostenía Francois Furét, el gran historiador que acaba de morir y quien tuvo a su cargo la dirección de la conmemoración del bicentenario hace diez años, en una entrevista del otoño del año 88 con el Magazín Litterarie de París, “en realidad duró cien años”. En efecto, la gran agitación antisemita que se desencadenó allí a mediados de los años noventa a raíz del caso Dreyfus, el capitán del ejercito injustamente acusado de espionaje,
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En general, en la gran cuidad los hombres se han atomizado, ha desaparecido en ella ese vínculo afectivo inmediato que caracterizaba a la cotidianidad de la vida aldeana, esa voluntad esencial (Wesenswille) de que hablaba Tönnies: en su lugar parece una Kurwille, una voluntad arbitraria, la propia de la sociedad burguesa moderna, la sociedad capitalista desarrollada, una sociedad tendencialmente abstracta.
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condenado y recluido en la colonia penal de Guyana, que se salvó y fue rehabilitado gracias a la actividad de Emile Zolá y al famoso Manifiesto de los intelectuales, mucho tenía que ver con el asunto, porque la crisis que por razones objetivas se estaba produciendo en el seno de la sociedad francesa fue canalizada en contra de un grupo escogido como chivo expiatorio –en este caso la minoría judía– y los argumentos de los ideólogos extremistas –como Maurice Barrés, el fundador de la Acción francesa, un partido monárquico, antirrepublicano y antisemita, o Charles Maurrás quien inclusive durante cuarenta y cinco años más tarde alcanzó a ser colaborador del régimen títere de Vichy durante la ocupación alemana y en consideración a su edad se libró de ser fusilado durante los días de la liberación en el año 44– se orientaban en ese sentido: buscaban capitalizar el rencor y el desconcierto de las masas, orientarlo en un sentido restaurador, antidemocrático. Ahora bien, para terminar, debemos considerar que el tránsito de esa forma de vida comunitaria y de esa modalidad de experiencia cálida, inmediata, a esa otra propia de la sociedad de masas -más o menos abstracta, general e irreversible- resulta ser una consecuencia inexorable del proceso de desarrollo capitalista en todos los países que ingresan a tal estadio de su evolución.
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Se lo puede constatar también en la América Latina, como ya lo ha hecho por ejemplo en forma magistral, por lo demás, José Luis Romero en su obra, ya clásica, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, en la cual reconstruye la formación de las grandes metrópolis en nuestro subcontinente, analizando los efectos patológicos que acompañaron tal proceso, como la aglomeración de muchedumbres anómicas provenientes de los grandes ciclos migratorios del campo a las ciudades o, en el caso de los países australes, de los del antiguo continente desde la década del ochenta del siglo pasado. Prácticamente en todos los países de la América Latina se intentó enfrentar las consecuencias de la crisis motivada por la aparición de las masas acudiendo a modalidades antidemocráticas de conducción de los asuntos públicos, bien fuera por medio de dictaduras militares u oligárquicas, o por medio de experimentos populistas, los cuales, aunque con frecuencia en parte aliviaban y mejoraban sus condiciones de vida, en realidad las engañaban, sin educarlas para el ejercicio del autogobierno, sin elevar su nivel cultural, su capacidad para intervenir efectivamente en los asuntos públicos y configurar autónomamente su destino. Nos encontramos hoy en un estadio del desarrollo político que significa el tránsito de la democracia formal a la sociedad democrática: al Estado social de derecho. Pero ello significa igualmente que no se puede dar paso atrás con respecto a la vigencia de las libertades públicas. Tenemos que considerar que la democracia debe ampliarse: debe haber cada vez más democracia, lo cual significa que debe haber cada vez más conciencia ciudadana, y esto no se logra sino a través de la universalización de la cultura, de la ampliación de la cobertura educativa y de la práctica de una educación genuina que actúe en contra de esa banalidad industrialmente reproducida y agenciada, del atontamiento sintético a que se refería Theodor Adorno en el diálogo que dictábamos al comienzo de nuestra intervención con la necesidad de impulsar una educación para la mayoría de edad y para la democracia.
