Editorial Ferran Elavoko Sabaté presidente de AEGUAE
C
onfieso no ser un gran filósofo ni lector. Me gustan las lecturas prácticas, esenciales y personales. Es por eso que comparto que Jesús aconsejara el testimonio personal como método de evangelismo. Es el caso del endemoniado gadareno (Lucas 8: 39), o la reacción inevitable de cualquier persona cuya vida hubiera sido transformada por Jesús (Hechos 19: 18; Juan 5: 15…). Un testimonio puede tratar temas muy diversos, pero siempre será algo que le ha ocurrido e impactado al autor. Me gusta leer la contraportada del periódico La Vanguardia que diariamente recoge, en formato entrevista, el testimonio de un personaje de actualidad. Recuerdo una entrevista que me impactó especialmente: trataba sobre las experiencias vividas por un sin techo, que actualmente había sido “rescatado” de ese mundo ofreciéndole un trabajo (o sea, un objetivo y sentido a la vida). Las experiencias vividas eran extraordinarias y diversas, pero la que me llamó especialmente la atención y quisiera compartir con vosotros es la siguiente: Tras varias horas vagando por las calles y con una fuerte borrachera encima para evadirse de su miseria, el vagabundo explica que cayó al suelo de un callejón ahogado por sus propios vómitos y esperando la muerte por asfixia. «¡Qué manera tan miserable y tonta de morir!», se repetía él. «Pero… ¿quién se atrevería a ayudarme en tal lamentable estado?». Como ya os he anticipado anteriormente, este hombre actualmente trabaja como dibujante de cómics. Quizás incluso lo hayáis conocido en el Salón del Cómic de Barcelona. El hombre no murió… pero ¿podéis adivinar quien se atrevió a socorrerlo en tal deplorable situación? No fue un enfermero, ni un trabajador social, ni nadie de una ONG..., sino ¡una prostituta! Sí, una prostituta fue la única persona con la humildad y
el interés necesarios para asistir al vagabundo en su situación y socorrerlo con el boca-boca para desahogarle de sus propios vómitos. Qué situación tan extrema, ¿verdad? Sabéis… esta situación me dio mucho de qué pensar. No solo por lo asqueroso que se presenta el escenario, sino por la capacidad de empatía, humildad y compasión que tuvo que tener la señora. Poniéndome yo en la situación de la socorrista, me pregunto: ¿Sería yo capaz de auxiliar al vagabundo en tal situación? ¿Tendría yo la humildad o capacidad necesarias de amar al prójimo, para salvar a ese vagabundo maloliente y borracho? Sinceramente, no sabremos la respuesta real hasta que se repita la situación en primera persona. Tampoco quiero meterme aquí en las capacidades ni obras personales, sino en destacar que sobre todas las decisiones de nuestra vida (éticas, morales, situacionales, etcétera) debería prevalecer el amor. En el congreso de este año, abordamos el tema de los dilemas éticos de nuestro siglo. Podremos aprender y contrastar ideas con otras personas, compartir nuevas perspectivas y situaciones… pero finalmente deberemos recordar que la salida a todo laberinto moral está en la ley de oro: «Así que todas las cosas que queráis que los hombres hagan con vosotros, así también haced vosotros con ellos, pues esto es la Ley y los Profetas.» (Mateo 7: 12). Añadiendo el nuevo significado que le da Jesús a este mandamiento: «Que os améis unos a otros, como yo os he amado.» (Juan 15: 12).
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