Yúkote: La universidad
occidental en abya yala Yofuerama Jemi8 Facultad de Comunicaciones, UdeA Yúkote es el concepto esencial de un jagagi (“hilo y aliento de los ancestros”) narrado por los minika y dado a conocer con el nombre del personaje central, Dijoma. El término yúkote adquiere relevancia en el contexto actual de la crisis de la universidad occidental en un continente que no debería llamarse América Latina sino Abya Yala o de otras formas diferentes. Yúkote proviene de una lengua amazónica y hace referencia al fracaso de la administración del conocimiento en una sociedad orientada, supuestamente, hacia la humanización.
¿A qué se debe este fracaso del intelectual? A muchos errores. Uno de ellos, al abuso de la sabiduría, de la ciencia y de la tecnología. El poder de las plantas, iyino, que le habían entregado sus maestros para la humanización y la armonización del mundo lo empleó en el sojuzgamiento y la destrucción de su propio pueblo. No supo guardar dieta, no supo controlar sus ansias de poder y convirtió el conocimiento en un arma de destrucción masiva. Así fue que su poder, primero, se convirtió en nuio (boa), devoró a su hija mayor, devoró a su gente e incluso a sí mismo. La astucia que le acompañaba le sirvió para salvarse y salir fuera de la nuio, pero en un nuevo acto de soberbia su iyino se transformó en un nuiki,
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Literalmente: Profesor / Mico churuco. “Yófuerama” quiere decir el que utiliza la boca para informar cosas de poder y “Jemi” el que busca al hermano. Nombre ancestral otorgado al estudiante de primer semestre de lengua minika, Selnich Vivas Hurtado, también Dr. Phil. de la Albert-Ludwigs-Universität Freiburg, profesor asistente de literaturas en lengua alemana y de literaturas indígenas colombianas, vinculado a la Facultad de Comunicaciones de la Universidad de Antioquia. Premio Nacional de Poesía con Déjanos encontrar las palabras (2011). Este trabajo es uno de los resultados de la investigación “Corpus para una germanística intercultural latinoamericana (I): La Europa de lengua alemana y las culturas aborígenes de Sudamérica”, adscrita al GELCIL, Grupo de Estudios de Literatura y Cultura Intelectual Latinoamericana, registrada en el CIEC, Centro de Investigación y Extensión de la Facultad de Comunicaciones y financiada por el CODI, Comité para el Desarrollo de la Investigación de la Universidad de Antioquia.
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“Dijoma yúkote”, dice explícitamente el jagagi. Es decir que Dijoma fracasó. Y al hablar de Dijoma el jagagi no se refiere a una persona simple y común dentro de la sociedad, sino todo lo contrario a un ser singular, que por su gran disciplina y sensibilidad ha alcanzado el conocimiento de lo humano a través de la observación y experimentación de la naturaleza. En otras palabras: el gran sabedor, después de aprobar todos los exámenes de la universidad ancestral más rigurosa, el gagíbiri, fracasó.
gavilán, o en un májaño, águila. Siendo ave depredó a su esposa, a su hermano, a casi la totalidad de su gente. En algunas versiones del jagagi, la sociedad reacciona frente al dictador y se organiza para corregir tales excesos del intelectual. De ahí que la hija menor de Dijoma, asesorada por algunos sobrevivientes, le tienda una trampa, en la que es capturado, asesinado y, por último, quemado. De esta supresión del sabio asesino, nace el diio, un canto para llorar que recuerda los peligros del saber autoritario, personalista, dogmático, jamás puesto en cuestión. Una parte del diio sintetiza el jagagi completo: Ore, o jito, o Diijoma. Dama o finoriya nuidaa anamo Birairioidio, dainamadio. Ji ii ji ii ji ii ji ii. Oye, tú hijo, tú Diijoma. Solo en tu preparación de la planta nuida te equivocaste, así te dirán. Ji ii ji ii ji ii ji ii.
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Un yúkote similar al de Dijoma padecemos con la universidad occidental trasplantada a Abya Yala. La universidad occidental llegó a Abya Yala supuestamente con el buen propósito de educar a las élites de la sociedad nueva producto de los españoles americanos y de las miles de culturas originarias. Pero en poco tiempo esta institución se convirtió en una nuio devoradora que simplemente servía para evangelizar, es decir, para colonizar el pensamiento local y de paso borrar cualquier huella del conocimiento ancestral. La universidad occidental en Abya Yala nació de un espíritu torcido y maligno: debía justificar que miles de años de educación habían sido en vano, que los saberes del mundo desconocido eran inválidos y que sus sabedores eran incapaces, ilegítimos. Por eso las ciencias y las artes occidentales fueron impuestas en Abya Yala como instrumentos de control, de manipulación y de exterminio. La universidad occidental en Abya Yala ignoró desde el comienzo los mundos que le rodeaban y fomentó el irracionalismo, la barbarie humanística y el dogma. No hay violencia más dañina que la de una universidad europea que impone su idioma para pontificar sobre culturas que le son absolutamente desconocidas. A la universidad ancestral llegaron los maestros europeos a decir que los maestros locales no tenían títulos que los acreditaran en las ciencias y las artes. La escena debería ser lo suficientemente brutal como para irritar el ojo de nuestros intelectuales de hoy: un recién aparecido, que ni siquiera habla mi idioma, viene a decirme que sabe mejor que yo cómo debo vivir en mi propia casa. Y no solamente esto: paso seguido se apropia de mi casa, de mi familia, de mi pueblo, lo esclaviza, lo extermina, acaba con los árboles, los ríos, las montañas, depreda animales hasta extinguirlos y, al cabo de la matanza general del planeta, me dice que está comprobado científicamente y hasta patentado que su saber, publicado en revistas categoría A1, sí sabe cómo vivir la vida.
Ningún intelectual sensato del mundo podría dormir tranquilo con esta historia en la cabeza. Ninguno. Solo nuestros intelectuales han osado justificar y defender la universidad occidental como un modelo para la instrucción y la creación del conocimiento. Incluso se piensa, ingenuamente, en la universidad como el modelo de la democracia. Ciegos, por soberbia, hemos sido complacientes con el monstruo más antiguo de nuestra sociedad. Profesores y estudiantes, empresarios y políticos, piden reformar la universidad, pero no para hacer la corrección histórica que lleva más de quinientos años esperando, es decir, devolver la casa a sus legítimos dueños, sino para extender sus tentáculos sobre las tierras que aún les pertenecen. Las propuestas de reforma a la universidad son un fraude a la diversidad cultural del continente y lesionan aún más la memoria colectiva de un continente que no ha sido capaz de pensar por sí mismo por culpa de una institución educativa colonizadora.
Algunos ejemplos simples, evidentes, mostrarían la torpeza de esa forma de entender la universidad. Hablemos del caso colombiano. Se dice que Colombia es un país que alcanzó la independencia frente a España. ¿Por qué después de más de doscientos años se sigue hablando el español como lengua oficial? ¿A quién le interesa que ese idioma oficial sea el idioma del pensar, del sentir? En un país con 65 lenguas indígenas y dos afrodescendientes se impone, a través del aparato educativo, una sola lengua. Una única. ¿Eso es independencia o dependencia cultural, mental? Un país independiente que habla 65 lenguas indígenas no puede llamarse Colombia. El nombre ya delata su culposa minoría de edad. Si cada idioma es un sistema de pensamiento desde el cual se crea y se entiende el mundo, desde el cual se establecen formas particulares de relacionarse con el mundo, ¿por qué razón se insiste en que el español es el único idioma adecuado para que nosotros vivamos en estos territorios? Para seguir explotando estos territorios y vender sus recursos a España. La diversidad cultural, es decir, la diversidad de sistemas de pensamiento, de idiomas, debería ser el fundamento de la universidad que tanto extrañamos. No la diversidad de
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En la crítica a la universidad importan más las cifras que los fundamentos. Se juega a llevarle la contraria al otro, por tener una idea diferente de cómo debería funcionar la educación superior, pero el origen perverso de la universidad occidental en Abya Yala no se discute. La universidad no se discute. Ella es el futuro de las naciones y las empresas poderosas sobre las naciones y las empresas menos poderosas. Llevamos varios siglos de retraso en el conocimiento de nosotros mismos, de nuestros saberes ancestrales truncados y marginados. Llevamos siglos aplazando el conocimiento del mundo africano que nos habita y todavía los debates públicos siguen hablando de si es más apropiado seguir el modelo alemán o el francés o el norteamericano de la universidad eficiente y masificada. De ahí que las mentiras de los primeros días de la llegada de la universidad occidental pervivan. La universidad occidental es la Universidad y se acabó. Cualquier otro modelo de universidad de inaceptable. Nuestra universidad debe hablar un idioma europeo y se acabó. Debe pensar bajo los formatos del pensamiento científico europeo y se acabó. Así hablan los genios de este continente, todo lo quieren acabar.
espectáculos culturales, sino la justicia y la equidad epistémicas. Ellas deberían refundar la universidad, transformar sus programas de estudio. En Colombia no debería existir ninguna universidad, no se debería aprobar ningún programa de estudio, mientras no se garantice la diversidad epistémica, es decir, la enseñanza de modelos de pensamiento, de visiones de mundo, de tradiciones culturales diferentes. Y tradiciones culturales diferentes significa idiomas indígenas, idiomas afrodescendientes, idiomas africanos y no solamente, como afirman nuestros profesores, varios idiomas europeos. El intelectual colombiano se siente universal cuando habla dos idiomas europeos, sin darse cuenta que de esta forma es mucho menos parroquial. La universalidad resulta de la combinación entre lo asiático y lo africano, entre lo africano y lo indígena y lo europeo. Por eso en cada programa de estudio, en las maestrías, en los doctorados, se debería enseñar a pensar nuestra cultura desde otra cultura no europea. Nuestra medicina debería enseñarse siempre junto a otras medicinas, nuestro derecho a la par de otros derechos, nuestra filosofía junto a otras filosofías. Y por “otros” entiendo todos aquellos saberes que han sido desterrados por nosotros mismos de su propia casa.
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Es curioso que en este país se entienda la diversidad cultural como la oferta de eventos culturales. Oferta que proviene en un 95% de movimientos y expresiones culturales occidentales. Esto mismo sucede cuando se piensa reestructurar un programa de estudio, digamos la filología. A pesar de la reciente Ley 1381 sobre la protección y salvaguarda de las lenguas nativas del país, en Colombia se entiende que la filología se refiere al estudio de las lenguas europeas. Es más: la prueba del colonialismo se evidencia cuando dentro del programa de filología lo que prima es el estudio de la lengua española, la literatura española y la literatura hispanoamericana. Claro además se brinda un cierto toque de interculturalidad, pues se hace énfasis en el griego y el latín. ¿Es esta la filología, la ciencia política, la ingeniería, la economía que necesita la nueva universidad en Colombia? Si la universidad en Abya Yala sigue pensando que nuestros hijos deben partir de Grecia para entender lo que pasa en la selva tropical, entonces va a fortalecer el modelo colonizador que encubre nuestros fracasos. La universalidad de la universidad en Abya Yala no puede seguir siendo ciegamente hispánica, pues en este continente también hay literaturas en otros idiomas europeos, en cientos de idiomas indígenas, en numerosos idiomas afrodescendientes. El día en que los profesionales colombianos hablen lenguas indígenas, así como los indígenas están obligados a hablar el idioma de los colombianos, ese día habremos refundado la universidad y, por ende, recuperado las patrias perdidas. En esas patrias hay mucho que aprender de lo humano. Que no nos pase lo que a Dijoma: “Solo en tu preparación [ ] te equivocaste”. Que no tengamos que esperar hasta que una hija en el futuro nos tienda una trampa y nos queme para librar a la tribu de la universidad soberbia.
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